La Venganza de Milady

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Catulo Mendès lo refiere, y Catulo Mendès es un hombre a quien es cuerdo creer bajo su palabra: Milady no tiene nada de inglesa, fuera de sus caballos, de su groom y de su marido. Milady estima en mucho sus caballos y su groom, pero, en cambio, estima en muy poco a su marido.

Cuando una mujer ha engañado a su esposo una o dos veces con uno o dos estúpidos que valían menos que él, la costumbre le hace tan necesario, tan indispensable, contar con un amante, como necesarios e indispensables son para mi bella prima, cuando está tejiendo, el gancho y la pelota de hilo blanco. Para estas mujeres, y desde el punto en que minotaurizan a sus respectivos compañeros, es absolutamente indispensable tener siempre por tela la vida de un hombre, para bordar en ella sus dibujos fantásticos, y poseer un corazón que pueda servir de alfiletero, para clavar, sin tregua y sin descanso, las delicadas agujas de sus caprichos, de sus desvíos y de sus celos. Bien es verdad que, por mudanza o por tedio, suelen a menudo desembarazarse del amor y del amante, de igual suerte que mi preciosa prima, cansada de trabajar junto a la lámpara, suele deshacer el dibujo que había ya comenzado, lo cual no impide que al siguiente día, sentada en el pretil de la ventana, vuelva a sorprenderla el primer lucero de la noche con la aguja de madera entre los dedos o contemplando, más que nunca atenta, los arabescos caprichosos del tejido. Por lo demás, como se teje sin pensar en el tejido, se puede tener un amante sin pensar en el amor. Estas distracciones de cabeza en nada preocupan el corazón. La mujer que en un día triste y lluvioso, o al volver fatigada de algún baile, despide al amante de su casa y de su vida, en esa misma noche, en ese mismo día, reparará la brecha abierta en sus costumbres, llenando con otro amante el hueco vacío y tibio aún de la otomana, a menos que prefiera ver deslizarse el tedio por su alma, como se arrastra y trepa la leve lagartija por las paredes y las hendiduras de una casa ruinosa y deshabitada. Y es en vano que intente sujetar la brida de ese caballo de tiro que llamamos la costumbre, porque, a pesar de sus tenaces resistencias, débil para luchar con los ímpetus vigorosos del corcel que conduce, caerá muy pronto en tierra, y entonces, ¡ay!, en vez de tener un amante, ¡tendrá dos!

Pero tan convencida está Milady de la ineficacia de su resistencia, que jamás ha pensado en emplearla. Es una mujer cuyo corazón tiene buen juicio. No pudiendo vencer las tendencias naturales, se somete, de buen grado, a su dominio. Como quiera que es rica y de altísima prosapia, la opinión de lo que se llama el mundo no la preocupa en lo más mínimo.

¿Y su marido? Tiene usted harta razón, lector, hablemos del marido. Milord viaja en primavera, duerme en estío, caza en otoño y juega en el invierno. ¿Y qué más? Nada más, lector, nada más.

El miedo que Milady tiene a ese vacío que se forma en torno de la mujer que no ama, o mejor, que no es amada, es tal y tan grande que, tan sólo de pensarlo, un rudo calosfrío serpea por todo su cuerpo, desde la planta de su pequeño piececito hasta las rosas de sus bellísimas mejillas. Un interregno de este género la aterra, y para evitarlo, en caso urgente, sería capaz hasta de infringir la ley sálica. ¡Tanto es así su miedo al aislamiento! Cuando Milady piensa en esto y en sus treinta y dos años ya cumplidos, se entristece pensando que está muerto aquel amor aquejado únicamente de la gota y, con un dolor que madruga demasiado, suele llevar duelo por un vivo, de manera que cuando su amante la consuela de estas penas soñadas, poniéndole su boca en las mejillas, suele beber dos o tres lágrimas que, impacientes por salir, brotan y corren sin esperar la razón oportuna para el caso.

En la mañana que da comienzo a esta historia, Milady, blanca y rubia como una neblina dorada por el sol, se esperezaba aún mórbidamente entre nubes de sedas y encajes, cuando la doncella, entrando de puntillas, y después de haber corrido nada más un poco las cortinas del balcón, entregó una esquela perfumada a su señora. Milady rompió muy lentamente el sobre, se frotó los párpados con exquisita gracia y leyó, no sin sorpresa, lo siguiente:


Julieta:

Dentro de dos horas, ni un minuto más ni un minuto menos, hará cinco semanas cabales de aquel día en que puse mis toscos labios en la tersa cabritilla de vuestro guante: un guante aristocrático, de medio color, delicioso, como sólo puede llevarlo vuestra mano.

Dentro de dos horas hará también un mes de aquella mañana en que pude besar por primera vez vuestros dedos desnudos, unos dedos pequeños, afilados, teñidos de un matiz blanco rosa, que sólo puede compararse con el color de vuestros guantes.

Una semana entera necesitó usted para quitarse los guantes, ¡semana llena de temores, de incertidumbres, de coqueterías!

Pasados esos ocho días, especie de plazo que se usa entre gentes que saben vivir, pero que no saben amar, el encanto fue poco a poco disipándose, y cesamos de gustarnos el día en que definitivamente nos gustamos.

Pronto, Julieta, llegaremos a aborrecernos, usted no se morderá los labios para referir a la señora de H o a la señora de X, cosas que pueden comprometer mi porvenir. Yo, por mi parte, puede ser que calumnie sus cabellos o sus dientes, lo que de seguro dañaría a usted en alto grado, sobre todo si, por acaso, llega a oídos de Carlos, de Ricardo o de Gustavo. Por favor, Milady, cortemos este desenlace ridículo poniendo punto en nuestros amores, temerosos de que, poniendo coma, venga después una palabra de odio. Adiós.

Alfredo Z.


Concluida la lectura, Julia guardó la carta, murmurando:

«¡Impertinente!».

Sacó perezosamente un pie de entre las ropas de su lecho, luego el otro, y envolvió sus talones sonrosados en las pantuflas de satín azul que Marieta le presentaba.

«¡Es verdad! —dijo a media voz—. Está locamente enamorado de esa bailarina. ¡Necio!».

Dio un paso adelante y continuó diciendo:

«En fin, Alfredo no ha tenido mal gusto. ¡Esa bailarina no es fea! Tiene el pelo negro». ¡María, mi chocolate! «¿Cuál sería el mejor medio de vengarse?».

Y Milady, semivestida por un peinador de Malinas, sonreía, no sin malicia, viéndose deliciosamente retratada en la soberbia luna de Venecia que tenía frente por frente.

¿Qué hacía, entretanto, Alfredo? Almorzaba con apetito desordenado, juntamente con la señorita Clara —la bailarina consabida—, contemplando con placer los ojos picarescos de que, momentos antes, hablaba su ex amada.

Alfredo tiene veintiséis años y veinticinco mil libras de renta. Fuma legítimos habanos y monta caballos árabes, pur sang. Le visten los mejores sastres de Londres. Difícil es, pues, el explicarse cómo Alfredo ha caído en las redes de la señorita Clara. Verdad es que Clara tiene un cuerpo adorable: ágil, nervudo, como el de un gato cuando se revuelca retozando; verdad es que su cutis es blanco, con reflejos de plata dorada, como un tarro de leche expuesto a los rayos del sol; verdad es que sus párpados napolitanos parecen tallados en la cáscara delicada de un durazno; verdad es que sus labios son carnosos y parecen siempre recién mordidos, tan colorados así están; pero, al fin y al cabo, muchos la han admirado sin amarla; no tiene una celebridad de bastidores; en las tablas es una medianía; en las cenas, una mujer vulgar; habla poco, come poco; tiene —como diría Heinrich Heine— «el vino triste».

El hecho es, sin embargo, que Alfredo está positivamente enamorado. Va con ella al teatro, sin cuidarse de tomar un palco intercolumnio; la lleva en su carruaje cuando va de paseo; la ha regalado un delicioso hotel con sus vidrios de colores y sus balcones ligeros, en cuyos adornos se entrelazan el laurel de Bengala y el cactus de la China. Clara también está locamente enamorada de su Alfredo. Ha sentado plaza de mujer honrada; ya no visita a ciertas y determinadas amigas, y ridícula o no, de tal suerte la satisface el cariño de su amante, que nada ambiciona ni quiere ni desea en la tierra. Aquella misma mañana, Clara, en premio del rompimiento con Milady, se había resuelto a no tutear a su peluquero.

Pero las dichas del mundo son como el heno, a la mañana verde, seco a la tarde. En la noche del día siguiente, Alfredo halló un bastón en el boudoir de Clara, y ese bastón no era el suyo. ¡Un bastón! ¡Imagínense ustedes lo que significa un bastón en semejante sitio! Clara juró que no significaba nada, pero Alfredo, y con razón, estuvo pensativo y cabizbajo.

Algunos días después, notó Alfredo que Clara usaba un brazalete que él no le había dado. Era una joya de un valor inestimable. Por más señas, tenía un camafeo rodeado de perlas, con dos ángeles cubiertos por sus alas.

—¿Quién te dio ese brazalete?

—Es falso —contestó Clara, ruborizándose.

Aquella noche Alfredo durmió mal.

Otra vez, en un ángulo de la chimenea, Alfredo halló una carta. Hubiérase dicho que una mano invisible, interesada en revelarle la infidelidad de Clara, ponía a su alcance la prueba del delito. La carta llevaba la fecha de aquel día, y encerraba estas cuatro palabras: «¿estarás sola al anochecer?». La letra era fina, delgada, aristocrática. Por desgracia, la firma era ilegible. Lo primero en que Alfredo pensó fue en estrangular a Clara; lo segundo, en ahorcarse él; lo tercero, en esperar la noche y sorprender a los culpables. Al despedirse de Clara, la dijo sonriendo:

—No me esperes ahora, vendré tarde.

Alfredo fue a su casa y pasó largas horas afilando la hoja de un estilete de primera clase y poniendo en orden un revólver, directamente enviado para él de Nueva York.

Advertiré, de paso, que Alfredo tiene un temperamento sanguíneo, y que de haber escrito dramas, habría echado el pie atrás a Echegaray.

A las diez de la noche salió camino de la casa en donde vivía Clara.

Un cupé estaba esperando en la puerta. Despertar al cochero que, envuelto hasta las cejas con un carric, dormía en el pescante, hubiera sido inconducente. ¡Caso extraño! Alfredo habría jurado que aquella roja punta de nariz que asomaba por entre el abrigo del cochero le era conocida. En alguna parte la había visto, pero ¿en dónde? Una sola ventana de la casa estaba iluminada, precisamente la de la pieza que da al jardín. Allí estaban las hamacas para pasar las siestas del mes de julio. Alfredo tenía la llave de la puerta falsa del jardín. Abrió sin hacer ruido, se acercó a las ventanas… ¡Maldición!, ¡estaban echadas las persianas! No pudiendo observar por aquel lado, se encaminó a las habitaciones de la servidumbre. Abrió la puerta nada más lo suficiente para que su cuerpo pasase; atravesó la cocina, el comedor, llegó por fin a la pieza contigua a la sala sospechosa, y acechó. Contenía el aliento, apenas respiraba. Una luz traidora se escapaba por las hendiduras de la puerta.

Primero, nada, nada oía. Después, escuchó como el ruido de un traje de seda que se cae al suelo. Luego, dos voces que hablaban quedo, quedo.

¡Risas! Al punto reconoció la voz de Clara. La otra voz no le era tampoco desconocida… ¡Traidor! ¡Sería alguno de sus amigos! Quiso escuchar más para saberlo todo. Por fin, estas confusas palabras llegaron a sus oídos:

«¡Clara, Clara mía!».

Alfredo no pudo contenerse por más tiempo. Cogió violentamente el picaporte… la puerta estaba cerrada con cerrojo. Sonó un grande estrépito en la sala. ¡Sillas caídas, ventanas que se abren! Alfredo, que era muy robusto, logró por fin derribar la puerta.

Al entrar, vio que una de las ventanas, con vista al jardín, se cerraba violentamente, como impulsada por afuera. Sobre una silla vio un sombrero de hombre, y junto al sombrero, ¡un bastón!… ¡el mismo que había encontrado algunos días antes! Clara, espantada, se cubría el rostro con las manos.

Alfredo saltó en seguimiento de su rival, pero éste le llevaba la delantera y cerró la puerta del jardín, soltando una estrepitosa carcajada. De un salto, salvó Alfredo la distancia que hay entre la verja y la calle.

A la luz de los faroles, pudo distinguir la fisonomía de su rival, que, en aquel instante, montaba ya en su coche. Era un joven muy rubio, muy pálido.

«¡Para!», gritó Alfredo, pero el cupé había partido.

¿Qué haría? Alfredo, desesperado, corrió frenéticamente hacia el coche. A vuelta de inauditos esfuerzos, logró agarrarse por detrás de la tablita. Aquella situación era ridícula. Los caballos iban a galope. De rato en rato, una risa mal sofocada sonaba dentro del cupé. Al oírla, nuestro celoso rechinaba los dientes. Pero era necesario aguardar a que el carruaje se parase.

El cupé acababa de voltear la esquina de una calle muy conocida para Alfredo, y el coche iba más despacio. Alfredo estaba atónito; pero ¿por qué no había de vivir el amante de Clara en la misma calle en que vivía Julieta? El coche se detuvo frente al número 31. Alfredo se apresuró a dejar su incómodo puesto y se lanzó furioso contra su rival, que bajaba entonces del carruaje. Pero éste, sin inmutarse, le recibió diciendo:

—Buenas noches, Alfredo.

—¡Milady! ¡Julieta! ¡Usted!


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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