Los Matrimonios al Uso

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


DE SOFÍA A SU AMIGA ÍNTIMA

Mi paloma sin mancha, mi corderillo verde, mi ratoncito blanco, ya ves que no te olvido. Mi polluelo recién nacido, mi tortolita mística… quita mejor esa frase que he aprendido de mi hermano, y que tiene por cierto no sé qué olor a blasfemia y herejía. Ya tú sabes que mi señor hermano tiene sus pelos y sus lanas de filósofo. Mamá me dice diariamente que él es la causa de sus aflicciones, pero, ¿qué vamos a hacer? No tiene más que ese solo vicio. Es muy amante, tiene el grado de oficial, no fuma, no bebe: ¿qué vamos a hacer? Yo rezaré por él todas las noches. Éstos son disgustillos de familia a los que es necesario resignarse.

Ahora, dame tu mejilla derecha para que te dé yo un beso, y tu mejilla izquierda para que recibas un suave y cariñoso golpecito.

He recibido las camisas de batista y me han gustado mucho.

Un poco lujosas, ¿verdad? Pero al cabo no se casa una todos los días del año. Anoche escogí las cachemiras. Tomé la de fondo rojo, ¿no te gusta? Las costureras no se dan un punto de descanso. Mi tía me envió ayer el libro de misa, ¡un gran libro por cierto!, ¡una positiva alhaja! Los adornos son de acero —parece que el acero continúa de moda— y en el centro, mis armas de relieve con la corona, el mirlo y la maquinita. ¿Creerás que me pregunto todavía lo que significa la tal maquinita? De todos modos, yo te lo aseguro, soy feliz. Ya te figurarás que, con tantos preparativos, hay para perder la calma y la cabeza. Si no fuera porque mamá me ayuda un poco, yo, hija, estaría de correr, para volverme loca. Se está construyendo en el parque un salón de baile para el día de la boda. Papá quiere obsequiar a mamá con un soberbio tronco de caballos. Monseñor está invitado para decir la misa. En cuanto a la comida, creo que la quieren hacer fuera de la casa. Ya sabes, esas gentes están más habituadas a estas cosas.

«Pero —me dirás—, ¿y el héroe?, ¿y el príncipe encantado?, ¿tu marido?».

Bueno, paciencia: voy a contarte todo. Él es un verdadero gentilhombre. Tiene un nombre nobilísimo, ¡como que pertenece a la primera nobleza! A propósito, recuerda a tus costureras lo de la corona: ¿ya sabes, no?, sobre la cifra. Pues sí, mi futuro esposo es el prototipo de la galantería. Huele a duque desde a legua, y sin embargo —¡mira tú qué cosas!—, sólo es conde.

Antes de seguir adelante, permíteme que te dé otro beso.

Figúrate un hombre que ha rechazado todas las proposiciones del gobierno. Ayer, nada menos, se lo contaba al señor cura, y por cierto que su conducta no ha contribuido poco a aumentar la estimación que le tenemos. Con razón, ¿verdad? ¿Se te figura cosa tan sencilla eso de levantar la cabeza y decir firmemente a todo un pueblo: «No, yo no quiero caminar con vosotros, pertenezco a mi Dios y a mi rey»? Él opina que debemos sujetar nuestro matrimonio a la venia del santo padre. Yo lo creo también. Pero lo más aristocrático que tiene es el pie —un pie de hombre y de mujer al propio tiempo—, estrecho, afilado, con un empeine soberano y con talón redondo que se eleva sobre el tacón alto y barnizado. El ruido de sus botas no se asemeja a otro ninguno. Desde luego se adivina que aquel pie habría podido calzar la espuela de oro e ir a las Cruzadas. Yo me pienso que la delicadeza del pie es lo que caracteriza a la rama menor de la familia. Lo que distingue a la rama mayor es la forma exquisita de la nariz, muy semejante a la de los Borbones.

En cuanto a sus libreas, ya te supondrás que, atendiendo a sus quebrantos de fortuna, deben estar un tanto cuanto descuidadas. Anoche mismo nos decía, con una sencillez encantadora, que su gran castillo, que es, entre paréntesis, un monumento histórico, según el señor cura, está reducido a cuatro desmantelados paredones.

«Pero —decía también— en la piedra que domina las ruinas de la puerta, está esculpido el escudo heráldico de mi familia, y esa piedra se ha conservado siempre intacta».

¡Y si hubieras oído de qué manera decía esto, golpeando con el bastón la punta de su bota! Mi padre estaba rojo, rojo, como si acabara de comer. Yo también te confieso que me encontraba conmovida. Figúrate un castillo en ruinas: los altos torreones desmoronándose de viejos, los puentes levadizos, los inmensos fosos… ¡Qué cosa tan poética!, ¿verdad? Pues bien, el dueño, el poseedor de todas esas cosas, estaba allí, sentado a poca distancia de nosotros, ¡acariciando con la punta del bastón su estrecha bota!

—Señor conde —dijo mi padre levantándose—, la piedra sola de que usted hablaba, vale más, mucho más que toda la dote de mi hija. Por lo que mira a mi persona, suplico a usted que crea…

¡Ya te figurarás cómo estaría mi padre al decir esto!

—Ella vale más para mí —contestó el conde—. La señorita hija de usted vale muchísimo.

Hizo bien en responder así. Yo en su lugar habría dicho lo mismo, pero ya comprenderás que aquél fue un nuevo rasgo de nobleza.

Al irme a acostar, papá me abrazó y me dijo conmovido:

—Yo me encargo de reponer tu gran castillo.

¡Qué bueno es mi pobre papá! ¡Sólo que algunas veces, como dice el conde —sin ánimo de herirnos, por supuesto—, hay en nuestro parque cierto olor a carbón de piedra!… esto no es extraño, las oficinas están nada más a un cuarto de legua. Pero nosotros estamos ya habituados y no lo percibimos.

No puedo escribirte más, mi buena amiga. ¡Ah!, que vaya todo a escape. Busca el piano de cola, cuida de la corona y de la cifra, y date una vuelta examinando las libreas. Nosotros seguiremos usando las de familia, pero pienso reformarlas, respetando la tradición, por de contado. Continuará el pantalón y el chaleco anaranjado, pero el levitón color de hoja marchita no me gusta.

No me llames en tus cartas «señora condesa». ¡Has sido y seguirás siendo una gran niña! Tu reloj adelanta quince días. Adiós y mil besos.

Tu Sofía

P.D. Creo que me quiere mucho.


EL CONDE A SU AMIGO ÍNTIMO

Calla, pues, y no digas necedades. Toma tu sombrero, ve a la casa de Struckmann y dile que el último par de botas que me envió tenía un dedo de largo. ¡Sabes que comienza a cansarme el tal Struckmann! Te agradecería también que te dieses una vuelta por casa de mi sastre y que apresurases a toda su gentuza. Estoy desnudo, materialmente desnudo, amigo mío, y esta situación, como comprenderás, es imposible.

Ahora hablemos a solas:

¿Podrás explicarme qué especie de pastoral es la que me contaste en tu carta última?

¡Simpatías morales!… ¡Alianza de dos destinos!… ¡Conformidad de gustos!… Mira, tú, vamos a cuentas, ¿me has tomado tal vez por algún necio? ¿Imaginas que veo a mi pobre papá-suegro ni más ni menos que como al autor de mis días? ¿Piensas que no estimo a mi nueva familia en lo que vale? Te lo repito, no te puedo entender, no te comprendo. ¿Dices que voy a venderme? ¡Con mil diablos! ¿Quieres que se me suba la mostaza a las narices? Hallo en mi camino una muchacha delicada, se me entra por el ojo derecho, me enamoro, cruza por mi magín la peregrina idea de darle unos cuantos enjuagues y hacerla condesa: ¿qué tiene esto de extraño?, ¿será la primera vez que se ha visto en nuestra historia? Sucede, sin embargo —¡rara coincidencia!—, que esta niña de sonrosadas mejillas y garbo aristocrático es, a pesar de todo, la hija de un honrado constructor de maquinaria, extremadamente rico por añadidura. ¿Crees tú que estos dos obstáculos, de los que uno puede considerarse imaginario, son capaces de paralizar mis intenciones? Los de mi familia, amigo mío, cuando encuentran un tropiezo en su camino, saltan por encima. Pues bien, yo salto por encima del papá-suegro, por encima de las fábricas y de los talleres que esparcen un pesado olor en torno suyo; por encima de la mamá-suegra, que es una tendera excelentísima; salto, digo, por encima de todo esto, y voy a caer a los pies de mi magnífica pastora. Eso sí: mi prometida me trae un millón en su mano izquierda. ¿Será muy poco acaso para apagar el olor a carbón de piedra, el papá, la mamá, los resabios de la tienda y el agudo silbido de las máquinas?

Será un capricho extraño, lo concedo, pero basta mi nombre para que se le respete.

¡Cómo! ¡Con una plumada puedo hacer algo de una niña que no quiere quedar oculta en su apacible medianía; inundar de regocijo el corazón de un pobre hombre y de una pobre mujer, buenos como el pan; poner alegres todas las fisonomías de un ejército de honrados artesanos! —mis ingleses que de tiempo atrás esperan con ansia este supremo instante— ¡y por un escrúpulo de nobleza he de renunciar a hazañas semejantes! ¡Ah, no!, mi decisión ya es irrevocable. No me repliques más, ¡me caso! Con una sola plumada reconstruyo mi pobre castillejo, le añado media docena de torreones, cavo un foso, alzo un puente, en suma, reedifico con decoro la feudal mansión de mis mayores. Sembraré, plantaré, ¡vamos!, haré bien a todos los que me rodeen, como ha de aconsejarme monseñor el día del matrimonio.

¡Ah!, ¡ésta es una empresa nobilísima! Así utilizo generosamente el dinero acaparado por un infeliz constructor de maquinaria; así doy a esta clase industrial una inyección de nuestras ideas, la ennoblezco, la vivifico con el soplo de mis tradiciones y de mi pasado.

Las cosas deben verse desde un punto de mira digno y elevado. Sólo con mi presencia en esta casa, he conseguido darle no sé qué vago aspecto de castillo, y mis palabras han hecho más bien a la inocente niña que todos los sermones posibles e imaginables. Ya lo veo: hoy se avergüenza de tener una fábrica y unos talleres. Sus millones la incomodan. Comienza a comprender que, por encima del trabajo individual y del buen sentido de las masas, existe la jerarquía inviolable del nombre, de la sangre y de la raza.

A pesar de su oro y a pesar de sus millones, mi prometida no podrá jamás calzar mis botas. Su pie es sobrado grueso, y por todo el oro del mundo no podría adquirir otro pie. ¡Cuestión de raza!

Además —y esto me lo hacía observar monseñor pocos días hace— haciendo a un lado el bien general que puede resultar de esta mi alianza para el progreso de nuestras ideas, ¿no sería ya hora de que se operase una especie de reacción o rehabilitación, de modo que los jóvenes, sin dar oído a sus preocupaciones, bajasen a las masas y metieran sus manos en la pasta, aunque después hubieran de lavárselas?

De los muebles, de las cruces, de los dorados de nuestros mayores, se hicieron los escudos que hoy ruedan en el mundo. Con esos escudos comenzó el padre de mi novia su fortuna. De suerte que, en término de cuentas, yo tengo derecho perfecto y positivo a poseer una porción no escasa de las máquinas que guarda mi futuro suegro en sus talleres. Esto es justicia seca.

«Pero, ¿el trabajo?», vas a decírmelo, ya te lo adivino: te conozco como a mi acreedor más implacable.

Pues bien, el trabajo, ¿no? ¿Conoces acaso un hombre que esté más dispuesto a trabajar que yo?

Da prisa al carrocero. Deseo que la canastilla venga en el cupé con las persianas echadas. Ocúpate en buscarme una chichonera para el primer niño. Sobre todo, no te olvides de mis botas. Ya lo sabes: menos cuadradas de la punta y más largas, mucho más largas.

Te envía un apretón de manos.

El conde de ***

P.D. Sin presunción, puedo asegurarte que está loca por mí.


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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