Mister Chucker

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


¿Es conveniente transformar el departamento de un vagón en gabinete de tocador?

Es cuestión esta que en ciertos países del continente pronto quedaría resuelta por la negativa, sobre todo cuando los conductores marcan los boletos mientras el tren está en marcha. Pero en Inglaterra, un viajero que quiere cambiar de traje en un departamento de primera clase puede estar seguro de no ser molestado; al menos es lo que pensaba el buen Mister Barnaby Chucker al bajar de un hansom en Paddington, y al atravesar la plataforma del camino de fierro, con su saco en la mano y cargado además con una manta de viaje que contenía un traje completo.

Mister Chucker había recibido una invitación para comer en Windsor, en casa de unos amigos que, por su posición, gozaban de gran influencia; pero como era hombre muy ocupado, no había tenido tiempo para vestirse, ni en su escritorio en la city ni en su casa, en West End.

Al subir al vagón dejó deslizar un shilling en la mano del conductor, diciéndole:

—Hágame usted el favor de dejarme solo en el departamento, quisiera vestirme.

—Muy bien, señor —dijo el conductor, y el tren se puso en marcha.

Mister Chucker abrió su petaca, sacó una camisa limpia, así como todo lo que necesita un hombre que quiere acicalarse. Es preciso no suponer que se puso a la obra sin repugnancia. Mister Chucker era un hombre muy susceptible, bajo el punto de vista de las conveniencias. No le agradaba nada extemporáneo ni aquello que estaba fuera de lugar. Si hubiera sorprendido a uno de sus amigos mudándose pantalón en un departamento de ferrocarril, no se hubiera formado muy favorable opinión de él y le hubiera supuesto costumbres desordenadas. Y así se juzgaba a sí mismo con sencilla severidad por no haber arreglado mejor su tiempo. «¡Si sobreviniese un accidente —se decía al quitarse la levita y el chaleco—, qué pensarían de mí viéndome a medio vestir en un tren!».

Esta reflexión lo hizo ruborizar: era un hombre tímido, de una edad ya madura, de grandes orejas coloradas, de fisonomía achatada y rubicunda; el esfuerzo que hizo para quitarse las botas esparció sobre su semblante un tinte carmesí, tanto más fuerte cuanto que provenía a la vez de un movimiento físico y de una conciencia turbada.

Mister Barnaby Chucker tenía un aire muy lastimoso; después de haberse sacado las botas, se puso en facha de quitarse el pantalón. Hubiera sido en verdad un momento muy crítico si hubiera acontecido algún accidente.

«¡Dios mío, Dios mío! —murmuró Mister Chucker, cuya preocupación crecía—. ¡Oh!, se detiene el tren».

En efecto, iba a detenerse, como podía preverlo Mister Chucker, tanto más cuanto que no era un tren expreso, pero los cargos que se había hecho mentalmente lo habían de tal modo absorbido que no había notado que la máquina iba aflojando. Estaba allí medio vestido en medio de trajes esparcidos, y no tuvo tiempo de vestirse antes de la completa parada del tren. Llegaban a la estación de Ealing; se preguntaba qué era mejor, si quedarse en mangas de camisa o sin pantalón. Prefirió ponerse su levita, que abotonó hasta la barba, y cubrió la parte inferior de su persona con su manta de viaje. Hecho esto, amontonó cuanto pudo dentro de su petaca; de un puntapié metió las botas debajo de la banquita y procuró formarse un continente digno.

El tren se había detenido del todo, la puerta del departamento en que se hallaba nuestro héroe se abrió y un conductor gritó:

—Señor, señora, aquí tienen ustedes lugar.

—Eh, conductor —gritó Mister Chucker inclinándose muy turbado—, me dijo usted que yo solo vendría en este departamento.

Desgraciadamente para nuestro púdico amigo, el conductor a quien había dado un shilling no era aquel que debía subir al tren. Estos pequeños errores son deplorables y son a menudo causa de acontecimientos deplorables. El conductor respondió con enfado:

—No puedo dar a usted un departamento para usted solo, a menos que pague usted todos los asientos. Es contra los reglamentos. Hágame usted el favor de subir, señora.

Una señora de salud muy delicada en apariencia, subió al vagón seguida de un señor. Mister Barnaby Chucker se sintió desfallecer, y antes de que hubiese podido informar al conductor que consentía en pagar todo el departamento más bien que ser molestado, el tren se volvió a poner en marcha. Mister Barnaby Chucker se puso entonces a reflexionar cómo haría para cambiar de coche en Slough, puesto que no podía, visto su traje, bajar a la estación. El tren en el que viajaba no iba directamente a Windsor: iba a Birmingham, y Mister Chucker debía cambiar de vagón en Slough si quería comer con sus amigos por la tarde.

¡Ay!, un tropiezo más grande que el de cambiar de vagón surgió al infortunado; en efecto, apenas se volvió a poner el tren en marcha, cuando la señora que acababa de subir se puso a lanzar gemidos, a tiritar y a quejarse del frío. Su marido procuró calmarla, pero en vano, pues realmente sufría. El pobre hombre miraba de vez en cuando a Mister Chucker con aire desesperado; por fin le dijo:

—Suplico a usted que me perdone, señor, la libertad que me tomo, pero ¿sería usted tan bueno que prestase su abrigo a mi señora? Partimos a toda prisa y olvidamos traer uno. El día no está demasiado frío, creo que nos hará usted este servicio hasta Slough, en donde compraré uno.

—¡Eh! —refunfuñó Mister Chucker, estupefacto—; esta petición lo había alarmado de tal modo que no hallaba palabra que responder.

—¿Querría usted tener la bondad de prestarme su abrigo de viaje? —repitió el señor un poco sorprendido.

—¡Ohoo! —gruñó Mister Chucker con voz de oso.

En ese momento justamente le había venido la idea de que el medio más seguro de salir de esa situación difícil era fingir la locura. Un francés no hubiera hecho más que aproximarse al otro y contarle el caso riendo. Pero los ingleses son gentes muy meticulosas. Y Mister Chucker jamás se hubiera atrevido a confesar, a un extraño, que estaba sin pantalón. Repitió: «¡Oh!» dos o tres veces y su estratagema tuvo un éxito completo, pues sus compañeros quedaron convencidos de que viajaban con un loco.

La señora comenzó a gritar, sus nervios estaban de tal manera abatidos que no se hallaba en estado de sufrir semejante choque, y Mister Chucker se hacía más alarmante por la fijeza de su mirada. El señor se armó de su paraguas para proteger a su mujer. Mister Chucker, comprendiendo el espíritu de su papel, cogió el suyo y se puso a blandirlo en el aire. Los viajeros tenían actitudes de amenaza y de defensa cuando el tren aflojó su marcha y llegó a Hanwell.

En el acto saltó el señor del otro lado de la línea para no pasar por delante de Mister Chucker, y ayudó a su esposa a bajar. Los gritos de ésta habían cesado, pero había sucedido a ellos una crisis nerviosa acompañada de estremecimientos.

Mister Chucker se creía ya tranquilo; [el tren] iba a ponerse otra vez en marcha y podría a sus anchas terminar su toilette, para asegurarse más de que estaba solo, bajó las cortinillas de su departamento.

¡Ay!, no debía salir de esa situación tan pronto como lo pensaba. Se había ya obrado un movimiento en el muelle. El marido cuya esposa se desvanecía explicaba al jefe de estación lo que le había sucedido; algunos empleados y vigilantes lo escuchaban y circuló el ruido de que había un loco en el tren.

Algunos viajeros sacaron la cabeza por la portezuela para protestar en alta voz. ¿Cómo podrían hacerlos viajar con un demente que podía cometer algún acto de locura, poner fuego al tren o arrojarse por la portezuela o armar una boruca atronadora?

El jefe de estación se vio obligado a calmar esos gritos y esas reclamaciones: en consecuencia, fue derecho al departamento del maniaco. Mister Chucker, que nada sospechaba, quedó bruscamente sorprendido cuando se abrió la puerta de su departamento y oyó una voz gruesa que decía:

—Y bien, señor, ¿qué le pasa a usted?

—Nada, na… da me pasa —tartamudeó Mister Chucker—. ¿Qué podría pasarme?

Y diciendo esto se componía el abrigo, con el aire confuso de un hombre cogido in fraganti en una falta.

—¿Le sería a usted indiferente salir, señor?

—¿Para qué, señor? Mi boleto es para Windsor.

—Cambie usted de tren aquí para Windsor, señor —dijo uno de los guardianes, convencido de que tenía que habérselas con un hombre de carácter difícil.

—¡Y bien, amigo! puesto que quiere usted que así sea, le diré que no tengo pantalón —confesó Mister Chucker, bajando la voz.

—¡Sin pantalón! —exclamó el jefe de la estación estupefacto.

Y la multitud, que al vuelo había sorprendido estas últimas palabras, repetía:

—¡Sin pantalón!

—Lo había arrojado por la portezuela —dijo uno de los guardas.

—Tal vez no lo tendría cuando subió al vagón —dijo uno de los que abrían las portezuelas.

—¿Tenía usted pantalón cuando subió? —preguntó otro.

—Ciertamente que tenía yo uno; llevo conmigo ahora dos pares. Permítanme ustedes que pueda ponerme uno —añadió Mister Chucker intimidado, y cuyo corazón se sublevaba a la vista de toda esa gente que lo miraba.

Pero al hablar así, un individuo grosero, cogiendo una extremidad de su manta de viaje, lo atrajo hacia sí imprimiéndole un movimiento seco, dejando al pobre Mister Chucker expuesto, a medio vestir, a los ojos de todo el mundo…

Un grito de alegría, mezclado de temor, recorrió la multitud, en la que se hallaban señoras que juzgaron prudente alejarse.

—Salga usted de aquí —rugió el jefe de estación, rojo de indignación.

Y cogió del puño a Mister Chucker.

—¡Bien!, pero… pero… déjeme usted ves… tir… me… an… tes… de salir —suplicó la víctima que sentía que no solamente esa multitud lo tiraba de los brazos, sino de las piernas también.

Opuso una débil resistencia, que por cierto no mejoró su posición, pues esa resistencia fue atribuida a un acceso de locura y envalentonó a sus agresores, atreviéndose éstos a sacarlo del vagón con los pies por delante. Fue precipitado como una masa y llevado al muelle, aullando, forcejeando y pateando, con gran aturdimiento y diversión de las personas presentes.

—¡Oh! —exclamaron algunas muchachas sonrojándose a su paso.

—¡Pobre hombre! —dijeron algunas personas de más edad.

—¡Eh! ¡Eh!, que venga la policía —gritaron en coro los guardas.

Diez minutos después, cuando Mister Chucker, conducido con una fuerte escolta al gabinete del jefe de estación, se puso por fin su pantalón, trató de hacerse oír y explicar cómo habían sobrevenido todos esos trastornos.

—Bien, muy bien, pero, ¿por qué no lo dijo usted antes? —gritó el jefe de estación.

—Porque no querían ustedes oírme —aulló Mister Chucker.

—¡Y bien!, de todos modos, perdió usted su tren y su comida —dijo el jefe de estación—. Esto servirá a usted de lección.

—¿Lección de qué? —vociferó Mister Chucker exasperado.

—¡De lección… sí! ¡Pardiez! ¡De lección! No hay que quitarse el pantalón antes de haberse puesto otro, y esto por decencia, señor —respondió el jefe de estación con aire severo, formulando un axioma que sonaba bien tal vez, pero que tenía el defecto de muchos otros emitidos en el mundo: el de ser impracticable.


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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