Descargar PDF «Por Donde se Sube al Cielo», de Manuel Gutiérrez Nájera

Novela corta


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Este texto, publicado en 1882, está etiquetado como Novela corta.


  Novela corta.
98 págs. / 2 horas, 52 minutos / 237 KB.
13 de diciembre de 2020.


Fragmento de Por Donde se Sube al Cielo

Magda, rendida por el cansancio, se entregaba indolente a la sabrosa somnolencia en que viven y mueren las sultanas. Afuera, en el tocador, en el salón, se movían sin descanso las camareras de confianza, cerrando baúles y disponiendo provisiones. Magda no se curaba de esas pequeñeces, abandonando a manos mercenarias el cuidado penoso de empaquetar los trajes y poner la maleta de camino. Sin embargo, la bulliciosa comedianta no estuvo ociosa largo rato. Entró a la alcoba; abrió un pequeño armario de palo santo, en cuyas esquinas estaban esculpidos dos amores desnudos y, tomando un precioso cajoncito forrado de terciopelo azul, volvió a la sala. Bostezó, estiró los brazos, y, levantando con trabajo una lámpara de porcelana color de rosa, se acercó a la mesa. Arrodillada sobre un pouf de seda, de codos en la mesa, se puso a coordinar escrupulosamente aquella masa de pliegos y papeles contenida en el pequeño cajón de palo santo. Era una colección de cuentas, de facturas, de prospectos, de cartas y de boletos inservibles. Magda estrujaba con sus dedos impacientes aquellas hojas sucias y rugadas, en cuya parte superior solía mirarse dibujado el edificio de alguna tienda o almacén de modas. Entre esas páginas, que olían aún a sedas y cartones, asomaba a trechos el sobre violeta de una carta aristocrática. Magda lo separaba de los demás papeles que, amontonados paulatinamente, formaban ya una serie de columnas. ¡Pero el cajón aquel no tenía fondo! Llenábase de pliegos, como el cofre esmaltado de Aladino se llenaba de oro y, en vano, los traviesos dedos de la comedianta empolvaban sus uñas sonrosadas, buscando el fondo que no aparecía nunca. Magda hizo un mohín de impaciencia, dejó caer el peso de su cuerpo sobre el coqueto pouf de seda, y volteó el cajón sobre la mesa. Los papeles se esparramaron sobre la alfombra, y un paquete de cartas, atado con un listón color de fuego, cayó en las rodillas de la voluble parisiense. Magda sonrió como si hubiera visto el rostro de una amiga ausente y, clavando su vista en el cutis amarillento de esas cartas, desató poco a poco el nudo de la cinta, con la misma delicadeza que habría usado para desanudar los rizos de una niña. ¡Pobres cartas! ¡Habían pasado tantos años escondidas! El polvo de esas facturas mercantiles, de esos prospectos de teatro, las fueron sofocando poco a poco. Morían como las flores disecadas que guarda el niño entre las hojas de un enorme diccionario. ¡Pobres cartas! Su cutis estaba rugado y amarillo como el de una vieja; la cadeneta diminuta de sus letras mujeriles se confundía y borraba bajo los átomos de polvo; sus dobleces se habían ennegrecido; pero de aquellas hojas mal unidas, de esos curvos renglones, se escapaba aún no sé qué vago olor a rosas y réséda, como esos encajes sepultados en el arcón inmenso de la abuela, ¡que guardan y conservan, a pesar del tiempo, su perfume tenaz de bergamota!


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