Por Donde se Sube al Cielo

Manuel Gutiérrez Nájera


Novela corta



a Madame Judith Gautier


La noche está lluviosa, los teatros han cerrado sus puertas y yo no tengo amores. La luz anémica de los relámpagos rasga de cuando en cuando el cielo, y la tempestad, que se va aproximando poco a poco, preludia su obertura wagneriana. Las nubes se disponen a acompañar mi canto con sus grandes masas de orquestación, y el agua, cayendo en gruesos hilos, lava la tez carmínea de las rosas y bruñe el verde oscuro de las hojas. ¡Qué hermosa noche para la vida del hogar, para el dúo de los labios y la canción del niño! Si yo tuviera un hijo, me acercaría de puntillas a su cuna para verlo dormir. El agua cae en gruesos hilos. Llueve mucho.

Mientras el sueño viene y arde mi tabaco, trazo, señora, las primeras páginas de este libro humilde, cuya idea primordial os pertenece. Las hojas de papel me esperan impacientes, con su traje de novia inmaculado. Magda, mi pobre enferma, la creación de mis horas soñolientas, me pide a voces la vida rápida del libro, como esos cuerpos de ángeles que miran los enamorados en sus sueños, pidiéndoles, en ademán de ruego y con las manos juntas, el triste don de la existencia. El agua cae en gruesos hilos. Llueve mucho.

Mañana el bosque ostentará su musgo fresco y sus recientes flores. Las hebras de heno, colgando de los enormes ahuehuetes, estilarán las gotas de lluvia, como la barba de algún dios marino. El cielo tendrá un azul más claro y transparente, como los ojos del niño con que sueño, y en cada rayo de oro, desprendido del sol, calentarán su cuerpo las abejas. Los caballos dilatarán su nariz para aspirar ese olor incomparable de tierra húmeda, y la aurora bajará alegremente la montaña, como una virgen que sale de la alberca con el pelo suelto, y corre, después del baño, por los campos, mientras canta la sangre dentro de sus venas el himno de la juventud y de la vida. La luz quebrará sus dardos inflamados en los ejes lustrosos del carruaje, y los myosotis tendrán diademas de rocío, ese lujo inocente de las flores.

La tempestad se aleja lentamente. El agua cae en gruesos hilos. Llueve mucho.


1881, mayo 16, a las diez y tres cuartos de la noche

M. Gutiérrez Nájera

I. Comedianta

Grandes reverberos proyectan su enorme faja luminosa en las aceras, como una cinta de oro desenrollada sobre un mostrador negro. Cierran las portezuelas de los coches con ruido seco, y se oye por todas partes ese atronante rumor de muelles nuevos, que marca el fin de las reuniones elegantes. Ha concluido el espectáculo. La concurrencia, como una marea oscura, se desborda del teatro. Los chicuelos corren regocijados en el pórtico ofreciendo cerillas y mechas inflamadas a los espectadores, que encienden sus tabacos y cigarros mientras el coche llega y salen las señoras. Los cocheros, que han esperado largo tiempo, asoman su nariz roja por entre el alto cuello de su carrick, y toman el látigo que ha permanecido ocioso mientras el lacayo, saltando con destreza para no manchar de lodo sus botas amarillas, abre la portezuela, quitándose el sombrero, en ademán humilde, con la mano izquierda. Parten los caballos con arranque vigoroso, martilleando el suelo con sus cascos, y los faroles del carruaje, iluminando el interior, permiten ver, confusamente, el rostro de una joven que pega su cabeza a los cristales; el blanco abrigo de su compañera; el escorzo carnoso de la madre, que se hunde en los cojines, y la lumbre de un tabaco, grueso y largo. Algunos concurrentes salen tarareando la última aria de la ópera en boga. Otros acechan, tras las columnas del vestíbulo, el rápido paso de sus amadas o novias. Tras las puertas cerradas de la contaduría, por cuyas rendijas sale una flaca lista de luz roja, se oye el rumor de un chorro de pesos, cayendo en los cajones y en las arcas: ahí está el empresario contando los productos de la entrada. Ésta es la hora en que se organizan las pequeñas aventuras y las grandes cenas. Los hombres de buen tono cruzan sus respetuosos saludos con las señoras que atraviesan el vestíbulo o bajan gravemente las grandes escaleras. Los más tardíos salen precipitadamente, con el sobretodo a medio poner y el tabaco apagado entre los labios. Los aristócratas rasgan sus guantes de blancura inmaculada y despliegan el claque. La seda de los trajes barre los escalones, limpios y pulidos.

—¡Hasta mañana!

—¡Buenas noches!

Las mujeres han cubierto sus hombros desnudos y su garganta descubierta con el espeso abrigo. Los hombres, formados en hileras largas, aguardan con ahínco el brillo de un diamante o el resplandor de una mirada.

—¡Buenas noches!

Toda esa multitud que se desborda e inunda los boulevards va a esparcir la noticia de un gran triunfo o de una gran derrota. Los periodistas corren a la imprenta para escribir las últimas noticias. Los cómicos se desvisten en sus cuartos y salen del escenario fatigados, con algo de pintura en el semblante. Ésta es la hora en que concluyen casi todas las comedias y en que empiezan casi todos los dramas.

Ya pocos quedan en la desierta sala del teatro y en el foro. Los acomodadores recorren el patio y los palcos. El gas está a media luz. En el vestíbulo sólo quedan los burgueses abonados a las localidades altas. Bajan pesadamente, alzando el cuello de sus sobretodos para librarse de un catarro, con el paraguas bajo el brazo y la caja de los anteojos en la mano. ¡Pobres gentes! Han ido a presenciar el espectáculo en familia, acompañados de la criada más antigua y del pequeño falderillo de la niña. Para asistir a esta comedia de gran lujo, la mujer del honrado comerciante ha vestido su traje de moiré, rezago de las donas, y el châle de cachemira que sirve para las grandes solemnidades. El chicuelo mimado lleva su traje de marino con ancho cuello blanco y sus botitas de charol compradas para el Año Nuevo. El padre se ha puesto con gravedad majestuosa la levita negra: esa levita clásica y austera que durante muchas semanas duerme en el ropero, bajo su espesa envoltura de periódicos. Aquellos espectadores de buena fe, vieron el espectáculo sin distracción ni prevenciones. No tienen por qué odiar al autor ni por qué escatimarle sus aplausos. Oyeron la obra con atención profunda y religiosa, llorando las desgracias no merecidas del protagonista, y riendo a mandíbula batiente con las jocosas peripecias de la trama. Cuando baja el telón y acaba la comedia, aquellos espectadores serios y pacientes, descienden las escaleras poco a poco, comentando a su modo los caracteres de la pieza y discutiendo a su entender el fin moral. ¡Cuántos folletines y cuántas críticas teatrales, firmadas por los príncipes de la literatura, son menos verdaderos, menos justos, que esas observaciones sencillas y esos juicios honrados de los pobres!

Aquellos burgueses, pacíficos y graves, forman la población flotante del teatro. Concurren solamente cuando muchas semanas de trabajo y muchas privaciones les permiten ese gran despilfarro.

Los niños vuelven a su casa, medio dormidos ya, con el dejo dulzón y pegajoso de los caramelos en el paladar. Y cuando la comitiva patriarcal llega a la casa, con grande admiración de los vecinos que duermen a pierna suelta en sus habitaciones, el padre oye espantado las doce campanadas de la medianoche que da el reloj en la vecina iglesia. ¡Medianoche!… ¡Qué horrible desvelada! Pocas horas de sueño disfrutará ese esclavo del trabajo, que al rayar el alba, afila sus navajas para rasurarse y prepara la gran cubeta de ¡agua fría!

Entre esa concurrencia de pobres empleadillos y tenderos, que llega siempre al teatro dos horas antes de la representación y sale con los acomodadores y los músicos, salía Magda. Apenas tuvo tiempo para quitarse el traje de duquesa y para despegarse con la toalla una primera capa de albayalde. Su camarera, un diablillo gentil y pizpireto, quedaba en el cuarto liando enormes envoltorios y cerrando con doble llave los baúles. Magda cubrió su enagua con un espeso y largo paletot color de almendra seca, se puso con descuido un sombrero pasado ya de moda, y, llamando al perrillo danés que iba con ella a todas partes, salió del escenario. En los desiertos y anchos corredores, casi oscuros, sonó durante diez segundos el rápido trote de sus pequeñas botas. Magda iba de prisa, y, por una rareza inexplicable, salía del teatro sola. El perrillo danés, únicamente, iba tras ella sacudiendo alborozado su coqueto collar de cascabeles. Los mozos cerraban ya las puertas del vestíbulo. Algunos músicos atrasados pasaban por el pórtico, cargando unos el pesado contrabajo, que dormía como un borracho, y llevando otros, bajo su verde funda de franela calva, la flauta, el ronco pistón o el agujereado clarinete.

Magda empujó la puerta de la contaduría, con esa franqueza que tienen las actrices para entrar a todas partes; entró precipitadamente dejando fuera al perro que se esforzaba por encajar las uñas en los resquicios de las tablas, y momentos después, con un cartucho de monedas en la mano, siguió su marcha interrumpida, enamorando al eco con el gracioso e impaciente martilleo de sus tacones altos y aguzados.

En la puerta del teatro la esperaba un coche. Abrió la portezuela sin esperar a que el lacayo bajase del pescante, y, alzándose la enagua, puso su pie coqueto y diminuto en el estribo.

—¡A casa!

El cochero dio un latigazo a los caballos, que partieron a galope mientras ella, friolenta como la sultana Schahrasad, se acurrucó amorosamente en el acolchonado fondo del carruaje. Sería dificultoso adivinar qué linaje de graves pensamientos pasaban a la sazón por ese cerebro ligerísimo de pájaro. Por ello es que Magda golpeaba, con impaciencia a duras penas reprimida, la alfombra del coupé, sorda a los ruidos bulliciosos de la calle, y ciega al tumulto abigarrado de los transeúntes. Magda no veía ni oía nada. Asomando ligeramente la cabeza, habría admirado ese espectáculo, único en su especie, que presenta París a medianoche. Hubiera visto el ir y venir confuso de los paseantes; las cenicientas paredes de las casas, uniformes como los bomberos y como los hospicianos; los faroles de gas abriendo en la oscuridad su trébol de oro, y las girándulas danzantes de los cafés cantantes. Por las puertas de fondas y de hoteles salían confusamente ruidos y choques de vajilla en movimiento, el retintín alegre de las copas, el coro cadencioso de los taponazos, golpes de cacerolas y cucharas, las voces retozonas de los comensales, el frú frú de las sedas estrujadas y las chirriantes notas de la orquesta. A cada paso se detenía el coupé, aguardando que desobstruyesen la vía pública los carruajes amontonados en desorden. Entonces se percibía más claramente el son de un piano o la voz de un cantante constipado. Los transeúntes pasaban muy despacio, lanzando una mirada curiosa al interior del coche. Algunos aprovechaban la ocasión para encender un puro junto a la portezuela, y mirar, a la luz del fósforo, la cara de aquella incógnita medrosa. Pero Magda, que continuaba acurrucada en el acolchonado fondo del carruaje, no veía ni oía nada.

Por fin, el coche se detuvo frente a una casa de apariencia rica. Magda saltó como una muñeca de goma elástica, y tomando con su pequeña mano, cubierta por el guante, el cincelado aldabón, llamó dos veces. Se abrió la puerta dejando libre el paso a la noctámbula impaciente, y ésta, ordenando al cochero que se retirara, se levantó con ambas manos el vestido y, a todo correr, subió las escaleras. Desde la entrada hasta el cuarto tercero que ocupaba Magda mediaban cincuenta y cinco escalones de madera. No obstante, Magda subía sin cansancio y a toda prisa. Iba por la escalera como las golondrinas van por las cornisas, seguras de no caerse porque tienen alas. En muchas ocasiones, se empeñaba entre Magda y su faldero una formal disputa: apostaban los dos una carrera. En esta vez, o la dueña anduvo floja y torpe en su ascensión, o no paró mientes en su habitual apuesta, porque el perro danés, llegando antes que ella, se puso a saltar regocijadamente junto a la puerta. Los cascabeles de Frimousse —así se llamaba el perro— advirtieron a la servidumbre la llegada del ama, porque, un instante después, la puerta abrió sus dos mamparas, ornadas con picaporte de marfil.

Magda atravesó un pequeño bazar y una gran sala, dejando en las alfombras y en los muebles sus guantes de cabritilla lila, su sombrero Directorio, su paletot y su elegante ramo de camelias. Cerró tras sí la puerta de la alcoba y, arrojando el pesado cartucho de monedas sobre el canapé, dejó caer su cuerpo en una mecedora. Las monedas, rompiendo su envoltura, se esparramaron en la alfombra como una turba de duendes familiares. Algunos francos, más traviesos y ágiles, fueron a esconderse bajo los pedales del piano o entre los cortinajes largos de la alcoba. Frimousse saltó a las rodillas de su ama, rugando con sus patas flacas y huesosas la seda de un soberbio traje crema.

La pieza en que descansa Magda y travesea Frimousse, no es precisamente una alcoba. Es una de esas piezas, mitad recibidor, mitad recámara, que sólo tienen las actrices y las princesas rusas. Un cortinaje espeso de brocado separa la alcoba propiamente dicha de la pequeña sala de confianza, en donde Magda guarda sus mejores cosas. Las paredes están cubiertas por un tapiz de seda color de rosa. En medio, un piano de madera blanca con encajes de oro, aguarda la pulsación de su señora. Las teclas afinadas y lustrosas duermen bajo una triple colcha de papel pautado. A primera vista se creería que un gato se ha entretenido en desbarajustar la biblioteca artística de Magda, amontonando las hojas arrancadas y las pastas vacías sobre el terso teclado del piano. El Freischütz de Weber aparece austero y grave entre dos operetas de Offenbach y una cuadrilla de Hervé. Los nocturnos lamartinianos codean el ágil cuerpo de las mazurkas de Chopin, y un vals de Strauss asoma su cabeza rubia y sus hombros de rafaélica blancura entre las desnudeces cínicas y la sangre vinosa de La gran duquesa.

En el ajuar Luis XV, con sus graves respaldos señoriales y su vistosa seda restirada, reina un desorden semejante. Sobre las sillas y sillones bostezan las abiertas cajas de cartón, mostrando las plumas churriguerescas y las flores ajadas de los sombreros a la moda. En los respaldos de las sillas cuelgan faldas de raso y corpiños de terciopelo. Todo un vestuario de teatro, aglomerado después de la comedia, alardea sus colores crudos y sus formas extravagantes en la sala. Se diría que un gran somatén había estallado en los armarios, y que los trajes habían salido en pelotones, rompiendo la clausura de su cárcel. Sobre un taburete enarbola su bandera roja un traje de terciopelo escarlata con estrellas de oro, y junto, durmiendo con desenfado sobre el tapete asiático, yace inerme y extendida la bata blanca, manchada por la grasa del cabello, que sirve para las escenas de locura. Vestidos de damasco rameado se juntan a los cortos juboncillos y a los corpiños color de cielo que caracterizan las pastorales de ópera cómica. Una masa compacta de listones se enreda en los barrotes de las sillas y en los pies retorcidos de las mesas. Incuestionablemente, alguna gata juguetona se ha divertido en arrugar aquellas telas y en desbarajustar el guardarropa. Pero esa gata ha sido Magda.

Frente por frente del piano hay un enorme espejo, en cuyo marco, lleno de flores y arabescos de oro, está preciosamente cincelado un pasaje de la fábula: «El robo de Ganimedes». Sobre una mesilla de papier mâché, barnizada con laca de coromandel, hay cuatro platos de porcelana china, con almendras y dulces confitados. En una taza transparente de Sajonia, reposa frío y sin movimiento, como un topacio líquido, el thé. Alzándose orgullosa, entre las porcelanas y las copas de Venecia, una botella de Johannisberg empina su verdoso cuello, largo y flaco como el de una garza. Junto a la mesita, y entre las bruñidas rejas de una jaula aristocrática, el loro, intempestivamente despertado, asoma su cabeza diplomática. Todo aquello trasciende a polvos de arroz y a opoponax. El pobre loro, malhumorado como viejo solterón, grita, picoteando fuertemente el bronce de su palacio: ¡Loca! ¡Loca!

Magda, rendida por el cansancio, se entregaba indolente a la sabrosa somnolencia en que viven y mueren las sultanas. Afuera, en el tocador, en el salón, se movían sin descanso las camareras de confianza, cerrando baúles y disponiendo provisiones. Magda no se curaba de esas pequeñeces, abandonando a manos mercenarias el cuidado penoso de empaquetar los trajes y poner la maleta de camino. Sin embargo, la bulliciosa comedianta no estuvo ociosa largo rato. Entró a la alcoba; abrió un pequeño armario de palo santo, en cuyas esquinas estaban esculpidos dos amores desnudos y, tomando un precioso cajoncito forrado de terciopelo azul, volvió a la sala. Bostezó, estiró los brazos, y, levantando con trabajo una lámpara de porcelana color de rosa, se acercó a la mesa. Arrodillada sobre un pouf de seda, de codos en la mesa, se puso a coordinar escrupulosamente aquella masa de pliegos y papeles contenida en el pequeño cajón de palo santo. Era una colección de cuentas, de facturas, de prospectos, de cartas y de boletos inservibles. Magda estrujaba con sus dedos impacientes aquellas hojas sucias y rugadas, en cuya parte superior solía mirarse dibujado el edificio de alguna tienda o almacén de modas. Entre esas páginas, que olían aún a sedas y cartones, asomaba a trechos el sobre violeta de una carta aristocrática. Magda lo separaba de los demás papeles que, amontonados paulatinamente, formaban ya una serie de columnas. ¡Pero el cajón aquel no tenía fondo! Llenábase de pliegos, como el cofre esmaltado de Aladino se llenaba de oro y, en vano, los traviesos dedos de la comedianta empolvaban sus uñas sonrosadas, buscando el fondo que no aparecía nunca. Magda hizo un mohín de impaciencia, dejó caer el peso de su cuerpo sobre el coqueto pouf de seda, y volteó el cajón sobre la mesa. Los papeles se esparramaron sobre la alfombra, y un paquete de cartas, atado con un listón color de fuego, cayó en las rodillas de la voluble parisiense. Magda sonrió como si hubiera visto el rostro de una amiga ausente y, clavando su vista en el cutis amarillento de esas cartas, desató poco a poco el nudo de la cinta, con la misma delicadeza que habría usado para desanudar los rizos de una niña. ¡Pobres cartas! ¡Habían pasado tantos años escondidas! El polvo de esas facturas mercantiles, de esos prospectos de teatro, las fueron sofocando poco a poco. Morían como las flores disecadas que guarda el niño entre las hojas de un enorme diccionario. ¡Pobres cartas! Su cutis estaba rugado y amarillo como el de una vieja; la cadeneta diminuta de sus letras mujeriles se confundía y borraba bajo los átomos de polvo; sus dobleces se habían ennegrecido; pero de aquellas hojas mal unidas, de esos curvos renglones, se escapaba aún no sé qué vago olor a rosas y réséda, como esos encajes sepultados en el arcón inmenso de la abuela, ¡que guardan y conservan, a pesar del tiempo, su perfume tenaz de bergamota!

Magda leyó una por una, sofocando risas y reprimiendo suspiros, esas cartas. Sus ojos se iban entristeciendo conforme avanzaba la lectura; el arco de sus labios, primero dilatado por la risa, se cerró obstinadamente; se enjugó los ojos; buscó con el pie una de sus pantuflas, que había dejado caer sobre la alfombra, y llevando consigo el polvoso paquete, entró en la alcoba. Puso la luz junto a su lecho, cuyas ropas blancas convidaban al sueño y al reposo; cubrió su cabeza con una cofia blanca y, sin llamar a la camarera, desvistióse. No obstante, Magda no se proponía dormir aún. Quería sentir el roce discreto del lino y el hundimiento delicioso del colchón; ver, distraída, el cielo de su pabellón, y refrescar su pie con el risueño cosquilleo del raso. Aquel lecho mullido no tenía esa magnificencia monumental que tanto encanta a los burgueses y a los filisteos. Era sencillo, bajo y todo blanco, como el cascarón de una campánula salvaje. Dos cortinajes de cachemira blanca y muselina de la India, superpuestos, caían en ondas nebulosas de un rosetón de plata, hasta cubrir la góndola de limonero y sus pies incrustados de marfil. Telas de Holanda, blandas y ligeras como una bruma entretejida, trasparentaban el color de rosa pálido de la seda del crujiente forro del colchón, hinchado por la más blanca lana del Tíbet. Un doble almohadón, adornado con punto de Inglaterra, se hundía sumiso bajo aquella cabeza, ahogada en bucles rubios que, traveseando, se esparramaban en los almohadones, como los hilos de agua que derraman las urnas de las náyades. El cubrepiés de satín blanco, lleno de la preciosa pluma que arranca el éder a sus alas para calentar a sus hijuelos, se extendía sobre el lecho como un pequeño montículo de nieve. Magda pasaba allí ratos larguísimos mirando el tapiz rosa de los muros y la varilla de oro que recorría la alcoba como un friso, las rosas encarnadas que salpicaban su soberbia alfombra, y los dibujos de la lámpara etrusca, que colgaba en medio de la pieza. Pero esa noche Magda no miraba nada.

La novela a la moda, virgen todavía, con sus páginas cerradas y su amarillo forro levantado por un cuchillo nácar, dormía sobre la mesa, al lado del cucurucho japonés, rebosando pistaches y bombones. La bulliciosa parisiense no dormía: pensaba. ¡Caso extraño que tres veces, no más, le había ocurrido en la existencia! Pensaba en esas cartas que algún travieso duende había hecho caer en sus rodillas, y cuyo olor a rosas y a réséda le recordaba el huerto del colegio. Eran las cartas de su amiga única: de Jenny. La colegiala hacía memoria de su vida antigua. ¿Qué pensamientos tristes cruzaban por aquel cerebro de pájaro? Magda no dormía: pensaba.

Pensaba en aquel colegio que había visto sus travesuras de chicuela y sus pinitos de mujer. La voz de la portera rechinaba como la cerradura enmohecida de una cárcel. El salón, algo sombrío, estaba atravesado por dos saetas de claridad chillante, nacidas del oro rojo del espejo y de la púrpura tomate del sofá. El espejo que coronaba la chimenea de mármol era grande, pero su luna desazogada estaba ya inservible. Las figuras que retrataba parecían torcidas, chuecas y deformes, de cara lustrosa y de facciones restiradas. La directora era idéntica a todas las directoras. La misma cadena de oro pendía de su corpiño, y el mismo fruncimiento adusto juntaba sus velludas cejas. La subdirectora no era ni joven ni vieja. Sus facciones se borraban como las de una fotografía que el polvo ensucia durante mucho tiempo. Usaba siempre un traje de seda negro, amplio y arrugado. Las imprudentes colegialas decían que aquel vestido no fue nunca nuevo. Y con efecto, los pliegues que se dibujaban en el talle parecían suspirar por la cintura gruesa de su antigua propietaria. En las mañanas, durante las faenas del desayuno y del aseo, la subdirectora usaba un traje de merino, también negro, que parecía un enorme limpia plumas. La cara de aquella mujer no era antipática. Estaba agujerada por dos ojos, que Magda comparaba a dos candelas apagadas, en donde chispean todavía las luces amarillas de la mecha. El refectorio era tan grande como el salón de un hospital. La campana que daba el toque, llamando a la comida, tenía una voz gangosa. Cinco alumnas, que se turnaban cada siete días, servían la mesa, cargando sus pesadas parihuelas, llenas de platos y vasijas. La subdirectora se sentaba en medio de la mesa transversal, viendo extenderse en dos alas angostas las mesas, cubiertas por un mantel blanco de vía angosta. Frente a la subdirectora estaba un timbre. Cuando sonaba el primer toque, las alumnas cortaban el pan a un tiempo mismo: se oía entonces el ruido de doscientos cuchillos rebanando igual número de panes. Mas lo que Magda recordaba con mayor lucidez era el dormitorio. La sala en donde tenía su lecho designado era ancha y espaciosa. Cuarenta y ocho catres, alineados en cuatro hileras, la llenaban. El bruñido latón de los lavabos brillaba como plata. Cubriendo los colchones, excedían sus pequeños cuadros, negros y amarillos, las esteras. El piso estaba pintado de rojo. Magda recordaba la historia de una compañera que había muerto en el lecho contiguo al suyo. Sus grandes ojos eran grises, color de ópalo. Tan blanco era su cutis, que parecía cubierto por la nata de la leche. Sus labios estaban siempre pálidos y opacos. Dos círculos de hollín desleído circundaban sus pupilas, haciendo resaltar el blanco mate de la córnea. Porción de granos rojos rompían la tersura de su frente, más blanca que la cera. Parecía una cómica pintada con ungüentos blancos y pastosos para salir a escena. Un fuego irresistible había quemado aquella planta humana. Era como esas frutas maduradas en estufa, para satisfacer el apetito del goloso. Cuando enfermó, los médicos dijeron que estaba atacada de una tisis galopante. La tarde de su entierro, al remover las ropas de la cama, una alumna observó que el colchón tenía un ancho agujero, abierto con tijeras. En el boquete abierto, oculto entre las lanas y hecho tres dobleces, había un libro, una novela, cuyas primeras líneas no podría leer una mujer casada.

Magda veía con la imaginación todo aquel cuadro. En el catre que había ocupado la difunta, se instaló días después su amiga Jenny. Magda y Jenny tenían la misma edad: dieciséis años. En aquel colegio, junto a las grandes marotas de quince años, traveseaban las pobrecitas niñas de seis u ocho. Las ramilleteras dicen, con justicia, que no debe jamás hacerse un ramo con flores y botones. Cuando Magda entró al colegio acababa de cumplir catorce abriles. Alta y esbelta, aunque un tanto cuanto desgarbada, vestía con más primor que sus amigas y sus compañeras.

—¿De dónde vienes?, ¿quiénes son tus padres? —le preguntaban todas.

—No tengo padres, nada más tengo mamá.

—Pues qué, ¿tu papá ha muerto?

Magda bajó los ojos: aquélla era la primera vez que oía hablar de él.

Lo que más admiraba a las alumnas era el baúl que la recién llegada había puesto debajo de su cama. Era aquél grande y pesado, lleno de telas, de vestidos y sombreros. La nueva alumna, en opinión de todas, debía ser riquísima. Tenía una plegadera de marfil y unos anteojos de teatro. ¿Leería novelas?, ¿iría al teatro? Más aún: conocía familiarmente a los actores y tuteaba a un famoso tenor de la ópera italiana. Para aquellas mujeres incipientes, ya devoradas por la curiosidad, Magda tenía el prestigio de una gran señora.

Por añadidura, la pobre niña era traviesa como un duende. Muchas ocasiones, mientras la profesora hablaba muy formal desde la cátedra, Magda rociaba el rostro de sus compañeras con un delgado chorro de kananga, que disparaba un tubo de caoutchouc. Otras veces, se entretenía en tocar una caja de música, y desarmaba a la maestra ofreciéndole el cuerpo del delito. Cada sábado, a la hora del paseo, la mamá de Magda iba por ella en carruaje, y cuando los domingos, al oscurecer, volvía al colegio, todas las alumnas la interrogaban impacientes. ¿Qué había hecho?, ¿en qué teatros había estado? La niña soltaba a hablar entonces como una tarabilla, refiriéndoles sus diversiones y paseos, sus aventuras en el bosque, en la ópera italiana y en la fonda. Cuatro caballeros habían ido escoltando el trois quarts de la casa. El tenor había cenado con ellas. Cierto amigo de su mamá la había obsequiado con dos libros, que, a hurtadillas, leerían en el jardín. Y las alumnas, oyendo aquel relato interminable, la miraban con muestras de respetuosa admiración, y le decían para mayor contentamiento suyo:

—¡Hueles a tabaco!

Un domingo en la tarde, Magda llegó al colegio más temprano. Su mamá estaba enferma, desvelada, y quiso recogerse a buena hora. Aquella noche, Jenny recibió, como obsequio de su amiga, una careta de terciopelo negro, que olía a anís. Al día siguiente, un mozo fue por Magda. Su mamá estaba muy mala; los médicos la habían desahuciado; se moría. ¡Pobre Magda!, ¡qué lejos estaba de suponer, al despedirse pálida y llorosa, de sus compañeras, que no vería ya más aquel colegio! Cuando llegó a su casa, la enferma estaba muerta. El mismo día, sin pompa ni riqueza, fue el entierro. La difunta había dispuesto que se vendieran todas sus alhajas y que se rematara su mueblaje. Pero la desgraciada debía mucho. Los acreedores cayeron sobre aquellos bienes, y Magda, sin más amparo que el de una antigua criada poco escrupulosa, se encontró sola en el mundo y condenada al hambre o a la vergüenza. La directora del colegio ya no quiso volver a recibirla. Todos la esquivaban, como se esquiva a un pordiosero y a un pariente pobre. ¿Qué iba a hacer? En el colegio, no había aprendido más que a coser, bordar y zurcir ramos. Afortunadamente, el viejo protector de la mamá quiso apiadarse y la colocó en un pobre y raquítico almacén de modas. Diez meses de trabajo gastaron aquella organización de ave voluble, que, por un heredismo irremediable, tenía los gustos dispendiosos de la madre y su invencible inclinación al despilfarro. La religión, únicamente, pudiera haber salvado a aquella ánima que, cerrando los ojos y entumida por el frío, pasaba el puente desquebrajado encima del abismo. La mujer, aun bajo el punto de vista humano, ha menester de un auxilio religioso, o mejor dicho, místico. En la hora suprema de la pubertad, la joven, que es una enferma verdaderamente, adquiere a veces una asombrosa intensidad de fantasía. No puede ver los labios que le hablan, pero escucha su acento. Rompen su cuerpo claridades repentinas, como la mecha, larga y humosa, de una lámpara, rompe la bombilla. Es necesario que la flama tenga un objetivo. La niña, en ese instante, es más tierna y cariñosa con sus padres. La religión es para ella un objetivo y un socorro. No temáis entonces los excesos del misticismo: más tarde, el amor y la maternidad encauzarán las aguas desbordadas.

Pero Magda no tenía religión propiamente hablando. En el fondo de su baúl, dormía la estampa de una virgen, y por las noches, antes de acostarse, Magda besaba un pequeño crucifijo de plata, herencia de la madre. Los sacerdotes le infundían respeto, pero no se confesaba nunca ni oía misa. Tenía esa religión ligera y acomodaticia que, como una madre bonachona, consiente todos los pecados y halaga con la promesa de algún premio. Era una religión por la que se iba rectamente al Cielo, sin hacer estación en el Purgatorio. ¿Y qué otra religión podía tener aquella niña, cuya madre murió en la impenitencia, ajada y ojeruda todavía, por una noche orgiástica de carnaval, y cuyas maestras, en todo y por todo laicas, no le habían comunicado más que breves nociones de moral y vagos apotegmas religiosos? Magda, pues, vivía indefensa. Las inclinaciones heredadas y las costumbres contraídas la empujaban al abismo. La aguja punzaba sus pequeños dedos, haciendo brotar las perlas rojas de su sangre. El mezquino salario que ganaba apenas era suficiente para cubrir sus necesidades más imprescindibles. Cada tela de seda que cosía, cada sombrero de paja florentina que adornaba, le decían esas palabras misteriosas que Margarita oyó salir del cofre lleno de brillantes. El único lazo que detenía a nuestra heroína en la virtud era el de aquellas cartas que Jenny, su amiga única, le enviaba del colegio. En cambio, los amigos de la madre, esa cuadrilla de cómicos borrachos y periodistas corrompidos, la iban orillando al precipicio. El teatro la deslumbraba con sus luces crudas, sus brocados vistosos y su orquesta alegre. Cuando Magda, volviendo del taller, pasaba, al principiar la noche, cerca de un teatro, refrenaba el paso para ver con delicia aquella muchedumbre que iba a gozar de lo que antes había gozado ella, a ver los trajes de las actrices y las joyas de las damas, los hombros desnudos y las espaldas descubiertas; a oír el ritmo alegre de esas canciones que aprisionaba en su memoria como en una jaula, y que solían turbar sus noches de miseria con su aleteo de pájaros y su calor de vino. Magda, además, cantaba. Un empresario, amigo viejo de la casa, le había propuesto recibirla en su teatro. El pacto se firmó, las puertas del escenario se entreabrieron, y Magda entró por la primera vez al foro, con la misma inconsciencia con que, cuatro años antes, había entrado a la sala del colegio. Aquí sus memorias tomaban un color distinto. Su tinte de violeta se trocaba en un rojo radical. Veía de nuevo aquella sala henchida de fracs negros y de rasos claros. Escuchaba el rumor de los aplausos. ¿Qué aplaudían?, ¿sus talentos? No tenía ninguno. Aplaudían su hermosura. Magda, aturdida y abrumada, cerró los ojos y se dejó arrastrar sin resistencia, como el Mazeppa de la leyenda byroniana amarrado a la grupa del caballo. Cuando se quiere hacer de la belleza un negocio por acciones, el mercado mejor es el teatro. Magda ganó en dos años casi una fortuna.

Pero el oro se escurría por sus dedos entreabiertos, como los granos diminutos de maíz que en el corral se arroja a las gallinas. Sus deseos no encontraban cortapisa, y sus caprichos de niña consentida lo devoraban todo: trajes, sedas, encajes, muebles, joyas y carruajes. Sólo una cosa la entristecía y malhumoraba: Jenny no volvió a escribirle. Al recordarlo, Magda juntó las líneas de sus cejas y apretó con sus dedos nerviosos las colchas de la cama. Aquellas cartas que tenía en la mano databan todas, sin excepción alguna, del periodo transcurrido desde su entrada al almacén de modas hasta su estreno en el teatro. Cierta vez, en una mañana fría y lluviosa, al torcer una esquina, Magda se halló con Jenny cara a cara. Su antigua compañera iba apoyada en el brazo de un anciano. Lanzaron ambas una exclamación al verse. Jenny, saltándose, avanzó dos pasos para abrazar a Magda. El padre, entonces, se interpuso entre ambas, miró a su hija con semblante adusto, y tomándole el brazo la apartó de su antigua compañera. Jenny volvió sus ojos llorosos hacia Magda, que, sin moverse y yerta, con la cabeza baja, se agarraba a la varilla de un aparador. Aquella mirada fue una despedida. Magda, por la primera vez, sintió vergüenza; los sollozos se anudaron en su garganta; miró perderse la figura de su amiga entre el tumulto de los transeúntes y, llorando como una niña, volvió a casa. Caía una llovizna menuda y penetrante. Magda no se cuidó de tomar un carruaje o de subir al ómnibus. Cuando llegó a la puerta de la casa, el agua, que había ido arreciando poco a poco, la empapaba. Magda notó entonces que llevaba cerrado su paraguas.

La novela de moda dormía bajo su forro amarillo, y el cucurucho, rebosando pistaches y bombones, permanecía intacto, mostrando sus dibujos japoneses y los coquetos nudos del listón. El paquete de cartas, sucias y arrugadas, con su cinta roja, yacía sobre la sábana de Holanda. Magda besó aquellas cartas de su amiga, se enjugó una lágrima, y, metiendo sus dedos revoltosos en el cucurucho, tomó un dulce. Las ideas tristes pasaban por su cabeza de coqueta, como la sombra de las aves por el lago. Ni un solo pensamiento estable había en aquel cerebro, tan voluble como la hoja delgada de una rosa que el viento desbarata. Sus ideas galopaban por países encantados en donde los árboles tienen hojas de esmeralda y frutos de oro. El lujo de su alcoba, las flores de la alfombra, la suavidad de las sedas y el color de los tapices, le inspiraban ideas color de rosa. La imagen pálida y doliente de la pobre Jenny se fue desvaneciendo en el espacio: ¡frágil sombra trazada por el humo y deshecha al menor soplo del aire! El huerto del colegio, los amplios dormitorios, el almacén de modas con sus cortinas verdes y su hilera de lámparas azules, desaparecieron pronto de su fantasía, como esas decoraciones que al primer toque del silbato se desvanecen en el foro de un teatro. La argentina campana del reloj dio las dos de la madrugada. Magda se incorporó apoyándose en el codo; levantó la almohada; tomó un espejo que tenía oculto siempre entre las colchas, con su marco de plata cincelado y su mango torcido en forma de espiral; sonrió apaciblemente, dejando ver sus dientes aguzados que con tanto ahínco devoraban fortunas y mordían frutas prohibidas; vio con delicia su fisonomía coqueta y picaresca de parisiense refinada: sus límpidas pupilas, atravesadas por imperceptibles fibras amarillas, como las venas de oro que rayaban el antiguo mármol; la ondulación felina de sus cejas; el arco de su boca, dispuesto eternamente a abrirse para pedir el corazón a un aderezo; su nariz remangada; su lengua roja, como la de una gata cuando acaba de nacer, y las enormes trenzas de cabellos rubios, que caían por sus hombros de alabastro. Magda entornó sus párpados de raso, hizo un mohín de niña consentida, y, acercándose los labios al espejo, se dio un beso. Luego apagó la luz y se quedó dormida.

II. A orillas del mar

Únicamente los novelistas y los soñadores conocemos la playa de Aguas Claras.

Lame el mar sus peñascos esponjosos, y canta, cautivo en sus enormes diques, una canción monótona y pausada, como lo son todos los cantos del esclavo. Aquella voz de bajo profundo que alcanza en ocasiones las notas más altas de tenor agudo, es la única que interrumpe el silencio académico de la ribera. Es preciso tener el alma llena para vivir sin tedio en esa playa, fabricada adrede para los locos, los enamorados y los soñadores: para todo ese linaje extraño de hombres que vive y muere contemplando las gaviotas que pasan, las velas que se alejan y las doradas ilusiones que se desvanecen. Años atrás, la playa de Aguas Claras fue muy solicitada por los bañistas elegantes. Pero la moda —¡al fin mujer!— tiene mudanzas y esquiveces de coqueta, y los honrados pescadores, que tienden en las rocas sus tupidas redes para que el sol las seque, fueron quedando dueños del terreno, ya poco frecuentado por los sombreros extravagantes, los vestidos crujientes y los chalecos blancos. Los bañistas huyeron de la playa, como las olas de la mar cuando desciende la marea.

Aguas Claras, cuando comienza nuestra historia, estaba en plena posesión de su silencio. Sus calles sombrías, estrechas, tortuosas, favorables a la emboscada y al asalto, parecidas a esas calles de Argel en donde la basura se amontona, travesean los patos y los cerdos duermen. A trechos, al torcer alguna esquina, se distingue un rincón de azul marino, como un trozo de cielo oscuro y movedizo. Las puertas de las casas son muy bajas, estrechas, ojivales, y las ventanas, raquíticas y angostas, están bien defendidas por esos grandes hierros trasversales, que se emplean únicamente en los países combatidos por el viento. Al desembocar a la plaza, en donde está la iglesia, el viajero se encuentra rodeado de un resplandor inmenso. Es el mar infinito que reverbera el sol, que exhala su perfume amargo y fresco, y sopla eternamente la ardorosa costa con el enorme abanico de sus olas. La iglesia eleva su campanario de vigía muy próxima a las aguas, y en torno de ella, límite postrero de ese rincón oculto, el camposanto yergue sus cruces, inclinadas entre el césped crecido de las tumbas.

La población conserva aún vestigios de su gloria. Aquella fábrica ligera de ladrillos, con sus delgados torreones y sus pequeñas cúpulas de estaño, es el hotel a donde los bañistas acudían en parvadas boruquientas. El edificio es amplio y bien acondicionado. Da grima ver el ancho comedor, en donde holgadamente cabían noventa o cien personas, escueto y solitario, con el nogal de su labrada estantería; la mesa angosta y las escasas sillas. En los aparadores no brillan ya las lustrosas vasijas de Christofle, no blanquea la porcelana de los platos. Los cajones suspiran entreabiertos por los enormes rollos de manteles que antes encerraban, y por las gruesas de cubiertos, nuevos y flamantes, que caían en su seno como una gran cascada de plaqué. Una ventana carece ya de vidrios, y otra está remendada con láminas de plomo. Las caballerizas no huelen ya a majada, y las resquebrajadas losas no conservan la huella de los palafreneros. Un solo rocinante, flaco y miserable, mastica, poco a poco, saboreando aquel banquete raro, una medida de cebada que se le echó por compasión en el pesebre. Es el caballo de Monsieur Durand, el dueño de la casa. Monsieur Durand pertenece a la raza de esos hombres que saben arruinarse sin zarandajas ni aspavientos: pegado al edificio, como la yedra a los escombros, aguarda a que los vientos desmoronen el postrer paredón, para liar sus maletas y cambiar sus lares. Año tras año imprime grandes cartelones, que fija en París y en todas las poblaciones aristócratas, anunciando su gran casa de baños. Da gozo ver esas enormes letras verdes y encarnadas con su paisaje marítimo en el centro. Por desgracia, los distraídos transeúntes pasan sin mirarlas, y las alegres bandas de bañistas emigran a otras playas, menos risueñas y pintorescas, si se quiere, pero más frecuentadas por la aristocracia. El año en que principia nuestra narración, Monsieur Durand fue más desgraciado que otras veces. Los únicos huéspedes del destartalado hotel eran dos viejas inglesas y una familia rica de Rouen. Las dos inglesas comían mucho. La familia a que atrás nos referimos, se componía de una señora ya muy entrada en años, de una joven graciosa y turbulenta, y de un joven gallardo como Apolo. Ambos decían mamá a la buena anciana. ¿No tenían padre? Monsieur Durand, que todo lo averiguaba, sabía que la señora Lemercier era viuda de un opulento comerciante. La niña se llamaba Eugenia, y Raúl, el joven. Eugenia tendría a lo más dieciséis años, y era traviesa como una colegiala. El maestro de natación desesperaba de esa alumna indócil que, sin someterse a sus prudentes reglas, se zambullía en el agua, dando agudos gritos, y manoteaba sin descanso, mostrando sus hermosos brazos blancos, en cuyos poros se prendían las gotas como un collar tupido de brillantes. Las gallinas eran grandes amigas de la feliz locuela. Cacareaban de gusto cuando la veían, seguras de que en las bolsas del blanco delantal iban los granos de maíz dorado, que con ansia esperaba su apetito. Raúl, por el contrario, tenía un carácter grave, casi adusto; vestía constantemente de dril blanco, y su corbata, que anudaba con descuido, caía sobre la pechera irreprochable, como un chorro de sangre hirviente y roja. El traje de Raúl, como la piel del armiño y la sedosa ala del cisne, repugnaba toda mancha.

Como los peces y las gallinas conocían a Eugenia, de quien recibían siempre maíces y migajas, las águilas y los alciones hablaban a sus solas de Raúl. Día a día, le miraban colocar las rocas para tender la vista por los horizontes, o, sentado en la arena de la playa, con su caballete portátil, sus grandes pinceles y su enorme caja de colores. Las más veces, preciso es confesarlo, Raúl no dibujaba, y la tela crujiente y restirada que había en el caballete, con un ligero croquis diseñado, era muy parecida a aquellas páginas, guardadas por el poeta en su cartera, y en cuya línea principal se pavonea orgulloso el título de un libro arriba de una superficie enteramente blanca. Las más veces, Raúl abría sus oídos a esas palabras épicas que murmura el océano, y que, como un maná de los sonidos, no dicen sino aquello que nosotros queremos escuchar, lo mismo que la voz de las campanas, el canto de los pájaros y las caricias blandas de la música. El sitio era a propósito para estos vagos diálogos. La costa que defiende ese terreno pedregoso es áspera y austera, por todas partes cavernosa y erizada. Las olas han horadado sus entrañas formando enormes grutas, a donde se precipitan espumando. Cuando baja la marea, surgen de nuevo sinnúmero de escollos, asomando sus espaldas de monstruos, blanqueadas y bruñidas por la espuma, como gigantes cachalotes encallados.

La tarde del primero de agosto, Raúl había permanecido en casa. Eugenia tocaba un vals en el piano, la buena anciana hacía flores de estambre, y Raúl, de codos en el pretil de la ventana, miraba el océano. Junto a Madame Lemercier, Monsieur Durand, con su chaleco blanco, limpio siempre, contaba por menor sus esperanzas.

—Es imposible que los bañistas tarden muchos días. Un periodista amigo acaba de recomendar mi casa, y pronto los antiguos parroquianos, cansados de veranear en otras partes, volverán a esta playa hospitalaria. La casa es buena. Cierto que actualmente carece de ornato, pero una vez que los clientes lleguen, todo se andará. Las aguas son magníficas, y, sobre todo, mi establecimiento no data de hoy, señora. ¡Si usted lo hubiera conocido en su apogeo! Precisamente en esta alcoba durmió, durante tres semanas, el noble duque de Morny. Aquella habitación estuvo ocupada durante varias estaciones por la princesa Mathilde. ¡Qué tiempos aquéllos! Dumas compuso aquí su Guerra de las mujeres, y Cora Pearl…

—Mamá, ¿quién es Cora Pearl?

—Es una actriz famosa, Eugenia.

Monsieur Durand sonrió irónicamente, y la niña siguió estudiando con ahínco los compases rebeldes de su vals.

Re, mi, re, do, re, fa, mi, re… ¡Dios mío! ¡No podré aprender nunca esta medida!

—¡Qué tiempos aquéllos, señora; qué épocas aquéllas! Mi hotel tenía una servidumbre completísima: tres cocineros, ocho galopines, treinta camaristas, diez palafreneros… En el comedor había un lienzo pintado por Corot. En el salón se bailaba noche a noche mientras las onzas tocaban a rebato en el departamento designado para el écarté…

Raúl, de codos en el pretil de la ventana, sonreía mientras Eugenia, cansada de tocar al piano, dibujaba con lápiz cerca de la mesa. De cuando en cuando, Monsieur Durand interrumpía su narración para tender una mirada por la franja negruzca del camino que se alcanzaba desde la ventana. Cada vez que el honrado tarabilla ejecutaba esta maniobra, convertía, suspirando, sus miradas al calendario de pared, en donde se veía con cifras rojas esta fecha fatal: Primero de agosto. ¿No vendrían los bañistas? Durand, no obstante su buen humor y su confianza a toda prueba, comenzaba a desesperar. Si el ómnibus que salía de la población todas las tardes para recoger pasajeros de la vía férrea, volvía, como de costumbre, escueto y solo, había para renegar de los anuncios, las gacetillas y los cartelones.

—¿Se va usted, Monsieur Durand? —dijo Raúl viendo que el mofletudo huésped tomaba su panamá para marcharse.

—Ya es preciso. Confío en que esta tarde nos llegarán algunos pasajeros, y voy a dar mis últimas disposiciones… A propósito, ayer he visto a usted pasear por la terraza: ¡muy mal hecho! Las vigas se han apolillado y es muy fácil sufrir una caída. El año pasado estuvo a punto de romperse las costillas una inglesa… ¡Yo aborrezco a Inglaterra! Paseaba, como usted, por la terraza, cuando ¡zaz!, el techo se hunde como el cuero de un tambor, y la huesosa miss quedó suspensa de la crinolina, ¡sobre la mesa en que el alcalde y yo jugábamos un partido de billar!…

—¡Hola!, ¡hola!, ¡señorita! —al decir esto, Monsieur Durand se fue acercando a Eugenia para despedirse— usted abandona la filarmonía por la literatura, ¡el arte por el arte!

Eugenia escondió precipitadamente, en una bolsa de su delantal, el pliego de papel en que escribía.

—¿Cuánto apostamos a que es una carta para el novio?

Eugenia se puso roja como una fresa madura, y Raúl, que había tenido tiempo de mirar el papel que Eugenia borroneaba, soltó a reír como un chicuelo. Era una caricatura perfectísima de Monsieur Durand, con su enorme bigote y su chaleco blanco. En ese instante se oyeron los cascabeles de las mulas. El hostelero asomó su cuello apoplético por la ventana y gritó al postillón:

—¿Tenemos gente?

—Viajeros de París —contestó el interpelado, con orgullo.

Durand echó a correr sin despedirse mientras Madame Lemercier y sus dos hijos tomaban posesión de la ventana para mirar a los recién llegados. El ómnibus se paraba en ese instante frente a la puerta del hotel. Un hombre, seco y flaco, se apeó primeramente para tender la mano a una señora, cuyo sombrero, lleno de flores y listones, se asomaba impaciente por la portezuela. La viajera, por fin, bajó rápidamente, levantándose la enagua y descubriendo un pequeño botín de raso negro y una media coquetamente restirada. Eugenia pudo verla apenas: vestía un paletot de lino, largo y abrochado hasta la garganta, con dos pequeñas bolsas a los lados, en las que hundía sus manos enguantadas. Cubriéndole la cara, caía de su sombrero un velo espeso de crespón azul, tratado sin clemencia por el polvo. Levantando la paja del sombrero, se agitaban inquietos algunos rizos color de oro. El ómnibus venía completamente lleno de mundos y baúles. El viejo, flaco y feo, que se había apeado primero del carruaje, estuvo vigilando atentamente la descarga y el tránsito de su equipaje.

—Mamá, ¡son parisienses! —dijo Eugenia saltando de contento—. ¿Has observado cuántas maletas traen?

—Será alguna princesa —dijo Raúl.

—O una modista —agregó sonriendo la señora.

—Lo que es ella, mamá, tiene la cara de esas muñecas que vienen casi siempre en las cajas de guantes o sombreros. ¿Bajamos esta noche al comedor?

—Como tú quieras.

—Parece un cromo, Raúl.

—Es rubia, Eugenia.

Los recién llegados habían subido a sus habitaciones para quitarse el polvo y descansar un rato. Estaba oscureciendo, y los escasos mozos del hotel corrían por todas partes limpiando muebles y disponiendo la comida. En la cocina se oía un rumor inusitado de cacerolas y sartenes. Llegó, por fin, la hora de la comida: tocó dos veces la campana, y Durand, satisfecho de su obra, tomó asiento en la cabecera de la mesa. Frente por frente del rubicundo huésped, la sopera dejaba percibir su olor de especias, y el gran cucharón de plata maciza, resto de los antiguos esplendores, pavoneaba su vientre hueco las rayas negras y amarillas de la carpeta en donde descansaban los platones. Las dos inglesas, algo fatigadas de sus excursiones, prefirieron que se les sirviese la comida en sus respectivos cuartos. La familia Lemercier fue la primera que ocupó la mesa. Un minuto después, los dos recién llegados entraron victoriosamente al comedor. Levantóse Monsieur Durand ceremoniosamente, y tomando un grueso infolio que tenía preparado, se dirigió al adusto parisiense:

—¿Qué nombre inscribo, caballero, en el gran libro del hotel?

—Carlos Provot.

—Perfectamente, y gracias.

Durand tomó una pluma y, dejando el infolio sobre la mesa, escribió con su letra de cadeneta esta partida: «Hoy 1.º de agosto de 62, entraron al hotel el señor Carlos Provot y…».

—¿La señorita es hija de usted, no es verdad?

Provot, que después de saludar ceremoniosamente a la familia Lemercier, se había sentado a la mesa, volvió la cara como quien escucha algún disparo súbito:

—¿Decía usted?

—Preguntaba, caballero, si es hija de usted la señorita… ¡mil perdones!

—No, señor, es mi sobrina.

La parisiense de cabellos rubios tendió su mano, blanca y aguzada, para tomar un rábano, y luego lo mordió curiosamente como quien quiere, a duras penas, contener la risa. Un mozo se acercó a los recién venidos, y preguntó:

—¿Qué vino toman ustedes?

—Yo, burdeos, ¿y tú, Magda?

Champagne.

Eugenia miró asombrada a aquella parisiense que tomaba a pasto el vino de los postres, destinado para las grandes fiestas y para las solemnidades de familia. Debía ser muy rica. Su traje vistoso, como el de una reina, lo estaba revelando. Llevaba un aderezo de brillantes. Este detalle hizo sospechar a Eugenia que Magda era casada. Las jóvenes solteras no usan joyas. Lo que para la ingenua provinciana no tenía disputa era la incomparable hermosura y la elegancia refinada de aquella gran señora: señora, sí, porque para ella el estado de Magda era evidente. ¿Quién sería su marido?, ¡pobre Magda!, ¡qué temprano se había ligado con el matrimonio! A decir verdad, Eugenia deseaba con impaciencia hacerse amiga de aquella estrella errante desprendida del gran mundo. La miraba con esa fijeza boba y ese asombro ingenuo con que miran los pobres una edición de lujo. Y con efecto, Magda era una mujer impresa en papel Whatman y con cantos de oro. La inocente niña revisaba con la imaginación todos los grandes nombres que había leído en los periódicos de modas: ¿sería la princesa H?, ¿la duquesa de Z? Lo extraño era que el tío se apellidase Provot a secas. Tal vez no sería noble. En ese caso, Eugenia habría jurado que Magda era hija de un príncipe o de un duque de la banca. Su aristocracia no podía dudarse: se veía patente en la delgadez color de rosa de sus uñas, en la finura satinada de su cutis, en la coquetería de sus movimientos y posturas. ¡Qué pláticas tan agradables se prometía la provinciana para cuando trabasen amistades! Magda le contaría los episodios de los grandes bailes, de las primeras representaciones, de las carreras y de las regatas. La pondría al tanto de la moda, aconsejándole la manera eficaz de hacer sus compras. Y Eugenia soñaba ya con todo esto, como dos años antes había soñado largas noches con su primer vestido largo. Ínterin, la comida iba avanzando y tocaba ya a su término. Los recién llegados habían trabado unas cuantas palabras de cortesía con la familia Lemercier y con el huésped. Provot aventuró una observación sobre la conveniencia higiénica de los baños. Madame Lemercier habló de sus enfermedades. Raúl terció indiferentemente en las conversaciones, y Eugenia, absorta únicamente en la contemplación de Magda, apenas se atrevió a entreabrir sus rojos labios, parecidos a una cereza cortada en dos por el agudo pico de los pájaros. Durand, en cambio, soltó sin freno la sin hueso. Contó los esplendores y la decadencia de su hotel: príncipes, duques, banqueros y poetas desfilaron unidos en la conversación del huésped, como una solemne procesión de ceremonia. Y mientras así hablaba Durand, el viento se quejaba amargamente, suspirando en los largos corredores, y la gran placa de plomo, que hacía oficios de cristal en una de las ventanas rotas y desvencijadas, vibraba tristemente, mezclando sus roncas notas elegiacas al ruido de los platos y a la chillona voz del orador.

Los mozos se retiraron para dejar libre la mesa en la hora de los postres, y el banquero Provot dio la señal de marcha. Magda abrazó tímidamente a la señora Lemercier y a Eugenia, que, confusa como un paleto en la presencia del monarca, le dijo a media voz su nombre y se ofreció a sus órdenes.

—¿Se llama usted Eugenia? ¡Dios mío! ¡Cuánto me alegro! ¡Ése era el nombre de mi mejor amiga!

Las dos chicuelas se besaron estrepitosamente ambas mejillas, y Magda, tomando una pequeña palmatoria que le ofrecía Monsieur Durand, subió a su cuarto. Monsieur Provot marchó en su seguimiento. Al pisar el primer escalón del caracol que conducía a su gabinete, la traviesa coqueta levantó su enagua hasta una altura que habría escandalizado a la señora Lemercier, y hubiera hecho decir a su hija Eugenia:

—No cabe duda: es una mujer casada.

Luego que ambos llegaron a sus habitaciones, Magda se soltó a reír.

—¡Muy buenas noches, tío!

Provot tomó de improviso un continente grave, como si fuera a pronunciar algún discurso en el Senado, y, meneando la cabeza de un lado a otro, dijo:

—¡Pobres gentes!

—¡Tío!… ¡Qué luminoso pensamiento!

—No me atreví a decir que eras mi hija.

—¡Es claro! No lo hubieran creído.

—Ya lo creo.

—No tienes edad para pasar por mi padre: puedes ser mi abuelo.

Magda pidió recado de escribir.

—¿Vas a empezar tus impresiones de viaje?

—No, voy a escribir a mi modista.

—¿Para qué? Los enormes baúles que has traído…

—Son inútiles.

Provot se puso serio y abrió los ojos desmesuradamente.

—Son inútiles —dijo—. Todos mis trajes son inconvenientes para el papel que he comenzado a representar.

—Pero…

—No admito observaciones. ¿Hay sobrinas acaso que vistan como actrices? Necesito ser sencilla en mis adornos. Quiero trajes de ingenio, hechos de muselinas o de indianas. ¡Oh! ¡No me digas nada! Soy actriz, tengo decoro, y por nada consentiría en representar un papel sin vestir propiamente.

Provot se puso a leer su Fígaro atrasado para ocultar su mal humor. Magda tomó la pluma y comenzó su carta. Apenas había trazado la primera línea, se volvió a su acompañante y dijo:

—A propósito, ¿por qué no dijiste que era tu mujer?

Interrumpió el interpelado su lectura, encendió un puro y contestó:

—Porque respeto mucho el matrimonio.

III. Por donde viene el amor

El primer pensamiento de Magda, en pisando esa playa de Aguas Claras, fue volver a París al día siguiente. El espeso barniz de tedio que ennegrece los muros del hotel, la contristaba. Para aquella organización inquieta y boruquienta, acostumbrada a la confusión del escenario, al vaivén de una vida aventurera y al ruido de las cenas entre actores, periodistas y calaveras, debía ser insoportable el virgiliano silencio de la playa, la calma del hotel con sus desnudas paredes y sus desiertos corredores, el mutismo de los salones desmantelados y el gran chaleco blanco de Monsieur. Le parecía que hasta las ventanas bostezaban.

Su acompañante, por el contrario, pasaba satisfecho aquellas horas de tranquilidad. Lo único que le inquietaba era la falsa situación en que se había colocado colgándose una sobrina imaginaria. Por lo demás, el establecimiento no le parecía tan malo; sus reumas habían mejorado grandemente con los baños y, sobre todo —ésta era la razón más convincente— hallábase al abrigo de curiosidades malsanas y de mofas imprudentes. Porque Provot no estaba ya en la edad en que el amor producto del orgullo, es a manera de un carruaje à la Daumont o de una cachemira. El nudo rojo que ostentaba el ojal de su levita le imponía austeridades y prudencias, mal concertadas con su carácter y sus hábitos. Sus relaciones con la inquieta cómica eran para él una perpetua causa de zozobras. Cuando menos, luego que fueran completamente públicas, dejarían mal parado su crédito de moralista, porque Provot dogmatizaba en los periódicos, en nombre de la moral independiente; era tenido por un severo puritano en el Senado, y su reputación irreprochable, mal que pesara a la incurable inquina de los maldicientes, comunicaba autoridad a sus axiomas y fuerza a sus principios. En ocasiones, el buen hombre se hallaba perplejo para salir de aprietos imposibles y sostener con dignidad su papel tan difícil de hombre honrado. Se encontraba a menudo mal a su guisa y fuera de caja, como el especiero que viste un traje regio para ir al carnaval, o el pobre bobo que, representando a Mefistófeles, no atina a decir una palabra sola y no sabe reírse tan siquiera. Imagináos lo difícil que hubiera sido para Luis XIV representar el papel de Felipe II, y tendréis una idea aproximada de los aprietos y embarazos en que solía encontrarse nuestro moralista, cogido entre sus palabras y sus hechos como un ratón entre las dos mamparas de una puerta.

Así que, para Provot, cansado de vivir a hurtadillas, escurriéndose siempre como anguila, de coupés con persianas bien cerradas a cenas en gabinetes particulares, aquella escapada al campo y a la libertad debía tener un poderoso encanto. Adrede había escogido el establecimiento balneario menos querido y frecuentado de los parisienses, el más recóndito y oculto, el único en que, libre de curiosos, podía quitarse el traje grave de filósofo, como se quita el cómico sus arreos de teatro, y desarrugar su frente de Tartufo, plegada por su eterno fruncimiento. Allí, a lo menos, podía vivir a sus anchas, amar a su manera: las olas no tienen pudores de colegiala, y las gaviotas no entienden una línea de la severa moral independiente. Provot estaba en la edad que tiende a las comodidades egoístas y a la holgura. Cuando compraba un sobretodo no inquiría si la forma era moderna o atrasada: el cosido y la tela le importaban. Por añadidura, aquel solterón viejo, que ya no veía bien y usaba dentadura postiza, tenía pueriles vanidades de muchacho. Las correrías a dúo por la montaña le seducían como un sillón en la Academia. ¿No era aquel viaje intempestivo y secreto, un idilio de amor joven y fresco? Los árboles, sombreando su lustrosa calva, lo hacían soñar con Madame de Warens y Rousseau. En ocasiones llegaba a creerse joven, y, cuando la fatiga le postraba tras una caminata por la arena, equivocando el temblor enfermizo de sus piernas con las primeras emociones de su juventud, decía, tendiéndose en un banco:

—¡Es la sangre, es la sangre que me hierve!

Lo único grave en esas circunstancias era el papel de lío que tuvo la imprudencia de arrogarse. Los modales y los caprichos de su sobrina le aterraban, pero, sobre todo, la causa más grande de sus inquietudes era la creciente intimidad que ya existía entre su alegre Magda y la familia Lemercier. La soledad misma de la playa había contribuido grandemente a anudar tan riesgosas amistades. Provot, inquieto y pensativo, había llegado a sospechar que Raúl enamoraba a Magda. Y, francamente, el caso era muy grave. La conciencia de aquel viejo, tan fácil y contentadizo cuando se trataba de los placeres propios, solía tener rebeldías bruscas y austeridades inauditas en tratándose de otros. ¿Hasta qué punto podía conciliarse con su honor el malaventurado ardid que puso en práctica? Bien considerada, era ésta una engañifa miserable. Merced a ella, robaba la estimación de una familia honrada y la hacía entrar en comercio con una actriz famosa por sus extravíos. Esto era innoble, de todo punto innoble. Con este proceder bellaco de fullero, se había liado de pies y manos, sin encontrar salida. El amor de Raúl era otro obstáculo: podía desvanecerlo nada más con una frase, pero ¿cómo decirla sin deshonrarse de una manera lastimosa? Su egoísmo no aceptaba tal idea y, valido de ello, se enredaba el embuste más y más, como una gran maraña en movimiento. Ya Provot renegaba de tal viaje y, tras cuatro semanas de inquietudes, iniciaba el regreso deseado. Pero Magda, que en los primeros ocho días se había aburrido lamentablemente, comenzaba a tomar sabor a aquella vida y se negaba rotundamente a abandonarla.

Con efecto, Magda debía experimentar lo que Dumont d’Urville en la Oceanía, y el doctor Livingstone en el centro del África. Aquellas sensaciones le eran desconocidas por completo. ¡Vivía la vida del hogar al lado de una anciana cuyas palabras le iban dejando en el turbado espíritu un sedimento de convicciones religiosas; junto a una joven, candorosa y casta, que estaba destinada a los placeres inefables de la vida íntima; galanteada recatadamente por un amante soñador, que no reconocía las aguas turbias de su pasado vergonzoso, y que soñaba con hacerla prometida, esposa y madre! Aquella pobre niña, que tantas veces había sido amada, era estimada por primera vez. Volvía a sentirse buena y casi honesta, como en los días serenos del colegio, y en su pueril fascinación se imaginaba que todos los episodios deshonrosos de su vida se borraban y desaparecían, como si la mano de algún ángel pasara la esponja húmeda sobre su lienzo maculado. ¡Pobre Magda! Salía lozana y fresca de aquella inmersión brusca en la virtud, como las alas de los pájaros aparecen más tersas y lustrosas cuando la lluvia cae sobre sus plumas. En su cerebro inquieto y ligerísimo no cabían ideas lúgubres ni temores negros; creía tan fácil su regreso a la virtud, que sólo dependía de una palabra suya, tan fácil y sencillo como el decir a su cochero en la Calzada y en el Bosque: «¡Vuelve a casa!». ¡Pobre niña! La ruta estaba llena de precipicios y barrancos; la corriente impetuosa de las aguas, arrastrando los troncos descuajados, desmoronó los puentes del camino; oscura, muy oscura era la noche: no podía distinguirse en lontananza la hospedadora luz del caserío, y ella, cerrando sus hermosos ojos, miraba libre y expedita aquella vía, ponía un sol en el cielo y flores en el campo, barcos en el hinchado río y puentes de granito en las montañas… ¡Pobre niña! No era viciosa por temperamento ni mala por carácter; sus costumbres desarregladas habían embarazado el crecimiento de los instintos sanos sin destruirlos. Las aguas eran oscuras y cenagosas en la superficie, pero azules en el fondo. ¿Quién dirigió su niñez ni enderezó sus pasos? ¿Quién quiso defender su juventud en esas horas de suprema crisis, que tienen voz como la tempestad y seducción como el abismo? Ataron una venda sobre sus párpados de rosa, y le dijeron: «Marcha». En el horror intenso de la oscuridad, marchó difícilmente. Sus pies se desangraban, y en vano solicitó, con las tendidas manos, el muro en qué apoyarse. Abajo se exhalaba un delicioso olor de rosas frescas. Magda anduvo temblando algunos pasos: sus músculos, ya flojos, estaban necesitados de reposo; tenía sed de frescura y, creyendo acostarse sobre rosas, dejó caer su cuerpo frío descoyuntado. El cuerpo inerte descendió al abismo sobre un tapiz de lirios blancos y de camelias rojas. Y como la oscuridad era profunda, como la noche había cerrado y la venda oprimía sus párpados de rosa, pensó la niña en regresar a casa; quiso volver atrás los pasos, desandando lo andado, para sentir el amoroso fuego de la chimenea, aspirar el olor de la frugal comida y oír, acompasado y cadencioso, la tenue respiración de los chicuelos, dormidos y abrazados en la cuna. Y no veía que la barranca enorme encaramaba al cielo sus paredes, formadas de peñascos agrupados, como una tempestad hecha granito; que no colgaba escala alguna de las rocas, y que las aguas, engrosadas y furiosas, precipitándose en avenida gigantesca, iban a arrebatar su cuerpo inerte… ¡Pobre niña!

Una mañana, a la hora en que Magda acostumbraba levantarse y hundir sus rizos rubios en una gran cubeta de agua fría, sonaron tres discretos golpecitos en la cerrada puerta de la alcoba.

—¿Quién?…

—Yo soy, Eugenia.

—Pasa.

Las dos amigas se hablaban ya de tú, como dos compañeras de colegio. Eugenia, ya peinada con esmero, entornó la puerta con precaución, y entró a la pieza. Magda no tuvo tiempo más que para secar sus rizos con la toalla, y cubrirse los hombros descubiertos con una cachemira que encontró a la mano. Este pudor habría hecho reír a un parisiense. ¡Costumbres pegajosas de provincia!

—Magda… como yo lo temía, te he molestado.

—¡Mira que niñería!

—No, si es justo, yo lo dije a mamá: nosotros, habituados a levantarnos con el alba, tenemos costumbres muy distintas de las de ustedes… Pero, en fin, ya no hay remedio.

—Siéntate aquí sobre la cama y dame un beso. Ya ves qué pobre estoy: ¡mi humilde alcoba no cuenta con una sola silla!

—¿Quieres venir con nosotros de paseo?

—Con mil amores.

—Mamá me encarga que invites, en su nombre, a tu tío.

—¿Para qué? No podrá ir. Ya tú lo sabes, su gota no le deja un minuto de reposo.

—¡Va, va, va! Yo estoy segura de que irá contento. ¿Me he peinado bien?

—Perfectamente. Deja desarreglar un poco esos ricitos y traerlos, así, sobre la frente.

—No, mamá no quiere… anoche, nada menos, me ha reñido.

—¿Te ha reñido?, ¿y por qué?

—Porque quise peinarme como tú te peinas. Mamá dice —no te enojes por eso— que una niña debe llevar la frente descubierta para que pueda leerse cuanto piensa. Ya tú sabes: mamá no admite nunca esas deliciosas costumbres parisienses, y yo, que debo obedecerla…

Magda bajó los ojos, y tomando una mano de Eugenia, le dijo con voz grave:

—Haces muy bien, y yo confieso que hice mal en darte esos consejos…

—¡No, no digas eso!…

—Sí, debo decirlo, porque es justo y bueno: las jóvenes, como yo, que estamos ya habituadas al torbellino de la ciudad, no debemos servir de modelo. Pero ya tú lo ves: como mi madre me dejó muy niña, yo no he podido aprovecharme de su prudencia cariñosa: tengo muchos defectos, no sé cómo portarme…

—¡Si te digo que no!, ¿quieres callarte? Yo siento haberte dicho lo que dije, pero tú sabes que mamá te quiere mucho y que jamás puede juzgarte mal, sólo que, ya tú sabes, hay cosas que no pueden remediarse. Mamá detesta las costumbres nuevas, y las modas, y los libros, y todo… ¡hasta los novios!, ¡y si vieras qué ganas tengo yo de tener novio!…

—¿Tú?… No seas loca.

—¿Es acaso delito? Tú tendrás el tuyo. Apuesto a que, contando exactamente, llega a una docena el número de tus señores pretendientes.

—Las desgraciadas como yo no tienen novio.

—¿Desgraciada?, ¿y por qué? Rica y hermosa… ¿no vives en París?, ¿no tienes carruajes, vestidos, palco en el teatro? ¡Si dan tentaciones de ser hombre para enamorarte! Anoche mismo lo decía a Raúl.

—¿A Raúl?

—Pues qué, ¿me crees tan necia y tan bobalicona que no haya comprendido lo que pasa? Raúl está loco por ti…

—¡No!, te equivocas. Advierte su frialdad, mira como aprovecha la menor ocasión para esquivarme… No, no me quiere. Es galante, es amable, es caballero, respetuoso conmigo, nada más.

—¡Y está loco por ti! ¡Bebe los vientos por mirarte! ¡Quiere huirte porque teme un desdén o un menosprecio, pero te ama! Yo le concedo la razón, apruebo sus proyectos, soy su intercesora… ¡tendría en ti tan buena hermana!…

—No pienses más en eso: son locuras.

—¿Locuras?, ¿pues no te ama?, ¡ah!, ya comprendo: tienes otro novio, estás para casarte, no le quieres…

—¡Pero no, si tampoco es eso; no, no es eso!

—Entonces no te entiendo. Si eres libre, si ambos os amáis, si no hay ningún obstáculo…

—¿Y tu mamá, Eugenia, tu mamá?

—Mamá consiente en todo, yo te lo prometo.

Magda, sin poderlo ocultar, se estremecía de gozo. Eugenia, besándola como una locuela, en la boca, en la frente y en los ojos, continuaba hablando.

—Seremos muy felices: ¡Te lo fío! Tú no querrás vivir en la provincia, es natural; tú, gran señora, pasarás en París todo el invierno; nosotras, mamá y yo, muy solas y muy tristes, pasaremos los meses aguardando a que los novios vuelvan a su nido. Será penoso para ti sacrificarnos dos meses de tu vida cortesana, pero te mimaremos tanto, tanto, que has de olvidar el bosque y los salones, traveseando conmigo en el jardín. Tú me referirás tus diversiones, me contarás tus triunfos, tus paseos… y si mamá consiente, cuando ustedes vuelvan, yo iré con vosotros a París, viviré quince días en ese mundo que he soñado tantas veces. ¿Verdad que sí?

Magda sentía bruscos sacudimientos nerviosos y repentinos brincos de chicuela. A pesar suyo, el regocijo y la alegría saltaban a sus ojos, inquietos y despiertos como los de una niña el día en que se engalana con el primer vestido largo. Lo olvidaba todo, todo, para pensar no más en esa inesperada dicha. Por eso, cuando Eugenia levantóse y le dio un beso en la frente, como despedida, apenas pudo murmurar palabras inconexas, privadas de sentido, como las frases extravagantes que solemos decir a quien intempestivamente nos despierta. Sus oídos oían constantemente un repique de campanas, vibrando en una atmósfera de fiesta. ¡Era verdad!, ¡la amaba! Para aquella alma, oscurecida por las pasiones y los intereses de la vida cortesana, el amor era un goce nuevo, desconocido, poderoso; un aire fresco y libre, como el aire que sopla en las montañas cuando pasa la nube tempestuosa. Para aspirar este ambiente desconocido, Magda abría de par en par todas las ventanas de su alma. Y se encontraba buena, honrada y noble, como si el amor la hubiera purificado en un instante con sus aguas lustrales y benditas. El mármol del pavimento puede lavarse cuando la orgía concluye; pero ¿qué esponja enjugará las aguas cenagosas del delito? Aquel espíritu de niña estaba ya manchado por el áspero vino de las bacanales, por el cieno pegajoso del arroyo, por todos los sedimentos asquerosos de la vida. Pero el amor es una ala inmensa que todo lo levanta, una luz que penetra todos los abismos de lo oscuro, y Magda amaba. Su amor no estaba desligado todavía de las amarras toscas de la materia; no era duro; necesitaba atravesar el dolor para purificarse, como el diamante necesita, para brillar, el buril del lapidario; pero Magda amaba. Amaba a su manera, con flaquezas y con debilidades, sin fuerza para el sacrificio, pero amaba. Creía hospedar en su corazón a un ser vulgar y parecido a todos, ¡y hospedaba a un gran príncipe encantado, capaz de todos los prodigios, de todos los milagros, de todas las empresas!

Primeramente, en el voluble cerebro de la pobre niña, se levantó una franca admiración de la hermosura física. Raúl no era para ella un pensamiento soñador ni una alma enamorada: era un cuerpo correcto y perfectísimo, un brazo vigoroso, una mirada clara, una boca entreabierta por el soplo fogoso de los besos, un símbolo de fuerza y hermosura. Su curiosa imaginación se recreaba en la dorada seda del bigote y en el color opalino de las sienes. Lo quería, como se puede amar a algún tenor de la ópera bufa, o clown o muñeco de Nuremberg. Raúl fue para ella un bello desdeñoso. Tratábala con exquisita cortesía, sin apresuramiento ni zozobra, como se trata a una mujer, sea fea o hermosa. Su mano no temblaba al servir vino en su copa ni sus ojos se enardecían al fijarse en los ojos de la hermosa. No la amaba. Esta increíble resistencia y esta esquivez amable provocaban la impaciencia de Magda. ¿Cómo?… Aquélla era la primera vez que un hombre lograba seducirla con su apostura y gallardía, y éste, sin apercibirse de ello, pasaba huraño, indiferente, tocando apenas el ala de su sombrero, sin volver la cabeza para verla ni refrenar el paso para oír el juguetón retozo de su voz. Pasaba junto a ella lo mismo que junto a la corista Blanca, cuyos hombros son desiguales y torcidos, o junto a la actriz Flora, que tiene dientes de esmalte y formas de algodón. Su gran coquetería se rebelaba contra esta confesión escandalosa: quería lograr su amor como se quiere un pouf de seda o una sombrilla japonesa. Era un capricho no satisfecho y pedigüeño, que alzaba su cabeza de niño consentido pidiendo la vedada golosina con gritos de impaciencia y con rabietas de muchacho. Cuando Magda pensaba en esa humillación, solía verse al espejo, diciendo para sus adentros: «¡Veamos!, ¿soy o no soy bonita?».

Poco a poco esta resuelta admiración y este deseo invencible se fueron transformando en un afecto verdadero. El medio honrado en que vivía comunicaba a Magda vagas aspiraciones a lo bueno, y tendencias mal definidas a una virtud graciosa y acomodaticia. Tanto se identificaba con su papel de joven casadera, que a ratos se creía a sí misma honesta y buena. Andaba a tientas por un mundo desconocido, y cada nueva sensación que descubría le arrancaba esos gritos de alborozo en que prorrumpen luego los chicuelos, cuando hallan una flor, un dulce o un juguete. Le parecía asistir a un espectáculo de magia con la pueril admiración de esos burgueses que encuentran todo sorprendente y raro. La vida de familia —en la que nunca había pensado— descubría ante sus ojos grandes perspectivas llenas de sol, de música y perfume. Y con esa inconsciencia y ligereza que dirigía todos los actos de su vida, no pensaba en lo oscuro de ella ni en la dificultad de vindicarse: todo le parecía fácil y llano, como la compra de un encaje apetecido o de un tronco de yeguas irlandesas. Entonces se decía: «Raúl puede dar la felicidad; vivir siempre a su lado, conocer sus secretos y participar de sus goces, apoyarse en su brazo para andar y contar los latidos de su pecho, es el placer supremo ¿Por qué no he de gozarlo?». Y con los ojos de la imaginación veía una casa perdida en las montañas; allí, de codos en la ventana, estaba ella esperando la vuelta de su esposo. De pronto, se oía el galope de un caballo; el polvo se levantaba en remolino, danzando en torno del gallardo potro. Un jinete se apeaba: era Raúl. Adentro, en la amorosa alcoba, ardía una lámpara. Magda echaba los brazos al cuello de Raúl, y, ambos unidos, sentábanse en el blando canapé. Raúl traía de la ciudad: trajes, sedas y blondas y sombreros. ¿Para qué? ¿No vivían retirados y escondidos? Seguramente, pero Magda no concebía felicidad ninguna sin telas y sin joyas. ¡Las parisienses no se visten y adornan para el mundo: se visten para sí!

Todo ese cuadro primaveral se dibujaba en la exaltada fantasía de Magda. Raúl ya no era para ella un cutis tosco, una pupila ardiente y una cabellera rubia: era el hombre completo y absoluto, con la hermosura corporal y el acento divino, el vaso y el perfume, el árbol y la savia, el cuerpo y el espíritu. Su amor no consistía únicamente en el cambio de dos caprichos y en el contacto de dos epidermis: tenía la fuerza humana y la fuerza divina, el beso de los labios y la sublime comunión de los entendimientos. El pájaro con alas echaba hondas raíces al suelo. Por la primera vez, de esa pasión demente que Magda había sentido muchas veces, nacía el amor sensato y precavido. De aquella cosa efímera nacía una cosa eterna. Y a medida que este avatar se realizaba, los buenos sentimientos movían inquietos el ánimo de Magda, como diciendo: ¡Estamos listos! Las palabras de Eugenia habían cumplido ese prodigio. El capricho, ya convertido en esperanza, se trocaba en realidad. Raúl la amaba.

¡Raúl la amaba! Estas palabras sonaban como un gorjeo de pájaros en los oídos de Magda. Era el primer grito del gallo, disipando las sombras y los diablos. ¡Raúl la amaba! Distraída con su pensamiento, ataba con descuido los bucles de su rubia cabellera, la peinaba aprisa y, cada vez que el peine de marfil hundía sus dientes entre las ondas del cabello, Magda entablaba con el espejo un dúo coqueto de sonrisas. El amor es como la luz: lo alegra todo. Pero el amor de Magda no era perfecto aún. La prueba es que no le decía: le amo, sino: ¡me ama!

De pronto, suenan dos golpecitos en la puerta. Era Provot.

¿Provot? Magda se había habituado en pocos días a verle siempre lejos. Cumpliendo a maravilla su papel, había tomado cierto aire respetuoso para hablarle y puesto un doble cerrojo en sus habitaciones. Mala actriz bajo el cielo haraposo de las bambalinas, era una comedianta consumada en las escenas y peripecias de la vida. En aquellos momentos tenía la plena convicción de su honradez. ¿Quién era ese Provot?, ¿qué le quería?, ¿por qué tocaba con los nudillos de su huesosa mano a la cerrada puerta? Y luego, ¡en qué momento!, cuando su alma corría, a todo correr, por los países del ensueño, a la hora en que su corazón se iluminaba con las claridades opalinas del alba. ¿Quién era, pues? ¿Qué le quería? Era ese espectro pavoroso y mudo que escribe vaticinios de muerte en el salón orgiástico de Baltasar y que se llama Banquo en el festín de Macbeth.

—¡Adelante! Entra, ya que lo quieres, oh ser mudo, señor para el esclavo, pasado para la mujer. Entra, como traidor de melodrama, grave y áspero, fruncido el entrecejo, torva la mirada. Es tu derecho.

Tras el rostro animado de la niña, se perfiló en la luna del espejo la cara avellanado y el granujiento cutis de Provot.

—¿Ya estás dispuesta?

—¿A qué?

—A mentir, a acabar esta comedia que ya se me va haciendo insoportable.

—Vamos.

—Sí, pero es fuerza que antes me prometas desoír los suspiros de Raúl, de ese chicuelo con quien estamos jugando a la gallina ciega, y a quien engaño, por tu culpa, miserablemente. Dispón para mañana tus maletas. Ya me cansé: volvemos a París.

—¡Mentira!

—No, pues mejor: yo partiré solo, si quieres. Dame entonces papel, pluma, tintero: voy a dejar escrita la verdad… sí, toda la verdad…

—¡Oh! ¡Nunca!

—Imagina el horror de esas honradas gentes cuando lo sepan todo, todo…

Magda tomó del tocador un pomo de cold cream y lo arrojó a la cara de Provot.

—¡Infame!…

Airado, tembloroso, asió el viejo una mano de su cómplice, y forcejeando, pálido, logró vencer a Magda que cayó de rodillas en el suelo.

—¡Infame!… ¿Infame porque no tolero infamias, porque conservo aún conciencia y honradez? Bien merecido me lo tengo. Te levanto hasta mí y te ensoberbeces. Consiento en ser ridículo y ser bajo por ahorrarte vergüenzas, ¡a ti, mujer perdida, a ti que para avergonzarte necesitas untar de rojo tus mejillas afrentadas!

Magda sollozaba.

—¡Vete! No te necesito. Puedo, si así lo quiero, abrir esas mamparas y llamar a todos. Sí, que entren, que te miren arrodillada, con la frente baja, como conviene a las mujeres de tu clase. Puedo decirles: esta mujer en quien usted, señora, posó sus labios, frescos todavía por el contacto de una boca pura, es una vil que engaña y que corrompe. La he recogido en el arroyo, manchada con todas las inmundicias de la calle, llena de lodo, haraposa y sucia. Valida de delincuente complacencia, ultrajó la inocencia de una niña que le tendió sus brazos y la llamó su amiga. Más aún: ¿qué es lo que usted más quiere, lo que más ama, lo que más respeta?, ¿el corazón de su hijo? Bien, pues esa mujer lo tiene, lo ha robado. Tendiendo una celada infame a su honradez, ha pretendido ser su esposa. ¡Tras robo de corazón, robo de nombre! Llame usted a sus criados, a sus palafreneros, a sus mozos: arrójela de esta casa que insulta con su imprudencia y su descoco. ¡Es una vil ladrona!

—¡Oh, dilo, dilo!

—Lo diré, sí, no ahora, porque pienso que la vergüenza me ahogaría. Yo lo diré por medio de una carta, mañana, en cuanto parta, luego que logre desasirme de esta red oprobiosa, luego…

—Pero ¿no tienes alma?

—Hoy, aún eres mía, me perteneces como una cosa que he comprado. Puedo escupirte, pisotearte, arañar ese cutis y estrujar los encajes de tu bata. ¿Quieres ser libre? ¡Págame! Si yo te debo, ¡toma!

Provot, al decir esto, hundía una mano en los cabellos de Magda, enmarañándolos, mientras, con la otra, le apedreaba la cara con monedas. Ella, sin levantarse, con las pupilas rojas y la garganta hinchada de sollozos, no contestaba una palabra ni una queja. Su bata se había desplegado por varias partes, con el brutal contacto de esas manos viejas que apretaban como tenazas y se hundían en la carne como jarcias. Su cabellera rubia, ya deshecha, le caía por los hombros en desorden. Magda apretó entre sus manos una de aquellas trenzas ultrajadas, y llevándola a su boca, la mordió con rabia: en ella se estrellaban los sollozos y las quejas y las súplicas, que no encontrando franca la salida, retrocedían al corazón avergonzadas. Entretanto, sonaban pasos en los corredores, se oían voces…

—¡Magda! ¡Magda!

La carretela de camino, ya dispuesta, paseaba por el patio del hotel. Una falda de seda crujió en las losas del pasillo; una mano movió el picaporte de la mampara para abrirla…

—¡No se puede! ¡No se puede! —gritó Magda, desesperada.

—Soy yo: Eugenia; te concedemos quince minutos más de espera, perezosa.

Provot soltó por fin el brazo de la desgraciada y le indicó imperiosamente que se levantase.

—Vístete ya: te esperan.

Magda, alzándose altiva, señaló la puerta. Tomó el justiciero insultador su enorme fieltro de alas anchas, y sin decir palabra más, salió del aposento. Al verse sola, Magda dejó caer su cuerpo como una cosa muerta; flojos ya sus músculos no tenía vigor para permanecer de pie; afuera sonaban voces, gritos, ruidos de carruaje, risas y latigazos; nada oía: de rodillas y junto del humilde catre, mordía con ansia las sobrecamas y las colchas para que no se percibiera en el hotel el rumor de su llanto y sus sollozos. Sólo dos veces había llorado así: una el día del entierro de su madre, y otra, ahora. Pero, entonces, la afrenta no enrojecía su rostro, ni lastimaban su precioso cuerpo los verdugones que le habían levantado las monedas; lloraba sin blasfemias y sin imprecaciones, desarmada contra los rayos de Dios y la inflexible lógica de los sucesos naturales; pero en esos momentos de suprema vergüenza y de suprema rabia, el llanto le quemaba el rostro como un chorro de vitriolo; no era Dios quien la hería con su Brazo Omnipotente: era un hombre. De pronto, Magda, haciendo un esfuerzo, logró levantarse; hundió su cara, su cabeza, sus rizos y su cutis en una palangana llena de agua helada; alisó con el peine sus cabellos; se arrancó la bata en jirones, y sin llamar a la camarera, echó sobre sus hombros un lujoso traje. Momentos después hallábase en el comedor.

La mañana, con esa insoportable indiferencia de la Naturaleza, reía, como una colegiala endomingada, en los cristales de colores y en los viejos muebles. Pasaba el Sol su enorme peine de oro por el follaje verde de los árboles. Se oía el gorjeo de algunos pájaros y la risa de Eugenia. Los ángeles habían puesto una corona de rocío en las flores y un poco de amor en los corazones. Los mandiles de los mozos parecían más blancos, y hasta las grandes telarañas que enredaban sus hilos en las puertas, heridas por el Sol, se perfilaban en el aire como alambres de oro. En esa atmósfera de fiesta se dilataban los sonidos con alegres ecos, y las olas del mar, lamiendo blandamente las rocas esponjosas de la playa, murmuraban palabras amorosas.

Eugenia, vestida ya y dispuesta para la proyectada caminata, daba el último sorbo a su pequeña taza de café, en el comedor. Al ver a Magda la estrechó en sus brazos, y riendo como una loca, le enseñó la taza. Era graciosa y diminuta, de paredes delgadas, color de rosa y transparentes, como obleas de porcelana. En la orilla tenía una lista de oro, y en el fondo, dispuesto adrede para sorprender a los que apuran el moka o el thé perla hasta consumir el último trago, un diablo de grandes cuernos y uñas largas mostraba, sonriendo, sus pupilas de lumbre y sus enormes dientes afilados.

IV. Empieza el dúo

Para amar verdaderamente, sólo faltaba a Magda una cosa más: el sufrimiento. Ya sufría, esto es, ya amaba. Sufrir es elevarse; por eso Dios ha puesto su eterna bienaventuranza al término de una vía dolorosa. Para llegar a conocer los grandes goces del amor, necesitan las almas sentir la ruda iniciación de la amargura. Todos sus amoríos pasados habían tenido ese carácter frívolo y pecaminoso de los bastidores: encuentros fortuitos de dos naturalezas y de dos caprichos, choques de ambiciones, cambios de necesidades. Del amor Magda no conocía más que la escala descendente: las noches de carnaval, las bujías pálidas, las flores pisoteadas y las ojeras violáceas del insomnio. Era para ella como un antiguo caserón, de cuyas piezas no conocía más que la bodega y la cocina. Había bajado al subterráneo, oscuro y húmedo, todo lleno de barricas polvosas y botellas sucias. Pero el salón de honor, colgado de damascos y de brocados, con su tallada sillería de ancho respaldo, sus lienzos de Velázquez y su redonda mesa de ébano; el parque, poblado de mariposas y de pájaros, con sus graciosas jaulas de oro en donde abrían su cola de iris los faisanes, y traveseaban aves escarlatas; la alcoba señorial, tendida de terciopelo azul y blanco, le eran desconocidos. De ese gran ser, mitad demonio, mitad ángel, no había visto más que las risas que condenan y no las lágrimas que salvan.

Entraba, pues, a un mundo enteramente nuevo, con sorpresas de viajero y gritos de chicuela. ¿Por qué no había observado más temprano esa faz luminosa de la vida? Para verla, necesitó apartarse de los grandes círculos, de las atmósferas viciadas; oír más de cerca las elocuentes voces de la Naturaleza; hacerse pequeñuela, como las almas para entrar al Cielo. Amor es una revelación de lo infinito: por eso vive en el silencio bucólico del campo y en la quietud de las tranquilas heredades. Los ermitaños, para ver mejor a Dios, buscan abrigo en la grieta desierta de algún monte, lejos de los hombres.

Para que el alma nueva no se fatigue pronto de la Tierra, y se acostumbre suavemente a la dura faena de la vida, Dios ha puesto, piadoso, junto a cada cuna, la proyección de un ángel: el alma de la madre. Así los niños se creen más próximos al Cielo y menos cerca de la Tierra. Después, la madre es la suprema iniciadora de las grandes cosas. Como la ciencia es necesaria, quiso el Cielo poner, junto a la vida que comienza, la vida que se acaba; junto a quien todo ignora, quien lo sabe todo. La madre enseña a deletrear en el espíritu. ¡Qué más! Jesús, con ser hijo de Dios, necesitó el cariño de una madre, y no quiso ser huérfano.

Quitad al niño algún sentido desde el primer minuto de su vida, pues le habéis quitado todo un orden de ideas en el entendimiento. Quitadle el santo amparo de la madre, pues le habéis quitado todo un linaje de virtudes en el corazón.

Lo alcanzará después, acaso, pero la iniciación habrá sido más larga, sin remedio. Magda, que de la madre sólo había visto el mal ejemplo, estaba ante el amor y la virtud como el rapaz que hojea algún libro sin haber estudiado el alfabeto. Eran para ella como la noción de los colores para un ciego de nacimiento.

En todo espíritu, aun en el más gastado, puede encontrarse una virginidad. Cada alma es como un libro que no tiene todas las páginas abiertas. Esa virginidad, en la Lucrecia Borgia de la leyenda florentina, es el amor de madre. El corazón es a manera de una casa que tiene muchos locatarios: todos suben por la misma escalera y transitan por los mismos corredores. Algunos se conocen, otros saludan, muchos no se han visto nunca. Éste, que vive enfermo y paralítico, pasa los meses y los años amarrado a su gran sitial de cuero. Aquél, que acaba de nacer, duerme en la cuna. Que estalle algún incendio, que peligren las vidas de aquellos pobres seres perdidos en una gran colmena humana, y todos salen: arrastrándose, el viejo; el niño, en brazos, pero todos salen. Los sentimientos viven así en el corazón: algunos atrofiados, recién nacidos, otros. Cuando llega el minuto supremo de la crisis, todos aparecen: algunos duermen como si estuvieran muertos; pesa sobre ellos una enorme lápida, pero, a guisa de epitafio, en ese mármol fúnebre hay una inscripción que dice: ¡Resucitará! ¡Resurrexit!

En el alma de Magda había una virginidad: la del amor. Sus alas de mariposa habían perdido, con el contacto de los hombres, el polvillo dorado, las moléculas rojas y los átomos azules, pero eran alas todavía, y toda ala puede llevar al Cielo. Magda miraba dentro de su corazón nuevas figuras que no había visto nunca. Era el amor un amor imperfecto, pero amor al fin. Los niños no vienen al mundo hablando y discurriendo. Era un amor recién nacido, que asomando los rizos rubios, las pupilas azul cielo y la pálida frente de camelia, decía en voz baja: «¡Aquí estoy!».

Y como Amor es el gran hechicero y el supremo encantador, Magda, no obstante las recientes luchas, no obstante su amargura, veía las cosas todas a través de una lente que todo lo teñía con un vago matiz color de cielo. La victoria, ligera, atravesaba los collados verdes, y crujía ásperamente al encajar sus ruedas en los desnudos arenales.

Madame Lemercier hablaba con Provot de enfermedades y de achaques; Eugenia sonreía al lado de Magda, y Raúl, a caballo, galopando para marchar al mismo paso que el carruaje, iba altivo y gallardo junto a la portezuela. Algunas cabras de vellón inmaculado triscaban en las rocas. ¡Así corrían y traveseaban las ideas alegres en el cerebro de Magda!

Callada y pensativa, repasaba en la memoria todos los varios incidentes de su vida en Aguas Claras. Primero, las humillaciones de su amor propio, sus congojas de coqueta al pensar que Raúl no la quería. ¿No estaba siempre austero, huraño y mudo al encontrarla? Su mano varonil tocaba apenas el delicado cutis de la suya. Le hablaba poco, con señalada indiferencia y cortesía. No; no la amaba. Algunas veces, al entrar por la noche en su mezquina habitación, desesperando de vencer esa esquivez, se había puesto con ansia frente del espejo, diciendo, para sus adentros: «¡Veamos! ¿Soy o no soy bonita?».

Acostumbrada a encadenar las voluntades, aquella rebeldía la impacientaba y, sin embargo, Raúl, a pesar de las apariencias, la quería. Lo adivinaba con su instinto seguro de mujer, y las ingenuas confidencias de su amiga acababan de patentizar la secreta existencia de ese afecto. Todas las circunstancias que antes hubiera desechado por insignificantes, tomaban cuerpo en su imaginación, como testigos cuyas declaraciones demostraban, sin dar lugar a duda, el amor taciturno de Raúl. Y tan absorta en tales pensamientos iba Magda, que hablaba maquinalmente sin fijarse en las palabras, tanto, que al preguntarle Eugenia:

—¿Cuál flor te gusta más?

Contestó:

—Un sombrero Niniche y un traje crema.

¡Hermoso día aquél! El canto de los gallos en los corrales comarcanos parecía más vibrante y más agudo. Los mastines, inquietos, ladraban al ver pasar la carretela, y los niños, saliendo de los ruinosos caseríos, seguían con ojos asombrados la marcha del carruaje que caminaba envuelto en una gran nube de polvo. Por fin, llegaron los viajeros al sitio designado para el frugal almuerzo. Los criados bajaron del carruaje grandes canastos con provisiones abundantes, y extendieron sobre la yerba verde, y dura, un mantel blanco. Las botellas de Saint Julien y de Médoc erguían su cuello corto levantando la tapa del canasto, en cuyo fondo, heridas por la luz, brillaban vasijas de plaqué y grandes latas de pescados y conservas. Un sano olor a queso fresco y pan caliente salía de aquellas cestas campesinas; la sombra de los árboles bajaba fresca y protectora sobre el gran mantel, en donde se alineaban, dispuestos para el combate venidero, los vasos transparentes, los platos ordinarios con su paisaje azul y sus ribetes rojos, la hoja lustrosa de los cuchillos y los agudos dientes del acerado tenedor. Un perro flaco, deserto de alguna granja no lejana, miraba con envidia los preparativos de aquella solemne orgía campestre.

Ínterin el almuerzo se servía, Magda, Eugenia y Raúl soltaron a correr por la campiña. Madame Lemercier sacó de su bolsa una bola de estambre, un gancho de marfil y unas tijeras. Provot, poco seguro de sus piernas y mal traído por la gota, quedó en compañía de la buena anciana.

—¡Gracias a Dios que estamos solos! —dijo la madre de Raúl—. Ya ha mucho tiempo que quiero hablar a usted muy seriamente.

Provot tembló de pies a cabeza, y sorbiendo una toma de rapé, repuso:

—Hablemos, pues, señora.

—¿Por qué no se ha casado usted?

—Señora… porque no he tenido tiempo.

—Y sin embargo, el deber, severo e inflexible, prescribía a usted la urgente necesidad del matrimonio. Tiene usted una sobrina, que, huérfana desde su temprana edad, necesitaba los cuidados de una mujer, de una segunda madre… No me replique usted… Los hombres son insuficientes para educar el corazón.

—Es cierto, pero…

—No hay pero que valga. ¿Qué es lo que ustedes saben? Despilfarrar dinero a manos llenas; pagar ayas y maestros que sirven de seguro para el aprendizaje de los idiomas y del piano, pero que son de todo punto incompetentes para imbuir sanas doctrinas y preceptos prácticos.

—Yo diré a usted, señora…

—No me diga usted nada. Ya sé que los solteros, y sobre todo los solteros parisienses, tienen antipatía cordial al santo estado. ¿Casarse?, ¿para qué? Lo que ustedes buscan es la casa sin familia, la mujer sin la esposa y sin la madre, el matrimonio sin sus peligros y el hogar sin la cocina. Pues bien: siempre se encuentra algún buen hombre que os prepara todo eso: una mujer bonita, una vivienda fresca, magníficos tapices y comida inmejorable. Toma usted entonces sus guantes de color y se presenta. Todos le aguardan con ahínco. El marido, que bosteza examinando la marcha del minutero en su reloj, le ofrece un buen asiento; la mujer, que moría de tedio, le sonríe. Huye el marido libertado por usted, y vuelve precisamente a la hora necesaria para librar a usted de una conversación sobradamente prolongada. Él hace la felicidad de usted, y usted hace la de él; la señora se encarga de los dos. ¿Qué más? He aquí por cuál camino, siendo el más independiente de los maridos, es usted el más arreglado y feliz de los solteros.

—Exactamente —dijo Provot, perplejo y sin saber lo que decía.

—Pues bien, esa conducta es criminal. Permítame que emplee con usted una franqueza semejante. Mis años, mi experiencia y la simpatía que ustedes me inspiran, me autorizan para ello. Usted tiene la estricta obligación de educar bien a su sobrina. Es buena, de excelente natural, dócil y franca; pero, vuelvo a pedir perdón por mi franqueza, yo he notado en su compostura, en sus palabras y en sus trajes, cosas que sientan mal en una señorita. ¿Qué entiende un hombre de perendengues y de trapos?, ¿cómo puede saber si éste o aquél color es conveniente para el vestido de una niña? El hecho es que, en absoluto, tales detalles tienen poquísima importancia: se puede llevar un loro de Canarias en el gorro, un vestido escarlata, capota azul y guantes verdes, sin dejar por ello de ser una mujer perfectamente honrada. Pero, conforme a las convenciones mundanas, todo tiene su importancia. La joven debe solicitar un guía prudente que la encamine hasta en la elección de sus vestidos. Si todo lo hace sola, se vestirá como una bailarina o como un perro sabio. El caso presente está muy lejos de llegar a semejante extremidad. Magda viste elegantemente, con demasiada elegancia.

—Así lo creo.

—Usa blondas y encajes… ¡magníficos encajes! Ayer llevaba un fichú espléndido, de punto de Inglaterra; plumas, sedas, todo un mundo de adornos. Una joven debe vestir con más sencillez; tener el continente reposado de una señorita…

—De una señorita… con efecto —dijo Provot, inclinándose.

—No se enfade usted; si yo no sintiera una profunda simpatía, si Magda y usted me fueran indiferentes, no hubiera hablado de este modo. En fin, yo creo que entre mamás…

—¿Mamás?…

—¿No es usted, en cierto modo, la mamá de Magda? Vamos a ver: ¿cuánto apostamos a que ha leído dramas o novelas?

—Con efecto…

—¿Lo ve usted, hombre de Dios? Ya yo extrañaba oír en boca de una señorita recogida frases y palabras que disuenan muchísimo, muchísimo. Ayer, sin ir más lejos, la oí cantar una aria poco edificante de La gran duquesa. Muy mal hecho. Las niñas no deben leer novelas, con exclusión de aquellas que haya aprobado el arzobispo. Ahora comprendo por qué he advertido en ella ciertos romanticismos de mal género. Estoy segura de que se le ha metido en la cabeza la historia de algún héroe imaginario. ¿Qué haría usted si mañana se dejara robar por un barbero, deseosa de poner en práctica las aventuras imposibles de una novela mal zurcida?

—Con efecto… una ocurrencia semejante…

—¡Chist… ya están aquí!

Venían a tiempo. El diálogo emprendido iba siendo absolutamente insoportable. Provot sudaba la gota gorda. Aquel examen de conciencia, tan fuera de camino y tan extemporáneo, le parecía ridículo en extremo. A haber tenido a mano algún espejo, hubiera examinado con atención su propia cara, para cerciorarse de si tenía en efecto el aire bonachón de un tío completo. Magda volvía contenta y despejada. Sus mejillas estaban rojas, rojas, como dos pétalos de rosa caídos sobre una taza crema. Raúl le daba el brazo. Eugenia, adrede, se había atrasado un poco para dar ocasión a una amorosa confidencia; les decía sonriendo:

—¡Así!, ¡juntos!, ¡muy bien!, ¡como dos novios!

¡Como dos novios, sí! Pero ¿por qué Raúl no abría sus labios? Su brazo temblaba ligeramente. Magda lo sentía, como siente el niño el aleteo del pájaro impaciente que aprisiona entre sus manos. Mas ¿convenía acaso que hablara? Magda titubeaba sin saber qué podía esperar o qué debía temer. Durante la comida estuvo triste. La alegría de Eugenia, rompiendo en carcajadas armoniosas, sonaba en sus oídos como los sones de la música en la pieza donde velan un cadáver. A medida que estaba cerca de Provot, volaban sus pensamientos de ventura, como las palomas cuando columbran las alas del gavilán. Y sin embargo, la pobre enamorada habría querido detener aquel día que se escapaba a toda prisa, a modo del amante que toma apretadamente entre sus manos la perfumada falda de su novia, para impedirle que se vaya a la hora en que debe terminarse la entrevista. ¡Acaso aquel día era el último que pasaba junto a Raúl! ¿Por qué no había de amarle? Algunas horas más de engaño, ¿qué importaban? Al día siguiente arrancaría de su memoria los dulces recuerdos de esa temporada; arrojaría a los lodos de la calle esa blanca corona de azahares inocentes que había ceñido sus sienes por un breve rato. Después de todo, ya estaba acostumbrada a esas bruscas caídas de telón, ¿no era una comedianta? Pues bien, la campanilla del apuntador marcaba el fin del acto; las señoras comenzaban a ponerse sus abrigos de pieles en los palcos y los hombres encendían sus tabacos en el patio; un minuto más y la comedia concluía; era urgente, sin duda, aprovechar ese minuto.

Al terminar los postres, Provot indicó la conveniencia del regreso. Gruesas nubes se amontonaban en el cielo, y algunas aves asustadas volaban a flor de tierra, husmeando la tormenta. El aire soplaba húmedo, y los tumbos del mar, lejanos, pero perfectamente perceptibles, subían en un crescendo formidable. Los criados recogieron precipitadamente en el canasto todos los restos del banquete; la pequeña caravana se puso en marcha. A poco andar, gruesos goterones, cayendo violentamente sobre la tierra seca y árida, iniciaron la sinfonía sonora del chubasco. Faltaba todavía un gran trecho del camino, y la […]

V. Monólogo de Magda

[…] ventura eterna de tu amante. Le ciñes amorosamente con los brazos, para que no advierta cómo le vas aproximando a la orilla de la barranca, para arrojarle al precipicio. Y además, eres tonta. No comprendes que cuando llegue el día de la verdad —y ese día llega siempre—, todo su amor se trocará en vergüenza, en odio inextinguible e infinito. Pues qué, ¿se ultraja impunemente la honra?, ¿se burla así la santidad del matrimonio? ¡Falso! ¡Falso! Tú le habrás hecho eternamente desgraciado; no podrá ya gozar las dichas castas del amor; le habrás quitado hasta el derecho de tener hijos; pero, cuando conozca tu vileza, llamará a sus lacayos para que te pisen, y te dirá, como Otelo a Desdémona: «De rodillas, prostituta».

Magda lloraba mordiendo sus enormes trenzas rubias, desgarrando con las inquietas manos el pañuelo. ¿Qué iba a hacer? En ese instante su alma podía ser comparada al niño huérfano que la madre suicida abandonó en la plaza pública. ¿Adónde va?, los transeúntes le interrogan, pero él no sabe dar las señas de su casa. Llora mucho, vuelve hacia todas partes la mirada suplicante, y no se atreve a pasar de una acera a otra, por temor de que un coche le atropelle.

Los recios tumbos de la mar llegaban a los oídos de Magda y le decían: «¡Ven!, ¡te esperamos!». ¿Tendrían razón las voces del abismo? El pensamiento de la muerte proyectó su negra sombra, pero no odio. Raúl dirá: «¡Me amaba mucho, no era digna de mi cariño, y se mató! ¡Yo la habría amado!». No más congojas, no más zozobras, no más sobresaltos. ¡Mucho frío!… ¡Mucha sombra!… ¡Mucho olvido!… Primero, las angustias de esta vida pegajosa que no quiere dejarnos y que se ase furiosamente de nosotros; las ideas que dan vuelta al cerebro como si el resorte que las regula se rompiera; el peso de una lápida en el pecho; algo que se nos va encajando, a un tiempo mismo, en todo el cuerpo, y luego, mucha calma, mucho silencio, mucha oscuridad… un sueño largo, que dura, ¡dura mucho y no se acaba! ¡Eso es! ¡Eso es! La muerte lava y purifica todo. Pero ¿qué muerte es la mejor?, ¿un puñal?, ¡ah, no, no!… Me faltaría valor para encajármelo en el pecho; ¡no podría! ¿El veneno? ¡Tampoco!, los venenos abrasan las entrañas, van quitando la vida a pedacitos. ¡Yo quiero morir toda de una vez! Acaso, acaso, me arrepentiría de haberme envenenado, cuando no hubiera ya remedio, y eso… ¡sería horrible! ¡No, no quiero, no quiero oír los pasos de la Muerte! Si apoyara en mi sien el cañón de una pistola y tirara ligeramente del gatillo… ¿qué se siente cuando la bala rompe el cráneo? Los huesos saltarán hechos pedazos, como si la cabeza reventara. ¡Qué suplicio, Dios mío! No, yo no quiero que mi cadáver quede enrojecido con la sangre, ni deforme. Quiero ser bella hasta después de muerta. Si él me viera despedazada y cubierta de sangre, dejaría de amarme. No, mejor será morir ahogada. ¡El mar! ¡Qué helado debe estar su seno! ¡Y qué oscuro que es! ¡Los tiburones abrirán sus bocas horribles para devorarme, y el cuerpo mío no descansará en tierra bendita! ¡No, yo no quiero morir! ¿Qué habrá después de la muerte? ¡Dios castiga a los suicidas! Y mi cuerpo, mi pobrecito cuerpo se irá cayendo a pedazos, como un traje viejo. Me dejarán sola en el cementerio, rodeada de cadáveres… Los gusanos morderán mis brazos y mi cara y mi cuello. ¡Qué horribles son los esqueletos!… ¡No, Dios mío, yo no quiero morir! ¡No, no lo quiero!

Y las voces misteriosísimas, partiendo de todos los resquicios y rincones, se embrollaban y confundían como las voces de los niños que salen tumultuosamente de la escuela:

—¿Morir tú?… —decían unas—. Pero, loca, ¿para eso cuidaste con esmero tan grande el cuerpo blanco y los cabellos rubios? No has querido que el sol manche tu cutis ni que el trabajo deforme tus manos. Has sido esclava de tu belleza: la rodeaste de sedas y de blondas, como decora la mujer piadosa el altar en que está su imagen favorita. ¿Y para qué?, ¿necesita un cuidado tan escrupuloso la prometida del gusano? El novio hediondo te espera en la oscuridad del ataúd: ¡ésa es tu alcoba nupcial! Tu blanco traje de novia caerá a tus pies, como la nieve que cubre los árboles cuando el Sol la derrite con sus besos. De esos rizos, perfumados de amor, se agarrarán, con sus tentáculos velludos, los gusanos; morderán esos brazos blancos y torneados, hasta dejar limpia de carne la canilla, como el perro hambriento deja los huesos que le arrojan para que los roa. ¡No más belleza, no más triunfos, no más amor! Otros cuerpos se adornarán con tus encajes y tus blondas, y nadie recordará a la pobre comedianta que brilló, como los cohetes de luz, para perderse luego en los abismos infinitos de la noche. Estarás sola en la tumba, porque no te acompañarán las oraciones; ¡estarás fría, porque no te calentarán las lágrimas!

Las olas del mar, lamiendo las arenas de la playa, le decían:

—Ven: nosotras tenemos el consuelo. Aquí se olvida.

—Ven —le gritaba un genio de la mar— ven pronto a mi palacio: sus paredes son de conchas tornasoles, y sus columnas, de perlas amasadas; los muebles están hechos de coral, y en los arcones guardo todo el oro de los barcos sumergidos. Juntos veremos, asomados a las ventanas de diamante, el vientre de los peces, que espejea herido por la luz, y la estela que dibujan los buques por la noche. La ballena monstruosa nos servirá de embarcación para recorrer nuestros dominios, y verás cómo se traban pugnas y batallas entre los habitantes de mi imperio submarino. Ven, ya la esponja nos contempla con sus mil ojuelos, y las sardinas de plata culebrean a flor de agua. Ven a ver los palacios de la Luna, que serán tuyos, si lo quieres. La diosa de las noches hunde su cuerpo blanco en el océano; todo se ilumina y resplandece en el palacio de las aguas, las escamas del pez parecen hojas superpuestas de oro y plata; los enormes racimos de corales están casi tan rojos como tus labios, y la perla, entreabriendo su preciosa concha nácar, asoma su pequeña cabecita, y con sus ojos diminutos, como la punta de una aguja, invisible para los seres inferiores, te contempla. Ven, te daré mi tridente de marfil con dientes de oro, y haré que te arrulle un coro de sirenas. Los caballos marinos, que tirarán de tu concha tornasol cuando vayas de paseo, te esperan impacientes. La ondina clava en nosotros sus pupilas verdes. Ven, de cada gota de agua haré un brillante para tu cabello, y de cada coral, una gota de sangre para tus venas.

—Así llamaban las sirenas a sus víctimas. No escuches esa voz engañadora. Vuelve al mundo, triunfa, goza, apura hasta las heces el ánfora pulida del champagne: eso es vivir. Tu música es el timbre agudo de las copas que chocan y se rompen; el ruido de los platos en la mesa y el rumor de los besos en los labios. Deja las sombras a la noche y las tempestades al océano. Si quieres olvidar, toma la copa en cuyo fondo levanta su escarlata adormidera el sueño. Las bujías no pavesean aún en los candelabros de plata cincelada, y los espejos reflejan tu hermosura soberana. Tienes derecho a la riqueza y a la felicidad porque eres bella. Ve a la alcoba en donde Raúl sueña contigo, y dile: «Te engañé, pero te amo. Hunde tus manos en mi cabellera y desata los lazos de mi traje. No te daré ese tibio amor con que soñabas, pero sí te daré la pasión agitada que devora como el incendio y, también como los incendios, resplandece. Vivirás como la salamandra: entre las llamas. Derrochemos en pocos días el capital de amor que hemos atesorado. ¡Ama! ¡Goza! ¡Soy tuya!».

La voz de la tentación vibraba en los oídos de Magda, como un repique en Sábado de Gloria. Resurrexit! Su boca se entreabría para respirar el perfumado ambiente de la alcoba. Le parecía que todas las tinieblas huían acobardadas, como huyen las sombras de la antecámara, cuando descorren los lacayos la cortina que da al salón iluminado por enormes candelabros. Se levantó impaciente; abrió la tapa del baúl arrinconado, y puesta de rodillas en el suelo, hundió sus manos ágiles entre ondas de seda y estalactitas de brillantes. Los trajes iban saliendo del baúl y derramándose en la alfombra vieja, como si la mano de un travieso duende los revolviera y empujara. Las flores salían ajadas y las sedas, rotas. Magda arrojaba lejos del baúl trajes y flores, diciendo a veces con inquietud nerviosa: «¡No, éste no! ¡Quiero estar bella, bella como nunca!». De repente, se levantó, arrastrando la falda de un traje blanco, que colgado de su brazo, crujía rozando el suelo. Llegó frente al tocador y se detuvo; dos cabos de bujía, puestos en arandelas de madera, ardieron a los lados del espejo. Magda arrancó, con manos impacientes, el humilde vestido que llevaba y se envolvió en las blancas ondas de aquel suntuoso traje de tertulia. ¡Qué hermosa estaba así! Brillaban sus tersos hombros descubiertos, como si fueran de marfil torneado. Su espalda blanca parecía formada con micas de mármol color de rosa y las trenzas deshechas derramaban sus largos hilos de oro por aquella divina superficie. ¡Así brotó Anfitrite de los palacios húmedos del mar! Rico collar de perlas se enredaba en su garganta, tembloroso de pasión, y dos hermosos brazaletes de oro, apretando, como la mano de un amante, las muñecas recortaban sus brazos escultóricos; Magda entreabría sus labios sonriendo, y el espejo brillaba, herido por la luz, como las pupilas de los viejos que espiaron el baño de Susana.

—Soy hermosa —pensaba—. ¡Y sospeché que podría resistirme! ¡Necia de mí! Entraré de puntillas a su cuarto, cubierta como las mujeres del harem, y, poniendo la mano sobre su frente, le diré: «¡Despierta! Soñabas conmigo; me veías cruzar entre las olas negras de tu sueño como un cisne blanco. Pues aquí estoy; aquí me tienes; vengo a amarte. Yo no soy el amor: soy la pasión. Despierta y ama».

Magda cubrió sus hombros blancos y torneados con una espesa cachemira; tomó la palmatoria, y, cubriendo la luz de la bujía con una mano, aventuró sus pasos por el corredor. Su corpiño se alzaba y deprimía, como si tuviera presas dos palomas. La oscuridad era profunda, y el rayo escarlata de la vela, iluminando la cara de Magda, semejaba un reflejo del Infierno. Oíase el ruido de su crujiente falda de seda. A cada paso se detenía convulsa, y conteniendo la respiración, escuchaba los vagos rumores de la noche. Parecía un ángel cerca del Infierno.

Un paso más y todo terminaba. Ya estaba junto a la puerta de Raúl: con tocarla, con voltear el picaporte nada más, cambiaba el rumbo de su vida. Pero Magda no tocaba: de pie junto a la puerta, rebujada en los anchos pliegues de su preciosa cachemira, con la palmatoria en la mano, palpitante el corazón, reflexionaba: ¿Qué iba a hacer? El viento húmedo y frío que soplaba en los corredores calmó un tanto su fiebre. ¿Qué iba a hacer? Tras los maderos cerrados de aquella puerta dormía un hombre, que soñaba con ella y la veía a la luz opalina del hogar. Para él era casta, era honrada, era pura. Para él, sus rojos labios no habían sentido nunca la opresión de otra boca ardorosa. Y soñaba con ella, la veía cubierta con una blanca vestidura, como Dante miró a su Beatriz en el Paraíso. Un momento más y la decoración cambiaba por completo. La mujer del templo se convertía en la mujer de la calle. La virgen se decoraba con los arreos de la cortesana, y, entrando a la alcoba, santificada por los sueños buenos, le decía: «Baja del cielo azul, porque no estoy allí: búscame en el lodo». ¡Qué horrible transmutación! ¡Así bajó Luzbel del Cielo! Raúl tal vez la arrojaría lejos de sí con miedo y asco. «¡Mentira! ¡No eres tú! —contestaría—. Yo soñaba con una alondra y, al despertar, miro ceñida mi cintura por el cuerpo escamoso de una víbora. No puedo besarte, porque no hay en tu cuerpo parte alguna que no esté profanada por los besos de otros; vete lejos de mí; no te conozco».

Magda escuchaba esas durísimas palabras y, con la mano puesta ya en el picaporte, no se atrevía a voltearlo. Le faltaban las fuerzas; sentía el zumbar de mil abejas dentro de sus oídos; bajó los ojos, vio la blancura deslumbrante de su seno, y tuvo vergüenza de su desnudez; quiso correr, y un soplo de aire helado apagó la bujía que llevaba en la mano… Entonces tuvo miedo: las sombras le dirigían imprecaciones, y las olas del mar, rompiéndose en la playa, gritábanle:

—¡Prostituta! ¡Prostituta!

Y Magda echó a correr desesperada, como loca. Entró de nuevo a su alcoba, toda llena de trajes esparcidos y de pomos rotos. Volvióse a ver en el espejo, y, tomando con ira los frascos de pomadas y de esencias, los arrojó sobre la blanca luna, que, partida en mil pedazos, parecía un pedazo de papel de plata arañado por un gato.

—¡Toma! ¡Toma! ¡Liviana! ¡Prostituta! ¡Maldita sea la hermosura que te ha perdido! ¡Sí! ¡Maldita sea!

Y los frascos volaban a estrellarse en el espejo, hasta que Magda, pálida como un cadáver, cayó inerte sobre el suelo. La bujía, paveseando en la arandela, la miraba como la azul pupila de un niño agonizante. El viento se quejaba en los angostos corredores. En ese instante amanecía.

VI. Al despertar

Al día siguiente, las primeras claridades del alba encontraron a Magda desmayada en su alcoba. Afuera comenzaba el rumor turbulento de la vida. Por la abierta ventana llegaban los rumores de las olas, el gorjeo de los pájaros y la risa de Eugenia. Magda se levantó, ya más serena, vióse en el espejo, y los dos círculos violeta que rodeaban sus pupilas le infundieron pavor. El pensamiento de la muerte la aterraba. En otras ocasiones habría visto sin miedo el pálido espectro de la diosa que arrebata seres a la vida. Pero en aquel momento, su corazón vibraba como un arpa eolia, herida por los aires encontrados. ¿Qué iba a hacer?

Acosada por estos pensamientos, triste y silenciosa, bajó al jardín. Ninguno paseaba por las enarenadas avenidas, semejantes a las de un parque inglés. Todo callaba, menos el agua que bullía en la fuente, los pájaros entre la fronda de los árboles, y la retozona voz de Eugenia en el pequeño camarín, cuya ventana estaba abierta. El chubasco de la noche anterior había refrescado la atmósfera y humedecido el musgo. Las gotas de agua se evaporaban en el cáliz de las flores, y los insectos morían ahogados en un pétalo de rosa. El cielo estaba azul y limpio, «como si los ángeles lo hubieran lavado por la mañana».

El aire, soplando como el abanico de una hada, se llevaba en sus alas las últimas gotas de la lluvia y los pensamientos tristes de Magda. Ya estaba más serena, más tranquila. Ante el sublime cuadro de la mañana, las tristezas huían despavoridas, como tinieblas que sorprende la luz del alba. De improviso, al torcer por una calleja, se encontró cara a cara con Raúl. También Raúl había dejado el lecho muy temprano. Los enamorados sueñan mucho, pero duermen poco.

Los dos novios no se hablaron. Sus labios torpes no habrían podido pronunciar una palabra. Pero, mirándose, con las manos juntas, se dirigieron a una de las bancas que había en lo más espeso del jardín.

—¿Me amas? —dijo Raúl.

Magda bajó los ojos y murmuró muy quedo:

—Sí…

—Dime si no me engañas; yo no quiero que finjas; háblame, como si le hablaras a Dios desde el confesionario, o como le hablarías a tu madre si viviera. Nunca he querido: soy como esas islas que se levantan en mitad del océano y que ninguna planta humana ha pisado jamás. Dios quiso que guardara para ti toda esta fuerza inmensa de pasión, que no cabe en mi alma y que por eso quiere ir a la tuya. Dime si me amas. No me engañes. Me considero en este instante como el niño que comienza a hablar y que quisiera decirlo todo en una frase. El amor es para mí una tierra virgen. Yo sabía que alguna vez había de visitarla, pero en la oscuridad y en el silencio de mi alma te aguardaba. Tu amor se enseñorea de mí: ya nada tengo mío, ni voluntad ni pensamiento: ¡todo es tuyo!

Magda lloraba sin acertar a responder una palabra.

—¿Por qué lloras?, no te cubras los ojos; deja que los mire. ¿No me amas?

Raúl, ciñendo con su brazo la cintura de Magda, le dio un beso en los labios. Ella no hizo el menor movimiento de sorpresa.

¿La habrán besado otros amantes? —pensó él—, ¿por qué no se defiende?, ¿por qué permite que la bese?

—Magda, óyeme. Jura por la memoria de tu madre que vas a decirme la verdad, toda la verdad ¿Has amado otra vez?, ¿te ha besado alguien como yo te beso? ¡Ah!, dímelo, por Dios, dímelo pronto, que ya me van faltando fuerzas para oírlo.

—No; mienten; me calumnian; es mentira; yo sólo te he querido a ti; ¡nomás a ti!

—¿Por qué te exaltas y hablas de calumnias?, ¿hay alguno quizá que se crea con derecho a deshonrarte? Pues, si eres inocente, nada temas. Dime quién es y yo le haré callar eternamente Pero ¡no quieres descubrir tus ojos!… Deja que los mire para que lea en ellos la verdad.

—Tú dices que me amas y sospechas de mí… ¡Qué pobre amor es el tuyo! Si no crees, tampoco amas. ¡Vete, vete!

Raúl tomó entre sus manos las de Magda y le besó los párpados.

—Perdóname. Tengo la avaricia de la pasión, y todo me acobarda. Necesito creer en ti y por eso creo. ¡Sería el engaño tan horrible!… Hoy mismo hablaré a tu tío y a mi madre.

—¡Ah, no! ¡Todavía no!

—Yo soy ahora quien dice con justicia que no es amado como debe serlo. Basta una palabra para asegurar nuestra mutua felicidad, y me dices que calle. Yo respondo de la aquiescencia de mi madre. Tu tío hará lo que tú quieras. Ya hemos visto cómo satisface tus menores caprichos. Y después, ¿qué razón podría alegar para negarme tu mano? Vivirá con nosotros, si lo quiere. Bien sé que le sería muy triste separarse de ti. Pues bien, ¿por qué no ha de quedarse en nuestra casa? Deja que hoy mismo hable con él: yo respondo de todo.

—No, Raúl, no le conoces. Tengo la certidumbre de que se opondrá tercamente a nuestros deseos. No quiere que me case. Si tú le hablas, mañana mismo me arrebata de tu lado. Deja que yo le hable y le convenza poco a poco. No quiero darle el menor disgusto. ¡Es tan bueno conmigo!

—¿Y si a la fin y postre se encapricha en no ceder?, ¿te faltará valor para seguirme amando aunque él no quiera?

—No; te lo juro. Yo confío en disipar sus prevenciones y conseguir su consentimiento. Mas, si no fuera así, dentro de un año, aunque la Tierra toda se opusiera, sería tuya. Deja pasar una semana, quince días; ten paciencia por mí. Yo allanaré el camino. Ya verás cómo, a fuerza de cariño, logro vencer su resistencia. Déjalo a mi cuidado solamente. Cree y espera.

A poco rato, los novios se despidieron dándose un beso apasionado. Magda se encerró en su habitación para que nadie viera sus ojos enrojecidos y le preguntara cuál era la causa de esas lágrimas. Su plan estaba ya trazado. ¡Cómo iba a padecer!… Mas si lograba sobreponerse a su destino, ¡cuán grande sería su recompensa! Le parecía que su pasado la iba dejando como una horrible pesadilla de la que sólo queda una memoria vaga al despertar. Estaba sola contra los hombres, contra su destino, contra el mundo. Pero David también estaba solo y venció a Goliath. La Magdalena lloró mucho y Jesús la perdonó porque había amado. Dios es bueno. Los hombres no pueden ser más inflexibles que el Señor.

Sin embargo, ¡cuántos obstáculos iban a presentarse en su camino! Su vida anterior la perseguía como un acreedor implacable. Necesitaba rehacerse; buscar el sitio más oscuro; nacer de nuevo como el fénix de la fábula. ¿Quién la ayudaría? Sus amigos se habían trocado en feroces adversarios.

Como Robinson en la isla desierta, sólo estaba armada de su voluntad.

A ratos, se imaginaba estar a la entrada de un túnel muy oscuro y muy largo, ¿cuánto tiempo tardaría en atravesarlo? Un año, dos, tres, acaso más, pero, al término del túnel, estaba el cielo azul, el aire, el campo. Sus enemigos caerían al gran despeñadero, abierto expresamente por la Providencia, mientras ella, libre de sus perseguidores, proseguiría la caminata. Si Magda en ese instante hubiera poseído la omnipotencia de Dios, habría deshecho el mundo con un soplo, dejando nada más un islote perdido en el océano, donde cupieran juntos ella y él.

¡Qué días tan agitados y a la vez tan alegres los de aquella vida! Provot, que estaba un poco enfermo, no quería ya marcharse, y dejaba tiempo y lugar a los enamorados para verse.

Magda leía ya de corrido en el libro virgen de su corazón. Como esas aves que ocultan su cabeza bajo el ala, para que no las mire el cazador, ella creía que sus pecados íbanse borrando a modo de esas cartas que se escriben con tinta preparada expresamente y que, a la vuelta de unos cuantos días, se borran. No obstante, por las noches, cuando el sueño no venía pronto a cerrar sus párpados, Magda miraba con la imaginación los años de su vida, y su memoria podía entonces compararse a esos castillos ruinosos que describe Ana Radcliffe, en donde habitan a sus anchas los espectros. Su corazón latía violentamente, como si fuera a escapársele del pecho. ¡Cuántos aparecidos! ¡Cuánto oprobio! ¡Cuánta vergüenza! Primero, aquel empresario gotoso que juraba como un carretero, y que bebía copas de rhum a todas horas. Después, un viejo rico, más viejo que Provot y más rico también. En seguida, aquel joven periodista que la compró con una crónica de teatros y le empeñó todas sus alhajas. ¡Y ninguno había muerto! ¡Todos vivían para publicar su deshonra! ¿Habría en el mundo sitio bastante oscuro y escondido para ocultar en él ese tesoro de amor casto? ¿Cómo haría para que todos, todos, la olvidasen?

Esos adustos pensamientos huían despavoridos al día siguiente, para volver, fieles a su consigna, por la noche. Mas, durante las horas matinales, en los almuerzos a campo raso y en las alegres caminatas de la tarde, ¡cómo gozaba el corazón de Magda! ¡Qué poco duraban los días, y qué largas eran las noches!

—¡No te vayas! —decía Magda a la luz cuando empezaban a caer las sombras de la noche. Pero la luz se iba; el tiempo, eterno Laquedem, no se paraba, y cada noche, al apagar la vela y entregarse al sueño, Magda pensaba con tristeza recóndita. «¡Un día menos!».

Por fin, las brisas frías de octubre soplaron desnudando los arbustos. Las inglesas que habitaban en el hotel se despidieron de Monsieur Durand. El drama había llegado al ultimo acto, y éste, a la última escena. Magda lloraba mucho por las noches, y Raúl se entristecía visiblemente. Los dos pasaban una gran parte de la noche recorriendo el calendario.

Allí estaba marcado, con cruz negra, el día de la partida. Iban llegando a él como el caballo desbocado corre a la barranca. Los días se despeñaban al hondo seno de la eternidad, como los coraceros que, en una carga impetuosa, precipitáronse al abismo en Waterloo. Magda sabía ya cuál debía ser el día fatal, pero ni Raúl se atrevía a preguntarlo ni ella a decirlo. Una noche los dos se hallaron solos junto al mar.

—¿Me quieres? —dijo Raúl a media voz.

—¡Con toda el alma!

—Pues si me quieres, si me amas, no te vayas. Deja que venza yo con súplicas y ruegos la terca resistencia de tu tío. ¿A qué separarnos si estamos unidos ya delante de Dios?

Magda oprimió la mano de Raúl, y, sentándole a su lado en el banco de piedra, comenzó a hablarle de esta suerte:

—No sabes todo aún. Yo no quiero afligirte y he callado. Al cabo, la verdad había de abrirse paso un día, destrozando nuestros corazones con su aguda cuchilla. Pero hoy es tiempo ya de que lo sepas todo. Ten valor. No me quites el poco que me resta. Ten valor por ti y por mí. Quiéreme mucho. ¡Soy tan desgraciada!

—Pero ¡acaba, por Dios!, ¡me estás matando el alma!, ¿vas a irte mañana? No, si es imposible, ¡no tendrán fuerzas para arrebatarte de mi lado! ¡Yo no quiero, no quiero que te vayas!

—¡Pobre Raúl! Considera un momento ¡cuál será mi pena cuando eso que tú dices, y que temes sería más llevadero para mí que la desgracia que me agobia! Escucha. Mi madre —¡pobrecita madre!— se fue al Cielo dejándome muy niña. Ya por aquel entonces, sin embargo, podía yo comprender sus consejos y hacer solemne juramento de seguirlos. Una noche, mientras todos dormían y yo velaba en mi camita, junto al lecho de mi madre, ella, besándome en los ojos y en la boca, me dijo estas palabras, que no olvido:

«Estoy mala, muy mala: los médicos me dicen otra cosa porque temen acelerar el fin de mis padecimientos. La vida se me va, por más que quiero sujetarla, no por mí, que estoy enferma y sufro mucho, sino por ti, la hija de mi alma, que vas a quedar sola en este mundo. No solloces; no llores; quiero que hablemos solas un ratito, sin que nadie nos oiga, y, si lloras, despiertan los demás. ¡Me cuesta tanto hablarte de este modo! No quisiera afligirte, pero es fuerza. Ya que me voy a ir, quiero dejarte lo más santo que tengo: mi bendición y mis consejos».

Yo hacía esfuerzos inauditos por contener el llanto que me ahogaba. ¡Pobre madre mía! ¡Aquélla fue la última noche en que me habló!

«Dentro de pocos años —prosiguió diciendo— serás una completa señorita. Yo le he pedido mucho al Cielo que me alargue la vida para ayudarte, con mi experiencia y mis consejos, en esa edad tan llena de peligros, pero ¡ya tú lo ves!, ¡no quiere!, ¡no ha querido!, ¡quisiera llevarte conmigo adonde voy! ¡Una hija está bien siempre que se halla cerca de su madre! Pero es forzoso que me vaya, y que te deje cuando más me necesitas. ¡Qué brazos tan duros son los de la Muerte, cuando arrancan a una madre del lado de su hija! Por eso quiero hablarte antes de irme. Oye bien mis palabras: son las últimas. Yo he padecido mucho en esta vida. Tu padre dejó de amarme a poco tiempo de casados. Quiérele mucho, compadécele y pide a Dios que esté en el Cielo. Yo, que le amaba con toda el alma, sufrí tanto como si me clavaran cien puñales en el pecho. Dios me dio fuerzas para vivir, y cuando tú naciste, no pensé más en la muerte porque ya había llegado mi consuelo. Tu padre no tuvo tiempo de quererte. Poco después, murió en un duelo por otra mujer. Yo le perdoné, y quise que no supieras nunca la verdad. Si te la digo ahora es porque vas a quedarte sin defensa, y el ejemplo de tu infeliz madre puede servirte para que huyas del peligro y sepas ir a la felicidad. El mundo está lleno de abismos. La mujer va por la Tierra con una venda en los ojos: todos la empujan al abismo, y cuando cae, maldicen de ella. Un hombre llega y murmura a su oído cuatro frases de novela; ella le abre su corazón de par en par; entra el amor y le roba todo. Dentro de pocos años, tú escucharás esas palabras, e inocente como todas, dejarás que te roben tu tesoro. Yo no quiero que tú seas infeliz, como lo he sido. Yo no quiero que te roben el corazón, para tirarlo como un objeto inútil. Antes de amar, medita bien lo que haces. Que no te engañen las palabras ni te seduzcan los juramentos de pasión; cuando un hombre te diga que te ama, aléjate de él por tres años, no le veas ni le hables, ni le escribas; si tu amor no se borra de su corazón en ese tiempo, dale tu mano, porque es digno de ti; si te olvida, no merece tu amor: es un ingrato. No ates tu vida a la suya antes de sujetarla a esa prueba. Mejor es amar de lejos, sin esperanza, que vivir amarrada a un hombre que nos desprecia y nos insulta. Júrame por mi alma que lo harás así. ¡Que te castigue Dios si no lo haces!».

—¡Yo, entonces, bañada en lágrimas, juré!

—Pero ese juramento es insensato. ¡Yo te amo, te adoro, vida mía! ¿Dudas de mi cariño? Pues sujétame a cuantas pruebas quieras para convencerte. A todas, sí, ¡menos a ésa! ¡Tres años sin mirarte, sin escribirte, solo con mis angustias! ¡Cómo puedes pensar que sufriría, sin perecer, ese tormento! Si lo sufriera, no te amaría como te amo. No, tú no me quieres: si me quisieras, tampoco podrías vivir lejos de mí.

—¿Y mi madre, Raúl? Mi pobre madre, ¿no tiene derecho también a mi cariño?, ¿quieres que la desobedezca y que reniegue de sus consejos? Pero entonces seré una mala hija, ¡y las malas hijas no pueden ser esposas amantes ni madres buenas!

—De modo que tu decisión es irrevocable: por un juramento hecho cuando niña, a una madre que el dolor de la muerte trastornaba, consientas en hacerme desgraciado y en olvidarte de mi amor.

—¡Mentira! ¡No! ¡Eso no!

—¡Tú sabes ya que te amo inmensamente y que jamás, aunque lo quiera, he de olvidarte! Cumplir ese insensato juramento es dudar de mi amor, dudar de Dios. ¡Vete! ¡No me has querido nunca ni me quieres! ¡Me engañabas! ¡Mala! ¡Mala!

—Pero ¿no ves que estoy llorando? ¡Si me faltan las fuerzas y estoy sintiendo que me muero! ¿Que no te amo?, ¡ojalá que no te amara!, pero ¡qué digo!, ¡no!, ¡perdóname! Yo bendigo tu amor, aunque me haga sufrir, aunque me mate. Yo sé querer mejor que tú, porque no retrocedo ante el dolor.

—Mi cabeza se pierde. Soy un loco. ¡No cumplas ese juramento, vida mía!

Los sollozos ahogaban la voz de Raúl:

—¡Separarnos!… ¡Tres años!… ¿Tú no sabes que cada año tiene muchos, muchos días, y cada día, infinitas horas? ¿Que el tiempo corre prisa? No, ¡mentira! Para que esos tres años pasen se necesita un siglo. ¡Yo no quiero, no quiero que te vayas! Antes de verte, el amor de mi madre llenaba toda mi alma. ¿Cómo, llenándola toda, cupo el tuyo? No lo sé. Pero este amor advenedizo ha ido empujando poco a poco al otro. Le dejé entrar y hoy es el dueño de la casa. Mis ojos se van acostumbrando a verte y mis oídos a oírte. Y es que en ti pongo todos mis amores, y amándote a ti, amo a mi madre, y amo a mi hermana y amo a Dios. Si te vas, yo me quedo como esos cuerpos que están fuera de su atracción y permanecen inmóviles en el espacio. Si te vas, yo me quedo solo, vacío, hueco.

Magda sufría mil veces más que Raúl. No lloraba ni hablaba. Parecía estar interrogando al Cielo, con los ojos fijos. Pero el Cielo, eternamente mudo, sólo tiene voz en las tempestades.

¿Cuál iba a ser su vida? Raúl estaba al lado de una madre, esto es, cerca de Dios. Raúl estaba en paz con su conciencia; Raúl era honrado y era bueno. ¡Pero ella!… ¿Quién querría enjugar sus lágrimas? Necesitaba huir de sus amigas, como se huye de la casa que va a desplomarse. Nada le quedaba de su vida anterior, más que el remordimiento. Volvía a nacer; pero imaginad la horrible condición del niño que, nacido apenas, queda huérfano. Pues tan grande era la desdicha de Magda. Era el niño sin madre, sin nodriza, sin fuerza para andar y sin palabra. Con más, la soledad en que iba a vivir no era la quieta soledad del eremita que ve a Dios ni la del amante que piensa en su amor. Era la soledad de Robinson en la isla; la soledad del ser humano entre las fieras, la tempestad y el mar. Iba a estar sola, sin ayuda, sin socorro, en lucha abierta con los tigres y los leones y las hienas. Luchar con las pasiones es peor que luchar con las fieras. Luchar con el pasado no es combatir, como Jacob con el ángel: es luchar con el Demonio. La arrojaban al circo desvestida, sin armas, expuesta al hambre y la furia de los tigres, pero el amor la sostenía, como sostuvo la fe a los mártires cristianos. Comparad, pues, la soledad de Raúl con la soledad de Magda; aquélla era el sueño, y ésta, la pesadilla; aquélla, la quietud, y ésta, el combate.

Magda estaba en más triste condición que el niño huérfano a quien todos abandonan. El niño no piensa ni ama ni ase con sus manitas la vida que se le escapa. Está solo en la cuna, o en el quicio de una puerta, o en la oscuridad de una atarjea. El frío amorata y rasga sus delgadas carnes; la lluvia le moja; el hambre atenacea su estómago; pero, a poco, el hambre, el cierzo, el agua, no le causan dolor ninguno: quédase insensible, agoniza solo, como una vela que se extingue, y la muerte, esa madre de todos los huérfanos, le lleva al Cielo en brazos, y hace de su carne alas de mariposa y pétalos de flores. Magda era el niño abandonado; pero en la cuna, los pálidos vampiros le mordían la nuca, chupando su roja sangre; los genios malos le clavaban sus patas de alfiler en las pupilas; en el quicio de la puerta, era su carne pasto de los perros, que la arrancaban a pedazos con sus dientes, y de los buitres, que descendían adrede de las torres para clavar en ella su corvo pico; en la atarjea, sufría la muerte hedionda y espantosa del que se ahoga en una charca inmunda y siente cómo empieza a devorarle la repugnante muchedumbre de las ratas. La soledad de Raúl era la soledad del cadáver; la soledad de Magda era la soledad del enterrado vivo. Por eso no hablaba ni gemía: escuchaba a Raúl como los náufragos escuchaban la voz del océano que va a tragarles. Para ella no se trataba acaso de una ausencia, sino de una muerte. Y quería verle, oírle, porque pudiera ser que fuese aquélla la última vez en que le escuchaba y le veía. Era la madre viendo al hijo que se muere.

Sin embargo —pensaba—, acaso no esté sola. Tal vez tenga un padre. Pero ¿quién es?, ¿en dónde está? Si yo le conociera me echaría a sus pies, pidiéndole socorro. Los padres deben amar a sus hijas. Mas ¡si también me desechara!… Las mujeres como yo no tienen derecho a tener padre. No soy una hija: soy una vergüenza. Pero ¿quién es el culpable?, ¿por qué me abandonó?, ¿por qué me dejó sola? Si me desecha, si me arroja, si me afrenta, yo le diré: «¡Vete, ya no te busco, no te quiero, me das asco!». ¡Miento! ¡Miento! No puedo hablarle así. Es mi padre. Pero ¿quién es?, ¿en dónde está? Será probablemente un gran señor: sólo los grandes señores se avergüenzan de tener hijos y los desamparan. Él sabe, seguramente, en dónde estoy, ¿por qué no viene? ¡Si hubiera muerto!… ¡Ah, yo no quiero que haya muerto! Quiero encontrarle quiero que me ayude. Pero ¿qué digo? Si vive, no me ama, y necesito de su amor; si vive, se esconde como los criminales, y no quiero que mi padre sea un criminal. ¡Mejor que ya no exista! ¡Sí, eso es, mi padre ha muerto! ¡Así, a lo menos, pueda amarle!

Pero entonces, ¿quién va a ayudarme y socorrerme? ¿Dios? No le conozco. Está muy lejos y muy alto. Ahora que el dolor visita mi alma, comprendo que necesito creer en Él. Y creo. Pero mi fe no tiene alas; mi esperanza está enferma. ¿Por qué no me enseñaron a creer? Dios existe; debe existir, porque si no, yo estaría sola, sola contra todos. ¿Adónde está?, ¿por qué no me habla? Tal vez tampoco me quiera. Si es así, no es Dios. Los padres perdonan. He cometido muchas faltas, pero también las cometía María Magdalena. Tengo muchas manchas, pero el amor las quita. ¡Santa Virgen, yo quiero creer en Dios! Tú sabes bien que no soy tan mala. Te he rezado muchas veces. Yo creo en ti porque mi madre creía. Tú eres muy buena. Dile a Dios que me oiga. Si no me escuchas, voy a quedar sola en el mundo, sola contra todos. Para mí, entonces, el Cielo estaría lleno de demonios, y la Tierra, de fieras. Quiero que salves mi alma, pero también necesito el amor de Raúl. Es necesario. De ese modo seré buena. Por eso te lo pido. Qué, ¿no puedo ser buena? Dios está en la Cruz con los brazos abiertos. ¿No es verdad que ése es Dios? Pues mira cómo nunca los cierra. Háblale por mí. No me conoce, pero yo quiero conocerle y amarle. Ya verás como soy buena. ¡Santa Virgen, escúchame! Yo sé que muchas veces te he olvidado. Pero soy huérfana y tú eres mi madre. Ahora te busco: ya no te dejaré jamás. Salva mi alma, pero ya sabes que, para salvarla, es necesario el amor de Raúl.

Esta oración era egoísta e imperfecta, pero, al fin, era oración, y la oración alivia los dolores. Magda, desamparada de los hombres, pedía el socorro de los ángeles. No hablaba, no gemía. Cuando fue necesario separarse, dejó que Raúl la besara en la frente, en los ojos, en la boca. El pobre enamorado habría querido ser de aire, para besarla a un tiempo mismo en todas partes. Los que se quieren bien y van a separarse, muerden cuando se besan. Diríase que se quieren devorar, ¡para que sea imposible separarles! Estar el uno dentro del otro: ése es el ideal del amante. Así posee el tigre a la oveja que devora.

Desde aquella última entrevista, Magda y Raúl no hicieron más esfuerzos para ocultar su pasión a los demás. La madre de Raúl no había querido decir nada. Sólo, la víspera del viaje, besó en la frente a Magda, diciendo a media voz:

—¡Hija, te espero!

Ya Raúl había hablado con ella, depositando en su seno de madre aquel amor y aquella pena. Ella no había objetado nada. ¿Para qué? La conducta de Magda le parecía honesta y valiente. Durante los tres años de la ausencia, había tiempo de sobra para que ambos amantes pusieran a prueba su cariño. Y además, oponerse en aquel instante a la pasión de Raúl habría sido lo mismo que intentar detener con un hilo de seda el barco de vapor que leva sus anclas y se aleja de la playa.

Sólo Provot gruñía en el fondo del cuadro. Era un sátiro espiando los amores de una dríada. Pero Provot era un sátiro que pagaba.

De cualquiera suerte, había que resignarse, a pena de pasar la más insufrible de las vergüenzas. Ya no era tiempo de retroceder. Al fin y al cabo, el idilio llegaba ya a su término. Después, todo se olvidaría como un mal sueño.

La víspera de partir, Raúl dijo al oído de Magda:

—Necesito verte.

—Esta noche… cuando todos duerman… en mi cuarto.

Magda había pasado la mañana y gran parte de la tarde haciendo sus preparativos de viaje.

Por una de esas delicadezas que sólo tienen las mujeres, y las mujeres enamoradas, había querido ahorrar la pena de ese espectáculo a su novio.

Las maletas y los baúles estaban cerrados ya en un rincón del cuarto. Parecían ataúdes, y eran, con efecto, ataúdes de recuerdos. La alcoba estaba triste y desmantelada. Sobre la mesa había un retrato de Magda y un bucle de su cabello rubio, atado con un listón color de cielo.

Cuando todos se recogieron en sus habitaciones, Magda esperó con febril impaciencia. Era la medianoche, la hora de las citas. Magda había tenido muchas, y sin embargo, aquélla era la única: sonaron pasos en el corredor, giró el picaporte, y Raúl, pálido como un espectro, entró a la alcoba. Nada se dijeron. El canapé estaba cubierto de líos, maletas y cartones. Para estar juntos se sentaron en el catre, que era pequeño, angosto, virginal, y estaba cubierto de ropas blancas, como el cuerpo de una novia. No se hablaban; las palabras son como el sonido: marchan más despacio que el pensamiento, esto es, más despacio que la luz. Se miraban, y para verse mejor, juntaban ojos con ojos y labios con labios. Hubiérase creído que se estaban mirando con los poros.

En el silencio y la penumbra de la alcoba, solos, sentados en el pobre catre que se mecía al menor movimiento de los cuerpos, bajo la doble influencia de la noche y del amor, permanecían tristes y mudos con el azoramiento del abismo. La mujer perdida inspiraba ideas buenas, pero la noche aconseja mal, y nadie puede prever el desenlace de esas reñidísimas batallas que empeñan los ángeles con los demonios en el aire. La mujer amada es diosa, vista desde lejos, pero es mujer, vista de cerca. La sombra y el silencio son los grandes tentadores.

¿Por qué temblaba Magda? ¡Cosa rara! Hay capitanes que entran sin miedo a las batallas más feroces, y que tiemblan en una escaramuza. Magda tenía miedo, el miedo de una virgen que lo sabe todo. Cierta flojedad, parecida a la que produce la embriaguez, embargaba sus miembros y su alma. La voluntad se iba de ella, a manera del ave que se escapa de su jaula. ¿Se dejaba arrastrar por la corriente?, ¿resistía a la indómita fuerza de las olas? Bien vistas las cosas, era aquella tal vez la última noche en que estaban juntos. Perderla era insensato: era dar un diamante por un vidrio colorido, una flor por una estrella. La flor es el bien real; la estrella está muy alta, no se alcanza: ¡es la quimera, el sueño! Ella, además, había perdido sus derechos al pudor. No había sabido resistir a aquellos que le inspiraban repugnancia, y quería resistir al amor. Siendo Tais con todos, quería ser Lucrecia con el único. Magda, ante Raúl, era el león ante un domador.

Lo único que podía salvarla o perderla era el respeto de Raúl. El amor de ese soñador era místico, pues olía a incienso. Era un amor que vivía en el Cielo. Sin embargo, Luzbel cayó de allá, con ser un ángel. Mientras más alta es la montaña, menos debe uno asomarse al parapeto para ver el abismo. También al Paraíso llegan las serpientes. El viejo abad Antonio venció la tentación, pero el abad Antonio no amaba.

Raúl luchaba con el respeto y el deseo. Era un marino dentro de un barco que se incendia. El respeto había echado raíces hondas en su alma, pero el viento huracanado desarraiga las encinas, y la pasión, los escrúpulos. Se había habituado a amar contemplativamente, siguiéndola con los ojos, como los pastores de Caldea miraban las estrellas. Mas he aquí que, de improviso, el ídolo se trueca en criatura; el mármol se hace carne, y los brazos, inmóviles antes, estrechan blandamente contra el seno. La pasión ciega como el relámpago. Hay momentos en que el espíritu se va, dejando el cuerpo en desamparo. Una vez colocado en la pendiente, es preciso caer si Dios no obra un milagro. Y Raúl ya bajaba, como una de esas avalanchas que se desprenden de las cimas nevadas. Estaba ebrio de ella.

Todavía en Magda la pasión no avasallaba todo, puesto que aún tenía espacio para pensar. Iba en el potro desbocado que conduce al abismo, pero reflexionaba si debía entregarse a la merced del bruto indómito o saltar de la silla con grave riesgo de estrellarse. Ya hemos dicho qué pensamientos eran los suyos. El ser nuevo luchaba en ella con el ser viejo. Sin embargo, a cada paso amenguaba la resistencia y la voluntad se adormecía. Bien miradas las cosas, esa derrota podía ser una victoria. Raúl, después, no podía abandonarla sin ruindad. Se dividía la vergüenza en dos partes, y en el aturdimiento del pecado, Raúl, que era inexperto, no podría darse cuenta del engaño. Y en seguida, la cadena que los ataba constreñiría más sus férreos eslabones. Para un disoluto, triunfar de la mujer es apurar la copa y arrojarla después al vuelo, con desprecio; para un soñador, poseer es ser poseído.

¡Bah! No más rodeos ni más escrúpulos. La triple complicidad del silencio, la noche y el amor les ayudaba poderosamente. Y además, era aquélla la última noche. Al día siguiente, se irían los dos por rumbos encontrados, con la esperanza de amarse y el temor de verse. ¿Quién puede escrutar los misterios insondables del destino? Juzgando con arreglo a la razón, les sería punto menos que imposible realizar sus ilusiones. Magda iba a emprender una lucha insensata: el combate de uno contra mil. La derrota era probable y el triunfo posible, porque, si Dios ayuda, son posibles los milagros. Pero, evidentemente, esa eventualidad era remota.

Es la que esperan los sentenciados a muerte cuando marchan camino del cadalso. Para Isaac, fue el ángel que detuvo en los aires la cuchilla esgrimida por Jacob. Para Wellington, fue Blücher.

¿Y si, como era natural, no aparecía el milagro?, ¿si el esfuerzo y la voluntad de Magda se estrellaban en el granito de la realidad, como las olas se desbaratan y deshacen al chocar con los peñascos? Entonces, el sacrificio sería estéril.

Pues lo cuerdo es aprovechar todo momento y detener la dicha que se escapa. Así, a lo menos, se hace provisión de memorias con qué nutrirse en la desgracia, como los precavidos almacenan leña, para calentarse en el invierno. Nada más la moral podía oponer su resistencia al cumplimiento de sus deseos. Pero Magda no conocía la moral. Su lógica era la de las pasiones. Quería, y esta palabra expresa con absoluta perfección la fuerza invencible de su voluntad y la fuerza dominadora de su amor.

Hubo un momento en que Magda cerró los ojos para no verse en las pupilas de Raúl. Entonces meditó: «¿Se extinguirá su amor si yo me entrego? No. ¿Se apaga la hoguera cuando se le arroja un chorro de alcohol? Antes se aviva. ¡Bah! ¡Cedamos!».

Y el aliento ardoroso de Raúl erizó los cabellos color de oro dispersos en la nuca de su amada, y los labios resecos se buscaron, como hermanos que vuelven a juntarse tras larguísima ausencia, y Magda, desanudando aquellos brazos varoniles que la ataban, forcejeando, con la rabia insensata de la madre maniatada que ve morir al hijo de su alma, logró por fin soltarse, desasirse; saltó rápidamente y, parada en el quicio de la puerta, exclamó bañada en lágrimas:

—¡Vete! ¡Ya no te quiero! ¡No te quiero!

La mariposa se defendía del arrapiezo, y el colibrí del gato. ¡Cambio brusco! Dos fuerzas poderosas les iban empujando en dirección contraria, por manera que el choque no podía evitarse; la razón extraviada les servía de cómplice, y el amor, de galeoto; estaban solos, una terrible complicación de oscuridades y silencios: la oscuridad caliente de la alcoba y el tentador silencio de la noche; la helada oscuridad del porvenir y el silencio de la conciencia, favorecían sus intenciones; los dos habían llegado ya al momento en que los ojos no ven ni los oídos oyen; buscábanse y queríanse con todo el ahínco de su voluntad y de su amor. «¡La quiero!», pensaba Raúl, y Magda respondía en silencio: «¿Por qué no?». Su vida antigua, la incertidumbre de lo venidero, sus flaquezas de temperamento y de carácter, su amor en suma, que es el gran sofista y el supremo allanador de todos los caminos, le aconsejaban que cediera, pero, en un instante, cuando los brazos se anudaban más, y ya ninguno de los dos sabía cuáles eran sus lágrimas, Magda, la envilecida y maculada, el ser enfermo y el ser débil, obedece a un enérgico impulso, se desata, salta como si tuviera alas, y enrojecida, por primera vez acaso, con las tintas del pudor, exclama:

—¡Vete!

Pero ¿qué genio sobrenatural ha obrado ese milagro?, ¿es Magda esa mujer? Magda ya no sabía cuándo era ella o cuándo era otra. Parecía que iba dentro de su pecho un dios dormido y que, cuando éste despertaba, le imponía su absoluta voluntad. Minutos antes había querido y razonado como una cortesana. ¿Para qué? Para obrar como una virgen.

Raúl, inmóvil y confuso, aguardaba el rayo, como el hebreo que hubiera osado descubrir el Arca Santa. Tambaleando, con la mirada suplicante y compungido, se acercó a Magda y besó con respeto la áurea punta de sus trenzas.

Así besa la pescadora de Sorrento a la Madona.

En ese instante sonaron dos golpecitos en la puerta. ¿Quién podía ser a tales horas? Los dos se estremecieron: Raúl, de miedo por Magda, y Magda, de vergüenza por Raúl. De esa manera sólo llaman los amantes viejos; los jóvenes abren sin tocar. Pero Raúl no sabía esto. Ambos cambiaron una mirada inexplicable. Sin decírselo, expresaban con los ojos estos dos pensamientos tan distintos que caben en la misma frase: ¡Te he perdido! Los dos golpecitos, dados con los nudillos de una mano huesosa, sonaron nuevamente en la mampara. Raúl buscó en la alcoba un escondite. No lo había.

—Abre o grito.

Era Provot. Magda supuso que el escándalo era inevitable. Más cuerdo sería abrir para que la escena pasara entre los tres. Raúl había entornado la ventana y consideraba la distancia que le separaba del suelo. Era precisamente lo que media entre la vida y la muerte. Esa profunda oscuridad nocturna era el seno insondable de lo Eterno. Pensó en su madre, en Magda, y tuvo miedo. Después de todo, el caso no era irremediable. Magda iba a ser su esposa.

—¿No abres?

¡Sí!, ¿por qué no? La suerte estaba echada. A la puerta del Paraíso surgía el Diablo. Asió con la mano el picaporte e iba a abrir. En ese instante, Raúl se agazapaba bajo el canapé. Magda soltó el picaporte. Ya Raúl había entrado al escondite. Allí no le veían, pero veía. Entonces, arrastrando, con las manos y las piernas, valijas y maletas y baúles, cerró con esos grandes bloques de madera la hendedura por donde Raúl se había encajado como gato. Los baúles eran pesados, pero hay momentos en que el hombre desquicia los peñascos y la mujer remueve las montañas. Ya Raúl no veía, pero escuchaba. Magda iba a batallar con la mitad del enemigo.

Un golpe, más fuerte ya, sonó en la puerta. Magda abrió. Estaba lívida, tan lívida, que, cuando la luz roja de la vela alumbró su semblante, parecía un cadáver. No lo era aún, pero acaso iba a serlo muy en breve. Provot quiso hablar. Magda cogiéndole con fuerza extraordinaria por el brazo, y sellando sus labios con la mano izquierda, le llevó a la ventana. Le iba arrastrando, paso a paso, para no hacer ruido. En un momento, con la destreza de un gimnasta, saltó al angosto pretil de la ventana. Provot no volvía de su asombro. Ella, señalando imperiosamente el canapé y luego el vacío, dijo, más bien con la miraba que con la palabra:

—¡Allí está!, ¡si hablas, me mato!

En los ladrillos tambaleantes del pretil, apenas cabían sus plantas. Estaba de pie sobre un teclado y suspendida en el vacío. El viento de la noche agitaba las crenchas rubias de su pelo; su cuerpo tornaba en el espacio curvas trágicas. El menor movimiento podía darle muerte. Provot no se atrevía a tender la mano. No obstante, ese drama podía estar preparado de antemano. Provot quiso obligarla a que bajase con ambas manos; intentó agarrarla por el talle. Pero ya no era tiempo. Magda, encorvándose como una rama que se troncha, se dejó caer. ¡Ah! Provot la había cogido por uno de los pliegues de la bata. Pero el lino de aquella bata se rompía. Provot se encaramó sobre el pretil de la ventana sacando medio cuerpo afuera. ¡No gritaba; no podía! Toda su fuerza estaba concentrada en las dos manos que parecían garfios de hierro. Y la bata se desgarraba y se rompía. Magda se balanceaba en el espacio dislocando los brazos de Provot, cuyos huesos tronaban. El abismo la iba sorbiendo. De aquel cuerpo, suspenso en el vacío, nada más se miraba un cuello blanco, torcido horriblemente, y una gran mata de cabellos rubios, flotando en las tinieblas de la noche, como sobre las ondas de un mar negro.

Magda contaba con la muerte, pero no con la agonía. Ese diablo furioso que la apretaba con sus uñas, queriendo disputarla al Infierno, era el vampiro pegado al cuerpo de su víctima. Por fin, la bata se rompió, pero Provot había logrado asir un brazo. Como el marino que saca de las olas a su hermano, así, bregando, jadeante, consiguió levantarla y cogerla después por la cintura. Ya estaba en salvo. Un pequeño esfuerzo más y todo concluía. Pudo tomarla, al fin, entre sus brazos; descansó parte del cuerpo en el pretil, y luego, tirando de él con fuerza rabiosa, como quien tira de una cuerda para levantar un peso enorme, así, rozándola con las grietas de la pared, desgarrándole el traje y la carne misma, la arrancó del abismo.

Todo esto, que he narrado en muchas líneas, ocurrió en un instante. El instante en que se nace y el instante en que se muere.

Ya estaba en salvo, esto es, ya estaba perdida, porque Provot, implacable, iba a hablar. Bajo el angosto canapé, Raúl se movió, queriendo apartar los baúles y las enormes cajas que le impedían el paso, sofocándolo. Magda volvió en derredor la vista, agonizante. Sobre uno de los baúles ya cerrados estaba la cuchilla con que horas antes habían cortado las correas para liarlos. Magda tomó el cuchillo y lo puso de punta sobre el corazón. Provot, a pocos pasos de distancia, comenzó a hablar.

—Pensaste que era un bandido. ¡Bah, tontuela! Escuché voces en tu cuarto y vine pensando que estabas mala. ¿Por qué estás vestida? El cansancio seguramente te rindió y te dormiste sin desvestirte. Has tenido una horrible pesadilla. ¿Quieres que te acompañe? No; pues, entonces, enciende luz y hasta mañana. Yo vendré a espiar por el agujero de la llave a ver si duermes en sosiego. Hasta mañana.

El pobre viejo apenas podía hablar. Tenía la voz del náufrago cuando llega a la ribera. Como un ebrio se dirigió a la puerta y se fue por el angosto corredor, apoyándose con ambas manos en el muro. Había olvidado la palmatoria y la bujía. Magda mató la luz, para que su novio no observara la lividez de su semblante ni la sangre que salía de sus heridas y los desgarrones de su traje. Después, haciendo un último esfuerzo, y ayudada de Raúl, que también empujaba por atrás, arrimó los baúles y las cajas. ¿Habría escuchado algún rumor de aquella lucha? Imposible. La espantosa tragedia fue muy rápida, y como las tragedias verdaderas, se verificó en silencio. Raúl se levantó sin atreverse a hablar, temiendo que Provot estuviera cerca de la alcoba. Magda le conducía apretándole la mano. Así llegaron a la puerta.

—¡Ni una palabra! Todavía está cerca: ¡Vete! ¡Vete!

Y luego que los pasos recatados de Raúl sonaron en el desierto corredor, Magda, cerrando la puerta con doble llave, desfallecida y casi muerta, se dejó caer sobre la cama. La sangre brotaba de los rasguños y desgarros que las piedras le habían hecho. Pero en aquel momento, Magda no sufría ningún dolor físico. No lloraba tampoco. Sentía su cuerpo suspendido encima del abismo. Y las tinieblas que iban a tragarla con sus bocas de monstruo, también le hablaban, y le decían:

«¡Hasta mañana!».

VII. La misma jaula: otro pájaro

Magda había vuelto a su alcoba color de rosa y a su lecho de limonero, incrustado de marfil. El rumor que llegaba a sus oídos no era el rumor del océano, sino el de París. La gran ciudad había vuelto a ceñirla y rodearla, como una gran corriente de agua en ebullición. Y Magda, en su mullido lecho, blanco y limpio como el corazón de una campánula salvaje, sollozaba mordiendo los encajes de la almohada. No se había desvestido.

La novela que algunos meses antes vimos en la mesita de papier mâché, con su amarillo forro levantado por un cuchillo nácar, dormía aún cerca del cucurucho japonés, rebosando pistaches y bombones. Nada había cambiado en esa alcoba que parecía un nido de raso hecho para dos pájaros de porcelana. Pero el reloj de Barbepienne, que antes contó las horas del amor, estaba inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido.

Magda sollozaba mordiendo los encajes de la almohada. Estaba sola, tan sola que ni el ángel de su guarda la acompañaba. Sola, como la virgen cristiana que los verdugos arrojan a las fieras en el circo. Sola, en medio de todos, esto es, en la peor de todas las soledades. Sentía su debilidad como si de repente se hubieran quedado sus venas sin sangre; le parecía que enormes manos de gigante la arrojaban de un lado a otro, convertida en volante de raqueta, y en una de esas pesadillas extravagantes que produce la fiebre, se veía en medio de una estridente carcajada, como una mariposa dentro de una red. Y veía la carcajada, dándole dimensiones y colores. Era un rehilete de espuma, grande, enorme, que iba absorbiendo cuanto hallaba en su camino. Una vez dentro de él, faltaba el aire, los pies se desprendían de la Tierra, e iba el cuerpo ascendiendo velozmente, como si algún titán lo sorbiera, y ese rehilete terminaba en una boca deforme, colocada bajo dos ojos sin pestañas. Aquella boca no tenía más que colmillos, que hacían polvo los huesos y la carne. ¡Qué espantoso soñar! La fiebre pintaba en los muros cuerpos horriblemente descoyuntados y torcidos, como los cuerpos de los condenados que Miguel Ángel arrojó a su Infierno. Todos los muebles de la alcoba se movían a los ojos de Magda, y ella sollozaba viendo con los ojos, desmesuradamente abiertos, esas cosas que no estaban afuera, sino dentro de ella. A ratos, sentíase atada, con durísimas correas, a una rueda de fierro que iba rodando sobre bayonetas puestas de punta. Otras, le parecía que un monstruo velludo le iba mondando el cuerpo con una navaja, hasta dejar los huesos limpios. No le brotaba sangre de las heridas, pero veía ya una de sus canillas descarnada, y escuchaba el chirrido de la navaja limando el hueso para dejarlo enteramente blanco. El monstruo hacía esta operación muy poco a poco, tal como se monda una manzana a la hora de los postres.

Y estos sueños parecían hechos de neblina, por la rapidez con que se borraban, y de bronce, por el bulto que tenían. En un minuto de pesadilla cabe una hora de vida. Magda, estrujada por las visiones de la calentura, iba de un lado a otro, rebotando como pelota. De repente, el rumor de la ciudad le pareció el ruido de un diluvio. Pero el agua no descendía de las nubes: brotaba de la tierra e iba subiendo, subiendo en láminas compactas, tan oscuras que apenas podían distinguirse en las tinieblas de la noche. Magda, azorada, se asía a los barandales del balcón, que era muy alto. Desde allí contemplaba la horrible escena. El rumor que escuchó primero había cesado. La invasión del océano ascendente se verificaba con lentitud y en medio del silencio. Primero, la capa negra se tendió sobre las calles, sin arrugas ni pliegues. Sobre esa tersa oscuridad, como puntos luminosos repartidos en hilera, los reverberos del gas brillaban tristemente. El monstruo negro se incorporó otro poco, y los faroles más altos parecieron, por su proximidad al agua, linternas de invisibles góndolas inmóviles. Entre cada movimiento del agua mediaba el espacio de algunos minutos. Nada se oía: el seno de aquel oscuro mar cerraba el paso a todo rumor y a toda luz. Subió el agua otro poco y los faroles se perdieron, apagándose, como luciérnagas arrojadas a un estanque. Entonces la tiniebla fue absoluta. La noche descendía del Cielo y brotaba de la Tierra. Magda iba a ser aplastada entre esas dos enormes láminas de una prensa negra, como un ratón entre la puerta y la pared. El mar subía con menos lentitud. Ya se miraban en la capa tenebrosa algunos pliegues, que eran las oleadas silenciosas. Magda sintió que el agua le bañaba los pies y, loca de terror, se encaramó sobre los barandales del balcón. Pero el agua subía, y entonces, ella, agarrando con ambas manos una canal delgada de hojalata, quedó suspensa en el vacío. La canal se iba doblando poco a poco. Un momento más y se quebraba. Ella, haciendo un supremo esfuerzo, logró subir al tejado, en donde se agrupaban, maullando y deteniéndose con las uñas, muchos gatos. Estaba defendiendo su vida instante por instante. ¡Todo inútil! El agua continuaba subiendo e iba ya a devorarla. Los gatos se quejaban como niños y arañaban la cara de Magda. En ese momento, algo muy blanco flotó sobre la densa oscuridad del agua. Era una vela. ¿Quién puso aquella barca milagrosa sobre el agua? Lo urgente era entrar en ella. Magda, tendiendo con angustia las dos manos, logró detenerla. Pero los gatos, más ágiles y elásticos que ella, habían entrado ya, no dejando lugar para otro cuerpo. Entonces comenzó una lucha horrible. Magda combatía con aquellos demonios que maullaban y describían rombos terribles en el aire, encajándole sus agudas uñas en el cuello. Por fin, logró vencer. Cupo como una cuña entre los cuerpos blandos de los rabiosos animales, que frotándose entre sí, despedían chispas de fuego. La barca siguió flotando sobre el agua. Pero ¿adónde iba? El agua continuaba su marcha ascendente. ¡Si pudiera llegar al cielo, o cuando menos, a una estrella!

Así pasaron muchas horas de congoja. De improviso, Magda sintió que la barca se hundía. Todo estaba perdido. Lanzó un grito y se arrojó a las aguas, que estaban tan frías como si fueran de nieve líquida. Se resignó a morir, pero, arrojado por las velas, su cuerpo fue a chocar con la cruz de piedra que coronaba una altísima torre, ya sumergida en el océano. Aquella cruz era el único punto firme que las aguas no habían tragado aún. Magda se puso de pie en ella. Apenas cabían las plantas de sus pies en los angostos brazos de la cruz. Pero Magda, por una maravilla de equilibrio, se conservaba firme y sin moverse. Así pasó una hora. Las aguas ya no subían: comenzaban a bajar. Magda no moriría ahogada, pero, como era imposible que se mantuviera en esa posición durante aún muchas horas, caería por fin, rompiéndose la cabeza con las piedras. Mientras el agua cerraba herméticamente la ciudad, como una tapa, podría permanecer sobre la cruz. Mas luego que el vacío se fuera ahondando en torno de ella, el vértigo se apoderaría de su cerebro, precipitándola al abismo. ¿En dónde estaba? A enorme altura, incuestionablemente. Esa cruz era el único punto respetado por las aguas. Poco a poco se fueron descubriendo las torres, las chimeneas y los tejados. Las agujas de los templos perforaban el manto de las aguas. El abismo crecía de arriba para abajo. El océano se retiraba dejándola sola, a doscientas varas de la tierra. Y por una rareza que Magda no podía explicarse, a medida que las pérfidas ondas descendían, se iban iluminando las claraboyas de las casas, las ventanas, los balcones, hasta que aparecieron por fin los reverberos y los faroles movedizos de los coches. ¿Qué?… ¿no había perecido la ciudad?, ¿ella sola iba a ser la víctima?, ¿por qué no hizo lo que todos y se dejó tragar por aquella agua que no ahogaba y por aquella boca sin colmillos? Un vapor de oro subía de la ciudad, rodeándola como si fuera una neblina hecha con hilos de cabellos rubios. La vida bullía abajo, y esa vida en que iba a precipitarse fatalmente era para ella el seno de la muerte. ¡Qué agudas le parecían las cúpulas y qué filoso el ala de los tejados! Y gritaba, gritaba, ¡pero no podían oírla! Únicamente las lechuzas, de ojos amarillos, comenzaron a revolotear en torno de ella. De pronto, un cuervo de torcido pico y semejante al ave rock que habita el Himalaya, le arrancó las pupilas a mordidas. No pudo ya ver nada: sus piernas flaquearon, dobló el cuerpo y cayó de cabeza sobre una aguja de granito.

La camarera, asustada por las voces en que su ama prorrumpía, estaba de pie junto a su cama moviendo con la cucharilla de cristal el líquido recetado por el médico. Magda volvió en sí: sus nervios se sosegaron, apuró la tisana y dejó que la desnudaran sus criadas. Le zumbaban los oídos, y a cada instante preguntaba si llovía. Luego, pensaba oír repiques, e incorporándose en el lecho pedía sus ropas para ir al teatro. El ruido más leve hería sus tímpanos, y a cada rato se estremecía su cuerpo, como si el catre lo encogiera y lo estirara. Estos sacudimientos fueron debilitándose. Ya era más regular su respiración. Dormía con ese sueño vidrioso de la calentura, a través del que todo se mira aumentado y opaco. Luego despertaba sobresaltada, y llena de congoja, tendía la vista en derredor y apuraba con sed rabiosa un vaso de agua. La camarera velaba en una silla baja junto de la cama. Magda le apretaba las manos duramente, bañándolas de frío sudor.

—¡No te vayas! —decía—. Veo caras que me hacen gestos y se ríen de mí. Ese hombre me ha perforado la cabeza, y metiéndome un tubo hueco en el agujero, sopla y sopla hasta llenarme de aire. Tengo en los ojos dos bolas azogadas y veo todo muy grande. ¡No te vayas! ¿Por qué colgaron mi cama en el aire? Ya no quiero que se mueva. Quítame esa nieve que me han puesto en los pies. ¡Jesús! ¡Dios mío! Esos hombres me frotan la piel con unas toallas duras hasta sacarme chispas. ¿Por qué hablas tan recio? ¡Me lastimas!… Dame agua… sí, ¡pero tibia no! Me estoy muriendo de calor. ¡Ya no me quemen! Bebo agua, y como cae en fuego, se apaga y no me sacia.

—¡Vete tú! ¡Vete! ¡No me cuidas bien! ¡Mamá! ¡Mamá!…

Luego lloraba mucho, movía los brazos enojada, dando golpes al aire, y arañaba las sábanas hasta quedar desfallecida y sin aliento, con la boca pegada a la pared. Así pasó toda la noche. Cuando el alba vino, estaba ya menos inquieta y un sudor copioso corría en todo su cuerpo. Las imágenes que miraba en sueños tenían ya mayor fijeza y más naturales proporciones. Los endriagos se habían trocado en hombres. Ya lo maravilloso no intervenía en sus pesadillas ni se miraba acorralada por los gatos. Era el suyo un sueño más terso, más unido, más estable: ya no fue la madeja enmarañada ni la rueda vertiginosa, sino el hilo que va desenrollándose cuando gira el carrete en que lo ataron.

Entonces vio de nuevo los sucesos de la víspera:

Ya apunta el alba y piafan los caballos. Los postillones hablan en el patio; suenan las cadenetas de las mulas y se oye el ruido bronco de las ruedas, girando pesadamente en las baldosas. Un criado sacude el interior del ómnibus. A poco, aumenta el bullicio. Los camaristas pasan por los corredores rezongando. Algunos toman en el patio su café con aguardiente, entre groseras risotadas y redondos juramentos. En la pieza contigua, Provot zambulle su cabeza en una palangana de agua fría; manotea, salpicando la pared, y escupe, enjugándose con la toalla. Los pájaros cantan en el pretil de la ventana. ¡Ya es el día! La luz viene sonrosada y fresca, como si saliera de un baño. Cantan los gallos y se oye el choque metálico de las vasijas en que va a caer la leche. Las vacas salen del establo y el toro muge a lo lejos. Los sirvientes, con las mangas de su camisa arremangadas, barren los corredores, y Magda ve con el oído todo esto. ¡Ya es el día! ¡Adiós, consuelo! ¡Adiós, amor! ¡Adiós, vida! Las violentas emociones de la noche anterior descoyuntaron su cuerpo y su alma. Está cansada. No tiene fuerza para levantarse. Sin embargo, es preciso. ¡Ya todo se acabó! Quisiera acurrucarse bajo de las sábanas, fingirse muy enferma, como hacía, siendo niña en el colegio, cuando iba la superiora a despertarla. ¡Qué bonita es su alcoba! Las paredes son blancas y por la ventana entra mucha luz. El primer día le pareció espantosa. ¡Pero ahora!… Ya todo se acabó. ¡Vamos! ¡En pie! Los pájaros tocan diana. ¡Si Provot se muriera!… ¿Por qué no? Es viejo y está enfermo. La escena de anoche puede haberle hecho daño. Una apoplejía fulminante no es un caso raro. ¡Si muriera! La madre de Raúl no querría entonces dejarla abandonada y sin ánimo. Viviría con ella uno, dos, tres, cuatro meses… quizá un año. Todo el tiempo que pudiera alargarse la superchería. Mas ¿para qué? Al fin y al cabo todo lo sabrían. Sin embargo, un minuto más, una hora… ¡un siglo! Pero Provot, que no había muerto, la llamaba:

—¡Magda, ya es hora!

Demasiado lo sabía. Se levantó; se fue vistiendo poco a poco, como si así creyera que iba el tiempo más despacio; sacó un cepillo de su bolsa de cuero azul y se puso frente al espejo roto para peinarse. «Anoche estaba aquí. ¡Pobrecito! ¡También él va a sufrir! ¡Si Dios quisiera!… Apenas podía andar, las piernas le dolían, y la camisa, pegada por los coágulos de sangre a las heridas y rasguños de su cuerpo, le molestaba horriblemente». Mirándose al espejo, dijo con tristeza:

—¡Qué bien estoy para representar la muerte de Mimí!

Poco después salió a los corredores. Allí estaba Raúl. No se dijeron nada, ¿qué habían de decirse? Ella, perdiendo ya todo temor, le llevó a su cuarto y le puso en las manos una trenza de pelo y un retrato.

«—Ámame mucho. Yo no sé a dónde voy. No podremos ni vernos ni escribirnos. Si no me muero y tú me amas, aquí nos reuniremos dentro de tres años. Contigo queda mi alma».

¿Qué respondió Raúl? Magda no recordaba sus palabras y las quería atrapar, como tiende el rapaz sus manos impacientes para coger las alas de una mariposa. ¿Qué había dicho? Algunas palabras que eran como besos mojados en lágrimas. Pero ¿cuáles? Debía tenerlas siempre en la memoria, y la perversa enfermedad se las quitaba. En su cerebro, estropeado por las visiones de la calentura, sólo se dibujaba el cuadro de esa amarga despedida.

La acompañaron en el ómnibus hasta la estación del ferrocarril. Madame Lemercier y Eugenia iban a su lado, y Magda las abrazaba sollozando, pero no lloraba por ellas, sino por él. ¡Cómo galopaban los caballos! Se hubiera creído que tenían alas. ¡Si se rompiera el ómnibus! Probablemente quedaría herida o lastimada, y sería necesario aplazar el viaje. Pero el ómnibus no tropezaba ni caía. Pronto llegaron al embarcadero del ferrocarril. ¡Qué tristes son esos lugares! El hombre que vendía los boletos tras de la angosta rejilla de madera, tenía el aspecto de un ogro. Los mozos, agobiados bajo el peso de enormísimos fardos, iban jadeando de los almacenes a la vía. Ya estaba el tren allí. Sonaba en torno un gran rumor de cadenas agitadas. Magda pensó en el tercer acto de Roberto el Diablo y en el Infierno. De cuando en cuando, un silbo agudo rasgaba el aire como si la materia se quejase. Eran los toques de aviso para llamar a los pasajeros. Y subieron, por fin, al amplio wagon, dividido en pequeños departamentos. Todos hablaban a su alrededor, pero Magda no oía ni hablaba nada. Tenía asida la mano de Raúl, y pensaba, mirándole: «¡Si supiera!…». Por fin, el tren partió. ¡Qué horrible monstruo es la locomotora! Sus brazos son de hierro para arrancar y desunir a aquellos que se aman. Se nutre de carbón y por sus venas corre fuego en vez de sangre. Cuando grita es que junta en su garganta la voz de todos los seres afligidos que van adentro. En esa voz se ligan y confunden los quejidos de la madre a quien separan de sus hijos, y los sollozos del amante que no verá ya más a su adorada.

El monstruo es inflexible. La muerte, nada más, pudiera detenerle. Trepa, como una víbora gigante, por la vertiente de los montes, y baja, a modo de un alud oscuro, hasta la sima de los más hondos precipicios. Es el cometa de la Tierra. Pero el cometa encadenado, preso en la angosta vía que la voluntad y la inteligencia humana le han trazado, cuando desriela, cuando se despeña, es que, cansado de su largo cautiverio, se rebela. Pero en aquella vez el tren corría obediente por los rieles. Magda, asomando la cabeza por el ventanillo, veía perderse las torrecitas de madera apostadas en los cuatro ángulos de la estación. Los árboles, agitando sus cabelleras trágicas, corrían al punto de donde Magda había partido. Las cosas inanimadas y los dolientes pensamientos de la pobre comedianta volvían a la estación. Allí estaría Raúl, siguiendo con los ojos el blanco penacho de la locomotora despedazado por los vientos en el espacio. Pero ella se alejaba. ¡Dios sabe cuándo volvería a mirar aquellos sitios! Su vista enamorada se detenía tercamente en todos los detalles del paisaje. Veía la luz color de iris, porque llegaba a su retina a través de las lágrimas. La calma de los campos la irritaba. Todo permanecía imposible y quieto, como si ella no estuviera próxima a morir. El cielo había vestido un traje nuevo de raso azul, y el Sol despilfarraba sus monedas de oro, esparramándolas pródigamente sobre la verde alfombra de los campos. Los gorriones picoteaban los granos de maíz que habían quedado en las tierras de labranza, y el agua se reía como una niña que despierta. Nuestras penas no entristecen a la Madre Naturaleza. La gota de tinta no tiñe de negro el océano. Las lágrimas caen a la dura tierra que las bebe y no suben al cielo. La Madre Naturaleza no tiene corazón. Magda pensaba: «Así estarán los campos cuando yo esté muerta». Y así pasaron la mañana azul, el mediodía color de fuego y la tarde color de ópalo. El tren se aproximaba ya a París. Los vientos de la noche comenzaron a desmelenar su cabellera de chispas, como destrenza el enamorado por las noches la cabellera de su querida. Y llegaron por fin. Allí estaba París, riendo, aullando, lleno de luz como el Sol y como el Infierno. La gota de agua, que en nube de vapor se alzó al cielo, volvía a caer al océano. Magda volvía a París. Tomaron un carruaje y momentos después llegaban a la casa. Provot iba con Magda, pero ¿qué habían hablado en el camino? No podía recordarlo. Nada había cambiado en aquella casita perfumada. Magda miró de nuevo las grandes lunas de Venecia y los armarios de palo santo. Era una mariposa viendo su crisálida. Pero de esos riquísimos tapices; de esos muebles, prodigio de ebanistería; de esas joyas y de esos trajes, salían para ella voces amenazadoras. Cada una le recordaba su deshonra y, como en la tragedia de Shakespeare, gritaba a sus oídos: «¡Desespera y muere!». Era su vida antigua hecha ébano y oro y seda y raso: su vida antigua, vestida opulentamente como la reina del Infierno y armada de una espada flamígera como el arcángel que guardaba el Paraíso.

Así pasó la noche de la fiebre. Los rayos áureos de la luz entraron a la alcoba, y Magda, más tranquila, despertó. La camarera revolvía con su pequeña cucharilla de cristal la poción recetada por el médico. Magda sacó el retrato de Raúl, que tenía oculto bajo la almohada, y después de mirarle breve rato, le dio un beso.

VIII. El último acto

Esa fiebre fue desapareciendo poco a poco, y al cabo de ocho días, Magda pudo dejar el lecho. Lo primero que hizo fue verse al espejo, estaba pálida: hubiérase creído que había bajado de la Luna. Sus ojos, rodeados de grandes círculos oscuros, parecían, de lejos, dos pensamientos negros. Tenía despellejados los labios, y un tinte cetrino afeaba su purpúrea lengua de conejo. Durante su enfermedad, no había cuidado de teñirse los cabellos, que a la sazón estaban descoloridos y plomizos, como si hubieran recibido una menuda lluvia de ceniza. La cómica empezaba a descascararse y la mujer aparecía.

Contrariamente a lo que otra cualquiera hubiera hecho en caso semejante, Magda no quiso recurrir a medios artificiales para hermosear su rostro de convaleciente. Dejó su cabellera desteñida; no quiso untarse ungüentos aromáticos en su cara triste y enfermiza: ¿para qué? Esa hermosura teatral, que fue su gloria, no podía servirle ya. Era como el lujoso traje de una comedia que no volvería a representar. Si hubiera podido transformarse, mudar de cutis y de ojos y de formas, lo habría hecho, con tal de que Raúl la continuara amando. Las amigas de Magda no encontraban la explicación de esta mudanza. Algunas habían ido a visitarla: pocas, por simpatía; muchas, por curiosidad; ninguna, por cariño. Las más notaban con perverso regocijo el triste estado de la pobre enferma. En ese cielo de bambalinas, las estrellas se alegran cuando alguna pierde el brillo y muere helada.

Poco a poco, en los pasillos de los teatros y en los gabinetes particulares de las fondas, cundió la voz de que Magda la rubia se moría. Provot tenía que ser discreto por fuerza. La posición social que ocupaba y la inflexible gravedad que ésta le imponía garantizaban el secreto. Para muchos, Magda había ido a veranear a un villorrio donde habitaba su nodriza. Para otros, una pasión romántica la había llevado a la quietud de alguna choza campesina. Poquísimos sabían la verdad. Ninguno la había hallado en los establecimientos balnearios más en moda. Lo indiscutible era, nada más, que Magda estaba enferma y se moría.

A poco tiempo, cundió la voz de que la comedianta iba de viaje. Los médicos le aconsejaban que mudara de aires. En efecto, días después anunciaron los diarios que Magda iba a rematar sus muebles y sus joyas. La noticia sorprendió un tanto cuanto a sus amigos. «Bien está que remate sus muebles —murmuraban— mas ¿las joyas?, ¿estará pobre?, su enfermedad no ha sido larga y, por lo tanto, es imposible que agotara sus recursos». Los mejor informados agregaban que, viéndose muy cerca de la muerte, Magda había confesado y comulgado, prometiendo al sacerdote que, si Dios le alargaba la existencia, mudaría de vida, dando muestras muy grandes de arrepentimiento.

La verdad es que Magda quería despedazar los férreos eslabones de esa cadena que la ataba a su pasado. Durante su convalecencia, en esas horas largas en que el espíritu despierta y como que renace, Magda había trazado su plan de campaña. Acurrucada en un sillón de ancho respaldo, presa entre las paredes de su alcoba, recorría con la imaginación las quiebras y vericuetos de su vida. Cada uno de sus trajes, cada una de sus joyas, cada uno de sus muebles, le recordaba alguna de esas aventuras galantes. Todos la acusaban. Si en el silencio de la noche escuchaba el tic tac sonoro del reloj, creía que un duende movía sus brazos flacos y quejosos en la carátula, diciéndole: «Recuerda. Yo he asistido a todas las horas del amor. Te he visto y te conozco. Mi vocesita, apenas perceptible, era la única que sonaba interrumpiendo tus galantes dúos. No puedes engañarme».

Y el reloj tenía razón. Era un acusador, era un testigo. Aquellos muebles habían sido comprados a precio de la honra. En ese rojo canapé, cuyos pies eran de oro, habían reposado los amantes de un mes, de una semana, de un minuto. En ese tocador, que era un prodigio de ebanistería, estudió ella el arte diabólico de seducir y provocar. Los espejos decían: «Hemos visto tus hombros desnudos y tu garganta descubierta». El búcaro de Sèvres, enhiesto sobre la mesita de palo santo, murmuraba a sus oídos: «Yo sostuve los ramilletes de camelias que mil adoradores te enviaban». Y Magda, amedrentada por la voz muda de esos acusadores inflexibles, no podía volver los ojos a parte alguna sin encontrar testigos de sus faltas. Esos dos candelabros salomónicos, apostados como centinelas de bronce, junto al tocador, eran regalo de un joven comerciante que robó por ella la caja de su amo. La madre murió de pena y de vergüenza. Y cada uno de los trajes opulentos que cerraban los armarios había sido pagado a la modista con el oro internacional de esas compañías anónimas que sostienen el lujo de las actrices. Hasta el loro de Canarias, preso entre los alambres de la jaula, le gritaba:

—¡Loca! ¡Loca!

Y Magda abría los cofres de sus joyas, ya no para contarlas como antes ni para verse en la plata bruñida de la tapa, sino para sentir en la conciencia las mordeduras del remordimiento. Los diamantes despedían rayos de sus pupilas indignadas y los rubíes semejaban gotas de sangre. El collar de perlas, enredado en su garganta, se iba cerrando como una soga, y los hermosos brazaletes de oro, salpicados de brillantes, le apretaban las muñecas a manera de esposas. Sólo una joya honrada había dentro del cofre, y era un pequeño dedal de oro. Ese dedal de oro era un recuerdo del colegio. Estaba aún limpio e intacto: como que Magda no había vuelto a usarlo.

¡Ah!, pero aquella humilde joya, honrada, la iba a acompañar en su vida nueva e iba a ser su escudo de combate. Trajes, tapices, joyas, muebles, todo eso que no podía mirar sin vergüenza y dolor, había vendido. El dinero que esta venta le produjera iría a aliviar las penas y congojas de los pobres. Sólo el pequeño dedal de oro la salvaría del naufragio, sólo él no la acusaba. Las joyas son cortesanas de la riqueza. Esos brillantes, esos topacios, esas perlas, habían contribuido a su pérdida. Si hubiera escuchado desde antes la pequeñita voz del dedal de oro no tendría ahora que arrepentirse y que llorar. La pobre joya, despreciada, le decía: «Yo soy la felicidad y la virtud, soy el trabajo». Pero esa voz imperceptible se ahogaba en el fondo del cofre, y el dedal moría sofocado por los enormes brazaletes de oro y los collares de brillantes.


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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