Stora

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Para vivir ahora en México, como para leer una novela de Zola, se necesita irremisiblemente llevar cubiertas las narices. Las primeras lluvias han convertido la ciudad en un mar fétido donde se hospedan las amarillas tercianas y el rapado tifo. ¡Quién estuviera en París! Cuando los primeros chaparrones descargan sobre la ciudad privilegiada, dice Banville, y cuando las primeras brumas, a la vez trasparentes y espesas, rodean su atmósfera, París es abominable y delicioso.

Un barro negro, inmóvil y estancado como las ondas de un lago infernal, extiende su mantel hediondo adonde travesean los pobres fiacres, manchados de pegajoso lodo y semejantes a la piel de tigre, los pesados tranvías y los pedestres caminantes que caen, tropiezan y chapalean en el agua con la actitud grotesca de los saltimbanquis. Toda la población parece una gran caricatura de Daumier o Gavarni. La ciudad, envuelta por un velo húmedo, como Ámsterdam o Venecia, toma el aspecto de una aguafuerte con sus feroces sombras y sus chorros de luz pálida, sus contornos confusos y sus droláticas figuras, adrede hechas para expresar el pensamiento extravagante de un artista loco. Los monumentos, desnaturalizados y deformes, distintos absolutamente merced a la bruma que los transfigura, erizan sus agujas, sus torres y sus cúpulas, como castillos de hechiceros, construcciones indias o castillos góticos. París, trasijado por el capricho de las nubes, se convierte en una enorme decoración maravillosa que hechiza la mirada, pero el mantel de lodo que extiende a las plantas del transeúnte es espantoso.

Este París, eterna desesperación de los paseantes enjutos, maltraídos y empapados, que doblan la orilla de su pantalón o, abandonando toda suerte de esperanza, se sumergen resueltamente en los pantanos, es un cuadro admirable para los artistas. Algunos transeúntes, menos resueltos y valientes, permanecen helados junto al brillante aparador de alguna tienda. Otros reniegan y blasfeman como carreteros al sentir los proyectiles microscópicos de lodo, que disparados por la rueda de algún ómnibus, se estrellan y deshacen en su cara. En cambio, este suelo lodoso, esos hediondos charcos, son el triunfo de la mujer que marcha, victoriosa, repugnando, como los cisnes, toda mancha. En estos días lluviosos y sombríos, la mujer cursi sale en carruaje; la obrera, que está obligada a defender su enagua y su calzado, se consiente a sí misma el despilfarro de subir a un ómnibus; la gran señora de la clase media se creería deshonrada si no alquilara un coche; pero la parisiense, la verdadera parisiense, marcha a pie.

La parisiense, sí, sin distinción de clases, ya sea cómica, loca o gran señora; la mujer verdaderamente bella y elegante, cuyo traje, cuyo peinado, cuya actitud, cuyo sombrero y cuyos guantes, perfectamente restirados sin estar estrechos, forman una armonía de líneas y colores; la parisiense, digo, desafía sin temor al lodo y a la lluvia.

Camina entonces con un paso seguro, rítmico, glorioso, saliendo pura de los charcos, como esas hadas milagrosas que andan por sobre las espigas sin doblarlas. Su irreprochable calzado cautiva las miradas, y sin encogimiento ni impudencia anda a saltos, a pequeños brincos, mostrando, con donaire, nada más lo bastante para dar una prueba de su raza, el vigoroso arranque de una pierna esbelta, aprisionada en la tirante media cuyo tejido espeso ilumina la luz con rayos de oro.

Sí, aquel París fangoso es el triunfo de la mujer que, toda agilidad y luz, cruza las calles, suelta y garbosa, como la estrofa alada de una oda, y por la misma razón, al propio tiempo, es el paraíso del soñador que sigue a las mujeres.

Yo conocí cierta ocasión a uno de esos piratas callejeros que vivió y que murió en la impenitencia. Era un bohemio, de apellido Stora. ¿Cómo vivía? era un secreto. Su única habilidad consistía en jugar bien al balero y en componer poesías. De cuando en cuando, los editores, apiadados, le compraban una romanza o un cuaderno de poesías. Con el producto de esas ventas comía algunas semanas. ¡Pobre Stora! Cautivo en una mísera buhardilla, iluminada, o mejor dicho, oscurecida por una angosta claraboya, solía, por accidente, devorar un mendrugo de pan y dos centavos de tocino crudo, único lujo permitido por la miseria a su apetito. Viviendo entre la soledad y la tristeza, no conocía las monedas de oro más que de nombre y de cariño. Pero eso sí, aquel solitario, privado de todo luj o, de toda fiesta, de todo despilfarro; aquel pobre hongo que calentaba su espalda al sol en el descanso de la escalera interminable no podía ni un instante permanecer en casa cuando la lluvia descendía a torrentes y el lodo se apiñaba en las aceras. Tomaba entonces posesión de París, y creyéndose dueño de un dominio más grande y rico que el de Salomón, seguía constante a las mujeres.

Clavada la pupila en su calzado, iba en su seguimiento durante el día y la noche, y andando, andando, como el Judío Errante, miraba desaparecer las plazas y las calles, dejaba atrás los bulevares, se perdía en los cuarteles más oscuros y lodosos, dejando una media azul por una media gris, o una botita de cabritilla negra por un garboso botín de piel dorada. Contento e inconstante, cambiaba a su sabor de diosas, ora siguiendo a ésta u ora a aquélla, tal como la abeja vuela de flor en flor, desdeñando las rosas más galanas. En ocasiones se adelantaba a la mujer que seguía: con una ojeada rápida le miraba los ojos, la boca y el cabello, solamente para cerciorarse de que aquellas gracias correspondían a las que imaginariamente le había dado, y para ver si aquella media, rosa o blanca, estaba bien o mal acompañada. Pero, en rigor de verdad, Stora conocía muy pocas caras. ¿Para qué? Su único afán, logrado ya, había sido conocer y anotar todas las medias de las grandes señoras parisienses. Y ya las reconocía perfectamente, las saludaba como a amigas viejas, e iba tras ellas, abstraído y mudo, haciendo provisiones de recuerdos para esos días interminables que pasaba componiendo nocturnos para piano.

Siguiendo esa manía, Stora obtuvo todas las bronquitis y laringitis imaginables. Sin zapatos, seguía encarnizadamente los botines más lindos y coquetos, y si tenía botas, las iba dejando a jirones en la calle. Se enfermó del pecho; una afonía estuvo a punto de arrancarle la existencia; su voz podía apenas articular algunas palabras… nada le importaba. ¿Era preciso hablar para seguir las medias rosas, las medias multicolores rayadas en espiral, o las graciosas medias grises con su violeta bordada en una punta?

Sin embargo, como no puede confiarse en nada, ni siquiera en la pobreza, Stora un día se vio obligado a renunciar a sus deliciosas caminatas. Un buen hombre le hizo ganar a la bolsa algunos miles, y una vez rico, Stora, por mandato de los médicos, hubo de recorrer Mentor, la Bordighera, Mónaco y Ginebra. Vio los naranjos, los limoneros, los áloes, la mar azul, pero doquiera fue acompañándole una incurable tristeza y una nostalgia profundísima. En aquellos países de sol no llueve sino poco, y cuando llueve, las mujeres desdeñan levantarse las enaguas, o si lo hacen, descubren una pierna flaca y angulosa, de pronunciado empeine, y revestidas por medias sin color e irregulares.

«¡Ah! —exclamaba amargamente entonces—. ¡Únicamente las parisienses restiran bien sus medias!».

Y hondamente contristado, leía el Kenilworth, de Walter Scott, envidiando la suerte de aquel Raleigh que en el Londres de antaño, innoblemente pantanoso, tendía su capa de terciopelo a los pies de la reina, para que la pisara. No era dado, por desgracia, a Stora, el poder imitar estas locuras; porque, como era consiguiente, cuando volvió a París ¡ni paletot tenía! No estaba arrepentido ni, menos aún, curado. Tosía, se sofocaba, pero, invariablemente, seguía perseverante aquellas medias que fueron su perdición y su ruina.

Cierta vez, después de haber seguido, ayuno y bajo una llovizna penetrante, un par de medias parisienses, Stora se desmayó en el dintel de una puerta y fue a despertar en el hospital donde murió luego.

¡Pobre Stora! ¿Qué príncipe, qué millonario, qué nabab ha satisfecho sus caprichos como Stora, dueño, con la imaginación, de aquel París que su deseo invencible le había conquistado?

¡Pobre Stora!


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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