(Histórico)
Voy a referiros una breve y triste historia, y voy a referirla porque hoy habrá muchos semblantes risueños en las calles, y es bueno que los alegres, los felices, se acuerden de que hay algunos, muchos desgraciados. Es un episodio del 14 de julio, pero no del 14 de julio de 1789, sino del 14 de julio de 1890. Y la heroína es una paisana nuestra, una hermosa y desventurada mexicana. ¡Ah!, de ella hablaron mucho los diarios de París hace dos años, más que de madame Iturbe y de sus trajes, más que de la señorita Escandón y su boda. Arsenio Houssaye, ese anciano coronado de rosas, le dedicó una página brillante, una aureola de oro, como esas que circundan las sienes de los mártires. La Piedad la amó un momento, un momento nada más, porque la Piedad tiene siempre muchísimo que hacer. Y ahora que miro esas banderas, esas flámulas, esos gallardetes, símbolos de noble regocijo, pienso en la pobre mexicana que pasó en París el 14 de julio de 1890.
Estaba casada con un francés que vino a nuestra tierra cuando la malhadada Intervención. Aquí tuvo seis hijos… ¡Ya sabéis que la pobreza es muy fecunda! Vivían penosamente, y el marido, esperanzado en hallar protección más amplia en su país, regresó a Francia con su mujer y su media docena de criaturas. Él era pintor, decoraba, hacía cuadritos de flores y de frutas para comedores, iluminaba retratos, y tenía buena voluntad para admitir cualquier trabajo honesto. Pero he aquí lo que no hallaba. ¡Es tan grande París! ¡Hay en sus calles tanto ruido! ¡Es tan difícil percibir allí la voz de un hombre!
Altivo, orgulloso como era, jamás se habría resignado a pordiosear. La miseria, enamorada sempiterna del orgullo, vino a acompañarle.
Una noche, agotados ya todos sus recursos, dijo:
—Es preciso morir.
Le oyó el más pequeño de sus hijos y preguntó entonces a la madre:
—Mamá, ¿qué cosa es morir?
—Morir, hijito, es irse al cielo.
—¿Y cómo será el cielo?, ¿como el mar?
—No: el cielo es un jardín en donde hay muchas flores y muchas frutas y muchos juguetes para los niños.
—Sí, pero no serán para mí. También aquí hay todo eso y nada es mío.
—En el cielo cogen los niños que no son traviesos cuanto quieren.
—Mamá, ¡vamos al cielo!
La muchachita, que escuchaba atenta, terció entonces en la plática:
—Pero el viaje ha de ser largo, muy largo… ¡De aquí al cielo!…
—No, mucho más cómodo y más rápido que el de México a Francia. Se duerme uno, y cuando despierta está en el cielo.
—¿Y allá hay fiestas como la de mañana, con fuegos artificiales y con música?
—Todo el año.
—Pues iremos.
Y aquellas criaturas, para quienes la tierra era tan dura, se alborotaron con la idea de ir al cielo. ¡Morir! ¡Qué hermosa palabra! Sonaba en sus oídos como suena, cantando, en los de algunos hombres.
—Pero no nos iremos todavía —dijo otro de los niños—. Mañana es el 14 de julio. Quiero ver los fuegos.
Padre y madre, cruzaron una mirada suplicante.
—¡Esperaremos!
Casi habían olvidado ya su hambre, con la esperanza de ir al cielo, y se durmieron soñando en rehiletes de estrellas y en jugueterías de porcelana blanca, atendidas por ángeles. Sólo la más chiquita, que no había entendido, dijo con voz desfalleciente:
—Mamá, papá.
Los dos esposos se miraban sin hablar. ¿Cómo esperar a mañana?
—Yo puedo todavía, vendiendo lo último, juntar un franco. ¡Padre, quiere Juanito ver los fuegos!
Y aguardaron… Sería blasfemia escribir: esperaron. El padre tenía una tablita de flores que no había podido vender. Iba a regalársela a la buena señora del estanquillo. ¡Tal vez le diera algo!
Muy temprano fue. Ya cantaba la fiesta su himno triunfal en plazas y bulevares.
A poco abríase de nuevo la puerta del tabuco y el pintor entraba de regreso.
—¿Qué te dieron?
Aquél, vencido, sin desplegar los labios, dejó caer al suelo unas cuantas estampas.
—Eso… para que los niños se diviertan. ¿No recordáis la historia de Schiavone? Aquel pintor veneciano también tenía mujer, seis hijos y hambre. También era soberbio. Y pintó no sé qué para los padres de la Santa Croce; fue a entregar su trabajo y los padres le dieron como recompensa un ramillete de rosas. También dejó caer las flores sobre la desnuda tarima, y la blanca Giacinta, su mujer, fue deshojando en los platos vacíos, y cuando ya no hubo más pétalos, dijo al esposo y a los hijos:
—Venid: ya está la cena.
Un instante después moría de hambre.
La mexicana sí había reunido ya algo más de un franco para pasar el día 14. Todos juntos salieron a la calle para que los niños pasearan. ¡Qué alegría! ¡Qué esplendor!
Los muchachitos, débiles y enfermos, al pasar por frente a los aparadores, decían:
—Mamá, ¿qué hay en el cielo?, ¿pollo asado?
—¿Y jamón?
—¿Y pasteles?
La muchacha más grande, la de catorce años, veía con tristeza los escaparates de las tiendas de moda. ¡Era hermosa, y se iba sin que el mundo la hubiera conocido! Tal vez la pobrecita no creía en el cielo, pero en la muerte hospedadora, sí. No engañaron sus oídos las músicas de viento; no engañaron sus ojos los fuegos artificiales; no engañaron su imaginación las promesas del cielo. Sí, el cohete sube también, resplandeciente, quiere llegar a las estrellas… pero en el aire se apaga. Lo cierto es la armazón, es el esqueleto del castillo que en un momento fulguró. Y lo cierto es la noche densamente negra.
Ella fue la primera que dijo:
—¿Ya nos vamos?
Y los niños más chicos, en coro, repitieron:
—Sí, papacito, vámonos al cielo.
En el camino compraron un pan. Tenían más hambre, mucha hambre. En su tabuco devoraron aquel pan. El padre, no; no pudo. La madre, no; no quiso.
Pero en ese pan habíase empleado hasta el último céntimo. Y para dormir bien, para dormir como ellos querían, el carbón era indispensable.
—¡Ah, no hay cuidado! —dijo la mayor—. La portera me fía.
Y salió. Y lo trajo.
No hubo necesidad de que apagaran la vela. También ella se apagó. Ardía el carbón, y su fulgor dantesco semejaba un boquete del infierno asomando en la sombra. ¿Quién llora? ¿Quién solloza? ¿Quién se queja? ¿Quién se retuerce? ¿Quién sofoca blasfemias? ¿Quién se ahoga?
La asfixia se lleva primero al niñito de pecho; amordaza después a los más débiles; amarra a los padres para que presencien, impotentes, la agonía de sus hijos, y en medio de este horror y de esta espantosa lucha muda, rasga el silencio la voz de la hija mayor:
—¡Ya no! ¡Ya no quiero morir! ¡Padre, perdóname!
Al día siguiente un vecino rompió la puerta: dentro estaban los cadáveres. Los sacan al aire, hacen esfuerzos inauditos… ¡Todo inútil!
¿Verdad que ese cuadro debió de ser horrible? La vida inventó un castigo, inventó un suplicio que no había soñado el Dante. ¡La madre estaba viva!
¡Ah, éste sí que excede a todos los tormentos! Ugolino devora a sus hijos, pero los lleva dentro de sí. Y Ugolino muere. A aquella madre no la quiso la muerte.
¿En dónde está? ¿No se ha aplacado Dios? ¿No ha permitido que muera? ¡Santo cielo! cuando asisto a las fiestas de este día, cuando miro reír y juguetear en la kermés a tantos niños bien vestidos, pienso en las inocentes criaturas que, hambrientas y asfixiadas, perecieron ha dos años, y digo a las almas buenas:
—¡Una caridad, por amor de Dios!
Señor, ¿en dónde está la pobre mexicana? Si vive aún, ¡dale la muerte de limosna!