El Portal

Manuel Payno


Cuento


No hay cosa más difícil que comenzar un artículo de costumbres, una poesía, una oración cívica, o cualquier cosa en que se necesite forzosamente disponer a los lectores a que usen de benevolencia con el autor y a que escuchen con paciencia, ya que no con placer, los diálogos entre las vecinas de la casa de los Dolores, las quejas contra el rigor de una querida o contra las inclemencias del destino, o los padecimientos de los héroes de la libertad, que aunque muy sublimes, los sabe ya todo el mundo, adornados de la poesía o prosa con que los han revestido los oradores anuales.

¿Es introducción ésta? Todo tiene, menos eso; pero llevaba yo media hora de estar con la mano en la mejilla sin poder escribir una silaba, y era fuerza comenzar. Me ocurre que si yo hubiera viajado por Florencia, por Parma o por Milán, quizá esas ciudades tendrían portales de mármoles, y en esos portales pasarían cosas bonitas, cuya descripción serviría de exordio o introducción a este artículo, en vez de traer por los cabellos a las oraciones cívicas y a las poesías. Si fuera anticuario, podría también explicar si los romanos fueron los primeros que construyeron los portales, o fueron los griegos, los godos o los persas; pero ni anticuario ni viajante, sólo puedo decir que en un portalito de Santa Anita sostenido con puntales y cuñas, pasan la noche los indios que se embriagan; que el portal de Toluca estaba ocupado en un día de Muertos sólo por mi elegante persona, y la más elegante de un nevero que quería se refrescaran los transeúntes en el mes de noviembre; y por último, que en el portal de San Juan del Río se sienta una mujer delante de un hachón con una olla de atole de anís y otra de tamales, y que también mi elegante persona, unida a la de otros jóvenes de capa romana, tomó su atole y sus tamales, y por poco le cuesta bajar a la negra, hórrida, lívida, tétrica y melancólica tumba.

Mas dejemos todos los portales del mundo, y contraigámonos al de México, objeto de este artículo. El llamado de Mercaderes, comienza en la calle que sigue al Empedradillo y da frente al Parián, da vuelta frente a la esquina del mismo Parián, y continúa con el nombre de portal de Agustinos. Después, con algunas interrupciones, sigue la portalería hasta la casa del Coliseo; pero los portales más interesantes son los de Mercaderes y Agustinos, porque los demás apenas son célebres, uno por un puesto famosísimo de fruta, donde en verdad puede contemplarse bien la fertilidad del país y hallarse reunidas las producciones de todos climas, y otro por el antiguo café del Águila de Oro, donde era fama que concurrían los del partido popular; digo concurrían, porque hoy cada uno tiene el partido que le acomoda, según las mayores o menores ventajas que produce el tiempo. No es por cierto tan falto de interés el portal de Mercaderes. En el arco de entrada que da vista al Empedradillo o boca del portal, como llaman vulgarmente, están fijados los carteles de las diversiones públicas. Un inmenso cuadrilongo escrito de cabo a rabo dice Teatro Principal. Sigue la fecha. La compañía deseosa de complacer al público, por cuantos medios estén a su alcance, y no perdonando gasto ni sacrificio alguno, ha dispuesto para esta noche la comedia en tres actos del célebre Moratín, titulada El sí de las niñas.

A continuación se tocará una rumbosa sinfonía, y concluirá la función con la pieza en un acto de don Manuel Bretón de los Herreros: Los parientes de mi mujer.

Pagas: Patio 1 peso. Palcos por entero 6 pesos.

Otro cartel está del otro lado lleno de pinturas de muertos, ángeles, condenados y soldados: «Teatro de Nuevo México. Gran función para el día tantos…»

Los empresarios que no tienen otro anhelo que agradar a un público que los ha colmado de favores, venciendo cuantas dificultades se les han presentado, han dispuesto para la noche de este día poner en escena el famoso drama romántico y de gran espectáculo del célebre Victor Hugo, titulado: Lucrecia de Borgia.

La función concluirá con el graciosísimo baile a seis parejas: Las mollares de Sevilla.

Pagas: Patio 1 peso. Palcos 6 pesos…

Sigue adunado al cartel del Teatro Principal otro de la ópera italiana. También en este cartel, los actores desean complacer al respetable público, y ofrecen por quinta o séptima vez, la famosísima ópera nueva del maestro Donizetti, titulada Il Belisario, donde salen varios cuerpos de infantería y caballería, doncellas griegas y un carro tirado por seis caballos blancos.

Pagas: Balcones y lunetas, 12 reales. Palcos, 10 pesos…

Los domingos hay algunos más carteles, pues el Teatro de la Unión anuncia La noche más venturosa o Premio de la inocencia; los volatines o maromeros avisan que a instancias de los concurrentes comerán lumbre, brincarán doce espadas, etcétera.

¡Ah!, se olvidaba otro cartel. Plaza de Toros de San Pablo. El empresario, como todos los empresarios y todas las compañías, no tiene otro anhelo ni otro pensamiento que divertir al ilustrado público que lo honra con su asistencia; y al efecto expresa que se lidiarán siete bravísimos loros de la famosa hacienda del Astillero o de Atengo. Sucede que el público ilustrado grita: Cola, cola, toda la tarde; pero eso no es del caso, porque el empresario recibió ya la honra, que es lo que importa.

La boca del portal está llena de gente mirando los muñecos de los carteles y el precio de las entradas, que en cuanto a si es Bretón o Dumas el autor, muy poco se cuidan los más, y sólo definen las composiciones teatrales en comedia triste y comedia alegre. Además, la boca del portal es un punto de cita para asuntos mercantiles, para reuniones de amigos, y punto también donde muchos se están en pie pensando qué harán para pasar el día. Entremos al portal.

En la parte interior de las columnas de los arcos, hay pegados unos armazones de madera blanca, que llaman propiamente alacenas. Estas alacenas son el objeto de los pensamientos de todo niño, pues se hallan surtidas de tambores, espadas de palo, campanitas, candeleros, atriles y otros pequeños paramentos de plomo y estaño, trastes de vidrio poblano, santos, soldados de barro, etcétera. A decir verdad, entre todas estas baratijas sólo llaman la atención los muñecos de cera y de barro. Los constructores de estas preciosidades que tanto agradan a los extranjeros, son dignos de admiración, puesto que rudos, sin ninguna idea de escultura ni de dibujo, han comprendido perfectamente las proporciones del cuerpo humano y las costumbres nacionales. No obstante, esos hombres de tanta habilidad e ingenio, viven y pasan desconocidos, y aun degradados en la sociedad, y sus obras, algunas maestras y admirables, las cubre el velo del anónimo. Ya se ve, el sello de su abatimiento data desde la pila bautismal, pues llamándose Tiburcios, Pánfilos y Doroteos, no se les considera capaces de hacer lo que un M. Coup, un Mr. Glass, etcétera.

Mas volviendo a nuestro cuento, cada cajoncito o alacena de estas forma el patrimonio de una familia, pues el flujo y reflujo de muchachos no cesa en todo el año. Frente de estas alacenas hay una porción de casas de comercio con elegantes rótulos: Café del Cazador, Nevería, Mercería de la Perla, Mercería núm. 4, y nótese que casi todas las tiendas son de mercería, y que forma un gran contraste la brillante bijouterie francesa con la modesta exposición de nuestra industria mexicana. En la esquina del portal de Agustinos hay un armazón de mayor dimensión que los demás, y su rótulo que dice Alacena de Libros de don Antonio de Latorre, célebre porque hace años que se reciben en ese paraje las suscripciones de cuantos periódicos se publican, sean de oposición o ministeriales, y se reúnen a informarse de las noticias corrientes los sansculotes y los aristócratas, los licenciados y los legos, los paisanos y los militares: no hay aspirante a literato, autor de libelos, periodista, editor de novelas y pasante de abogado, que no tenga dares y tomares con don Antonio de Latorre. Se suceden constituciones, se van y se vienen presidentes, y la Alacena resiste a las tempestades y oscilaciones políticas. Alacena literaria, es verdaderamente cosmopolita.

Dando vuelta al portal de Agustinos, el movimiento disminuye, y sólo se ve un brazo de hierro que entre paréntesis es de palo o yeso con un sombrero montado, que indica bien la clase de mercancía que se vende en la tienda, la polvosa y antigua librería de Galván, y unos tendederos de litografías, sainetes, comedias de Calderón y de Moreto, y multitud de sonetos, décimas y octavas, detestables en lo general, pero con cierto aire satírico. Todo es algazara, vida y movimiento en el portal durante el día; y si bien a los que vienen de París o Londres no les llama mucho la atención, nuestros payos se quedan con la boca abierta, como suele decirse, y no hay día, durante su residencia en México, que no vayan al portal.

En cuanto llega la noche, la escena cambia enteramente: quince faroles, que hoy podían llamarse lámparas, alumbran los portales de Agustinos y Mercaderes; las mercerías y tiendas se cierran, y las alacenas sirven de asientos para los concurrentes. Los días de trabajo asiste poca gente; pero los festivos parece una linterna mágica; la vista se divaga entre tantos petimetres, militares y embozados, y los faroles proyectan algunas sombras y reparten una media luz, que da a las figuras un tinte fantástico y romancesco.

—¿Quién es aquél de patillas polacas con el sombrero calado hasta la frente y el paso incierto?

—¡Toma! —responde otro—, es don Estaban Quiñones; probablemente le darían una desplumada en la partida, y va delirando con sotas y reyes.

—¿Y aquella güera de capota de raso morado y peinado a la mon ami?

—¡Oh, ésta es gran pieza!, era costurera de Sofía, la modista de la calle de Plateros; tuvo sus amoríos con un oficial de caballería, el cual le dio un día su pasaporte, porque encontró de visita en su casa a don Teodoro el panadero.

—Pero ese joven barbilampiño que la lleva del brazo, ¿quién es?

—Su marido.

—¿¡Su marido!?

—Sí: ¿y qué tiene eso de extraño? Se enamoró locamente de ella; echó un velo sobre su vida pasada; le concedió un armisticio, y se casaron.

—¿Y le es fiel?

—Sí: ha variado su vida completamente.

—Vaya… siquiera… Pero mire usted esa santa abuela de zapato de raso blanco, falla de punto, y…

—Creerá usted que esa abuela presume de hermosa, y… mire usted cómo se sonríe y guiña el ojo a don Terencio Castañuelas.

—¡Cabal! ¿Y estas dos?

—¡Chitón!, que aquí junto de nosotros está el novio de una de ellas, y la otra se va a casar con un hacendado rico y viejo, a pesar de que está en correspondencia con Agatón, y con Pancho, y con Juan, y…

—¿Con cuántos por fin?

—Con ocho o diez; pero es vivísima: a todos los trae a las vueltas, y los contenta, y los riñe, y la regalan, y la obsequian; mas al fin de las cuentas los dejará con la boca abierta, porque esto de afianzar hoy un marido rico…

—Pero si es viejo.

—No importa, el dinero lo hace joven. Pero mire usted, esas niñas que vienen ahí son buena cosa; modestas, hacendosas, amables y de talento: la lástima es que a una de ellas la enamora Tiburcio, y le quita el crédito, y la burlará, y no se casará con ella, porque es un arrancado y un truhán.

—¿Pero qué no hay quién la aconseje?

—Sí; pero ella está encaprichada. ¡Qué quiere usted; las mujeres escogen lo peor!

—¡Calle! ¿Y quién es aquél tan elegante, de cadena, fistol de brillantes, casacón redondo y sombrero de progreso?

—Es uno que acaba de llegar de Europa.

—¿Y será hombre de provecho?

—Sí; el don Carlitos de la comedia de Calderón.

Estas y otras conversaciones semejantes se escuchan en los corrillos que forman los que están sentados en las alacenas, en tanto que los paseantes van muy engreídos y satisfechos. ¡Éste es el mundo! Se pasea el militar con sus divisas, sus plumas, sus bordados, muy creído en que todos lo ven con admiración, y dicen: «¡Ahí va un valiente!», y mentira; porque o no le hacen caso, o dicen: «Ahí va un mandria o un baladrón». El poeta va muy enorgullecido creyendo que algunos lo señalan con el dedo, y dicen entusiasmados: «¡El que va entre ese grupo, hace unos versos divinos!», y también es mentira; porque si alguno fija la atención en él, es para decir: «¡Miren qué feo, qué mal vestido, y tan orgulloso porque hace unos malos versos!» Las pobres jóvenes que están tres horas al espejo, poniéndose hasta la mano del almirez, como se dice vulgarmente, dan su paseo, y en lugar de atraerse la admiración y los elogios, les motejan la cáliga mal puesta, la flor de la cabeza, la musolina del vestido, y lo que es más, la musolina de la reputación. No quiere decir esto que las bonitas dejen de conquistar algunos corazones, y de atraerse uno, dos o más galanes que las siguen hasta sus casas: sucede esto también porque de todo hay en la viña del Señor.

Entre diez y media y once de la noche, la concurrencia se va disminuyendo, y al fin queda el portal vacío, y las mil caras hermosas y las mil figuras ridículas desaparecen, dejando el puesto a los serenos y a los dulceros. Algunos que suprimen la casa por elegancia, pasan la noche arrinconados en una puerta, porque no hay cosa más hermosa que la libertad, ni más filosófica que una bolsa desprovista de dinero los doce meses del año. Todos los días se repite la misma función, y en todas épocas, con corta diferencia, presenta el portal, de día un recurso para las muñequeras y buhoneros, y en la noche un lugar de diversión para los que no gustan de las visitas o no tienen con que ir a los espectáculos, tanto, que muchos llaman al portal el teatro de los pobres.


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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