¡Éste no es país! ¡Estamos en un abismo! ¡No tenemos remedio!
No os canséis, lectores: los idiomas varían mucho, y todos los días es necesario hacer estudios de las lenguas, y particularmente de la castellana, que pretendemos hablar. Día vendrá con el tiempo en que trabajo costará a los habitantes de México el entender El Quijote de Miguel Cervantes. Por ahora con lo mal que hablamos y peor que escribimos, nos la vamos pasando perfectamente, que al fin lo mismo es decir calle sólida, que calle solitaria: así nos entendemos, y maldita la necesidad que hay de distinguir la Z de la S, pues lo mismo da matar un venado que contraer el santo matrimonio. Lo que es forzoso aprender, como los muchachos el Todo fiel, es el estilo de moda y las frases de la época.
Hay tiempos en que todo está excéntrico: si un albañil se cae de un andamio, es por la posición excéntrica que guardaba el edificio: si llueve y México se convierte en otra nueva Venecia, no son los patriotas capitulares los que tienen la culpa, sino la posición excéntrica de las nubes: si un pobre marido es víctima de las maquinaciones de un pisaverde, no tiene más remedio sino sufrir, hasta que toda la casa salga de la posición excéntrica en que se halla.
Otras veces todo está compacto: desde el ministerio, formado por cuatro personas distintas, pero con cuatro opiniones diferentes, hasta la prensa, cuya libertad suprime un bando militar y que con semejante medida queda perfectamente compacta. Los novios no se pueden casar, porque como antes habían sido compactos, ya la carga les pesa un poco. Si se trata de un día de campo, es menester que la comida, los vinos y el baile sean una misma cosa; mejor dicho, que todo esté compacto: medida que elevada a una grande escala, no agrada mucho a las madres de familia.
En épocas más felices hemos vivido con las masas, pensando con las masas, comido con las masas, y dormido con las masas. Que se barra la calle y se quiten los muladares. Imposible; no quieren las masas. Ya los comerciantes están enviando su dinero al banco inglés. Paciencia, como las masas están un poco arrancadas, es necesario… que haya un poco de patriotismo. Señores: limpieza, orden, cordura, decencia… Las masas se enojan, y es preciso conformarse con la voluntad de las masas, porque al fin componiéndose la redondez de la tierra de puras masas, si salimos de unas masas, de forzosa necesidad tenemos que tropezar con otras.
Ya ven ustedes cuántas aplicaciones han tenido en sus épocas respectivas estas tres palabras: excéntrico, compacto y masas. ¿En qué diccionario castellano puede encontrarse una significación tan amplia y tan propia como la que nosotros les hemos dado? ¿Qué autor clásico español ha manejado con más soltura y maestría el idioma?
Hoy ya esas palabras cayeron en desuso, y hay otras de última moda: ni las Flores animadas se hallan tan en boga como las frases que andan de boca en boca.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntamos en la calle a uno de esos que tienen tan presentes los acontecimientos políticos, como algunas ancianas el calendario.
Nada particular —responde—; pero vea usted cómo se atropella la gente al salir de la misa de doce y cuarto de la Catedral. Parece más bien una manada de carneros. ¿Cómo hemos de estar bien gobernados ni ha de haber patriotismo, ni espíritu público, ni paz, ni orden, cuando su cede esto? Ven usted, y no diga que exagero… ¡Vamos!, si ¡éste no es país!
—Pero, hombre, si esto sucede en todas partes del mundo donde hay mucha gente…
—¡Disparate! ¡En los Estados Unidos entran y salen a las iglesias por hileras: en Bélgica hay boletos para las funciones; en Inglaterra nadie puede entrar a un templo si no sabe latín, griego y hebreo y viste calzón corto y zapatos de charol; pero aquí!… estamos muy atrasados… No se canse usted, ¡éste no es país!
—Vaya —le respondemos—, se conoce que está usted de muy mal humor hoy… Adelante.
Y adelante, por nuestra desgracia encontramos un grupo de muchachos volando un papelote y jugando a la maruca.
—Ya ve usted —nos dice nuestro hombre—, la educación primaria está muy abandonada. Estos muchachos debían estar ahora en una escuela dominical, en vez de estarse jugando al sol como unos haraganes; y ¿así queremos que haya oradores, y poetas, y diputados, y generales, cuando no se educa a la juventud?
—Pero, hombre, si al fin es día festivo, y las pobres criaturas han de descansar…
—No se canse usted: estos muchachos con semejante vida pararán en un patíbulo… ¡Éste no es país!
Apenas hemos llegado a la boca del portal, cuando llama la atención de nuestro personaje un grupo de gentes que están mirando los carteles.
—¿Y qué me dice usted de esta gente ociosa, que gasta una hora en registrar los carteles de estas comedias? Un pueblo divagado de esta manera no puede tener idea de sus derechos ni de su dignidad… Convénzase usted, ¡éste no es país!, por más disculpas que quiera usted dar.
Llegamos a la Alameda, y nos sentamos debajo de un fresno, cuyas hojas secas caen sobre nuestros sombreros: mi hombre que lo observa, sacude su sombrero y se lo vuelve a poner.
—Vamos, para usted que es el defensor eterno de la República, ¿qué le parece a usted esta incuria? Observe usted cómo todos los árboles se están deshojando.
—Creo —respondo tímidamente—, que estando en el mes de enero, hay razón para…
—Ilusiones que se forman los mexicanos. En poder de los ingleses esta Alameda sería un vergel. Apuesto ciento contra uno a que ni una sola hoja se caía de los árboles en el invierno. Ya tendrían muy buen cuidado ellos, que son tan afectos al campo, de poner unas chimeneas debajo de cada árbol de la Alameda, para que estuvieran siempre verdes; pero aquí nada se hace; se vive a la bartola: nunca se piensa para el día de mañana… No nos cansemos, para nada servimos; ¡éste no es país!
—Pero diré a usted, sin embargo, que sería difícil el poner debajo de la Alameda una chimenea.
—¡Bobada!, para un pueblo industrioso nada es imposible. ¿No sabe usted que los ingleses han hecho un agujero en el Támesis, y que por adentro y por afuera bogan inmensos barcos? Aquí sería necesario consignar a los empresarios, para sólo que levantasen el plano de una obra semejante, todo el producto de las contribuciones del Distrito, y ni nuestros nietos gozarían… Convénzase usted de que ¡éste no es país!
Fastidiado ya con la conversación de mi amigo, me despido cortésmente de él, y me marcho triste y confundido, y a pocos pasos me encuentro con el famoso don Tristán, hombre que da siempre noticias malas y jamás cree una buena.
—¡Eh!, camarada, se conoce que ignora usted todo lo que pasa, puesto que no llora lágrimas de sangre.
—Diga usted, por Dios, lo que pasa —le pregunté con ansiedad.
—Pues no es nada lo del ojo: lea usted en El Siglo XIX y en El Monitor la representación del gobernador del Estado de México, en que asienta que es soberano, libre e independiente.
—Bien, ¿y qué?… ésa es una cosa que ya la sabíamos.
—No es eso. Lo notable es la malicia que envuelven esos conceptos. No lo dude usted —continúa acercándoseme al oído—, eso quiere decir anarquía, desmembración, pérdida de la República… estamos en un abismo.
—Bien; pero eso con prudencia se compondrá…
—Los versos lo dirán —responde—, pero lo muy grave es lo de Tamaulipas. El gobernador, la guardia nacional, el comercio, los vecinos, los militares, los clérigos, los frailes, los rancheros, los árboles, los carneros, los caballos, los coyotes, todos están en la bola.
—¿Pero qué bola, por Jesucristo?
—Entonces no sabe usted lo que pasa… está usted en ayunas.
—Completamente.
—Pues, amigo mío, estamos en un abismo. La república de la Santa Madre está ya formada y el gobierno sin fuerza moral, sin nada, se queda tocando tabletas.
—Quizá podrá ponerse remedio con…
—Es tarde, todo está hecho; y no es eso lo peor.
—¿Cuál es lo peor entonces? —le pregunto alarmado.
—Lo peor es que se está combinando un plan para construir un camino de fierro a Tacubaya, y ésa es nuestra absoluta perdición, porque mientras unos están en la Sierra Madre, los otros…
—Pero no sé qué tenga que ver…
—¡Bárbaro!, la República es el cráter de un volcán; en cuanto reviente, pif… todo se acabó. Vea usted claro, por Dios, y no se alucine. Ese camino de fierro es empresa que lleva un fin oculto e infernal. Una vez construido, los enemigos del orden pueden llevar cañones y parque, y gente, hacerse fuertes en la hacienda de los Flores y dominar a toda la nación. Estamos en un abismo.
Enfadado, dejo a mi hombre con la palabra en la boca, y me marcho a mi casa; pero en ella me encuentro con don Canuto Funestidad, que arrellanado en una poltrona leía los periódicos.
—Amigo —me dice en cuanto me ve entrar—, cada día estamos de mal en peor… no tenemos remedio.
—¿Pero qué ha sucedido de nuevo, don Canuto?, diga usted por las animas benditas; porque crea usted que me he encontrado con dos sujetos que me han puesto la cabeza como una tambora. Me han dicho que éste no es país, que estamos en un abismo, y qué sé yo cuántas cosas más. Yo creo lo contrario, y concibo que todos los países del mundo han pasado poco más o menos por estas circunstancias.
—Pues, señor mío, está usted muy engañado: está usted todavía soñando con bellísimas ilusiones. A mi modo de ver, este país se perdió, y lo peor de todo es —añadió suspirando profundamente— que no tenemos remedio.
—Explíquese usted —le respondí—: ¿por qué no hemos de tener remedio? ¿Qué la paz y la estabilidad en las instituciones, y el ir con prudencia corrigiendo los abusos, no podría…?
—Calle usted, por Dios, hombre —me interrumpió—, parece que todos han perdido el juicio en este país.
»Le contaré a usted lo que me ha sucedido, y ya juzgará si es posible que esto marche.»
—Diga usted.
—Pues, señor, ayer como me entretuve más de lo regular en la alacena de don Antonio de la Torre con una nube de platicones, me ocurrió ir a comer a una fonda. Entré con efecto en la primera que se me presentó, y… vamos, la gallina dura… Dame otra cosa, digo al mozo, y me traen después de una hora un asado, que más blandas están las pistoleras de mi silla; la ensalada sin sal, los frijoles sin freír…
»Diga usted ahora; cuando en la capital de la República suceden tan horribles cosas, ¿qué pueden esperar los pobres habitantes de la frontera?… Vamos, si es menester persuadirse que no tenemos remedio.»
—Pero el que una fonda…
—Por el hilo se saca el ovillo —me interrumpió con calor—, y voy a continuar mi narración. Desesperado arrimé los platos, y pregunté cuánto debía.
»—Diez reales —me respondió el mozo.
»—¡Diez reales por adquirir una indigestión! —le respondí… Pero luego pensé que si volvía el asunto judicial, entre jueces y escribanos me soplarían más de los diez reales… Ya ve usted, como no hay justicia en México, tiene uno que sucumbir… ¿Cómo se puede vivir en un país semejante?… Vamos, si no tenemos remedio.»
—Es que…
—Permítame usted, que yo tengo la palabra.
Y mi hombre continuó.
—Pagué, como he dicho, mis diez reales, y me fui a mi casa, y encontré con una cita para hacer guardia en Palacio, porque ha de estar usted que por mis negras desdichas estoy alistado en el batallón Victoria.
—Y por supuesto, se marchó usted al instante al cuartel.
—Ya iba yo; era lo último que me faltaba. Conque pague usted contribuciones a derecha e izquierda; sea usted miembro de la Junta Lancasteriana, y todavía guardias… ¡Al demonio!
—Pero ya ve usted que se necesita del auxilio de los ciudadanos.
—Bien, yo me prestaría gustoso; pero si al fin no tenemos remedio, para qué es cansarse, y desvelarse, y estar cargando el fusil.
—Entonces…
—Un momento más —me dijo, poniéndome la mano en la boca—. Apenas había recostádome un poco, cuando tocan la puerta; y ¿quién le parece a usted que era?
—¿Quién?
—El repartidor del Álbum, que se empeñó en que le pagara en el acto sus dos y medio reales…
—Tendría orden… ya ve usted que los periódicos no se pueden dar de balde, a no ser que…
—Bien, pero ese bárbaro me dejó el número uno en vez del número dos, y se llevó los dos y medio. ¿Ha visto usted cosa más horrible en su vida? ¿Y así queremos ser libres y soberanos e independientes, cuando la nación no tiene ni aun la capacidad suficiente para repartir un miserable periódico?… No hay remedio.
—Me parece mucho rigor el de usted, cuando por un leve equívoco de un hombre, juzga que toda la nación tiene la culpa.
—Pero así anda todo… Pues vaya otra que lo dejará asombrado. Me fui al teatro. Era la ópera de la Norma. ¡Qué trabajo para entrar, Dios mío! Al fin me acomodé junto a un elegante que me mareaba con sus olores, y pedí a gritos un cojín, y en toda la noche pude hacerme oír de los mozos… ¡Vamos!, si no tenemos remedio: periódicos, teatros, fon das; todo anda a la diabla.
—Reflexione usted que en otros países…
—En otros países todo adelanta, todo vive; aquí todo se atrasa, todo muere.
»¿Creerá usted que mi zapatero después de seis años de hacerme botas, todavía no le da a la bola? Cada par nuevo que me pongo, me hace ver lumbre.»
—Tendrá usted callos.
—Uno en cada dedo.
—Entonces…
—En Madrid ya me habrían hecho un calzado suave como una nutria… pero aquí, no tenemos remedio. Los artesanos son muy abandonados, y no procuran adelantar… Es gana, no hay remedio, amigo.
—Pero veo que todos son sucesos particulares.
—Pues bien, concedo: pasemos a los públicos. ¿No ve usted que en el Congreso están hombres de mundo y de talento proponiendo la colonización? ¿A quién le ocurre traer barcos enteros cargados de borrachos, para que enseñen peores mañas a nuestra gente? Si le digo a usted que cuando yo veo esto, me dan ganas de llorar lágrimas de sangre. ¿Cómo ha de tener remedio el país con esta clase de medidas?
—Pero es que nos falta gente, y además vendrá una población laboriosa.
—¡Bobada!, nadie ha de querer venir, y si vienen, se marcharán con su dinero.
»¡Vaya!, ¿y qué me dice usted de los alcaldes de manzana? ¿Y qué le parece a usted el proyecto de pesos y medidas? ¿Y que juzga usted de bajar los derechos?… Vamos, si le aseguro a usted que tenemos don de errar; y cuando ve uno a hombres de todas opiniones con unas ideas tan extraviadas… vamos, si no hay esperanza de remedio. Me voy, me voy, porque usted es hombre impenitente, y está todavía alucinado con esas bellas teorías.»
Váyase usted con mil diablos, dije yo para mis adentros, y luego que me vi solo en mi casa, respiré con libertad. Para desahogarme, refiero a mis lectores lo que me pasó, prometiéndoles que quizá en otra vez me ocuparé de mis tres carísimos amigos, que como otros muchos, dan a las palabras del idioma una amplia y tristísima interpretación. Un solo diccionario sería imposible que pudiera hoy explicar las frases de moda.
Yo