Judas

Manuel Payno


Cuento


¡Sábado de Gloria! ¡Repique!, ¡felicidades!, ¡judas! ¡Cómo permanecer fríos espectadores en medio de barullo tan descomunal! ¡Y nos, los más antiguos saltimbanquis literarios, entre todos los mandados hacer, entre tanto gracioso de adrede con su seudónimo al canto, que también párvulos como nosotros, se codean con Fígaro, y ven sobre el hombre al propio Curioso Parlante!

¡Sábado de Gloria! Hoy que se ha rasgado el velo del templo, y no obstante, tantas cosas están en tinieblas; hoy que se ha encendido una luz nueva en el altar, casualmente cuando se echa de ver que en el Congreso hubo tan poca; hoy que vuelven, ¡oh desgracia!, a aturdir las campanas, a recobrar su vigorosa entonación las trompetas, a insultar la miseria los carruajes soberbios, y a complicarse en eternas intrigas los simones.

Pues señor, en este momento solemne, que estalla el repique, corren despavoridos los canes, galopan los petimetres cabalgadores, y aun se escucha la alharaquienta matraca y el pregón de las aguas lojas, y de las rosquillas; ahora que los cohetes pueblan tronadores los aires, que las gentes andan de prisa, y se saludan festivas, que se felicitan los léperos con sendos golpes; fijamos la atención en los judas, en esos infelices muñecos de cartón que se mecen en los lazos de las esquinas, entre la algazara de la plebe y el turbulento gozo de los párvulos.

Judas, ya ustedes lectores carísimos saben quién es, aquel que metió la mano en el plato con Jesucristo, en la última cena, y con todo, lo vendió, cosa que todos los días sucede con los que comen nuestro pan. ¡Judas!, aquel que con un beso entregó a su Maestro: hoy se ha sustituido una presión de manos, un abrazo. ¡Y vender a Cristo por 30 dineros aquel mismo Judas que sin comprar siquiera un boleto de un concierto, se deshizo del precio de su infamia y se ahorcó! ¡Es decir, que no tenía pizca de filosofía, ni de táctica, ni de nada!

El nombre de Judas fue desde entonces sinónimo de traidor, de vendedor, y así subsistió por mucho tiempo, esto es, mientras necesitó el género humano corredores para que lo compraran; pero desde que los hombres se vendieron por sí mismos en ahorro de gastos, la cosa cambió notablemente, y el nombre de Judas más genérico, fue un signo mercantil en este siglo pesetero. Así es que hubo judas amatorios que vendieron el corazón de la esposa; ¡pero bonitos ellos para darlos por 30 dineros! Hubo judas en ese género, que endosaron su tranquilidad y su mano a una vieja rica, con más achaques que proyecto de ley, y más nulidades que un recaudador de contribuciones. ¡Hubo judas que se proclamaron invendibles para darse precio, porque nadie les hacía postura! Y judas literarios que no pudiéndose vender tampoco, se dieron a prueba y se fiaron con plazo determinado. ¡Cuánto judas, Dios mío, cuánto! ¡Esta socorrida profesión, andando los tiempos fue en progreso, se perfeccionaba, se llamó agio, libertad, cargo y data, federación, centralismo, principios, cambio; pero al través de todo se percibían los 30 dineros!

Por supuesto que del primer Judas sólo quedó la memoria, y el farol entre los signos del martirio de Cristo; pero eso es muy vago, y en cuanto a faroles, podrá aplicarse también a las penas de los habitantes de México por su alumbrado, o a los padecimientos de los concurrentes del nacional y patriótico Teatro de Santa Paula, actualmente receptáculo de las notabilidades cómicas de los departamentos.

De los distinguidos: ¡oh, desgracia!, así han llamado muchos a los inválidos; pero volvamos a nuestro judas y dejemos la charla.

Pervertido más y más el nombre de Judas, los coheteros, que también tienen su genio, como que pertenecen al humo y a la industria, hicieron una aplicación arbitraria, personalizando en los judas los entes ridículos y aborrecidos universalmente, formando muñecos de cartón encohetados y vendiéndolos después de sacarlos a la vergüenza en luengos morillos, que se perciben a grandes distancias en estos días por todas las calles de la capital.

Dar un judas es obsequiar con un figurín de éstos o su importe, a las personas de estimación. Y como nosotros (Fidel y Yo) dos seudónimos como unas perlas, señor seudónimo crítico de los seudónimos, pensábamos hace tiempo en esto porque algo solemos pensar cuando Dios quiere en dar sus judas a los suscriptores del Siglo, tuvimos junta, para lo cual sólo necesitábamos andar del brazo, y hétenos en un abrir y cerrar de ojos cuerpo legislativo.

Enristramos ambas plumas, esgrimimos ambas diestras, la de cada uno por supuesto, y quitando y poniendo, confeccionando y echando en infusión nuestros dislates, salieron a tira más tira algunos encargos al cohetero, que ustedes verán, y ojalá sean de su gusto.

El tiempo urgía: esto de escribir no es dar vueltas a una noria; y así altercando y disputando, en una palabra, discutiendo, nos resolvimos por los judas ya hechos, a bien que nuestro cohetero tiene como Sancho, sus ribetes de malicioso, y aunque taimado, es combustible como todo cohetero, y no es el solo punto de contacto que tiene con los novicios representantes del pueblo.

—Señor cohetero, buenos días.

—Salud, señores.

Yo: He ahí lo que buscamos: ¡cuánto judas! Muy bien: de frac, de capa. ¡Excelentes! Serán carísimos.

Cohetero: No, señor: según corre el tiempo, y lo que puedo decir es que arden bien, y que según las bombas así es el precio.

Yo: ¡Hola! ¡Hola! Venga acá ése: no, el otro; buena casaca, ricas cadenas; ¡magnífico judas! Pero ¿por qué sólo tiene bombas en los ojos?

Cohetero: Porque es empleado en aduana marítima, señor, y ustedes ven que esto es lo que más gusta a los marchantes.

Fidel: Bien: este judas es de los que se deben quemar en la plaza de Santo Domingo.

Cohetero: ¿Ya ven ustedes este juditas tan enjuto, con su armazón de popote, y que no tiene más que mechas?

Fidel: No.

Cohetero: Es especulador ascético, comercia con el rezo y la creencia de los demás: rico tren, buen coche, todo se puede suponer que tiene; está perfectamente vestido.

Yo: Ése es para mí: es de los que deben quemarse frente al Arzobispado: póngale usted unas cuantas bombas en las rodillas.

Fidel: Hará mucho ruido, y tú ves que éstos deben quemarse en silencio, porque sus malas mañas pasan sin estrépito.

Cohetero: Pasen ustedes a esta otra pieza.

Fidel y Yo: ¡Cuánto judas, cuánto, cuánto, y todos todos con bombas en las manos!

Cohetero: Qué, señor: si hay tantos escribanos y médicos, y recaudadores, y escritores, y… tantos, que las merecen, que de éstos se venden a millares.

Fidel: Sería ése mucho gasto; y ya se ve, de ésos debería ponerse uno en cada esquina.

Yo: ¿Pero y esos judas que se están asoleando?

Cohetero: ¡Hermosos judas! Todos jovencitos como las personas de ustedes.

Fidel: Pero ¡qué guapos!, guante, varita, botón de oro, pantalón tirante. ¡Qué ocurrencia! ¡Todos con bombas en la boca…! ¿Son representantes?

Cohetero: No, señor; con que son del gran tono, como ustedes dicen: ¿no les ven ustedes grandes rizos, y que la cabeza es de papel pintado?

Yo: Esto es, sin seso absolutamente: pues vean ustedes, tal parecen racionales cuando despabilan una reputación, o arrojan ridículo sobre sus padres; y además, no se puede creer eso de hombres decentes.

Cohetero: Si todo lo hace la pintura; vamos al decir: para mí que los hago, y los veo por dentro y fuera, lo mismo vale uno de ésos, que estos otros de frazada; lo mismo: cartón y carbón del ordinario; pero una brocha y un poco de astucia lo hace todo.

Yo: Quiero uno.

Fidel: Y yo tres.

Yo: ¿Dónde van los tuyos?

Fidel: Ni que preguntar: uno al frente de cada teatro.

Yo: El mío en el café del Progreso.

Fidel: ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Bonito judas! ¡Cuánta bomba! ¿Es billetero?

Cohetero: No, señor.

Yo: ¿Y las tijeras?

Fidel: ¿Es ladrón?

Cohetero: No, señor, si es sastre.

Fidel: Entonces debería tener sólo una bomba en la boca, y eso por informal.

Cohetero: Así lo mandaron hacer.

Yo: Ese judas sí está malo, ya lo veo: su sonrisa de tigre, su escandalosa decencia, su atavío de sangre, y de sudores, y de lágrimas. ¡Es un usurero!

Fidel: ¿Y qué tenemos con eso? ¡Bien empleadas las mil bombas que le pusieron!

Yo: No, señor: una sola debe tener; una muy grande, con media arroba de pólvora, lo menos, en el corazón.

Cohetero: Muy bien pensado.

Fidel: Yo lo compro por lo que valga, para que se queme en el segundo patio de Palacio.

Cohetero: Se lo regalo a usted, señor, sólo por lo bueno del pensamiento.

Fidel: ¿Y estas hileras de juditas?

Cohetero: Señor, son judas mansos. Unos, criminales consentidores de sus hijos; otros, viles traficantes con su honor; otros, aspirantes tímidos; otros, patriotas hipócritas; otros, maridos condescendientes; otros, amantes anticuarios, cortejos codiciosos de las viejas; otros, veteranitos obscenos; de todo hay: yo les pongo sus bombas donde pega; ya en los ojos, ya en los pies, signo de cobardía; ya en la bolsa, ya en el corazón, porque éste es el oficio.

Yo: Vengan acá tres docenas de esos judas para darlos gratis a nuestros corresponsales o quemarlos a su nombre en la oficina donde se publica el periódico.

Fidel: Y dígame usted, ¿juditas así de bello sexo, no tiene usted?

Cohetero: ¡Cómo no, señor!, una bodega: pasen ustedes…

Yo: Tienen un defecto, y es que todas están pintadas, y ése sería un sarcasmo insultante con las que no lo merecen.

Fidel: Nada de eso; observa con cuidado: sólo las que tienen lacrado el cartón, o rugoso, o de mal talante, están cargadas de pintura; pero de ahí es que esas pintadas de blanco y carmín, serán las primeras que compremos.

Cohetero: ¿Cuántas?

Yo: Tres: una para cada teatro.

Fidel: Apárteme usted a ésa, ésa del rosario y la resma de novenas; no sé por qué se me figura, señor cohetero, que usted quiso personificar a esas madres virtuosísimas, que rezan y comulgan, y luego llevan a sus hijas a la Torre de Nesle y a los lúbricos bailes de los teatros.

Cohetero: Pues vea usted; ni por el magín me ha pasado semejante cosa. ¡Hola!, ¡hola! Con mucho tiento ésa, señor, que siempre se me desgracia.

Yo: Es una coqueta: ¡pero si no pesa una onza, qué demonio!

Cohetero: Si es de oblea, señor: siempre éstas tienen muchos marchantes; pero ¡qué cosas!, siempre antes de venderse, las destruyen las moscas.

Fidel: ¡Habrá usted visto! ¿Pero eso no es un fenómeno, señor cohetero? ¡Jesús, qué judas!

Cohetero: ¡Bonita!, no, señor; despilfarrada, con el túnico atado a la cintura y toma polvos; pero vea usted todos los papeles que lleva en las manos: Diario, Siglo, Lucero, Constitucional, ¡qué chantre!

Yo: La reconozco, vieja política. ¡Cabalmente son mi tormento! La compro, y pondré avisos de que se quema frente a la imprenta del Siglo.

Fidel: Es una inspiración.

Yo: Ya hemos consumido un dineral en judas.

Fidel: ¡Hola!, ¿quién es este que está detrás de la puerta? Ente incomprensible rubio, anteojos, frazada, botas, chaleco (cuidado con poner caaleco, señor cajista, que tiene suspendida cierto crítico ¡y qué crítico!, contra los impresores la espada de Damocles sobre sus cabezas) y además, cadenas y reloj: ¡vamos, esto es puramente fantástico!

Cohetero: No, señor, es puntualmente mandado hacer, aquí está el título que debe llevar; y además una cartera que se le ha de poner en la mano; vea usted: EL VIAGADOR EUROPEO. Y aquí están los dibujos.

Fidel: ¡Bien! Cartera de dibujo. Veamos. Montañard del Mécsico, de gala en los días Santos. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Casco, lanza, un sayón de pueblo, ¡qué ocurrencia!

Yo (viendo la cartera): Poeta del Mécsico errante por las montañas. Su canasto, ¡muy bien! Sus papeles picados, ¡bueno! Un evangelista de los que salen a los pueblos a vender sus décimas y sus cintas y agujas.

Fidel (viendo la cartera): Guerrier mecsicano en campaña: ¡Bien! Sombrero de forro de hule, y una estampa en el sombrero de la Virgen de Guadalupe.

Yo: ¿Y éste es viajero?

Fidel: Sí, de los que por desgracia tocan al pobre Mécsico, con pocas excepciones.

Cohetero: Dejemos eso, señor, que cólera da.

Yo: Sacerdote en calzonera.

Fidel: ¿Qué? ¿Qué dices?

Yo: Nada, un padre de los que van a alguna confesión, teniendo que andar seis o más leguas fuera de la capital; y como es natural, va a caballo y se le ve el pantalón. Dejemos esto.

Fidel: No: esta última estampa llama la atención; parece una vista de la Alameda; sí, una fuente, unos niños inclinados en ella: veamos el rubro. «Modo de beber agua de los infantes mexicanos.»

Yo: Sí, como caballos. ¡Bah, uff!… ¡qué viajeros! Si será la cartera inédita de Chevalier o de Lowenstern, o de…

Fidel: Va la última estampa: «Objetos de recrear los jóvenes elegantes». Mexicanos ¡qué insulto!, una baraja, una redoma con chinguirito, varias novenas y rosarios y estampas obscenas. ¡Qué infame! Compro ese maldito judas en lo que usted quiera por él.

Cohetero: Ya he dicho a usted que está vendido; su dueño quiere ponerlo en la garita de San Lázaro, y parece que ha pedido el lema de su invento industrial a un señor para que una mano lo tenga junto al viajero, de modo que quede así: ¡MEXICANOS! MIRAD Y PENSAD.

Fidel: Con que no deje usted de enviar los judas a la imprenta: aderece usted bien las mechas, no vayan a dejar de arder. Vea usted que será una lástima.

Cohetero: Pierda usted cuidado.

Yo: Se me olvidaba: tómenos usted medida; haga usted unos judas que se nos parezcan, puede que se los compren a usted bien.

Fidel: Esto no es cuenta nuestra, ya puede que tenga usted el encargo: otros cuidarán de quemarnos… y con mucho gusto.

Fidel y Yo: Adiós.

Cohetero: Adiós.

Y entre tanto ¡oh, lectores del Siglo XIX, reciban los judas con que los obsequian sus antiguos conocidos y amigos!

Fidel y Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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