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—¡Dios mío! —murmuró Adelaida.
Subimos una escalera de dos tramos y muy tendida. Cabal: la escalera no puede ser mejor; está al aire, pero con un paragua; y luego, no todo ha de ser a medida del deseo. A la izquierda había un portón pintado de encarnado: ¡qué bonito! Seguimos adelante. Su corredor con un macetero, una sala con dos balcones a la calle, asistencia, una recamarita que ni mandada hacer para un matrimonio sin hijos, comedor habitado de despensa y baño, cocina con una hornilla; pero como la familia es reducida y la comida ha de ser sobria, excepto el día de San Cipriano, que es el santo de mi nombre, o el de Santa Adelaida; vamos, ni mandada hacer la tal casa; y nos entusiasmó hasta el punto de resultar de nuestras comparaciones que era mucho mejor que las de los más hábiles agiotistas.
La noche siguiente a este día estábamos mi mujer y yo instalados en la nueva casa, y platicábamos afirmándonos en la idea de que la industria del país estaba muy adelantada, puesto que los sillones de tule eran más cómodos que las sillas de cerda sin brazos y cuyo respaldo lastima; las camas pintadas de verde eran, además de bonitas, cómodas, pues ciertos insectos no se criaban con la abundancia que en las de madera fina. Las paredes de la casa eran blancas, y a la verdad, decía Adelaida que estaban mucho mejor, pues las arañas, alacranes y otros animalejos se veían bien, cosa que no sucedía en nuestra antigua casa entapizada de papel pintado con un color diplomático o ministerial. ¡Qué construcción tan linda de bracero, qué alegría en las piezas, qué buena ventilación, qué excelente vecindad! Embriagados con estas dulces y mentirosas reflexiones, hijas de la necesidad, nos fuimos a acostar; a poco rato mi esposa suspiraba, tosía, se sonaba; y yo, no sabiendo a qué atribuir esa batahola, le dije:
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Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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