La Sevillana

Manuel Payno


Cuento



I. La tempestad

En una hermosa tarde del mes de Octubre del año 1550, una barca pequeña se desprendió del embarcadero de Veracruz y se hizo mar afuera. Iban en ella dos bogas, un viejo piloto manejando el timón, y un grueso personaje vestido con un largo gabán o pellica oscura, y un sombrerillo arriscado sin plumaje alguno, al estilo de los que usaban los que no se consideraban como hijodalgos. Cuando hubieron pasado los arrecifes, el piloto hizo señal a los remeros de que bogaran más despacio, y se dirigió al hombre gordo.

¿Piensa vuestra merced que en esta cáscara de nuez lleguemos o Cádiz o al Puerto de Palos?

Yo te lo diré, Antón, antes de cinco minutos. El hombre gordo se puso en pie, sacó de un estuche de vaqueta un anteojo, lo graduó a su vista y se puso a registrar el horizonte. A los cinco minutos justos se volvió a sentar en la barca y le dijo al piloto: Adelante Antón, porque no tardaremos media hora en descubrir los palos de la Covadonga.

—¿Qué horas son? preguntó el piloto.

—Las cinco, contestó el hombre gordo alzando la vista al sol. Pues a las seis o a las seis y media tendremos una tempestad.

La mar estaba tranquila, el sol brillante; de vez en cuando se sentía un viento caliente como si viniese del desierto de África, y en el horizonte se aglomeraban algunas nubes de formas caprichosas. Los bogas volvieron a tomar aliento, y la barca volaba como un alción en la superficie de las aguas.

Después de un cuarto de hora el hombre gordo volvió a ponerse en pie, a tomar su anteojo y a registrar el horizonte; y volviéndose después al piloto le dijo:

—Creo haber descubierto en el horizonte alguna cosa como un palo, pero tan delgado que más bien parece una espiga de trigo. ¿Qué dices, Antón?

—Digo, mi señor D. Gerónimo, que lo que vuesa merced ve con el anteojo, lo he visto yo con mi vista natural. O la Covadonga está ya subiendo la última escalera de las. aguas, o yo no me llamo Antón de Peralta: pero antes que nosotros lleguemos a la Covadonga y la Covadonga al puerto, ya soplará recio, y muy dichosos seremos si Dios y sus santos nos dejan llegar a los arrecifes.

—¿Y en qué te fundas para tan triste pronóstico?

—Conozco mucho estos mares, y nunca he visto en el horizonte rayas amarillas, sin que a poco no haya soplado lo que se llama entre nosotros borrasca desecha. Mirad.

El hombre gordo miró con cuidado al horizonte. Las nubes de un amarillo opaco y triste como el fuego cuando va perdiendo su color rojizo con la luz del sol, formaban unas rayas uniformes y que parecían, más bien que naturales, formadas o arregladas de intento. Las ráfagas de viento caliente se hacían sentir con más frecuencia, y de vez en cuando se oía un ruido como si fuese el lejano disparo de un cañón.

Ni una sola vez, cuando el cielo está así a la hora de ponerse el sol, ha dejado de haber tempestad, dijo el piloto. Si tenéis grande interés en hablar a la Covadonga, vamos porque un viejo piloto español jamás retrocede ni ante las ondas ni ante los vientos. Los marinos sabemos que nuestra sepultura es ancha y profunda, y nos horroriza la idea de ser machacados y encerrados debajo de la tierra; pero vuesa merced preferiría mejor cenar esta noche un buen pescado en su casa y remojarlo con una bota de tinto, en vez de exponerse a que los pescados cenen el vientre de vuesa merced.

Tenía yo mucho interés en saber si viene en la Covadonga un alto personaje, porque mi amigo el alcalde de Mesta, Ruiz de la Mota, tiene ya sus barruntos de que el rey mandará un visitador con cartas y provisiones amplias; y quién sabe si la pasarán mal ciertos personajes. Este es un negocio que puede valerme unos cuantos pesos de oro, además de los que gane en el fierro y el azogue que me vienen en el navío.

Entonces no hay que tener miedo, y hasta encontrar a la Covadonga, que el comerciante, como el soldado y como el marino, debe morir en su oficio.

No, no, Antón, dijo el hombre gordo; tampoco a mí me gustan ni esas nubes ni ese ventarrón caliente. Aquí en la Veracruz, cuando sopla caliente a poco sopla frío, y vale más, como dices cenar muy quietos en casa. Volvámonos, y me acompañarás cuando lleguemos, a tomar un trago de vino. Desde tierra veremos mejor los movimientos de la Covadonga.

Antón, sin responder palabra, viró la barca y dirigió la proa a Veracruz. El mar tomaba un aspecto singular; la luz amarillenta del sol, combinándose con el verde de las aguas, formaba un ancho campo donde parecía que comenzaba o se apagaba un incendio; el viento irregular soplaba por intervalos al Sur y al Sudeste, las ondas se iban bordando de una franja de espuma, y de las fatídicas rayas amarillas parecía que brotaban gruesas nubes de un aspecto amenazador.

—Si no llegamos en media hora no llegaremos nunca, dijo el piloto.

—Al puerto, bogas, al puerto, dijo D. Gerónimo, y tendrá cada uno un tonel de vino. Los bogas redoblaron su esfuerzo, el mar se hinchaba por momentos, y cuando la barca pasó los arrecifes y puso la proa al embarcadero, multitud de gente en la playa veía aterrorizada aquella cáscara de nuez que se hundía y volvía a aparecer entre la espuma como si fuera arrojada por el soplo de un monstruo desde el fondo del abismo. Por fin atracó al lado del embarcadero de madera, y el hombre gordo, el piloto y los bogas saltaron a tierra llenos de agua y de sudor. La Covadonga estaba ya visible y se adelantaba resueltamente en medio de la tempestad que había estallado al entrar en el puerto.

En instantes el aspecto del cielo cambió, las líneas amarillas, moribundas y enterradas al parecer en un horizonte morado oscuro, despedían un opaco brillo, el resto del cielo estaba oscuro, el viento Nordeste desencadenado silbaba, las barcas amarradas danzaban y se chocaban entre sí, y gruesas y estrepitosas olas iban a estrellarse y a hacer crujir los débiles tablados que entonces formaban el embarcadero.

La atención de todos los espectadores estaba fija en el barco atrevido que así desafiaba la tormenta; y el hombre gordo, sin sentir ni la agua ni la fatiga ni el cansancio, estaba fijo y mirando las maniobras de la embarcación.

Cuando cerró la noche, la Covadonga encendió una luz a proa y tiró un cañonazo. Si el cañonazo era de socorro, era inútil, pues la mar estaba de tal manera furiosa que cualquiera barca se hubiera hecho mil pedazos.

II. Doña Beatriz

La Covadonga, juguete de las ondas, empujada más de una vez a los arrecifes, estuvo a pique de ser hecha mil pedazos, pero el bravo marinero español logró entrar al puerto, y frente al islote de San Juan de Ulúa dio fondo, amarrando su barco con dos gruesas y pesadas anclas. Continuó el recio viento parte de la noche, y el barco se mantuvo flotando y resistiendo el azote de las corrientes que se estrellaban contra sus costados, a pesar de las predicciones de todos los marinos y habitantes de Veracruz, que creían que de un momento a otro vendría a la costa; y se aprestaban o dar todo el socorro posible a los náufragos. Don Gerónimo cenó su pescado, bebió su vino en compañía del piloto, y volvió a la playa, donde permaneció toda la noche esperando de un momento a otro ver hundidos los botes de azogue y sus almadanetas de fierro, y sobrenadando el cadáver del importante personaje que esperaba.

El día siguiente de esta cruel noche amaneció puro y brillante, el viento había caído y las ondas poco a poco fueron disminuyendo, de modo que a mediodía se pudo barquear, y todos los botes que dejó en buen estado la tormenta volaron por la bahía, y como una parvada de pájaros que caen sobre los granos, rodearon a la nave española.

No es por cierto hoy Veracruz tan concurrido ni tan atractivo como otros puertos del Golfo y de las Antillas; pero en los tiempos a que nos referimos, la llegada de un barco era un verdadero acontecimiento: sí, en cuanto la autoridad lo permitió, la cubierta se llenó de curiosos, y uno de los primeros que subió la escala fue nuestro conocido Don Gerónimo, procurando indagar si venía su cargamento de fierro y azogue y el personaje distinguido a quien buscaba.

—Viene nada menos, contestó el piloto, que un visitador; pero su esposa ha sufrido mucho en el temporal, y está desmayada o tal vez muerta en la cámara.

Nuestro hombre gordo bien relacionado por una parte con todas las autoridades, y pesado y exigente por otra, se abrió paso por entre la muchedumbre, y saltando por sobre los cables y estorbos que había en la cubierta, logró penetrar en la cámara, y lo primero con que encontró su mirada fue a una mujer, y quedó como pasmado, sin poder articular palabra ni moverse en algunos minutos.

Era por cierto una mujer hermosa y nada hay comparable a una mujer española cuando es joven y positivamente bella. La criatura que causó la admiración de Don Gerónimo estaba medio acostada en un banco de la cámara y su cabeza caída descuidadamente en unos cojines. Era de un blanco limpio, grandes ojos cerrados que sombreaban unas rizadas pestañas y coronaban dos arqueadas y sedosas cejas. Su boca entreabierta dejaba ver entre sus labios algo pálidos una dentadura fuerte y no muy pequeña, pero cincelada y lustrosa, y su largo y negro cabello ligeramente rizado, caían en un armonioso desorden realzando la admirable regularidad de sus facciones. El pecho, los hombros, todo ello formaba ondas y contornos suaves que dejaba adivinar un traje de seda, algo maltratado y húmedo, pero que parecía colocado de intento por un hábil artista. La casualidad, la fatiga, el peligro, su estado de dejadez y de abandono, todo cooperaba a aumentar la belleza de esa mujer.

Cuando Don Gerónimo volvió de la admiración, procuró dirigirse al personaje que estaba cercano a esa Venus que parecía que había dormido entre las blancas espumas y las verdes ondas de la mar.

—Señor, dijo, veo que vuestra esposa ha sufrido mucho; y yo sabiendo hace meses que debería venir de la corte un personaje tan alto, estoy encargado por mi primo Gerónimo Ruiz de la Mota, de ofreceros mi casa, mi persona y mis servicios.

El Visitador se inclinó con dignidad. Era lo que podía llamarse un hombre, y no representaba más de cuarenta años; de tez un poco morena, de ojo pequeño y vivo, grandes entradas en la frente, y un pelo negro echado hacia atrás con desorden pero con gracia, daba a su fisonomía un aire de audacia y de superioridad que no dejaba de imponer. Sin contestar a Don Gerónimo se acercó con afección a la dama desmayada, le compuso un poco los vestidos, le tomó el pulso, le puso la mano en el corazón, y después le acarició suavemente la frente.

—Es sólo un desmayo, dijo dirigiéndose al hombre gordo. El temporal ha sido fuerte, y hemos estado o punto de naufragar. Los peligros y las aventuras se han hecho para los hombres, pero la naturaleza débil de las mujeres no puede sobreponerse al horror de una muerte próxima. Quizá en tierra recobrará sus sentidos, porque el olor de un barco no es el más a propósito...

—Es mi sentir, y vuestra señoría puede disponer de una buena barca que se portó ayer muy bien, pues salí con ella a encontrar a la Covadonga, y de verdad que sin Dios y mi piloto Antón, no tuviera hoy la honra de hablar con...

—El Lic. Vena, Visitador de México.

—Por muchos años, contestó inclinándose el hombre gordo, y su señoría dispondrá lo que hacer se debe.

—En esto, la hermosa dama: pareció volver en sí, abrió los ojos y se incorporó. Nueva admiración de Don Gerónimo. Aquellos grandes ojos negros como el azabache despedían rayos de amor y de luz. Don Gerónimo se mordía los labios, mientras el Licenciado envolvía en unas ropas a la encantadora mujer que había llegado a las Indias en medio de la más deshecha tormenta.

III. El visitador

El Lic. Vena y Doña Beatriz que así se llamaba la dama, se hospedaron en la casa de nuestro Don Gerónimo, que era un rico comerciante y que aventajaba mucho en sus negocios, agasajando cada vez que podía a los empleados y personajes influyentes que llegaban de España a la colonia.

Doña Beatriz volvió a caer en un desmayo al llegar a la habitación; pero los cuidados que le prodigaron dos criadas negras que tenía Don Gerónimo, y más que todo, una buena taza de vino y algunos alimentos, la volvieron a la vida, pues lo que realmente tenía era que en cerca de treinta horas, por el mareo y el miedo no había comido. Así que estuvo repuesta y se encontró segura en una amplia y bien ventilada habitación, desde donde se veía el mar quieto, azul y brillante, sonrió y se dirigió al Lic. Vena, cuyas facciones denotaban una profunda tristeza.

—Es un placer, un placer que no tiene igual en la tierra, verse libre y segura después de una tormenta. ¡Qué noche, qué noche! creo que si pienso más en ella me volveré loca.

El Licenciado no le contestó, y continuó mirando distraídamente al mar. Beatriz, que lo observaba, cambió inmediatamente; bajó los ojos, y dos lágrimas silenciosas rodaron por aquellas mejillas suaves, deteniéndose un instante en el suave vello que las hacía parecer como un terciopelo al través de la luz.

—No sé por qué, dijo, daría yo la mitad de mi vida por verme en mi casa de Sevilla, al lado de mis flores, de mi madre, de Pilar mi hermana. La América nos ha recibido con una tormenta, y yo no puedo ver estas playas secas y arenosas, y estos arrecifes terribles, sin que se me cierre el corazón.

—Todo esto pasará Beatriz, le contestó el Licenciado saliendo de su distracción y procurando poner un semblante muy afable. Dentro de pocos meses estaremos en Sevilla, en Granada, en Italia; pero no me hagas creer que te has arrepentido, porque eso sí me pondría de veras triste.

—Arrepentida, no; pero qué quieres; yo preferiría...

—¿Estar con tu marido, acaso?, repuso violentamente el licenciado.

—Con mi marido no, nunca. Esta señal que tengo en el carrillo es una garantía segura de que nunca volveré ni a mirarle.

Una sevillana ama, pero no perdona.

Beatriz tenía, en efecto una pequeña señal en el carillo izquierdo.

—Bien, bien, dijo Vena, no hay que traer a la memoria recuerdos amargos. Pensemos en el porvenir, y es lo que nos toca. ¿Traes tus cartas y tus provisiones?, le preguntó Beatriz.

—Precisamente las cartas del Rey, no; pero bastan por ahora las instrucciones; y sobre todo, ¿quién puede dudar...?

Don Gerónimo tocó suavemente la puerta y anunció que el Ayuntamiento quería felicitar al Visitador y ponerse a sus órdenes. En menos de media hora el Licenciado y doña Beatriz salieron elegantemente vestidos a la sala a recibir a la concurrencia.

Una comisión del comercio llegó después, le presentó o doña Beatriz, en una bandeja de oro, una sarta de gruesas perlas.

Las visitas y las comisiones se sucedieron unas a otras, y cada persona llevaba al Visitador o a su esposa un objeto de valor o alguna curiosidad. Terminó la ceremonia, y el Visitador y Beatriz pasaron al comedor, donde nuestro grueso y buen Don Gerónimo tenía dispuesta una suculenta mesa.

Un correo se despachó a México avisando que el Lic. Vena, con cartas y provisiones del Rey, muy importantes y secretas, había llegado a Veracruz, y dentro de pocos días pasaría a la capital.

En esa época era Virrey Don Antonio de Mendoza, hombre que poseía la confianza de la Corte, que había gobernado perfectamente la Nueva España y que no tenía de esos enemigos tenaces y secretos que perdieron a Cortés más de una ocasión en el ánimo del Soberano; así, la llegada de un Visitador no dejó de chocarle; pero puesto que era un hecho que estaba en Veracruz, no había otro remedio sino recibirle y obedecer.

En cuanto a la Audiencia, era otra cosa. Los Oidores quizá no tenían tan limpia su conciencia, la noticia los puso en cuidado, y lo primero que trataron y convinieron entre sí fue ganarse la confianza del personaje.

IV. La audiencia

Vena y Doña Beatriz salieron al cabo de ocho días de la Veracruz, llenos de plata, de oro y de valiosas alhajas, custodiados por cuarenta lanzas jinetes. El camino fue una perpetua ovación. Los caciques, los justicias, y los vecinos principales salían a recibir a los nobles personajes, y los banquetes y los obsequios eran continuados. Llegando a México se alojó en una de las casas principales que los Oidores le habían preparado, y a los tres días le mandaron respetuosamente pedir sus provisiones para darles cumplimiento.

El Licenciado contestó con la mayor franqueza y naturalidad, que él no había traído las provisiones porque el Virrey Velasco que estaba para llegar, las tenía, y entonces serían vistas y cumplidas por todos los vasallos de S. M.

La Audiencia se dio por satisfecha: llamó al Lic. Vena a sus estrados, le dio asiento en ellos, y con la mayor escrupulosidad le estuvo dando cuenta o instruyendo de todos los negocios graves que había pendientes, procurando inspirarle una resolución favorable.

Las horas en que el Licenciado acababa esos importantes quehaceres las empleaba en su casa en recibir a las personas más distinguidas. Los encomenderos y todas las muchas gentes interesadas en la visita le llevaban cuantiosos regalos de oro y plata para él, y de alhajas y perlas para Doña Beatriz. A la segunda semana de haber llegado el Visitador a México ya tenía un valioso tesoro, que reunido al de Veracruz, formaba un respetable capital bastante para vivir con independencia el resto de la vida.

Beatriz estaba rica: su hermosura deslumbró y causó sensación en México; pero cada vez estaba más triste, y raro día no dejaba de acordarse de su Sevilla y derramar algunas lágrimas. El Licenciado Vena la tranquilizaba y le aseguraba que antes de dos semanas estarían de vuelta en Veracruz y se embarcarían en la misma Covadonga que aun no se daba a la vela.

Un día como de costumbre, el Licenciado se fue a los estrados de la Audiencia, y allí llegó un correo expreso enviado de Veracruz, que avisaba que el Virrey Don Luis Velasco había llegado.

Al escuchar esta noticia el Licenciado se puso pálido, y un ligero temblor se observó en sus labios; Pero los oidores nada advirtieron, y él tuvo tiempo de reponerse.

—Qué me place, les dijo, que el buen Don Luis haya llegado, y sin la tormenta que a mí me trajo a tierra. Quiera Dios que yo sin tormenta vuelva, y con el permiso de vuestras señorías mañana partiré a encontrar al Virrey y a tomar las cartas y provisiones que me traerá, para que podamos continuar la visita para bien de S. M. y de sus reinos.

Los oidores ofrecieron sus servicios al Visitador, y despidiéronse de él cordialmente, pues creían que con tanto presente que le habían hecho le tenían enteramente de su parte.

El Licenciado salió de la Audiencia precipitadamente se dirigió a su casa y entró buscando a Beatriz.

—¡Estás demudado! ¿Qué te ha sucedido? ¿Estás enfermo?, le preguntó Beatriz.

—Más me valiera haber muerto, contestó el Licenciado.

—Corremos un gran peligro, y esta noche es necesario que salgamos de la ciudad. Nada me preguntes ahora, y recojamos nuestras joyas y nuestros tesoros.

V. Los azotes y la loca

Don Antonio de Mendoza, que había siempre desconfiado, hizo regresar violentamente el correo a Veracruz para que preguntara al nuevo Virrey lo que había.

Don Luis de Velasco contestó que no había tal Visitador, que a su salida de España la Corte no había tratado de mandar persona alguna, y que ese Licenciado Vena no era más que un impostor y un aventurero, y que él no traía para tal personaje cartas ni previsiones algunas.

Cuando los oidores supieron esta noticia, se mesaban los cabellos y pateaban de rabia. ¡Unos hombres tan severos, tan respetables como ellos, burlados y robados por un miserable!

El Virrey Mendoza, tranquilo y sin darse por enojado, pues él jamás fue víctima de tal superchería, dictó enérgicas disposiciones, y las circuló a los justicias de la tierra para que aprehendiesen al falso visitador.

Don Gonzalo de Vetanzos, gobernador de Cholula, prendió en el momento de marcharse al Licenciado Vena y a la linda sevillana, y los trajo a buen recaudo a México. El Licenciado fue encerrado en la cárcel; la dama en una casa de confianza, y se recogieron las joyas, oro y plata que les habían regalado, devolviéndose a sus dueños.

En breves días se instruyó la causa, y el Licenciado Vena fue condenado a diez años de galeras, y a recibir antes cuatrocientos azotes.

La misma multitud indolente y curiosa que se agolpó ayer la entrada solemne de la noble e interesante pareja, llenó las calles y los balcones para presenciar la cruel ejecución.

Un hombre, que se podía llamar hermoso, iba montado y atado en una bestia con albarda: llevaba las espaldas desnudas, pero su semblante era altanero y fiero, y desafiaba las miradas insolentes de la multitud.

El pregonero se detenía en cada esquina, y gritaba tres veces: Esta es la justicia que el Rey manda hacer en el Licenciado Vena, «por embaucador» «por embaucador».

Apenas acababa aquel funesto grito, cuando los verdugos descargaban con todas sus fuerzas diez varazos, contándolos con una especie de complacencia.

Cuando hubo la tumultuosa comitiva y el infeliz Licenciado pasado cuatro esquinas, su brío se había acabado, la sangre corría escurriendo al suelo, y algunos pedazos de carne se levantaban de sus espaldas.

El pregón continuó, y los azotes también. En la sexta esquina una hermosa mujer apareció, encontrándose frente a frente con el azotado. Abrió los ojos, llevó la mano a los cabellos, y empujando a la multitud corrió por las calles dando lastimeros gritos.

El Licenciado la miró espantado, hizo un esfuerzo por romper sus ligaduras, pero un terrible azote del verdugo le hizo lanzar un gemido de dolor.

La historia no dice si el Licenciado Vena murió en el suplicio o fue al fin llevado a galeras. Tampoco se sabe la suerte que corrió la hermosa Sevillana, víctima de un extravío y de un amor desgraciado.

Pasados algunos años de este suceso, se refería por el vulgo que a las doce de la noche se aparecía la sevillana y corría por las calles dando gemidos tan dolorosos, que partían el corazón.


Publicado el 25 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
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