Los Bandidos de Río Frío

Manuel Payno


Novela


Prólogo del autor
Primera parte
I. Santa María de la Ladrillera
II. Los doctores
III. Las brujas
IV. La diosa azteca y la Virgen de Guadalupe
V. El milagro
VI. Don Diego de noche
VII. Don Diego de día
VIII. El campamento
IX. El Chapitel de Santa Catarina
X. La viña
XI. Comodina
XII. El esclavo blanco
XIII. Primeras hazañas de Evaristo
XIV. Aventuras de una almohadilla
XV. Juicio al estilo Salomón
XVI. Casilda
XVII. Casamiento de Evaristo
XVIII. El aprendiz
XIX. San lunes
XX. Delirio
XXI. En el mercado
XXII. Cecilia
XXIII. Ladrón ratero
XXIV. El hospicio de pobres
XXV. Pepe Carrascosa
XXVI. El amigo del licenciado Lamparilla
XXVII. Un juez terrible
XXVIII. Mariana y su hijo
XXIX. El puerto de San Lázaro
XXX. En el canal de Chalco
XXXI. Cocinera y criado
XXXII. Al toque del alba
XXXIII. La injusticia de la justicia
XXXIV. El litigio de los marqueses de Valle Alegre
XXXV. Malos pensamientos y dificultades
XXXVI. Salvados por milagro
XXXVII. Ameca
XXXVIII. ¡Ira de Dios!
XXXIX. La hacienda de Santa María de la Ladrillera
XL. Dentro de casa
XLI. Dentro del baño
XLII. Poesías del licenciado Lamparilla
XLIII. Una noche en el rancho de los Coyotes
XLIV. Evaristo se convierte en un honrado agricultor
XLV. Un muerto en el monte
XLVI. La cabeza hirsuta
XLVII. Los enmascarados
XLVIII. Primer asalto a la diligencia
XLIX. Episodio
L. Banquete en el gran comedor de la hacienda del Sauz
LI. El viaje
LII. Las bodas del marqués de Valle Alegre
LIII. Los cofrecitos
LIV. El casamiento de Mariana
Segunda parte
I. Los granaderos
II. Misión diplomática de Bedolla
III. La ópera en el monte
IV. ¿Qué dirán los extranjeros?
V. ¿Qué dirán los extranjeros? (Continúa)
VI. El triunfo de Bedolla
VII. Los reos de muerte
VIII. Tragedia de los enmascarados
IX. El cabo Franco
X. El capitán de rurales
XI. Los almacenes de fruta
XII. El tumulto
XIII. La procesión de Lamparilla
XIV. Terrible combate en Río Frío
XV. Revolución más formidable que el tumulto
XVI. Víctima del despotismo
XVII. Cambia la escena
XVIII. Juan fusila a su padre
XIX. Aventuras de los tres reclutas
XX. Derrota del cabo Franco
XXI. Hambre y peste
XXII. Triunfo del «Emperador»
XXIII. Panzacola
XXIV. Caprichos de la fortuna
Caprichos de la fortuna (Continúa)
XXVI. Amor casual
XXVII. Algo de la vida íntima de «Relumbrón»
XXVIII. Grandes proyectos
XXIX. El viaje
XXX. Las paredes oyen
XXXI. El día de la boda
XXXII. La venganza de Gordillo
XXXIII. El herradero
XXXIV. La feria de San Juan de los Lagos
XXXV. Viaje de «Relumbrón»
XXXVI. Las piedras rodando se encuentran
XXXVII. Grandeza y decadencia de un patriota
XXXVIII. Fin de la feria
XXXIX. El ordenador de la victoria
XL. Las cinco mulas cambujas
XLI. Una corazonada
XLII. Prosperidad de los negocios de «Relumbrón»
XLIII. Los negocios de Lamparilla no van de lo peor
XLIV. «Los Dorados»
XLV. Asalto de la Hacienda del Hospital
XLVI. Pasos en la azotea
XLVII. El capellán y el cura
XLVIII. Mártir de la patria
XLIX. En la calle de Don Juan Manuel
L. La Providencia
LI. Las libranzas de «Relumbrón»
LII. San Vicente y Chiconcuac
LIII. Sentencias de muerte decretadas por Evaristo
LIV. Celos indiscretos
LV. Sepultura de plata
LVI. Moctezuma III reconquista su reino
LVII. La red
LVIII. Don Pedro, mártir de su deber
LIX. Una incursión de salvajes
LX. Magnetismo
LXI. Reos de muerte
LXII. Ironías de la vida
LXIII. Cosas de otro tiempo

Prólogo del autor

Hace años, y de intento no se señala cuál, hubo en México una causa célebre. Los autos pasaban de 2,000 fojas y pasaban también de manos de un juez a las de otro juez, sin que pudieran concluir. Algunos de los magistrados tuvieron una muerte prematura y muy lejos de ser natural. Personas de categoría y de buena posición social estaban complicadas, y se hicieron, por este y otros motivos, poderosos esfuerzos para echarle tierra, como se dice comúnmente; pero fue imposible. El escándalo había sido grande, la sociedad de la capital y aun de los Estados había fijado su atención, y se necesitaba un castigo ejemplar para contener desmanes que tomaban grandes proporciones. Se hicieron muchas prisiones, pero a falta de pruebas, los presuntos reos eran puestos en libertad. Al fin llegó a descubrirse el hilo, y varios de los culpables fueron juzgados, condenados a muerte y ejecutados. El principal de ellos, que tenía una posición muy visible, tuvo un fin trágico.

De los recuerdos de esta triste historia y de diversos datos incompletos, se ha formado el fondo de esta novela; pero ha debido aprovecharse la oportunidad para dar una especie de paseo por en medio de una sociedad que ha desaparecido en parte, haciendo de ella, si no pinturas acabadas, al menos bocetos de cuadros sociales que parecerán hoy tal vez raros y extraños, pues que las costumbres en todas las clases se han modificado de tal manera que puede decirse sin exageración que desde la mitad de este siglo a lo que va corrido de él, México, hasta en sus edificios, es otra cosa distinta de lo que era en 1810.

Este ensayo de novela naturalista, que no pasará de los límites de la decencia, de la moral y de las conveniencias sociales, y que sin temor podrá ser leída aun por las personas más comedidas y timoratas, dará a conocer cómo, sin apercibirse de ello, dominan años y años a una sociedad costumbres y prácticas nocivas, y con cuánto trabajo se va saliendo de esa especie de barbarie que todos toleran y a la que se acostumbran los mismos individuos a quienes daña. La civilización, de que todavía está por desgracia muy distante el mundo todo, es una especie de luz difícil de penetrar y de alumbrar bien los ojos que parecen tapados, por siglos enteros, con una venda negra y espesa. No es éste un discurso sobre los progresos de la civilización en Europa y América, que si tal fuese, podrían marcarse los puntos negros que todavía manchan a las naciones que se tienen hoy por más cultas y adelantadas. Es sólo una especie de salvedad o advertencia al lector, para que no encuentre demasiado duras y amargas algunas de las observaciones y críticas que hallará en el curso del libro, procurando mezclarlas con lo ameno y novelesco para no fastidiar al lector, al que dedicamos estas cuatro líneas y al que tenemos positivo empeño en agradar.
 

Manuel Payno

Madrid, agosto de 1888
 

Primera parte

I. Santa María de la Ladrillera

En el mes de abril del año de 18…apareció en un periódico de México el siguiente artículo:


CASO RARÍSIMO NUNCA VISTO NI OÍDO.

En un rancho situado detrás de la Cuesta de Barrientos que, según se nos ha informado, se llama Santa María de la Ladrillera, tal vez porque tiene un horno de ladrillo, vive una familia de raza indígena, pero casi son de razón. Esta familia se compone de una mujer de cosa de treinta y cinco años, de su marido, que es el dueño del rancho, que tendrá más de cuarenta, y de un muchacho de diez, huérfano. Las gentes de Tlalnepantla dicen que esa familia es descendiente del gran emperador Moctezuma II y que tiene otras muchas tierras que se ha cogido el gobierno, así como la herencia, que importa más de cien mil pesos. Son gentes muy raras, que se llevan muy poco con los vecinos; pero todo esto no es nada en comparación de lo que va a seguir. La mujer, que se llama doña Pascuala, hará justamente trece meses el día de San Pascual Bailón, que salió grávida, no se sabe si de un niño o de una niña, porque hasta ahora no ha podido dar a luz nada. Sin embargo, la presunta madre se porta muy bien. Come con apetito, duerme doce horas y está muy contenta, y sólo le incomoda el vientre, que le crece cada día más, de modo que si esto no tiene compostura va a reventar. El marido, alarmado, ha mandado llamar al doctor Codorniú, que dicen es un prodigio en medicina, y dicen también, que el doctor dijo que en su vida había visto caso igual. Lo que va dicho lo sabemos de buena tinta por diversos conductas, y los indios que vienen de Cuautitlán lo saben y lo cuentan azorados a todo el mundo.
 

Seguían a estas lineas diversas reflexiones sobre la maternidad, que no consignamos por no ser absolutamente indispensables para nuestra narración y porque no queremos que el naturalismo pase de los límites que permitan la moral y las exigencias sociales.

Ocho o diez días después apareció en el periódico oficial un párrafo que decía así:

Cuando un periódico que se publica en la capital ha dicho que el gobierno se ha cogido tierras y la herencia de los descendientes del emperador Moctezuma, ha faltado a la verdad. En cuanto los interesados presenten las pruebas, el gobierno está decidido a hacerles justicia. Hace cerca de trescientos años de la conquista, y todos los días se están presentando diversas personas que dicen ser parientes muy cercanos del emperador de México, y el gobierno tiene que obrar con mucha circunspección, porque de lo contrario, no bastaría el tesoro mexicano para pagar las pensiones de tanto heredero.

En cuanto a la conseja con que termina el artículo, no la creemos, y juzgamos que los editores del periódico citado se quisieron divertir con el público. Todo el mundo sabe la época en que las madres dan a luz a sus hijos, y es inútil extenderse en otro género de observaciones. Sin embargo, el gobierno, que se afana por hacer el bien y la felicidad de la patria de Hidalgo y de Morelos, ha dispuesto se adquieran informes directos del doctor Codorniú y se ponga el caso en conocimiento de la Universidad para que resuelva lo conveniente.
 

Los redactores del periódico oficial, deseando tener cuantos datos fuesen necesarios para sostener una cuestión tan grave como nueva en los anales de la medicina y del bello sexo, y afirmarse más en la confianza del gobierno y en sus plazas de mucho lucro y poco trabajo, se pusieron de acuerdo y un domingo alquilaron unos buenos caballos y, con el pretexto de cazar liebres o de hacer un saludable ejercicio, marcharon por el rumbo de Barrientos, logrando con no poco trabajo encontrar el rancho, visitarlo, hablar con la familia y conocer, sobre todo, a la presunta madre de uno o de más chicuelos que, muy cómodos en su habitación, no tenían la menor voluntad de presentarse en público y ocupar un lugar entre los habitantes del mundo. Regresaron los entendidos periodistas ya de noche, satisfechos del resultado de su expedición, pero en el curso del tiempo hicieron en Tlalnepantla y Cuautitlán diversas indagaciones con las autoridades y antiguos vecinos, hasta que se enteraron de cuanto era necesario para continuar y salir en la polémica que había suscitado el periódico a que nos hemos referido y que, de seguro, pertenecía a la oposición o a los masones. De las fatigas, viajes y trabajos de tan apreciables publicistas, nos aprovechamos para dar a conocer a los lectores el Rancho de Santa María de la Ladrillera y la familia que lo habitaba; porque es muy posible que tengamos que volver, después de algunos años, a esta propiedad, que acontecimientos imprevistos hicieron hasta cierto punto célebre.

Doña Pascuala era hija de un cura de raza española, nativo de Cuautitlán. Éste en sus mocedades se dedicó al comercio de maíz y también al de amores, resultando de lo primero que reuniese un pequeño capital, y, de lo segundo, una robusta muchacha que vino al mundo sin grandes dificultades. No cumplía quince años cuando la madre falleció. Tal pérdida lo disgustó de la vida, abandonó su comercio y el pueblo de su nacimiento y se encerró en el colegio de San Gregorio a aprender latín lo bastante para poder decir misa. Se ordenó, por fin, de menores; más adelante tuvo ya una coronilla bien rasurada y licencias para confesar y decir misa; finalmente, y al cabo de ciertos años, logró ser cura de su pueblo y volvió a él con aplauso de cuantos le habían conocido como honrado y bueno de carácter. Su hija Pascuala no era, pues, una india sino más bien de razón; pero de una manera o de otra servía de estorbo a un eclesiástico que no quería tener en su casa más que a la dama conciliaria. Aprovechó, pues, la primera oportunidad que se le presentó y la casó con el propietario del Rancho de Santa María de la Ladrillera. El marido sí era de raza india, pero con sus puntas de caviloso y de entendido, de suerte que se calificaba bien a estos propietarios cuando se decía que casi eran gentes de razón, y a este título se daba a Pascuala el tratamiento de doña, y de don a Espiridión, el marido.

Doña Pascuala no era fea ni bonita. Morena, de ojos y pelo negros, pies y manos chicas, como la mayor parte de los criollos. Era, pues, una criolla con cierta educación que le había dado el cura, y por carácter, satírica y extremadamente mal pensada.

Don Espiridión, gordo, de estatura mediana, de pelo negro, grueso y lacio, color más subido de moreno, sin barba en los carrillos y un bigote cerdoso y parado sombreando un labio grueso y amoratado como un morcón; en una palabra: un indio parecido poco más o menos a sus congéneres. La familia se componía de los dos esposos, de una criada india de mediana edad, que servía de cocinera, de recamarera y de todo lo que se ofrecía, y un muchachillo de seis a siete años, indito, no del todo feo y ya de razón, pues lo enseñaba a leer doña Pascuala para preparar su ingreso en la escuela municipal de Tlalnepantla, que aprendiese el Catecismo del Padre Ripalda, y las cuatro reglas. La madre fue en vida prima de una tía segunda de don Espiridión, que se apellidaba Moctezuma; dejó un poquito de dinero enterrado, y dinero huérfano cayeron bajo la tutela de don Espiridión. El muchacho era uno de los millares de parientes cercanos, herederos del emperador azteca. Se puede decir que completaban la familia cuatro peones que hacía años vivían de pie en el rancho, en unos jacalitos de tierra y tule que se hallaban cerca de la finca principal, y que se destruían y se volvían a edificar en otra parte cuando lo exigían las necesidades de la labranza.

El rancho nada tenía que llamase la atención. Los ranchos y los indios todos se parecen. Una vereda angosta e intransitable en tiempo de lluvias conducía a una casa baja de adobe, mal pintada de cal, compuesta de una sala, comedor, dos recámaras y un cuarto de raya. La cocina estaba en el corral y era de varas secas de árbol, con su techo de yerbas, lo que en el campo se llama una cocina de humo, con sus dos metates, una olla grande vidriada para el nixtamal, dos o tres cedazos para colar el atole y algunos jarros y cántaros. Se guisaba en tres piedras matatenas y el combustible lo ministraban los yerbajes y matorrales que rejuntaba un peón en el cerro.

En el comedor había un tinajero con la vajilla, que se componía de una variedad de platos, vasos, tazas y pocillos de todos tamaños y colores, interpolados con muñecos de cera y naranjas secas, doradas y benditas, restos del monumento del curato del pueblo. En un rincón, un caballete con la silla de lujo del amo, el machete y las armas de agua en la cabeza, y la manga con dragona de terciopelo en los tientos; una mesita de madera blanca bien limpia y media docena de sillas de la calle de la Canoa.

En el corral, grande, rodeado de una cerca de adobe y como media vara de polvo y estiércol, que se liquidaba como un puré al primer aguacero, se encontraba un pozo y una pileta, y vagando, sucios, greñudos y muy gordos, dos caballos, media docena de yeguas muy flacas, dos mulas y seis burros con el lomo lleno de coloradas mataduras. Llovía a cántaros, tronaba, hacía frío o calor; no importaba: los animales no tenían donde guarecerse ni dónde ni qué comer, sino cada veinticuatro horas, en que un peón les tiraba en el lodo dos manojos de rastrojo sin picar y ponía a los caballos del amo unos morrales con cebada. En los años que llevaba don Espiridión de vivir en su rancho, no le había dado Dios licencia de hacer no sólo una caballeriza, pero ni siquiera un tejado. Al caer la tarde, caminaban lentamente con dirección al corral cuatro vacas de grande e irregular cornamenta, seguidas de sus crías que, a pesar del bozal, trataban de chupar algo de las colgantes tetas de sus pacientes madres, las que no presentaban mejor aspecto que el ganado que hemos descrito. Muy barrigonas de tanto comer rastrojo y tierra; pero con los cuadriles salidos y el lomo como filo de una espada. Completaban este miserable ganado un chivo negro, tres carneros y dos crías.

Delante de la fachada de la casa, que tenía tres ventanas con rejas de fierro, bastidores apolillados y cuarterones de papel blanco supliendo los vidrios rotos, se hallaba un círculo de ladrillos donde se trillaba la cebada y se desgranaba el maíz. Cuatro sauces llorones torcidos, medio secos, adornaban el frente, y en una esquina un alto fresno cayéndose de viejo, sostenido en dos o tres partes con vigas y horcones, y cuyas raíces salían a tierra y habían levantado el enlosado y cuarteado una parte del rayador. Un carretón desbaratado y otro reforzado en sus rayos con líos de mecate, las gallinas y los gallos picoteando los insectos, un burrito, hijo desgraciado de una de las preciosidades del corral, y dos o tres perros amarillos y cascarrientos, lamiéndose unos a otros a falta de comida, formaban el escenario de esta propiedad raíz, situada casi a las puertas de la gran capital. Don Espiridión, quizá por el estado de prosperidad y de orden que guardaba su rancho, se consideraba en la comarca como uno de los agricultores más inteligentes y adelantados. Y en efecto ¿para qué necesitaba devanarse los sesos ni hacer más? Dos tablas de malos magueyes, como la mayor parte de los del valle, le producían una carga diaria de tlachique, que vendía a un contratista por dos o tres pesos. Otras dos o tres tablas de tierras deslavadas en el declive del cerro, le producían doscientas o trescientas cargas anuales de cebada, que vendían a tres pesos; y luego el frijol, la semilla de nabo, el triguillo temporal, una entrega de leche y el horno de ladrillo, le formaban una renta que no sólo bastaba a la familia para vivir, sino que en buen año algo ahorraban.

La base de su alimentación era el maíz en sus diversas preparaciones de atole, tortillas gordas, chalupitas, tamales, etc. A esto se añadía el chile, el tomate, la leche, carne, pan, bizcochos, los domingos, lunes y a veces duraba la compra hasta el martes o miércoles. Doña Pascuala se permitía el lujo de un buen chocolate con gorditas calientes con manteca, pues había adquirido esta costumbre mientras vivió con el cura, y la imitó fácilmente el marido. Solían sacar para el chocolate, cuando había visitas, dos mancerinas de plata maciza, que habían comprado en el Montepío.

Su vida era por demás sosegada y monótona. Se levantaba con la luz. El marido montaba a caballo y se iba a las labores, al cerro o al pueblo, y no pocas veces a México. Volvía a la hora de comer, se sentaba después en la banqueta de chiluca de la puerta a fumar apestosos puritos de a 20, del estanco, y cuando el sol declinaba daba su vuelta por el corral para ver su ganado. Solía curar con un puño de estiércol las mataduras de los burros, limpiaba sus caballos con una piedra, echaba unas manganas a las yeguas y en seguida cenaba en familia su buen plato de frijoles, sus tortillas calientes y su vaso de tlachique, y antes de las nueve todos roncaban y dormían profundamente.

Doña Pascuala se ocupaba de barrer la casa, de echar ramas en el brasero formado de las tres matatenas consabidas, de dar de comer a las gallinas, de limpiar las jaulas de los pájaros, de regar unas cuantas macetas con chinos y espuela de caballero, de preparar la comida y de dar las lecciones al heredero de Moctezuma. En esto y en lo otro pasaba el día y la tarde, y el tiempo libre de que podía disponer lo consagraba a la lectura de las muy pocas obras que se publicaban en México y que encargaba a su marido cuando extendía sus excursiones a la gran Tenoxtitlán; pero también, lo mismo que su marido, a las nueve roncaba como una bienaventurada. Ni doña Pascuala ni Espiridión eran devotos, y antes bien un tanto despreocupados o librepensadores, como se diría ahora. Oían misa los domingos cuando podían. Si llovía o hacia frío se quedaban en el rancho, y sólo cuando había función, cohetes, arcos de tule y zempasúchil, rogados en la parroquia de Tlalnepantla, no faltaban, porque entonces, vestidos con los mejores trapitos, eran vistos y cortejados y, además, tenían que visitar al juez de letras, al alcalde, al maestro de escuela; era, en fin, para ellos un día de solemnidad y etiqueta.

Los domingos solían tener sus visitas. La mujer y la hija del administrador de la hacienda de los Ahuehuetes, la tía del mayordomo de la hacienda de Aragón, no faltando en ocasiones las sobrinas de algún canónigo de la Colegiata de Guadalupe.

En esos casos doña Pascuala abría una enorme caja de madera blanca, con tres cerrojos, que tenía al pie de su cama, y sacaba unos platos de China, unos vasos dorados de Sajonia, cuatro o cinco cubiertos de plata y los manteles con randa y bordados de su mano. La mesa se agrandaba con otra mesita, y en el corral y cobertizo que servía de cocina se ponían en actividad los anafes que en tiempo ordinario sólo servían para hacer el chocolate. Un peón se enviaba con anticipación en un burro al pueblo, y volvía con las árganas cargadas con pan, bizcochos, fruta, carne, chicharrón, chorizos, longaniza y recaudo. El almuerzo y comida eran de chuparse los dedos, porque doña Pascuala, sobria y poco cuidadosa del diario, se portaba, cuando se trataba de obsequiar a sus visitas, como buena discípula del santo cocinero. Ya se ve que nada de raro ni de misterioso tenían esas gentes; por el contrario, eran de lo más vulgares, y lo que de ellas decían era pura invención.

Del heredero del trono azteca diremos una palabra. Él, como príncipe, como niño de un porvenir real, nada sentía, estaba inconsciente de su grandeza y de su alto destino. Cuando no lo obligaba doña Pascuala a estudiar, pasaba su tiempo o en el cerro cogiendo lagartijas, sapos y catarinas, de las que tenía una abundante colección, o en el corral montándose en los burros y mulas. En la noche caía rendido; entre sueños engullía sus frijoles, y muchas veces se quedaba vestido en su cama. Doña Pascuala no quitaba el dedo del renglón.

—Ya ven ustedes a Pascualito, que parece que no sabe quebrar un plato —decía invariablemente la buena señora en las grandes comidas de los domingos—, pues ha de llegar a ser rey de México; a él le toca; los que están en el gobierno no son más que usurpadores. Toda la tierra es de los indios, y una vez que se fueron los españoles, los indios han debido entrar a gobernar. Todas las haciendas y ranchos son de ellos; cuando Pascualito entre a Palacio a mandar, Espiridión será dueño de Cuamatla, de la Lechería, de Echegaray y de todas estas haciendas.

Pascualito se llamaba simplemente José, como la mayor parte de los indios; pero doña Pascuala le había dado su nombre. Como se ve, la señora del rancho, por la parte del marido, se inclinaba a la raza india y continuaba sus razonamientos en este sentido:

—Ya tenemos un licenciado muy leído y escribido que sigue el pleito contra el gobierno, y vamos a ganarlo, y hasta hemos recibido dinero para taparnos la boca. Ya verán ustedes cómo de la noche a la mañana cambiará nuestra suerte y Espiridión será, cuando menos, juez de letras de Cuautitlán.

Doña Pascuala creía a puño cerrado en esta tradición y hablaba con sinceridad. La mujer y la hija del administrador de los Ahuehuetes, que no eran de la raza india, le contradecían y nunca se conformaban con sus opiniones, mientras que la familia del mayordomo de Aragón apoyaba y a veces se avanzaba hasta pedir que cuando don Espiridión fuese juez de letras u otra cosa más alta, promoviese el exterminio de la gente que se llamó de razón. Solitos quedamos mejor, decían; que el buey solo bien se lambe.

En el fondo, doña Pascuala no carecía de razón. Para seguir el pleito del heredero de Moctezuma contra el gobierno se habían valido de un licenciadillo vivaracho, acabado de recibir, que andaba a caza de negocios y pleitos y se llamaba Lamparilla. Era pariente del archivero general don Ignacio Cubas, empleado muy notable por sus conocimientos en las antigüedades y su manejo de los papeles viejos, cedularios y libros desde los primeros tiempos de la dominación española. Cubas, que era entusiasta por Moctezuma, por Cuauhtémoc y por todo lo que pertenecía a la raza y a la historia de los aztecas, proporcionó a Lamparilla la manera de compulsar las reales cédulas y pragmáticas de Carlos V y de la reina doña Juana, y concluyeron por desentrañar la historia de los descendientes del emperador de México y tener la clave de cosas curiosas que para todo el mundo eran un secreto. Con estas armas, la fe de bautismo de Pascualito y una información levantada en Ameca, de donde era originaria la familia, ocurrió Lamparilla al gobierno, reclamándole cosa de medio millón de pesos por la pensión atrasada, seis mil pesos cada año por la corriente y la propiedad de todo el volcán Popocatépetl con sus bosques, aguas, barrancos, arenas, nieves, azufre y fuego interior, o en cambio de eso una suma fabulosa de dinero.

Lamparilla alquilaba cada sábado un caballo, salía de México las cinco de la mañana y a las siete estaba ya en el rancho de Santa María de la Ladrillera, desayunándose muy contento en compañía de doña Pascuala y de don Espiridión. Acabado el desayuno, sacaba de la bolsa un escrito en papel sellado, hacía que lo firmaran marido y mujer, y a las diez estaba de vuelta en la capital.

El lunes, al tiempo de abrir las oficinas, se presentaba al Ministerio de Hacienda, y aunque tuviese que esperar horas enteras, entregaba personalmente su solicitud al mismo ministro o, cuando menos, al oficial mayor. En el curso de la semana daba sus vueltas a saber el resultado, o escribía tres a cuatro cartas. Después de meses de este manejo, Lamparilla inspiraba horror al ministro y a los empleados del Ministerio; era una persecución en regla: se lo encontraban en las escaleras, en los corredores, en la mesa, en todas partes, y con mucha atención y cortesía les recomendaba su negocio y les suplicaba que se interesasen para la resolución de las treinta o cuarenta solicitudes que tenía presentadas. Aburridos, desesperados, no pudiendo matar, ni desterrar, ni poner preso a Lamparilla, porque, en definitiva, no era más que un agente de uno de los muchos parientes de Moctezuma, concluían por interesarse por él, y el ministro, por quitárselo de encima, le mandaba dar ya ciento, ya doscientos y a veces quinientos pesos que, lleno de satisfacción, ponía en manos de doña Pascuala. Ese día, en vez de caballos, alquilaba un coche y almorzaba en el rancho unas enchiladas y unos frijoles fritos, que daba gusto.

Los propietarios, por su parte, cumplían religiosamente y agasajaban a su licenciado. Los jueves a las nueve de la mañana, invariablemente también, llegaba a la Estampa de Regina, número 4, donde vivía Lamparilla, el peón y el burro con las consabidas árganas conteniendo un manojo de gallinas o un guajolote, una servilleta con dos docenas de gorditas con manteca, lechuga, elotes (en su tiempo), zanahorias, nabos, tomates y jitomates, y otra limpia servilleta con tamalitos cernidos. El día de su santo, además de esto, se añadía un platón de cocada, cubierto con motitas y florecillas de listón verde y encarnado; en cada flor un escudito de a dos pesos, y en el centro una onza de oro. Además de esto, Lamparilla, cuando estaba arrancado, escribía cartitas a doña Pascuala, pidiéndole ya diez, ya viente, ya treinta pesos (nunca más), a cuenta de honorarios que don Espiridión, con mil protestas y disculpas, fe entregaba, aprovechando sus excursiones a la ciudad.

II. Los doctores

Así corría feliz y tranquila la vida de los habitantes del rancho de Santa María de la Ladrillera, hasta el día en que un acontecimiento inesperado vino a interrumpir su monotonía.

Don Espiridión estaba en momentos de montar en el caballo que, ensillado y amarrado en la reja de la ventana, relinchaba impaciente y rascaba las losas.

—No te vayas Espiridión —le dijo doña Pascuala—. Es temprano y tienes tiempo de llegar antes de que se haya levantado el licenciado; te voy a preguntar una cosa.

—Van a dar las seis, Pascuala —respondió el marido sacando un reloj de plata que más bien parecía una esfera—, pero di lo que quieras.

—¿Cuánto tiempo hace que nos casamos?

—El día 12 de diciembre hará siete años.

—Y no hemos tenido hijos…

—Al menos que yo sepa, y ¿por qué me haces esas preguntas?

—Porque vamos a tener un hijo; yo deseo que sea mujercita; Dios lo haga.

—Pero eso es imposible —interrumpió don Espiridión dejando caer la pesada espuela, que en esos momento se abrochaba en la bota.

—Como lo oyes.

—¿Y no te cabe duda?

—Ninguna.

—Vaya, tendremos entonces un heredero, que al fin Pascual gozará de otra herencia más grande, y cabalmente el licenciado me ha citado para hoy, porque dice que ya ha mandado el gobierno que nos pongan en posesión del volcán, y entonces tendremos que mudarnos al pueblo de Ameca y dejaremos el rancho al cuidado de mi compadre Franco.

Don Espiridión se acabó de poner las espuelas, se embrocó su manga de paño café con dragona de terciopelo verde, porque la mañana era nublada y fría, y acercándose a su mujer le dijo:

—¿No me engañas?… —y le dio un beso con la misma calma con que limpiaba con un tezontle el lomo de sus caballos.

—¡Engañarte! ¿Y por qué? Pero quita que me picas con ese bigote que parece de cerdas de cochino —dijo doña Pascuala, limpiándose el carrillo.

—¡Bah! Te vas volviendo delicada como todas las que están como tú —contestó don Espiridión montando a caballo y dirigiéndose a la vereda—; espérame a comer, que antes de las doce estaré de vuelta; pero que se te quite esa aprensión; tú no tienes nada, nada, y sería raro después de siete años.

—Ya lo verás; y no tardes, que en celebridad de lo que te he dicho, comeremos hoy chalupitas con carne de puerco, y si se enfrían se ponen duras.

Don Espiridión, que había puesto las espuelas a su caballo, no oyó estas últimas palabras; envuelto en una nube de polvo, torció a la izquierda y desapareció entrando en una barranquilla que marcaba los límites entre el rancho y otra propiedad vecina. Doña Pascuala comenzó a sacar las jaulas de sus pájaros y a arrancar las yerbitas que habían nacido en sus macetas. De esta manera pastoral se anunciaba la venida al mundo del legítimo heredero del rancho de Santa María de la Ladrillera.

Un día, ya habían pasado algunos meses, quién sabe cuántos, el señor Lamparilla y Doña Pascuala platicaban de asuntos graves, mientras que Moctezuma III, montado en uno de los pobres burros, quería hacerlo andar para adelante pegándole con una vara en la cabeza, y don Espiridión, sin hacer caso, refregaba con una piedra el lomo de su caballo cervuno.

—Habiendo ya hablado de nuestros asuntos, quería preguntar a usted, doña Pascuala —dijo Lamparilla— ¿cuándo nos da usted el buen día?… Veo que está usted muy adelantada y no debe tardar.

—Quería yo hablar a usted de eso precisamente —respondió doña Pascuala— y me alegro que haya usted promovido la conversación… pero muy en secreto… ha de saber usted que ya estoy fuera de la cuenta.

—No, no es posible.

—Como se lo digo a usted. Esto me tiene con mucho cuidado, y quisiera yo que me trajese usted un buen doctor de México, pues don Agapito, el de Tlalnepantla, no hace más que reírse de mí y no me acierta.

—Como usted quiera, doña Pascuala: precisamente por un asunto de una criada que se ha cogido una cuchara de plata, tengo que ver al doctor Codorniú. ¡Oh!, ése es un pozo de ciencia, y en dos por tres despachará a usted.

—¿Pero, querrá venir?

—¡Toma! Lo traeré en coche.

—¿Cuándo?

—Mañana, si usted quiere.

—No; el lunes será mejor. Espiridión tiene que ir a Tula a comprar una burra que nos hace falta, y no volverá hasta el martes, y es mejor que, por ahora, no sepa nada.

—Convenido. Prepare usted un buen almuerzo o comida, o lo que usted quiera, y el lunes sin falta, antes de las doce, estaré aquí con el doctor.

Lamparilla montó en su tordillo de alquiler, metiéndose en la boba del chaleco diez peso que para el coche y otros gastos le puso en la mano doña Pascuala, y ésta se retiró triste y temerosa, esperando para el próximo lunes la visita del famoso médico.

Efectivamente, el lunes Lamparilla y el doctor Cordorniú bajaban del coche, que con trabajo y por los sembrados habían logrado llegar a la puerta de la casa del rancho.

El almuerzo fue como lo había deseado Lamparilla, que se puso a dos reatas y bebió más tlachique del necesario. El doctor, de dieta, apenas tocó los manjares nacionales; pero un trozo de cabrito asado y una copa de un regular vino cartón le hicieron buen estómago y lo prepararon favorablemente a la consulta.

Después de una taza de yerbabuena, en vez de café, doña Pascuala y el doctor pasaron a la recámara y se encerraron. Lamparilla fue a dar un vistazo a las milpas, que estaban ya verdes y comenzando a dejar ver en las derechas cañas los cabellitos dorados de los elotes.

El doctor hizo a doña Pascuala pregunta tras pregunta, le tomó el pulso, le puso la mano sobre el corazón; indagó el régimen de su vida, se informó, en fin, de cuanto convenía que supiese un médico sabio y distinguido como él, que estudiaba y que realmente estaba más adelantado que su tiempo. Lo que pasó en esta interesante conferencia que iba a decidir de la vida o de la muerte de doña Pascuala, no es para contado, y los anales de la ciencia lo comunicarán algún día a la Escuela de Medicina. Baste decir que el doctor Codorniú salió cabizbajo y pensativo, diciendo entre dientes: «No he visto caso igual en mi vida»; sin embargo, alentó a doña Pascuala, le dio esperanzas de una próxima curación; le dijo que mientras él enviaba desde México el régimen que debía seguirse y aún las medicinas ya preparadas, hiciera mucho ejercicio, durmiese de espaldas y tomase lo que se coge con una peseta, de magnesia en ayunas.

Fue Lamparilla en persona el que a los dos días trajo a doña Pascuala el régimen del doctor, dos frasquitos y un bote pequeño de una pomada.

La receta decía:

Ejercicio diario.—Una hora por la mañana temprano; otra a las cinco de la tarde. Evitar el sol y no salir al cerro. Cuatro gotas del frasquito núm. 1 por la mañana, y cuatro, al acostarse, del número 2. La friega en el vientre, dos veces al día. No agacharse mucho, no tener ninguna clase de disgustos y disminuir a la mitad la bebida de tlachique. Que por precaución se quede la comadre en el rancho. Si hay novedad, mandarme llamar con un propio; pero no en la noche, porque las garitas de la ciudad están cerradas y no se puede salir sin permiso del gobernador.

—Dentro de ocho días estará usted buena, doña Pascuala —dijo Lamparilla cuando acabó de leer la ordenanza—; es decir, que tendremos bautismo y holgorio, porque es necesario echar la casa por la ventana para celebrar al heredero.

—Espero en Dios que sí —contestó doña Pascuala—, y ya es tiempo, pues siento una fatiga y una incomodidad… no sé ni cómo podré hacer las dos horas de ejercicio. Quisiera dormir todo el día; para distraerme voy a concluir la ropita de la niña, porque ha de ser niña, y el doctor me ha prometido que hará todos los esfuerzos posibles para que sea niña.

—Doña Pascuala, eso no es posible. El doctor Codorniú no puede haber dicho semejante disparate.

—Es decir, que me prometió que haría que saliese yo de mi cuidado tan breve como fuera posible.

—Eso es otra cosa, doña Pascuala; conque al avío. Es hora de que Comience usted su ejercicio. Aquí tiene usted sus frasquitos; me marcho y daré dentro de tres días una vuelta por acá. Fírmeme usted este escrito, pues en la noche esperaré que el ministro de Hacienda salga de la Presidencia y pronto seremos dueños del volcán.

Lamparilla volvió a los tres días, recibiendo otros diez pesos, y encontró a doña Pascuala en el mismo estado, a pesar del ejercicio y las recetas.

A los ocho días el doctor Codorniú hizo su segunda visita. Doña Pascuala, lo mismo. Se le ordenó otro método.

A la segunda semana, tercera visita del doctor y de Lamparilla; doña Pascuala, lo mismo. Se le ordenó nuevo método. La botica se agotaba. El célebre doctor se volvía loco y promovió una junta. Don Espiridión, afligido.

Se celebró la junta; se estableció distinto método, que tampoco surtió. El doctor Codorniú confesaba que en su vida había visto un caso igual. Fue en esa época cuando el periódico publicó el párrafo que íntegro hemos copiado al principio de esta verídica narración.

Doña Pascuala, muy mala.

El doctor estudió día y noche, aplicó los tratamientos propios para tales casos, conferenció con sus compañeros, hizo al rancho frecuentes visitas, y al fin se decidió a consultar a la Universidad. Un día de claustro pleno, en el austero General, con sus sillones de relieve de fina madera ya denegrida por los años, sus cuadros de obispos, santos y doctores, su magnífico púlpito de cuyo techo parece que se desprendía y volaba la blanca paloma que simbolizaba al Espíritu Santo; los doctores con sus togas de seda negra, sus capelos en el cuello y sus grandes y vistosas borlas, ya verdes, ya amarillas, ya blancas, según la facultad en que habían sido examinados y recibidos de doctores, hubo una discusión muy grave y seria, y aunque no es del caso, la indicaremos únicamente. Se trataba de encontrar los medios eficaces de combatir la masonería, que estaba de moda en el país, y especialmente las logias yorkinas contrarias a la Universidad, a los canónigos, a los frailes y monjas. Todo lo querían suprimir y destruir, y era necesario defenderse. Cuando terminó la sesión, concilio o junta que se declaró secreta, y en la cual no se llegó a ninguna conclusión, el médico refirió el caso a los sabios doctores sus compañeros, y pareció interesarles un poco más que las discusiones relativas a la religión y a la política. Además, algunos ya tenían conocimiento de él por una comunicación que les pasó el Ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos. Después de una hora más bien de conversación familiar que de discusión, en que se tocaron puntos muy difíciles y más bien reservados para una cátedra de anatomía topográfica, dieron su opinión.

El doctor en leyes, dijo: «No creo que este caso haya sido el único en el mundo. En tiempo del Rey don Alonso el Sabio deben haber ocurrido algunos semejantes, y en las Siete Partidas, que de todo tratan y son un modelo de legislación, encontraré seguramente algo que nos tranquilice. Consultaré también a Solórzano y a las Leyes de Indias. Por el momento nada puedo decir».

El doctor en medicina, dijo: «Yo sí puede decir que me parece indispensable una operación; pero hay dos inconvenientes: el primero y principal es que la paciente no podrá resistirla y es más probable que quede en ella, y segundo, que no sé si tendremos en buen estado los instrumentos a propósito, pues en verdad hace por lo menos muchos años que no se presenta un caso igual, aunque no son raros, por más que diga mi apreciable compañero el señor licenciado».

El doctor en teología, quitándose con mucha paciencia su capelo y su borla blanca para revestir su traje habitual y salir a la calle, dijo simplemente: «Erró la cuenta».

El doctor Codorniú se retiró sin haber sacado nada en limpio, arrepintiéndose de la consulta con sus compañeros y resuelto a no volver al rancho si no lo llamaban y le mandaban un coche, pues él había ya fatigado sus mulas y empolvado el suyo en tantas visitas como había hecho. Cuando entró a su casa, dijo a su criado:

—Si viene el licenciado Lamparilla le dirán que deje la cuchara de plata si ya la recobró, y que no estoy en casa.

III. Las brujas

Don Espiridión, que no había hecho gran caso de la buena nueva que le comunicó doña Pascuala, que toleró las visitas del doctor Codorniú y las juntas de médicos sólo por darle gusto, y que en los primeros meses no había creído en la próxima llegada de un heredero, se alarmó deveras cuando notó evidentes síntomas y observó que su cara mitad estaba muy lejos de guardar el aspecto ordinario.

—Ya esto pasa de castaño oscuro —le dijo una noche cuando acabaron de cenar y se había marchado a la cama el heredero de Moctezuma.

—Sí que pasa —respondió doña Pascuala—, y no lloro por no afligirte y porque nada se consigue con eso, pero creo que me voy a morir.

—Morirte no, eso no, mujer, pero sí otra cosa… no sé lo que será, pero es necesario que te pongas en cura formalmente.

—¡Fresco estás! ¿Qué más cura quieres? ¿No ha venido el mejor doctor de México, no ha habido junta de médicos, no me he tomado ya cuatro botellitas y he andado no sé cuantas leguas? ¿Qué más quieres?

—A eso no le llamo curarse —contestó el marido— y nunca he tenido fe en los médicos. No tenemos más medio sino ocurrir a las brujas. Por más que diga todo el mundo que no hay brujas, yo sí lo creo y los hechos lo dicen. Todos los días las vemos; y sobre todo, la enfermedad que tú tienes sólo ellas la saben curar.

—Pues yo no creo en las brujas, pero con tal de sanar, sean brujas o curanderas, estoy resuelta a todo. Enviaremos a llamar al doctor por última vez, si te parece.

—Es inútil, te mandará lo mismo, ya hemos gastado buen dinero; el maíz está bajando de precio y la cebada no pinta bien. Las brujas nos costarán poco, pero no es por el dinero, sino porque aunque veas a todo el protomedicato, no te han de sanar.

—Pero ¿de quién nos valdremos?

—¡Toma!, eso es fácil. Buscaré a la herbolaria que ha solido venir por acá y ha rejuntado en el cerro yerbas que dice son remedio eficaz para diversas enfermedades. Quizá tenemos muy cerca la medicina sin necesidad de ir a la botica.

—¡Ah! la herbolaria, ya me acuerdo; por cierto que le di una canasta porque ya no le cabían las yerbas en su ayate.

—Esa misma, y tiene una tía que es la verdadera bruja y la que sabe cómo se hacen las curaciones. El canónigo Camaño me dirá dónde vive, pues lo sacó de un reumatismo que ya se lo llevaba Dios y que ningún médico le había podido atinar.

—Entonces, mañana mismo. Estoy decidida.

—Mañana mismo estaré en la villa y veré al canónigo cuando acabe de decir su misa.

Don Espiridión consumió el tlachique que quedaba en el vaso, y se chupó el bigote cerdoso.

Doña Pascuala, fatigada y costándole ya trabajo moverse, andar y agacharse, levantó con pereza el mantel, echó en un plato los restos de los frijoles y los pedazos de tortilla y migajones de pan, para el almuerzo de gallinas, y fue a dar un vistazo a Moctezuma III, el cual sólo había podido quitarse la chaqueta y una pierna del pantalón. Un zapato lleno de estiércol y lodo estaba en la almohada, junto a su bota, el otro en una olla de nixtamal.

—Nunca será nada este borrico, por más que yo me afane en enseñarle; y puerco, que no hay que decir; en eso se parece a Espiridión —dijo doña Pascuala, tirando de la otra pierna del pantalón y aventando los zapatos en medio de la pieza. El heredero gruñó, se refregó con una mano los ojos y se volteó del otro lado, dormido como un marrano.

Doña Pascuala se dirigió a su recámara, con su vela de cebo en el lustroso candelero de barro. Don Espiridión dormía ya boca arriba; en sus bigotes brillaban todavía las burbujas de tlachique, y su labio inferior tenía una franja encarnada como si adrede la hubiese hecho un pintor, seña evidente de que la cena había sido de mole de pecho o de cecina.

—Los dos iguales, tan sucio el uno como el otro —dijo doña Pascuala desembarazándose de sus vestidos—. Mañana les he de decir que se bañen. Y no sé por qué me late —añadió apagando la vela y metiéndose en la cama— que la bruja me va a curar.

Mientras duermen, se levantan, se desayunan y don Espiridión va a la villa a buscar el canónigo, daremos a conocer al lector a las brujas, con las cuales, antes que don Espiridión, teníamos las mejores y más cordiales relaciones.

A poca distancia de la garita de Peralvillo, entre la calzada de piedra y la de tierra que conducen al santuario de Guadalupe, se encuentra un terreno más bajo que las dos calzadas. Sea desde la garita o sea desde el camino, se nota una aglomeración de casas pequeñas, hechas de lodo, que más se diría eran temascales, construcciones de castores o albergue de animales, que no de seres racionales. Una puerta estrecha da entrada a esas construcciones, que contienen un solo cuarto y, cuando más, un espacio que forma una cocina de humo o un corralito. Los que transitan por las calzadas, apenas ven atravesar esta extraña población a uno que otro perro flaco, a algún burro que arranca las yerbas que nacen en las paredes de las mismas casuchas, y a una o dos inditas enredadas, sentadas a la puerta o por el lindero de la calzada de piedra.

El resto parece solo y abandonado. No es así; por el contrario, no hay casa que no tenga su propietario o propietarios, pues las habitan no siempre hombres solos sino familias.

No deja de ser curioso saber cómo vive en las orillas de la gran capital esta pobre y degradada población. Ella se compone absolutamente de los que se llamaban macehuales desde el tiempo de la Conquista, es decir, los que labraban la tierra; no eran precisamente esclavos, pero sí la clase ínfima del pueblo azteca que, como la más numerosa, ha sobrevivido ya tantos años y conserva su pobreza, su ignorancia, su superstición y su apego a sus costumbres; su proximidad a la capital no le ha servido ni para cambiar sus hábitos y su situación, ni para proporcionarle algunas comodidades. Los hombres que habitan ese lugar, que unos llaman las Salinas, otros San Miguelito y la mayor parte lo confunden con Tepito, ejercen diferentes industrias. Unos con su red y otros con otates con puntas de fierro, se salen muy tempranito y caminan hasta el lago o hasta los lugares propios para pescar ranas. Si logran algunas grandes, las van a vender a la plaza del mercado; si sólo son chicas, que no hay quien las compre, las guardan para comerlas. Otros van a pescar juiles y a recoger ahuautle; las mujeres por lo común recogen tequesquite y mosquitos de las orillas del lago, y los cambian en la ciudad, en las casas, por mendrugos de pan y por venas de chile. Las personas caritativas siempre les dan una taza de caldo y alguna limosna en cobre. Otras se van a las milpas de las haciendas y ranchos cercanos a cortar quelites y verdolagas, a recoger semilla de nabo, y aún suelen robarse, cuando no las ven los guarda-milpas, algunos elotes. La población, pues, sale en las mañanas a ejercer pequeñas industrias y regresa por la tarde, habilitada de una manera o de otra de gordas, de elotes, de tortillas, de pedazos de pan, de restos de comida y de algunas monedas. En la ciudad han comido cualquier cosa; y en la tarde, al regreso, completan la alimentación con los animalillos sobrantes que no pudieron vender. Increíble parece que puedan vivir con tal sobriedad, pero el hecho es que así viven, o mejor dicho, así vegetan, pues su aspecto es enfermizo y seguramente no llegan a larga vida. En la estación de aguas hacen sus pozos y sus atajaderos en el punto que creen más conveniente de las orillas del lago, y recogen su cosecha de sal. Ya esto es una industria que les proporciona comprar algunas varas de manta, cera para la Virgen y, si algo más les sobra, lo emplean en cohetes, a los que son muy afectos y que queman en la primera solemnidad religiosa que se presenta. Años hay que las lluvias son abundantes, y entonces los potreros de Aragón se inundan, las obras hechas para recoger la sal son arrebatadas por las corrientes y el pueblecito queda formando una isla; si las aguas suben, entran en las casas y los habitantes tienen que abandonarlas, se van a Zacoalco o a otros pueblos y haciendas vecinos a acomodarse de peones. Las mujeres no se sabe a punto fijo lo que hacen, pero es probable que siguen ejerciendo su industria y encuentran hospitalidad en los pueblos de indios vecinos.

A este pueblo pertenecían, o al menos lo habitaron mucho tiempo, las dos brujas a quienes trataba de buscar don Espiridión.

Cómo y cuándo las dos mujeres fueron a ese pueblecillo que nombraremos de la Sal, no es fácil averiguarlo. Ese terreno inservible, salitroso, pequeño e incapaz de cultura, probablemente formaba parte de las parcialidades de San Juan y de Santiago, es decir, de los terrenos que antes de la conquista pertenecían a la isla de Tlaltelolco (isla arenisca), terreno más elevado sobre el nivel ordinario del lago y donde vivía la gente de comercio y de trabajo. Con raras excepciones, ni Hernán Cortés ni sus sucesores dispusieron de esa parte de la ciudad y dejaron a los indios que lo habitaban en sus respectivas propiedades. En el curso del tiempo, no sabiéndose ni pudiéndose distinguir ni hacer una división por familias, se declaró que esos terrenos pertenecían en lo general a los indígenas que de hecho vivían en ellos o los explotaban, y se formaron las dos parcialidades de San Juan y Santiago, bajo el patrocinio del gobierno y del Ayuntamiento de México. Con estos títulos, sin duda, fueron acudiendo a esa eriaza cuchilla (así es su forma) de tierra, uno tras otro, los más pobres, los más humildes indígenas, realmente sin patria ni hogar, construyendo con barro una serie más bien de madrigueras que no de casas, hasta formar el más desamparado, el más triste, el más miserable de cuantos pueblos se pueda figurar la más melancólica fantasía. Allí nació tal vez una de las brujas, y vivió de la venta de los mosquitos para los pájaros, sea que ella los cogiera directamente del lago, sea que otros indios pescadores se los diesen para venderlos en las casas de la villa y de la ciudad o cambiarlos por mendrugos de pan y sobras de comida. Un indio viejo, que era como el jefe o rey de esta miserable colonia, le enseñó a recoger en los potreros y en los sembrados yerbas ya verdes o secas, hacer con ellas cocimientos medicinales que tomaban en sus enfermedades los habitantes, porque jamás médico alguno educado en los colegios o en la Universidad, había pisado los linderos de esa tierra. Vivían, se enfermaban, sanaban, se morían como perros, sin apelar a nada ni a nadie más que a ellos mismos. Probablemente los cadáveres se enterraban de noche en los bajos fangosos de los potreros cercanos, porque no tenían con qué pagar los derechos a la parroquia de Santa Ana, a donde tal vez pertenecía el pueblecillo. Ni el cura de esa parroquia ni de ninguna otra les había instruido en la religión católica, ni sabían lo que era rezar ni leer; hablaban su idioma azteca y poco y mal el español, conservaban también poco las tradiciones de sus usos antiguos y de su religión, y de lo moderno no conocían ni adoraban más que a la Virgen de Guadalupe.

En el estrecho cuartito de la bruja vivía otra de mucha menos edad que ella. Todos los varones del pueblecillo, como la mayor parte de los indios, tenían el nombre de José y las mujeres de María, con alguna añadidura. Apellido ninguno, probablemente muchos ni bautizados estaban. A las dos mujeres les llamaban las dos Marías; pero para distinguirlas, a la mayor le decían María Matiana y a la menor María Jipila, sin saberse por qué aplicaban a la otra este segundo dictado. Sea que el indio viejo qué se conocía por José Sebastián fuese uno de esos naturales naturalistas y hechiceros de raza, o sea porque las dos Marías, que eran parientas, tuviesen una vocación para la botánica, el caso es que se dedicaron a recoger plantas y a estudiar sus virtudes terapéuticas haciendo experiencias entre los perros y las gentes del pueblo, primero, y más adelante entre los vecinos del barrio de Santa Ana y los muchos arrieros de que los mesones estaban llenos siempre. Mientras una continuaba el comercio de los mosquitos, la otra extendía sus excursiones a lejanas tierras, como quien dice, pues los potreros inundados de Aragón y las llanuras salitrosas de Guadalupe no le suministraban suficientes elementos. Se les veía, ya a la una, ya a la otra, por las lomas de los Remedios, por la hacienda de los Morales, por el Cabrío de San Ángel y por las huertas de Coyoacán. Matiana hizo una vez una excursión a Cuernavaca, vivió como una semana en los bosques cercanos y volvió con verdaderas maravillas. María Jipila a su vez se aventuró por el rumbo de Ameca, de Tenango, hasta Cuautla, y regresó al cabo de un mes con preciosidades, dejando, además, corresponsales en la montaña y en el bosque de Tierra Caliente para recibir periódicamente culebras, tarántulas, alacranes, gomas, resinas, cortezas de árboles y plantas rarísimas, cuyas virtudes le enseñaron a conocer los indígenas de esas tierras como secretos nunca revelados a los de raza blanca o a la gente de razón.

Cuando las dos Marías establecieron con cierto crédito su nuevo comercio, mucho más lucrativo y noble que el de los mosquitos y acociles, abandonaron el pueblecillo de las salinas y vinieron a residir a Zacoalco. Situado en la falda de una serranía desolada, cubierta de abrojos, y en las márgenes áridas y color de ceniza del lago, nada tiene de agradable; pero para ellas era una gran capital y estaban como quien dice en su centro, cerca del lago, que constituía su despensa. Con el mosquito, y en caso apurado ranas, mesclapiques y acociles, tenían para comer; y si caía algo en dinero, lo dedicaban a maíz, leña y manta. Cerca de la villa de Guadalupe y también de la capital, tenían su clientela de marchantes y de enfermos, y la divinidad a quien obedecían y adoraban. Por sí y ante sí se apoderaron de un paredón, es decir, de una casa o choza ruinosa, sin que nadie se opusiera; poco a poco le fueron poniendo su techo con pencas de maguey, después una puerta de varejones secos, luego arreglaron la cocina, finalmente lograron una habitación cómoda, abrigada del aire y del frío y amueblada con cuatro o cinco buenos petates, un tinajero, varios tecomates y guajes, dos metates, cántaros, cazuelas y ollas de barro, ayates y chiquihuites, vasos de vidrio verde de Puebla, frazadas del Portal de las Flores y sábanas de manta. Era un lujo asiático o más bien dicho azteca. Las familias de la clase media antes de la conquista no vivían mejor.

Las dos Marías, cuando vivían en el Pueblecito de la Sal, eran enredadas, es decir, ceñían su cuerpo sin más enagua ni camisa que una tela de lana azul con rayas rojas, que tejen los mismos indios, sujetas a la cintura por una faja de algodón blanca o azul. El cuello hasta la cintura quedaba abrigado con un huepile de manta o de lana azul, y en las espaldas un chiquihuite sostenido por un ayate que les servía para cargar los mosquitos, las ranas o las yerbas; pies y piernas desnudas y llenas de grietas por el frío, el agua y el lodo. Así viste todavía una gran parte de la raza azteca que viene a la capital a vender los escasos productos de su trabajo. El progreso y los adelantos del siglo no han modificado en nada su condición, no obstante haber ocupado altos puestos en la República y de haber tenido grande influencia personas de la raza indígena.

Cuando el comercio de nuestras industriosas mujeres prosperó, modificaron no sólo su habitación, como se ha dicho, sino también su traje. Vestían ya camisa y enaguas interiores de manta; enaguas exteriores de jerguilla azul, su huepile blanco o de indiana, sus pies y piernas muy lavados y un sombrero de palma para garantizarse del sol; sus trenzas entrelazadas con chomite encarnado y, en su cuello, unas gargantillas de perlas falsas con sus medallas de plata de la Virgen de Guadalupe.

El que conozca la clase indígena de los alrededores de México no necesita que describamos a nuestras dos mujeres; pero a los que sean extranjeros a la capital les daremos algunas señas. En cuanto a edad, imposible de saberlo; ellas mismas no la sabían. Los indígenas y la clase pobre de México cuenta su edad por sucesos notables y dicen por ejemplo: el día del temblor de San Juan de Dios cumplí diez años. El día que el señor Arzobispo salió con el Corpus, tenía quince años y así los demás datos.

Por el aspecto, Matiana parecía de más de cincuenta años; el pelo ya cano, el cutis comenzando a tener arrugas, los ojos encarnados por dentro y por fuera; y por sólo eso le llamaban bruja; gorda, algo encorvada, su dentadura completa y blanca.

Jipila, como de treinta años, pelo negro, grueso y lacio, algo despercudida, porque era aseada y se lavaba la cara en las fuentes y arroyos de los caminos; lisa, blanda de cutis, pierna bien hecha y con lustre, pie chico y dedos desparpajados por andar descalza, sin ningún mal olor en su cuerpo, limpia, con pequeñas manos y, como la que llamaba tía, con sus dientes blancos y parejos. Era una bonita india. Muchísimas y mejores aún de su raza hay así, y tal vez hallaremos en otra ocasión que las de Jaltipan, Tehuantepec y Yucatán.

Matiana y Jipila se levantaban con la luz, y como ya tenían preparado su maíz, molían sus gordas y se desayunaban con un jarro de atole con piloncillo, dejando preparada una ollita con frijoles o camitas de puerco, a fuego lento, para encontrarlas en sazón en la tarde, a la hora de su regreso. Barrían y regaban su cuarto, cuyo pavimento era de tierra, sacudían sus petates, colgaban sus frazadas en un mecate tendido de uno a otro lado, encerraban en la cocina con su poco de maíz y un cajete de agua a unos pollos y gallinas, le daban dos gordas a un perro o más bien a un coyote que habían traído desde el Pueblo de la Sal y, dejando cerrada su casa, que ya tenía una puerta de madera, salían en compañía y se separaban en la garita de Peralvillo. Matiana tomaba el rumbo de Santa Ana y Tezontlale, y despacio, poco cargada con un chiquihuite en la espalda lleno de raíces y yerbas, entraba en un mesón y en otro. Como ya la conocían los huéspedes, si había algún arriero enfermo, procedía a la curación, que no dejaba de ser precedida a veces de ciertas ceremonias. Si la luna estaba en el cuarto creciente o llena, casi aseguraba la curación; pero si estaba en menguante, o no curaba o, por lo menos, no respondía de la curación, Cuando eran heridas casuales leves o raspones contra los árboles o peñascos, o rozaduras con las reatas, la cosa era sencilla. Encendía un cabo de cera bendita que siempre cargaba en su chiquihuite, decía al paciente que rezara un padre nuestro y un ave maría y que se encomendase a la Virgen de Guadalupe mientras ella se echaba boca abajo y decía muy aprisa palabras en idioma azteca; después se ponía en pie y persignaba los rincones del cuarto, hacia que el huésped le diese un coscorrón medianamente fuerte en la cabeza a ella y al paciente, y en seguida iba a la cocina, y sola, sin permitir que nadie la viese, hacía una cataplasma, ya fría, ya caliente, según la enfermedad, y la aplicaba sobre la llaga, raspón o herida. Recibía en compensación de su asistencia, ya un real, ya una peseta, a veces fruta o panochas o maíz o chile o algodón, según la carga que conducía el arriero. Cuando no había enfermos, nunca dejaba de vender epazote, tequesquite o culantro verde; el caso es que volvía a la casa con algo en dinero o en efectos. Si la clientela era generosa y abundante, compraba velas de sebo para alumbrarse una o dos horas en la noche, velas de cera para la Virgen de Guadalupe, hilaza y lana para tejer ceñidores, enaguas, algunas varas de manta o de indiana y flores de papel para las estampas de santos de que iba cubriendo las paredes de su magnífica casa de Zacoalco.

El negocio de Jipila era más sencillo y más fácil. A las nueve de la mañana todo el mundo podía verla dos o tres días por semana —y muchos de los que lean este libro la recordarán— sentada junto al poste en la esquina de Santa Clara y Tacuba; extendía su ayate muy limpio e iba colocando con mucho método y simetría sus diversas mercancías. Rondinelas para limpiar los ojos, cuernos de ciervo, piedrecitas de hormiguero, matatenas, ojos de venado, hojas de naranjo muy frescas, te limón, manzanilla, mastuerzo, cedrón, adormideras; a veces alegraba su puesto con manojos de chícharos y azucenas que llenaban de olor la calle.

No pasaba media hora sin que estuviese rodeada de las criadas de la vecindad y aun a veces de muy lejos, pues sabían que esta herbolaria, como ninguna otra, tenía un surtido de cuanto podía imaginarse.

—Jipila, buenos días, ¿por qué no viniste ayer?

—Marchantita, me fui a San Ángel a traer hojas de naranjo y limones frescos…

En efecto, los días que Jipila no estaba en la esquina de Santa Clara los destinaba a sus excursiones en los pueblos del lado del oriente de la ciudad, donde encontraba multitud de yerbas frescas, de flores aromáticas y de las demás plantas que acostumbraban comprarle sus parroquianos.

—Jipila, ¿tienes alguna yerba para quitar el dolor de muelas? La niña Susanita rabia desde ayer y el barbero, en vez de sacarle la muela, le ha dejado un pedazo dentro.

—Sí marchantita —respondía Jipila, dando a la criada un atadito de yerbas de hoja menuda y color oscuro—. Con esta yerba no más la mascas y así que la remuelas bien con los dientes te la pones en la mano, le echas un chorrito de refino y después haces una bolita y le tapas la muela a la niña, y encima una capa de chitle que mascará también. Si queda pico, que se lo asierre el barbero, pues para eso no sirven las yerbas.

Jipila con la medicina daba la receta, era un formulario magistral viviente.

No sólo en el barrio sino más allá, por un lado hasta San Cosme y por el otro hasta las calles del Relox y rumbo de Santa Catarina mártir, Jipila competía con los médicos y les quitaba las visitas. ¿En cualquier casa amanecía un chiquillo enfermo? Inmediatamente la señora llamaba a la criada. «Corre y ve a la herbolaria; que me mande una raíz para darle a Emilito que está empachado». En otra parte alguien se rodaba la escalera, y se lastimaba más o menos gravemente: en el acto se le rogaba a la casera que fuese a decir a la herbolaria que don Pepe se había rodado la escalera y que tenía cuatro chichones en la cabeza, un raspón en el codo y la muñeca derecha descompuesta e hinchada.

Jipila daba en el acto una raíz para las abolladuras de la cabeza, unas yerbas para bebida, y unas hojas finas y sedosas para aplicarlas en las partes desolladas; en cuanto al hueso zafado, decía, es cosa del cerujano o del banco del herrador.

Los viernes era cuando el surtido medicinal de la herbolaria estaba más variado, pues los jueves recibía por las canoas de Chalco muchas maravillas de la Tierra Caliente. La concurrencia, no sólo de criadas, sino de señores de capa con cuello de nutria y de señoras de saya y mantilla, era tanta, que a veces era imposible en una hora obtener ni una yerbita, y a fe que había razón, porque tenía remedios para todas las enfermedades conocidas.

Cuando acababa de despachar a sus marchantes y tenía ya el ceñidor repleto de cuartillas, de pesetas y reales lisos, descansaba un momento, sacaba una gorda de elote y un tamalito de mesclapiques, unos chiles verdes, picantes como la lumbre, un poco de sal, y comía que daba gusto, y en éstas llegaba otra clase de personas. Daba, como los médicos famosos, su consulta al menos un día en la semana. Eran enfermas o criadas de las enfermas, y ya veremos que tenía específicos para todas las dolencias habidas y por haber.

—Jipila —decía una robusta chichihua sentándose en la orilla de la banqueta junto a la herbolaria— ¿qué haremos con este niño que apenas mama cuando gomita la leche? Me dijo mi ama que te diera estos reales y que le mandaras una medecina.

—Te daré unas hojas de tlapatli. Las majas con la mano y calientitas se las pones en la barriguita.

—María —decía otra, apenas la primera criada se acababa de ir con su manojo de tlapatli (sanguillo, medicina caliente)—, ¿qué me haré yo en los riñones que no aguanto; ayer ni la ropa de la señora mariscala pude planchar?

—Te daré la raíz del cocoztomatl, la pones a secar, la mueles en el metate, la revuelves con una clara de huevo y te la tomas todos los días antes de comer.

—Jipila, mi marido se está volviendo hidrópico y tiñoso, ¿qué le haré? Busca entre tus yerbas…

—Aquí tienes, marchantita, el tlapahuitle, lo machacas en el molcajete, lo revuelves con un poquito de vinagre y se lo untas en la cabeza, encomendando al marido a la Virgen de Guadalupe.

—Jipila, quéme das para mi sobrina, que tiene sarna, que le pegó un perro; malísima la probe criatura y el dotor nada, y ya van cuatro riales que le doy.

—Ven el viernes, marchantita, por el tochuacactli (oreja de liebre). Pones las hojas en un jarrito, y bien jervidas, le das a beber la agua, y las hojas calentitas se las pones en la sarna.

Alguna otra le decía en la oreja algo que no se puede escribir, y la herbolaria le respondía:

—El domingo estarás ya buena, marchantita. Toma las flores de blancharne y verás cómo ya no te golpeará tu marido; pero vale real y medio y cuartilla, porque esta yerba viene de muy lejos.

La enferma entregaba en cobre el precio de las maravillosas flores y se iba contentísima.

Cuando ya no había nadie en el puesto y el sol picaba, la herbolaria recogía sus raíces y piedrecitas, contaba su dinero y se dirigía a la plaza del Volador, donde pagaba su piso y seguía vendiendo hasta la hora conveniente para ponerse en camino y al trotecito llegar a Zacoalco al anochecer. Regularmente encontraba ya a Matiana calentando los frijoles, quitando los mosquitos al cubo de tlachique y preparando un poco de chile colorado. Cenaban tan espléndidamente como Baltasar, sin que se les aparecieran ningunos letreros en la pared de adobé, y dormían el sueño del justo, no obstante tener en el Pueblecito de la Sal y quizá también en Zacoalco fama de brujas.

IV. La diosa azteca y la Virgen de Guadalupe

A estas mujeres acudió don Espiridión para lograr la curación de su esposa, y a fe que no le costó poco trabajo dar con ellas. Fue a la villa de Guadalupe donde adquirió noticias que lo llenaron de esperanzas y le confirmaron en la idea de que nadie más que ellas podían hacer el milagro.

Matiana y Jipila eran muy conocidas en la Villa, y especialmente de los canónigos que, lejos de tenerlas por brujas, las consideraban como unas indias buenas y cristianas que no dejaban el día 12 de cada mes de llevar sus velas de cera a la Virgen y de comprar medidas y medallas.

Un día que el abad de la Colegiata, el doctor Conejares, persona de grandes relaciones entre la aristocracia, fue acometido de un cólico, el sacristán, que casualmente vio salir a Matiana de la catedral, la llamó y, llevándola a su casa, entre los dos hicieron un cocimiento de yerbas que bebió el abad sin saber ni lo que era, pero una hora después, como estaba completamente restablecido y se enteró de lo que había pasado, llamó a Matiana y le dio su bendición y un par de pesos nuevos. Ya puede figurarse el lector cuánta fue la fama que adquirieron las herbolarias.

Desde que salieron del pueblecillo de las salinas y mejoraron de condición por el estudio de las plantas y por las observaciones que nunca dejaban de hacer de los resultados que obtenían, se puede decir que subieron un escalón social y que se civilizaron. Hablaban el español bastante bien, aunque con el acento y palabras anticuadas del pueblo; se vestían con más propiedad y aseo y mejoraban cada día las condiciones de su casa. El carácter de Matiana era concentrado, hablaba poco y conservaba vivas las tradiciones de su raza. Jipila, por el contrario, era alegre y comunicativa, sabía ya algo de la doctrina, pues concurría a los sermones, conocía el alfabeto y estaba a punto de saber leer, pues una maestra de amiga municipal le daba lección en el silabario en la misma esquina de Tacuba, en cambio de raíces y yerbas con que se curaban ella y las discípulas.

Don Espiridión, perdiendo la esperanza de encontrarlas de día en su casa de Zacoalco, tuvo que emprenderla de noche, y les cayó cuando justamente acababan de cenar. Pronto logró que se resolviesen a pasar un día entero en Santa María de la Ladrillera, para que su esposa les explicase, con todos sus pormenores, la naturaleza de su enfermedad. El día convenido, Matiana y Jipila se presentaron muy temprano en el rancho. Doña Pascuala no había dormido de miedo la noche anterior, pero apenas las vio y les habló, cuando todos sus temores se disiparon y fue de la misma opinión que los canónigos, es decir, le parecieron en vez de brujas, excelentes mujeres, y con buena voluntad las invitó a que se quedasen por la noche en el rancho, mar dándoles poner una cama de paja y hojas de maíz en el rayador.

A la mañana siguiente Matiana y Jipila se encerraron con doña Pascuala en su recámara y le hicieron (al menos Matiana) todo género de preguntas, a cual más extrañas y difíciles de responder. Después reconocieron todas las partes del cuerpo de la paciente, aún las más lejanas del lugar donde debía hallarse el mal. Hecho esto se retiraron a su pueblo y quedaron de volver a los tres días.

Emplearon este tiempo en hacer una excursión al Pedregal para coger tres o cuatro culebras de cascabel, media docena de camaleones, dos o tres docenas de lagartijas y diversas plantas que sólo se encontraban en aquellas escabrosas breñas, donde difícilmente penetran los más intrépidos cazadores. Aprovecharon también la oportunidad para surtir de tarántulas, para confeccionar el jarabe para los lazarinos, de lombrices para el oleum supertorum, y de otras mil alimañas con que surtían el tenebroso laboratorio de la botica de la esquina del Portal y Cerca de Santo Domingo.

Expirado el plazo se presentaron en el rancho cargadas de medicinas y con sus avíos de cama para instalarse hasta que sanase o muriese la enferma.

Las ceremonias que precedieron a la primera medicina fueron, si se quiere, sencillas. Se mató un gallo después de las doce de la noche y con su sangre se untaron dos cazuelas pequeñas que deberían servir para confeccionar cataplasmas para el vientre. A las cinco de la mañana, la enferma y las dos curanderas se postraron y besaron siete veces el suelo, a las ocho se encendieron a la Virgen de Guadalupe siete velas de cera de a libra cada una, y a las nueve en punto la enferma bebió un vaso con un cocimiento preparado por Matiana, y se le aplicó al vientre una cataplasma regada con la sangre de lagartija. Las ventanas se cerraron, y el rancho quedó en silencio y en expectativa esperando el resultado.

Dos semanas transcurrieron. La enferma lo mismo. El vientre, naturalmente, más crecido. Las brujas se volvían locas, no sabían ya qué hacerse; habían aplicado a la enferma el izcapatli en un buen vaso de Jerez; la maztla de los frailes con cañafístola; le habían hecho comer, sin que ella se apercibiese, carne de víbora; le habían aplicado, en fin, cuantos remedios creían a propósito, y ninguno había surtido.

Un día Matiana, con los ojos más colorados que de costumbre, pues sin duda había llorado la noche anterior, entró en la recámara de doña Pascuala, y le dijo:

—Madrecita, sin duda la Santísima Virgen quiere llevarte a la gloría, y que no sanes de tu enfermedad y que el piltoncle (muchachito) se te haya muerto adentro.

—No, eso no, Matiana; no es posible, ni lo quiera Dios —respondió doña Pascuala alarmada por la sentencia de muerte que tan sencillamente había pronunciado la herbolaria—. Creo que no ha muerto, y antes bien, quiere salir de su prisión. ¿No tienes ya ninguna medicina que hacerme?

—Madrecita; Jipila ha ido a buscar el tlixóchitl (flor negra) y el caxúchitl y vendrá mañanita. Beberás en ayunas un cocimiento de esta yerba revuelta con el tlixóchitl, y espero en Dios y la Santísima Virgen que quedarás buena; pero madrecita, si no sanas es preciso que vaya yo al cerro y platique con la Virgen.

—Bueno, Matiana, beberé lo que quieras. ¿Cuándo volverá Jipila?

—En pasando mañana a la madrugada estará aquí.

En efecto, Jipila volvió antes de amanecer, y doña Pascuala tomó en ayunas el brebaje compuesto con las misteriosas yerbas, que eran las más enérgicas que conocían los médicos indios para librar del mal que padecía la dueña del rancho de Santa María; pero nada. Esa naturaleza rebelde y fuerte de ranchera, resistía a cuanto el doctor Codorniú y las brujas conocían como más eficaz. Sin embargo, su estado no era bueno; comenzaba a creer que su mal no tenía remedio y que se acercaba una muerte próxima, precedida de insufribles padecimientos. Doña Pascuala no era tierna ni llorona, pero ya era demasiado y las lágrimas se le venían a los ojos, ocultándolas de su marido que, confiado enteramente en la habilidad de las dos mujeres, seguía sin variación su método habitual de vida. El licenciado Lamparilla había dado sus vueltas por el rancho y no había dejado de alarmarse pensando que, si en pocos días no se resolvía el caso doña Pascuala tenía que morir infaliblemente. Por lo que pudiera suceder, hizo que le fírmase dos escritos reclamando el patrimonio de Moctezuma III y que le diese algún dinero a cuenta de honorarios. Doña Pascuala ni de lejos creía que Matiana pudiese conversar con la Virgen; pero su enfermedad y el miedo debilitaron su cerebro y se persuadió de que su vida dependía de esta interesante conferencia.

—No pierdas tiempo, Matiana —le dijo a la herbolaria después que observó que nada le aprovechaba la última infusión—, ve tú y Jipila, platiquen con la Virgen y vienen luego para ver si Dios hace por su intercesión que salga yo de este estado. No aguanto ya, Matiana, me voy a morir —y doña Pascuala llevó su rebozo a sus ojos.

Las dos herbolarías se enternecieron también y pidieron tres días para la milagrosa conferencia.

Don Espiridión nada supo de esto. Su mujer se lo ocultó temiendo que contara el caso a las gentes de Tlalnepantla y se burlaran, pues entre los funcionarios había ya masones que no creían más que en el Gran Arquitecto de la Naturaleza, y se avanzaban a negar la Aparición de la Virgen.

Las herbolarias abandonaron momentáneamente su buena casa de Zacoalco y se trasladaron a la villa, alojándose con una conocida que tenía su casa detrás de la capilla del Pocito y ganaba muy bien su vida en vender las tan celebradas y sabrosas tortillitas, que no se encuentran en ninguna otra parte del mundo más que en la Plaza del Santuario.

Cerrando la noche, Jipila y Matiana se dirigieron al cerro, subiendo por la rampa y dando vuelta a la capilla, colocándose en un ángulo saliente sobre una roca casi tajada a pico, a una profundidad de más de cuarenta varas. Es el sitio sagrado e importante para los indígenas que conservan en su memoria las antiguas tradiciones. Hoy dirán lo que quieran los anticuarios mexicanos y los charlatanes extranjeros que dizque han descubierto el origen de los indios; nosotros no hacemos más que referir lo que se decía en la época en que pasan estos acontecimientos, lo que confirmaba el erudito anticuario don Ignacio Cubas, jefe del Archivo General, que descubrió muchos e interesantes manuscritos.

Tepeyácac se llamó en tiempos de la conquista ese cerro y el lugar todo. Cerro de la Nariz porque no se sabe por qué los españoles mismos dieron y tomaron en que el cerro figuraba una gran nariz. Sin duda el peñasco que habían escogido las herbolarías era el remate o pico de esa colosal nariz, y ya de allí al abismo no había ni un paso. La capilla está construida en la parte más plana del cerro.

En esa roca había una divinidad azteca, la Diosa Tonántzin, una especie de Virgen gentílica, la cual venían a adorar en romería desde lejanas tierras multitud de indios. Hacían delante de la diosa, labrada en un gran trozo de granito, muchas ceremonias y bailes y, llegado cierto día del año, terminaban las fiestas religiosas con el sacrificio de cien niños, desde un mes hasta dos años, que eran degollados en una piedra de sacrificios, con navajas de pedernal y de obsidiana. La diosa no estaba contenta si no se le hacía el tributo de esta sangre inocente, y amenazaba con lluvias, con granizos, con truenos y con otras mil calamidades a los que se resistían a llevar a sus hijos. Las madres, no obstante sus lastimeros sollozos que algunos historiadores dicen que se oían hasta Texcoco, se apresuraban a llevar a sus hijos y los entregaban a los feroces sacerdotes de la diosa.

Un día menos pensado, después de algunos años de la conquista, la diosa Tonántzin desapareció del cerro de la nariz, y los sacerdotes, espantados, aullaron y dieron saltos feroces y llamaron en su auxilio a Tláloc y a Huitzilopóchtli; pero todo fue en vano. El poder de los españoles los contuvo y tuvieron que resignarse.

A pocos meses, en vez de la diosa Tonántzin, que exigía la sangre de los niños, apareció en el cerro una hermosa y modesta doncella vestida con el traje de las nobles indias, que prometió a los naturales su protección y exigía, en vez de sangre, las rosas y las flores silvestres de los campos. Finalmente, la Virgen de Guadalupe quedó como Patrona de los indios en vez de la diosa Tonántzin; pero una vez que otra, las autoridades españolas tuvieron que cerrar los ojos y los oídos y tolerar el sacrificio de algunas criaturas.

Esta tradición había llegado viva y palpable a Matiana, y su ignorancia confundía a la Virgen de Guadalupe con la diosa Tonántzin, o, mejor dicho, creía que eran una misma cosa dividida en dos protectoras distintas. Si contentaba a una, desagradaba a otra, y así quería adorarlas y contentarlas a las dos. Es necesario decir que Jipila no participaba de estas convicciones. Con el trato de tanta gente como concurría a la esquina de Tacuba y la Plaza del Volador, había olvidado sus tradiciones, no tenía ya ninguna manía antigua; pero se dejaba guiar en muchas cosas por Matiana y profesaba una profunda devoción a la Virgen de Guadalupe. Afligidas de que sus mejores medicinas no surtieran efecto ni pudiesen curar a doña Pascuala, resolvieron consultar a la diosa Tonántzin o, mejor dicho, a la Virgen de Guadalupe. Toda la noche permanecieron al borde del precipicio invocando a la diosa, pidiéndole consejo, llorando y sollozando a fuerza, y por último se quedaron dormidas, siendo un verdadero milagro que no rodaran y se hiciesen pedazos.

En cuanto amaneció se fueron a bañar con los derrames del Pocito, bebieron el agua sulfurosa y entraron con sus velas a la Colegiata tan luego como el sacristán abrió la grande puerta principal.

Siguió allí la meditación y los llantos, aunque en cierta manera silenciosos.

—Madre mía, Santa María de Guadalupe Tonántzin ¿qué hacemos con el cuidado de la Madrecita Pascuala? —decía Matiana.

—Mi señora Guadalupe Tonántzin —continuaba Jipila— te pedimos la salud para el rancho de Santa María.

—Padre nuestro que estás en los cielos, Santa María Tonántzin de Guadalupe —continuaba Matiana.

—¡Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, Santa María que estás en los cielos, Tonántzin, sana por tu misericordia a doña Pascuala!

Ni una ni otra sabían más oraciones que éstas y las repitieron más de dos horas sin dejar de suspirar, de sollozar y de gemir. Matiana se mostraba ferviente, la otra casi por imitación seguía a su tía.

Por la tarde, después que acabaron los canónigos su coro, las mismas oraciones repetidas y las mismas lágrimas forzadas de las dos herbolarias. En la noche volvieron a la misma y peligrosa orilla de la roca, a consultar y a inspirarse en la diosa azteca, como en la mañana se habían inspirado y rogado a la Virgen cristiana.

A los tres días estaban en el rancho. Doña Pascuala, que ya de veras se iba poniendo mala, las esperaba con impaciencia.

—Madrecita doña Pascuala —le dijo Matiana— ya hemos platicado con María Santísima de Guadalupe, y nos ha dicho que no sanará la madrecita del rancho si no se mata un niño.

—¡Pero eso es imposible, Matiana! ¿Cómo vamos a matar a un niño ni de dónde lo cogemos?, y eso, además, no puede ser un remedio.

—Nuestra Señora de Guadalupe Tonántzin lo ha dicho, y madrecita se morirá. Nosotras ya no tenemos yerbas, ni víboras, ni lagartijas que puedan sanar a mi ama.

—¡Calla, Matiana, ni Dios que lo permita! ¿Cómo había de consentir en que se matara un niño?

—El día 12 de diciembre me dijo la Virgen que viniera a la fiesta —contestó Matiana—. Si se encontraba un niño sin su chichihua, que lo cogiera y podría matarlo para que sanaras.

—¡No, no, jamás consentiré en eso, primero moriré, y la Virgen no es capaz de haberte dicho tal cosa!

—Mira madrecita —le dijo la india— si encuentro al niño el día 12, es porque la Virgen lo permite; si no lo encuentro, es que su majestad no quiere ya favorecerte, o no te conviene.

Doña Pascuala no dejó de considerar mucho ese razonamiento, porque en efecto, entre millares de gentes que concurren a esa festividad, era fácil que una nodriza descuidase a un niño; pero no era verosímil que la bruja estuviese precisamente en el mismo lugar para apoderarse de él, y en ese caso la voluntad de Dios era manifiesta y ni ella ni la india eran culpables. La una curaba con esa medicina, y la otra se dejaba sanar con ella. Sin embargo, rechazó decididamente los ofrecimientos de Matiana y la despidió, quedando resignada a la voluntad de Dios, sin tomar ya ni las gotas del doctor Codorniú, ni los brebajes de las dos brujas.

Así pasaron días. La enfermedad no cedía. Una noche despertó doña Pascuala a su marido.

—Espiridión —le dijo—. Haz que pongan el carretón que acaba de componer el carpintero, monta a caballo, ve a Zacoalco y me traes a Matiana y a Jipila.

—¿A estas horas? —preguntó el marido esperezándose.

—En el momento. Me sube una cosa del estómago que me quiere ahogar.

El marido, resignado, sin decir palabra, se levantó y antes de una hora, no obstante ser la noche oscura y tempestuosa, precedido del carretón que conducía el peón, caminaba rumbo a Zacoalco. En la madrugada las dos brujas estaban en la recámara de doña Pascuala.

—A todo estoy resuelta, Matiana. Dame de pronto una bebida que me calme esta ansia que tengo y después haz lo que quieras, pero no me lo digas. ¿Quieres dinero?

Era el día 11 de diciembre.

—Es la voluntad de la Virgen, la que nos dirá —respondió Matiana—. De dinero no necesito que me des, sino lo ajustado por la curación.

Lo ajustado por la curación eran diez pesos para Jipila por las drogas, lagartijas y serpientes, y diez pesos para Matiana por los viajes, la confección de los brebajes y el robo y sacrificio del niño. No era la ambición; obraban sencilla, buena y humildemente. Sus creencias mezcladas, la ignorancia y la fe al mismo tiempo, las guiaban. El dinero era nada, la vida de un niño para salvar a una mujer, tampoco. Ella no ponía gran cosa de su parte; la Virgen de Guadalupe era la encargada de decidirlo.

V. El milagro

El día 12 de diciembre es el más solemne en México de todos los días del año. Es el día de la Virgen de Guadalupe, Patrona de Anáhuac.

El Gobierno entero asistió a la función religiosa. El Presidente de la República, precedido de los maceros, abría la marcha vestido con su uniforme encarnado bordado de oro, su pantalón de casimir blanco con una franja de oro, su sombrero de tres picos con plumas blancas, medio recostado en su gran coche tirado por cuatro caballos y rodeado de ayudantes ataviados de muchos colores y en briosos caballos, galopando a los costados del carruaje. Detrás los ministros de Estado y el Ayuntamiento en coches nuevos y lustrosos, y después todos los coches de alquiler con formas las más extrañas, pintados de colores chillantes, descascarados unos y sucios otros, y con mulas tan flacas y llenas de mataduras en el pecho y lomos, que daba compasión verlas, y al último, a los lados y por todas partes, un mundo de gente a pie y a caballo, atropellándose, empujándose, dejando a veces tirada a alguna pobre vieja que se descuidaba y pasando sobre ella sin hacer caso de sus lamentos. Esta comitiva se formó en la Plaza Mayor, siguió por las calles de Santo Domingo, Santa Catarina y Santa Ana, hasta la garita. Allí el Presidente con su séquito y la gente de a caballo, enfilaron la calzada de tierra, sombreada de uno y otro lado con tristes álamos, mientras la gente de a pie se apoderaba de la calzada de piedra, sin ningún arbolado, y cuyas piedras calcinadas por el sol despedían fuego. Se puede asegurar que en la época en que pasan los acontecimientos que referimos, no había familia pobre ni rica que dejase de ir el día 12 a la Villa. Los que tenían algunas proporciones hacían la peregrinación en coche, en el cual precisamente había de caber toda la familia, aunque se compusiese de catorce personas. Luego que salían de la garita, comenzaban a rezar el rosario y calculaban que terminase al entrar al santuario. La gente de menos proporciones y aún los que tenían por cumplir alguna manda, hacían el camino a pie por la calzada de piedra, algunas descalzas y otras de rodillas, lo que importaba un verdadero martirio. Las que tenían la energía de llegar hasta la puerta de la iglesia, caían allí medio muertas y chorreando sangre.

Pero sigamos todavía por un momento a la brillante comitiva oficial. Levantando una nube de polvo, envuelta la estufa no pocas veces en un violento remolino que se llevaba el sombrero de tres picos de los cocheros, llegaba lentamente, por la multitud de gente que impedía el paso, a la puerta de la Colegiata. Allí el abad con su capa de tela de oro, seguido del coro de canónigos con sus trajes talares de seda negra y sus roquetes de encaje y filigrana, recibió al Primer Magistrado de la nación y a sus ministros, dándole el agua bendita, y así en cuerpo, precedido de la cruz de los ciriales y de más de veinte coloraditos, siguieron en procesión hasta el altar mayor, a cuya derecha estaba levantado un dosel de terciopelo carmesí. En unos grandes sillones se sentaron el Presidente y sus ministros. Enfrente, y debajo de otro dosel de brocado blanco y oro, se colocaron el abad y los canónigos que oficiaban. Acabó de entrar al fin la comitiva teniendo que hacer materialmente una brecha por entre la multitud compacta, que con mucho esfuerzo separaban y contenían los policías del Ayuntamiento dirigidos por el pértigo; ya están sentados debajo de sus doseles el Presidente y sus ministros, el abad y los canónigos revestidos de sus resplandecientes ornamentos, y ya la orquesta, a la señal de la batuta, ha reemplazado con sus religiosas armonías el susurro y ruidos diversos y extraños propios de toda aglomeración de gente. Veamos si es posible dar una idea de la novedad y grandeza de esta solemne función.

La colegiata de Guadalupe no es una pequeña iglesia, como algunas que en Europa tienen el pomposo nombre de basílicas, sino una catedral, que no se parece ni a las construcciones de la Edad Media ni a las del Renacimiento. Templo de tres altas naves con sus capillas, calado por grandes ventanas, está llena de luz y de alegría. En el extremo de la nave central está el tabernáculo o altar mayor, hecho de mármoles de diversos colores, y en el centro la imagen de la Virgen en un marco de oro macizo, pintada en tosco ayate carcomido y ennegrecido por los años. En los días de solemnidad, los candeleros, los blandones, el frontal del altar, la cruz, los ciriales, los pebeteros, todo es de plata que limpia, resplandeciente e iluminada por los rayos del sol que entran ya por una ventana, ya por otra, forman una especie de visión gloriosa que deslumbra la vista, hiere la imaginación y hace postrar y besar la tierra a los creyentes, que se figuran que ha descendido de los cielos la madre piadosa de los hombres.

Frente al altar mayor está el coro, como velado misteriosamente por una reja de filigrana de cedro y de metal chino, y en el fondo y a los costados los facistoles y la sillería antigua de maderas finas tallada curiosamente, engastando los bustos graves de los canónigos. El camino del altar mayor al coro está formado por una crujía de plata maciza, sobre cuyo balaustre hay varias fichas o ángeles de tamaño natural, también de plata maciza, que sirven de candelabros y sostienen unos gruesos hachones de cera. Las altas columnas vestidas de terciopelo rojo, la multitud de lámparas de plata y gallardetes de seda y tela de diversos colores que están colgados de las bóvedas y la multitud postrada y reverente, completan este cuadro grandioso, que no se repite sino en señaladas catedrales en Europa.

El sermón se encarga al eclesiástico de más fama, y generalmente recae en un canónigo de la catedral de México o de la misma Colegiata. El asunto obligado es la Aparición, que se refiere con todos sus pormenores, concluyendo el orador por asegurar a los habitantes de Anáhuac la protección de la Virgen. El eclesiástico que hizo el panegírico concluyó con estas palabras: Obedeced ciegamente a la Santa Virgen de Guadalupe. Su voluntad es Soberana y debe cumplirse. Matiana, que desde que abrieron la iglesia se introdujo y tomó lugar junto al púlpito, creyó firmemente que estas palabras eran precisamente dirigidas a ella, y se fortificó en su resolución. Mientras la dejamos meditar y discutir la manera de llevar a efecto el criminal intento, sigamos a los personajes que figuraban en esta festividad, de un carácter tan típico y tan nacional, y que de una manera o de otra se refiere al gran acontecimiento social de la Independencia de México.

Luego que terminó la misa, que se cubrió al Divinísimo y que el abad y canónigos dejaron en la sacristía sus espléndidas vestiduras, el Presidente y su comitiva fueron conducidos a un gran salón en el alto del edificio destinado a la Haceduría y que en ocasiones como ésta se habilitaba de comedor.

Una espléndida mesa estaba dispuesta. No espere el lector encontrar allí costillas a la Saint Menchould, ni filet de boeuf á la Jean Bart, ni saumon sauce riche. México ya había pedido dinero prestado en Inglaterra, ya había recibido buques y fusiles viejos, ya había enriquecido los puertos de Burdeos y Bayona con el dinero de los españoles expulsados, ya había mandado legaciones que llevaban médico y capellán, ya estaba segura de ocupar un lugar entre la familia de las grandes naciones civilizadas, pero todavía no renegaba del puchero de sus abuelos, ni consideraba ordinarios los manjares que se servían en los fabulosos palacios de los reyes aztecas. El menú, como se diría hoy, merece un lugar en esta narración, porque esto forma la historia doméstica de que no se ocupa el que aspira a grave historiador. Auguramos, sin embargo, que más de un lector se chupará los labios, por más parisiense que sea. Una sopa de pan espesa, adornada con rebanadas de huevo cocido, garbanzos y verde perejil, tornachiles de queso, lengua con aceitunas y alcaparras, asado de cabrito con menuda ensalada de lechuga, y para coronar la obra un plato de mole de guajolote por un lado y mole verde por el otro, y en el centro una fuente de frijoles gordos con sus rábanos, cabezas de cebolla ralladas, pedazos de chicharrón y aceitunas sevillanas. Pocas botellas de vino Carlón y de Jerez, pero unas jarras de cristal llenas de pulque de piña con canela y de sangre de conejo con guayaba, capaces de resucitar a un muerto. Los postres, incontables, pues los conventos de monjas cooperaban a este banquete. Cocada, ate de mamey, arequipa, gaznates y rosquetes rellenos, camote con piña, yemitas y la mesa adornada con ramilletes de flores en unas jarras, banderitas de papel picado, motas de seda y flores de género y de listón. El gobierno, en conjunto, comió como para tres días, y no obstante que algunos de sus miembros eran ya masones con sus puestos de librepensadores fraternizaron con los cándidos canónigos y no hubo más que elogios y alabanzas para la cocinera, que tan deliciosos manjares había presentado, y para la Virgen de Guadalupe, que había permitido que los comiesen en sana salud.

Como a las tres de la tarde la concurrencia, de regreso de la Villa, pasaba como un relámpago en una nube de polvo por las calles del Reloj; en el palacio batía la marcha la guardia de honor y el Presidente entraba a sus habitaciones a digerir la comida nacional.

Los indios y el pueblo quedaban dueños del campo en la Villa y comenzaban realmente sus fiestas y sus banquetes. Al templo entraban y salían romerías de indios con sus trajes primitivos, bailaban una danza delante de la Virgen, rezaban en voz alta oraciones en azteca y español, que ellos solos entendían, lloraban y cantaban al mismo tiempo y salían para dar lugar a otras tribus, haciendo antes en la puerta su provisión de medallas de cobre y de plata y de medidas de listón rojo. Los platones de los canónigos, colocados en una mesa con todas las reliquias cerca de las puertas, se llenaban a cada instante de monedas. Fuera del templo el movimiento era inmenso. El cerro y las calles, materialmente cubiertas de indios y de la gente de México, almorzando precisamente el chito con tortillas, salsa borracha y muy buen pulque; la mayor parte de las familias al aire libre, formando grupos alegres y con un apetito devorador, arrancando con los dientes los fragmentos sabrosos de una pierna asada de cabra; y los chicos brincando, con sus tacos de tortilla con aguacate en la mano. A las seis de la tarde esta increíble acumulación de gente comenzó a organizarse como una gran serpiente y a deslizarse por las dos calzadas. Ninguno regresa a México sin traer un cantarito con el agua sulfurosa del Pocito, una rama de álamo, un pañuelo lleno de tortillas y una pierna de chito. Es el regalo para los compadres y conocidos o la tornafiesta para el día siguiente.

Matiana y Jipila no gozaron en ese año de esta especie de orgía religiosa, en la cual de verdad no se han notado nunca grandes desórdenes. Uno que otro pleito entre los indígenas, bastante borrachos, y varios desgraciados que pierden o les roban su pañuelo o su reloj. La gente de razón volvía bien y contenta a su casa.

Jipila ninguna parte quiso tomar en el inconsciente atentado que se trataba de cometer. Pasó la mayor parte del día sentada junto a una amiga, ayudándole a hacer las quesadillas y tortillas, y a la tardecita enderezó con su trote acostumbrado a su casa de Zacoalco. En cuanto a Matiana, al parecer indiferente, dirigía sus ojo encarnados aquí y acullá en busca de una criatura; pero sin empeño, sin fatiga, sin ansia. Era la Virgen misma la que había de proporcionarle la criatura. Si no lo hacía, evidentemente no era su voluntad y en el fondo no le importaba mucho que se muriese doña Pascuala, ni tampoco perder los diez pesos precio de la curación, pues ni ella ni Jipila eran ambiciosas. Vagó así, entrando y saliendo al templo, rodeando un poco por el cerro y por la capilla del Pocito, sin encontrar nada a mano. Se decidía a tomar también su troce para Zacoalco, cuando al pasar por la fachada del convento de Recoletas Capuchinas hirió sus oídos el lloro de un niño. ¡Desgraciado! Volvió la cara; un muchachito de menos de dos años gateaba rozándose con la fachada y teniendo en una de sus manecitas un hueso de chito. Matiana se apoderó de él, y a pesar de su llanto lo acomodó en su ayate, lo cargó en las espaldas y echó a andar. Nadie la vio, nadie le reclamó, y la criatura misma, que no podía saber la suerte que le aguardaba, mecida por el trote de la india concluyó por dormirse tranquilamente, como quien dice, en el regazo mismo de la serpiente que la iba a devorar. Los escasos reflejos de las estrellas dejaban ver en la llanura solitaria y salitrosa la figura siniestra de la bruja, trotando siempre, con el inocente niño en sus espaldas.

El día 13 de diciembre en la madrugada, el peón que barría y regaba la fachada del rancho de Santa María, anunció a doña Pascuala, que estaba ya en cama y muy mala, que las dos herbolarias querían hablarle. El corazón le dio un vuelco, quiso mandarlas arrojar de su casa, pero la curiosidad fue más poderosa y las hizo entrar.

—Buenos días te dé Dios, madrecita Pascuala —le dijo Matiana.

—¿Qué has hecho, qué has hecho? —le preguntó doña Pascuala con agitación, sin contestarle su saludo.

—Encontré el piltoncle (muchachito); mi señora mía de Guadalupe Tonántzin me lo entregó. Ya yo me iba para Zacoalco, cuando salió del convento de las monjas capuchinas.

—Y qué, ¿lo has matado? —preguntó doña Pascuala acercándose a la bruja con una ansia mortal.

—No madrecita; le tuve lástima al pobrecito, que era como una plata.

—¡Gracias a Dios! Entonces ¿dónde está?

—Lo tiré en la viña, madrecita —contestó la bruja.

—¡Desgraciada, qué has hecho! Mejor lo hubieras matado. Lo van a devorar los perros; corre, corre, tráelo vivo aunque me muera yo, y que no sepa ni una palabra Espiridión ni nadie; seríamos llevados a la cárcel y ahorcados.

Una reacción se formó instantáneamente en las herbolarías. No obstante su ignorancia y la superstición que las cegaba, reconocieron que habían cometido un crimen y se soltaron dando gritos, llorando verdaderas lágrimas, y cayeron de rodillas, pidiendo a la Virgen de Guadalupe el perdón de sus pecados.

—¡Silencio, silencio! no hay que decir nada, ni que perder tiempo. Vayan en el carretón, busquen a la criatura y vuelvan con ella aquí. Será mi hijo, lo mismo que el hijo que tengo en las entrañas.

Las brujas partieron a escape en el carretón, llegaron a la viña. Nada encontraron.

Doña Pascuala, a la media noche, excitada con el susto y la emoción, dio a luz un robusto niño varón que don Espiridión, como buen marido campesino, recibió en sus brazos desde luego y, besándolo, no cesaba de repetir:

—Te lo decía yo, Pascuala; para tu enfermedad no había más que las brujas.

—Y la Virgen de Guadalupe —añadía doña Pascuala, procurando disimular—. Sin su intercesión me hubiera muerto, y tu hijo no habría venido al mundo.

En el curso de la semana se descolgó por el rancho el licenciado Lamparilla, al que refirieron el suceso, ocultando doña Pascuala la parte trágica e inconscientemente criminal. Lamparilla se ofreció a ser el compadre; y discurriendo y platicando, don Espiridión sostuvo que la curación de doña Pascuala se debía a las brujas. Lamparilla y doña Pascuala, que quería hacerse ruido y acallar su conciencia, convinieron en que su vida la debía a un milagro patente de la Virgen de Guadalupe. Quién sabe si, en el fondo, Lamparilla, que estaba ya contaminado con la masonería, creía o no en el milagro, y más bien se figuraba lo que el doctor en teología: que doña Pascuala había perdido la cuenta; pero el doctor Codorniú había olvidado pagarle sus honorarios por el negocio de la cuchara de plata y quería vengarse de una manera indirecta y sin responsabilidad personal. Convino con la familia, de buena o mala fe, en que el milagro era patente y absolutamente necesario dedicar un retablo a la Virgen.

El 12 de enero se colocó en una de las columnas cercanas al tabernáculo un cuadro pintado por uno de los más célebres pintores de la Academia de San Carlos. En una esquina del cuadro estaba la cama, y en ella doña Pascuala, moribunda y con las manos enclavijadas encomendándose a una Virgen de Guadalupe pintada en el otro extremo. Don Espiridión junto a la cama, con un pañuelo en los ojos, y las dos herbolarias hincadas delante de la estampa de la Virgen, en actitud de rogar. La fisonomía maliciosa del licenciado Lamparilla asomaba por una puerta entreabierta. Debajo del cuadro había este letrero:

El día 12 de marzo comenzó a estar gravemente enferma doña Pascuala, dueña del rancho de Santa María de la Ladrillera, y habiendo llamado al doctor Codorniú para que la asistiera, tanto él como los doctores de la Universidad le erraron la cura, y ya no teniendo remedio, invocó a la Santísima Virgen de Guadalupe, y de la noche a la mañana quedó sana y dio a luz un varón muy robusto.

En el marco del cuadro colgaba un cuerpecito de plata (milagrito), que representaba a doña Pascuala. Todo esto era obra de Lamparilla.

VI. Don Diego de noche

No hay dicha completa en este mundo: nada es más cierto. Doña Pascuala, que debió haber sido la mujer más feliz al dar a luz, después de tantos años y fatigas y con peligro de su vida, a un hijo sano, robusto y para ella hermoso, era, sin embargo, la madre más infortunada de toda la comarca. Por el lado de la justicia se consideraba segura, pues no ignoraba que los indios saben guardar un secreto, y que Cuauhtémoc se dejó quemar las plantas de los pies antes que revelar el lugar donde había ocultado el tesoro; pero casi todas las noches turbaban su sueño horrorosas pesadillas: unas veces veía a su hijo arrebatado por la bruja, dando lastimeros gemidos y tratando de huir de ella y de entrar por la puerta del convento de capuchinas; y otras en lo alto de un montón de basura, rodeado de perros feroces que, aullando y ladrando, se disputaban sus delicados miembros; sobre todo en el momento que apagaba la luz y trataba de dormir, se encontraba con los ojos, encarnados y redondos de Matiana, que la miraba fijamente, y escuchaba su voz como un rechinido que le decía: Le tuve lástima, no le maté, pero lo tiré en la viña. La justicia de la tierra no habría castigado tan severamente el crimen que le hizo cometer el miedo y la superstición. Las dos herbolarias no lo pasaban mejor. Se les figuraba que todo el mundo sabía lo que habían hecho, y que de un momento a otro serían llevadas a la cárcel y ahorcadas en la Plazuela de Mixcalco. Matiana, en vez de buscar arrieros enfermos en los mesones de Santa Ana, se iba muy de madrugada a los barrancos y a los cerros y no volvía sino ya entrada la noche; y Jipila, aunque más tranquila en su conciencia, pues realmente ninguna parte había tenido en el crimen, desapareció durante algunas semanas de la esquina de Santa Clara. Don Espiridión sí estaba contentísimo, no sólo por tener un heredero, sino por haber acertado, librando a su mujer de la muerte, obligándola a que la curasen las brujas; y Moctezuma III en sus glorias, pues en vez de dar la lección y hacer palotes, cargaba al muchacho, tiraba del mecate de la cuna y le cantaba rorros. El más aprovechado de todos fue nuestro amigo don Crisanto Lamparilla, que se hizo cargo de su andar, pintar el retablo (para desquitarse del doctor), disponer el bautismo, que fue solemne, en Tlalnepantla, así como el banquete que se dio al cura y a las autoridades y vecinos, lo que valió más coles, alcachofas, gallinas y guajolotes, que los que recibía ordinariamente cada semana, y algo en plata en cuenta de honorarios. Toda la clase indígena, y aún mucha de razón de los ranchos y pueblecillos vecinos, creyeron a pie juntillas el milagro. Era, en efecto, patente; todos lo habían visto, todos supieron la gravedad de doña Pascuala, todos supieron que el dotor le había jerrado la cura, y un solo día, el 12 de diciembre, había bastado para que la Virgen curase a la que estaba ya expirando; pero dejemos por ahora a los habitantes del rancho de Santa María de la Ladrillera, y a la infeliz criatura olfateada ya por los perros de la viña, para ocuparnos de personajes más altos e importantes, aunque quizá menos felices que los del humilde rancho donde, como curiosos, hemos vivido algunos meses.

La calle que hoy se llama de Don Juan Manuel, y que en el principio de la formación de la ciudad se llamó Calle Nueva, se componía de edificios, mejor diremos de palacios, de una arquitectura severa y triste, una verdadera calle de una ciudad de la Edad Media. Altas y gruesas paredes que los proyectiles de la época habían desportillado; ventanas con espesas rejas de fierro pintadas de negro; altos zaguanes con puertas macizas de cedro con dibujos caprichosos de clavos con cabezas redondas de metal de China; un aldabón figurando la garra de una fiera, que solía resonar en las altas horas de la noche como si lo hubiese movido la mano del Convidado de Piedra; en lo alto de cada fachada el pesado escudo con las armas de la noble familia; el conjunto imponente y la calle sola durante el día, pues no había ninguna tienda ni comercio que interrumpiese la monotonía de las construcciones, y en las noches, completamente desierta y mal alumbrada con dos faroles de vidrio opaco y aceite rancio. La leyenda terrible de don Juan Manuel, que refería que dejaba tendido cada noche en un lago de sangre al desventurado que pasaba a las once por ese lugar siniestro, se conservaba viva en la memoria de los habitantes de la capital. Hoy mismo no ha cesado del todo el pavor, no obstante que las balconerías, la pintura de colores alegres de las fachadas y el movimiento necesario por ser habitadas la mayor parte de las casas por el alto comercio, han casi cambiado el aspecto feudal que todavía la caracterizaba en la época en que pasan los acontecimientos de esta verídica historia.

En uno de esos palacios habitaba el muy rico, noble y poderoso señor don Diego Melchor y Baltasar de todos los Santos, Caballero Gran Cruz de la Orden de Calatrava, marqués de las Planas y conde de San Diego del Sauz. El interior tenía un aspecto feudal más caracterizado. El patio era espacioso y formando un cuadro sin columnas, ni medias muestras, ni ménsulas, pues los amplios corredores eran sostenidos por bóvedas planas, lo mismo que la atrevida escalera de tres tramos que, formando una majestuosa perspectiva, llamaba la atención desde que se penetraba al zaguán.

La azotea, cercada de altas y fuertes almenas y en las cornisas mascarones de leones y perros, que con los ojos saltones y torvos, parecían mirar siniestramente a los que entraban y en la estación de lluvias arrojaban torrentes de agua por sus deformes bocas y convertían al patio en un estanque. Por donde quiera tibores grandes y chicos de China y del Japón; pero en desorden, vacíos y empañados, lo mismo que las jaulas de alambre dorado que se balanceaban vacías, por un viento frío que parecía de intento recorrer los corredores y zumbar en las bocas oscuras de los macetones sin flores; en todo se notaba, si no el desaseo, sí el abandono; ni una flor que matizase el color gris de las paredes, ni la nota alegre de un pájaro que turbara el silencio profundo, apenas interrumpido por los pasos tímidos de uno que otro criado que atravesaba como fugitivo las recámaras y pasillos con motivo de algún quehacer doméstico. Una puertecilla disimulada en un ángulo del corredor y forrada de planchas de hojadelata, daba entrada a una espaciosa biblioteca rodeada de estantes pesados, llenos de libros antiguos en pergamino y donde lo más curioso que había, según los rumores del público, era un espejo redondo, en el que se veía a las gentes desnudas, colocado de tal manera, que sólo el conde podía observarlas al tiempo mismo que abría la puerta de entrada. Cuando se acercaban, la ilusión desaparecía y se miraban como en cualquier espejo, con el traje que traían. Las señoras se resistían mucho a esta prueba; pero era también fama que el conde recibía en ciertas épocas visitas de durangueñas y zacatecanas que, procedentes de las haciendas, venían a la capital a arreglar sus cuentas de arrendamientos y tratar otros asuntos de interés.

El salón, magnífico en la extensión de la palabra. Canapés de ébano incrustados de marfil y concha nácar, con forros de damasco rojo de China; no se podía conocer si muebles tan primorosos, que valdrían hoy un caudal, habían sido mandados hacer a los más hábiles artistas de Flandes o de China. Del techo, de maderos de cedro o artesonado, colgaba en el centro una pesada lámpara de plata, con treinta y dos arbotantes. En el comedor y por las recámaras, escaparates antiguos de extrañas formas, con caprichosos adornos de cobre, plata u oro, y el servicio de la mesa de plata maciza, con las armas de la familia artísticamente grabadas. La recámara del conde era la pieza más notable. Cama de madera de caoba con gruesas columnas salomónicas, que sostenían un baldaquín de damasco amarillo, del que pendían caprichosas colgaduras bordadas en China. Las paredes casi cubiertas con los retratos de los antecesores, desde el tiempo de Felipe II, a cuyas órdenes inmediatas sirvió alguno de ellos, y dos panoplias de terciopelo de Utrech, surtidas de las más bien trabajadas armas de Toledo y de Damasco. El suelo, de ladrillos rojos, cubierto con pieles de leopardos y de jaguares cazados por el mismo conde en el monte de una de sus haciendas. Bien que el palacio así ajuarado presentase por este motivo y por su construcción un aspecto aristocrático, como los balcones que daban a la calle estaban siempre cerrados y las piezas que recibían luz del corredor veladas por espesas cortinas, tenía en todas las estaciones una temperatura fría y una media luz tan lenta, que al entrar de la calle, del calor y de la claridad, se helaba el sudor, se lastimaba la vista y se encogía el corazón. Los criados y criadas, vestidos de oscuro y hablando y pisando quedo y con las fisonomías místicas y amarillas, parecían más bien sombras. El silencio y la oscuridad que reinaban aún en el patio, donde no penetraba bien el sol a causa de las altas paredes, parecían indicar que los habitantes habían fallecido, que en lugar de seres vivientes no había más que cadáveres tendidos en sus lechos y que la casa estaba constantemente de duelo.

El conde de San Diego del Sauz parecía hecho adrede para habitar esa mansión señorial. Era alto, delgado, color cetrino, bigote entrecano, retorcido en forma de cuernos de alacrán, ojos pequeños aceitunados, pero fijos y feroces al mirar; dentadura fuerte y blanca y labios delgaditos y retraídos, donde siempre vagaba una sonrisa de cólera, de sarcasmo y de desprecio hacia todo el mundo. A los veintidós años se casó, o mejor dicho lo casaron (pues fue un pacto de familia para que ni el dinero ni los títulos de nobleza pasasen a gente extraña) con una prima en segundo grado, de edad poco más o menos igual a la suya, a quien desde los siete años pusieron en un convento, de donde salió para tomar estado; de modo que los novios se conocieron dos semanas antes de unirse para siempre, y por cierto que no se amaron repentinamente como Julieta y Romeo. La muchacha se casó, con un miedo que no pudo disimular; tanto, que se desmayó al acabar de pronunciar el sí, y el conde fue guiado únicamente por el interés de adquirir, en cuanto naciese un hijo varón, el título de marqués de Sierra Hermosa y una valiosa hacienda cercana a Zacatecas.

Al año justo de haberse casado vino al mundo no un varón, sino una niña; y como la condición para obtener el título y disfrutar los bienes era que el hijo debería ser varón, el conde vio frustrado el objeto de su enlace y concibió un odio profundo por su mujer y por su hija. Apenas pasó el bautismo que fue, por el qué dirán, muy solemne, cuando el conde se marchó a la hacienda de San Diego, situada cerca de Durango, donde estaba fundado el mayorazgo, y no volvió ni a escribir ni a saber de su familia sino a los ocho años. El día que menos se pensaba penetró hasta la misma recámara de su mujer, con la que estaban de visita dos primos, hijos del marqués de Valle Alegre; su madrina, la condesa de Miraflores y dos señoras ya ancianas que la habían conocido de muy niña. No podía darse tertulia más inocente; la esposa había cultivado esas dos amistades de la gente principal de México, olvidada como había estado durante la larga ausencia del marido. Éste, sin quitarse ni el sombrero ni el polvo del camino, entró de rondón, hizo un mal gesto a las visitas, apenas bajó la cabeza y rechazó con la mano a su hijita Mariana, que se acercaba como a reconocerlo, con la confianza y el candor de la niñez, y se encerró en su recámara.

Al día siguiente llamó a su mujer y a su hija y, sin saludarlas, sin ninguna otra explicación y con voz dura y decisiva les dijo:

—De hoy en adelante, nadie ¿lo entendéis? nadie ha de entrar en mi casa sin mi permiso. En vez de encontrarme con una mujer cauta y recogida, ocupándose de la educación de su hija he sorprendido a una loca rodeada de parientes y de viejas a quienes detesto, sin acordarse del marido, que ha vivido en la soledad de las haciendas por sostener el brillo de su antigua casa, mientras aquí se emplea el dinero en dar meriendas, chocolates, regalos y limosnas a viejas ociosas, a monjas fanáticas y a jovenzuelos pervertidos…

—Pero… pero… —quiso articular la condesa, si no para rechazar tales injurias, al menos para dar alguna disculpa, mas el marido no lo permitió.

—¡Silencio!, nada tenéis que decir; y no permitiré que me calentéis la cabeza con frívolas disculpas…

—¡Vive Dios! —prosiguió dando una fuerte palmada en la mesa, junto a la cual estaba— que esto no ha de continuar así… ¡Venid, venid! —y al decir esto tomó de una de las panoplias un largo y relumbrante puñal de dos filos.

La madre y la pobre niña, aterrorizadas, cayeron de rodillas.

—Levantad… no se trata de eso, y no hay que armar escándalo; venid, os digo.

Teniendo el puñal en una mano, con la otra levantó bruscamente a la madre, después a la hija, y volvió a decirles:

—Seguidme…

Más muertas que vivas, y sin poder articular una palabra, siguieron al conde, que atravesó las siniestras y medio oscuras piezas de la casa hasta la recámara de su mujer, y levantando un almohadón colocó el puñal debajo.

—De una vez por todas, escuchad. Mariana tiene ya suficiente edad para comprender. Las puertas de la casa, desde el zaguán, deberán permanecer día y noche abiertas de modo que yo pueda penetrar a la hora que me parezca, sin ser visto ni sentido de nadie; o al contrario, siendo visto y oído por los criados y por vosotras. No pido cuenta del pasado. La presencia en mi casa de los pillastres hijos del marqués de Valle Alegre, que han disipado ya la mayor parte de su patrimonio, me dieron bastante que sospechar. Perdono hoy…

—Pero… pero… —volvió a balbucear la cuitada esposa.

El conde, como la primera vez, no lo permitió, e interrumpiéndola bruscamente, continuó:

—Repito que perdono hoy; pero en lo de adelante, a la primera sospecha que tenga, te clavo en el corazón este puñal y después sigo con tu hija.

Una mujer resuelta de ánimo, habría celebrado la brutal excentricidad de su marido, que le proporcionaba un arma para defenderse en caso de verse amagada de un injusto asesinato; pero la pobre condesa no pudo articular una palabra. Al día siguiente amaneció con una fiebre, de que escapó merced a la robustez de su complexión y a la esmerada asistencia que le proporcionaron, no su marido, sino los sirvientes y especialmente una antigua camarista que casi la había casado. En cuanto a la hija, ya por su edad, ya porque fuese menos tímida que la madre, no hizo mucho caso de la amenaza; pero sí concibió un odio profundo por el hombre que veía por primera vez y que con el título de padre obraba de una manera insensata con ella y con la madre.

En el curso del tiempo la vida del conde fue de lo más extraña. Entraba a su casa a las dos o tres de la mañana, y menos el zaguán de la calle que le abría el portero, apenas daba una suave palmada, todas las puertas quedaban de par en par, y así entraba hasta la recámara de la condesa, levantaba la almohada, veía si el puñal estaba en su lugar, y se retiraba a dormir hasta las doce del día, en que, en su vasija de plata, le servían a él solo el almuerzo en el comedor. Volvía a su recámara hasta las ocho, hora de la cena, y luego que concluía se envolvía en su capa, ceñía una espada española de taza y cruz y se marchaba a la calle. Apenas atravesaba una que otra palabra con su mujer cada ocho o diez días, pasaba la mano bruscamente por la abundante cabellera de su hija Mariana, y con esto creía haber cumplido con los deberes de padre y de esposo. ¿Dónde iba el conde? En su casa nunca lo supieron; pero las gentes que en México cultivaban el ramo de la crónica escandalosa no lo ignoraban. Tenía sus tertulias de juego y de muchachas del medio mundo, como se dice hoy, en la Cruz Verde, por el Parque del Conde, por el Puente Solano, por andurriales y casas misteriosas conocidas de los que se llamaban entonces calaveras; y allí, disfrazado, pues no se daba a conocer más que como un hombre rico del interior, jugaba, bailaba, enamoraba (nunca bebía) y gastaba una buena parte de sus rentas. Decía llamarse don Diego Machado, pero le llamaban las alegres contertulianas don Diego de Noche, pues por más esfuerzos que habían hecho, no lograron conseguir que ni una sola vez las visitase de día.

La pobre condesa, que el lector juzgará más desgraciada en su feudal palacio que la herbolaria Jipila en su jacal de Zacoalco, convaleció lentamente, pero jamás recobró no ya la alegría, pero ni siquiera una mediana tranquilidad, y no pudo, en lo sucesivo, dormir en las noches, sino cuando había ya entrado su marido y pasado en revista el puñal. A las cuatro de la mañana generalmente se levantaba de la cama donde se había fingido dormida, pasaba a su gabinete, y allí una antigua criada le servía un chocolate ardiendo, único y raro placer de que disfrutaba, y dormitaba en el canapé hasta las doce, hora en que solía entrar el conde para pedirle a veces alguna de sus alhajas que dizque tenía compromiso de enseñar a un amigo, pero que nunca le devolvía.

Para que se pueda formar el lector idea del carácter feroz de don Diego, bastará referir uno de tantos hechos a los que él no daba ninguna importancia. Caminaba una vez de una otra de sus haciendas en un carruaje viejo con las ruedas apolilladas, si bien estaba siempre pintado y lustroso. Tropezó el cochero con un pedrusco, una de las ruedas se desgranó, volcó el carruaje y el noble conde se hizo un hoyo en la cabeza. Se levantó sin decir una palabra y ganó a pie la hacienda, que ya no estaba lejos. Al día siguiente mandó amarrar al cochero de pies y manos a la rueda que había quedado buena y le dijo:

—Vas a recibir tu gala por haberme roto ayer la cabeza —y le tiró diez pesos—; pero también tu castigo prora que otra vez tengas más cuidado.

Tres mocetones fuertes comenzaron a dar al infeliz con unas varas de membrillo tales azotes, que a chorros le escurría la sangre. Desmayado lo desataron y lo llevaron a su cuarto, donde varios días estuvo entre la vida y la muerte. Este hecho bárbaro llenó de indignación a los mismos rancheros de la hacienda; en secreto dieron parte al juez del pueblo y hubo entre ellos sus pláticas para ponerse de acuerdo y asesinarlo. El juez fue un domingo, pretextando cualquier cosa. Luego que el conde lo vio entrar, se le acercó al oído y le dijo:

—Sé a lo que viene el señor juez. Obre como quiera, pero tenga entendido que la suerte de usted será peor que la de José Gordillo.

En seguida lo sentó a su mesa y almorzaron opíparamente el juez y el reo. El asunto terminó ahí.

La condesa cada día peor; los médicos, que tenían la idea de que gozaba de la existencia regalada que proporcionan las riquezas, no era posible que atinasen con su enfermedad.

Un día de tantos como corrían monótonos y tristes para la pobre condesa, se levantó, se puso frente a su tocador y llamó a su recamarera favorita.

—Dame el calendario.

La criada, sin replicar, le dio un calendario de Ontiveros.

—Mañana —dijo la condesa— hace años que me casaron, y es también el aniversario del funesto día en que el conde tuvo la crueldad de amenazarme de muerte, sin motivo alguno, y de poner su puñal debajo de mi almohada.

—¿Pero por qué recordar esas cosas tan tristes? —le preguntó Agustina.

—¿No las recuerdo todas las noches? ¿He podido tener una noche de sueño desde que esto sucedió? Pasarán años después de mi muerte. Tú y otras personas que saben esto lo contarán y nadie lo querrá creer. Sácame mis mejores alhajas y el vestido con que me casé y fui a la iglesia.

Agustina vacilaba; pero la condesa con una mirada le hizo comprender que debía obedecer.

La condesa se vistió, se adornó con todas sus joyas y el resto del día estuvo contenta y hasta risueña. El conde no pareció por la casa. En la noche, al acostarse, tomó el puñal de debajo de la almohada y lo tiró al suelo.

—Ya no temo al conde —dijo—. Mañana tengo que morir.

—Pero qué, ¿siente usted algo, señora condesa? —le preguntó Agustina alarmada.

—Nada; al contrario, nunca me he creído más fuerte; pero ya verás.

A la madrugada, como de costumbre, tomó su chocolate hirviendo, se reclinó en su canapé y cerró los ojos para no volverlos a abrir más. Agustina cayó al pie del sofá desmayada. Así les encontró el conde.

VII. Don Diego de día

El entierro fue en las primeras horas de la mañana y el cadáver de la condesa, llevado en un ataúd forrado con terciopelo negro y plata en hombros de los criados, seguido del mejor carruaje y depositado en el sepulcro de la familia en la capilla de Aranzazú, de la que habían sido bienhechores los condes del Sauz. El palacio de la calle de Don Juan Manuel se tapizó de negro, con lazos de crespón blanco, desde los corredores hasta el cuarto del portero; don Diego, manifestando un sentimiento templado con la conciencia de su grandeza, recibió con una perfecta urbanidad a las numerosas visitas que durante los nueve días acudían a darle el pésame. La calle, de un extremo a otro, estaba llena de carruajes.

El domingo siguiente al en que terminaron los nueve días, se hicieron en la iglesia mayor de San Francisco unas honras magníficas, cantándose el oficio de difuntos y los salmos, acompañados de las orquestas de la Catedral y de la Colegiata de Guadalupe. Todo México asistió a esta fúnebre función, y no se recordaba que otra mejor se hubiese celebrado hacía muchos años. La mayor parte de los que visitaron al conde y asistieron a las honras, decían:

—¡Qué lástima de condesa! ¡Tan joven, tan hermosa y tan feliz con tanto dinero y un marido tan excelente! Con un farol no lo hubiera encontrado mejor… Pero son los altos juicios de Dios; ya se la llevó a su gloria y está descansando.

Los hijos del marqués de Valle Alegre y la condesa de Miraflores no eran de la misma opinión y, por el contrario, decían que don Diego era un verdadero bandido, que le había dado mala vida a su esposa, la había matado a pesadumbres, y que lo mismo haría con su hija.

En cosa de cuatro meses el conde no pasó de su recámara a la biblioteca y de la biblioteca al comedor, donde lo acompañaba Mariana; pero padre e hija no atravesaban una palabra.

Al perder Mariana a su madre no puede explicarse lo que sintió. Dolor agudo, profundo, porque la condesa la veía como a las niñas de sus ojos y era la única luz en la sombría noche de su matrimonio; y al mismo tiempo miedo, despecho, desesperación, tristeza sin tregua al hallarse sola en el inmenso palacio, sin tener más que la limitada conversación de la criada antigua de la casa que sirvió de camarista a su madre, que continuaba haciendo con afán y cariño los mismos oficios con su hija. Las horas de comer eran su tormento, pues cuando levantaba la vista se encontraba con el semblante torvo del conde, y no sabía dónde poner los ojos. Encerrada en su recámara, el bordado y la costura eran su única distracción; a las nueve de la noche entraba en su lecho, cansada sin haber hecho nada, aburrida, desesperada y pensando que el siguiente día, la semana y un mes y otro mes, serían igualmente monótonos y tristes para ella.

El conde, por su parte, tenía diversos sentimientos. Algo sintió la muerte de la condesa, porque al fin fue una esposa tímida y resignada; pero día por día notaba que Mariana se ponía más hermosa, y concebía por ella un vivo cariño, que en la noche, al acostarse, procuraba rechazar; pero al día siguiente, a la hora que se reunía en la mesa, renacía más fuerte, sin que su hija lo correspondiese, pues se mostraba fría y a veces dura con él cuando en cualquier cosa indispensable tenían que entablar una corta conversación. Esto tenía al conde furioso; y sea por esto o por añejas costumbres, volvió a su vida desarreglada y la casa al mismo giro, menos la escena nocturna del puñal, que no tuvo valor de repetir con su hija.

Así pasaron más de dos años, lentos como dos siglos para Mariana. El día menos pensado, al terminar el almuerzo, el conde dijo a su hija:

—He mandado traer el avío; prepárate, porque dentro de una semana marcharemos a la hacienda.

Mariana, por toda respuesta, inclinó la cabeza.

El día señalado llegó el avío, es decir, un pesado coche de forma esférica, revestido de su camisa blanca de lona, tres tiros de mulas para la remuda, un chinchorro de mulas de lazo y reata para los equipajes y quince o veinte mozos armados de machetes y tercerolas, vestidos de gamuza amarilla y en buenos caballos. Así caminaban los hacendados. A los dos días siguientes el conde y su hija pasaban en el coche con todo este tren por la garita de Peralvillo.

En el camino nada de notable. Después de tres semanas de calor y de polvo llegó a la hacienda del Sauz el avío, y con él don Diego y Mariana. Repicaron las campanas de la capilla, quemaron cohetes, regaron de flores la entrada y patio de la casa; pero en lo general la ranchería lo recibió mal y fríamente, deseosa de vengar los crueles azotes inferidos al desventurado cochero. Se apercibió de ello el conde; pero al cabo de un mes, la belleza, el carácter, si bien altivo, humano y amable de Mariana, el contacto que necesariamente se estableció con el ama de la finca, destruyó las malas prevenciones, y en lo sucesivo se estableció una tranquilidad relativa.

Mariana tenía ya ocupaciones domésticas que la distraían; y el aire libre del campo, las excursiones a pie, a caballo y en carruaje por los extensos potreros, el cultivo del jardín y, sobre todo, la libertad de que gozaba, la hicieron olvidar la sombría mansión de la Calle de Don Juan Manuel; y pocos años bastaron para que se convirtiese en una arrogante mujer perfectamente desarrollada por la madre naturaleza, ya que la condesa le había faltado cuando más necesitaba de su apoyo y cariño.

Así pasó mucho tiempo sin incidente notable, hasta que un día llegó a la hacienda, seguido de cinco correyitas, un muchachón grande y robusto, requemado con el sol, vestido de cuero y empolvado de los pies a la cejas. Cuando al día siguiente apareció aseado y vestido con un traje militar, Mariana fijó su atención y pensó que era un hombre lo que se puede llamar guapo y bien presentado. Su suerte se decidió.

Era este joven hijo del administrador de la hacienda, había nacido en ella y luego que tuvo la edad suficiente, fue enviado a un colegio de México y después a servir en la frontera, en las montañas presidiales, a las órdenes del viejo veterano don José Juan Sánchez. De cadete pasó a alférez, a teniente, y finalmente era ya capitán en la época de que vamos hablando. En uso de una licencia, fue al Sauz a pasar algunos meses con su padre, del que había estado largo tiempo separado. Ver a Mariana y amarla, todo fue uno. Su suerte se decidió también.

El administrador, padre del nuevo personaje que tenemos el honor de presentar al lector, era un viejo servidor de la casa de los condes. Nació en México, de una honrada familia. Recomendado al antiguo conde comenzó su carrera de escribiente de la hacienda del Sauz, ascendió después a trojero y finalmente a administrador; y llevaba años de manejar la finca con tanta inteligencia y honradez, que había logrado captarse la buena voluntad de don Diego y hasta dominarlo en algunos ratos, no obstante su carácter duro y altanero.

El hijo fue, pues, muy bien recibido; se le sentó en la mesa del amo, se pusieron a su disposición los caballos y los coches de la hacienda y se le agasajó cuanto se pudo. La ranchería estaba atónita al observar que don Diego había cambiado repentinamente de carácter. Pasaron meses y los jóvenes, aunque se amaban y se entendían perfectamente, habían guardado tal reserva y tal disimulo, que don Diego, preocupado con las empresas amorosas en la misma ranchería y en los pueblos inmediatos, no había concebido ni la más leve sospecha. En una de las ocasiones en que fue a Sombrerete, donde tenía parte en una mina y con motivo de ese asunto solía permanecer dos o tres semanas, Mariana y el novio entraron juntos al despacho del administrador.

—Don Remigio —dijo Mariana, sin más rodeos y tomando de la mano al novio y obligándolo a que se acercase— su hijo de usted y yo nos queremos; más diré a usted; nos amamos mucho. Yo no he conocido ni tratado sino a mis primos los marqueses de Valle Alegre, que me repugnaban no sé por qué. El primer hombre que he visto con atención, que he tratado ya lo bastante, ha fijado mi suerte. A él le pasa lo mismo. Es necesario que nos casemos y que usted sea el que se lo diga a mi padre.

Don Remigio quedó mudo, como quien ve visiones. Imposible que hubiese pasado por su imaginación que su hijo se hubiese atrevido a poner los ojos en la condesita, como le decían, en la hija de su terrible amo.

—¡Vamos! ¿No dice usted nada, don Remigio? —continuó Mariana con la mayor naturalidad—. ¿Qué le asombra a usted? Nos queremos casar y nos casaremos ¿qué tiene eso de particular? Hable usted, sí, hable usted cualquier cosa, y sobre todo, prométanos que en cuanto llegue mi padre se lo dirá usted.

—Pero señora condesita —murmuró conmovido el administrador—. ¿No lo conoce usted? ¿Cree usted que será capaz de permitir que mi hijo, aunque bueno y honrado se case con una condesa? Y tú bribón —continuó tratando de encender en cólera— ¿cómo te has atrevido a pensar… a faltar, a pretender… a solicitar… a enamorar, pícaro, a la hija del señor conde, a la niña Mariana, que se casará o la casará su papá con un marqués?

—Nada, nada contra él, don Remigio —le interrumpió Mariana—. Si hay quien tenga la culpa, soy yo y yo nada más.

El novio quería hablar, pero Mariana no le dejaba.

—Nada tienes tú que decir. Acuérdate de lo que hemos convenido. Tu padre te perdonará y hablará al mío. Con que por ahora, a la mesa, que es la hora de la cena, hemos andado más de dos horas en los potreros y tengo tal apetito que devorarla todo el corderito que está en el horno.

—¡Juntos, juntos en los potreros y a dos leguas de aquí! —exclamó el administrador, agarrándose la cabeza y dejándose caer en el sillón de cuero que estaba delante de la mesa de escribir—. ¡Juntos, juntos! ¿Qué va a ser de nosotros cuando llegue el señor conde?

Mariana y el hijo, Mariana, sobre todo, consoló al administrador y lo llevó a la mesa. Los novios cenaron opíparamente. Don Remigio no pudo pasar un pedazo de pan.

El conde regresó a los quince días de Sombrerete. Durante este tiempo, tanto Mariana como su hijo no dejaron descansar al infortunado don Remigio y le hicieron todo género de reflexiones hasta lograr que les diese palabra de que, aventurando su empleo y aun su vida, hablaría al conde tan luego como observara que estaba de buen humor.

Pasaron días y días, hasta que por fin el afligido padre se hizo el ánimo fuerte, y una mañana, después de dar cuenta a su amo de los asuntos y observando que no sólo estaba de buen humor, sino alegre, comenzó por rascarse la cabeza y retroceder poco a poco para ganar la puerta.

—¿Tienes algo que decirme, Remigio? —le dijo el conde, que observaba esta indecisión.

—Señor conde es una cosa tan fuerte, tan… tan… no sé cómo lo que tengo que decirle, se lo diré; puede ser que hasta quiera matarme usía.

—¡Vaya, vaya! Lo que sea, fuerte o suave, dilo en el acto —repuso el conde ya algo cambiado en su fisonomía.

—Señor conde, me perdonará usía; lo que tengo que decirle es que mi hijo se quiere casar.

—¡Bah! ¿Y no es más que eso? —contestó riendo—. Pues es lo más sencillo: le ayudaremos, le haremos un buen regalo. Y tanto preámbulo y tanto miedo para decirme esto. Además, sabes que eres dependiente viejo de la casa y que te considero y te quiero. Vamos ¿y con quién se quiere casar?

El sencillo, por no decir tonto, del administrador, creyó que la cosa estaba hecha, que el conde sabría algo, que tal vez la misma Mariana le habría ya prevenido; en fin, se figuró ya su misión terminada.

—Vamos —volvió a decir el conde— ¿con quién?

—Con la niña Marianita —contestó con mucho aplomo don Remigio.

El conde dio un salto y agarró como una tenaza el brazo de don Remigio. Sus ojos echaban chispas, su respiración era trabajosa, la rabia le salía por los poros.

—¿Conque con mi hija, con mi hija?…Y se ha atrevido ¡vive Dios!

Don Remigio cerró los ojos y creyó que había llegado el último trance de su vida.

El conde, después de dejar un cardenal morado en el robusto brazo de su antiguo criado, dijo con una voz que debió oírse hasta las lejanas y verdes praderas donde se habían dicho sus amores pocos días antes los entusiastas novios:

—¡No! —e hizo seña a don Remigio para que saliese.

Don Remigio salió, casi apoyándose en las paredes llegó a su recámara y se encerró para no decir a los novios el fatal resultado de su misión.

Al día siguiente, temprano, el conde llamó a su recámara a don Remigio.

—No, no hay que caer de rodillas, ni nada de esas farsas propias de las mujeres. Escucha bien lo que voy a decir y a darte la última prueba de confianza. En el acto dispondrás que tu hijo monte a caballo, regrese a la frontera y no vuelva a poner los pies en la hacienda. No quiero verlo porque lo mataría. Mandas después y cuando tu hijo haya partido, poner el avío y te llevas a Mariana a México; en cuanto llegues, despides a todos los criados hombres, menos al viejo portero; que no haya más que mujeres en la servidumbre; la camarista de la difunta condesa tendrá el gobierno de la casa. Notificas a Mariana de mi parte que no salga de su recámara hasta que yo llegue. Un grave asunto me impide hacer este viaje, pero fio en ti. ¡Cuidado!

Tres semanas después Mariana llegaba a México y quedaba como enterrada en vida en el sombrío palacio de la Calle de Don Juan Manuel.

VIII. El campamento

—Tenemos sobrado tiempo para descansar, almorzar y platicar. Tan luego como acabemos de subir la cuesta, dispondrás que se sitúe en el extremo opuesto de esta montaña una gran guardia, que la tropa descanse sobre las armas y que toquen a rancho. La pagaduría y las mujeres tardarán todavía en llegar, y ya sabes que es una maldita costumbre, pero sin ellas no se puede establecer bien el campamento, o los soldados se quedan sin comer; sabes también cómo los cuido, y por eso se baten como hombres cuando yo los mando; no dudo que tú has hecho y haces lo mismo.

—¿Conoces este terreno? —preguntó el oficial a quien se daban estas órdenes.

—No mucho, es muy difícil e intrincado, y no lo saben bien más que los ladrones o los indios queseros, pero entre los soldados del 5.º de línea hay dos cabos que han merodeado cosa de dos años por aquí; los haremos montar a caballo, esta tarde recorremos todo el rumbo y mañana tú y yo daremos razón hasta del último vericueto, pero tú eres el que principalmente debes poner cuidado y ya hablaremos de esto.

—¿Quieres que me adelante para dar las órdenes?

—Será mejor, y así almorzaremos más presto. Hace veinte horas que no pruebo bocado.

—Pues creo que hace treinta que me pasa lo mismo, hemos andado recio, pero yo estoy más acostumbrado que tú.

Esta conversación pasaba entre dos oficiales que, con los caballos fatigados y cubiertos de sudor subían lentamente la cuesta de una montaña cubierta de ocotes, cedros y oyameles, apartada dos o tres leguas del camino real de Toluca y que por una parte continuaba a reunirse con la serranía y por otra parecía que era el límite de la extensa llanura de Lerma. Uno de los oficiales recogió las riendas a su caballo, le aplicó el acicate y adelantó a cumplir con lo que se le había ordenado. El otro oficial, que era el jefe, sacó sus instrumentos y fumando un cigarrillo continuó la subida tan pausadamente como quería su caballo. Al frente, en la altura, se veían relucir los fusiles de las compañías de infantería que formaban la vanguardia, y de uno y otro lado, por entre los troncos del arbolado, caminaban soldados, mujeres, arrieros y muchachos.

Una hora después estaba establecida la gran guardia, la tropa había formado pabellones con las armas, descansaba y se disponía a tomar el rancho; los dos oficiales, sentados sobre unas piedras debajo de un grupo de encinas, saboreaban con apetito un frugal almuerzo y reanudaban la conversación que sobre diversas materias habían entablado en el camino.

—No me has acabado de contar tus amores y las últimas peripecias de la novela que empieza a formarse en tu vida. La mía es más larga, pues en todo soy más viejo que tú.

El que decía esto era un personaje de 35 a 40 años de edad, trigueño y además quemado por el sol; ojos pequeños pero de miradas resueltas e incisivas, la boca sombreada con un bigote negro y espeso; de estatura mediana, delgado, muy derecho, listo y vivo en sus movimientos; era, en fin el coronel Juan Baninelli, conocido por la severidad de su disciplina en los cuerpos que había mandado y por su arrojo y temeridad en la campaña. Cuando se trataba de asaltar un fortín, Juan Baninelli iba adelante; si le daban a defender una posición, no la largaba sino cuando le habían puesto fuera de combate a las tres cuartas partes de la tropa. El otro oficial era Juan Robreño, de cosa de 25 años, de estatura alta, robusto y fuerte en todos los miembros, más claro de color que su compañero y de fisonomía franca y abierta. Era el teniente coronel del 5.º regimiento de línea que, estando en alta fuerza, se componía de mil plazas, con una excelente música y maniobrando admirablemente, como formado por Baninelli.

—La fortuna ha sido favorable en esta vez y así creo que continuará —contestó Robreño—. Dos años hacía que había pedido pasar a un cuerpo de línea y nada se había resuelto, hasta que por tu influjo logré mi intención, precisamente en los momentos en que más lo necesitaba.

—Nada tienes que agradecerme —dijo Baninelli— siempre he procurado tener oficiales valientes en mi regimiento, y eso es todo, pero no veo en qué pueda haber sido favorable a tus asuntos privados.

—¿Cómo que no? Y mucho. Mariana ha sido enviada a México, y está en su casa como secuestrada; pero eso no importa, pues tengo modo de corresponderme con ella, y cuando termine esta campaña, que no será larga, entonces…

—¿Pero qué Mariana es ésa? No entiendo ni una jota y me has contado tantas y tan diversas cosas a la vez, que es necesario, si no has perdido la chaveta, que pongas un poco de orden en tus ideas.

—Mariana es la hija del conde…

—Acabaras… ahora sí comprendo algo; pero prosigue.

—El conde se puso furioso cuando mi padre se la pidió en casamiento para mí y ordenó, si quería escapar con vida, que saliese en el acto para la frontera.

—¿Y qué, le tuviste miedo?

—No me digas eso, Juan; y debes figurarte que con la espada en la mano me puedo rifar con el conde, sin embargo de que es un hombre atrevido y feroz; pero se trataba de mi padre y de Mariana. ¿Qué querías que hiciera? Salí más que de prisa de la hacienda, caminé como acostumbro, día y noche, y en Lampazos me encontré la orden para venir a México. Enderecé sin pérdida de tiempo mi camino y llegué para ponerme a tus órdenes. Mariana, como te digo, está en la calle de Don Juan Manuel, y mi padre mismo que la condujo me ha dejado una razón circunstanciada con una tía, hermana de mi madre, de lo que ha pasado. Cuento con los criados antiguos, que detestan al conde e idolatran a Mariana. Uno de mis asistentes que traje de la frontera, está en inteligencia con la camarista para advertirme de lo que sea importante y buscarme donde quiera que esté.

—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó el coronel.

—En la situación en que Mariana y yo nos encontramos, no hay más remedio que casarnos.

—Se volverán a repetir las escenas de la hacienda.

—No tiene duda —contestó Juan Robreño—. La independencia no ha acabado con las preocupaciones, y los títulos de Castilla que hay en México están engreídos y orgullosos como en el tiempo de los virreyes.

—¿Entonces?

—Tú lo comprendes; será necesario casarme contra la voluntad del conde.

—¿Y tu novia se atreverá?

—Perfectamente; es una muchacha resuelta y en eso ha sacado el carácter de su padre, saldrá de su casa y nos casará el capellán de nuestro regimiento. Cuento con que tú me ayudarás.

—Con alma y vida, sólo que necesitamos la licencia del gobierno y bastará pedirla para que todo el mundo lo sepa.

—Me casaré sin la licencia y después la pediré…

—Ya arreglaremos eso —interrumpió el coronel—, seguiremos platicando. Por ahora es necesario reconocer el terreno, los dos cabos están listos y los veo venir.

—Como quieras —contestó el teniente coronel— y andando, andando te diré mis planes.

Los dos jefes montaron en los caballos de refresco que estaban ya listos y, seguidos de los dos cabos que conocían el terreno, se internaron en el monte y a poco se perdieron entre la espesura de la arboleda.

Muy entrada la noche regresaron los dos oficiales y estaban ya listas sus camas de campaña, que se componían de unas pieles de cíbolo, el capotón azul y la maleta por almohada. Delante había una lumbrada y junto a ella, ensartados en la baqueta de un fusil, se asaban unos trozos de carne fresca de carnero.

—Ya que hemos hablado como unas cotorras de aventuras y de amores —dijo el coronel apeándose de su caballo— antes de cenar y dormirnos hablaremos de las cosas importantes del servicio, que no quería yo tocar sino después de haber recorrido el terreno… ¿Estás ya bien enterado de la posición que ocupas?

—La conozco ya como a mi maleta.

—Perfectamente. Ahora ya puedo decirte mi plan.

El teniente coronel entregó su caballo al asistente y escuchó con mucha atención a Baninelli, que se paseaba azotándose el pantalón con un chicotillo que acostumbraba llevar, ya a pie, ya a caballo.

—Este Gonzalitos, de quien te he hablado ya en el camino, se pronuncia y se despronuncia, entra y sale a Toluca como Pedro por su casa y hasta ahora se ha burlado de los jefes que ha mandado el gobierno a batirlo. Yo he jurado que de mi no se ha de burlar. Tiene en constante inquietud al gobierno general y al gobernador del Estado, y si quieres, para mí, además de ser un deber el acabar con este mentecato, es cuestión de amor propio. No regresaré a México sin haberlo destrozado, cogido y fusilado.

—Pero ese Gonzalitos deberá ser muy valiente —dijo Juan Robreño.

—Cualquier cosa —contestó el coronel—; lo que tiene es tropa bien montada, indios de los pueblos del costado del volcán que andan muy recio, y se dispersan y se esconden cuando los atacan… Y conoce bien estos rumbos. Escucha cuál es mi plan. Gonzalitos está entre Ixtlahuaca y Toluca. A las cuatro de la mañana salgo de aquí con 600 hombres y voy a marchas dobles a colocarme a su retaguardia y empujarlo para Toluca, donde no hay guarnición. En Lerma hay una brigada con una batería. Luego que ya esté con mi fuerza a su alcance, mando un correo violento a la tropa de Lerma. Si nos presenta batalla, se encuentra entre dos fuegos; si entra a Toluca, lo encerramos y con la tropa tuya, la de Lerma, la de Morelia y la mía, lo cercamos y al fin tendrá que rendirse. Si trata de escapar, precisamente vendría por este lugar para pasar al Estado de Querétaro sin tocar a México. Aquí lo coges desprevenido y lo haces pedazos. Si sus fuerzas son superiores a las tuyas, te haces matar tú y tus soldados hasta que yo llegue, que no dilataré en llegar, porque de por fuerza he de venir picándole la retaguardia. ¿Me has comprendido?

—Perfectamente —respondió el teniente coronel— y cuenta que aun cuando no vinieras en mi auxilio, me bastan estos cuatrocientos muchachos para dar cuenta con él. ¿Quién podrá desalojarme de este bosque ni con 2,000 hombres?

—Me alegra oírte. Escucha por último: te he dicho que para mi esta campaña es cuestión de amor propio; así, después de haberte dado mis órdenes como jefe, espero que, como amigo, me servirás en esta ocasión. Ya conoces mi carácter y mi modo de obrar. Si te portas como quien eres, contarás conmigo en todo. Si perdemos esta campaña, bien entendido si es por tu culpa, te fusilo en el acto donde quiera que te encuentre. Piénsalo, y si no estás conforme, te retiras mañana a México con pretexto de enfermedad, te daré tu pasaporte en regla y entregarás en seguida el mando al capitán más antiguo.

Por toda contestación Juan Robreño estrechó la mano de su coronel.

—Gracias —dijo el coronel—. Nada más tenemos que hablar. Durmámonos un poco, pues el primer toque será a las tres de la mañana, y a las cuatro estaré en marcha.

Efectivamente, a las cuatro el coronel había ya partido con una sección de su tropa y el teniente coronel ordenaba su campamento y su servicio. Cerca de una semana pasó sin novedad alguna. El lunes de la siguiente, Juan Robreño recibió un correo de Baninelli. En un papelito decía: «Gonzalito está remontado en el volcán, reclutando gente. Nos hace esperar mucho: no importa. Estoy a la mira y todo bien preparado; por ahora nada tendremos de caliente; sin embargo, mucha vigilancia».

El día menos pensado, muy de mañana, un indito que cargaba en sus espaldas un huacal vacío y un manojo de velas de cera en la mano, fue llevado ante el jefe por una patrulla de cuatro hombres y un cabo.

—Mi teniente coronel —dijo poniéndose la mano en la visera del kepí— la avanzada que está situada a la salida del camino, ha cogido preso a este indio, que trataba de penetrar en el campamento y andaba ocultándose con los troncos de los árboles. Luego estos indios son espías y su señoría determinará si se les fusila.

—¿Qué querías, José? —dijo con buen humor el teniente coronel dirigiéndose al indio, que con el sombrero en la mano y los ojos bajos esperaba su sentencia, pues los soldados de la patrulla le habían amenazado y acobardado mucho mientras lo conducían.

El indio alzó la vista e hizo una seña de inteligencia al jefe.

—Que se retire la patrulla y yo examinaré a este indio.

El cabo hizo los honores de ordenanza, dio media vuelta a la izquierda y se retiró a su puesto con los soldados.

—Vaya, ahora puedes decir lo que quieras, ya se fue la escolta y ningún mal te haré.

Juan, en vez de creer que el indio era un espía, supuso que era enviado por Baninelli.

—Vamos, no tengas miedo, di por qué venías a este campamento, quién te ha mandado ¿traes alguna carta?

El indio examinó atentamente la fisonomía de Juan, miró a todos lados, y ya fijo en lo que iba a hacer, puso el huacal en el suelo, se desató una faja de algodón y del centro de ella sacó un papel muy bien plegado que entregó.

—¿Quién te ha dado esto? —le preguntó Juan tomando el rollito de papel.

—Pues la amita de México, de la calle de Don Juan Manuel. Yo entrego los quesos y las mantequillas de la hacienda de San Nicolás en la casa.

El corazón de Juan dio un vuelco, y sin saber por qué se puso pálido como un muerto.

—Toma y retírate por ahí a descansar, pues te necesito para que lleves la respuesta —dijo Juan dándole un duro al indio—. ¿Podrás hacerlo?

—Sí, señor amo, lo que quiera su mercé. Bajaré de camino a la hacienda de San Nicolás, recogeré mis mantequillas y mañana a las siete estaré en México en la casa.

El indio se retiró a poca distancia, se sentó debajo de un árbol, y sacando del huacal unas gordas de elote, comenzó a morderlas y a saborear los bocados con el mayor apetito.

Juan desdobló el rollito, pasó rápidamente la vista por las páginas escritas y exclamó arrancándose un mechón de cabellos:

—¡Rayos del cielo! ¡El infierno se ha conjurado contra mi! ¿Qué hacer? ¿Cómo salir de este aprieto? En fin… calma… es necesario reflexionar mucho, ya leeré otra vez y despacio esta carta…

Juan, en efecto, desarrugó con mucho cuidado la carta, la guardó en el bolsillo, recomendó al indio que no se separase de aquel sitio, recorrió el campo dando algunas disposiciones y regresó a su puesto, donde ya lo esperaba el asistente con un frugal almuerzo que apenas comió. Se recostó, trató de dormir y no pudo; al fin, inquieto, se levantó y dirigiéndose a un sitio apartado, leyó de nuevo la misiva que tanta emoción le había causado.

La carta de Mariana no era por cierto una carta que, como las de la célebre Eloísa, pudiese servir de modelo y de copia para los amantes de todos los siglos, sino por el contrario, revelaba sencillez y hasta vulgaridad. Como se ha visto, Mariana, aunque hija de noble casa, no tenía cultura ninguna. Encerrada casi siempre, atemorizada unas veces, violentada otras, desesperada las más a causa del carácter raro y excéntrico de su padre, cuando vio y trató a Juan fue con una decisión completa, con una especie de salvajismo terrible, pero al mismo tiempo desnudo de los adornos y del brillo con que el talento natural de la mujer reviste los lances y los sucesos en que interviene el amor. Entre papeles muy curiosos, un viejo amigo conserva esta carta que, como se verá más adelante, fue entregada al coronel Baninelli. No hacemos más que copiarla aquí íntegra, porque además de dar idea del carácter de Mariana, contiene ideas extrañas sobre el suicidio, escritas por ella que nada tenía de romántica.


Juan: Yo no sé si Dios me ha abandonado o me quiere todavía. A pesar de que Agustina (la camarista de confianza) me explicó bien el rumbo que tomabas y el modo como te había de escribir si algo se me ofrecía, nos fue imposible el acertar dónde estabas, pero la casualidad quiso que viniese antier por la mañana el indito que trae a la casa las mantequillas y los quesos de la hacienda de San Nicolás Peralta. Agustina le preguntó si había visto alguna tropa por el rumbo del monte, y si la había visto, dónde podría encontrarla, en fin, cuanto se le ocurrió para poder escribirte con seguridad. No sé si sabrás que los indios queseros atraviesan por veredas que ellos solos conocen y llegan a México en la mitad del tiempo que cualquiera otro que viene por el camino real. El indito, que es muy vivo e inteligente, nos impuso de cuanto quisimos, le dimos dos pesos y dijo que si no te habías marchado a otro lugar él te encontraría y en mano propia te entregarla mi carta. Creo que hasta te vio en el camino y te conoce. Quiera Dios que llegue a tu poder esta carta porque sería terrible si así no sucediese.

Tuve que salirme de noche de la casa de Don Juan Manuel, cuando las criadas se recogieron a sus cuartos y el portero estaba profundamente dormido. Estoy en la casa de Agustina, que tú conoces, y me vine a ella porque… ya lo pensarás, no era materialmente posible que permaneciese un día más en la Calle de Don Juan Manuel.

Me tienes aquí: mi padre llega el día… de modo, que sólo hay ocho días escasos de qué disponer. Si en este corto tiempo no estoy libre y vuelta sin que nadie lo sepa (como no ha sabido mi salida) en la casa de la Calle de Don Juan Manuel, soy perdida, pero no solamente perdida, sino de una manera horrorosa.

Te vuelvo a repetir es preciso que yo esté libre. ¿Lo estaré? No lo sé.

Es preciso que tú vengas. ¿Vendrás a tiempo? Tampoco lo sé.

No una muerte, sino mil muertes eran preferibles a esta agonía.

¿Por qué no quiso mi padre que me casara contigo? ¿Porque eras hijo del administrador y él es conde?

¡Malditos mil veces los condes y los marqueses! ¡Maldito mil veces el dinero, que no ha servido sino para hacerme la criatura más infeliz de la tierra!

¡Qué vida tan tranquila pasaría mi padre y nosotros viviendo ya en México, ya en la hacienda, cuidando mi padre y tú mismo los intereses de la casa, en vez de encontrarnos como lo están os ahora, en la situación más triste, teniendo necesidad de ocultarnos y de engañar no sólo a mi padre sino a los criados, a los parientes, a todo el mundo, y todo porque no hemos nacido iguales! ¿Qué igualdad es ésa? Yo te veo a ti, joven, bien hecho, te diría hasta hermoso, con tu gran bigote y con tus patillas negras. Menos blanco que yo, es la única diferencia; pero puede ser que esto sea porque estás quemado por el sol. ¡Sangre azul! La mía y la tuya son encarnadas, y luego, si me hubiese casado con uno de mis primos, de sangre azul, me habría puesto como regalo de boda un puñal debajo de la almohada, como lo hizo el conde con mi pobre madre que estará en el cielo… Pero no sé ni cómo tengo valor ni aliento para escribirte estas cosas que tú sabes lo mismo que yo, cuando necesito valor y aliento para otra cosa más terrible, que es morir. Lo he pensado, es el único remedio si mi padre llega antes que tú. Es seguro que mi padre me matará con ese horroroso puñal que conozco desde que abrí los ojos. ¡Llorar! Echarme a sus pies de rodillas, pedirle perdón, todo será inútil. Conozco su carácter; cuando sólo de pensar que le he de ver esos ojos que echan rayos, ese bigote negro retorcido que da miedo y levantada la mano con el puñal, sufro una congoja peor que la misma muerte. Antes que pasar por esto prefiero matarme yo… Pero ¿cómo? Hace cuatro días que no se me quita esta idea de la cabeza, y por supuesto que nada he dicho a Agustina, a la que he hecho diversas preguntas para ver si lograba que me comprasen algo de la botica; pero imposible, el láudano mismo que le pedí para calmar un dolor nervioso, no se lo quisieron vender sin receta de médico. Echarme del balcón a la calle ¡qué horror! De cabeza, sí, de cabeza, porque de otra manera me rompería los huesos y no moriría; con todo y esto mi padre me mataría y la calle quedaría llena de sangre y todo el mundo sabría por qué causa me di la muerte. He ocultado un cuchillo afilado y con punta que sirve en el comedor. Con ése sí… Un momento de valor, y enterrarlo en el mero corazón me dará la muerte en el instante. ¿Y si no me hiero bien y quedo viva y sufriendo no sé cuántos días?… La verdad es que tengo miedo… mucho miedo; quiero morir y no me resuelvo a darme la muerte de ninguna manera; y luego ¿qué me pasará en la otra vida? Espero que Dios me perdonará pues he sido tan desgraciada en el mundo. ¿Y si no me perdona y me voy al infierno por toda una eternidad? Yo creo, Juan, que los que se matan están locos; ninguna persona en su sano juicio puede tener el valor de destruir su existencia; pero lo que yo temo es volverme loca y entonces me mataré; no sé cómo, pero lo haré y además para mi no hay otro remedio. Entre morir cosida a puñaladas y oyendo maldiciones e injurias de mi padre, a morir sentida y llorada por Agustina y por ti, prefiero esto y lo haré, no hay duda… acabo de examinar el cuchillo… si… entrará fácilmente en mi corazón… me acostaré en la cama, colocaré lo mejor que pueda la punta, haré un esfuerzo supremo… Dios tendrá misericordia de mi si tú no vienes. Es necesario que entres por el balcón a la una de la mañana. Agustina te abrirá la vidriera.—Adiós.
 

Cuando el jefe del destacamento acabó de leer la carta golpeó su frente contra el tronco del árbol en que estaba apoyado y volvió a gritar:

—¡Rayos del cielo! ¿Por qué no aniquilas a estas gentes tan miserablemente tratadas por la suerte? ¡Matar al conde! ¿Y qué gano con esto más que mayores desgracias? Matarme yo. ¡Oh! No tengo miedo como Mariana ni el infierno me atemoriza, pero sería una infamia abandonarla… ella… ella…

Después de media hora en que quedó con la frente recargada en el tronco del árbol y las manos sobre la cabeza, sacó su pañuelo, se limpió el sudor que le produjo la agonía de su situación y se dirigió al campamento.

—No hay remedio —dijo— si no voy, perecerá de una manera o de otra; es necesario ir a verla y salvarla.

IX. El Chapitel de Santa Catarina

Agustina, la antigua y fiel camarista que sirvió y acompañó a la difunta condesa hasta sus últimos momentos, tenía una modesta habitación en la calle del Chapitel de Santa Catarina, en la cual se refugiaba tres, cuatro y hasta cinco días cuando estallaba alguna tormenta en la casa de Don Juan Manuel o el carácter violento de don Diego la obligaba a evitar su presencia. Un angosto portillo cerca de la entrada del zaguán, daba paso a una empinada escalera de losas que terminaban en un corredor pequeño lleno de macetas bien cultivadas. Como en muchas de las viviendas de las casas de vecindad, la primera pieza era la cocina, después un cuarto que podía servir de comedor y en el fondo un salón con balcón a la calle; las paredes blancas pintadas de cal, los suelos de tierra roja, los muebles antiguos y viejos, la cama de madera pintada de verde, su cabecera con deformes miniaturas que representaban la degollación de los inocentes y el todo limpio, propio y agradable. Lo que había no solamente curioso, sino sorprendente, era un nicho de cristales de Venecia y dentro una Virgen de las Angustias con su hijo muerto, descoyuntado y sangriento, que caía de su regazo al suelo, al que con débiles manos trataba de levantar y sostener. El que por primera vez entraba, no podía menos que sobrecogerse de miedo y quedarse fijo e inmóvil delante de este grupo de escultura, que parecía más bien natural que no obra del arte. En un rato de bueno o de mal humor, el conde que no era muy devoto, había hecho este regalo a la criada de confianza, y ésta, antes de que pudiera arrepentirse, se apresuró a trasladarlo a su sala. Desde entonces la casa no estuvo sola. Agustina encontró una celeste compañera con quien conversaba, a la que consultaba sus negocios, contaba sus penas, daba cuenta de las cóleras del conde y de cómo trataba a su infortunada mujer. A esta casa fue llevada Mariana con tal tino y secreto, que nada habían sabido ni los criados de don Diego ni las vecinas del Chapitel, y en esta casa escribió su carta al amante y esperaba ansiosa su llegada o la muerte.

Desde el momento en que Mariana salió de su palacio para encerrarse en la sala de la camarista, tuvo que sostener un combate terrible. Las horas le parecían una eternidad; no anunciándose los síntomas precursores que debían determinar un desenlace, se figuraba que el amante no habría recibido la carta o no acudiría con exactitud a la cita; pero cuando por otra parte pensaba en su padre, el tiempo volaba, y día por día, hora por hora, minuto por minuto se lo figuraba en el coche, entre el polvoso camino, acercándose cada vez más a la garita, atravesando las calles, entrando en el gran patio, abriendo la portezuela, subiendo las escaleras y gritando con su voz estridente: «¡Mariana, Mariana! ¿Dónde estás? ¿Por qué no has bajado a recibirme?». Y entonces, no obstante que cerrase los ojos y se los cubriese con las manos, veía relucir en la oscuridad el largo puñal que tantas veces había visto debajo de la almohada de su pobre madre. En esos momentos sentía que su razón se extraviaba y que, venciendo su miedo, sin pensar ni en Dios ni en la eternidad, usaría del tosco cuchillo que había ocultado y que por una fatalidad inexplicable tenía, como la madre, debajo de su almohada.

El momento decisivo, ineludible se acercaba. En una noche de vela, de agitación, los síntomas aparecieron; esto fue un consuelo, era la mitad de su salvación, otra noche de vela sin lograr cinco minutos de sueño ni de reposo. Ya se paseaba agitada de uno a otro extremo de la pieza, ya se sentaba en el sillón o en el duro canapé, ya se recostaba, tratando de dormir en la aseada cama o ya fijaba su atención en los monstruosos muchachos degollados y sangrientos pintados en la cabecera… nada… Una tensión de nervios aguda que le quería dar rabia, que la volvía loca, que la botaba de una parte a otra, que la forzaba sin voluntad a buscar el puñal debajo de su almohada o a abrir el balcón para arrojarse a la calle. Agustina, silenciosa, no hacía más que observar con dolor esta febril agitación.

Llegó por fin la última y terrible noche en la que su suerte debería resolverse. Era lunes, el jueves a medio día llegaba el conde, un criado se había adelantado con una carta urgente para una persona con quien tenía un asunto grave, y Agustina había sido advertida.

Mariana estaba ya casi loca; los dolores la hacían sufrir; pero más que todo su espíritu sucumbía, se quejaba; no podía llorar; sus ojos más bien ardientes e inyectados, se dirigieron a la afligidísima y triste virgen y le pareció, todavía más que a Agustina, que aquellos ojos de donde corrían las lágrimas, se desviaban un momento para mirarla afectuosamente; que aquellos labios entreabiertos y pálidos se movían y le hablaban; que las manos blancas y torneadas abandonaron un momento su preciosa carga y se tendían hacia ella para sostenerla… Mariana separó los cabellos que en desorden le caían sobre la frente, quedó un momento entre la vida y la muerte, como si su alma se hubiese separado de su cuerpo, y derramando un torrente de lágrimas, cayó de rodillas con las manos enclavijadas exclamando:

—¡Señora mía de las Angustias, madre piadosa de los afligidos, ampárame en este trance terrible de mi vida, o dame fuerzas para salir de este mundo! ¡No es un crimen, madre mía; mi alma está inocente y pura; a ti ofrezco mi vida, de ti espero mi salvación…!

No pudo concluir su ferviente plegaria, las fuerzas le faltaron; pero Agustina presurosa la sostuvo, la levantó y la condujo a la cama…

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Me muero! —y dio un agudo grito; pero a poco otro grito de júbilo resonó en la estancia, y fue escuchado por la maravillosa imagen.

—¡Salvada, salvada, gracias madre mía, gracias, Virgen santa de las Angustias!

Mientras pasaba esta escena en la apartada y silenciosa vivienda que hemos descrito, no obstante que esté ya muy avanzada la noche, tenemos que dar un paseo por el Chapitel, sin miedo de ladrones, pues de por fuerza el sereno tendrá que estar despierto, como en efecto lo estaba en ese momento. Levantóse del quicio de una puerta donde estaba sentado, tomó su farol colocado en medio de las cuatro esquinas y, cargando la escalera se dirigió con un ligero trote al primer farol que estaba apagándose, y así continuó con los demás, con lo que se consiguió que quedasen un poco más visibles los edificios viejos y descascarados, las ventanillas y balcones con papel en lugar de vidrios, los grandes agujeros del empedrado y del caño con sus aguas negras y espesas que corre a lo largo de esta triste calle y por algunas partes la llena hasta hacer difícil el paso. Al principio de esta calle está la parroquia de Santa Catarina Mártir, con su pequeño atrio rodeado de pilastras con gruesas cadenas de fierro, a semejanza de la entrada de un castillo feudal. Enfrente, el mercado del barrio, formado de tablas de tejamanil muy viejo, sucio y remendado por todos lados, que aunque cerrado en la noche despedía un olor acre de cebollas, ajos y vegetales en descomposición. A lo largo, por un lado el imponente y sombrío edificio de Santo Domingo, de tezontle amoratado; por el otro la peligrosa avenida de Santa Ana, que termina en la garita de los Pulques.

Cuando el sereno, habiendo acabado su trabajo de encandilar los faroles, colocaba su escalera contra la pared de la esquina, sonaron lentamente las doce de la noche en el reloj de la parroquia.

—No puede dilatar el comandante —dijo el sereno— acaban de dar las doce. Voy a avisar al guarda del mercado.

En efecto, se dirigió al guarda del mercado y habló cuatro palabras con él, lo que bastó para que éste tomase su farol y se fuese a esconder en el callejón.

La calle del Chapitel estaba oscura y desierta, lo mismo que las inmediatas; de cuando en cuando se oía el rechinido de las botas y los tacones de algún vecino retardado que daba vuelta por las calles de Celaya o la Puerta Falsa, y todo quedaba después en silencio, que era solamente interrumpido por el monótono ruido del chorro de la fuente del mercado y de los muchos gatos que andaban en sus amorosas excursiones por los tejados de las tiendas. La noche estaba oscura y amenazaban unos de esos formidables aguaceros tan frecuentes en la estación de julio a octubre. Una persona no acostumbrada a las calles de México no habría pasado con mucho gusto ni muy segura por la vieja y solitaria Calle del Chapitel.

Un hombre, sin embargo, tenía que hacer en ella. Embozado en un largo capotón azul, pegándose a las fachadas de las casas, vino de por el rumbo de Santo Domingo, tocó el hombro del sereno que estaba medio sentado en la columna de la esquina, y habló con él algunas palabras en voz baja.

—Entendido, mi comandante —dijo el sereno— cuando usted quiera.

—Al momento —contestó el embozado—. Va a dar la una y es la hora precisa de la cita.

El sereno volvió a cargar en sus hombros la escalera, y seguido del embozado, siguió hasta la mitad de la calle y la aplicó al balcón de una casita situada junto al cuadrante de la Parroquia.

El embozado subió, y a un ligero toquido se entreabrió la vidriera del balcón.

—Espere usted, espere usted un momento, encenderé la luz, todo va bien hasta ahora; apagué la vela para que no fuese a observar alguno de la vecindad.

—Todo está solo y cerrado —contestó Juan— nadie me ha visto. ¿Y Mariana?

—Aquí, aquí, Juan; he salido con bien y viniste. Ya sabía yo que habías de venir. Sólo temía que no hubieses recibido mi carta. Mariana buscaba en la oscuridad las manos de Juan.

Agustina había cerrado el balcón y encendido las palmatorias colocadas delante del nicho de la Virgen, Juan se encontraba junto a la cama donde estaba recostada Mariana.

—He perdido quizá el honor, mi porvenir y mi carrera, y después también perderé la vida; pero no importa. Todo por ti, Mariana. He venido y estoy contento.

Juan estrechó a Mariana en sus brazos y le dio un ardiente beso.

—Todo lo he perdido también por ti, Juan; honor, títulos, riqueza, quizá también la vida más adelante, pero estoy contenta como tú. —Y a su vez Mariana estrechó a su amante en sus brazos y correspondió su amoroso beso. Únicas, pero sinceras y ardientes caricias.

—No hay que perder tiempo, Mariana —dijo el amante—, las patrullas, por una disposición del comandante general, deben recorrer la ciudad desde la una de la noche, porque temen no sé qué movimientos de los barrios, oye… oye.

En efecto, se escucharon las herraduras de unos caballos y a poco una patrulla de cuatro hombres y un cabo pasó por la calle. El sereno, listo, antes de que llegaran quitó la escalera y la arrimó al farol cercano. A poco todo volvió al silencio.

—Lo tengo ya arreglado —dijo Juan—. Estará con mi tía, que lo cuidará al pensamiento y nada le faltará, y tú debes estar completamente tranquila. Mientras tengamos de nuestra parte a esta buena Agustina, tendrás modo de verlo, aun cuando esté aquí tu padre, y nos escribiremos para arreglar la manera de hablarnos, si es posible y de concertar nuestro casamiento, para lo que voy a valerme de personas a quienes el conde considera y necesita mucho. De pronto tengo que regresar a mi campamento. He dejado la tropa a cargo de un capitán, y sabe Dios lo que habrá ocurrido.

Juan descendió con mucho tiento por la escalera que había vuelto a colocar el sereno y cuidando mucho un bulto que tenía en un brazo y cubría su espeso capotón azul. Cuando se vio en la calle, sacó del bolsillo unas monedas de oro, las dio al sereno y desapareció misteriosamente entre las sombras de la negra noche.

Tres días después, Mariana estaba recostada en su lecho en la recámara de su casa de la Calle de Don Juan Manuel. El conde, de regreso de la hacienda, la encontró con el médico a la cabecera. No era gran cosa, un resfrío que pasaría, la calentura había disminuido y únicamente se necesitaba del reposo y de una dieta moderada para que volviese a la salud.

Juan devoró el camino y con el caballo casi moribundo de fatiga, llegó al campamento. No encontró más que a los indios queseros de la hacienda de San Nicolás, que atravesaban la montaña con sus huacales en las espaldas. Tomó de ellos, y en las haciendas cercanas, informes, y supo que Gonzalitos había entrado y salido de Toluca; que Baninelli no lo había atacado, sin duda por la falta de combinación; que una brigada permanecía en Lerma y que su tropa, encontrándose sin jefe, se había desbandado y el capitán regresado a México con los soldados viejos y aquerenciados con su coronel.

—¡Perdido, completamente perdido! En donde quiera que me encuentre Baninelli, me fusilará. Sin embargo, hice bien. Mariana se habría matado. Lo volvería a hacer. —Y diciendo esto, Juan, en vez de regrasar a México, tomó a galope el camino de la frontera.

X. La viña

De por fuerza tenemos que pasar a otro lugar no muy distante, pero de seguro más raro y extraño que el Chapitel.

No era por cierto la viña del Señor, ni el lugar ameno donde las hojas de la verde parra trepan por los árboles y cubren las fachadas y los tejados de las casas de campo, proporcionando sombra y fresco en las calurosas horas del medio día y llenando el ambiente de gratos olores después de las lluvias del estío. Lo contrario de todo esto, y no se puede ahora creer cómo subsistió tantos años la viña sin causar la muerte de los habitantes de la Gran Tenoxtitlán.

Acabando de andar las seis calles del Reloj, que en tiempos antiguos se llamaban de las Atarazanas, y tomando el otro crucero paralelo, terminando el paseo, por las calles de Santa Catarina, Santa Ana y Puente Tezontlale, se encuentra uno repentinamente en un país no sólo desierto, sino desolado, tristísimo y asqueroso. Allá a lo lejos se divisan las torres y cúpulas de Santiago, la fachada ennegrecida de un edificio llamado el Tecpan, donde se asegura que estaban los más ricos mercados en tiempo de los reyes aztecas. A la izquierda, y como si estuviera muy lejana, aparecía la pequeña torre de la iglesia de los Ángeles, donde hay una imagen de la Virgen pintada en una pared de adobe, que se conserva todavía intacta, no obstante la humedad, lo cual la gente del barrio considera un milagro. Viniendo por el lado de Santa María, hay hasta cerca de la plazuela de los ángeles una acequia llena de lodo, y sobre la poca agua que tiene se producen diversas plantas acuáticas que abrigan infinidad de sapos, mosquitos e insectos. El resto de este vasto terreno es erizado, salitroso y color de ceniza, en la estación de calor soplan frecuentemente unos ventarrones con dirección a la ciudad, a donde llevan nubes de ese polvo, sucio y ardiente, y durante las aguas, en las depresiones del terreno se forman pequeñas lagunas y lodazales profundos, donde se atascan las carretas que vienen del interior cargadas de efectos, y tienen que transitar por allí para ahorrarse una gran vuelta, entrando por la garita de Vallejo. Los historiadores y anticuarios afirman que, en los días de la conquista, era lo más poblado, lo más alegre y lo más floreciente, tanto que formaba un reino, o por lo menos, una capital separada de México, que no se reunió a él sino al advenimiento de Moctezuma I o II; pero sea de esto lo que fuese, en el curso del tiempo, ya por falta de agua, ya porque impregnado el terreno de salitre era impropio para la cultura, las gentes fueron abandonando sus casas, que el tiempo y las lluvias se encargaron de destruir, y en la época de nuestra narración no existían más que ruinas, pero ruinas sin interés, sin tradición ninguna. Casas sin puertas; otras con los techos caídos; otras rajadas, como si las hubiese partido un hacha; y en las hendeduras de los adobes ennegrecidos, naciendo y colgando yerbas ordinarias y de mal olor, y todos estos restos que el vulgo llamaba paredones, esparcidos aquí y allá en medio de ese suelo fangoso e insalubre.

No sabemos ni queremos averiguar si fue un virrey, o un presidente o un ayuntamiento el que dispuso que se tirasen en ese lugar las basuras y los desechos más asquerosos de la ciudad, que ya tenía sin duda más de ciento veinte mil habitantes; pero el hecho es que así se ejecutó durante muchos años, y que más culpables y dignas de crítica son las autoridades que lo toleraron, que las que en su principio lo dispusieron.

Desde las ocho a las once de la mañana unos carretones pequeños tirados por una mula recorrían la ciudad, se detenían en el centro de una calle y tocaban una campanilla. Un momento después salían las criadas y vecinas atropellándose por llegar primero a entregar al carretonero un tompeate o un canasto lleno de cuantos despojos y basura habían reunido en los cuartos o viviendas. Así continuaba el carretón su corrida hasta que estaba copado y la mula no podía tirar. Muy despacio se dirigía a la viña, donde vaciaba lo que había juntado. Así se fueron formando pequeñas montañas y una especie de pueblecito con sus calles y veredas, hasta el grado de que a los que no estaban habituados, trabajo les costaba salir de ese inmundo laberinto si no acertaban orientarse por la primera torre de la ciudad que podían descubrir. No hay para qué decir que cuando soplaba un ventarrón, gran parte de la basura volvía a la ciudad.

La viña tenía su población especial, que se componía de traperos, pordioseros y de perros, y los suburbios o paredones eran habitados de noche por los matuteros y rateros que no tenían casa ni hogar. Ninguna persona del interior de la ciudad se atrevía a transitar por la viña después de las siete de la noche.

Los traperos esperaban todos los días sentados en la cumbre de esas pequeñas montañas la llegada de los carretones, y sin más instrumento que un palo o un clavo grande, escarbaban hasta encontrar pedazos de fierro, platos quebrados, trapos, zapatos viejos o cualquier cosa que les pudiera producir alguna utilidad. No era extraño que encontrasen cucharas de plata y alhajas que se apropiaban, pues ninguna obligación tenían de presentar a la autoridad esos objetos de valor. Los pordioseros no escarbaban la basura, sino que simplemente observaban si algo de lo que recogían los traperos les podía convenir y comprar al contado, y por un tlaco o cuartilla un sombrero, un pantalón o un par de mangas de chaqueta o la pierna de un pantalón. Si nada de esto encontraban, volvían a las puertas de las iglesias o a las esquinas a continuar mortificando a los transeúntes. Los perros, en tropel, peleando unas veces, en paz otras, recorrían las veredas, trepaban por los montones, escarbaban la basura con la desesperación que da el hambre, hasta encontrar un hueso o un armazón de gallina; pero concluyeron por fijar allí y en San Antonio Abad su domicilio y formar una colonia perfectamente organizada. Es curioso saber por qué.

El conde de Revilla Gigedo, que fue el gobernante por excelencia de la colonia, que quitó el muladar que había frente al palacio virreinal y que se ocupó hasta de los más insignificantes pormenores relativos a la policía, notó que existían en la ciudad muchos perros vagabundos, y dispuso que los zapateros pusiesen diariamente una cubeta llena de agua limpia en las puertas de su taller. Como los zapateros entonces, y aún muchos años después, tenían costumbre de trabajar en la puerta de su accesorias o en los zaguanes de las casas, fue muy fácil cumplir esta disposición, y los perros, privados de agua por no existir río ni corrientes accesibles cerca de la ciudad, tuvieron modo de aplacar su sed. Desde entonces se estableció esta costumbre y hoy mismo la siguen muchas personas. Para formar contraste con ese reglamento, se dictó otro en el curso del tiempo que condenó a una muerte cruel a la raza canina, y de la ejecución se encargó a los serenos. Al oscurecer, después de pasar revista delante del Portal de la Diputación, recibir su aceite y encender sus farolillos, armados de un grueso palo de encina se dispersaban por las calles de la ciudad y parecía un enjambre de vistosas luciérnagas; los que los observaban ir presurosos y resignados a tomar su puesto en una noche fría y lluviosa, no podían menos de concebir una cierta simpatía. Esas luciérnagas se convertían en unos animales más crueles que los que iban a matar. Hasta las once de la noche, el sereno, acurrucado en la puerta de una panadería y envuelto en su capotón azul, dormía profundamente. Concluido el teatro, cerrados los billares y cafés y retirada la gente a sus casas, quedaba el traidor enemigo de los perros dueño del campo. Dejaba su farol en medio de las cuatro esquinas, empuñaba su garrote y se deslizaba cautelosamente por las aceras. Encontraba un infeliz perro durmiendo descuidado en el quicio de una puerta, le asentaba un tremendo palo y le rompía las costillas o la cabeza. Si el animal no podía correr el sereno se encarnizaba y lo hacía allí pedazos; si corría, le lanzaba el palo con fuerza y le quebraba una pierna; y allí, tirado, indefenso, le daba a diestro y siniestro hasta dejarlo tendido en un charco de sangre. A los perros que transitaban pacíficamente en busca quizá de algún alimento que no habían encontrado en todo el día, les cabía la misma suerte; a veces solían escapar heridos y morían en los arrabales después de tres o cuatro días de sufrimientos. En varias noches se ponían de acuerdo cuatro o cinco serenos y, apoderándose de las bocacalles, se espantaban mutuamente los perros de modo que por cualquier lado que quisieran huir, recibían terribles golpes o heridas con un lanzón corto que llamaban chuzo, y era el arma reglamentaria.

La ciudad toda y por todas partes era turbada en las noches por lejanos ladridos de los perros que estaban fuera del alcance de la matanza, y por los dolorosos quejidos y aullidos de los que morían o quedaban heridos. Muchas noches era imposible dormir y las calles amanecían manchadas de sangre. A los serenos se les pagaba un real por cada perro que mataban, y a la madrugada cada uno, según sus obras, se dirigía a la Diputación arrastrando un racimo sangriento, deforme y horrible. Tendían los perros abajo de la banqueta para que el público se recrease con este agradable espectáculo, obra de los sabidos ediles y de los íntegros y celosos gobernadores de la ciudad, y no faltaba vez en que el regidor a quien tocaba manifestar su celo por la íntegra distribución de las rentas municipales, bajara a contar los cadáveres, seguido de una turba de muchachos y mujeres que lo veían con una especie de terror y como si él fuera personalmente el autor de toda aquella espantosa carnicería.

Los perros dilataron, en verdad, pero tuvieron que reflexionar para poner fin a este estado de cosas. Repentinamente desaparecieron; ni uno solo acostado en las puertas, ni uno solo transitando por las calles. En vano buscaban los serenos, ya en grupo de tres o cuatro, ya separados, un perro siquiera para dar testimonio de su celo y ganar el real. Tuvieron que contentarse con sus cuatro reales de sueldo y resignarse a dormir el resto de la noche, pues una vez que atizaban los faroles, ya no tenían ocupación ninguna, importándoles muy poco la seguridad de los vecinos.

Los perros resolvieron no transitar por la ciudad de noche. Hicieron sus habitaciones en la viña, cavando agujeros en lo más intrincado y recóndito de la basura, y lo mismo en San Antonio Abad, pasada la garita, aprovechándose de unos montones de tierra. En la mañana, la mayor parte se encaminaba trotando, corriendo con las orejas paradas y moviendo la cola, hasta las calles; allí hacían alto, olfateaban y se dispersaban a buscar su vida. El uno se metía en un figón y era obsequiado por los que almorzaban con un pedazo de pan o de carne, o con un puntapié, lo que era más frecuente; otro atisbaba con paciencia que se descuidase la vendedora para arrebatarle de su sartén un pedazo de chicharrón y corría; algunos tenían ya sus casas conocidas, donde las criadas o las amas les guardaban las sobras y se las ponían en el patio en una cazuela, y no tenían más que entrar y almorzaban caldo, huesos de gallina y ternera, garbanzos, pedazos de pan; vaya, como unos príncipes. Los más desgraciados recogían lo que podían en las calles y recibían tal vez una herida de un desalmado carnicero que de intento los dejaba entrar y le ponía la golosina de la carne; pero en obsequio de la verdad, otros de éstos, en vez de puñaladas les tiraban los pellejos y los huesos sobrantes; en cuanto al agua, no carecían de ella y sabían ya las puertas de los zapateros donde estaba la cubeta con el líquido cristalino y fresco. Era quizá el único goce cierto y sin riesgo alguno. Tan luego como oscurecía y observaban la luz de los faroles de los serenos, agachaban las orejas y unos hambrientos, otros repletos, otros heridos o maltratados, salían al trote de las calles de la ciudad y se dirigían a sus madrigueras. En las noches, en vez de los lastimeros quejidos de otros tiempos, se escuchaban lejanos ladridos amenazadores, y era que algún ladronzuelo descarriado ganaba con precaución un abrigo en los paredones.

La viña tenía fisonomía especial. Por la mañana, de las ocho a las once, presentaba un aspecto alegre, si alegría podía haber entre las inmundicias y residuos humanos; pero el sol brillante reflejaba sobre los tiestos de botellas y vasos rotos; los restos de legumbres que desperdiciaban las cocineras, recobraban con el sol su tinta verde, y las cúspides de aquella extraña serranía estaban llenas de muchachitos casi desnudos y de hombres que, vestidos de harapos y remiendos de colores, se destacaban desde lejos como si fueran los bocetos de un gran cuadro al estilo Díaz, y luego los carretones iban y venían, apostrofaban a sus mulas, reían y platicaban entre sí, como si fuesen las gentes más felices del mundo, y uno que otro arriero solía dirigirse por las orillas de este extraño lugar por si los burros encontraban para almorzar algunos rabos de cebolla u hojas de col. Después de las doce de la mañana todo ese rumbo quedaba desierto; ni perros, ni traperos, ni arrieros, nada; el sol, reverberando, calentaba las montañas que parece querían arder, y se comenzaban a desprender gases mortíferos y deletéreos que el viento se encargaba de introducir hasta los más ricos comedores de los desgraciados habitantes de la capital.

Entre las muchas viejecitas que concurrían a la viña había una muy metódica, muy callada y, hasta cierto punto, más bien vestida y aseada que las demás, que eran la imagen de la mugre y de la miseria. A las ocho oía su misa en Nuestra Señora de los Ángeles y se encaminaba en seguida a los basureros. Juntaba únicamente fierros viejos, llaves, tomillos, picaportes y ceniza. En el baratillo tenía ya los marchantes para la ferretería, y cuatro o seis casas donde entregaba la ceniza, limpia y tamizada, que servía para bruñir los candelabros y vasijas de plata. Esta viejecita, que se llamaba Anastasia y le decían seña Nastasita, estaba arrimada en una Atolería del Callejón de la Condesa.

La mentada atolería, porque tenía cierta fama en el rumbo, no obstante estar en el costado de la opulenta casa de los marqueses de Guardiola, presentaba el aspecto más desagradable. Era una accesoria que daba al angosto callejón con una acera donde apenas podía andar una persona de frente. El interior tenía un piso de vigas podridas, y el color de las paredes comenzaba desde el amarillo pálido hasta el negro cerrado; matiz como de panorama de infierno, que se comunicaba a las vigas torcidas y desiguales del techo, adornadas como de intento con espesas telas de araña. En un rincón, el brasero con dos comales, y al frente, en fila, cuatro indias con las camisas asquerosas, con los pechos colgantes y las cabezas enmarañadas, moliendo maíz y haciendo el atole y las tortillas. En el otro rincón, pocos trastos de barro y los petates de tule para dormir. En la noche se quedaban una de las molenderas, la dueña del establecimiento y seña Nastasita, la arrimada.

Quisiéramos terminar, pero quizá logremos que el lector se interese por esta pobrecita vieja que no deja de hacer un papel interesante en esta verídica historia. Señá Nastasita era sola, como si hubiese caído de la luna. Cerca de once años había estado de portera en casa de un licenciado en la Calle del Amor de Dios, habitando una covacha oscura y húmeda y manteniéndose con coser ropa de munición. Se le acabó la vista y quedó reducida al bocadito que por caridad le bajaban de la casa del licenciado. Era chupadita, de bajo cuerpo, encanijada, llena de canas, casi amarilla, y no tenía por cierto, motivos para engordar y tener buen color. El licenciado murió, la familia tuvo que dejar la casa, los nuevos inquilinos le dieron tres días de término para que desocupara la covacha; y después de once años de buenos servicios quedó, de la noche a la mañana, en las cuatro esquinas, sin tener ni con qué amanecer ni dónde dormir. Así sucede a cientos de gentes en México; pero Dios no abandona a los desgraciados. Nastasita no lloró, porque estaba ya seca y no tenía más que los huesos, ni maldijo la suerte, ni se quiso suicidar, sino que salió simplemente a ver qué hacía, y cómo, economizando, con un duro, que era su capital, podía comer algunos días. Vagando aquí y allá por la ciudad, al pasar por la atolería del Callejón de la Condesa le dio una corazonada; entró, compró tortillas, contó a la atolera su situación y le pidió un rinconcito. Así es costumbre entre la gente del pueblo, que jamás niega la hospitalidad y concede un rinconcito y parte su miseria con cualquiera, aunque jamás lo haya conocido. Esto constituye un arrimado o una arrimada. El gobierno no ha pensado en establecer casas de asilo ni para el día ni para la noche; pero en cambio, en los barrios de México todas las casas de los pobres son casas de asilo para los que son más pobres que ellos. La atolera, con la mayor naturalidad del mundo, le señaló un rincón limítrofe con las molenderas, y sólo le exigió que trajese su petate. En la noche, señá Nastasita abandonaba para siempre el agujero negro e infecto donde había vegetado como un hongo durante once años, y se instalaba en su nueva habitación. Ya se puede echar de ver que las herbolarias, a quienes creímos en lo más profundo de la escala social, vivían como unas reinas comparándolas con nuestra nueva conocida. México es así, y ya iremos entrando y recorriendo círculos tan numerosos como los del Dante y que forman un infierno, más terrible que el que le reservó el poeta florentino a la enamorada Francesca. Pedir limosna le fue imposible a la viejecita; pero como el peso duro iba mermando cada día a pesar de que sólo se mantenía con atole y tortillas, otra corazonada, al regresar de la iglesia de los Ángeles, la condujo a la famosa viña, logrando establecer el modo de mantenerse de la manera que ya se ha dicho.

Así iban días y venían semanas y meses, y Nastasita caminaba penosamente rumbo al sepulcro, pero contenta, bendiciendo e implorando siempre a las vírgenes de los Ángeles, de los Remedios y de Guadalupe; en fin, a las vírgenes de todas las advocaciones.

Un día, 11 de diciembre, tratando de hacer en el muladar un agujero con un palo, tropezó con algo resistente y sonoro que a poco brilló con la luz del sol. Eran una cuchara y tenedor de plata, probablemente del célebre doctor Codorniú, que perdía cada semana piezas de su vajilla. Al día siguiente, 12, creyó que era una obligación el ir a dar las gracias a la Virgen de Guadalupe, y caminó entre la turba por la calzada de piedra, si no descalza, a punto menos, pues su calzado viejo, pero de finísima seda negra, lo había encontrado en la viña pocos días antes. Rezó, bebió agua del pocito y regresó muy contenta con su ramo de álamo blanco. Al día siguiente, a la hora de costumbre y entusiasmada con el hallazgo de la plata, estaba ya trabajando en el declive de uno de los montones de basura, cuando llamó su atención, no tanto el ladrido de los perros, que se peleaban de una manera furiosa, sino el llanto y gritos lastimeros de una criatura. Se acercó con precaución, armada de su palo, y descubrió un niño con algunas manchas de sangre en la ropilla, que daba desgarradores y lastimeros gemidos; los ojos se le saltaban y con sus manecitas quería como luchar o defenderse de cuatro o seis mastines hambrientos que ladraban en su derredor y que no lo habían devorado porque se disputaban la presa y porque un círculo de zopilotes, gritando y rozando el suelo, tan pronto quería descender como se remontaba; en una palabra, trataba de participar del festín y espantaban a los perros con el zumbido de sus alas.

—¡Santísima Virgen de Guadalupe! —gritó la viejecita—. ¡Van a devorar y a hacer pedazos a esta inocente! ¡Qué crueldad de madres de tirar así a sus hijos! ¡El infierno y los diablos se las han de llevar!

Y así exclamando, blandía su palo y procuraba espantar a la jauría; pero tenía miedo de ser derribada y mordida, porque era apenas un poco más fuerte que la criatura.

La viejecita agonizaba; de su piel apergaminada y seca había brotado, por el susto y la pena, un sudor helado.

El niño gemía más dolorosamente y continuaba moviendo sus pequeñas manos para librarse de aquellas fieras que lo cercaban.

Un momento en que los zopilotes se elevaron formando su fantástico círculo, dos de los perros que se levantaron mordidos y sangrientos de la lucha con los otros, en vez de seguir peleando se lanzaron sobre el niño.

—¡Jesús! ¡Jesús me valga! —gritó aterrorizada la viejecita, y cerró los ojos; pero en el acto la misma angustia y la curiosidad hicieron que los abriese, notó que un perro amarillo fuerte y vigoroso, hacía frente y acometía a los demás, y apenas querían acercarse al niño, cuando daba un brinco, los derribaba en el suelo y volvió a su puesto.

Así pasaron cinco minutos, que parecieron siglos a la buena anciana.

XI. Comodina

—¡Está salvada! ¡Bendito sea Dios! —dijo la vieja—. Comodina está defendiendo a la criatura —y se acercó con más resolución al grupo de perros. —¡Comodina, Comodina! Ven acá ¿No me reconoces?

La perra, sentada, cubriendo con su cuerpo al niño abandonado, tenía los ojos todavía sangrientos y, con el labio superior levantado, enseñaba sus afilados colmillos a los demás perros. Tanto gritó Nastasita a la perra, que ésta volvió la vista, la reconoció, comenzó a mover la cola y a hacerle fiesta. Animada con este auxilio, acertó a encontrar cerca unos trozos de ladrillo que lanzó a los canes, y con el palo acabó de dispersarlos; entonces se acercó y recogió a un hermoso niño de más de un año de edad y envuelto en pañales muy finos. La criatura, como si tuviese ya el uso de su razón, como si hubiese sabido el peligro que corrió y el servicio que la buena vieja le había prestado, contuvo su llanto, dirigió su mirada de ángel a su salvadora, que ya lo tenía en brazos, y llevó las manecitas afiladas y tiernas con que había querido defenderse de las fieras a la cara de Nastasita, como queriéndola recompensar con un cariño.

—¡Imposible abandonarlo! —dijo besándolo amorosamente, y limpiándose con la manga del vestido una lágrima que había venido a sus ojos secos. La Comodina, muy contenta, meneaba la cola y miraba a su derredor, buscando todavía enemigos con quienes combatir.

Tenemos que hacer algunas explicaciones. Comodina era una perra que vivía en la célebre colonia de la viña, y era ya madre de cuatro cachorritos amarillos y bravos como era ella, a quienes cuidaba amorosamente como tal vez no lo hacen muchas madres que tienen nombre cristiano y son, según vulgarmente se dice, seres racionales. Por la mañanas salía de su escondite, donde tenía a sus hijos bien seguros, y se dirigía a la ciudad a vagar, mejor diríamos a pasear, porque no había lugar que no visitase, ni tocinería o carnicería donde no se parase a oler y a examinar lo que había; pero como nunca se robaba nada ni molestaba, adquirió buenas relaciones, y en vez de palos o pedradas le solían tirar pellejos de carne y chorizos o morcones ya invendibles que, dicho sea de paso, no comía si estaban en estado de putrefacción, y tampoco tenía necesidad de ello, pues su principal recurso era la casa del canónigo Madrid (que después fue obispo de Tenagra), persona no sólo afecta a los animales, sino que estaba poseído de una inocente monomanía por los perros. Era hombre rico, de una distinguida familia; después de haber estudiado y graduándose de Doctor en la Universidad, había viajado y recorrido la Europa, y disfrutaba por su virtud y una cierta elocuencia popular que hacían célebres sus sermones, de una prebenda en la Catedral. Vivía en una gran casa llena de valiosos muebles antiguos, de cuadros originales de gran mérito, de mil curiosidades que había colectado en Italia y Francia. Su servidumbre se componía de criadas y criados muy viejos, que habían permanecido años y años en la familia, y su sociedad era absolutamente con los animales. Pájaros de todas especies, dos o tres borregos y cabras, un changuito (mono) de Oaxaca y, sobre todo, seis perros, perfectamente cuidados y educados. A la una en punto se sentaba a la mesa, colocándose en la cabecera, en un magnífico sillón antiguo de terciopelo rojo. En los costados, los seis perros en sus sillas a propósito, con sus platos hondos de hojadelata y sus servilletas siempre muy limpias. Una criada ocupaba la otra cabecera de la mesa para atender a los perros, mientras otros criados, de los muchos que tenía, lo servían con la mayor exactitud. A una señal, cada perro brincaba a su silla respectiva y se sentaba sobre sus dos pies, mientras que con las manos hacían seña a su amo para que les dieran de comer, y lo miraban fijamente con sus ojillos inteligentes. Esto encantaba al canónigo. En seguida la criada les servía su carne en trozos pequeños y su pan; y cuidado con que se desmandasen o ensuciaran las servilletas, porque el canónigo les enseñaba un chicote que estaba colgado en la perilla de su sillón. Concluida la comida, tomaba café en el jardín o en alguno de los anchos corredores llenos de macetas y flores, divirtiéndose con los cantos de los pájaros, las muecas y travesuras del mono y los retozos de los perros, hasta las tres de la tarde, en que montaba en su coche y se dirigía al coro a la Catedral. Además, la comida sobrante, y era mucha, se dedicaba a los pobres y a los perros de la calle. La valiente perra que salvó al desgraciado niño asomaba su hocico a la puerta de la casa del canónigo todos los días, cerca de las dos de la tarde; olfateaba, recorría con la vista el patio y los corredores, y esperaba. No tardaba en bajar el criado seguido de la cocinera con unas cazuelas con caldo, garbanzos, arroz, pedazos de carne y huesos; entonces la perra, poco a poco y meneando la cola, entraba al patio, y el viejo portero, haciéndole cariños, la ponía en posesión de su banquete. Luego que acababa, se echaba cosa de un cuarto de hora, se lamía los labios y limpiaba las manos con la lengua, movía la cola y se marchaba, llevándose en la boca un hueso o un trozo de carne para sus hijos. El canónigo, que a veces veía esto, llamaba a la perra, le hacía caricias y le decía: «Eres muy ingrata y muy Comodina; apenas comes, cuando te vas; ya te portarías de otro modo si yo te hubiera educado». De esto le vino y se le quedó a la perra el nombre de Comodina; así la llamaban las gentes de la vecindad, que la conocían, y ella entendía perfectamente. Nastasita entregaba ceniza limpia y tamizada, de que se hacía mucho consumo a causa de la gran cantidad de candelabros necesarios para las velas que ardían a los diversos santos que había en la casa; le daban su bocadito en un plato de loza de Puebla, y por lo común se regalaba en compañía de Comodina, y de aquí la amistad tan íntima entre la viejecita trapera y la perra vagabunda, que fue tan útil y esencial para la salvación de la criatura que la bruja Matiana arrojó a los muladares de la viña.

Nastasita, seguida de la perra, enderezó su camino hacia la atolería, y bien que la carga no fuese muy pesada, llegó fatigada. La criatura no chistaba cuando la destapó y la acostó en un petate, y al mismo tiempo refería brevemente a las molenderas lo que había pasado. Parecía muerta y apenas respiraba, y no era extraño, pues aunque hubiesen mediado pocas horas entre el robo de Matiana y el hallazgo de la trapera, bastaba eso y la emoción por el asalto de los perros; y obra de Dios fue que no le diese alferecía. Imposible de describir el sentimiento de esas rudas y buenas mujeres, que en su idioma mitad español y mitad indio, discutían los remedios que deberían hacerse. Una fue a buscar chinguirito a la vinatería de la esquina; otra a la botica, vinagre de los cuatro ladrones; otra, a pedir a la vecindad yerbas aromáticas; pero la que se había quedado dijo: —Lo que tiene el piltoncle es hambre y frío—. Y lo tomó en brazos, sacó un pecho grueso y denegrido, le exprimió una poca de leche caliente en la cara y le metió en la boca un pezón negro, gordo y estirado como tapón de una botella de champaña, arrullándolo y estrechándolo brusca y cariñosamente en su seno caliente y húmedo, por donde corrían con el sudor gotas del vapor del nixtamal y de la masa que estaba moliendo. Cabalmente el día antes había ingresado en lugar de otra en la gran fábrica de tortillas esa nueva molendera que estaba criando su último hijo.

—Y no había pensado en esto —dijo la viejecita trapera—. ¡Quién sabe cuántas horas estaría este angelito sin mamar! Prometo, si Dios le da vida, oír de rodillas cuatro misas, y esto que mis rodillas ya no me sostienen mucho. ¿Para qué lo salvé entonces? Dios lo ha de querer…

La perra, en el umbral de la atolería, sentada y con las orejas paradas y como escuchando, miraba con sus ojos inteligentes a la india.

La criatura, que en efecto tenía hambre, rechazó al principio el tosco pezón, pero concluyó por chuparlo, abrió los ojos y sonrió a la madre adoptiva; todo había pasado ya y para el niño no existía ni el recuerdo del peligro ni el sentimiento del abandono. Las demás indias volvieron con sus medicinas, se le desnudó, se le dieron friegas de aguardiente y de bálsamo y a poco, acostado en un rincón ahumado de aquel antro, dormía verdaderamente el sueño tranquilo de la inocencia. Comodina se marchó sin que nadie lo advirtiera.

En vez de ser una carga y una molestia, fue para la atolería un día de fiesta y de júbilo la llegada del pobre huérfano del muladar; la gente de México es así. La molendera, que ya era madre de dos muchachos y criaba al tercero, se constituyó en nodriza del recién venido.

¿Qué nombre le pondrían? ¿Estaría bautizado? ¿Quiénes serían sus padres? ¿Por qué lo tirarían en el muladar? Estas y otras cuestiones ocuparon a los habitantes de la atolería, hasta que oyendo la queda en la Catedral, consideraron que se habían desvelado, atrancaron su puerta y se durmieron.

Nastasita había encontrado en el cuello del niño un cordón con un relicario de plata, que instintivamente procuró conservar, por si algún día podía ser de utilidad al huerfanito. En lo que no se equivocó, como veremos más adelante.

En la primera ocasión que volvió a la casa del canónigo a entregar la ceniza, contó al portero la extraña historia que ya sabemos. No pasaron tres semanas sin que el canónigo estuviese enterado del suceso, aumentado por sus criados con milagrosas añadiduras. Quiso conocer al huerfanito y se dedicó a retener en su casa a la valiente Comodina, que había representado tan importante papel en ese lance que parecía más bien un verdadero milagro.

—Quizá esta perra —decía el canónigo— que no busca más que sus conveniencias, lo que quería era reservarse al chicuelo para comérselo ella sola, y por eso lo defendió hasta que llegó la viejecita trapera; pero ¡ca!, no es bueno hacer malos juicios de los animales, que al fin son criaturas de Dios; decididamente nos quedaremos con la perra y ya completaré su educación. Mañana que venga, la meten con engaños al cuarto vacío; ya se aquerenciará. En efecto, los criados a quienes se dirigía esta conversación, tan luego como llegó Comodina la llevaron mañosamente al cuarto, le pusieron allí su cazuela de caldo y otra de agua y la encerraron. ¡Que noche! Rascó la puerta, ladró, aulló, lloró, se enfureció y parecía que tres hombres maniobraban para romper la puerta. Ninguno durmió en la casa. Muy temprano mandó el canónigo que abrieran el cuarto y el zaguán. La Comodina, de un salto, se puso en la calle y echó a correr. En cuatro días no volvió, y el canónigo se preocupó tanto, que llegó a formar escrúpulos de conciencia pues hasta en las horas del coro pensaba en esta ocurrencia; pero el día menos pensado Comodina hizo una irrupción formidable con toda su familia. Cuadro cachorros gordos y bravos se lanzaron al patio brincando y ladrando, penetraron hasta las habitaciones de los perros de la casa, despertaron sus celos y se lanzaron los unos contra los otros, trabando una pelea horrorosa. El canónigo con su fuete, las criadas con los trapos de cocina, el portero con la escoba, todos tuvieron que intervenir y que poner orden, a lo que no poco contribuyó Comodina, que con sus ladridos y aun agarrando con la boca a algunos de sus hijos, logró que la obedecieran y dejasen tranquilos a los amos de la casa. El canónigo rio mucho del lance y por varios días no tuvo otra conversación con los amigos que solían formar su tertulia a primera hora de la noche. Uno de los hijos de Comodina, que tenía una mancha blanca en el pecho de la figura de un corazón, quedó instalado en la casa y los demás regresaron con la madre a su habitación solariega de la viña.

La viejecita trapera, un día que hubo aseado bien al huerfanito, lo llevó a la casa del canónigo. Era un muchacho bien amamantado por la primera nodriza que lo crió y mucho mejor por la segunda, que era muchacha, fea, greñuda, pero sana, robusta, con unos pechos bronceados, duros y grandes como los de una vaca inglesa y con una leche abundante y espesa, producto de la admirable gramínea que era la base de la alimentación de la gente de la atolería del Callejón de la Condesa. El canónigo quedó sorprendido al examinar al huérfano. Ojo negro y grande y ya sañudo, con una mirada fija y extraña para su tiernísima edad, pelo abundante, boca grande, labios gruesos y una naricilla audaz y remangada. Por aquel día, se limitó a hacer algunos cariños a la criatura y a dar a la viejecita cualquier cosa; pero así como se preocupó cuatro días con la ausencia de Comodina, más de ocho le duró la vacilación en que lo puso semejante visita. Examinó el relicario y concluyó por abrirlo, sospechando que no sólo en las novelas, sino en la realidad de la vida las criaturas abandonadas tienen o una señal en el cuerpo o una marca en su ropa o un papel atado en la faja. Apretó el conocido muelle del marco y entre las dos pastillas de cera bendita encontró un papel. «Está bautizado, deberá llamársele Juan Robreño; su padre es caballero militar; su madre de la primera nobleza de México. Dios lo ayude en su vida.» Así decía el papel que aumentó las dudas y la ansiedad del buen canónigo. ¿Se quedaría la criatura en su casa? ¿Lo daría a criar y educar por su cuenta a personas decentes? ¿Qué haría con él, pues parecía que Dios se lo había enviado?

Después de sufrir mucho se decidió a no cargar con el huérfano.

—El público y mis amigos, y mis hijas de confesión y mis oyentes en las iglesias, me toleran como una excentricidad el que tenga animales y los perros coman en mi mesa; pero si ven hoy un niño criándose en mi casa y mañana otro, no dirán nada bueno y tendrán razón. Dios no manda eso.

Tranquilo con esta resolución platicó de nuevo con Nastasita, persuadiéndola de que debía entregar al huérfano a la casa de Niños Expósitos, y aunque no era recién nacido, él se interesaría para que lo recibieran. La viejecita le rogó por todos los santos del cielo que le dejase la criatura, asegurándole que ella y las atoleras lo cuidarían mejor que en la cuna. El canónigo concluyó por transigir y le asignó una limosna de ocho pesos cada mes.

XII. El esclavo blanco

El cielo vio abierto la viejecita trapera con el arreglo que hizo el canónigo. ¡Qué poco se necesita para la felicidad de ciertas personas! Desde el momento en que Nastasita se encontró al niño, cambió su vida; tuvo ya una ocupación, un objeto, un cariño que hiciera latir un poco su arrugado corazón, y recordaba con tristeza y hasta con horror los once años que estuvo metida en la negra covacha, esperando que los inquilinos entrasen después de acabado el Teatro Principal, para abrirles la puerta, y el resto del tiempo ociosa, triste, sola, crujida con el frío y la humedad del agujero donde tenía que estar metida por sólo mal comer.

Los ocho pesos del canónigo constituían un tesoro inagotable y la instalación en la atolería no fue difícil ni costosa. Con retazos de brin y unos mecates se hicieron dos hamacas, que se fijaron en las paredes de los rincones con unas gruesas alcayatas. Como lujo, un par de petates nuevos de Xochimilco, y dos frazadas ordinarias del Portal de las Flores. Con esto Nastasita y la india chichihua estaban como en un palacio. Una cuerda al alcance de las molenderas, ponía en movimiento las improvisadas cunas cuando las criaturas lloraban; pero la mayor parte de las veces no les hacían caso, y concluían por callarse, porque los hijos de los pobres y los huérfanos expósitos tienen el instinto del sufrimiento desde que nacen, así como los hijos de los grandes, de los ricos y de los reyes tienen el de causar molestias a todo el mundo. ¿Qué juguetes más finos y costosos había de comprar la pobre trapera para divertir al que llamaba ya su hijo? Apenas podía traerle de vez en cuando, de la velería, soldaditos de barro de a ocho por tlaco que chupaba, embarrándose manos y cara con la pintura, ganando no pocas veces un cólico que lo ponía a las orillas de la muerte, pero en la atolería estaba también la botica y todo lo curaban con el maíz, cataplasmas de masa en el vientre para el empacho, friegas con agua caliente del nixtamal para la calentura y jarros de agua de cabellitos como tisana y la aplicación de chorros del pezón negro de la nodriza por la boca, ojos, orejas y narices que lo sofocaban y le hacían volver el estómago, que eran el verdadero contraveneno, y la criatura marchita y caída como la flor a la que han estrujado y quebrado el tallo, a los dos días estaba sana y chillando tan fuerte que los vecinos no había semana que no reclamaran y amenazaran a las de la accesoria; y luego el bon Dieu tiene sus juguetes para los niños pobres, se sonríe con ellos, y esto basta para que estén contentos. La sonrisa del niño tiene algo que no es de esta triste vida; y a cierta edad, y cuando aparece lo que se llama razón, cesa y es reemplazada por la forzada risa de las cosas graves y serias de este mundo. Las arañas, incansables en el trabajo y que aprovechan las más insignificantes oportunidades, no tardaron en urdir su tela y formar un verdadero pabellón en la maraña de mecates con que aseguraron y formaron el mecanismo y movimiento de la cuna de las dos criaturas. A ciertas horas, las arañas comenzaban su tarea para reparar los desperfectos que había causado el aire, o cualquier accidente del día anterior, y así que afirmaban y reponían perfectamente sus hilos, se dedicaban a la caza de moscas, lo que allí no era nada difícil, y después a divertirse y divertir a las criaturas que eran como sus amigas y compañeras. Tejían su cuerda fuerte, se descolgaban por ella hasta cerca de la cara de los niños; apenas éstos movían sus manecitas para cogerlas, cuando remontaban rápidamente hasta su nido y allí, meneando sus ojillos salientes y como prendidas en la punta de un hilo, observaban la atolería. Si había muchos marchantes, ruido y tráfago que las pusiese en peligro, se encogían, se reducían a una bolita imperceptible y se ocultaban en lo más negro y espeso de las telarañas. En cuanto se establecía la calma, pasaba una mosca cerca o se paraba en la tela, de un salto prodigioso caían sobre ella, la apretaban con sus antenas el cuello, la amarraban con dobles hilos en menos de un segundo las alas, y dejándola prisionera para chuparle la sangre a su hora de almorzar, volvían a formar su cuerda y a descolgarse a la cara y a las manos de los chicos, aventurándose en ocasiones a parárseles por la frente sin pretender su sangre, pues eran menos supersticiosas que la bruja Matiana. Este juego se repetía y los dos muchachos, cuando no dormían, estaban callados y entretenidos. Nastasita atribuía esto al apacible carácter de su hijo adoptivo y no sabía que era uno de los juguetes que Dios regala a los niños pobres que viven en las miserables chozas. A ella le había dado también un pedacito de felicidad antes de llegar a la puerta oscura de la otra vida.

Día por día el humo del brasero criaba más hollín y ponía más negras las paredes; las arañas, incansables, no cesaban de urdir sus telas y formar pabellones no sólo sobre las cunas, sino por todas partes, y de aprisionar moscas, y bajo este aspecto eran una policía benéfica, pues disminuían las innumerables que volaban al derredor de las bateas y de los metates y descansaban confiadas en las enmarañadas cabelleras de las molenderas; las vigas del techo, calcinadas, daban traquidos amenazando desplomarse, y de las hendeduras del pavimento podrido se escapaban vapores mefíticos. En las noches se apagaba el carbón, se cerraba la accesoria y arrimaban los metates y los comales a un lado, y después de una frugal cena compuesta de una gorda untada de chile colorado y picante, y un tecomate de pulque, se acostaban en los petates, en sus rincones, la dueña de la atolería, la nodriza y la vieja Nastasita. En la estación del calor, por dos boquetes perforados en lo alto de las puertas, entraba, dizque a refrescar esta habitación cargada de miasmas deletéreos, el aire emponzoñado del inmundo caño del callejón. En los altos vivían los opulentos marqueses de Guardiola.

Y sin embargo de estos elementos contrarios a la vida, la viejecita se había repuesto, las atoleras gruesas y fuertes, los muchachos rollizos y sanos. O el clima de México es el mejor del mundo, y parece que es la verdad, o los habitantes de la atolería, se habían connaturalizado con la venenosa atmósfera que respiraban.

Así fue creciendo Juan Robreño (pues el canónigo había referido a la trapera parte del contenido del papel encontrado en el relicario), duro, tosco, resistente; una vez se quemó una mano en el comal; muchas veces cayó, ya en el umbral de la puerta, ya en una viga hundida; la cabeza con chichones, el cuerpo con morados y rozaduras, las narices y la boca con sangre y los labios partidos. El cuidado de la viejecita no era bastante; ella tenía sus quehaceres, como, por ejemplo, asistir al muladar, entregar su ceniza y fierros viejos, aparecerse por la casa del canónigo a cobrar la limosna, y pasear a veces con la perra Comodina, a quien quería también mucho, aventurándose con ella algunas ocasiones a los praditos de Belén. La india nodriza le daba su buena leche, y en lo demás no le hacía caso. Si se caía, lo dejaba en el suelo gritando de dolor, y ella seguía moliendo o tortillando. Ya más grande, con su calzoncito y su camisa de manta mugrosa, se le veía en la puerta de la atolería o junto al caño; algunos marchantes brutos solían darle un puntapié para quitarlo de la entrada donde estorbaba. El muchacho, mitad en español y mitad en azteca, les decía mil insolencias y les echaba agua del caño. Las criadas, por el contrario, solían darle un chavacano o un puñito de moras o capulines; entonces las acompañaba a la casa, llevándoles la canasta del recaudo o el manojo de velas.

A los diez años Juan sabía el azteca o náhoa tal como lo había aprendido de las atoleras, y el español como lo había oído a los cargadores de la esquina y a los borrachos de la pulquería vecina, que frecuentaba con motivo de comprar el licor para el consumo de la casa. Nastasita no sólo había decaído por los años transcurridos, sino por los cuidados que le ocasionaba un muchacho ya grande y voluntarioso a quien no podía sujetar ni atinaba a educar, puesto que ella misma ignoraba todo y no sabía más que rezar y oír misa. El canónigo no había dejado en ese largo transcurso de dar la mesada, y cuando solía ver en el patio a la trapera, le preguntaba por el huérfano y le instaba para que lo pusiese en una escuela; pero no pasaba a más, porque su delicadeza de conciencia y las muchas atenciones religiosas que tenía, predicando a veces cuatro sermones en un día, no le permitían ocuparse expresamente de él, concluyendo por olvidarlo del todo. Hacía la caridad como podía, y no estaba obligado a más.

La viejecita se resolvió un día a poner a Juan a aprender oficio, y no le costó poco trabajo; pero con ruegos y súplicas y haciéndole patente que no tenía con qué mantenerlo ni vestirlo, que ya era grande y necesitaba trabajar, logró persuadirlo a que se dejase entregar. En el tiempo a que nos referimos, y no sabemos si aún dura esta costumbre, los padres o deudos de los muchachos pobres los colocaban en la casa de un artesano para que les enseñase el oficio, y en cambio quedaban bajo el absoluto dominio del maestro, el que se rehusaba a recibirlos si no se los entregaban. El Estado, con sus fondos o con los especiales consignados a la institución pública, tenía colegios donde se enseñaba latín, lógica, metafísica, leyes, cánones y algunas otras materias tan útiles como esta última, para los que no abrazaban la carrera eclesiástica.

Ninguna enseñanza de idiomas, muy poca de ciencias, hasta que se estableció la escuela de medicina; y en cuanto a oficios mecánicos, no había un solo establecimiento donde pudiese la gente infeliz aprender algo para ganar su vida en la baja esfera en que la había colocado la suerte. Ya veremos, siguiendo un poco los pasos de Juan, cómo pasaban estas cosas y cómo debe tenerse por un verdadero prodigio el que en México, con este sistema negativo, se hubiese encontrado alguien que pudiese labrar un palo o hacer un par de zapatos. Así hemos estado de atrasados en las ciencias, en las artes y en los trabajos mecánicos, hasta que se estableció el sistema de instrucción pública exuberante en la enseñanza superior y mezquino y todavía insuficiente y exiguo en la primaria y en lo que se refiere a los oficios mecánicos, que proporcionan trabajo honesto a los pobres y goces legítimos a los ricos. Habiendo sido necesaria esta digresión, que el lector perdonará, pues no es de lo más propio para una novela, sigamos a nuestros personajes.

La pobre trapera hizo un esfuerzo supremo para comprar un vestido a su protegido. Camisa de manta, chaqueta y pantalón de pana, sombrero tendido de panza de burro. Era un lujo escandaloso; una madre no hubiera hecho más por su hijo.

Un día, repetimos, salieron por fin por esas calles de Dios a buscar un maestro cualquiera. Juan, entre resignado y contento, pues siempre alborota a los muchachos cambiar de posición, y la viejecita sacando fuerzas de flaqueza, arrastrándose más que andando a causa de sus callos y sus años. Eran dos desvalidos entre los más desvalidos de la ciudad; dos desheredados, entre los más desheradados de la tierra. Nadie los conocía, nadie los quería fiar, nadie quería echarse a cuestas un bodoque, una especie de salvaje criado en el lodo y en el polvo de las calles de México. Los pobres exigen no recomendación, pero sí conocimiento, y ya se ha dicho que nadie los conocía. ¿Qué oficio debería aprender Juan? Cualquiera. A él poco le importaba; la viejecita lo que quería era entregarlo, para descargo de su conciencia, para alivio de sus años y de sus fuerzas, ya que no la sostenía. Caminaron tres días de calle en calle; entraron en una zapatería: sobraban aprendices. A una hojalatería: sobraban aprendices. A una carpintería: sobraban aprendices. A una sombrerería: eran extranjeros y tenían aprendices extranjeros. No había salvación posible; todas las puertas estaban cerradas. Al cuarto día, cansada la viejecita y aburrido Juan, acertaron a entrar en una casa de vecindad de la Estampa de Regina, guiados por un rastro de astillas de madera, y se encontraron con que un hombre trabajaba en un torno. Le cantaron la misma canción que habían repetido tantas veces. El artesano ni les contestó, siguió trabajando y con la vista les hizo seña de que se marcharan; pero una mujer que estaba sentada cosiendo en el fondo del cuarto, se levantó y dijo algunas palabras al oído del que trabajaba con pie y manos; entraron ya en conversación, hicieron muchas preguntas a la viejecita, la obligaron a jurar que sólo vería al muchacho una vez por semana, y que jamás lo reclamaría, si no era pagando los gastos que hubiesen hecho para mantenerlo; en una palabra: un contrato de esclavitud, sobre el cual la Federación, la libertad, las logias yorkinas, el caritativo canónigo, el arzobispo y los doctores de la Universidad cerraron los ojos, continuaron cerrándolos muchos años, y los cierran todavía los ministros, diputados y senadores, como los cerró entonces, no sin que sus párpados se humedecieran, la desvalida trapera. Y quedó entregado, completamente entregado, es decir, esclavo blanco del ciudadano Evaristo el Tornero, el hijo de Mariana, el nieto del muy noble y poderoso señor don Diego Melchor, Gaspar y Baltasar de todos los Santos. Caballero Gran cruz de la Orden de Calatrava, Marqués de las Planas y Conde de San Diego del Sauz.

XIII. Primeras hazañas de Evaristo

De por fuerza tiene el paciente lector que trabar amistad con algunos de nuestros personajes, que no han sido inventados, sino de carne y hueso. Los unos han desaparecido ya de la eterna comedia humana, los otros han envejecido, y el resto, aunque corto, quizá anda por esas calles cubiertas de lodo y de agua en la estación de las lluvias, con su pantalón remangado y su sombrero forrado con un pañuelo de cuadros a falta de paraguas. Los personajes de importancia y calificados de gente decente, los presentaremos al lector, y a los de baja ralea los dejaremos un poco aparte, aunque haciendo conocer sus antecedentes, o al menos, los rasgos más notables de su vida. A esta última categoría pertenece Evaristo el Tornero, a quien fue entregado casi como esclavo el noble hijo del conde del Sauz, salvado de la muerte por la terrible perra Comodina y por la débilísima y desvalida viejecita trapera, acreditada, conocida y apreciada en la importante colonia de la viña.

Evaristo era hijo único de un guarda de la aduana de México, y este guarda, llamado Evaristo Lecuona, era un personaje de importancia, porque cuidaba los caballos del Director de Rentas y lo acompañaba en sus diarios paseos. Cuando el director salía de las garitas y dejaba ir al tranco a su grande caballo colorado por las calzadas, generalmente, solas, Lecuona se acercaba y se entablaba una conversación familiar entre los dos, y por este medio sabía el director la conducta de todos los individuos del Resguardo y aun la de muchos de los empleados. Por los respetos del director, un carpintero y tornero al mismo tiempo, recibió al muchacho, y aunque fue entregado por su padre como todos los aprendices es necesario que lo sean, no fue sino con ciertas condiciones que impuso su padre, que lo llevó personalmente.

—Que mi hijo aprenda oficio y que sepa ganar su vida, eso sí —dijo al maestro—; pero al que le toque el pelo de la ropa le parto la cabeza con este sable.

Y en efecto, sacó con estrépito media hoja del pesado sable guarnecido de plata que siempre cargaba, y el maestro, sin atreverse a hablar una palabra, recibió al joven Evaristo. Era vivo y listo, pero maleta, y en poco tiempo, descomponiendo y quebrando los instrumentos, aprendió a acepillar bien una tabla, a escoplar una moldura a hacer un remiendo a las puertas viejas y otros menudos quehaceres que lo conducían rápidamente al ascenso a medio oficial; pero su intento y su especial capacidad lo inclinaron a la tornería y a la escultura. Con el más impropio instrumento hacía un pájaro, un perrito, un muñequito de madera; sacaba de un zoquete de madera una flor, una hoja, un capricho cualquiera. Su maestro se aprovechó de esta disposición natural, lo dedicó a tallador y sacó muy buen partido dedicándolo a la confección de cómodas y de sillas de salón; pero así y todo, el muchacho le hacía tantos daños de todo género en la casa, que no compensaban con las utilidades; pero jamás se atrevió ni aun a regañarlo, porque Lecuona, que de vez en cuando daba sus vueltas por la carpintería, no dejaba de repetir que al primero que se atreviese siquiera a mirar a su hijo, le partía de medio a medio la cabeza.

Un día, el menos pensado, un golpe de sangre al volver del paseo con el Director de Aduana, acabó al robusto Lecuona; y Dios, con todo y su gran sable, se lo llevó a la gloria, y así lo debemos creer, pues no hay noticia en los archivos de la aduana de que, no obstante sus continuas amenazas y el estar muy sobre sí con el valimiento del alto funcionario, Lecuona hubiese llegado a partir con su sable cabeza ninguna.

Morir Lecuona y ser puesto el hijo de patitas en la calle, todo fue uno; aunque como exactitud histórica debemos advertir que el maestro tornero no echó al muchacho sino cuando el padre estuvo bien enterrado, temiendo sin duda que, si no le había caído la tierra y la losa encima, hubiese podido cumplirle el ofrecimiento, que tantas veces le había hecho, de partirle la cabeza.

El joven Evaristo no lloró a su padre; quizá no tenía todavía la edad y la reflexión bastante; por el contrario, tuvo una especie de gustillo al encontrarse libre, dueño de un buen caballo ensillado y enfrenado, de un par de pistolas, de alguna ropa usada y de poco más de cien pesos que encontró en el fondo de un baúl, como fruto en largos años de economía de su padre. El director quiso proteger al hijo de su guarda favorito, y se lo llevó a su casa en clase de muchacho útil para hacer los mandados; pero no duró un mes, pues los chismes y travesuras con las criadas le concitaron la enemistad de la vieja cocinera, y un día hubo en la despensa, donde encontraron a Evaristo bebiéndose el vino de su nuevo amo, una de todos los diablos. La vieja se fue a escobazos encima de Evaristo; la recamarera, que tenía algo más que simpatías por el mozuelo, lo defendió, azotando las espaldas de la cocinera con una sarta de chorizos de Toluca; el criado antiguo se aprovechó tomando la defensa del honor de la casa, para aplastar un queso fresco en la cara de la doncella y llevarse los demás; los dos gatos de la casa se sacaron entre tanto el asado que estaba ya dispuesto y el perro ladraba a todo el grupo. Al ruido y vociferaciones salió el director con un tomo de leyes en la mano y sus anteojos en la otra. Todos corrieron asustados y dieron poco después explicaciones al amo; pero Evaristo había desaparecido, y cuantas diligencias se hicieron para encontrarlo fueron inútiles.

Fuese a refugiar a la casa de otro guarda ya muy viejo, amigo de su padre, que tenía una especie de mesón con alquiler de caballos, fonda y billar, por el rumbo del Rastro. La vida se presentó a Evaristo risueña como nunca, y pasó sus diecinueve años como ni príncipe ni duque los han pasado mejor. Unos días en los canales de la Viga y Santa Anita, remando ya en canoas, ya en chalupas; otros, en el juego de pelota de San Camilo; los domingos, en su caballo alquilado en las carreras de la Coyuya; en las tardes, en las vinaterías, menudeando vasos de mistela y chinguirito con los pillastres y matanceros del barrio; en la noche en el billar, jugando a los palos hasta de a un peso la tregua de cien rayas. Un día era un pleito con un carnicero, y se ponían bombos a trompones; otra noche era una de palos con los tacos en la sala del billar; sin contar las tardes que, en unión de dos o tres, salían a darse de pedradas en la plazuela de San Pablo, por quítame allá esas pajas, con algunos contrincantes. Siempre tenía un brazo envuelto en un pañuelo colorado, o un ojo morado, o cojeaba a causa de una pedrada en la taba. Sin ser borracho, se iba inclinando a la bebida, y cuatro veces había estado en la cárcel por riña y escándalo. En todas ocasiones no dejaba de hacer malos conocimientos con ladronzuelos y gente perdida de otros barrios, que por robos rateros, borracheras y pleitos entran y salen a la Acordada como si fuese su casa o un mesón ya conocido. Cuando caía en la cárcel, sentenciado a uno o dos meses por el gobernador, los ratos que no jugaba a la baraja los dedicaba a labrar con un trozo de madera cualquiera que se proporcionaba y un mal cortaplumas, una figurita tan acabada, tan característica, que no dejaba de llamar la atención de sus mismos compañeros de prisión, y con esto adquiría cierto respeto y consideración. La figurita iba a dar a la mujer o a la querida del alcaide y a veces a la familia del mismo gobernador, lo que le valía el salir realmente cuando la gana se le daba, sin cumplir su condena. Ocho o diez días duraba la enmienda; pasado ese tiempo, o antes, volvía a su vida alegre. Así acabó con las chaquetas de paño y las calzoneras con botones de plata que le dejó el difunto Lecuona; siguió con la silla de montar, con las armas de agua, con todo, y no hay que decir, que los cien pesos habían ya volado. El dueño del mesón murió, y el nuevo dueño lo primero que hizo fue echar a los inquilinos, comenzando por Evaristo, porque eran maletas como él y, sobre todo, llevaban años de no pagar un peso de alquiler.

Evaristo se vio lo que se llama en medio de la calle, con lo encapillado y un buen jorongo de Saltillo. Por primera vez, después de tres o cuatro años, pensó que era necesario trabajar para vivir. Dios, como dicen las viejecitas, le tocó el corazón y se retiró a San Ángel en compañía de una muchacha que se dejó robar, sobrina de la figonera del mesón.

El descanso que le dejaba esta luna de miel, de la cual no había tenido noticia ni el cura ni el curato, los dedicaba a labrar figuras de madera, y se habilitó para su improvisado matrimonio y para comprar algunos instrumentos, empeñando su jorongo en casa de los gachupines del Colegio de las Niñas. El material que usaba era la madera de naranjo y de capulín, y nada le costaba, porque a las pocas semanas de residencia conocía a palmos las huertas, sabía el punto más accesible de las tapias, y de noche, armado de un puñal-cuchillo y de una sierra bien untada de sebo, se introducía aquí y allá y cortaba los mejores trozos; y como dicen que comiendo viene el apetito, más adelante, aparte de la madera que necesitaba, se sacaba los mejores perones y las peras gamboas más grandes y maduras. De acuerdo con los jardineros unas veces, y otras por su propia cuenta, hacía sus expediciones nocturnas seguido y en compañía de su muchacha, que le guardaba las espaldas y recibía la fruta por la parte de las cercas que daban a la calle. No dejó de correr peligro, pues a veces las balas de los veladores pasaron muy cerca de su cabeza; pero en definitiva no le resultaban sino algunos raspones en las manos y rodillas al subir y bajar por las agudas piedras de las tapias.

El pueblo se hacía cruces, pues se componía de jardineros y antiguos vecinos, todos conocidos y hombres de bien. Evaristo, en una palabra, era el coco, el azote de los propietarios, y Pepe Villar y Zea, cuando personalmente iba a la huerta a escoger las mejores peras para obsequiar a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, encontraba los árboles mondados y sólo con unas cuantas peras verdes, por lo que se volvía a sus sillones de cuero, con el dolor de estómago de la cólera, a tomar magnesia y agua de anís. Mudaban de jardinero, y lo mismo. Evaristo no descansaba. Los domingos se le veía en el Portal de Mercaderes, en las calles de Plateros y en las Cadenas de la Catedral con multitud de reglas y cuchillos de cortar papel de varias dimensiones, tinteros, devanadores, trompos, cucharas, bandejitas, palitos y otra diversidad de objetos de maderas olorosas, labrados con tal primor que podrían llamarse obras de arte; y en efecto, muchos fueron comprados para el Museo. A cierta distancia iba detrás de Evaristo una muchacha de no malos bigotes, vestida con aseo, y si no precisamente de china, dejando ver un pie bien calzado y al andar un par de apetitosas pantorrillas. En la cabeza unas veces, y otra en los brazos, llevaba una canasta con una limpia servilleta y unas cuantas docenas de peras, perones e higos cuya sola vista despertaba el apetito de los aficionados a los alimentos azucarados con que se nutrió nuestra buena y curiosa madre Eva antes de salir del Paraíso. Además, la frutera quizá era más sabrosa que sus peras y sus higos. Antes de las doce había vendido su fruta a precios locos. Los viejos cristianos que salían de la misa de once del altar del Perdón, mientras más golpes de pecho se habían dado más les gustaba la fruta y la muchacha, que ya eran sus conocidos y sus marchantes; le llamaban Chata la frutera, porque tenía unas naricillas remangadas que le hacían mucha gracia, le pagaban lo que pedía, y le preguntaban en voz baja y cuando no pasaba gente.

—¿Adónde vives?

—Muy lejos.

—Pero ¿dónde?

—Hasta Coyoacán.

—¿Te podré hablar?

—Se enoja mi marido.

Al nombre terrible de marido, el enamorado comprador extendía su pañuelo paliacate donde la Chata iba colocando cuidadosamente las peras, y se retiraba, contentándose con echarle tiernas miradas y volver dos o tres veces la cabeza como quien espera a algún conocido. La chata frutera quería bien a Evaristo y no pensaba serle infiel, pero tenía demasiado arte para sacar partido de sus labios frescos, de sus remangadas narices y de su pie bien calzado, que procuraba enseñar a sus marchantes al atar por las cuatro puntas el pañuelo en que llevaban la fruta para obsequiar a la hora de la comida a su ya vieja esposa. Evaristo y la muchacha se juntaban a la una en punto en el Portal de las Flores, hacían la cuenta de lo que habían vendido, que a veces subía a ocho y diez pesos, se iban a almorzar a una fonda de la Alcaicería, y a la tardecita tomaban el rumbo de la garita del Niño Perdido y, poco a poco, chanceando, platicando, cortando varitas en el camino y comiendo tejocotes silvestres, llegaban a su casita de San Ángel y dormían como unos bienaventurados. Así duró algunos años esta existencia hasta cierto punto quieta y tranquila durante el día, pero un poco agitada y peligrosa en las noches. Una de tantas en que Evaristo se introdujo en la huerta de Villar, el jardinero, que era nuevo, quería acreditarse y tiraba de balazos apenas se movía la hoja del árbol, acertó a herirlo en una pierna cuando, montado en la tapia, descendía a la calle con un buen trozo de naranjo. A pesar del dolor no dio ni un quejido y tuvo la entereza de descender sin abandonar su pedazo de madera y, ayudado por Casilda, que se nos había olvidado decir que así se llamaba la muchacha, que lo aguardaba al pie de la cerca, pudo llegar a su casa, situada a larga distancia, en un bosquecillo a las orillas del río.

La herida no fue grave. Cataplasmas de malvas y yerbas frescas de la misma puerta de la casa, bastaron para que en dos semanas cicatrizara, pues la bala no penetró. Este lance hizo a Evaristo más cauto, y como ya el matrimonio naturalista con el producto de sus ventas dominicales tenía ahorrados un par de cientos de pesos, resolvió entrar en la buena vida. Por otra parte, el invierno, si invierno hay en San Ángel, estaba ya próximo y los árboles frutales no ofrecían grandes tentaciones.

Evaristo, obligado a guardar petate y no cama, que jamás la habían tenido y el menaje de su cuarto era de lo más primitivo, pues se componía de un baúl, unas sillas viejas y una mesa de trabajo, tuvo necesidad de entregarse a serias meditaciones y de ellas resultó que emprendiese una obra capital, una verdadera joya artística. Una almohadilla de mosaico de madera.

Hombre de bien a carta cabal, como se dice vulgarmente, Evaristo no pensó más en los asaltos nocturnos de las huertas para proveerse de material, sino que recorrió las carpinterías y compró trozos pequeños de caoba, de ébano, de zapote, de bálsamo, de nogal, de palo gateado, de lo más exquisito, en fin, que produce México, tan rico en maderas de ebanistería; escogió en las ferreterías de los chatos Flores los útiles que consideró más adecuados, pero que estaban muy lejos de ser los necesarios para el trabajo que iba a emprender. Satisfecho y contento llegó a su casa, abrazó con una cierta efusión de ternura a Casilda y desde que amaneció el siguiente día comenzó con furor la obra. Ésta consistía, de pronto, en cortar y labrar con la regularidad posible cuadros, óvalos, rombos, trapecios y círculos tan pequeños, que algunos eran microscópicos. No se trataba de ciento, ni de mil, sino de millares de cada color de madera para reunir el material necesario para su mosaico. Increíble parece que pueda persona humana concebir una obra semejante de paciencia como la que sería necesaria a poco más o menos para contar las piedrecillas de un río. Evaristo la emprendió y esto demostraba un fondo de carácter no común. Con un tesón de maniático trabajaba todo el día, sin más interrupción que las horas de comer y uno que otro rato en que, para demostrar a Casilda su amor, le daba unas cuantas cachetadas, hasta ponerle rojos los carrillos, y tantos pellizcos y apretones, que siempre tenía los brazos y las piernas salpicadas de las manchas moradas que dejaban los dedos en las carnes de su querida cuando, como es general en nuestros léperos, las acarician de esa manera un poco más que naturalista. Casilda no dejaba sin contestación estas ternezas y se enfadaban, reían, se cruzaban palabras que no podemos escribir, pero concluían por quedar en paz, y Evaristo, agachado delante de su mesa de palo blanco, continuaba labrando, labrando siempre cuadritos y cocoles y echándolos en unos pocillos según el color de la madera.

Pasaban días, semanas y meses, y Evaristo labraba, labraba siempre, y su vida era la misma, sin más interrupción que algunos viajes a México para proveerse de algo que le hacía falta. Entre tanto, las economías iban consumiéndose en las necesidades diarias, y en el fondo del baúl de madera, que era el guardarropa del matrimonio, no había sino una poca morralla que no llegaba a diez pesos, pero los pocillos estaban al llenarse de sus incansables cuadritos, que le bailaban aun en sueños al extraño artista de San Ángel. Casilda, alarmada, se oponía ya a la continuación de la obra, quería tirar al río los pocillos y aconsejaba a Evaristo que volviera a su antigua vida, que les producía un semanario seguro, tanto más que ese año los árboles de las huertas estaban lozanos y cargados de fruta; pero Evaristo, firme, proseguía sus trabajos. Cuando creyó tener la suficiente cantidad de mosaico, emprendió ya la formación de la almohadilla. El esqueleto era de cedro oloroso, y las molduras de ébano, de granadillo y de naranjo. En ese armazón comenzó con la fe, con la pasión, con el arte de toda su alma con que sin duda cincelaba Benvenuto Cellini, a dibujar materialemente paisajes, chozas, árboles, figuras de animales; cuantos caprichos le ocurrían, acomodando para la luz, para las sombras, para el relieve, para la óptica, los colores de las maderas con tal acierto, que cuando pasaba el dedo mojado con saliva sobre el mosaico, parecía una pintura hecha por un hábil paisajista. Un año y un mes duró con este trabajo. Las últimas pesetas lisas que Casilda y Evaristo tenían en el fondo del baúl se gastaron en un raso encarnado para el forro de la almohadilla. Ese día no había ya qué comer y se contentaron con unas tortillas duras, algunas manzanas verdes y un jarro de la cristalina agua del río; se dieron algunos pellizcos amorosos y durmieron felices una siesta bajo la sombra de los árboles de su ignorado y solitario bosquecillo.

XIV. Aventuras de una almohadilla

Al despertar Casilda y Evaristo del sabroso sueño, alegres y como rejuvenecidos con el aire fresco y sano de la tarde que declinaba, se les vino simultáneamente uno de aquellos pensamientos realistas que vienen siempre a enternecer y a interrumpir las vanas ilusiones con que se engaña diariamente la gente que vive en este mundo. Tenían hambre. ¿Qué cenarían esa noche? Nada, o cualquier pedazo de tortilla o de pan que pedirían en alguna de las casas de la vecindad; y a fe que no les faltaban amistades en el pueblo, especialmente desde que, habiendo cesado los robos de manzanas y peras, se desvanecieron las sospechas que no habían dejado de pesar sobre ellos en la época de sus excursiones nocturnas. Lo esencial de la cuestión era ¿cómo vivirían mientras se vendía la almohadilla? Entraron en el cuarto, registraron con la vista el suelo, las paredes, el techo, los rincones: nada. Cuatro petates que uno sobre otro les servían de cama; una sábana sucia y ya rompiéndose; las sillas de tule desfondadas; una mesita de palo blanco; el brasero, con unos cuantos trastos de barro y, en la pared, estampas y dibujos de donde había tomado idea Evaristo para sus mosaicos; lo de valor había sido empeñado o vendido durante el año que duró el trabajo babilónico de Evaristo. ¿Qué hacer? Cada cual se sentó en un rincón y clavó la cabeza sobre sus rodillas dobladas y sujetas entre sus manos. Las sombras fueron invadiendo el cuarto; las mariposas nocturnas, entrando y saliendo; algún murciélago siniestro, desprendido del techo donde se había estado colgado y adormecido, batía sus alas; el viento que traía el olor de los floripondios a bocanadas, jugaba entre los cabellos sueltos de Casilda y refrescaba un poco la frente de Evaristo. No tenían vela, ni un grano de maíz para molerlo, ni un pan, aunque fuese duro, para entretener su estómago; pero nada de esto les importaba, sino el porvenir. Cualquier cosa para una o dos semanas les bastaría. Pasaron dos, tres, quizá cuatro horas, en el más completo silencio. De repente Casilda interrumpió esa larga monotonía.

—¿Dónde está el sable de tu padre?

Evaristo comprendió la importancia de esta pregunta. La única prenda que no había sido vendida ni empeñada era el terrible sable de Lecuona. Por olvido, por quién sabe qué cosa, por una especie de superstición quizá, Evaristo no había empeñado el sable, y en esos momentos supremos cualquier cantidad que le prestaran por él los sacaba del conflicto; después, ya verían.

—Sabes, Casilda —le contestó Evaristo— que debe estar en el jacal de junto, allí lo dejé yo escondido entre el zacate; y fue adrede, pues no quería ni acordarme de él para no venderlo; lo buscaremos, ven.

—Pero no tenemos vela —contestó Casilda levantándose al mismo tiempo que lo hacía Evaristo.

—Creo que detrás de la puerta debe haber algún cabito y algunos fósforos de palito.

—Es verdad, voy a buscar.

Casilda, a tientas, comenzó a buscar, y después de un cuarto de hora concluyó por encontrarse una verdadera mechita, pegada en un barrote de la puerta y en el brasero la cajita de cartón con dos o tres palitos de fósforos. Encendieron y se dirigieron al jacal que estaba lleno de zacate, de varejones, de ramaje, de palos viejos y de algunas plantas e instrumentos de jardinería pertenecientes al propietario que les había arrendado la casa. Con un ansia febril comenzó Evaristo a remover aquellos estorbos, echándolos fuera precipitadamente, mientras Casilda en una mano y pegada a un pedazo de tejamanil, tenía la vacilante luz y con la otra la tapaba para que no se apagase con el viento. Evaristo tiraba palas, barretas y maderas, sacaba las ramas a brazadas; nada, el sable no parecía.

—¡Si se lo habrán robado! —exclamó Evaristo desconsolado dejando caer los brazos.

—Tantas manzanas y peras hemos robado nosotros, que no sería nada extraño. Castigo de Dios —contestó Casilda—. Pero busca, busca.

Y Evaristo, animado, continuó su trabajo.

—El cabito se acaba —dijo Casilda— date prisa.

Y Evaristo se fatigaba y el sable no estaba en el rincón donde se acordaba haberlo puesto.

La mecha dio los últimos destellos y se apagó; los dos amantes, desanimados, se dirigieron lentamente a sus rincones a esperar la luz del día para continuar buscando el último resto de la herencia paterna, de la cual esperaban su salvación.

Evaristo ayudado de Casilda y ya con más calma emprendió metódicamente el despejo del jacal, clasificando y poniendo aparte ramas, instrumentos de agricultura y cosas inútiles, y concluyó por dar con el suspirado sable, que retiró con desconsuelo de casi dentro del lodo, calculando que quizá no habría quien le prestase ni un par de pesos por él; en fin, se dirigieron a la orilla del río para lavarlo, y, cuál no fue su sorpresa y alegría cuando se cercioraron de que el puño y las guarniciones de la vaina de cuero eran de plata maciza y quintada. Los dos saltaron y brincaron de gusto y, aunque en ayunas, se quitaron la ligera ropa que llevaban y se bañaron en las aguas claras del río, que corrían entonces limpias, y no como ahora sucias y envenenadas con los tintes y suciedades de todo género de las famosas fábricas de hilados que el interés privado y el atraso en los estudios económicos han formado la riqueza de algunos en su origen pobres campesinos de la montaña española, privando el erario de México de millones de pesos anualmente y arruinando las frondosas huertas del pueblo de San Ángel.

Sumidos en el agua hasta el cuello, formaron su plan. El día lo pasarían pidiendo fiadas a la Tomasa, propietaria de la casa vecina, un apoyo, las tortillas, el chile, un puño de frijoles y un poco de carbón. El almuerzo, por consiguiente, sería opíparo y no faltaría fruta para el desert. Evaristo se quedaría después desnudo en el cuarto, envuelto en la sábana, mientras Casilda volvería al río para lavar la única camisa que tenía; y así que Evaristo pudiese vestirse, ella se taparía con la misma sábana y lavaría sus enaguas y también su única camisa. La casa estaba, como hemos dicho, medio oculta en un bosquecillo de árboles frutales y los pocos que pasaban eran vecinos de confianza que no importaba mucho que los viesen más o menos desnudos. Bajo este aspecto, en los pueblos las costumbres son menos austeras que en la capital. Todo salió a pedir de boca. Evaristo, aunque en pechos de camisa, pero con su pantalón de paño todavía en buen estado, pudo venir a México y se dirigió a una famosa casa de empeño; allí, después de una hora de disputa y de haber desarmado la espada y pesado la plata, sacó cuarenta pesos líquidos, con un real en cada peso mensual de interés por espacio de cinco meses, y todo esto por mucho favor, porque Evaristo era conocido parroquiano de la casa. Por un sistema de aritmética especial, y disfrazadamente explicado en el billete, al retirar la prenda había de pagar ochenta pesos, es decir, el doble, pero los que tienen necesidad y piden prestado, rara vez dejan de admitir las condiciones del usurero por gravosas que sean. Con parte de ese dinero desempeñó el jorongo, la toquilla de su sombrero, una camisa de él y dos camisas, unas enaguas y un rebozo de Casilda, y contento como si se hubiera sacado la lotería de seis mil pesos, regresó al pueblo con un bulto de ropa y el resto del dinero. ¡Extraña naturaleza humana: no tuvo un solo recuerdo para el difunto Lecuona!

El domingo siguiente, la pareja, muy temprano y después de un buen desayuno con leche, queso de cabra y gorditas de elote, se puso en camino de México para entrar antes de la diez en el Portal de Mercaderes. Casilda estaba guapa, con su pelo bien arreglado, su camisa y enaguas limpias, su rebozo manejado con garbo y bien calzada, pues cuidaba los zapatos más que a las niñas de sus ojos; andaba la mayor parte del tiempo descalza y sólo cuando iba a la parroquia o venía a México salían a lucir los de raso negro, que le marcaban bien su empeine bien hecho y su pie gordo apiñonado. En la cabeza llevaba la mesita blanca muy bien lavada y Evaristo la famosa almohadilla envuelta en dos pañuelos.

El Portal de Mercaderes tiene en México un carácter, un tipo especial que no se encuentra en ninguna otra ciudad del mundo. Es una especie de feria o de exposición que se repite todo el año los domingos y días festivos. Contra las gruesas pilastras que sostienen los arcos hay unas pequeñas tiendas de madera que se llaman alacenas, y que efectivamente tienen esa forma, y en su centro apenas cabe una persona. En el armazón de tablas; hechas de modo que puedan contener la mayor cantidad de objetos posibles, se encuentran muñecos y soldados de barro y de plomo, tambores, arreos militares, aparatos para capilla, porque en esa época los muchachos tenían dos objetos para la mayor edad: el de ser padres o soldados; así, o compraban con su dotación dominical custodias, candelabros, santitos y altares de plomo, si su inclinación era la de ser padre, fraile o clérigo —era igual para ellos—, o espada de madera, vericú y un caballo de badana, con su carrizo si tenían intenciones bélicas. Hoy los horizontes son más amplios y el porvenir más seguro y rápido: folletinista de un periódico, con la condición de insultar a todo el mundo, especialmente al gobierno; después regidores del Ayuntamiento, para embolsarse unos cuantos pesos; a poco andar, diputados; y de la Cámara popular se sale cualquier día a una legación, a una oficialía mayor, a una aduana marítima, ¡quiá! a un Ministerio… ¡De menos nos hizo Dios, y no faltan ejemplos! Pero no salgamos por ahora del Portal.

Cuanto el talento natural, cuanto la habilidad, a veces sorprendente de los que clasificamos generalmente como léperos (que no todos son malos) produce, tanto así se encuentra reunido en el Portal de Mercaderes, además de lo que ordinariamente contienen las alacenas, que por cierto, aunque no es lo más curioso, sí es lo más barato. Además de los chicuelos de la ciudad y sus contornos, pobres y ricos que de por fuerza van al Portal y a las Cadenas, paseo el más seductor a la edad de siete u ocho años y que mis lectores ya viejos es fuerza que recuerden con ternura, toda la gente que desde las diez de la mañana ocurre a oír a la Catedral las misas del altar del Perdón, precisamente da una vuelta por el Portal, y si sus hijos van con él, por mezquino que sea regresa a su casa con las bolsas vacías. Figuras de cera representando chinas, coleadores, indios, fruteros, tocineros, frailes, toreros, indias tortilleras, en fin, todos los tipos nacionales perfectamente acabados, juguetillos de vidrio tan artísticos y delicados como si hubiesen salido de las fábricas de Murano en Venecia; muñecos de trapo de Puebla, que son verdaderos retratos; alhajas de plata u oro y tecomates y bandejitas de Morelia, que parecen de laca japonesa; multitud de curiosidades y objetos de hueso y madera y variedad infinita de muchas otras cosas que llenarían un catálogo. Así como la variada y admirable colección de objetos, ya de gusto, ya de necesidad y de utilidad que se fabrican en Francia, se llaman artículos de París; así, sin que por nada entre la vanidad nacional, se podía también decir artículo del Portal de México, y esto sólo significaría que se trataba de cosas curiosas y raras, porque efectivamente no son artículos de comercio, ni hay fábricas, ni tiendas donde diariamente se vendan; es una industria aislada, que no tiene medallas en las exposiciones ni forma la fortuna de los que a ella se dedican, antes bien, ni para comer dan a los que emplean días, semanas y meses en este ímprobo trabajo, y como tipo y ejemplo presentamos a nuestro Evaristo, y el lector, si tiene la paciencia de continuar la lectura, se convencerá de que, lejos de exagerar, aún estamos distantes de la realidad.

Dadas las diez de la mañana llegaron Casilda y Evaristo a la Calle de Plateros y no sin dificultades penetraron por entre la gente que se apiñaba en la esquina leyendo los carteles de las diversiones públicas e invadieron por bandadas el Portal. Escogieron un sitio entre los vendedores de dulces, de mercería y de botas y zapatos, y colocaron su mesita y encima de ella la almohadilla. Casilda de un lado y Evaristo del otro hacían la guardia de honor a la joya, de cuya venta formaban sus esperanzas. No pasó un cuarto de hora, sin que se presentara un aguilita, y con autorización del ayuntamiento o sin ella, les cobró cuatro pesetas por el piso que ocupaba la mesa, que no sería ni una vara cuadrada. Evaristo regateó obstinadamente, pero no hubo remedio; tuvo que pagar, bajo la amenaza de verse expulsado inmediatamente del Portal.

Cuando el barullo de la gente que salía de misa de once y se precipitaba al Portal se disipó un poco, los paseantes fijaron su atención en la almohadilla; primero uno, después dos. Al cabo de un cuarto de hora, un grupo que impedía la circulación contemplaba y admiraba la almohadilla.

—¡Qué primor! —decía una señora a sus niñas.

—¡Qué habilidad de nuestros léperos! —decía un viejo aplicando su lente al objeto.

—¡Y todo esto a mano, sin máquinas como lo hacen los ingleses! —contestaba otro.

—¡Qué bonita, mamá; cómpramela y verás cómo así aprendo pronto a coser! —interrumpía una muchachuela.

—Calla, calla; ha de pedir un sentido por ella; no piensas en el trabajo que le ha costado, y más que lo habrá hecho con un cortaplumas, como acostumbran estos pobres que no tienen para comprar instrumentos.

Otros viejos, de media edad, viejos y jóvenes, apenas pasaban la vista por la almohadilla y la dirigían de preferencia a Casilda que, en efecto, llamaba la atención.

Evaristo escuchaba contento estos elogios y con razón se envanecía con ellos. Casilda se entretenía en observar la fisonomía de los que rodeaban la mesita, para adivinar si alguno de ellos la compraría, y con la instintiva coquetería de la mujer los animaba con una cierta sonrisa y con miradas que para los maliciosos querían decir mucho; pero las horas pasaban, ninguno tenía trazas de tratar, y los curiosos se renovaban.

Por fin, uno de tantos, y cuando era cerca de la una y Evaristo perdía la esperanza, preguntó a Casilda cuánto valía la almohadilla.

Evaristo se apresuró a responder resueltamente:

—Doscientos pesos.

—¡Uf, uf, uf! Doscientos pesos y en estos tiempos en que el gobierno no paga a los empleados hace ocho meses —exclamaron los concurrentes, como si fuese el coro de la ópera.

—Ni en dos años vendes tu almohadilla —le dijo una dirigiéndose a Casilda.

—Sólo uno de esos agiotistas que chupan la sangre al pueblo puede comprarla; yo la recomendaré mañana en mi periódico —interrumpió otro, vestido con cierta elegancia, y echando una maliciosa mirada a Casilda.

—¿Dónde vives? —(la gente llamada decente en México y los dependientes o cajeros de las tiendas se creen con derecho de tutear a los pobres).

—En San Ángel —contestó Casilda.

—Oh, es lejos, muy lejos; múdate a la ciudad, abre tu carpintería y ponte a trabajar, de modo que te conozca el público; de lo contrario jamás venderás tu almohadilla. Sin embargo, te voy a recomendar para que se rife en palacio y que el Presidente tome algunos números; que vaya tu mujer a verme a la imprenta de la calle de Santa Isabel.

Evaristo no pedía por la obra de tanto trabajo más que lo mismo que había gastado durante el año, ni un peso más, y como si le hubieran echado un jarro de agua fría, cuando oyó todo esto se quedó como un tonto, mirando a todas partes, sin poner cuidado en los ofrecimientos del periodista.

Doscientos pesos ¡qué barbaridad! Ese hombre está loco.

—No hay quien dé hoy doscientos pesos ni por la Virgen del Rosario con todo y sus perlas —dijo otro, y se fue alejando y tras él los demás.

A las dos de la tarde el Portal estaba casi solo, y Evaristo y Casilda, cargando el uno su almohadilla y la otra la mesita, sin decirse una palabra se encaminaron a un bodegón de la Alcaicería.

XV. Juicio al estilo Salomón

Los domingos siguientes, a poco más o menos, se repitió la misma escena, con la diferencia de que tuvo algunas ofertas y que la mayor fue de 25 pesos. El producto del sable de Lecuona iba consumiéndose y llegaba el momento en que volvería al empeño el jorongo, la toquilla, las enaguas y hasta las camisas. Evaristo había ya rebajado el precio a sesenta pesos, y sin embargo no hallaba comprador. Se decidió entonces a correr diariamente las calles, a entrar en las casas y a vender por bien o por mal; y ya se ha reconocido la tendencia de su carácter, con sólo haberse dedicado un año entero a ese trabajo.

Recorría los sitios más concurridos, y en el momento que observaba al que suponía tener dinero, se le acercaba, descubría la almohadilla y hacia que la viesen a fuerza, siguiendo calles enteras a las personas; unas la examinaban, le hacían abrir los secretos y cajoncitos y, después de entretenerlo un gran rato, continuaban su camino, diciéndole: «Está muy bonita, y muy cara sobre todo; no tengo dinero». Otros no le hacían caso; los más lo rechazaban, diciendo entre dientes: «Estos vagos molestan a todo el mundo con pretexto de vender cualquier baratija; el gobernador debía recogerlos y ponerlos de soldados».

Un día, por la mitad de la Calle de Plateros encontró a un caballero vestido con elegancia, bastón de puño de oro y anteojos, caminando con cierto aire acompasado y moviendo la cabeza y examinando una y otra acera con cierto desdén. ¡Quién sabe por qué se le figuró a Evaristo que ese señor debería ser casado y rico, y que le compraría sin duda la almohadilla para hacer un regalo a su mujer!

—Dispense su merced —le dijo Evaristo con respeto— tengo una cosa muy curiosa que enseñarle, y me la va usted a comprar para hacer un regalo a su señora.

—Quita, quita —le contestó el caballero con desdén, apartándolo suavemente con la punta del bastón.

—Nada se pierde en que usted la vea.

Y Evaristo se le atravesó y al mismo tiempo destapó su almohadilla, que siempre traía cuidadosamente envuelta.

—Déjame pasar, déjame pasar; yo nada compro, ni menos esos muebles inútiles: las señoras que tienen dinero jamás cosen ni usan de esos muebles.

—Pero para adornar la recámara —continuó Evaristo, interrumpiéndole siempre el paso y poniéndole casi junto a los ojos la almohadilla.

—¡Bah, bah! Eso quiere remedar mosaico —dijo el caballero arrojando de por fuerza una mirada desdeñosa a la almohadilla—. En Roma hacen eso admirablemente, y de piedra, y en Viena eso también lo hacen muy fácilmente y con máquina; y ustedes, que son unos brutos, gastan no sé cuánto tiempo en hacer una verdadera chambonada apestando a cola, y que apenas sirve para que la rompa una muchacha de la Amiga. ¡Eh! quita y déjame andar.

Evaristo, tenaz y sin hacer caso de los verdaderos insultos que le decía sin razón el caballero, insistió y lo dejó andar; pero continuó a su lado diciéndole:

—Ésta no es chambonada, como usted cree; está muy bien hecha y no apesta a cola; véala y se convencerá de que no soy de esos artesanos que salen a la calle a engañar a las personas decentes; ofrezca usted algo, se me acaba ya el dinero, y no tendré ni para comer, ni para trabajar… Ofrézcame usted algo, y le largo la almohadilla; estoy aburrido.

—¡Eh, vete, ya me has molestado mucho! —repuso el caballero deteniéndose un poco—; si quieres, y sólo por quitárteme de encima, si quieres un par de pesos lleva esa cháchara a la calle de…

—¡Un par de pesos! —repitió en voz alta Evaristo, lleno de rabia—. ¡Un par de pesos!… ¡Todavía me quedan en la bolsa cuatro para pechar a usted y a los rotos sus compañeros que andan por la Calle de Plateros! Cómaselos de veneno, si no le hacen falta.

Evaristo habría sufrido todo, hasta los golpes, con tal de vender su mercancía; pero que despreciaran así la obra de su paciencia, de su inteligencia; que lo maltrataran y le dijeran bruto y artesano inútil y chambón, que por un año mortal de trabajo le ofreciesen un par de pesos, no lo pudo tolerar, y se alejaba gruñendo desvergüenzas cuando el caballero, furioso, lo alcanzó:

—¡Bruto, bribón, lépero, insolente, que con pretexto de vender baratijas vienes a injuriar a las gentes y tal vez a robarlas! ¡A la cárcel, a la cárcel!

Y al decir estas últimas palabras brincó sobre Evaristo, que se alejaba no queriendo comprometer el lance, y lo sujetó por el cuello de la camisa.

—Suélteme usted, suélteme usted, o le va mal.

—¡A la cárcel, bribón; a la cárcel! —y lo sujetaba más fuerte.

—Suélteme usted; suélteme.

El caballero apretaba más.

Evaristo no pudo ya contenerse, y de un empujón echó a rodar a la acera al elegante aristócrata, y por un lado rodó el sombrero y por el otro el bastón y los anteojos.

Evaristo, sin pasar a más, pero sin correr, pues no había cometido un delito sino obrado en propia defensa, se alejaba lentamente.

El caballero, más furioso, decía entre dientes:

—Si no se castiga fuertemente a estos léperos insolentes, un día nos van a comer vivos.

Y recogiendo con prisa sus anteojos y su sombrero, corrió con el bastón enarbolado, y alcanzando a Evaristo, que ya pensaba que había terminado la escena, comenzó a descargar sobre sus espaldas una lluvia de bastonazos.

Casilda, que seguía de lejos a su amante, sin darse cuenta de lo que pasaba, corrió hacia donde estaba el grupo, y lo primero que le ocurrió fue tirar de los faldones de la levita al caballero para alejarlo.

—Déjame, déjame, Casilda, con él, y toma la almohadilla, no vaya a romperse.

Evaristo, vuelto de su sorpresa, se quitaba como podía con el brazo los bastonazos y con el otro sujetaba fuertemente su alhaja querida, pues consideraba en aquellos mismos instantes de conflicto, de dolor, que si se hacía pedazos perdía el fruto de un año de paciencia.

Casilda tiró un pedazo del faldón de la levita que se le había quedado en la mano y tomó la almohadilla que le tendió Evaristo.

Entre tanto, el caballero, enfurecido y rabioso, menudeaba los bastonazos que recibía Evaristo en los hombros y en la cabeza.

—Corre y vete a la casa —le dijo Evaristo— porque si te quedas te llevarán conmigo a la cárcel.

Casilda comprendió perfectamente y se alejó.

Evaristo de un salto se puso fuera del alcance de los bastonazos del furioso caballero, y corrió, al parecer, pero fue para buscar piedras en medio de la calle. No dilató en encontrar una, y volvió sobre el caballero con el brazo ya armado y levantado.

—¡Al asesino, al asesino, que me matan, auxilio! —gritaba el desolado caballero y vacilaba y hacía zigzags, e iba y volvía.

Evaristo, a cierta distancia, con el ala del sombrero levantada y el brazo ya listo, le apuntaba a la cabeza para dispararle una gruesa matatena y dejarlo en el sitio. Un minuto, dos minutos duró esta verdadera agonía; por fin, el miedo hizo correr al caballero, y Evaristo descargó su matatena, que partió zumbando como una bala.

Era su fuerte de Evaristo y su escuela había sido la plazuela de San Pablo.

Un segundo de diferencia habría bastado. El caballero se metió en un zaguán al mismo tiempo que la piedra se estrellaba contra la mocheta, a la altura de la cabeza de su enemigo.

La gente parece que había brotado del suelo. En momentos fue un tumulto; los unos rodeando a Evaristo, que buscaba otra piedra; los otros entrando al zaguán para ver si había sido matado el caballero. En esto vinieron dos aguilitas del rumbo del Portal, desde donde quizá habían notado que algo pasaba, y no tuvieron trabajo para encontrar al delincuente, pues él mismo se presentó y les dijo:

—Uno de esos rotos… que andan por aquí me ha pegado porque quería venderle una almohadilla; le he dado una pedrada y tal vez lo he matado. Aquí estoy: de ustedes me dejo llevar a la cárcel; de él no.

Uno de los policías entró con dificultad al zaguán y dio con el caballero, que pálido como un muerto, tomaba unos tragos de agua con que le había brindado la portera para que no le hiciera daño el susto.

Los dos aguilitas trataron de hacer las primeras averiguaciones entre los espectadores.

—Sí, yo lo vi —decía una cocinera que tenía en la mano una canasta llena de legumbres—; fue el de la levita el primero que le pegó. ¡Qué injusticia! Porque es pobre darle así de palos como si fuera un burro de los indios; no hay más que verle la cara.

En efecto, por la cara de Evaristo corrían hilos de sangre de las heridas que le habían ocasionado los bastonazos.

—Estos rotos —interrumpió un mercillero que cargaba una papelera con su tapa de vidrio llena de botones, de alfileres y de baratijas— tienen la costumbre de tratarnos como perros, y con éste se la sacó, porque no se dejó, e hizo bien; yo lo vi, y la señora de la canasta dice la verdad.

—Imparcialmente le impondré a usted de lo que presencié —dijo un viejecito que tenía trazas de ser portero de una oficina—; yo me refugié en un zaguán, luego que observé que se trataba de pedradas; pero oí toda la conversación, porque venía detrás del artesano y del caballero. Es verdad que el artesano fue pesado ¡pero que había de hacer el pobre! quería vender y nada más, y no por eso estuvo autorizado el otro, porque tenía levita, a romperle el bastón en las costillas.

Entraron los dos en el mismo zaguán donde aún estaba el descolorido caballero, y allí el viejecito, encargando la reserva al aguilita y dándole una falsa dirección de su casa para que no lo encontraran si lo citaban como testigo, le refirió minuciosamente lo que había ocurrido.

La reunión se iba disipando y los aguilitas conferenciaron entre sí y determinaron llevar a la cárcel a los dos contendientes.

—Eso ni pensarlo ¿ni cómo tiene usted valor de proponérmelo siquiera? —le dijo con imperio al aguilita el caballero, repuesto un tanto de la emoción—. Soy una persona decente y nunca vamos donde va la canalla. Le daré a usted un apunte de mi casa y mi nombre, y yo me veré con el juez y el gobernador; no haya cuidado, pues tengo mucho empeño en que pongan las peras a veinticuatro a este pillo, que nada faltó para que me dejase muerto de la terrible pedrada. Registre usted la mocheta de la puerta, que está hecha pedazos. ¡Calcule usted cómo me habría hecho la cabeza!

El aguilita, que sabía bien que a los de frac y de levita a no ser por asuntos políticos nunca se les lleva a la cárcel, no insistió y se contentó con retener en la memoria el nombre y las señas de la casa y recoger el bastón que, astillado y casi en pedazos estaba en el suelo, y hecho esto se encaminaron seguidos de alguna gente con Evaristo, dejando al otro en libertad, rumbo a la Diputación o a la Cárcel de Corte, como le llamaban entonces.

Al organizarse la comitiva, Evaristo echó una mirada mortal al de la levita.

—Le he de beber la sangre a ese roto —dijo entre dientes.

Y el de la levita le correspondió y murmuró a su vez con enojo:

—Se ha de secar en la cárcel mientras yo viva.

Evaristo durmió esa y la siguiente noche en la Cárcel de Corte, en un separo o cuarto donde estuvo solo mediante un peso que regaló al alcaide, y muy de mañana ya estaba Casilda con el desayuno, que sin dificultad se le dejó entrar, pues lejos de haber muertos o heridos de por medio, él era el visiblemente lastimado. En la noche fue presentado ante el gobernador para la calificación.

A eso de las siete Evaristo fue sacado de la cárcel y, con la custodia de dos soldados de la guardia, llevado en unión de diez o quince más acusados de embriaguez, riña y robo.

Le llegó su turno.

—Ya éste ¿por qué lo traen? —preguntó con tono brusco el gobernador a un personaje chiquitín y regordito que fungía como jefe de la policía secreta.

—Por riña y pedradas en la Calle de Plateros —respondió el chiquitín, e iba a continuar, pero el gobernador le interrumpió.

—Sí, si, ya estoy impuesto de todo. Que espere, y entre tanto vayan a buscar a don Carloto, que ya me vino a calentar la cabeza con eso y me ha contado quién sabe cuántas cosas.

Evaristo fue consignado a un rincón de la sala, un aguilita corrió a llamar a don Carloto, que precisamente en esos momentos subía las escaleras y entró precedido del policía, con el sombrero puesto y sin saludar a nadie.

El gobernador, que firmaba diversas comunicaciones, alzó la cabeza y dijo con un tono brusco:

—¡Buenas noches! Sería bueno que los que entran aquí se quitaran el sombrero, pues ni llueve ni hace sol en el despacho del gobernador.

Don Carloto, con visible cólera, se quitó el sombrero y buscó una silla en qué sentarse. El gobernador ocupó larga media hora en firmar. Todos en silencio. Quedaban en el salón los dos aguilitas que presenciaron el pleito en la Calle de Plateros y aprehendieron a los reos, el jefe de la policía secreta, el secretario del gobernador, Evaristo y don Carloto.

—¿Qué antecedentes tiene este hombre? —dijo el gobernador, tirando la pluma con que firmaba, dirigiéndose al jefe de la policía secreta y sin saludar ni fijar la atención en don Carloto, que se puso en pie y se acercó a la mesa, y lo mismo hizo Evaristo.

—Ha entrado cinco veces a la cárcel.

—Pájaro en mano tenemos. Ya le ajustaremos la cuenta.

—Es que, señor gobernador, yo… —comenzó a decir Evaristo.

—No hablo con usted; ya le tocará su vez —interrumpió el gobernador.

Este malvado me ha querido matar.

—Tampoco hablo con usted —volvió a interrumpir el gobernador dirigiendo una mirada a don Carloto, el cual se mordió los labios.

—Vamos, responda usted breve, que tengo mucho que hacer todavía —continuó el gobernador dirigiéndose al jefe de la policía—; ¿por qué delitos ha entrado este hombre a la cárcel? Por robo de seguro —continuó el gobernador— ratero primero, así son todos, después robos mayores en las casas, y al fin el camino real, Río Frío, ésa es su vida; el monte de Río Frío lo tienen como su propia casa. Si el Gobierno me diera las facultades que le he pedido, antes de dos meses habría colgado en los árboles por racimos a los habitantes de Río Frío; pero ¡quiá! nada, y si nos dejamos, un día me roban aquí mismo mi reloj… y a propósito —continuó sacando el reloj— son las ocho y media; tengo que estar en Palacio… ¡Conque vamos, responda usted breve como le he dicho! ¿Por qué ha entrado este hombre a la cárcel? ¿Por robo, no es verdad?

—No, señor gobernador, por robo no, ni un tlaco ha robado este muchacho. Ha entrado por riñas, porque parece que es medio valentón. Véale usted la cara.

—¡Ah! Eso ya es otra cosa —dijo el gobernador mirando la fisonomía resuelta y juvenil de Evaristo—. Di ¿por qué tiraste una pedrada al señor que está ahí?

—Le vendía una almohadilla en que trabajé un año entero… los pobres… y el señor entonces…

—Sí, ya estoy impuesto, ya me han dicho de esa almohadilla.

—La tendrá mi mujer, que está en el portal —dijo tímidamente Evaristo— la encargué esta mañana que la trajese.

—Que suba esa mujer —dijo el gobernador.

Uno de los aguilitas salió inmediatamente, de dos saltos bajó la escalera y a poco subió acompañado de Casilda, la que en efecto traía la almohadilla cuidadosamente envuelta. El aguilita la desenvolvió y la entregó al gobernador, el cual la tomó en sus manos, la volteó por un lado y por otro, abrió los secretos y cajoncitos curiosísimos y afiligranados y, finalmente, la puso en la mesa sin decir una palabra.

—Digan ustedes cómo pasaron las cosas —ordenó a los dos aguilitas.

Uno de ellos, sin duda el más despierto y letrado, refirió brevemente y con exactitud lo que el lector sabe ya.

—¿Dónde está el bastón?

—Aquí —dijo el jefe de la policía tomándolo de un rincón y presentándolo al gobernador.

—¿Reconoce usted este bastón, señor don Carloto?

—Es el mío, señor gobernador —contestó con una voz un poco gruesa y afectada don Carloto.

—¿Reconoce usted que está casi destrozado?

—Sí, señor gobernador.

—Basta, ha confesado usted delante de todas las personas lo que yo quería. ¿Con qué autoridad ha roto usted este bastón en las costillas y en la cabeza de este hombre?

—Me quería matar…

—No dice usted la verdad. Él ha levantado las piedras después que usted sí lo pudo haber matado. Vea usted esas señales.

En efecto, Evaristo tenía en la frente cardenales morados y costras de sangre cerca de los ojos.

—¿Y si lo ha dejado usted tuerto? —continuó el gobernador.

—Es que estas gentes insolentes, no ven que nosotros…

—Es que —le interrumpió el gobernador— ustedes porque tienen levita y frac, porque se figuran nobles del tiempo de los virreyes y tienen un carruaje que acaso lo deben a los carroceros, se figuran que pueden hacerse justicia por su mano y esto no ha de ser mientras yo sea gobernador, señor don Carloto; a todos los he de tratar iguales, como dice la ley. Alguna vez ha de ser cierta la verdadera libertad.

—Es que la libertad y la política…

—No hablemos aquí de política —le interrumpió el gobernador—. Va ya a sonar la media, tengo que irme y dejar esto concluido. ¿Cómo se llama usted y qué oficio tiene? —preguntó el gobernador.

—Me llamo Evaristo y soy tornero de oficio.

—Bien… bien… Silencio, nada tiene que hablar.

El jefe de la policía, don Carloto y los dos aguilitas querían sin duda decir algo, pero todos callaron.

—Queda usted sentenciado, señor don Carloto, a exhibir dentro de tres días doscientos pesos de multa, y cuando entre el dinero a la tesorería se le devolverá su bastón.

—Pero es posible, señor gobernador… —dijo don Carloto indignado— ésa es… una…

—Y si acaba usted la palabra pagará otros doscientos por irrespetuoso, y cuidado con alzar la voz. Si no está usted conforme, quéjese a quien quiera. De los doscientos pesos, ciento se entregarán a la casa de Niños Expósitos, que bien pobre está, y cien a este hombre para que se cure de sus heridas.

—¡Pero señor gobernador! —volvió a decir don Carloto.

—Toma tu almohadilla. Está lo que puede llamarse preciosa, y el trabajo de un año no merecía una paliza y además dos días de cárcel. Quedas en libertad.

El gobernador tomó su sombrero y su bastón y salía ya de la sala. Casilda se acercó, quiso arrodillarse y besarle las manos.

—Nada de farsas, váyanse… ¡Ah! se me olvidaba. ¿Conoces bien a don Carloto, no es verdad? —dijo el gobernador.

—Sí, señor.

—Ya lo creo, jamás olvidarás la paliza que te dio, conozco a ustedes. ¿Prometes no meterte ya con el señor Carloto, en cualquier tiempo que lo encuentres, ya solo o acompañado?

—La verdad, señor gobernador —contestó Evaristo, llevando las manos a sus heridas— yo…

—¡Canalla! —gritó el gobernador— después de lo que he hecho contigo. A la cárcel, lleven a este hombre a la cárcel y que se pudra allí —y a ese mismo tiempo abría la puerta para salir.

—Cabal —dijo don Carloto— daría mil pesos.

—¡Pero el amor de Dios, señor gobernador! —exclamó Casilda asustada y deteniendo al gobernador—. Evaristo, Evaristo, haz lo que dice el señor gobernador.

—Señor, no por la cárcel ni por nada, que yo no me asusto, por usted, por lo que ha hecho conmigo, prometo ¡y sabe Dios que lo cumpliré! no meterme con el señor ni vengarme.

—Está usted salvado, don Carloto, y me lo debe usted a mí. Este hombre no le tocará el pelo de la ropa. Conozco a esta gente; pero le costará a usted algo más. Si el señor no manda mañana trescientos pesos, no se entregará su bastón y se mandará al juez de lo criminal por el cargo de heridas graves.

El gobernador, seguido de su secretario y de los aguilitas bajó como un rayo las escaleras de la Diputación. Don Carloto quedó estupefacto e inmóvil, y Evaristo y Casilda, cargando la almohadilla, bajaron abrazados tiernamente, se dirigieron a la escalera y un beso resonante sacó de su estupor al infortunado noble y orgulloso don Carloto, que a su vez descendió lentamente, murmurando entre dientes:

—¡Qué bonito modo de administrar justicia! ¡Qué país es éste! Los yanquis, los ingleses, los franceses los demonios mismos son preferibles al gobierno de estos sansculottes. Poco durarán ya, la revolución está encima y entonces yo le ajustaré las cuentas a este gobernador.

XVI. Casilda

La gran fortuna de Evaristo fue que le tocase ser juzgado por un gobernador de ideas liberales; de otra suerte se habría, en efecto, podrido en la cárcel, como se lo había sentenciado el noble don Carloto.

Llegaron a la garita antes de que se cerrase; a riesgo de ser robados y asesinados se aventuraron a atravesar, en medio de una noche oscurísima, la larga calzada de San Ángel, y a poco después los dos estaban ya tranquilos, contando y comentando las aventuras en su retirada casita.

Casilda, activa y diligente, se encargó de los negocios, y su buena y alegre habitación y el aseo de su persona, no común, desgraciadamente, en gentes de su clase, le facilitaban lo que a Evaristo mismo hubiese sido muy difícil. Recogió de la tesorería del Ayuntamiento los cien pesos, desempeñó la ropa y compró para ella y para Evaristo algunos nuevos trastes, instrumentos, cristal, sillas, un colchón y quién sabe cuántas baratijas más, y volvió todavía con bastantes pesos.

Ociosidad, holganza, alegría, paseos a la montaña y a los tianguis de Coyoacán y Mixcoac. Así pasaron días, hasta que el tesoro se agotó, las necesidades comenzaron de nuevo y, por cuarta o quinta vez, fueron sucesivamente las prendas a la casa de los empeñeros.

¡Qué gentes las del pueblo de México! Así pasan la vida. La cuestión del ahorro y de la economía, que es la cuestión capital de los franceses y de los suizos, les es enteramente desconocida.

Vacilando entre si volverían a merodear por las noches en las huertas y a labrar chucherías de madera, o a continuar la venta de la almohadilla, que tan pronto era un talismán que les traía la dicha como la desgracia, se decidieron por esto último, y comenzaron de nuevo las exhibiciones en el Portal de Mercaderes, sin más éxito que reunir al derredor curiosos y muchachos que, cuando se descuidaban, tentaban la alhaja y le hacían rayitas y daño con las uñas.

Un día, mientras que Casilda con su mesita en la cabeza se adelantaba camino de San Ángel, Evaristo dio vueltas por una calle y otra en varias casas, y se retiraba desanimado, cuando acertó a entrar al patio de un gran edificio de la Calle de Don Juan Manuel, cuya puerta estaba abierta de par en par. El viejo portero, gruñendo, salió con ánimo de echarlo: pero al decirle algo fuerte, observó la almohadilla y trabó una conversación amistosa. El viejo, sin querer, lo impuso de quiénes vivían en la casa, de la hora a que se levantaban y de cuanto le importaba y no le importaba saber al vendedor.

—Ni que dudarlo —le dijo Evaristo, después de haber oído la relación— la niña de la casa me tiene que comprar la almohadilla. Es condesa y tiene mucho dinero; si la ve, no puede quedarse sin ella. Si la vendo en más de cien pesos, veinte son para usted, amigo.

En esto estaban cuando desde el corredor, y por entre los barandales de fierro y los macetones del Japón, asomó la cara de una muchacha animada con unos ojillos color de aceituna, y una vocecilla de tiple se escuchó:

—¿Quién es, qué quiere ese hombre, con quién está platicando?

—¿Ah, eres tú, Gertrudis? Dile a mi ama la condesita que este hombre trae una cosa muy bonita que es menester que vea; que si permite qué suba.

—¿Qué es eso? ¿Con quién hablas, Tules? ¿Qué dice el portero? —preguntó Mariana entreabriendo la vidriera de su récamara.

—¡Qué escándalo en esta casa, señor Dios! ¿Qué pasa? —preguntó Agustina, que precipitadamente desembocó por el pasadizo que conducía a la azotehuela.

—Nada, nada —contestó Tules con calma— es un hombre que trae una cosa bonita que quiere enseñar a mi ama.

—Que suba, que suba al momento —dijo Mariana.

Y cuando Evaristo, sin saber en ese momento por qué subía de dos en dos la majestuosa escalera, ya las tres personas que parecían curiosas o asustadas lo esperaban en el portón.

Mariana lo introdujo a su recámara, se sentó en un sillón y, rodeada de sus criadas, comenzó a examinar con la minuciosidad y cuidado de una mujer la maravillosa almohadilla.

—¡Qué primor, qué delicadeza, qué perrito tan natural y qué bien imitadas las pinturas con los colores de la madera; y los cajoncitos, y este secreto, que nadie adivinaría!…

Vaya, jamás habían visto obra igual; no podían creer que fuese de pedacitos de madera.

Fue una verdadera ovación para Evaristo, que lo puso hinchado como una lechuga; pero al oír tales elogios, no quitaba la vista a Tules. Mariana, con la inquebrantable voluntad que desplegaba cuando tenía empeño en cualquier cosa, declaró que quería quedarse con ese primor; Agustina opuso algunas dificultades, pero condescendió al fin.

Al debatir el precio, Evaristo refirió su año de dedicación y de paciencia infinita para labrar los miles de trocitos, las hambres y miserias que había pasado y su pleito en la Calle de Plateros con el señor rico, y enseñó las cicatrices que aún conservaba en la frente, y cómo había sido puesto en libertad por el gobernador; pero en toda esta relación no mentó ni de chanza a la pobre Casilda, que tanto había sufrido también y tanto le había ayudado.

Mariana, Agustina y Tules se enternecieron, y Evaristo concluyó por recibir doscientos pesos nuevos del cuño español.

Al retirarse, Agustina le dijo:

Vaya, maestro (porque en México se les llaman maestros al albañil, al carpintero, a cualquier artesano, no siendo muchacho aprendiz), se irá usted muy contento; ya su mujer de usted y sus hijitos tendrán un desahogo por algunos meses mientras usted trabaja.

—Señora, yo no soy casado ni tengo hijos.

—¡Bendito sea Dios! —dijo Tules irreflexivamente, y se puso muy colorada.

Agustina quizá iba a regañarla, pero Mariana dijo:

—A esta almohadilla le faltan carretes y devanadores y aguja de jareta y dedal, y…

Evaristo no quitaba los ojos de Tules.

—¿Lo oye usted, maestro? Le faltan muchas cosas.

Evaristo volvió en sí, y poniéndose también colorado, respondió a Mariana:

—Yo podré hacer lo que falta, y quedaría muy bonito de marfil.

—Cabal, de marfil —dijo Mariana—. Mira Agustina, saca ese niño Dios, que está en mi cómoda y tiene quebradas las piernas y se lo daremos al maestro para que labre lo que falta.

Agustina, sin hacer observación, volvió a poco con una primorosa escultura de marfil, quizá obra florentina de la época de Cellini y que un anticuario habría pagado a peso de oro.

Evaristo se echó al niño al bolsillo y haciendo mil reverencias, prometió volver pronto y bajó contentísimo la escalera, dedicando a Tules una última y expresiva mirada.

Sin mucho devanarse la cabeza, el lector ha podido reconocer que estas escenas pasaban en el Palacio del señor Conde del Sauz, que cuando andaba en sus expediciones, dejaba el gobierno absoluto de la casa a doña Agustina, con las más severas órdenes; pero apenas había salido de la garita, cuando Mariana mandaba abrir las puertas, entrar y salir vendedores de fruta y de chácharas; hacía, en una palabra, su santa voluntad, y ni Agustina, ni los criados que la querían mucho a la vez que odiaban al conde, podían resistirla. Agustina, que sabía ordenar el gasto y ahorraba cuanto podía, siempre tenía dos o tres talegas de pesos guardadas en un arca de cedro con tres llaves, y no pocas veces ocurrió el mismo conde a su ama de llaves en solicitud de algunas onzas de oro para satisfacer una deuda de juego; así pudo pagar a Evaristo y podía contentar otros caprichos de Mariana. Al fin ella era la condesita, la hija única, la heredera. En conciencia, Agustina creía que obraba bien.

Como vamos presentando sucesivamente al lector familias enteras de personajes que sabe Dios (pues nosotros mismos no lo sabemos) el paradero que tendrán, fuerza es que digamos dos palabras acerca de Gertrudis, que por abreviatura y cariño le decían Tulitas cuando era niña y Tules cuando fue mayor. Era hija de una antigua criada de la condesa, que la llevó a su lado cuando se casó, y era también ahijada de Agustina. Murió la madre y Agustina, como madrina, por obligación como dicen, la recogió y quedó formando parte de la servidumbre. Era realmente hija de la casa. El conde no se había fijado en ella, pero Mariana sí, porque con dos o tres años de diferencia, simpatizaban por la edad y la había dedicado a su inmediato servicio. La verdad es que los criados de esas casas grandes, de las que hoy apenas se encuentran vestigios, salvo el carácter ceremonioso y en ocasiones duro y brutal como el del conde del Sauz, pasaban una vida tranquila y hasta regalada.

Pero volvamos a nuestro artesano.

Después de la venta de su almohadilla regresó al pueblo; pero, como quien dice, ya otro hombre. Los elogios de Mariana, los ojos de Tules y los doscientos pesos le trastornaron completamente la cabeza.

Antes de tomar el camino de la garita, se detuvo en la esquina del Portal en la alacena de libros de don Antonio de la Torre, a quien conocía, y al que cuando estaba arrancado le vendía por casi nada sus chucherías de madera. Contóle su buena fortuna y le dio a guardar 150 pesos. Llegado a San Ángel, ocultó lo que había pasado, contando a Casilda que un inglés de la Calle de Capuchinas le había comprado la almohadilla y encargádole labrase los avíos con el niño viejo y quebrado de marfil. Casilda se lamentó amargamente, pero creyó el cuento, y por de pronto las cosas terminaron así.

Evaristo nunca había ensayado el trabajo en marfil, pero lo juzgó análogo al que hacía en madera, y provisto de los útiles que creyó más aplicables, comenzó la obra con más tesón que la de la almohadilla, y antes de cuatro semanas había ya convertido el grueso estómago del Niño Dios en curiosos devanadores, en dedales y en agujas de jareta y se presentaba ufano en el palacio de la Calle de Don Juan Manuel, donde encontró el acceso fácil, mediante los veinte pesos que religiosamente le había dado al viejo portero. En todo el tiempo de su trabajo, ni una caricia, ni una sola mirada para la pobre Casilda, que en su buena fe de mujer quiso atribuirlo únicamente a la preocupación de Evaristo para dar gusto al inglés y adquirir más dinero; ¡no era mal inglés el que se le había atravesado! A las horas de comer Evaristo más bien devoraba que comía. En las noches, al acostarse, se envolvía en su sábana y ponía la cara contra la pared. Cuando miraba a Casilda a hurtadillas, era más bien con una especie de ceño o de rabia, como si fuese su mortal enemiga. La verdad era que la comenzaba a aborrecer y le estorbaba. Le venía a veces la idea de convidarla a bañarse en el río y ahogarla, procurando la manera de que apareciese el suceso como una desgracia imprevista; pero desechaba este pensamiento, porque, en definitiva, no podía compaginar bien su plan y tenía miedo a la cárcel.

Por supuesto, en la Calle de Don Juan Manuel fue perfectamente recibido. Mariana, Agustina, la cocinera, las demás criadas, el portero, Tules, sobre todo, con un candor que le era genuino, elogió hasta más no poder los objetos de marfil, que relativamente a los medios de que el artesano podía disponer estaban curiosos y nada más.

En esa vez Evaristo se retiró con unos veinte pesos que le mandó dar Mariana; pero con la firme intención de casarse con Tules.

En todo el camino pensó la manera de deshacerse de Casilda, y lo que primero le vino a las mientes para lograrlo, fue lo que nuestros hombres del pueblo llaman aburrirla. Son las dos maneras de tratar a las mujeres que, aunque con distintas formas, usan también los ricos, los bien educados y los nobles: quererla y aburrirla. Cuando uno de nuestros leperitos dice a quererla, es completo. En la calle van abrazados, en la casa no se separan, y rebozos, zapatos, pulque, almuerzos, pellizcos de cariño, el jarabe, el aforrado y el malcriado en las canoas de Santa Anita y a gastar con ella hasta el último medio del jornal. Cuando se trata de aburrirlas es otra cosa: pleito por la comida; pleito por un cabo de vela; por la camisa, que no está bien planchada; y una cachetada un día y una patada en la cintura otro, y además mantenidos, porque el jornal lo gastan en la calle y exigen los alimentos como si diesen dinero para comprarlos. Entre tanto Evaristo ponía sus cinco sentidos en aburrir a Casilda, el Conde del Sauz llegó de las haciendas, y un día que Agustina le daba cuenta minuciosa, aunque no muy verídica, de lo que había pasado en la casa, le habló de la almohadilla, y de lo honrado y hábil que era el artesano, y por último y con miedo, de los devanadores y chucherías que habían salido de la barriga del niño Dios de marfil.

Esto fue lo que cayó en gracia al conde y, contra su costumbre, sonrió con una buena fe y contento, pues de habitud su sonrisa era maliciosa y colérica.

—¡Qué ocurrencia! —dijo al ama de llaves—. Me alegro mucho que en esto haya venido a parar ese fenómeno, que me daba dolor de estómago sólo de verlo cuando lo solía sacar la difunta condesa, que decía era una escultura de mucho mérito hecha en Flandes o no sé dónde. Bien, todo está bien, dame algunas onzas de oro que tendrás, como siempre, encerradas bajo de siete llaves.

Echó una mirada desdeñosa a la almohadilla y a los devanadores, y señalando la puerta a Agustina le repitió:

—El oro, el oro, que tengo que salir pronto de casa.

En asuntos de dinero así se manejaba el conde. El padre de Juan Robreño enviaba dinero o ganados; el escribiente los realizaba, llevando su cuenta en un libro forrado de badana encarnada; el conde pedía y gastaba por su lado y Agustina hacía los gastos de la casa y guardaba las economías en la grande caja de cedro.

La buena acogida hasta donde permitía el carácter del conde, hecha a la almohadilla, hizo nacer una idea en la cabeza de Agustina, poco lógica al parecer, y fue la de casar a Tules con el hábil y honrado artesano, que no era mal parecido y de edad proporcionada para su futura. Las mujeres de cierta edad, y particularmente educadas a la antigua, son lo que se llama casamenteras. En la primera ocasión que Evaristo se presentó, y lo hacía con cualquier pretexto frecuentemente, Agustina lo llamó aparte.

—Evaristo —le dijo— diga lo que se le debe por las obras que ha hecho en la casa, y no vuelva más, porque así es menester y así lo manda Dios.

—Pero señora ¿qué he hecho para esto, más que dar gusto al pensamiento a usted y a la señora condesita? He compuesto la mesa de la cocina, la cómoda del señor conde, y el escaparate del corredor y nada he cobrado ni dado motivo…

—No se trata de eso, y por eso le digo que haga la cuenta para pagársela, sino de que Tules está como se dice, perdiendo con los demás criados y aún con el portero, que soltó el otro día una palabra que no me gustó. Ya he platicado de esto al padre Fray Jerónimo, mi confesor, y me dice que si usted no trata de casarse con ella, no debe volver a poner un pie; y si la niña condesa tiene alguna cosa que mandarle hacer, en el patio o en el cuarto del portero nos entenderemos.

Evaristo, que creía que iba a ser expulsado por orden del conde, a quien sólo había visto una vez con una cara de vinagre, vio el cielo abierto. Le brindaron con lo que precisamente quería; pero no había tenido valor para decir una sola palabra y más bien revolvía en su cabeza pensamientos violentos como de hacer bajar con engaños a Tules, robársela y después pedir perdón por medio de una carta; pero en fin, a nada se decidía, hasta que la invencible casamentera de Agustina lo sacó de su indecisión.

—La verdad, señora —contestó Evaristo, tomando las manos de la ama de llaves y queriendo besárselas— es que desde el primer día que mi buena estrella me trajo a esta casa y vi a doña Tules, la que quise mucho, y desde entonces he estado trabajando para juntar algún dinerito, y con lo que ustedes me favorecen, ya tengo algo, pero no me atrevía…

—Ya lo había conocido. ¿Cree usted que a mi edad se me podían escapar estas cosas? ¿Está usted resuelto a casarse?

—Sí, señora.

—Tules es sola, no tiene ni padre, ni hermanos, ni ningún otro pariente. Es mi ahijada y aquí está como hija de la casa, nada le falta, yo creo que ella está inclinada a usted y se casará en el momento que yo se lo diga. Con que ¿cuándo?

Evaristo se quedó reflexionando un rato, y después respondió resueltamente:

—Dentro de tres semanas.

Fue el plazo que creyó suficiente para acabar de aburrir a Casilda.

—Me conviene —dijo el ama de llaves— y yo aprovecharé este tiempo para preparar a Tules a fin de que se confiese y comulgue, y para pedir la licencia al señor conde, sin la cual no habrá nada de casamiento; pero yo me encargo de estas cosas. Véngase usted por acá dentro de diez días, haga usted méritos, junte su dinero y prepárese para vivir cristianamente con su mujer, pues ya sabe que es necesario que haga usted su examen de conciencia, que ha de ser trabajoso, y se confiese y nos traiga la cédula.

Evaristo prometió cuanto quiso Agustina, que fue larga en sus exigencias, y se retiró, no a examinar su conciencia, sino discurriendo el modo de deshacerse de Casilda. No pensó, porque no le convenía, ni echarla al río, ni en ahorcarla cuando estuviese descuidada durmiendo en la noche, sino que ella misma lo abandonase.

¡Qué vida pasó Casilda durante dos semanas! Difícil sería referir las escenas diarias y nocturnas de esta ya mal avenida pareja. Evaristo quería que con una peseta diaria se desayunaran, comieran y almorzaran. Era imposible, pero la muchacha, mientras Evaristo estaba en la ciudad, pues ni trabajaba ni entraba a la casa sino al anochecer, por evitar cuestiones empeñaba su ropa y presentaba buena comida: pero antes de los diez días del plazo en que debía volver a la casa de Don Juan Manuel, ya Casilda no tenía más que lo encapillado.

Una noche la cena se componía de chicharrones medio duros en una agua tibia teñida con un chile ancho, pues ya no había carbón, ni manteca ni nada. La sal misma la había pedido Casilda a una vecina.

—¿No hay otra cosa que cenar? —dijo Evaristo con cólera.

—¡Pero qué quieres que haya! Hace tres días que me diste la última peseta, y ya no tengo ni qué empeñar. Aquí donde me ves —le contestó Casilda también colérica y con razón no he comido en la semana más que tortillas, por guardarte a ti lo poco que se puede hacer; eres un malagradecido y voy perdiendo la paciencia. Come eso y si no…

—Pues esto te lo comes tú y…

Evaristo tomó con las dos manos la cazuela de mole aguado y lanzó su contenido a la cara de Casilda.

—Eres un soez malcriado y toda tu generación —gritó Casilda llevándose las manos a los ojos.

A esto contestó Evaristo con una puñada en las narices de Casilda, y dos chorros de sangre mezclada con el caldo del guisado corrieron por las mejillas de la muchacha.

—Así pagas, canalla, lo que yo he hecho por ti —le gritó Casilda frenética, y cogiendo la cazuela ya vacía la tiró a la cabeza del forajido. Éste, ciego y frenético, buscó un arma, un palo o cualquier cosa para matar a su querida, y encontró un grueso garrote de encino que, a guisa de bastón usaba cuando regresaba tarde de México, y ya lo levantaba sobre la cabeza de la muchacha, que lanzó un grito doloroso de terror; pero reflexionó en el acto que no era su idea matarla, porque en ese caso era hombre perdido, buscó convulsivamente otra cosa, acertó a encontrar un otate delgado y descargó golpe tras golpe en las espaldas de la desventurada, con más furia que lo había hecho sobre las suyas el aristocrático caballero de la Calle de Plateros. Casilda quiso defenderse, y con boca, uñas y manos hirió a su agresor; daba gritos y pedía socorro, pero ¿quién la había de oír? Evaristo, más fuerte, naturalmente, logró tirarla al suelo.

—¿Si la habré matado? —dijo, volviendo repentinamente en sí—, Casilda, Casilda —continuó tirando el otate ya hecho trizas, y tratando de levantarla.

Casilda estaba como muerta. Evaristo se sentó en una silla y con los ojos muy abiertos, espantados, miraba aquella figura sangrienta y pálida, casi desnuda, pues en la lucha había perdido pedazos de su camisa y enaguas.

—Perdido, perdido sin remedio —dijo en voz baja— ni casamiento, ni que volver ya a poner los pies en la casa. Perdí a Tules para siempre.

Media hora después Casilda se movió, se sentó, miró a todos lados; finalmente se puso en pie, y silenciosa e imponente se dirigió a donde estaba Evaristo y le dijo:

—Eres un malvado, un asesino, un cobarde. Has de morir en la horca. Acábame de matar si eres hombre.

Evaristo, aterrorizado, bajó los ojos.

Casilda ya no le dijo más. Se lavó la cara con agua clara para quitarse la sangre, cambió su ropa por otra ya vieja y remendada, única que existía en su baúl, meses antes lleno y bien provisto, y en medio de la noche fría de diciembre, pocos días antes de los regocijos y fiestas de la Nochebuena, abandonó para siempre, bañada en llanto, el río donde corrían las aguas cristalinas, el bosquecillo donde cantaban los pájaros, el jardín donde crecían las rosas de Castilla, la sencilla pero tranquilizadora habitación donde en las noches de verano entraban zumbando las bellas de noche y se desprendían del techo los siniestros murciélagos.

XVII. Casamiento de Evaristo

Apenas había salido Casilda del umbral de la puerta cuando Evaristo se levantó de la silla. Su primer ímpetu fue detenerla y reconciliarse con ella; pero se detuvo y vio con una especie de terror y de sentimiento alejarse aquella mujer que andaba lentamente, como empujada con esfuerzo por el viento delgado y frío de la noche. Al fin Casilda había sido su primera querida, lo había acompañado en los días de infortunio, lo había amado a su manera, sin palabras dulces ni frases mentirosas que no sabía decir ni le permitían su educación y poca cultura; pero en los hechos, económica, fiel, sirviéndole de todo al pensamiento, había sido en la extensión de la palabra lo que se llamaba una buena compañera.

¡Despedirla así, con groseros ultrajes, con una paliza como se la da un carnicero bruto al perro que le roba un hueso! Esto no era justo, no era bueno. Evaristo, bien a su pesar, tuvo que reconocerlo en los pocos momentos que permaneció como una estatua apoyado en el marco de la puerta; pero brevemente se operó la reacción. La carita alegre y simpática de Tules, con su armador blanco, su pelo negro bien peinado, y sus enaguas muy almidonadas y limpias, se le presentaron delante de la sombra que se alejaba y que se confundió a poco entre la oscuridad de la noche, entre la espesura de los árboles y los murmullos del río que corría tranquilo, sin preocuparse de la dolorosa e inicua escena que había pasado cerca de sus orillas.

La ambición entraba por mucho en el ánimo del tornero. Suponía que, casado con Tules, tendría la protección de Agustina y quizá del conde mismo, que no lo miraba ya tan mal desde que resanó el marco de su escudo de armas y las molduras flamencas de un mueble antiguo, y alguna ocasión se dejó decir que sería necesario enviarlo a las haciendas, donde había multitud de cosas que reparar en las habitaciones.

Con estas ideas, echó, como quien dice, tierra a su conciencia, cerró la puerta, apagó la luz y se acostó en su frío y solitario colchón, diciendo:

—Casilda ya no volverá; mejor al fin logré aburrirla y en un tris estuvo que no la matara o la volviera a llamar.

Volvióse del otro lado, se acomodó en los pliegues de su jorongo y a poco roncaba sin que pesadillas ni remordimientos turbasen el sueño de este réprobo.

Al día siguiente se levantó, se fue a desayunar al Cabrío; a sus vecinos, en la tienda y en la barbería donde se fue a afeitar, dijo que su mujer (pues Casilda pasaba por tal) se había adelantado, y que él iba también a establecerse a México donde tenía muchas obras de tornería que le habían encomendado. Así nadie supo lo del escándalo, que era lo que deseaba.

Presentóse en la casa de don Juan Manuel, y sus deseos se realizaron más allá de lo que él mismo suponía.

El conde del Sauz dio su consentimiento, con la condición de que una vez casado con Tules, fuese a las haciendas a trabajar en las obras que se necesitasen. Las diligencias matrimoniales se hicieron brevemente. Evaristo se casó con Tules, la que quedó como depositada en la misma casa hasta que, habiendo dispuesto su viaje el conde, encajó materialmente al matrimonio en la barcina del coche y quince días después era ya Evaristo el jefe de la carpintería del Sauz.

El primer año la conducta de Evaristo fue irreprochable, arregló el taller, reconoció techos, trojes, muebles, carros e instrumentos de labranza y fue componiendo y reponiendo todo a medida que se necesitaba, de modo que el conde y Robreño, el administrador, estaban contentos de su inteligencia y de su actividad. Cuando no tenía trabajo urgente en la hacienda, daba sus vueltas por los pueblos, y sacaba no pocas utilidades de los remiendos. El matrimonio tuvo, como la mayor parte de sus congéneres, su luna de miel, pero a los dos años, la mansedumbre que formaba el carácter de Tules comenzaba a fastidiarle, y extrañaba la vivacidad de Casilda. Cualquier cosa hubiera dado porque Tules le hubiese un día de reyerta matrimonial enviado a la cabeza la cánula del guisado que almorzaban. ¡Extraña naturaleza humana! Evaristo no estaba ya contento, estaba arrepentido de haberse casado, sin acordarse de las ventajas materiales que había conseguido y del dinero que había ganado y ganaba diariamente; pero toleraba a Tules porque, como ahijada de Agustina, era considerada y aún respetada de los habitantes de la hacienda. Allá en sus ratos de mal humor, y eran frecuentes, Evaristo daba fuertes patadas en el suelo de la carpintería, y decía entre dientes:

—Esta mujer es una papa; tengo ya ganas de que se incomode para responderle algo que le duela, pero como la quieren aquí todos, comenzando por el viejo zoquete del administrador, ni modo, ni pizca.

Evaristo estaba también muy disgustado porque no había tenido sucesión, y Dios permitió, sin duda, que no la tuviera, porque desgraciado hijo y desgraciada madre con este bandido.

Así pasaban las cosas y así andaba el matrimonio. El tiempo, como tiene de costumbre, no cesaba de correr, y pasaron semanas, meses y años en que no se podía contar más sino que el maestro trabajaba en la carpintería y la maestra se ocupaba de las faenas de la habitación que se les había señalado, que estaba siempre muy limpia y propia, y nada más habría que decir si el carácter del maestro no se hubiese agriado cada día más, al grado que no pasaba semana sin que no tuviese, por la menor friolera, una cuestión, ya con los albañiles, ya con los trojeros, ya con los peones. Un día las cosas pasaron a más, y el trojero, que tampoco tenía buen carácter, cansado de aguantar se agarró a los trompones con el tornero, y como los dos eran fuertes y rencorosos la lucha fue como la de dos atletas ingleses; sin necesidad de armas se hubieran matado, a no ser por la intervención del administrador que, requerido por los peones, acudió corriendo y separó a los contendientes a cintarazos. Robreño no era hombre que dejara ultrajar su autoridad, y en esas haciendas lejanas, donde a veces el alcalde del pueblo o el juez es un indio que no sabe ni leer ni escribir, la justicia se administra sumariamente. El conde, que hacía frecuentes viajes, llegó a pocos días; informado de lo ocurrido, determinó que Evaristo fuese despedido dándole con cualquier pretexto una buena paliza y quedándose Tules en la hacienda; pero la buena, la sencilla Tules intervino, calmó la cólera del conde y manifestó la resolución de seguir a su marido.

—¡Ve, ve con Dios! —le dijo el conde—. Si es tu voluntad, allá te las avengas, pero nada bueno te ha de pasar, porque tu marido es hábil, no se puede negar, pero malo como Judas. Ya me lo han contado todo.

Evaristo y Tules, por la favorable intervención de Robreño, abandonaron pacíficamente la hacienda aprovechando la ocasión de unos carros que se mandaban a México con un cargamento de botas de sebo y sacos de lana, con los dineros que juntaron que no eran pocos, pues tuvieron casa y comida y se puede decir vestido, por los regalos que con frecuencia les enviaban Agustina y la condesita.

A su llegada a México se alojaron en el Mesón de San Dimas de la calle de las Moras, y lo primero que hizo fue prohibir a Tules que fuese a ver a su madrina, y la advirtió que el día que la viese siquiera por la Calle de don Juan Manuel, le daría muchos golpes. Desde que fue echado de la hacienda concibió un odio profundo contra todos los de la casa, tuviesen o no la culpa, que no era más que suya. Él, como de costumbre, comenzó a gastar dinero en hacerse calzoneras con botones de plata, fino sombrero y lujosas toquillas, y todo su afán era encontrar a Casilda para juntarse con ella. Recorrió mercados, tiendas, paseos de la Viga y Santa Anita para ver si la casualidad le proporcionaba un encuentro; hizo las más minuciosas indagaciones, la buscó hasta en la cárcel de las mujeres (por si por algún delito hubiese entrado allí), pero todo sin resultado: Casilda había desaparecido o tal vez se había marchado al interior. Estaba resuelto a juntarse con Casilda por bien o por mal, continuaba en sus indagaciones y no perdía la esperanza. En caso de que se realizasen sus deseos ¿qué haría con Tules, su mujer legítima, tan honrada, tan buena, tan sufrida? ¡Quién sabe!… No tenía un plan fijo. ¿Matarla? Eso no, las cosas no llegaban a tanto. ¿Aburrirla como aburrió a Casilda? Era difícil porque tenía miedo a los de la casa de don Juan Manuel. Tules, en un descuido, se refugiaría con Agustina, el conde mandaría a la cárcel al recalcitrante carpintero, y ya era otro el Gobernador del Distrito. Precisamente la picaba de aristócrata y era toda hechura del partido monarquista.

En éstas y en las otras, el dinero se iba volando y Evaristo tenía la experiencia de la miseria. Pensó que era tiempo de trabajar y lo era también de que la pobre Tules saliese del rincón del sucio cuarto del Mesón de San Dimas, donde se pudría de tristeza.

Evaristo se echó como se dice a buscar casa, pero como las del centro eran de renta muy subida y los propietarios le exigían fiador del comercio, tuvo que contentarse con el local de la Estampa de Regina, que para sus planes y trabajos le proporcionaba muchas comodidades. Compró un torno, los mejores instrumentos que pudo encontrar, maderas de todas clases, los muebles y trastes necesarios para la casa, y finalmente se instaló allí en compañía de Tules, surtida abundantemente de ropa interior y exterior que había traído de la hacienda. Si otro hubiese sido el carácter de Evaristo, habrían vivido muy dichosos. Pasaron mucho tiempo en la vecindad como el tipo feliz del matrimonio del artesano hábil y honrado. ¡Qué engaño! Ya se dejará entender que mientras pasaron los sucesos que acabamos de referir, se desarrollaron en la Calle de don Juan Manuel los muy dolorosos e importantes que ya sabe el paciente y curioso lector.

La buena o mala suerte, más bien la mala, guió los pasos de la viejecita trapera por las calles tristes y solitarias de la gran ciudad, hasta que se detuvo como en un puerto de salud en la Estampa de Regina, y allí no tuvo más remedio que entregar al nieto del muy poderoso señor don Gaspar, Melchor y Baltasar, conde del Sauz, al hijo de la hermosa condesita que compró la maravillosa almohadilla al verdugo de Casilda, al marido de Tules, al hábil artesano Evaristo el tornero.

XVIII. El aprendiz

En las clases y educación de las gentes de México (como en las de España) hay todavía más diferencia y matices que la que los químicos han establecido en los colores. Casilda era la hija del pueblo bulliciosa, alegre, de un cierto talento natural, vehemente en sus pasiones, sabiendo apenas leer y sin más nociones ni ideas que las de las cosas y objetos que pasaban por su vida diaria; hábil, sin que nadie la hubiese enseñado, para hacer un buen guiso al uso del país y unos frijoles refritos; coser en blanco y asear y gobernar su cuarto; buena y completa como ella misma lo vociferaba, con el hombre que la mantenía. No se había casado por… flojera… porque era necesario que se leyeran las amonestaciones en la parroquia, pagar los derechos al cura y… al fin era lo mismo: vivían juntos. Evaristo la quería, eran marido y mujer, menos la bendición del cura.

Tules era otra cosa. Era una mártir. Sabía leer y escribir regularmente, dobladillar muy fino, bordar hasta realzado con hilo de oro; la doctrina y las cosas de la religión le eran familiares, y como su memoria era feliz, retenía la erudición que escuchaba en los sermones; Salomón era su íntimo conocido, Rebeca y Esther sus amigas, y San Pedro, Santa María Egipciaca y la Magdalena, sus favoritos. Y nada se diga de la Virgen, en la que confiaba ciegamente. Muchas ocasiones acompañó a Agustina a la modesta casita del Chapitel de Santa Catarina y las dos rezaron salves y novenas hincadas de rodillas delante de la maravillosa imagen de Nuestra Señora de las Angustias. ¿Tules se casó con el tornero? ¡Nada de eso! La casaron y contribuyeron a eso Agustina, la condesita, el conde mismo, que veía con tanta indiferencia y despego a la servidumbre de su casa con excepción de Agustina. Tules se casó, pues, con el tornero, simplemente porque era hombre y la pidió en casamiento y porque su madrina lo quiso así. El tornero, que creyó tener una pasión o que tal vez lo sintió así, se consideró como engañado, como chasqueado al no encontrar más que una papa, desconociendo las excelentes prendas domésticas que formaban el fondo, el carácter de su mujer; y de esto provino que, pasada la luna de miel, fuese resfriándose la pasión absolutamente brutal de Evaristo, hasta convertirse en fastidio y en aversión buscando entonces como compensación sensaciones que le proporcionaba el carácter movible y rasgado de Casilda; pero en fin, una mujer legítima no se abandona como se abandona una querida, y a una mujer que tiene la fuerza y el prestigio de la Iglesia, el apoyo de la autoridad civil y demás personas que vean por ella y la defiendan, no se da fácilmente una paliza. Evaristo tuvo que aguantarse y aguantarla, y se puso a trabajar.

Le bastó dar una vuelta por las tapicerías y por las carpinterías, para proporcionarse trabajo. Perillas, bolas para pies de muebles, columnas pequeñas, centros o pies para las mesas redondas, molduras y mil otras cosas; tiempo le faltaba, y como tenía buenas maderas, nada pedía adelantado y cumplía entregando las obras acabadas el mismo día convenido; lejos de que tuviera que salir a la calle, su casa, apartada del centro como era, no se vaciaba desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde. Evaristo ganaba lo que quería y rehusaba trabajo, pues no podía cumplir, no obstante que algunas noches velaba. Su fama se extendió por toda la ciudad. Los muebles tallados por Evaristo valían el doble.

Más tarde vino a su cabeza una idea fija, y era la de buscar a Casilda, contentarla, hacerle muchas promesas, jurar ante Dios y los santos que no le tocaría, mientras viviera, el hilo de la ropa; y una vez que ella condescendiera, sostenerla, como dicen los artesanos y tener a Tules como criada y nada más. Tules le tenía miedo y era una mujer inerte, mansa; nada le diría aun cuando supiera el enredo, y si le decía ¿qué más da? Una patada, una buena cachetada en la boca lo remediaría todo, no volvería a hablar ni a mortificarlo; así, Evaristo, cuando estaba ya urgido con esta especie de monomanía, abandonaba el torno y salía por las calles y mercados en busca de Casilda. Muchas veces corrió tras de más de una en quien creyó reconocer su andar garboso y los meneos de sus caderas… Se acercaba… nada, ni sombra. Disgustado de tan frecuentes chascos, en vez de regresar a la casa entraba en una pulquería y bebía un trago, se detenía en una carpintería conocida y con los amigos bebía entonces un traguito (aguardiente de Cuernavaca) y así no acababa la pieza el día señalado y hacía volver veinticinco veces a los tapiceros y carpinteros para quienes trabajaba. En uno de sus frecuentes paseos creyó que una mujer que iba lejos y por la acera de enfrente, era Casilda. Materialmente corrió tras ella y la alcanzó. Era Casilda. Cogerla por el brazo y meterla de un empujón en el primer zaguán, todo fue uno. Casilda, cuando se repuso de la sorpresa, se encontró frente a Evaristo, atrinchilada contra la pared y una hoja del zaguán entornada. La casa tenía un segundo portón de madera y la calle era solitaria. No había remedio, había caído en la boca del lobo.

—Te vas conmigo, de aquí te llevo a un cuarto que buscaremos, y ya no te abandonaré nunca; o si tú quieres nos volveremos a San Ángel —le dijo Evaristo queriendo al mismo tiempo besarla por toda la cara.

Casilda, indignada, defendió su cara con el rebozo y rechazó a Evaristo.

—Déjame, déjame en paz o grito. ¡Seré tan tonta para volver a recibir sus hambres y sus palizas! Váyase…

Evaristo se puso furioso y la rechazó contra la pared…

Casilda tuvo repentinamente un rasgo de astucia que le inspiró el instinto de su propia conservación.

Medio se dejó besar de Evaristo y suavizando la voz le dijo:

—Mira, Evaristo, no seas bruto ni canalla; por eso no volví a la casa de San Ángel, pero ahora hablaremos en paz y así nos podremos entender.

Evaristo cambió repentinamente; dejó libres los movimientos a la muchacha, se asomó a la calle para ver si alguien venía y volvió contento, casi riéndose al zaguán.

Platicaron y platicaron y Evaristo hizo promesas por el alma de su madre y de su padre, y le añadió que ya estaba acreditado con el público por su buen trabajo, que ganaba mucho dinero, que vivía con una muchacha muy tonta que era su criada, pero que la echaría a la calle, y que en lo de adelante nada más con ella tendría tratos.

Casilda, por su parte, pareció olvidar lo pasado y perdonarlo, le pidió garantías, le dijo que necesitaba diez pesos para sacar su ropa empeñada, le juró que no había tenido otro querido y lo tranquilizó de tal manera, que Evaristo, lebrón como se creía, tragó el anzuelo.

—Bueno ¿por qué no te vas ahora conmigo? —le dijo echándole el brazo al cuello.

—Porque estoy sirviendo aquí junto en el número 7, tengo el dinero del mandado y adelantado mi mes y mi baúl con mi ropa. Si no vuelvo a la casa, creerán los amos que los he robado, y ¿para qué me he de exponer a que me lleven a la cárcel? Para que veas que no te engaño y… estamos hoy a veinticinco, el día último cumplo mi mes y ahora mismo voy a decir al ama que busque, y entonces nos juntamos… ven para que no digas que te juego una mala partida; todos los días a las nueve espérame en la acera de enfrente, me acompañas al mercado y el día último nos vamos donde quieras; busca cuarto, porque a la tornería no he de ir.

Evaristo se volvió a su casa contento, lleno de esperanzas y decidido ya a aburrir a Tules y a formar un plan que diese por resultado el que su madrina doña Agustina la recogiese y él quedase chino libre, para vivir a pierna suelta con Casilda. Ésta, fiel a su compromiso, no dejó de acudir puntualmente a la cita, y los dos daban un paseo por las calles e iban al mercado, donde Evaristo pagaba todo, hasta la carne, legumbres y fruta que se compraba para la familia donde servía Casilda.

El día treinta, a las nueve en punto, Evaristo se hallaba, como los días anteriores, esperando ansioso la salida de Casilda.

Las diez, las once; Evaristo pateaba, las horas pasaban, daba vueltas por la calle, intentaba penetrar en la casa, estaba como una fiera hambrienta.

Evaristo se resolvió a subir a la casa e informarse personalmente, pero como la familia era de fuera de México y rica, tenía mucho temor a los ladrones que se habían soltado haciendo algunas hazañas, y Evaristo con sus grandes y negras patillas tenía mala traza, le dieron con las puertas en la cara, y otras criadas le contestaron que ni de vista conocían a la tal Casilda a quien él buscaba.

No cabe la menor duda de que las mujeres, ya en un sentido, ya en otro, cambian de tal manera el carácter de los hombres, que unos se acuestan y otros se levantan, como se dice cuando se nota un notable cambio en alguna persona.

Cuando regresó a su casa Evaristo, era ya otro. Callado cuando trabajaba en el torno, no abría la boca sino para decir injurias inmerecidas a Tules. Por la comida, por la ropa, por el borrego, por las gallinas que compraba para engordarlas, por la más leve cosa Evaristo reñía con su mujer, y ella con una paciencia y una resignación ejemplares, desarmaba sus cóleras. El matrimonio estaba ya mal avenido. Tules, buena y sufrida como era, había perdido completamente el poco amor que le tuvo durante los primeros meses que duró la luna de miel, y este sentimiento fue reemplazado por el miedo. Buenas ganas tenía Evaristo de dar cada dos o tres días algunas bofetadas o patadas a su mujer; la amenazaba y alzaba la mano; pero no se atrevía, porque tenía miedo de que un día u otro se supiese esto en la Calle de Don Juan Manuel. No carecía de razón. En efecto, una tarde al oscurecer, el conde, por una de sus rarezas y excentricidades, entró en la casa de vecindad donde vivía Evaristo y, cuando éste menos lo pensaba, ya lo tenía delante.

—¡Canallas e ingratos todos ustedes! —dijo el conde encarándosele, retorciéndose el bigote y dejando ver su larga espada—. Desde que salieron de la hacienda, no han vuelto ni por el respeto que me debían a entrar en la casa que les hizo tantos beneficios. Así son todos los de tu raza, canallas y mal agradecidos.

Tules iba a decir algo para disculparse; pero el conde no lo permitió.

—Ya sé que tú no tienes la culpa; de buena gana te volverías al lado de Agustina y de la condesa, pero el bribón de tu marido te lo impide. Vaya, si no se te ha olvidado tu oficio —continuó dirigiéndose a Evaristo— necesito que me hagas un mascarón feo, deforme, pero que tenga la cara de un guerrero antiguo, de los tiempos de la guerra de Flandes; pero ¿qué entiendes tú de la guerra, ni sabes dónde está Flandes?… Vaya, toma un papel y pinta algo con tu lápiz.

Evaristo, altanero y soberbio con sus iguales, callaba y bajaba la cabeza, subyugado por las miradas del conde, que no le quitaba la vista.

Sin responder, tomó un papel y un manojo de lápices y en un instante trazó el bosquejo de un mascarón.

—Eso es —dijo el conde— eso es lo que yo quería, has adivinado mi idea. Lástima que estos artesanos de México, tan hábiles, sean tan viciosos y tan ordinarios… Bien, ponte a trabajar y antes de dos semanas debo tener el mascarón en mi casa. Cosa de una cuarta de tamaño y el ancho relativo. Toma… y cuidado con engañarme como yo sé que lo haces con todo el mundo.

El conde tiró sobre el banco del tornero media onza de oro, y embozándose en su capa salió del taller sin dirigir a Tules ni una mirada.

Evaristo desquitó con Tules la cólera secreta que removió toda su sangre al escuchar el imperioso e insultante lenguaje del conde; pero de nuevo como instintivamente, después de haber llamado a Tules descuidada y perezosa porque le había (y no era verdad) extraviado un lápiz, como obligado por una fuerza superior, agachó la cabeza, buscó un buen trozo de madera de ébano, tomó un pequeño formón y comenzó a tallar la figura, que antes de dos semanas estaba acabada.

¿Este miedo, este respeto tradicional, antiguo, inexplicable, es la causa de las conquistas y forma la gloria de los conquistadores, mantiene las monarquías y conduce a los hombres a la matanza saludando a César antes de morir? ¡Quién sabe! Es un problema y un misterio que la filosofía moderna y profunda de los alemanes y los escoceses no ha podido descifrar. ¿Hay hombres superiores en el mundo? ¿Nacen unos para mandar y otros para obedecer, como creía Aristóteles? ¿Es una ley providencial para la marcha y la organización de las sociedades? ¡Quién sabe! Pero los hechos son terribles. Mario, con sólo una mirada, hizo temblar al bárbaro que tenía la espada levantada para matarlo. Hernán Cortés se presentaba ante miles de indígenas valientes y aguerridos, y en vez de aniquilarlo, como pudieron haberlo hecho mil veces, caían a sus pies de rodillas. Francia, la nación más ilustrada, más inteligente, más activa, más descontentadiza del mundo, estuvo años dominada por la voluntad de Napoleón. Los hombres más distinguidos, los literatos y poetas más célebres, los abogados de más valía, solían, como Evaristo el tornero, guardar silencio, agachar la cabeza y obedecer, con la rabia y despecho en el alma, las órdenes de Napoleón, obligados por este sentimiento secreto desconocido, y sin embargo, poderoso e ineludible que se trata de disculpar de mil maneras, pero que nunca se explica satisfactoriamente.

La revolución francesa quiso destruirlo, aniquilarlo, proscribirlo para siempre en todas las sociedades humanas. ¡Vano esfuerzo! De la guillotina y de la sangre volvió a renacer más fuerte, más organizado, más temible, revestido de las formas llamadas constitucionales. ¡Sangre perdida! ¡Víctimas inútiles!

Una explicación hay material y visible. La aparición del comunismo y nihilismo, que es menester contener con millones de soldados armados que a su vez cargan y disparan el fusil estimulados por ese tradicional miedo que no los abandona. La Europa presenta hoy en medio del constitucionalismo y de la libertad relativa, el espectáculo imponente de la autoridad y de la misteriosa obediencia antigua, representada en un canciller, oculto muchos días del año en un ignorado bosque de Alemania, y de cuyos labios está pendiente el mundo entero.

Las jóvenes y turbulentas repúblicas hispanoamericanas, progresistas y ambiciosas del bien y de las grandezas, adoptando en el acto cuanto tienen de grande y de vital las ciencias, la ingeniería, la literatura y la inteligencia humana en todo su admirable desarrollo, no se han podido sacudir de esa tradición. Unas están sujetas todavía a la política de la Iglesia, otras tienen en su seno un grupo poderoso de ricos egoístas y de pretendientes de nobleza y aristocracia que esperan con ansia la misa anual mortuoria del príncipe que, casi echado de su tierra, vino a terminar su vida con una trágica aventura.

Hay en este cuadro severo y moralmente oscuro y triste, una luz que lejos de extinguirse brilla más viva y espléndida a medida que pasan los años: La República de los Estados Unidos. Se contentan en sus aspiraciones con ser todos capitanes, coroneles y mayores de un ejército que no existe; pero nadie agacha la cabeza, como nuestro tornero, ante el antiguo y fantástico noble de bigote retorcido y espada toledana de taza y cruz. ¡Lástima que no sean nuestros buenos y sinceros amigos! ¡Lástima que sus cualidades de independencia personal y de constante y atrevido trabajo sean a veces nulificadas con la corteza grosera y egoísta que envuelve al yanqui de las praderas! Del americano educado, instruido y, digámoslo así, pulido por la educación y los viajes, sale un Washington, un Adams, un Cooper, un Irving, un Prescott.

A cada momento tengo que pedir gracias y perdón a mis lectores, porque en efecto, digresiones que tienen la pretensión de ser didácticas y filosóficas, si tienen algún valor, son de seguro inoportunas e interrumpen la acción y dan un chasco a la curiosidad de los que puedan interesarse en la lectura; pero yo no escribo novelas que puedan compararse en interés con otras francesas, inglesas o españolas. Ésas tienen un valor literario que estoy muy lejos de pretender; escribo escenas de la vida real y positiva de mi país, cuadros menos bien o mal trazados de costumbres que van desapareciendo, de retratos de personas que ya murieron, de edificios que han sido derrumbados; son una especie de bosquejos de lo que ha pasado, que se ligan más o menos con lo que pasa al presente. Si así sale una novela, tanto mejor; si agrada, ése es mi deseo y mayor el de mi buen amigo y editor, y si por ello me conocen un poco más, me sería indiferente si no deseara dejar a mis hijos algo de herencia moral, ya que la suerte me hizo nacer en medio del trabajo y de las penas y no en la canastilla de los pesos del águila y de las onzas de oro.

Tiempo es ya de volver a pedir perdón, y dudo que se me conceda, y de ocuparnos de nuestros personajes, que hemos un momento olvidado por Mario, por Napoleón y por Bismarck, como si tan grandes e históricas figuras tuviesen algo que ver con nuestros pobres artesanos y nuestras humildes mujeres del pueblo, pero en alguna parte se había de lucir la erudición.

Evaristo, contento con su mascarón, que consideró una de sus mejores obras, se propuso llevarlo personalmente a la casa de Don Juan Manuel; pero tuvo miedo al lenguaje terrible del conde y prefirió enviar a Tules, la que tuvo un momento de alivio y de alegría, pensando que sólo necesitaba atravesar algunas calles para abrazar a su madrina y besar las blancas manos de la condesita. Vistió su mejor ropa y su rebozo de hilo de bolita, envolvió en un pañuelo el mascarón de ébano y, por el rumbo más corto, se encaminó al viejo palacio del conde del Sauz.

De un brinco se puede decir que Tules subió las escaleras, y sin hablar con los criados que encontró al paso penetró hasta la alcoba de Agustina. Una y otra quedaron espantadas al verse y apenas se podían reconocer. Los años que pasaban antes, no habían producido otro efecto que desarrollar y llenar de sangre y gordura sana las formas de Tules, y de fuerza y solidez los músculos y nervios de la madrina; pero desde que se habían dejado de ver ¡qué cambio!, ¡qué diferencia! Se miraron un rato y se comprendieron. Tules dejó caer en un canapé el mascarón de ébano y quiso decir algo, pero tenía un nudo en la garganta.

—Calla, calla, no me digas una palabra. He sido una vieja loca en casarte con ese hombre. Ya sé sus vicios y su conducta y cómo te trata. Dios me ha castigado, ya me ves… huesos… huesos… no pasa una semana sin que esté enferma.

—¿Y la señorita condesita? —se aventuró a preguntar Tules con una voz que apenas se entendía.

—Peor, todo peor, la desgracia ha entrado en esta casa, ya la verás… Tú no puedes comprender, no puedes saber ni sabrás nunca lo que ha pasado.

Mariana, que sin duda oyó una voz que no le era desconocida, salió de la recámara y entró en la de Agustina.

Tules dejó caer los brazos desconsolada y bajó los ojos sin atreverse a abrazar a su ama y sin poder hablar.

—¿Tan desfigurada estoy, Tules? —dijo la condesita—. Y tú… ¡Dios mío! Si no fuera por tu voz no te habría reconocido.

No habían pasado en verdad tantos años para tan notable mudanza; pero ¡cuántos y qué hondos pesares no destrozaron la primavera de la vida de la ama y de la criada y acercaron el crudo invierno de la camarera que, llena de remordimientos, jamás podía tener en las noches el sueño tranquilo y completo! Se creía criminal y culpable por haber casado a Tules y protegido los amoríos de Juan Robreño y de la condesita, y en realidad no era más que la criada antigua, cariñosa, apegada y solícita como una madre, con los que había conocido desde que nacieron.

Tules calló la dura vida que pasaba y sólo les contó la visita de conde y la ocasión que le había proporcionado el ir a la casa, y les entregó el mascarón que no pudieron menos de elogiar por la fineza de la talla y la extraña forma de la cara.

—Toma —le dijo Agustina, abrazándola estrechamente— adivino, mejor dicho sé lo que te pasa —y le puso en las manos una bolsita de piel llena de dinero— algo te aliviará esto… aunque el dinero, hija mía, no sirve de nada para la felicidad de la vida… Ya ves… aquí nos sobra y…

La condesita entró a su tocador sin poder despedirse de Tules.

Tules bajó poco a poco las escaleras echando en cada escalón una mirada a su madrina, a su ama la condesita, cuya figura blanca se dibujaba en la vidriera, a las altas e inmóviles almenas y a los mascarones de piedra que parece que con sus grandes ojos saltones veían salir y se despedían de la pobre Tules que quizá por última vez pisaba las baldosas del palacio señorial de la Calle de Don Juan Manuel.

El día que siguió a la visita de Tules, fue precisamente cuando se presentó con su huérfano la viejecita trapera al obrador de tornería, lo entregó a Evaristo y lo dejó de pie y mudo de sorpresa y de miedo, arrimado contra la pared cercana al torno.

Evaristo, sin hablar más, continuó su trabajo hasta que acabó la pieza y la colocó en un armario.

—Ya has traído una boca más para mantenerla y obligarme no sólo a que trabaje de día, sino a que vele de noche —dijo bruscamente Evaristo echando una mirada colérica a Tules.

—Poco gasto nos hará, y ya ves que los días que estoy mala no puedo hacer los mandados; él nos ayudará.

—Tiene trazas de un buen flojo.

—Me dio mucha lástima la viejecita, tan flaca, tan débil y tan pobre, y él… yo creo que trabajará y será un buen muchacho. Además, tenemos el dinero que el conde te mandó por el mascarón, y que le gustó mucho.

—Ya te dije desde el mismo día que volviste con el dinero, que no me lo toques aunque nos muramos de hambre; ese dinero es para pagar lo que debo en la ferretería y en la maderería y para pasearme y descansar los domingos y los lunes, que bastante trabajo en la semana —y luego encarándose con el muchacho:

—¿Qué sabes hacer? —le preguntó con voz desagradable.

—Nada.

—¿Sabes escribir?

—No…

—¿Sabes leer?

—No…

—¿Entonces no sabes nada?

—Hacer mandados.

—Para eso no te necesitamos, el oficio ni lo has de aprender, porque pareces un burro. Ven acá, te enseñaré a ser obediente y hombre de bien.

El aprendiz se acercó tímidamente y Evaristo le echó mano a la oreja y comenzó a sacudir fuertemente. El muchacho empezó a gritar y a defenderse.

—¿Qué haces, Evaristo? —le dijo Tules levantándose y tratando de impedir la ejecución—. ¿Qué te ha hecho? Acaba de entrar ¿por qué lo maltratas así?

—¿Y te defiendes, pillo, lépero? —gritaba colérico el tornero y lo sacudía más fuerte. Cuando ya tenía casi media oreja arrancada y las vecinas alarmadas por los lloros y quejidos del muchacho que acababa de entrar, salían de sus cuartos y se asomaban a la tornería, Evaristo soltó la oreja a Juan, se sentó otra vez en el banquillo del torno, y dijo a las vecinas con la mayor indiferencia—: No es nada, es un aprendiz que me han entregado.

Las vecinas parece que se fueron convencidas, pues sabían a poco más o menos cómo se había portado el maestro con dos aprendices que había tenido y se le habían fugado sucesivamente, antes de recibir al nieto del conde del Sauz y marqués de las Planas.

Por lo que va referido hemos visto el estado que guardaba el matrimonio y las malas disposiciones de Evaristo contra todo el mundo cuando recibió al degraciado muchacho. Era el hombre protegido por la sociedad, y sus vicios y su carácter le hacían odiarla sin razón y rebelarse contra ella.

Evaristo cayó en la costumbre de la mayor parte de los artesanos, de pedir adelantado y de engañar. Se comprometía a entregar tres o cuatro obras al mismo tiempo el sábado, y no entregaba ninguna. No podía, por consiguiente, cobrar la raya, carecía de dinero y la semana siguiente tenía que acudir a otras personas para que le prestaran, sin contar que casi todo lo que conseguía lo derrochaba los domingos y lunes en las vinaterías, y Tules pasaba la pena negra para mantener la casa y pagar la renta.

Le llovían disgustos y cuestiones; a todas horas del día estaban en la puerta oficiales y aprendices de otros talleres, a reclamar las piezas que le habían dado a tornear. Tenía que esconderse en el cuarto interior, y era Tules, a fuerza de disculpas, de súplicas y aún de mentiras, la que lograba de pronto quitarle de encima a los que justamente querían o la obra que le habían encomendado, o que les devolviese el dinero. Pronto voló por el vecindario y por toda la ciudad la fama de Evaristo como embustero, tramposo, pendenciero y valentón; pero era tal su habilidad, que con todo y ello no le faltaba trabajo, en su obrador se veían personas decentes y de proporciones pidiéndole, como por favor, que les hiciese ya una mesa, ya un ajuar. Verdad es que el tornero era hasta cierto punto respetuoso con ciertos parroquianos que le pagaban bien, mientras que se mostraba insolente con los carpinteros sus iguales que por necesidad lo ocupaban, y no pocas veces se agarraron a las trompadas en el patio.

Cuanto de malo pasaba al tornero, iba a recalar contra su mujer y contra Juan.

La fuerte sacudida que le dio el maestro tan luego como pisó la casa, lo llenó de terror, de cólera, que su impotencia de muchacho y esa sumisión tradicional de que hemos hablado le hizo sufrir y callar. Lloroso, escurriéndole la sangre y con su mano en la mejilla, tratándose de pegar el pedazo de oreja que le habían arrancado, quedó en un rincón del taller sentado entre las astillas, hasta que Evaristo terminó su trabajo, se puso la chaqueta y su sombrero jarano y salió a la calle.

Tules, que había quedado inmóvil, aterrorizada e indignada, se levantó.

—¡Pobre muchacho! En mala hora viniste a esta casa y me arrepiento de haber conseguido de Evaristo que te admitiera. Ahora no tiene remedio, si por cualquier circunstancia te vas y te encuentra un día en la calle, es capaz de matarte. Ven, ven, te lavaré la oreja.

Tules, en efecto, le lavó y le dio fomentos de aguardiente, continuó hablando con él y haciéndole preguntas sobre sus padres, su familia, su casa, en fin sobre todo lo que la curiosidad sugiere en tales casos.

Juan contestó cándidamente lo poco que sabía de su vida de orfandad y de miseria y cómo había sido salvado del muladar por una perra y recogido por la viejecita.

—Soy también huérfana como tú —le dijo Tules—, pero fui criada por mi madrina, que es una santa y es todavía ama de llaves de un conde muy rico, sólo que me casé… y ya ves, mi marido no tiene buen genio. No trates de fugarte, quédate, yo te serviré como de madre y tú serás como mi hijo; no tengas miedo, te defenderé y tal vez, si te portas bien, Evaristo ya no se meta contigo.

Juan olvidó su cólera y su dolor. En ese momento le preocupaba un sentimiento extraño y triste de soledad y de abandono que enferma generalmente el corazón de los huérfanos, y sin poderse contener abrazó amorosamente el cuello de Tules.

—Quita, quita —le dijo Tules— me haces daño; si Evaristo viniera y nos encontrara así, te arrancaría la otra oreja. Cuando te veo bien, eres el retrato vivo de mi ama… ven, deja que te vea con la luz…

Tules llevó a la puerta al aprendiz, le limpió mejor la cara y la sangre que aún goteaba y se quedó mirándolo atentamente con una especie de asombro.

—Sus mismos ojos —dijo en voz baja— su nariz… idéntica, la misma boca de la condesita, los mismos ojos feroces del conde… Pero, ni pensarlo… la condesita encerrada siempre, y tan cristiana y tan temerosa de Dios, y luego… el señor conde la hubiera matado… malos juicios, la vida que llevo me hace pensar mal hasta de mi madrina y de mi ama.

Tules quedó pensativa y callada largo rato. Juan, azorado, la miraba y no acertaba a comprender el significado de la conversación que sostenía Tules consigo misma. Hizo ella rápidamente en su memoria la cuenta del tiempo que había pasado desde que se casó, su permanencia en la hacienda, su regreso a México y su última visita cuando fue a entregar el mascarón de ébano… Le parecía todo imposible y como cosa de pesadilla; pero no le cabía duda: por la edad, por la fisonomía de Juan, por el estado de desolación en que encontró a la familia, por las pocas palabras misteriosas de su madrina; por una adivinación de su alma, quedó enteramente segura de que el aprendiz era hijo de su desgraciada y querida ama. La voz bronca de Evaristo, que averiguaba algo con las vecinas, y las pisadas contra las losas de sus tacones con herraduras, sacaron a Tules de sus cavilaciones.

—Toma una escoba… pronto, pronto y ponte a barrer, Evaristo llega.

Juan apresuradamente tomó la escoba que le alargó su nueva ama y se puso a barrer, mientras ella se acercó al brasero a picar cebollas y recaudo.

Evaristo entró de mal humor, botó el sombrero en el suelo, que Tules recogió humildemente, se quitó la chaqueta y se sentó a trabajar en el torno.

—Mueve la rueda, haragán, ocioso, inservible —le gritó al muchacho.

Juan dejó la escoba y comenzó a mover la rueda. Un cuarto de hora después volvió a gritar:

—¿Está el almuerzo?

—Listo —contestó Tules—. En un momento pongo la mesa.

Y en efecto, en menos de dos minutos servilleta blanca, vasos y platos limpios, cubiertos bruñidos, salero de cristal, chilitos verdes y pan y tortillas cubrían la mesa, que tenía un conjunto apetitoso que aumentaba el vapor aromático de los barnizados trastes de barro colocados en las hornillas. Era en la apariencia, con la mujercilla bonita y aseada, el aprendiz joven, pobremente vestido pero de simpático aspecto, y el hombre trabajador agachado sobre su trozo de ébano, el cuadro sencillo del artesano modelo que tenía algo de ingenuo y de natural, y se armonizaba y completaba, por decirlo así, con los paseos y saltos de un carnero con su vestidura blanca y esponjada, con el collar rojo en el cuello, de donde le pendía una campanita de plata que repicaba alegremente. El que de improviso hubiese entrado en estos momentos al taller, habría sin duda envidiado la calma y la dicha de este hogar de hombre honrado, de buen esposo y de inteligente artesano, y jurado que la felicidad existía allí.

—Te tengo dicho mil veces que cuando yo venga has de tener el almuerzo servido. No puedo perder tiempo.

—Se me quemaba la comida —le interrumpió Tules…

—Tú eres la que me quemas el alma. Bruta y tonta serás hasta que te mueras —le respondió el tornero sin dejar su trabajo.

Tules se puso encendida, miró al aprendiz, que a su vez indignado de la injusticia quería decir algo, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Disimuló, arrimó una silla y se sentó silencioso.

Estas escenas eran diarias. A estas brutalidades de Evaristo, Tules oponía la resignación y el silencio, que exasperaban más al marido, que extrañaba la contradicción y las repostadas de Casilda. Con razón dicen las mujeres que los hombres son llevados por mal.

Por fin el tornero se levantó de su banco y se sentó en la mesa. Tules había puesto tres platos.

—¿Para quién es ese plato? —preguntó con voz violenta Evaristo.

—Para Juan —respondió Tules— mejor que coma con nosotros, comerá bien y tendré menos trabajo.

—¿De dónde te has figurado, pedazo de bestia —le dijo Evaristo colérico— que un aprendiz coma con el maestro? Afuera ese plato, que vaya al rincón y se le dará lo que sobre. ¡Canallas! ¡Desagradecidos todos los aprendices cuando se les trata bien, y no están contentos ni trabajan sino a coscorrones!

Y añadiendo a las últimas palabras el hecho, Evaristo le dio un fuerte coscorrón en la cabeza con los nudillos de los dedos. El muchacho se agachó y se fue gruñendo al rincón.

—¿Qué dices? ¿Gruñes? —le dijo Evaristo amenazándole.

—Nada, nada —le interrumpió Tules—; déjale, comerá en el rincón como tú quieres.

Evaristo devolvía al nieto con usura las injurias del abuelo. ¡Así es la triste escala social!

Evaristo devoró la comida sabrosa y excitante usual de la gente del pueblo, bebió su tinita de pulque, y él mismo, con una maligna intención, juntó en un plato pedazos de pan y de tortilla, huesos de carne, caldo de frijoles y algunas cortezas de naranja, un puñado de capulines, y lo mezcló bien y puso delante del aprendiz esta detestable escamocha.

Juan clavó sus ojos negros y feroces en el maestro, y éste, sin saber por qué, no pudo sostener la mirada; pero pronto se repuso.

—¿No lo comes, no lo quieres comer? Pues muérete de hambre, o yo te mezclaré aserrín y te lo haré comer a fuerza.

Tules hizo una señal al muchacho; éste bajó la cabeza y con un pedazo de pan que le dio, comenzó a tragar, más bien que a saborear esta indigesta macedonia.

—De una vez —dijo Evaristo, recréandose en la repugnancia con que veía comer al muchacho— arreglaremos la manutención de este haragán. Por la mañana pilón de atole y un pambacito blanco; a mediodía su escamocha, en la noche otro pilón de atole y los mendrugos de pan que sobre. Ya verás cómo antes de un mes engorda como un marrano; y cuidado conque le des más, ni me gastes el dinero, que no quiero trabajar para mantener huérfanos. Dale un petate viejo y que duerma en el rincón de las astillas. Va a estar mejor que el conde. La vieja que lo trajo no le daría tanto.

Evaristo, después de haberse asegurado que sería obedecido, echando una mirada decisiva a su mujer y al aprendiz, bebió su último trago de pulque y se puso a trabajar, porque necesitaba bastante dinero, pues había convidado a varios amigos artesanos y a unas comadres conocidas del barrio.

La existencia del muchacho no habría sido posible sin los auxilios secretos de Tules. A las cinco de la mañana tenía que levantarse para comprar la leche de la ordeña de la plazuela cercana, y pobre de él cuando el sueño lo vencía. Evaristo lo despertaba a patadas y lo hacía salir casi desnudo en las mañanas frías de diciembre. El resto del día movía la rueda, hacía mandados, y por todo aprendizaje aserraba trozos de madera hasta que las fuerzas le faltaban en los brazos y el sudor goteaba de su frente. Muchos días, cuando Evaristo estaba de buen humor, le daba cuartilla para fruta, pero en cambio, lo obligaba a comerse el plato de escamocha. Los vestidos, no obstante los cuidados de Tules, se le caían a pedazos. Evaristo prohibía expresamente que se le comprase ropa, que se lavase la que tenía y que se le dieran más alimentos que los que él había señalado.

—Sólo así aprende esta canalla —le respondía a Tules cuando ésta, a riesgo de tener una fuerte querella, se interesaba por el aprendiz.

Este cuadro de sufrimientos diarios, de martirios de todo género que constituían a Evaristo en el verdugo implacable de su corta familia, tenía, sin embargo, un rincón luminoso que a momentos, aunque cortos, mantenían realmente la existencia de esas gentes. Tules, con su carácter resignado, había concluido por no hacer caso de los insultos y groserías del marido, y cuando temía que de las palabras pasase a los hechos, sabía interponer, ya a una vecina, ya a alguno de los muchos parroquianos que acudían al taller; porque todos la querían y la compadecían sospechando la vida que le daba el marido. El aprendiz recibía sus puntapiés, sus golpes en la cabeza con una regla o con cualquier instrumento, y así sufría y pasaban ignorados sus dolores y sus penas.

Tules había reconcentrado sus aficiones, todo su cariño en Juan y en el blanco carnero.

—Sufre, aguanta por mí y por tu madre… Sí, porque tú tienes una madre muy rica y un día u otro la conocerás, y entonces tendrás buena comida y vestirás bien y en vez de que tengas que temer nada de Evaristo, él se quitará el sombrero y tú le darás a tornear mascarones de ébano… Pero no sé qué hacer, tengo miedo, y no me atreveré nunca… Todos los días le pido a Dios que me inspire, para que cuando me resuelva no lo vaya a echar a perder. Me paso las noches en vela y no acierto…

—¿Pero qué cosa es, maestra? —le preguntaba Juan.

—No te lo puedo decir, ni tú lo podrás entender y yo misma no lo entiendo; lo que te ruego es que te dejes matar (va como de comparación) de Evaristo antes de decirle nada de esto; ni ahora ni nunca, y por Dios te ruego, no te vayas a fugar… ¿Cómo me dejas aquí sola con él…? Me sirves de compañía, de no sé qué… el caso es que cuando te dilatas en algún mandado se me figura que ya no vuelves.

—¿Que no vuelvo? Ni que pensarlo, maestra. Dice usted bien, me dejaré matar del maestro antes de abandonar a usted que me quiere tanto; ya me habría empachado con la escamocha y andaría desnudo, si no fuera por usted, y no vaya a creer que yo tengo miedo. El día que el maestro le pegue a usted recio, como hay Dios que le encajo un formón por donde pueda.

—¡Calla, calla, ni lo pienses! ¡Dios nos ha de sacar, y quizá pronto, de esta situación!

En efecto, Tules estaba cada día más convencida de que Juan era hijo de su ama la condesita. ¿Pero cómo decir esto, cómo hacer las cosas? Por una parte, tenía miedo a Evaristo y no encontraba pretexto para ir al palacio de la Calle de Don Juan Manuel, y aunque arriesgándose pudiera ir ¿cómo declarar a su madrina lo que podía ser sólo sospecha, cómo platicar de esto con la misma condesita? ¡Imposible! La arrojarían de la casa, le dirían que era una malagradecida y canalla, pagando los favores que le habían hecho desde que nació con deshonrar a su propia ama; y ¿luego si el señor conde lo sabía? ¡Jesús! Ni trizas quedarían de ella, de Evaristo y de Juan. Tules cerraba los ojos aterrorizada y pasaba el tiempo sin resolverse a nada.

Tules tenía otro cariño, otro amor entrañable, vehemente, y era el cordero. Lo había mandado traer de la hacienda su madrina, y pequeñito, apenas había acabado de mamar, cuando un ranchero a caballo, caminando leguas y leguas, lo trajo con mucho cuidado. Aunque Evaristo y Tules no volvieron a la casa de Don Juan Manuel, Agustina, por los mil medios que tienen las mujeres, se informaba de su ahijada y no la perdía de vista. Le mandaba regalos de cuando en cuando, y sobre esto Evaristo no decía nada. Cuando recibió el corderito, que era de raza fina, Evaristo se puso muy contento; precisamente había tenido la intención de comprar un chivo o carnero. A la mayor parte de los carpinteros les gusta tener algún animal en su taller. Fue un cordero de paz; por algunas semanas no hubo querella y Tules tuvo por un momento la ilusión de que había cambiado de carácter. Generalmente se cree, y tal vez es cierto, que los carneros son poco inteligentes. Sea de eso lo que fuere, Tules con paciencia y cariño enseñó a su corderito a hacer muchas cosas. En primer lugar, la conocía y la seguía a todas partes como si fuese un perro. En las bendiciones de San Antonio Abad lo presentó con las pezuñas y cuernos dorados, y un collar de paño rojo y su campanita de plata.

Doblaba las dos manos y pedía de comer, atravesaba el taller en dos pies. Hacían una farsa con un cuchillo y el cordero tendía el cuello, daba algunos brincos irregulares como para manifestar el dolor de la herida, y después caía como muerto, estiraba los pies y cerraba los ojos. No cambiaba de esta posición sino llamado por la voz de Tules. Entonces se levantaba alegre, saltaba e iba como a besarle o a lamerle las manos. Era un primor, y la vecinas afirmaban que jamás habían visto cosa semejante. Tules todos los días lavaba y peinaba a su borrego, y su lana, mejorada con el cuidado, parecía de seda. Evaristo mismo tenía una predilección por el borrego, y cuando no había bebido aguardiente o acababa de recibir dinero, jugaba con él y le daba pedacitos de pan en la boca. A falta de hijo, el cordero era un lazo de unión en ese desgraciado matrimonio.

Cuando Evaristo, ya por entregar sus obras, comprar sus materiales o, lo que era más frecuente, por sus disipaciones con los amigos y comadres, hacía largas ausencias que a veces duraban días y noches enteras, Tules respiraba, descansaba, parecía que la torre de Catedral se le quitaba de encima. Entonces era Juan, era el cordero, era un viejo zentzontle que había sido de su madrina lo que formaba su familia, y limpiaba la cabeza de Juan, escarmenaba los sedosos vellones del cordero, se dejaba picar el dedo por el irascible zentzontle, que apenas cantaba un poco de noche, y haciendo un sabroso almuerzo, olvidaba todas sus penas y martirios, se hacía la ilusión de que Evaristo se había marchado y no volvería, de que su madrina le daría siempre dinero, de que Juan era como su hijo, y de que un día u otro le daría a conocer a su verdadera madre, que lo sacaría de manos del verdugo a quien la viejecita lo había entregado. Tules entonces se consideraba feliz. Era la única, la fugitiva luz que de vez en cuando entraba en el cuarto sombrío de su vida.

Tules, después de no dormir el domingo pensando en Juan, en su madrina y en la condesa, formó la suprema resolución de aprovechar la primera ausencia de Evaristo, ir a la Calle de Don Juan Manuel y contar los secretos que ya no cabían en su corazón.

XIX. San lunes

Glorioso, magnífico, espléndido para los artesanos de México, no tienen durante la semana otra idea, otro pensamiento, otra ilusión. Desde el martes, los días de la semana le parecen una eternidad; y sin embargo, trabajan y trabajan, velan y se fatigan, y se cortan las manos con los instrumentos y hacen los más grandes esfuerzos para entregar la obra el sábado o domingo, y todos estos sacrificios, todos estos afanes son porque de llegar tiene el glorioso, el suspirado San Lunes. ¡Quién piensa en el porvenir! ¡A quién le ocurre echar en una alcancía un poco, una mínima parte del jornal para que tengan siquiera que comer durante tres o cuatro días! ¿Comprar unas enaguas a la mujer buena y fiel que vela por el marido, que le lleva de comer cuando está preso, que sube y baja llorosa, con su rebozo en los ojos, las escaleras de la Diputación para conseguir, si no hay otro modo, a costa de un momento de olvido la libertad del marido? Ni pensarlo, mucho menos. Los hijos andan sin zapatos, no pueden ir a la escuela porque no hay cuartilla para comprarles en casa de Abadiano un silabario y una tabla de cuentas; el casero toca la puerta, y no hay para pagarle la renta; la accesoria sin una silla; todo dado al diablo; pero ¡cómo ha de ser de otra manera! Es viernes ya ¡gracias a Dios! San Lunes está cerca, es necesario sacrificarlo todo por este día sagrado que los artesanos mexicanos observan con más exactitud que los musulmanes el Ramadán. Sólo que entre los asiáticos es el ayuno, y entre los americanos la hartura, la indigestión y la crápula.

El domingo suele el artesano que no ha concluido la obra, trabajar medio día para entregarla a las doce y cobrar su precio o percibir el resto de su raya. Algunos se quedan en su casa, se tiran en su petate cansados y fatigados del trabajo, se estiran, se revuelcan para hacerse ellos mismos una especie de masaje, que vuelve a las coyunturas cansadas su elasticidad, y concluyen por dormirse. Otros, los más arreglados y hombres de bien, ayudan a la mujer a peinar a los muchachos y salen muy planchados y limpios a la misa de doce en la parroquia; regresan, sacan sus sillas al patio de la casa de vecindad y se sientan al sol, a platicar con los vecinos. A la tarde, como buenos padres de familia, van a la maroma de la calle de Arsinas o a los títeres o entremeses del teatro de Alconedo; pero siempre hay algo secreto y reservado entre ellos y la familia, y es el San Lunes. Guardan lo que pueden de dinero, se marchan de la casa a escondidas, porque las mujeres o las queridas se oponen generalmente a las festividades de San Lunes, y regresan las más de las veces heridos o contusos, sin un ochavo en la bolsa, si no es que van a pasar la noche a la Diputación.

No hubo modo de impedirlo. Evaristo se fue a la barbería, lo desmelenó un poco el maestro, lo rasuró, le arregló ya unas crecidas y revueltas patillas negras, y de regreso a su casa se vistió sus calzoneras de paño azul con botonaduras de plata, que a todo trance conservaba, lo mismo que el jorongo de Saltillo, y calando su sombrero jarano lleno de toquillas y chapetas de plata con remates de oro, se dispuso poco antes de las doce del día a salir de la casa.

No hubo modo de impedirlo.

—Mira, Evaristo —le dijo Tules con una voz que hubiera ablandado a cualquiera que no fuese el tornero—, no vayas por esos barrios a tirar tu dinero con amigos que no hacen más que gastarte lo poco que tienes. Mejor sería que nos fuésemos a pasear a la Villa de Guadalupe; tomaremos un coche de sitio, almorzaremos allí bien, y en la tarde, con la fresca, nos volveremos poco a poco a nuestra casa, muy quietos y en paz de Dios.

—Tú no tienes más diversión que la Villa de Guadalupe para meterte en la iglesia y no salir hasta que te echa el sacristán, y luego ¡qué almuerzo!, un mole aguado con la manteca cruda por encima. Ya sabes, a mí me gustan las enchiladas picantes y la sangre de conejo.

—Eso es lo que precisamente me da miedo, la sangre de conejo. Ya sabes que ese pulque es muy traicionero, se sube a la cabeza, y el hombre que se emborracha es un loco, no sabe lo que hace; además, lo poco que me has dado en la semana se me acabó ya y esta noche no tendremos qué cenar. Tú no quieres que yo vea a doña Agustina; ella me daría o me prestaría de seguro dinero y se lo iríamos pagando poco a poco.

—Siempre me sacas a esa maldita vieja de doña Agustina, que me repatea y se me sienta en la boca del estómago.

—Yo no te saco nada; te digo tan sólo que de veras, con tres cuartillas que me quedan, no puedo hacer la cena. Tampoco quieres que empeñe nada.

—¿Me pides cuentas? No faltaba más; yo trabajo lo que me da la gana, y tiraré mi dinero también en lo que se me dé la gana, y no me muelas con la Virgen de Guadalupe, ni con doña Agustina, porque ya sabes que tengo malas pulgas y no aguanto ni al alma de mi madre.

Buenas pruebas tenía Tules de que no aguantaba pulgas el tornero, pues tenía sus blancos y gordos brazos llenos de cardenales morados; pero sin hacer caso de sus repostadas y amenazas, con una vocecilla suplicante, le dijo:

—Mira, Evaristo, no quiero que te enojes, y ya veré cómo me compongo con la cena. Lo que quiero es que no salgas a hacer San Lunes. Te vuelvo a rogar; el corazón me dice que algo va a suceder; no vayas.

—¿Sucederme algo? Si no hay quien me complete a mí, y ya se me iban quitando las ganas de salir, pero sólo porque tú no quieres he de salir y saldré y tres más, y haré mi santa voluntad y tiraré el dinero, que para eso trabajo, y cena tú o no cenes, lo mismo me da.

Y Evaristo al decir esto, miraba malamente a Tules y sonaba en sus bolsillos los pesos y la moneda menuda que tenía.

—Te lo ruego por Dios, Evaristo —volvió a insistir Tules.

No hubo medio. Evaristo se abrochó las calzoneras, se enredó una banda de burato encarnada en la cintura, se caló el pesado sombrero jarano lleno de adornos de plata, se puso el jorongo en el hombro izquierdo y salió de la tornería sin dirigir la vista a Tules que quedó anonadada, y lenta y silenciosamente continuó lavando el tinajero y arreglando unos cuantos vasos y cubitos dorados de cristal.

Al desembocar una calle apartada del centro de la ciudad, llena de hoyos y de piedras, y por donde corre un caño de aguas negras y espumosas, formada de uno y otro lado de casas de vecindad, las unas de color de rosa, otras amarillo, otras morado y renegrido, imitación detestable de mármol, pero todo ello viejo, deslavado, cayendo en costras como dejando descubierta su fea epidermis de adobe, o de pedruscos sueltos y mal encadenados, asomando en los zaguanes chicuelos medio desnudos, con las greñas enredadas en fragmentos de pambazo y con bigotes de champurrado o de mole del día anterior, se divisa un gran cobertizo o jacalón con un techo de tejamanil, que el tiempo, las aguas y el sol se han encargado de ennegrecer y de imprimirle un aspecto siniestro. Este techo torcido e irregular donde penetran las lluvias, descansa en vigas mal trabadas y en unos trozos de árbol mal pulidos, enterrados en un pesado zócalo de piedra que sirve también de asiento y descanso. El pavimento es de tierra negra, y los cuatro vientos entran y salen, arrojando, cuando son impetuosos, el polvo, las basuras, los desechos de los almuerzos y fandangos populares.

Pero el fondo de ese extraño edificio, que más bien parecía olvidado allí desde los tiempos anteriores a la Conquista, tenía algo de claro y de alegre que contrastaba con la triste desnudez del resto. En el centro de una pared blanca que lo cerraba enteramente por ese lado, estaba colocado un gran marco con la imagen de un San José muy mal pintado al óleo, adornado con flores coloradas y blancas de papel, industria muy conocida de los comerciantes del Portal de las Flores. Todo el ancho de la pared, ocupado con grandes tinas llenas de pulque espumoso, pintadas de amarillo, de colorado y de verde, con grandes letreros que sabían de memoria las criadas y mozos del barrio, aunque no supieran leer: La Valiente, La Chillona, La Bailadora, La Petenera. Cada cuba tenía su nombre propio y retumbante, que no dejaba de indicar también la calidad del pulque. Algunos barriles a los costados, una mesa pequeña de palo blanco y varias sillas de tule. El suelo estaba parejo, limpio y regado, y esparcidas hojas de rosa. El domingo era día clásico. El lunes lo era más, se podía decir de gala.

Tal era la antigua y afamada pulquería de los «Pelos».

Afamada por sus pulques, que eran los mejores y más exquisitos de los Llanos de Ápam; afamada por la mucha concurrencia diaria, mayor el domingo y en toda su plenitud el lunes; y afamada, en fin, por los muchos pleitos, heridos, asesinatos y tumultos.

El tornero, arrogante y erguido, entró por el extremo opuesto; atravesó todo el espacio hasta llegar al tinacal.

—Qué solo está esto, don Jesús, y ya es tarde. ¡Qué diablos habrá sucedido con la gente! ¿Algún sermón del padre Pinzón los habrá acobardado? —dijo Evaristo al jefe o encargado del tinacal.

Don Jesús era un hombre alto, fuerte, muy gordo, con las narices rematando en una media bola de color de fuego, donde se veía uno tentado de encender un cigarrillo; patillas muy negras, espesas y cerdosas, cortadas al estilo de los toreros andaluces, cejas juntas y ojos chicos y maliciosos; estaba en pechos de camisa, con un calzón ancho de pana azul; y entre la banda negra que le daba dos vueltas a la cintura, atravesado un ancho belduque con su vaina de cuero amarillo. Cerca de él saltaba, haciendo muecas y farsas, el jicarero, que era un muchacho como de veinte años, de la raza indígena, que le llamaban Garrapata, y dos chicuelos más para hacer los mandados que se les ofrecían a los parroquianos.

—Ya irán viniendo, don Evaristo —contestó el pulquero sacudiéndole la mano— en cuanto lleguen los músicos y las almuerceras ya me lo dirá usted.

—Es que vengo dispuesto a rifarme con los guapos.

—Mejor haría usted, don Evaristo, con darme la mitad de su dinero y guardarse la otra mitad, porque no hay lunes en que no pierda lo que trae en la bolsa. No sé qué clase de mano tiene usted que hace milagros en el torno, pero nunca puede echar la teja en medio de la rueda.

—Ya nos veremos hoy.

—Es que tendrá que habérselas con algunos muy listos. No dejarán de venir hoy el tuerto Cirilo, Vicente La Chinche y mi tocayo Chucho El Garrote. Llegaron de tierra adentro la semana pasada, y vienen muy habilitados.

—¿Y cómo?

—Allá lo saben ellos. Ya me conoce, don Evaristo; no me gusta saber vidas ajenas. El día que me metiera a chismoso no duraba dos días en este sitio, y de veras acababa la pulquería de los «Pelos».

Estando en esta conversación se presentaron tres ciegos conducidos por un muchacho. El uno con un gran guitarrón y los otros con sus bandolones. Las almuerceras llegaron al mismo tiempo, establecieron sus anafes y una indita tortillera comenzó a moler y a echar tortillas calientes.

Una hora después los bandolones rasgaban un estrepitoso jarabe, las frituras de longaniza y carnitas saltaban en las cazuelas, y el maíz molido, el chile y el pulque producían una mezcla de aromas indefinibles, embriagadores para los concurrentes, pero repugnantes y nauseabundos para los que no estaban acostumbrados. La concurrencia fue aumentando de hora en hora, y al mediodía el espaciosos jacalón estaba completamente lleno. Artesanos con sus camisas muy limpias y encarrujadas, sus pantalones de coleta amarilla o de pana, sus sombreros nuevos, más o menos adornados. Los unos con chaqueta, otros en pechos de camisa; alegres, listos, con sus fisonomías trigueñas, sus ojos, barba y pelo negro, y en lo general inteligentes y simpáticos. No dejaba de estar matizado este cuadro con el aspecto de limosneros andrajosos y de indios pobres, tristes y enredados en una sucia sabanita de jerguilla, recargados como si fuesen unas estatuas, contra los toscos pilares del jacalón.

No tardaron mucho en reunirse los grupos de conocidos. Unos se sentaron en la tierra húmeda, junto a las almuerceras, y comenzaron con un placer que les salía por los poros del cuerpo a mascar los tacos de chorizos y camitas; otros a sopear el mole verde con las quesadillas acabadas de freír; otros establecieron sus partidas de rayuela. Cerca de las tinas, ocho o diez mujeres de zapato de raso, pierna pelada y enaguas anchas y almidonadas, cantaban y zapateaban un jarabe, alternando con versos picarescos, y los bandolones y el guitarrón, al acabar el estribillo, se hacían casi pedazos; risas, aplausos, cocheradas, palmoteos, gritos, cuantas formas de ruido se pueden hacer con las manos, tantas así salían del grupo difícil de penetrar que rodeaba a las bailadoras.

Don Jesús, con su largo belduque en la cintura, daba vueltas, recorría su gran jacalón, como imponiendo miedo y orden con sólo su presencia. Dos aguilitas almorzaban muy tranquilos, sentados junto a un pilaron, con su larga espada entre las piernas.

Repentinamente el tornero separó con manos y codos a los que le estorbaban el paso, y cayó como del tejado en medio del círculo; encarándose con una bailarina, muchachona de no malos bigotes, se puso las manos tras la cintura y comenzó a pespuntear un jarabe que le valió los aplausos de la rueda, que se propagaron por toda la pulquería. Evaristo había comido una quesadilla y bebido medio tecomate de pulque. Estaba alegre y nada más.

Cuando los dos que formaban la pareja de jarabe, cansados y goteándoles por la figura el sudor, apenas podían mover los pies, la música cesó y los ciegos voltearon sus instrumentos, los colocaron junto a sus sillas y pidieron a Garrapata una jícara de pulque. Los ciegos, en los fandangos populares de México, son los bastoneros, y cuando se fastidian de tanto rascar los bandolones cesan, y no hay modo de volverlos al orden hasta que no han bebido o comido algo.

Evaristo se limpió el sudor con la manga de la chaqueta, sin más ceremonia echó el brazo al cuello de su compañera, y haciendo a un lado con el codo y con el pie a la multitud compacta que lo rodeaba, atravesó triunfante hasta el otro extremo de la pulquería, donde había una almuercera que tenía ya a punto las chalupitas de chile verde y un rimero de tortillas blancas y delgadas que despedían el oloroso vapor del maíz.

—Almorzaremos, chula, y bien, que para eso tengo las bolsas llenas de dinero, y con algo se ha de pagar ese zapateado que en mi vida lo he visto bailar mejor.

—Como quiera —le contestó la compañera—, pero déjeme que busque a Chucho y también lo convidará. ¿No hay obstáculo?

—Ninguno; que vengan los que quieran, que hay para pagar hasta que se me arranque.

La muchacha se separó y deslizándose como una culebra y haciendo zig zags entre la turba, buscó a Chucho hasta que dio con él.

—Don Evaristo nos convida a la pulcata ¿vienes?

—Y no andes, Pancha, refregándote mucho con don Evaristo, ya te vi; pero vamos, y cuidado, no tengamos a la noche una pelotera.

—Y que la tengamos, ya sabes que no me dejo; pero no te me vuelvas el exquisito; jala por delante —y la muchacha le dio una suave cachetada en la mejilla, lo miró bien, como quien dice «no tengas cuidado», y lo empujó.

Los dos llegaron a donde los esperaba Evaristo. La almuercera había ya colocado en la tierra refrescada con el riego unos petates, unas servilletas bordadas de lomillo, una cazuelita en medio, con sal y chilitos verdes, unos platos de loza poblana y sus correspondientes vasos verdes, largos, profundos y torneados en forma de espiral, servicio de vidrio muy popular debido a la industria típica de Puebla, establecida y estacionada seguramente hace más de cien años.

—Don Evaristo, aquí tiene a mi marido Chucho —dijo Pancha.

—Ya me lo había dicho don Jesús —contestó Evaristo tendiendo la mano a Chucho, que éste apretó.

—Conque compas y a almorzar —respondió Evaristo— que las chalupitas se ponen tiesas si se enfrían. —Al mismo tiempo tendió su jorongo en el suelo e hizo seña a Pancha para que se sentara—. Y los demás amigotes que vengan, llámelos —le dijo a Chucho.

Sin hacerse del rogar, Chucho, que ya se había sentado, se levantó y volvió a poco acompañado del tuerto Cirilo, de Vicente La Chinche y de otras dos o tres mujeres más. Se sentaron, formaron rueda; la almuercera no tenía ya ni tiempo para freír enchiladas y chalupitas, ni para servir los platos; la sartén de los frijoles refritos humeaba, la tortillera no cesaba su monótono ruido con las palmas de las manos y echaba las tortillas por entre la cabeza de los concurrentes; los tecomates, encarnados como la laca del Japón, llenos de blanco e hirviente Tlamapa, alternaban con la sangre de conejo, rebosando y goteando en las servilletas, en las camisas blancas y en las almidonadas enaguas de muselina. Los almorzadores circulaban los tecomates sin cesar, mordían los tacos con aguacate y chilitos verdes con un verdadero placer; reían franca, ingenuamente; se pellizcaban hombres y mujeres; se decían sus requiebros a su modo; gozaban como ningún día de la semana; tenían más hambre, más fuerzas, más deseos; veían la vida por el lado alegre, sin cuidarse ni de sus esposas ni de sus hijos; gastaban el dinero sin pensar lo que comerían el martes. ¡Quiá! Se empeñaría el jorongo y la chaqueta; la mujer pediría prestado a las vecinas; el artesano, algo adelantado al patrón; en último caso, una tortilla y un poco de pulque; y para las criaturas un poco de atole y un pambacito blanco. Era lunes, el San Lunes; el glorioso San Lunes, en el que pensaban la semana entera. Evaristo el primero, desde que olvidando el trabajo y las costumbres sencillas y monótonas de la hacienda, y siéndole ya pesada la pobre Tules, no pensaba más que en Casilda; y mientras la encontraba, a divertirse y a tirar el dinero en las pulquerías y en los trucos de billar. Glorioso San Lunes. Evaristo bebía, bebía; pero su cabeza era fuerte. Estaba algo más que alegre, pero no borracho. El grupo de almorzadores estaba rodeado de gente curiosa y algunos indios callados, con su mirada triste, inmóviles y envueltos en sus viejas frazadas.

De cuando en cuando Pancha les pasaba un tecomate con restos de pulque blanco y de sangre de conejo. Los indios devolvían la vasija vacía, y besando la mano de Pancha, le decían:

—Dios se lo pague, madrecita.

Y Pancha les daba un rollo de tortillas.

—Pa tus hijos —les decía.

—¡Las mujeres siempre son buenas!

Uno que otro decente asomaba la cabeza para ver la gran festividad del San Lunes. Era un empleado o el hijo de algún escribano, o un portero de oficina que se retiraba a comer; se les hacía agua la boca, y al llegar a su casa mandaban a la criada por un real de quesadillas y chalupitas para añadirlas a su almuerzo.

Tiempo tendremos de hacer conocimiento con los demás personajes del San Lunes, por ahora lo haremos con Pancha, que tenía por sobrenombre la «Ronca», porque a consecuencia de una fiebre le quedó la voz velada. Era mujer legítima de Chucho, que tenía el apodo de Garrote porque siempre traía en la mano un bastón grueso, cuyo puño representaba una cabeza de conejo que le había tallado Evaristo; y por lo pronto era todo el conocimiento que tenía, y el haberse una que otra vez encontrado en las vinaterías y pulquerías. Chucho era chaparro, de cuello grueso, espaldas anchas y piernas zambas, siempre muy limpio y rasurado; vestía una especie de blusa de lona y calzón de pana color café. Mucho tiempo fue cargador de la aduana; pero un día, jugando en el patio, dio de chanza un trompón en la sien a otro cargador y lo dejó muerto en el sitio. Como había muchos testigos que declararon que no había habido malicia en la muerte, estuvo solamente tres años en la cárcel, como olvidado y sin que se siguiera su causa.

Un día el alcaide, que concluyó por ser muy su amigo, lo puso en libertad, pero perdió su destino. Chucho era hombre de bien; pero a poco que salió de la cárcel y que continuó aparentemente siendo cargador de la esquina, vestía bien, ganaba dinero, se robó a Pancha de una casa de vecindad, después se casó con ella, y los dos gastaban, triunfaban y hacían San Lunes, y nadie sabía cómo. El único que todo lo sabía o lo maliciaba, era su tocayo el pulquero; pero no decía ni a su sombra una palabra.

Volvamos a nuestros felices y alegres convidados. Prolongóse a más de dos horas el convite, y entrada la tarde convinieron en que mientras las mujeres bailaban con quien les diera la gana, jugarían unas partidas de rayuela. Evaristo pagó, y bien, a la almuercera; pero aún le quedaba bastante dinero en el bolsillo, que no cesaba de hacer sonar y remover con las manos, con asombro de los inditos, que lo miraban azorados como si fuera el mismo Dios del oro.

Comenzaron por apostar una botella de mistela de naranja. La mistela entonces, y tal vez ahora también, con otro nombre más retumbante europeo, era un compuesto de chinguirito reforzado con alumbre y cáscara de naranja en infusión. Un verdadero veneno, capaz de trastornar la cabeza más fuerte. Se trajeron de la vinatería vecina, no una, sino media docena de botellas. Evaristo perdió y las pagó. La rayuela continuó, y Juan el genovés, en lugar de las tejas de plomo sacó un par de onzas de oro. Evaristo hizo lo mismo, y siguieron jugando y bebiendo mistela.

En media hora, todo el dinero de Evaristo había pasado al bolsillo de Chucho El Garrote. Evaristo estaba medio borracho; la echó de generoso, disimuló y fue a la rueda del baile. Separó con la mano al que hacía frente a Pancha y continuó bailando y taconeando, pero ya como queriendo caer. Se hizo el fuerte, se quitó el sombrero y lo tiró a los pies de Pancha. Ella lo aceptó, y entusiasmada con lo que había bebido, pespunteaba de lo lindo, se acercaba provocante a Evaristo, levantando sus enaguas hasta media pierna y logrando los palmoteos y dichos picantes de la rueda.

En esta vez Chucho, que menos bebido observaba a su mujer, no aguantó más; con una mano cogió de las trenzas a Pancha y la apartó lejos, y con la otra dio un revés en la cara a Evaristo, no muy fuerte, porque lo habría matado como al cargador su compañero.

—Si es hombre —le dijo— véngase conmigo.

Evaristo, aturdido, de pronto se quedó sin saber qué hacer.

—Véngase —le repitió.

Evaristo buscó en la cintura su puñal, que nunca abandonaba en el día sagrado de San Lunes. Ya tenía experiencia, y se le fue encima a Chucho. Los curiosos se apartaron de un lado y otro.

—Cobarde, montonero ¿no ve que no tengo arma? Pero no le hace.

Evaristo, frenético, seguía a Chucho tirándole puñaladas, que el otro se quitaba diestramente con el sombrero, que jugaba admirablemente como si fuese un escudo.

Así salieron de la pulquería a la plazoleta polvorosa y a la calle cercana mal empedrada. Pancha y las demás mujeres les seguían gritando quién sabe qué cosas. Los partidarios de Evaristo, que eran carpinteros y torneros, tomaron parte en favor de él. Los léperos del barrio en favor de Chucho, y en breve se hizo el combate general, silbando las piedras en todas direcciones.

Don Jesús, el dueño de la pulquería, sereno e impasible, se limitó a sacar su belduque y se puso al frente de su tinacal en compañía de Garrapata, que reía y no cesaba de hacer gestos y piruetas.

Los dos míseros aguilitas quisieron intervenir, pero nada: a uno de ellos tocó una pedrada en una taba, y se fue a refugiar a un zaguán; el otro, con la espada desnuda, corrió a pedir auxilio al cuartel de infantería de San Pablo.

Entre tanto, sin saber él mismo cómo, Evaristo había sido desarmado y estaba tendido en un charco de lodo, y Chucho encima de él.

—No lo mates —le dijo Pancha— no seas bruto; al fin pagó y nada ha de haber entre nosotros.

Los soldados llegaron corriendo, con la bayoneta calada y repartiendo cañonazos a diestro y siniestro; hubo descalabrados y contusos; la multitud se dispersó como por encanto; la tropa se retiró al cuartel, y el aguilita, con su compañero cojeando, se dirigieron a la Diputación. Don Jesús y Garrapata permanecieron inmóviles delante de sus tinas coloradas, verdes y amarillas. Las sombras invadieron el viejo jacalón; el barrio quedó solo y silencioso, y gruesas gotas de agua, que se desprendían de un cielo negro, borraron en breve la sangre de conejo y la sangre humana que manchaba la famosa pulquería donde los artesanos celebraban el glorioso San Lunes.

La inquietud de la pobre Tules había sido grande. El aprendiz salió a dar un paseo, y ella lavó tinajero, trastos, vigas y cuanto encontró, sin que pudiera calmarse un instante. El borrego, amarrado en el patio, también había estado inquieto, saltando, balando y queriendo reventar el cordel. Tules lo metió al cuarto, lo acarició, le dio unos cuantos pedazos de pan, y en esto regresó Juan de su paseo.

—Es ya muy tarde y Evaristo no ha venido, quizá tendré tiempo para hacerle algo de cenar. Si quisieras quitarte tu chaqueta y llevarla a la vinatería, con lo que te den, compra pan, queso y manteca, y aquí tengo dos chiles y unos pocos de frijoles de ayer. Haré un poco de chile con queso y refreiré los frijoles. No compres pulque en el bodegón, porque bastante habrá bebido Evaristo.

Juan, sin decir una palabra, salió y no dilató en volver con lo que le había encargado. Echó carbón en la hornilla. Tules para hacerse quizá ruido y creyendo que también halagaría a su marido cuando llegase, colocó la limpia mesa en medio del cuarto, puso una servilleta limpia y bordada, una tinajita de Guadalajara con agua fresca, un cubierto y fue al brasero donde ya gritaba la manteca caliente.

Se escuchó un ruido de pasos. Un vuelco dio el corazón de Tules y soltó una cazuela que tenía en la mano.

Evaristo, envuelto en su jorongo, con el sombrero machucado, sin la toquilla, las patillas greñudas y en la cara verdugones sanguíneos, entró vacilando; con algún trabajo pasó el umbral, y sombrío, temible, sin hablar una palabra, se dejó caer en un sillón de terciopelo carmesí que olía a incienso y a iglesia y que le había dado a componer el abad de Guadalupe. Juan se refugió en un rincón y Tules se quedó como estatua delante del brasero. La manteca se quemó e hizo una llamarada; el líquido rebasó la cazuela y apagó la lumbre. La cena preparada con tanto trabajo, estaba perdida; nueva congoja de Tules. ¿Qué daría a su marido si la pedía? Pero no hubo necesidad. Evaristo, vuelto de esa especie de insomnio producido por el alcoholismo, recobró al parecer un vigor extraño. Tiró el jorongo y el sombrero, se limpió la cara con las manos y se compuso las patillas.

Evaristo venía humillado de su derrota, pero rabioso, no sabiendo con quién saciar su venganza.

—¡La cena! —gritó con voz enloquecida por la mistela y el pulque.

Tules tembló, pero echó en un plato los restos quemados del guisado, y no tuvo más remedio que servirlos a su marido.

—Los frijoles estarán mejor, voy a refreirlos. Espera, espera un momento, Evaristo, no te enojes.

Apenas Evaristo vio delante la especie de pasta negra y grasosa, cuando cogió el plato y lo lanzó a la cabeza de su mujer, que se agachó y evitó el golpe.

—Eso te lo comes tú y la vieja puerca de doña Agustina. —Tiró al mismo tiempo de la servilleta, y trastes y tinaja de agua fueron al suelo.

—¡Evaristo, por la sangre de Cristo que te calmes! ¡Espérate, haré en un momento otra cena! ¡Lo que tienes es que has bebido un poquito, te lo decía al salir, que ese pulque colorado…!

—No me andes con sermones, ya quisieras parecerte a Casilda y a Pancha; ésas sí que son mujeres, no tú, que bastante te he aguantado no sé cuántos años; pero esta noche hemos de acabar tú, el aprendiz, el borrego y mi alma condenada también. Me han pegado, me ha tirado en el suelo ese bruto de Chucho El Garrote, pero lo he de matar; por ti, por ti, que no eres más que una…

El tornero, vacilando, cayendo, levantándose por el cuarto, blandiendo los puños, buscaba un arma, un instrumento; y bastantes había para herir, para exterminar a todo el mundo. El delirio del alcoholismo había llegado a su colmo.

Tules huía por un lado, Juan el aprendiz por otro.

—¡Maestro, maestro! —gritaba el aprendiz.

—¡Por Dios, Evaristo, no me mates, me iré, mañana no me tendrás aquí! ¿Qué te he hecho?

Evaristo tropezó con el sillón que olía a incienso y a iglesia y se hizo una herida en la frente, pero se levantó más furioso y encontró un formón.

—¡No me mates, Evaristo, de rodillas te lo pido!, ¡por Dios!

Evaristo se lanzó con el formón levantado.

—¡Eso no, maestro; eso no! —gritó Juan, y tomando un serrote, acertó un golpe a la cabeza de Evaristo, el que, aturdido un poco se detuvo.

Juan se refugió detrás de la silla del abad; Evaristo la hizo pedazos a golpes, y creyendo que había matado al muchacho, volvió sobre la pobre Tules, que de rodillas como una santa, con las manos enclavijadas, suplicantes, decía:

—¡No me mates, no me mates!… ¡Dios mío, ten misericordia de…!

Evaristo loco, delirante, hundió varias veces el formón en el pecho de Tules, que no tuvo aliento más que para decir:

—¡Jesús, Jesús me ampare! —y cayó bañada en su sangre.

Evaristo con los ojos saltándosele, chorreándole sangre por la cara; permaneció un momento con el brazo levantado, con el formón sangriento hasta el mango, y después como una torre, se desplomó junto a Tules, deponiendo, arrojando por ojos, boca y narices la sangre de conejo, la mistela y la sangre que su pobre mujer había derramado inicuamente.

¡Glorioso San Lunes, magnífico San Lunes el de los artesanos de México!

XX. Delirio

Una vela de sebo que había quedado sobre el brasero, alumbró tristemente el resto de la noche el cuadro de desolación y de horror que presentaba el taller. Evaristo, por una extraña alucinación producida por la mezcla del pulque con los licores reforzados con alumbre y otras sustancias venenosas, al herir a Tules hundiéndole el instrumento en diversas partes de su cuerpo, pensaba destruir una cosa, para poseer otra: quería aniquilar a Tules para que inmediatamente la reemplazase Casilda, a la que en verdad no había vuelto a encontrar; así al vomitar su boca alcohólica y sangrienta atroces injurias contra su mujer, mezclaba el nombre de Casilda y refería las escenas secretas y escandalosas que tanto se habían repetido mientras estuvieron unidos en su casucha en San Ángel. Creía tener a las dos mujeres delante de él; y así como arrojó a la calle a Casilda dándole una paliza, para casarse con Tules, en esos momentos trataba de acabar con Tules para volver a echar el brazo al cuello de Casilda; y entre él y estas visiones se interponía Juan el aprendiz levantando sobre su cabeza una larga y afilada sierra; así, loco, frenético, profería palabras incoherentes, buscaba instrumentos, trozos de madera, martillos para destruir, para herir, para triunfar de estas visiones amenazadoras, para hacer desaparecer el sillón de terciopelo rojo oliendo a incienso y a iglesia, y que como escudo había libertado al muchacho de ser asesinado.

Evaristo, al caer beodo y herido por el golpe que le asestó Juan y agotados los últimos esfuerzos de sus nervios excitados por la bebida, tendió los brazos al aire, creyendo estrechar a Casilda y dio sobre Tules, y la boca impura y sucia del bandido quedó pegada a los labios fríos y descoloridos de la pobre muerta, de donde acababan de salir dolorosas palabras pidiendo misericordia al asesino y encomendando su alma a Dios.

Quién sabe cuántas horas permanecieron al parecer confundidos y estrechados en supremo abrazo el asesino y su víctima. La triste vela de cebo arrojó sus últimas e indecisas luces, y quedó en la oscuridad y en el silencio esa lúgubre escena, como si Dios, horrorizado de la depravación del hombre que hizo a su imagen y semejanza, hubiese querido, aunque fuese por un momento, echar un velo sobre ese negro crimen. A poco, los rayos primeros de un sol espléndido entraban por dos anchos círculos que, para darle ventilación y luz, había en lo alto de las puertas del taller.

Juan, envuelto en las astillas, en los trozos de madera tallados, en los modelos de cartón que servían al hábil tornero para sus esculturas, había permanecido inmóvil y como muerto detrás del milagroso sillón, que olía a incienso y a iglesia, y que estaba resquebrajado y hecho trizas por los golpes furiosos de Evaristo. Al tratar de guarecerse detrás del sillón, y ésa fue quizá su fortuna, cayó y dio su cabeza contra el banco, y la emoción y el golpe lo privaron del sentido. Repuesto ya, se incorporó, se limpió los ojos muchas veces, sin cesar de mirar hacia donde estaba el grupo sangriento, y con los cabellos erizados y las manos crispadas, mientras más miraba creía que era presa de una horrible pesadilla. Juan se había acostumbrado a la miseria y a la accesoria ahumada y mefítica de la atolería del Callejón de la Condesa; pero la mansedumbre de la vieja Nastasita y la bondad de las indias rústicas que molían y trabajan todo el día, enseñando con sus naturales risas las hileras de sus blancos dientes, le habían en otro tiempo proporcionado, en medio de su orfandad, una cierta felicidad; pero una escena de sangre, de violencia y de frenesí como la que tenía delante de sus ojos, le producía sensaciones encontradas de terror y de tedio que él mismo estaba en la imposibilidad de clasificar. Por fin, sin darse él mismo cuenta, sino que por el solo impulso de sus nervios, se levantó resueltamente, cogió un hacha que tenía junto y se acercó al grupo espantoso. Evaristo roncaba como si estuviese ahogándose; a ocasiones se revolvía, haciendo un esfuerzo para ponerse en pie, abría grandes sus ojos y giraba su mirada al derredor del cuarto, después caía de nuevo como anonadado y agotadas sus fuerzas sobre el cadáver de Tules.

El primer impulso de Juan fue levantar el hacha y hacer mil pedazos la cabeza de su maestro. Era el momento, no de la venganza, sino de la justicia. Allí pagaría los golpes, las humillaciones, el hambre que le había hecho padecer sin enseñarle en compensación ni aun los primeros rudimentos del oficio, empleándolo sólo, como si fuese una bestia bruta, en dar vueltas al torno; pero esto no era nada; su maestra, su pobre maestra que lo había querido como a un hijo, que por defenderlo se echaba encima a cada día las iras del marido; su maestra tan buena, tan joven, tan bonita, estaba tendida nadando en su sangre, que aún brotaba de los muchos agujeros que Evaristo le había hecho con el formón. E la hora y la oportunidad propicia para el castigo; pero en esos momentos Juan deseaba que el tornero se levantase y lo reconociese, que tomase otra hacha y entonces entablar una lucha a muerte hasta hacerse pedazos, hasta formar una especie de escultura con sus carnes, como se formaban en los trozos de madera. Juan removía fuertemente a Evaristo con el pie y se inclinaba tomándole los brazos para ayudarlo a levantar y que comenzara la pelea… pero nada; Evaristo volvía a caer como un cuerpo muerto y azotaba sus dos brazos contra el enmaderado del cuarto. Repentinamente vino a Juan una idea. Si yo mato al maestro, de seguro que un día u otro que me cojan, todas las vecinas atestiguarán que yo he matado también a la maestra, y aunque lo niegue, nadie me lo creerá, y eso sí que sería para mí peor que la muerte…

Juan cesó de remover y de incitar a la lucha a Evaristo, dejó caer el hacha de sus manos, miró la cara pálida de su maestra, donde aún se reconocía la mansedumbre y la bondad, y comenzó a derramar silenciosas lágrimas.

Después de un rato se limpió los ojos con la manga de su camisa, tomó un jarro del brasero, abrió con cuidado la puerta, la cerró tras de sí de la misma manera, diciendo: «¡Mi pobre maestra, mi pobre maestra!», y atravesó el patio como lo tenía de costumbre todos los días, con su traste en la mano para buscar la leche que servía para el desayuno.

El sol había salido ya, la casera barría el frente de la calle, las vecinas entreabrían las puertas de sus cuartos, salían a hacer su compra o regaban el patio con el agua del pozo; todo estaba en la mayor calma; el día claro y despejado, la mañana, fresca. Nada anunciaba que en esa casa tan tranquila hubiese pasado pocas horas antes un horroroso drama.

¿Evaristo, con cierta conciencia de lo que pasaba, vio al aprendiz con el hacha levantada, tuvo miedo y continuó fingiendo que aún estaba borracho? ¿O lo estaba efectivamente todavía, hasta que llegó el momento en que, disipada la influencia del pulque, volvió en sí de su sangriento delirio? Eso es lo que quizá no podría explicarlo él mismo; pero el caso fue que poco a poco se sentó, después se puso en pie, se agachó y tomó el instrumento que el muchacho había dejado abandonado.

—¿Se iría ya? ¿Estará escondido acechándome para matarme? ¿No lo vi delante de mí con el fierro levantado para matarme, cuando estaba yo tirado e indefenso? ¡Canallas! Canallas todos éstos, como decía el conde; si lo hubiese yo medio matado a palos antes, no habría ahora un testigo contra mí, para perderme.

Evaristo se acercó con cierto miedo y el arma levantada, al sillón del abad que olía a incienso y a iglesia, y lo removió. El sillón dorado de terciopelo rojo, hecho ya trizas, cayó con cierto estrépito como si hubiese sido también una víctima inmolada al furor alcohólico del artesano… de Juan nada… Evaristo removió astillas, tablas, trozos de madero… nada… el aprendiz se había largado… iba a denunciarlo, no tardaría en volver con el alcalde y con los soldados del cuartel cercano… no había tiempo que perder. ¿Qué hacer, cómo salir cubierto de sangre por el patio de la casa y por las calles? ¿Adónde iría? Al monte de Río Frío. No le quedaba otra salida. ¿Pero la manera de hacerlo?

Evaristo pensó en el carnero, en el Consentido, como le llamaba Tules y las vecinas, que lo querían mucho, y cuando estaba amarrado en el patio le hacían caricias y le daban pedacitos de pan en la boca. Matarlo, no había más remedio; así podría salir al patio con las manos y la camisa manchadas de sangre, presentarse ante las vecinas y convidarlas un trozo para hacer una fritanga. Se le ofrecía otra dificultad. ¿Y el cadáver de Tules? ¡Oh! eso era fácil; enterrarla debajo de las vigas. Un día o dos podían pasar así las cosas y mientras él ganaría el monte de Río Frío. Llegado allí, estaría salvado; encontraría sin duda otros criminales como él, y el monte era inexpugnable. Los soldados se contentaban con pasear por las orillas del camino real y jamás habían penetrado en su espesa arboleda; ¿pero si el aprendiz venía antes con el alcalde? Entonces era hombre perdido… De todas maneras, matar al Consentido era cosa resuelta; él tenía que salir a sacar agua del pozo para lavarse, y esto no lo podía hacer sin pretexto… Después de matar a la mujer buena y honrada, tenía que sacrificar al inofensivo cordero.

No sé si a algunos animales les está concedido el alivio de las lágrimas; pero de lo que estoy seguro, por una serie de observaciones, es que el carnero es un animal que parece que sabe el destino que tiene de ser inmolado diariamente para el alimento del animal voraz que se llama hombre; que tiene un horror muy marcado por la sangre, y que, cuando está seguro de su muerte, sus grandes ojos oscuros tienen una mirada tan suplicatoria, tan triste, que seguramente cualquier persona de corazón delicado preferiría comer otra cosa que personalmente matar a tan inocente criatura de Dios.

El Consentido estaba, como quien dice, acostumbrado a las escenas que pasaban en la tornería; lo mismo que las vecinas, que ya no hacían caso y se limitaban a compadecer a Tules. Voces, gritos, bancos tirados unos sobre otros; instrumentos de acero chocándose entre sí, todo esto era común y diario, ya porque el maestro disputaba con un tapicero, ya porque reñía a Tules, ya porque castigaba al aprendiz. El borrego se limitaba a agachar la cabeza, pues ya le habían dado de rechazo algunos zoquetes de madera en la frente; o si estaba suelto, salía como disimuladamente al patio, hasta que, aplacada la tormenta, Tules lo llamaba para darle de comer.

En la noche de la catástrofe, el carnero seguramente notó algo extraordinario. Cuando Evaristo con sus fuertes pasos, con sus juramentos y tirando muebles y maderas hizo casi temblar el taller, el carnero agachó la cabeza y la ocultó en el hueco del banco en que estaba amarrado; después que volvió todo al silencio, la sacó poco a poco y clavó la vista en su ama tirada en el suelo en el lago de sangre. ¿Es que el animal tenía idea de que la que le daba de comer, lo peinaba, le daba besos en su hocico limpio y untuoso estaba muerta? ¿Quién sabe lo que pasa a los animales que del estado natural y salvaje vienen a vivir en la sociedad de los hombres? Creo que se opera en ellos, aun en los menos avisados, una transformación completa. Entienden el idioma, tienen quizá aunque sea una idea de lo que pasa en las casas; se alarman con los ruidos, se animan con la música y la alegría; vienen a formar parte de la familia.

El cordero, el tímido cordero, querido y consentido de Tules, toda la noche estuvo temblando y no despegó sus grandes ojos negros, profundamente tristes, del grupo sangriento que estaba junto a él.

Evaristo, sombrío y terrible, desató al borrego, buscó un arma aguda; pero el animal, aterrorizado, dio un salto y fue a caer sobre el cadáver de su ama. El golpe que Evaristo le había tirado hirió sólo el aire…

—Hasta el borrego se resiste —gritó furioso—; su lana está manchada con sangre y será una prueba; no puedo dejarlo vivo… el maldito aprendiz no tardará en venir.

Y tiró otra puñalada al borrego, tan inútil como las otras. Entonces se entabló una especie de lucha. Los golpes se amortiguaban en la esponjada lana… ya era mucho; el aprendiz estaría quizá en la puerta con el alcalde… Evaristo quiso salir de esta situación; tomó una pesada garlopa y acertó un golpe tremendo que partió la frente del carnero, el que cayó medio muerto sobre el cuerpo de Tules.

—Bien —dijo Evaristo por ese lado he concluido; pero no hay que descansar—. Como mejor pudo se limpió la sangre de la cara y barbas, mudó la camisa y las calzoneras del San Lunes por otras viejas que usaba para trabajar, entreabrió con precaución la puerta, y salió al patio arrastrando al carnero moribundo y que aún entreabría sus tristes ojos, y lo acabó de matar en el patio.

—¿Pero se ha vuelto usted loco, don Evaristo? —le dijeron las vecinas que ocupaban un cuarto frente al suyo—. ¿Qué ha hecho usted… matar al Consentido que tanto quería doña Tulitas? ¿Cómo lo ha permitido?

—Más dolor tengo yo que ella, que se fue muy temprano para no presenciar la ejecución —contestó el tornero con una tranquilidad aparente—; pero ¿qué quería usted que hiciera? Anoche, y tal vez oyeron ustedes el ruido, se le enredó el mecate, tiró del banco de encino, se lo echó encima, y se le quebraron las dos manos; no había más remedio que matarlo para que no padeciera.

—¡Qué desgracia! —dijeron otras vecinas que habían oído el cuento, y salieron al patio a la curiosidad—. ¡Tan manso, tan gordo y limpio como lo tenía doña Tules! Pero la verdad ha hecho usted muy bien, maestro.

—Ya les convidaremos, y comeremos unas tripitas y una barbacoa —les contestó continuando su trabajo de asesino y sacando los intestinos y dentros de la víctima.

Las vecinas no pusieron ya más atención y continuaron sus quehaceres, agradeciendo mucho que les participase de la carne y ofreciendo ayudar a doña Tules a guisar el pecho, las piernas y las tripas.

Evaristo dejó la zalea y los trozos del cordero en el patio, entró, cerró la puerta y procedió al entierro de la muerta. Despejó el suelo, levantó con facilidad las vigas y arrastró dentro del zócalo el cuerpo, lo cubrió con el aserrín y los palos sangrientos, aplanó todo con los pies, volvió a poner en un mediano orden el taller y disimuló como pudo las manchas de sangre que había aquí y allá; y lavándose y limpiándose cuidadosamente, hasta cerciorarse de que no tenía manchas visibles, se puso el sombrero, el jorongo, un puñal en la cintura y el dinero que tenía en el baúl; salió del taller y al pasar por el cuarto de la casera le dijo:

—Óigame, doña Miguelita, si el aprendiz, que se fue de madrugada por la leche, vuelve, dígale que me espere en el patio. Voy un momento a casa de mi compadre; mientras le dejo a usted la llave. No se la dé usted más que a Tules, que volverá muy pronto.

XXI. En el mercado

Haciendo Juan un esfuerzo para disimular, salió del taller tranquilo, pacíficamente, como lo hacía todos los días, tirando por alto su jarro vacío y recibiéndolo en la mano. Una de las vecinas que andaba por el patio tendiendo la ropa, le encargó la compra de su leche, y al darle el traste y el dinero, le dijo:

—¿Qué te ha sucedido que tienes la cara manchada de sangre?

Juan se puso pálido como un muerto; dirigió la vista hacia donde la vecina indicaba la mancha, notó unas escoriaduras y cortadas en su mano, y tuvo la viveza de responder:

—Me corté con los fierros, trabajando.

—Sería tu maestro quien te cortó. Anoche hubo ruido, y ya pensamos que ni tú, ni doña Tules saldrían bien librados. El hombre vino ayer tan borracho, que no se podía tener. Ve, no te dilates, y cuando vuelvas te guardaré un pambazo, pues parece que te matan de hambre.

Juan, en efecto, poseído de una especie de locura, corría, corría tanto como se lo permitía su edad y la fuerza de sus piernas. Lo que quería era alejarse del taller fatal, y los esfuerzos que hacía le parecían pocos. Se le figuraba que Tules desnuda, sangrienta, enseñando sus abiertas llagas lo seguía y detrás el maestro, con el formón levantado; y esta fantástica procesión terminaba con el sillón de terciopelo rojo que olía a incienso y a iglesia y que rechinaba y caía a pedazos por los golpes que con las garlopas y los martillos le daba el furioso maestro Evaristo. En un momento de locura espantosa, las calles le parecían cortas y estrechas, y escogía las más anchas y rectas, queriendo llegar… ¿adónde? No lo sabía. Su única idea era huir y alejarse del taller. Ya no le ocurriría ni remotamente la idea de buscar al alcalde ni a los soldados como lo temía Evaristo, porque era bastante avisado y pensaba que él y su maestro irían a la cárcel mientras se averiguaba la verdad. ¿Y quién era capaz de hacer la revelación de lo que había pasado?

Por fin, fatigado, sin aliento, vino casi a caer a una de las puertas del mercado del Volador. Entró, se rebujo en un rincón y ¡lo que son los pocos años y la exuberancia de la vida! A poco se quedó profundamente dormido, con su mano herida, desgarrada, sobre su pecho. Nadie podía ya tener duda del origen de las manchas de sangre que se dejaban ver de una manera notable en su camisa. Llegada la noche y la hora de cerrar las rejas de fierro, uno de los guardas le dio un puntapié.

—Levántate y vete —le dijo— que bastante has dormido y se van a cerrar las puertas. ¡Lárgate pronto!

Juan se levantó, y sin decir una palabra salió y se echó a vagar por las calles. Su primera idea fue dirigirse a la atolería, donde hacía tiempo que no iba porque Evaristo le había prohibido expresamente que volviera a ver a Nastasita.

—¿Qué dirán las gentes —gritaba Evaristo— de que tenga yo por aprendiz en mi taller, donde vienen señores y señoras de coche, al hijo de una indecente trapera? El día que sepa que vas a la atolería te daré una paliza.

Juan, sin embargo, se había dado sus escapadas para visitar a su bienhechora; pero en esta ocasión, sin saber por qué, tenía repugnancia. Pasó la noche en el quicio de las alacenas del Portal de las Flores, pero tenía que mudar de lugar cada vez que el sereno hacía su ronda. Amaneciendo Dios, ofrecióse para hacer mandados a los que fueron de nuevo a la plaza del mercado a comprar fruta o legumbres; pero no hubo quien lo ocupara, porque le faltaban unos canastos, cuerda y ayates, que son indispensables a los muchachos que ganan así su vida. ¿Cómo comprarlos?… Imposible; no tenía ni un tlaco; había salido con lo puesto de la casa del maestro; además su mano lastimada y su camisa con sangre daban asco. El día, pues, lo pasó vagando en la plaza, comiendo hojas de lechuga, troncos de col y cáscaras de fruta. Cuatro o cinco días pudo vivir así, pero no era posible continuar; la indigestión y el hambre lo habían hasta desfigurado, y no sólo no podía ya correr, sino que trabajo le costaba andar. En vano se dirigía a las fruteras y recauderas, que en vez de ocuparlo lo rechazaban en cuanto se acercaba al puesto, porque otros muchachos, temiendo la competencia le habían señalado como vago y ladronzuelo. La única frutera a quien no se había acercado era una a quien llamaban Cecilia. Era una mujerona grande, hermosota, de buenos colores, nariz chata, y resuelta; ojo negro y maligno y grandes y abultados pechos que, como si estuviesen inquietos para salir a la calle, se movían dentro de una camisa de tela fina bordada de colores, donde apenas se podía observar una que otra pequeña mancha del jugo de las frutas. Su cuello era un verdadero aparador: sartas de corales, rosarios de perlas y de plata, listones rojos con medallones de oro y unas grandes arracadas de piedras finas en las orejas… Sentada sobre su cobertizo como una reina de las frutas, entre montones de naranjas, de limas de limones, de plátanos, de mameyes y de otras especies de las azucaradas producciones de la tierra caliente, no descansaba, porque eran tantos los marchantes que manos le faltaban para despachar y recibir las monedas, no obstante que la auxiliaban dos muchachas de no malos bigotes.

El aspecto imponente de Cecilia y la mucha gente que la rodeaba habían retraído a Juan y no se atrevía a aproximarse a ella; pero urgido por la necesidad, se decidió, y aprovechando las horas en que concurren pocos compradores al mercado, se acercó a hablarle. De pronto la reina de las frutas lo recibió mal; pero así que Juan le refirió que era huérfano, que su protectora estaba casi muriendo de debilidad y de vejez, y que él se mantenía hacía una semana con legumbres podridas y cáscaras de fruta, se compadeció de él y de pronto le dio un par de tacos de tortilla y unas manzanas.

—¿Qué necesitas, en qué quieres ocuparte? —le preguntó.

—Necesito una canasta grande, cuatro o seis tompeatitos y dos ayates. Quiero ocuparme en llevar la fruta y el recaudo a las casas. Pagaré con mi trabajo lo que usted preste.

—¡Vaya! Parece que tienes cara de listo y de hombre de bien. ¿Dónde vives?

—En ninguna parte.

—¿Pues dónde has estado?

—He pasado las noches en las calles, arrimándome a las puertas y huyendo de los serenos.

—Cuidado si te portas mal. ¿Cómo te llamas?

—Marcos —respondió resueltamente el muchacho, que reflexionó que debía ocultar sus antecedentes. El único miedo que tenía era que lo encontrase alguna de las vecinas de la casa, pues suponía que el crimen se había descubierto, aunque él nada había oído decir en la plaza.

—Bueno —le dijo Cecilia— te daré lo que necesitas y dormirás debajo del tejado; se lo avisaré al administrador. Me abonarás cada semana la mitad de lo que ganes y con la otra mitad te compraras una frazada, una camisa y unos calzones, porque ya viene el frío. Esta noche te daré otra camisa para que te quites esa mugre, y párate junto al puesto, que yo echaré la fruta en tus canastos y los marchantes te ocuparán, quieran o no.

En efecto, el siguiente día Juan estaba un poco limpio, había comido las sobras del almuerzo de Cecilia y estaba listo. Ese día y los siguientes fueron de trabajo y de ganancia para Juan, conduciendo la fruta a la casa de diputados, de senadores y de ministros de la Corte de Justicia, que eran marchantes, porque el puesto de Cecilia era el mejor y más acreditado de la plaza del Volador. Vendía caro, pero la mejor fruta se encontraba allí. Antes de un mes, Juan pagó los canastos y su ropa y tenía sobrantes algunos reales y cobre en las bolsas. Un día, a la hora en que no había trabajo y aprovechando la ocasión de un mandado que le encargó su nueva protectora, Juan se dirigió en busca de la viejecita trapera.

El tiempo transcurrido, y no era poco, en nada había variado el aspecto del rumbo en que vivió. Los míseros coches de alquiler, sucios y medio quebrados en la Plaza de Guardiola; los mismos borrachos y cargadores en tertulia permanente en la vinatería de la esquina de Santa Isabel; el mismo caño verde arrojado sus burbujas mortíferas y llenando el Callejón de la Condesa. Sólo en la atolería había algún cambio.

Comodina, casi ciega, flaca y cayéndosele el pelo de su antes fina y lustrosa piel amarilla, estaba echada en la puerta, lamiéndose una mano lastimada; sus hijos, como la mayor parte de los hijos de las perras, la habían abandonado, andaban vagando o habían muerto. Al acercarse el muchacho la perra cesó de lamerse, lo miró y dudó, pero fue solamente un instante; se levantó y quiso dar un brinco como para darle la bienvenida, como para abrazarlo después de tanto tiempo que no se veían, pero imposible; ni su mano manca, ni sus años (pues tenía más de los que suelen asignarse de la vida a la raza canina) se lo permitieron, y volvió a caer al suelo, sin dejar de manifestar su contento y su cariño con el movimiento de su cola.

—No, no puedes ya moverte, pobre Comodina; estás muy vieja y lastimada de tu mano —le dijo Juan—, pero no importa, yo soy muchacho y fuerte, a pesar de haberme tratado la suerte peor que a ti, y tú has sido mejor que mi madre, que me tiró al muladar; a mí me toca hacerte cariños.

Y Juan diciendo así, se sentó en el umbral de la puerta, cogió la cabeza grande y todavía temible del animal, y comenzó a acariciarla y a pasar sus manos por el cuerpo flaco, donde se dibujaban las costillas.

—¡Pobre, pobre perra! Desde hoy te cuidaré; cada vez que haga un mandado vendré a verte y tendrás carne, y pan, y cuanto puedas comer. —Y acariciaba a Comodina, la que sacaba su lengua floja y descolorida y la pasaba por las manos callosas de Juan, el que al fin se levantó y se resolvió a penetrar en la oscuridad y el humo de la accesoria. Eran las últimas horas de una tarde nublada, raras en México; la luz de los leños que ardían en el brasero para cocer el atole que se vendía de noche para los enfermos, alumbraba a veces vivamente y a veces de una manera indecisa la accesoria, que tenía ya más hollín, más polvo y telarañas en las paredes y vigas. La cuna en que se meció Juan estaba allí todavía y había servido para arrullar sucesivamente a otros muchachos hijos de las diversas molenderas que se habían sucedido; y las arañas, astutas, trabajadoras y juguetonas, probablemente nietas o biznietas de las que divertían a Juan, se deslizaban cautelosamente por las cuerdas que sostenían tan primitivo aparato. La dueña de la atolería había engordado hasta un extremos mostruoso; y su redonda y ahumada faz y sus ojos encarnados daban miedo; parecía uno de esos deformes ídolos de los aztecas, incrustado en la negra y ruinosa pared.

Nastasita, por el contrario, era una bolsa arrugada y apergaminada donde no existían más que los huesos. ¡Milagro que hubiese vivido tantos años! Acostada en su mismo rincón y quizá en los mismos petates, y tapada con una frazada, asomaba una cabeza escasa ya de pelo y cana; pero en su fisonomía flaca y cadavérica estaba impresa la bondad y la resignación. Lo mismo que Comodina, luego que reconoció a Juan quiso incorporarse y abrazarlo, pero imposible; apenas logró sacar un brazo descarnado, que Juan, inclinándose, se encargó de colocar él mismo sobre su cuello.

—Quieta; estáte así, Nastasita; yo me sentaré junto a ti; tú no puedes. ¿Qué tienes?

Nastasita, con una voz débil que parece que salía de debajo de la tierra, le contestó:

—¿Qué he de tener, Juan? Los años. ¿Qué más quieres? Pero pedí a Dios que no me quitase la vida hasta que te volviese a ver para echarte la bendición. Pues que no tienes madre, a mi me toca bendecirte, hijo. —Y Nastasita, haciendo un esfuerzo supremo, quitó el brazo del cuello de Juan, se incorporó un poco y extendiendo sus dedos descarnados, bendijo al huérfano, cayó en su dura y sucia almohada y dio un suspiro que fue el último que salió de su pecho. Sin esfuerzo, sin dolor, su alma sencilla había volado a través del humo espeso del cuarto y de la luz vacilante de los leños a las misteriosas regiones de la eternidad.

Juan habló mil cosas, se disculpó como pudo de su larga ausencia, alegando que el maestro Evaristo no lo dejaba salir; le contó cómo estaba ya ocupado y ganando su vida, pero todo en vano. Nastasita no le oía. ¡Estaba muerta! Juan, así que reflexionó destapó a la viejecita, la tentó… rígida, fría. Dirigióse a la dueña de la atolería para contarle lo que pasaba; no logró tampoco que le respondiera, y no sólo la tentó, sino que la movió fuertemente… nada: muerta también. La sangre le había subido a la cabeza y, sentada en la misma postura que tenía una semana antes, había concluido sus ochenta años de una inconsciente peregrinación sobre la tierra.

Juan se retiró pensativo. Sin que cerrase los ojos, iba delante de él Tules, robusta, blanca, echando borbotones de sangre por sus heridas, y el esqueleto enjuto de Nastasita; y en medio de estas dos figuras siniestras, Comodina andando con trabajo, con los ojos entrecerrados, su costillar dibujado en su piel, sucia y sin poder apoyar en el suelo su mano lastimada. A veces Juan se limpiaba los ojos con la manga de la camisa; en su corazón, que le dolía, no podía distinguir cuál le preocupaba más de los tres seres que por distintos caminos se habían asociado a su existencia. Así llegó al mercado; el guarda, que ya lo conocía, le abrió la reja, y desolado, triste, se echó en su duro lecho debajo del cobertizo. Cecilia, después de arreglar su puesto y dejarlo en orden, se había marchado a su casa en compañía de sus dos sirvientas.

Al día siguiente Juan refirió a Cecilia la muerte de su vieja protectora, y con su licencia se fue muy temprano al Callejón de la Condesa. La gran fábrica de atole y tortillas, como se diría si fuese francesa, había disminuido su trabajo. Un solo brasero estaba encendido y una molendera trabajaba; las otras dos, con el cabello alborotado, la cabeza baja, lloraban delante de las dos muertas tendidas en sus petates frente a la calle, con cuatro velas de cera ardiendo cada una. La india molendera más antigua fue la albacea de la mostruosa propietaria. Tres o cuatro días antes le había enseñado, en el rincón, un agujero practicado entre la pared y las vigas del pavimento; y en ese agujero se encontraban trapitos hechos nudos y en cada uno de ellos más o menos cantidad de moneda menuda de plata, cuartillas y algunos pesos. Con este dinero se dirigió al mercado, compró dos petates nuevos y, en cuanto llegó Juan, le encargó que trajese dos cajones de muerto del Callejón de Tabaqueros y fuese a la parroquia a pagar los derechos, y traer a la caída de la tarde la cruz y los ciriales. Juan, que estaba ya ejercitado en mandados y comisiones, y de suyo era listo, volvió a poco con los cajones y el notario de la parroquia, que temiendo fuese una burla o cualquier otro engaño, vino personalmente, hizo preguntas a las atoleras, recogió sus siete pesos y medio de derechos parroquiales por cadáver, y en la tarde, cosa de las cinco, el vicario, con una capa vieja negra con galones de plata, cinco monigotes con sus sobrepellices sucios y la cruz y los ciriales de hojadelata, se presentaron en la puerta, cantaron un responso, rociaron la casa con agua bendita; después los cargadores de la esquina, que acudieron sin que nadie los llamara, acomodaron en los ataúdes a las muertas, sin más cal, ni cloruro, ni otra cosa; clavaron muy bien los ataúdes y cargaron con ellos. El padre y los monigotes echaron a trotar delante por la Calle de Santa Isabel. Los cargadores los seguían trotando también; y Juan, cansado, y la pobre perra Comodina cojeando, apenas podían alcanzar este entierro de pobre.

Llegando al cementerio de Santa María, se hicieron dos agujeros profundos hasta que brotó el agua; el vicario cantó otro responso; regó los negros ataúdes y las tristes sepulturas con agua bendita, y Juan vio hundirse en la profunda tierra los restos de aquellas mujeres que habían sido el consuelo y el abrigo de sus primeros años. El muchacho y la perra, cabizbajos y temblando de frío, regresaron a la ciudad al terminar la nublada tarde de uno de los días destemplados y melancólicos del invierno.

XXII. Cecilia

Juan, sin haber aprendido religión alguna, sin tener nociones de la moral ni más enseñanza que los rezos que oía murmurar a Nastasita y las ceremonias de la misa, a la que rara vez iba, creía en la Providencia y sentía en su interior alguna cosa neta y fuerte que le hacía distinguir las buenas de las malas acciones, que es lo que se ha convenido en llamar conciencia. Aparte del cariño que lo ligó a Tules, el asesinato injusto y brutal que perpetró Evaristo lo había horrorizado, y las aventuras y extrañas mudanzas de su vida le habían dado una cierta experiencia. Si se le acababa un apoyo, venía indispensablemente otro a sustituirlo. Esto le hacía pensar que algún ser desconocido y misterioso velaba por su vida. No era un cuento que le habían contado como cuentan a todos los niños. A él, huérfano, amamantado por la caridad inconsciente de una india, nada le habían referido, en ningún regazo maternal había descansado. Era la verdad neta y palpable que había pasado por su vida. Sin darse él mismo cuenta de estos sentimientos, más tranquilo, pues que no había encontrado a ninguna de las vecinas y nadie lo perseguía, llegó con cierta confianza al puesto de fruta, y al día siguiente, tan pronto como el mercado estuvo solo, contó a Cecilia lo ocurrido.

—Desde que te eché el ojo —le contestó ésta— me latió que eras un buen muchacho; siéntante y come. —Y le pasó algunas cazuelas con comida que Juan devoró con avidez, pues desde la víspera no había probado bocado. Los huesos y los pedazos de tortilla los tiraba a la perra Comodina, que estaba echada a sus pies.

—¡Calla!… ya tienes un perro. ¿Dónde se te ha pegado?

Juan no quiso en aquel momento contar su historia a Cecilia, y le respondió simplemente que había pertenecido a la viejecita y que él lo había recogido para que no se muriese de hambre.

—Vaya; te quedarás en el puesto —continuó Cecilia— y desde hoy no te faltará trabajo ni qué comer a ti ni a tu animal. Has hecho bien en traerlo, habría sido una contracaridad dejarlo en la calle; no tienes mal corazón. Recoge tus trastes y ve y déjalos a la casa. Toma la llave; te traes un canasto de naranjas, que ya se están acabando las que hay aquí y los franceses compran para las comidas que hacen de noche en sus fondas. Cuando salgas cierras bien la puerta. La llave tiene dos vueltas.

Juan, contentísimo, voló a desempeñar la comisión. Entretanto diremos algo de Cecilia a la que volveremos a encontrar en el transcurso de esta narración.

Era hija de una trajinera, y esta palabra necesita una especial explicación. Las lagunas del valle de México y los canales de Chalco, de la Viga y otros, son surcados por embarcaciones, todavía en el estado que tenía cuando Hernán Cortés peleó con sus bergantines en estos sitios pintorescos y memorables. Las chalupas, angostas y largas, pueden apenas contener una persona sentada o de pie, remando, pero con la condición de guardar perfecto equilibrio, pues el menor movimiento hace volcar la ligerísima embarcación, que parece más bien hecha para regatas. La canoa común es de dos popas planas, de modo que corta el agua y gobierna con dificultad. Sus dimensiones son comunes y sirve para conducir carga. Las trajineras son ya otra cosa, como si dijéramos los navíos de tres puentes de esta primitiva marina. Son muy grandes y anchas. En el centro, y cubiertos con unos toldos de petate, están los camarotes para los pasajeros que, para dormir con más comodidad, llevan su colchón y su ropa de cama, y salvo los mosquitos, y en unas temporadas el calor y otras el frío, pueden pasar una noche tan cómoda como en su propia alcoba, atravesar durante la noche el canal y despertar en el muelle; es decir, cerca de la plaza principal de la ciudad de Chalco. La popa y proa de las trajineras vienen cargadas de pilones de azúcar, tercios de panocha y piloncillo, de millares de naranjas y limas y de racimos de plátanos. Como esas producciones son de la tierra caliente, suelen estar acompañadas de alacranes, de mestizos, del fabuloso escorpión y algunas que otras culebras que, buscando calor o leche, si alguna pasajera va amamantando algún chiquillo, le hace compañía toda la noche.

Cecilia no era precisamente hija de una de estas embarcaciones genuinamente aztecas. Esto no era posible, ni lo pensará ningún lector. Una viuda rica, establecida años atrás en Chalco, tenía una armada completa de canoas y chalupas de toda especie y tamaño. Pasaba por rica, y lo era efectivamente; se le conocía con el nombre de «La Trajinera», y pocos sabían cuál era su nombre cristiano y la manera como había hecho su fortuna. Tenía seis hijos varones y con Cecilia eran siete. A su muerte, los licenciados del pueblo se comieron la mitad del capital; pero al cabo de años se repartió lo restante entre los herederos. A Cecilia le tocaron dos trajineras y doscientos pesos en dinero. Como durante la vida de la madre aprendió el oficio, es decir, intervenía en la carga y descarga de las canoas, cobraba los fletes, ajustaba y pagaba a los remeros y hacía frecuentes viajes a México, cuando se encontró sola y huérfana, pues cada cual de sus hermanos tomó su derrotero, se halló en disposición de manejar sus escasos bienes y de mantenerse por sí sola. Vendió una de las trajineras y se quedó con la otra para su servicio; hacía sus viajes a Chalco y las lagunas cuando era necesario y arrendó un buen local en la plaza del Volador. Construyó un buen tejado, que podía cerrarse de noche, y que dedicó al comercio de frutas.

En vez de disminuir, su capital aumentaba cada día, y mes por mes compraba perlas, diamantes, anillos y rosarios de oro en el Montepío y cambiaba por onzas de oro su plata sobrante; vestía de tela fina, rebozos de Tenancingo de a cien pesos y comía al estilo del pueblo mexicano, pero de lo más sabroso, como que ella misma preparaba su cocina y escogía lo mejor del mercado. También giraba sus negocios y hacía sus cuentas exactamente con los dedos de las manos y con el auxilio de frijoles de diversos colores. Cada frijol negro valía un real; los blancos, una peseta; los palotes o colorados, un peso; con esto, unos tecomates en que se separaba esta nueva moneda que ella había creado y unos popotes gordos, no se equivocaba ni en un tlaco en sus cuentas corrientes, y cuidado que tenía muchas: con los remeros, con los fruteros de Cuautla y Cuernavaca y con diversos comerciantes de la plaza y marchantes que le pagaban por semanas la fruta y algunas legumbres finas que también vendía. Tenía sirvientas originarias de Chalco, y a Juan, a lo que por lástima y simpatía tomó bajo su protección. Vivía en una casa propia de la orilla del canal, que tenía un desvío por el que entraba el agua hasta el patio. Era un viejo edificio medio arruinado, con dos patios, un corral y muchos cuartos con cuarteaduras y techos medio podridos donde encerraba fruta, remos, trastos y palos viejos y cuanto le estorbaba. Ella y sus sirvientas habitaban la parte que daba a la calle, que presentaba mejor aspecto que el interior; pero los muebles no correspondían al lujo de sus vestidos y a las muchas alhajas, que ya valían buena cantidad. Las que no llevaba en el cuello y en las manos, las escondía cuidadosamente por miedo de los ladrones, mudándolas de lugar los más días para que, aunque echaran la casa abajo, nadie las pudiese encontrar. Cecilia, en tales condiciones de riqueza relativa y de buen parecer, y no vieja, pues no llegaba a los treinta y cinco años, no dejó de tener sus pretendientes, ya maiceros, ya dueños de tendejón o de canoas, ya comerciantes ambulantes de la tierra caliente; pero persuadida de que la solicitaban o por la mala, o por su dinero, con ninguno quiso tener tratos más que de puro comercio, y cuando se propasaban, sabía darles una buena cachetada y echarlos del puesto, pues en su casa no recibía más que a los arrieros, remeros y gente que le iba a pagar o a comprar por mayor. Además de los instrumentos necesarios para cortar los troncos de fruta, Cecilia tenía un buen puñal, largo, con filo de los dos lados, puño de plata incrustado de oro y vaina de terciopelo, y nunca se separaba de él, colocándolo en su cintura de modo que estuviera listo sin que se le viese. En la plaza no se dejaba ni de los marchantes imprudentes que le tentaban y echaban a perder la fruta sin comprar al fin nada, ni de las placeras sus compañeras, y así había adquirido una especie de superioridad. Su puesto, que ya ocupaba algunos metros cuadrados, había formado una especie de potencia, donde acudían los débiles y los que estaban en discordia para que ella dirigiese sus cuestiones y diese la razón a quien la tenía. Aparte este carácter varonil y enérgico, era compasiva y ejercía sin ostentación la caridad; cada sábado repartía un tecomate de tlacos a los limosneros, y cuando iban entre semana, nunca les dejaba de dar una pieza de fruta y el pan, tortillas y lo que le sobraba de su comida; vendía su fruta más cara que cualquiera otra de sus compañeras, pero era exquisita, y cuando ella conocía que estaba verde o dañada por dentro, se lo advertía al comprador, pues no quería que su puesto se desacreditase. En el fondo y en verdad, era una buena mujer, de gruesas palabras y de risotadas ingenuas, que no se dejaba atropellar de nadie, pero que tampoco les hacía mal ni a las moscas. El puñal lo cargaba únicamente para hacerse respetar, porque la gente que trataba y con la que comerciaba, era dura y altanera y con ella no había que andarse con cuentos. Regalaba su dinero cuando así le daba la gana; pero no perdonaba medio a ninguno de sus deudores. Respecto de Juan, era exigente; lo hacía trabajar todo el día; los mandados los había de hacer corriendo; la fruta debía tratarla con cuidado y colocarla metódicamente en unas canastas y tompeates. Cecilia tenía entre otros, por marchantes, a muchos de los empleados que ganaban más de mil pesos anuales de sueldo, que invariablemente acudían al puesto al salir de sus oficinas y dirigirse a comer a sus casas. Les surtía su pañuelo de lo que más les gustaba, les daba como regalo o ganancia un par de buenos chabacanos o un puñado de capulines para los niños, les ataba su pañuelo por las cuatro puntas y los despedía con palabras zalameras, recomendándoles que no la olvidaran ni se fueran a surtir a otra parte de fruta. Los excelentes maridos y padres de familia salían contentísimos del mercado y marchaban orgullosos por la Plaza Mayor y calles de Plateros, moviendo sus brazos a compás, el uno con el bastón con puño de oro, y el otro de donde pendía un gran pañuelo de madrás lleno de fruta.

Juan estaba destinado para llevar la fruta a las fondas, a los colegios (al menos para el rector) y a los hombres de mayores proporciones que compraban mucho, y entre otras cosas, melones y sandías, que no podían caber en los pañuelos. Entre los más asiduos marchantes de Cecilia se contaban un diputado, que llamaba la atención por su gran corpulencia y gordura y por su benévola fisonomía, y un abogado de esos que eran un pozo de ciencia y de sabiduría y un tipo de honradez.

El uno se llamaba don Mariano y el otro don Pedro Martín de Olañeta. La compra que hacía el diputado importaba de tres a cuatro pesos diarios. Juan era el que les llevaba la fruta y cobraba el sábado de cada semana; nunca dejaban de darle en la casa una peseta por el mandado. Aparte esto, apenas habría la boca Cecilia, cuando el muchacho le adivinaba los pensamientos, corría por esas calles atropellando gente y volvía en minutos con los cigarrillos, con el pulque de piña, con lo vuelto de un peso, con lo que se le encargaba. Esta vida activa, este trabajo constante cuyos resultados veía en pesetas, en reales y en cuartillas de que llenaba sus bolsas, esta existencia segura y cómoda, lo hacía feliz y se iban borrando poco a poco de su memoria los largos y terribles días del taller, la imagen sangrienta de Tules y el triste y desecado esqueleto de la viejecita; no pensaba más que en el día presente, no tenía otra ambición ni otro porvenir sino el de continuar ganando su vida. Sus afecciones estaban concentradas en Cecilia y en la perra Comodina, a la que había hecho con hojas secas y tablas una buena habitación, que desbarataba en la mañana por orden del guarda cuando barría el puesto, pero que volvía a construir en la noche. La perra, con trabajo, y hasta en orden natural por su vejez, iba tirando como quien dice; se había conquistado por su mansedumbre el afecto de los guardas y de las placeras; pero conservaba su fiereza respecto de los perros callejeros, que no dejaba acercar al puesto, lo cual agradaba también a Cecilia, que no gustaba de que le olieran ni la fruta ni los bocaditos que tenía siempre que añadir a su almuerzo.

Las cosas no podían ir mejor, pero ya tenemos dicho que no hay felicidad cumplida en este mundo, y nada lo prueba más que los cuidados y contratiempos de don Espiridión y de doña Pascuala, de cuyos personajes pronto nos volveremos a ocupar.

El administrador propietario del mercado se enfermó de un reumatismo, y como su curación no era de pocos días, el regidor nombró provisionalmente a un ahijado suyo, un joven, mejor dicho un hombre (porque tenía más de treinta y cinco años), perdulario y capaz sólo de hacer su negocio. Sus méritos eran ser portero de una logia yorkina, y los masones, por burla, le llamaban San Justo.

La entrada de este funcionario produjo una revolución en el mercado. Cada una de las placeras le había de dar diariamente una contribución. Una las lechugas y rábanos, otra las alcachofas, otra los tomates, la de más allá un manojo de cebollas, y así todas. A Cecilia le designó un par de aguacates y algunos plátanos guineos, y los domingos un surtido completo de fruta, sin contar que a los indios que venían de Toluca a vender a la plaza, los llenaba de insultos, y cuando los veía ya acobardados, les quitaba una mantequilla, un queso o una sarta de chorizos. Gran reunión y gritería al caer la tarde alrededor del puesto de Cecilia. Por sus indicaciones se formó una comisión que, vociferando y resuelta a todo, se encaminó a la Diputación a acusar ante el gobernador las demasías del nuevo administrador. La comisión de las alegres comadres esperó dos horas, al cabo de las cuales el gobernador salió de su despacho seguido de su ayudante y no les hizo caso, sino que despejó con las manos el camino que le cerraban las placeras quejosas, que se habían juntado con otros muchos quejosos también, que por diversos motivos esperaban en el tránsito y escaleras ser escuchados por la primera autoridad del Distrito.

Regresaron desconsolados, pero siempre hablando y rabiando a dar cuenta a Cecilia de su derrota. Al día siguiente, el administrador, orgulloso de su triunfo, se presentó al mercado y delante del puesto de Cecilia dijo en voz alta:

—De orden del regidor, tendrán que pagar cada una de las que armaron ayer el motín, doce reales de multa u ocho días de cárcel. A doña Cecilia, que fue la que promovió el alboroto, cinco pesos o quince días de cárcel.

Cecilia gritó, juró y dijo que primero se quedaría sin camisa que pagar la multa; pero don Pedro Martín de Olañeta, que llegó a comprar su fruta como de costumbre, impuesto del caso, les dijo:

—Hijas mías, les aconsejo que paguen su multa y no hablen ya más, porque en último caso las llevarían a la cárcel y esto es peor. Dicen que la autoridad siempre tiene razón.

—¡Pobres gentes! —continuó diciendo entre dientes al escoger un par de peras gamboas y una chirimoya que escurría ya su balsámica azúcar—; así están gobernados desde la conquista hasta hoy, nada han ganado, nunca tienen razón, y como han tratado de no dejarse robar por el administrador, era lógico: las han castigado con una multa.

Por de pronto las cosas terminaron así. Las placeras pagaron y el funcionario siguió abasteciendo su despensa y comiendo como un príncipe. Lo sostenían los masones, protegían a San Justo y no se necesitaba más.

Cecilia, voluntariosa y acostumbrada a dominar en el mercado, resistía constantemente y no había día en que por un motivo o por otro no tuviese un altercado con el funcionario, que no daba trazas de abandonar el destino, pues la enfermedad del propietario había sido declarada crónica por los mismos doctores de la Universidad que no pudieron resolver el grave caso de doña Pascuala y que asombró, como se ha dicho, a las gentes que tenían amistad y relaciones con la familia del rancho de Santa María de la Ladrillera.

Una guerra sorda se estableció entre Cecilia y el administrador, el cual, aparte de las economías y dádivas, quería además, tener una mujer que, lejos de costarle, favoreciera por lo menos sus tendencias gastronómicas. Estaba, en una palabra, enamorado de la cara fresca y francota de Cecilia, de las perlas que colgaban en su carnudo cuello; no podía ver con indiferencia rebullirse debajo de la camisa de tela un par de esferas sólidas, se le hacía agua la boca cuando se acercaba al puesto y veía el apetito y contento con que Cecilia, sus sirvientas y Juan comían los guisados nacionales, realzados con el apio, los aguacates, los rábanos y cuanto tenía el puesto de fruta de Cecilia, que parecía cortado de los árboles del paraíso.

El honrado y celoso San Justo, pues al decir de los patriotas regidores, nunca había estado el Volador mejor gobernado, cambió de táctica. Nada de multas, nada de regaños, nada de gritos, nada de exigencias. Las placeras volvieron a sus hábitos de suciedad, llenando los tránsitos y arroyuelos de rabos de cebolla y fruta podrida, lavando en la fuente sus trastos sucios y los pies y las piernas con el sobrante de la taza que se desbordaba; y esta tolerancia del administrador era porque creía complacer con ella a Cecilia. Juan participaba de esta felicidad; era el consentido y lo ocupaba en sus mandados particulares y, en ratos de ocio y para tener motivo de acercarse a Cecilia, les enseñaba a leer y a contar, de lo que los dos no dejaron de aprovecharse. Pasaron así meses; el enfermo crónico no sanaba. San Justo cada día era más querido del regidor de mercados, al que surtía los sábados con parte de las mantequillas y quesos quitados por fuerza a los indios. Don Pedro Martín de Olañeta preguntaba de vez en cuando cómo iban las cosas, Cecilia sonreía maliciosamente, y el sabio abogado salía de la plaza seguido de Juan con sus canastas llenas de fruta, diciendo siempre entre dientes:

—¡Pobres gentes! Las roban y las tratan mal desde la conquista hasta hoy, y no tienen más arbitrio que aguantar.

Tal estado de cosas debía tener un desenlace. El administrador se resolvió a decir a Cecilia su atrevido pensamiento. Una tarde, sola ya la plaza, San Justo entró familiarmente al puesto, se sentó en la tarima y echó el brazo al cuello de Cecilia.

—¿Para qué hemos de andar con rodeos ni con tapujos doña Cecilia? Yo la quiero a usted y bastante lo ha de haber conocido; ya me canso de hacer el papel de enamorado, venga esa cara tan fresca y esos labios que parecen dos jitomates —y diciendo y haciendo todo fue uno; le tronó un beso en la boca, que resonó en toda la plaza.

—Vaya de llanezas —dijo Cecilia, limpiándose los labios con una mano, y quitando bruscamente y tirando al otro lado el brazo que rodeaba su cuello—; usted tiene la fuerza y es protegido del regidor y del gobernador, y nos tiene el pie encima, y esto es todo; pero dejarme de otro modo, eso no; quizá no sabe usted todavía quién soy; ¡retírese!

Cecilia pasó al otro lado del puesto e interpuso entre ella y su fogoso amante un montón de olorosas naranjas que comenzó a colocar en equilibrio unas sobre otras para el expendio al día siguiente; gritó a Juan, que estaba ocupado debajo del cobertizo en curar con hojas de col fresca la mano de Comodina, y ya con la presencia del muchacho no pudo San Justo decir ni hacer más, y se retiró lleno de despecho a meditar una venganza por el desaire que él, portero de una logia de masones, había recibido de una ordinaria frutera.

Como Juan era el predilecto de Cecilia, no pudiendo de pronto atacarla directamente, se propuso comenzar por él, y nada le era más fácil. Los muchachos de diversas edades, que hacían en el mercado los mismos oficios, le eran contrarios por envidia, pues le fiaban dinero, tenía más ocupación que ellos, ganaba más y don Pedro Martín de Olañeta lo protegía, pues no quería que nadie le llevase la fruta a su casa. Esto era bastante; el administrador supo fomentar estas ruines pasiones, y no había día en que Juan no tuviese un altercado con alguno de ellos. Frecuentemente salían de la plaza y se agarraban en la calle a los pescozones, pero aunque fuesen tres o cuatro los que lo atacasen como montoneros y cobardes, salía vencedor, porque era más ágil, más fuerte y de más edad. Como último recurso, se iban a quejar con Cecilia, que los echaba a pasear, y con el administrador, que llamaba a Juan, lo llenaba de desvergüenzas y lo multaba en dos o tres reales, sisándole así la mitad de lo que ganaba diariamente. Cecilia conocía de dónde venía esto, pero no por eso se mostraba más dispuesta a acceder a las pretensiones amorosas de San Justo.

Un día Juan iba cargando en su cabeza una gran canasta llena de fruta, y de la mano que le quedaba libre colgaba otro canasto con uvas y ciruelas de España, que eran raras y exquisitas; don Pedro Martín de Olañeta iba delante. Fatigado Juan, pidió auxilio a uno de los muchachos sus compañeros, que le seguían, instando al abogado para que les diera cuartilla o medio, lo que hacía frecuentemente para quitárselos de encima. En un descuido ocultaron un melón sin que Juan lo advirtiese sino cuando llegó a la casa. El abogado, que deliraba por los buenos melones, regañó a Juan duramente.

De vuelta al mercado, Juan agarró a los trompones al muchacho que sospechaba se lo había robado, y esto originó gran tumulto en la plaza. Cecilia tomó parte en favor de su protegido, las otras placeras, por el ladronzuelo; voces, injurias, y poco faltó para que las mujeres viniesen a las manos y se arrancaran los cabellos. La bola toda vociferando, arrebatándose las palabras, fue a dar al despacho del administrador. Juan fue acusado de ladrón. El muchacho que le había escamoteado el melón lo acusaba también de haberle robado de la bolsa cuatro reales y medio y cuartilla. Juan protestó, lloró, pateó e imploró el testimonio de Cecilia y de cuantos le conocían; pero no hubo remedio, la fatalidad, que perseguía a Juan, no lo dejó en esta vez. El administrador mandó que lo registrasen, y resultó que tenía en el bolsillo cuatro reales y medio y cuartilla. No había duda; la acusación resultaba comprobada. Juan era un ladrón.

XXIII. Ladrón ratero

Cuando sacaron del bolsillo los cuatro reales y medio y cuartilla, él mismo dudó un momento de su honradez y pensó que tal vez había robado o que lo abandonaba la Providencia que había forjado en su primitiva, en su ruda conciencia. Cecilia misma dudó también, y se lo quedó mirando con una especie de lástima. Lo que impresionó a Juan de una manera horrible, fue la idea de que Cecilia lo creyese culpable. Instintivamente conocía que era su único apoyo en el mundo y que, si lo perdía, no tendría a quién acudir en lo humano. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y limpiándose con el revés de la mano y haciendo después la señal de la cruz se volvió a Cecilia, y con un acento de verdad y de firmeza que impresionó momentáneamente al mismo San Justo, le dijo:

—Doña Cecilia, por esta Santa Cruz le juro que yo no he robado nada; el dinero que estaba en mi bolsa era mío, lo gané ayer; el licenciado me dio una peseta; el otro señor que es del palacio, otra peseta, y medio y cuartilla la cocinera de la Calle de San Bernardo, a la que llevé los quesos y la mantequilla como cada semana.

Cecilia comprendió en el acto la verdad, y volviendo de la duda que por un momento había tenido, le respondió:

—Sí, Marcos, te creo, no hay necesidad de que lo jures, eres hombre de bien; y no tienen estos señores más que ir a las casas y preguntar si es verdad lo que dices. Es una casualidad que tuvieras en la bolsa la misma cantidad.

—Buenos estábamos para andar ahora averiguando y metiéndonos en cosas ajenas por un pillastre como éste —contestó San Justo— ya mandó llamar al regidor y él determinará.

El regidor, que era nada menos que nuestro amigo el licenciado Lamparilla, llegó en efecto a pocos momentos, le contaron el caso agravándolo cuanto pudieron. Cecilia defendió al muchacho, juró, se exaltó; pero los demás testigos declararon en contra.

—¡Eh! ¡Silencio! —dijo el licenciado Lamparilla—. Yo no permito que nadie me falte. Usted, por insolente —le dijo a Cecilia— debería ir ocho días a la cárcel, pero no quiero perjudicarla; pagará solamente cinco pesos de multa; y este bribón, además de ser un ladrón, es también malcriado y enredador. Que vaya al hospicio, y muy recomendado para que lo traten como merece.

¡Qué lejos estaba Lamparilla de pensar que acababa de sentenciar al muchacho que se robó la bruja para obtener la curación de doña Pascuala! Satisfecho con ese acto de energía, dio la vuelta para marcharse, y en voz baja dijo al administrador:

—No se olviden los quesos y las mantequillas, y mande usted alguna buena fruta del puesto de Cecilia. Ya sabe usted que en punto de las tres se come en casa.

—La plaza toda mandaría a usted por haberme quitado ese pillastre que me tenía la gente revuelta, y multado a esa Cecilia, que cada día está más sobre sí, quizá porque tiene perlas y corales en el cuello.

—Hombre, tenga usted mundo —le dijo Lamparilla— todos tenemos nuestros defectos. Sobrellévela usted, dispénsele la multa de mi orden, con tal que nos mande la mejor fruta. Si algo se ofrece, a las dos de la tarde saldré del cabildo. Tenemos asunto grave hoy: se quiere quitar esta plaza de aquí y trasladarla al puente de la Leña. Esto se convertirá en un salón de cristal para bailes y conciertos. Es negocio que puede producir. Ya haremos que en el nuevo mercado sea usted administrador, porque al propietario se le ha subido el reumatismo al corazón, es un endo-pericarditis; usted no entiende de eso, pero es igual, ruéguele usted a Dios que se acabe de morir, que al fin todos somos mortales.

—Así lo haré aunque malo, señor licenciado.

Lamparilla se deslizó entre la multitud de indios, de cocineras y de mozos que llenaban el mercado, los guardas despejaron la gente que se había reunido y que se retiraba diciendo:

—Nada… cualquier cosa, lo de todos los días; un muchacho ladrón que han agarrado.

Cecilia se retiró a su puesto colérica y apesadumbrada, y Marcos, o mejor dicho nuestro pobre Juan, fue sacado de una oreja por un aguilita y conducido a puntapiés al hospicio, no sin ser seguido de algunos muchachos que se burlaban, y de cocineras y criadas que decían:

—¡Qué lástima, tan joven, no mal parecido, tan fuerte que podía trabajar y ya ladrón! ¿Dónde vamos a dar? El señor del Buen Despacho nos favorezca; ya no se puede andar en la calle; ¡ni el rebozo está seguro!

Mal que bien, cayendo y levantando por los empellones que le daban, pues su sangre hervía y la injusticia que con él se cometía lo sublevaba y de consiguiente resistía y quería como escaparse, Juan llegó hasta un gran edificio y fue introducido a un cuarto bajo pintado de cal, donde había unas cuantas sillas desfondadas, un estante, una mesa sucia con un juego de tintero y marmajera de plomo, llena de papeles de todos tamaños en desorden. Allí despachaba un viejo con calva, canas, y gafas verdes, que era el director, el encargado, el dictador absoluto de este antiguo establecimiento de caridad.

—¿Otro tenemos? —dijo quitándose las gafas y limpiándolas luego que vio entrar al policía, que no soltaba la oreja de Juan—. Pues si así vamos, no habrá ya en los últimos días del mes modo de dar de comer a toda esta canalla de muchachos. Las semillas han encarecido, el Ayuntamiento no quiere dar dinero y van dos semanas que no se piden pobres del hospicio para los entierros. ¿Veamos cuántos?

Estas quejas las dirigía a su escribiente, sentado en la cabecera de la mesa, con su pluma en la oreja y temblando de frío, pues le entraba un chiflón a sus espaldas, que cubrían una ligera y vieja chaqueta de lienzo.

—Plutarco López —contestó el escribiente leyendo un apunte que tenía en la carpeta.

—¿Y por qué? —preguntó el director.

—Porque tiró a su madre el jarro de atole en la cabeza. Cutberto…

—Cut qué…

—Cutberto Melquiades, por vago y mal entretenido; Sotero García, porque al ayudar la misa se robó las vinajeras en el curato de la Soledad de Santa Cruz. Homobono Pajarito, porque bolseaba en el portal y sacaba relojes y pañuelos; Eustaquio Buitrón, porque le tiró un cohete a su padrastro y le quemó las nalgas.

—¡Caramba! —interrumpió el director—. ¿Cuántos en la semana?

—Veintidós —respondió el escribiente—, mandados unos por el señor Gobernador, otros por los regidores y uno por el cura de la Soledad.

—¡Pero el cura no manda en el hospicio!

—Mandó decir que era amigo de usted, y un recado y una canastita con unas brevas que escurren miel y que son de las higueras del curato.

—¡Ah, vaya! No me acordaba. Es un santo hombre, y muy amigo mío, en efecto.

—¿Y tú como te llamas? —continuó volviéndose donde estaba Juan y el policía, que habían permanecido en pie larga media hora en un rincón del cuarto.

—Marcos —respondió el muchacho.

—¿Marcos qué?…

—Marcos nada… —volvió a decir.

—¿No tienes apellido; naciste de las yerbas?

—Peor que eso —murmuró Juan bajando la cabeza.

—¿Por qué traen a este bigardón aquí? —gruñó el funcionario—. Con tantos lomos para trabajar, mejor estaría de soldado.

—Lo envía su señoría el licenciado Lamparilla, regidor de mercados, por ladrón de la plaza; nadie estaba seguro, a todas las cocineras las bolseaba, y se robaba hasta las sandías y los melones.

—¡Mentira! ¡Mentira! —gritó Juan colérico.

—Calle el deslenguado —le dijo el escribiente.

—Ya, ya le bajaremos esos humos. Échenlo en el patio, y a la tarde que se le encierre en el cuarto oscuro. A los ocho días estará como una sedita. Apunte usted todo en el libro, y acábeme las cuentas, que tenemos tres meses de atraso y el día menos pensado, nos cae la visita del licenciado Lamparilla.

—Si nunca viene —le respondió el escribiente— y cuando viene sólo se ocupa de las muchachas, y ya hay algunas que de veras se van poniendo bonitas.

—La juventud, la juventud, y ya no es muy joven Lamparilla, ya los viejos no pensamos en eso —dijo el director levantándose y volviendo a limpiar sus gafas—. Me voy a ver a mi compadre el administrador del mercado, que dicen lo han desahuciado los médicos. Que encierren de una vez a este pilluelo, que nos está mirando con unos ojos… Ya verás cómo en esta casa de caridad en menos de tres meses te vuelves todo un hombre de bien.

El administrador salió, el escribiente llamó a dos de los muchachos más grandes que habían estado escuchando en la puerta, y les dijo:

—Lleven al cuarto oscuro a este zaragate, cierren la puerta, traen la llave y la cuelgan en el clavo.

En el despacho de que hemos hablado había en efecto, clavados en la pared, percheros para los sombreros y llaveros con llaves y candados de todos tamaños, un calendario tendido y una antigua copia de varios artículos del reglamento del hospicio.

Juan fue llevado a una especie de pasadizo o de callejuela que estaba al extremo opuesto del patio. Abrieron una puerta pesada de cedro, y de un empujón lo introdujeron en un antro oscuro. Tanto había pasado a Juan puede decirse en pocas horas, y tan rápido fue el cambio de su vida, que quedó anonadado, estúpido en aquella oscuridad completa, en el lugar donde materialmente lo habían tirado como se tira un palo podrido o un mueble inservible. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo reconocer su prisión. El suelo estaba sembrado de apestosas basuras; el moho y el salitre subían hasta la mitad de las paredes; el techo, de buenas y gruesas vigas de cedro, cubierto de telarañas; los ratones se paseaban confiados o asomaban sus cabecitas pulidas e inteligentes por los agujeros. En un rincón unos petates viejos y una frazada sucia olvidada por alguno de los que le habían precedido en el cuarto oscuro, eran el mullido lecho.

Juan, al fin, se tapó con la frazada, porque la atmósfera húmeda y pegajosa le había entumecido el cuerpo, y se recostó en los petates. Al cabo de algunas horas, la oscuridad más densa y el silencio de los patios le hicieron reconocer que era ya de noche. Nadie que se acercase a la puerta; nadie que le llevase de comer; estaba completamente olvidado y sepultado en vida.

Fue hasta la tarde del día siguiente cuando el director, que le hacía diversas preguntas a su escribiente, trató de indagar lo que había sucedido con Juan, si resistió al castigo o entró dócilmente, y se fijó en la llave muy grande y mohosa colgada y con una larga correa que la distinguía de las demás.

—¿Qué dice el nuevo ladronzuelo? —preguntó dirigiéndose al escribiente.

—¡Canario! —interrumpió éste, dando un salto en su silla y dirigiéndose a coger la llave—. La verdad, se me había olvidado el muchacho ése, como la primera camisa.

—¿Y no le han dado nada de comer?

El escribiente titubeó.

—Tal vez se habrá muerto, va a hacer dos días que entró. ¡Qué sería de mí si se supiera que se había muerto de hambre! Es un olvido imperdonable que puede costarle a usted el destino.

—No haya cuidado, el muchacho estaba gordo y fuerte.

—Vamos, vamos —repuso el director, y descolgando la dichosa llave del clavo, se dirigieron los dos al cuarto oscuro.

Juan, desesperado de hambre, había gritado, golpeado la puerta con tanta fuerza como pudo; pero todo en vano. Los muchachos que lo oían se reían de él, le hacían burla y a su vez tocaban por fuera de la puerta. Estaban acostumbrados a oír los llantos, lamentaciones y ruido de los castigados y habían concluido por echarlo a broma.

Cuando el director y su escribiente entraron, encendiendo un cerillo, encontraron a Juan envuelto en la frazada desmayado.

—¡Se murió, se murió, no hay remedio! —dijo el administrador—. Es necesario fraguar una mentira, decir algo.

—No, no, está caliente, respira; una taza de caldo y una copa de licor lo hará volver en sí; lo que tiene es hambre y nada más. Voy yo mismo.

En efecto, a poco volvió con una taza de hojadelata con un caldo grasoso y aguado, y con una copa de mistela de anís que tomó de una botella que tenía encerrada en el estante (uso particular), y de la cual echaba buenos lapos cuando el director estaba ausente, que era lo más del día. Entre los dos abrieron la boca al muchacho, le hicieron beber el caldo y el licor, a medida que su estómago recibía el alimento, sus ojos se abrían y se reclinaba en uno de sus brazos.

—Vaya, duerme por ahora —le dijeron—. De aquí a poco te traerán tu comida, y mañana saldrás del cuarto oscuro; pero ya te acordarás de este cuarto y no volverás a robar en tu vida.

A las once llevaron a Juan un arroz aguado y sin sal, y un pedazo de carne de cerdo y unos frijoles parraleños parados y duros, y esta detestable comida la devoró con delirio y le supo mejor que los sabrosos almuerzos de Cecilia. Se acostó después y durmió hasta las seis, en que el escribiente mismo le abrió la puerta. Silencioso, macilento y triste, salió lentamente del antro infecto y se sentó, como quien ha perdido el interés por la vida, debajo de uno de los frondosos fresnos del patio principal.

XXIV. El hospicio de pobres

En los siglos de la dominación española en el Nuevo Mundo no había ni remotas ideas de caminos de fierro, de puentes colgantes, de telégrafos, de teléfonos y de tantos otros maravillosos descubrimientos, que creemos, porque no podemos negarnos a la evidencia; pero que en esas edades habrían pasado por brujerías y los sabios, de seguro, habrían tenido necesidad de hacer pacto con el diablo y, conducidos ante el temible tribunal de la Inquisición, hubiesen encontrado la corona de su talento en los martirios y en las hogueras. Las tendencias y las luchas de esos tiempos eran la religión. Protestantes y católicos disidentes, y apostólicos romanos intransigentes, he aquí los personajes y las ideas dominantes.

Prohibida en la Nueva España la entrada de personas y de libros extranjeros, dominada la sociedad por la influencia eclesiástica, las doctrinas católico-romanas se conservaron años y años, no sólo puras y genuinas como nacieron en Jerusalén, sino acompañadas del cortejo de milagros, tradiciones y apariciones que se consideraban como artículo de fe. Como es evidente que cualesquiera que sean los defectos e inverosimilitudes que se saquen a luz por los librepensadores y enemigos del catolicismo, la religión de Jesús tiene por base la caridad, así los habitantes de la colonia hispanomexicana la ejercían según sus medios, y de aquí la construcción de templos magníficos y de establecimientos de beneficiencia que aún subsisten y se ven en la ciudad de México, como comprobantes de la historia de esos siglos. Si hubiesen entonces llegado las ciencias al estado en que hoy se encuentran, es casi cierto que la Nueva España habría sido dotada antes que la metrópoli misma de cuanto hoy ha mejorado las comodidades de la vida, la facilidad del comercio y las relaciones mutuas de los pueblos de la tierra.

Entre las fundaciones benéficas de la capital se encuentra el Hospicio de Pobres.

No queremos hacer perder a los lectores con serios y pretenciosos renglones el poco o mucho interés que hayan concebido por los personajes que, al natural tales y cuales son, les vamos presentando. Así, enviaremos a los que quieran saber la historia del hospicio, a la biblioteca, donde encontrarán para su edificación diversas obras que les darán cuantas noticias quieran sobre los conventos, colegios y establecimientos de beneficencia que hubo y hay todavía en la gran Tenochtitlán.

Juan, que sufrió una agonía de hambre, que durante dos días estuvo en la oscuridad y respirando una atmósfera húmeda y viciada, sintió que el aire sano y libre que circulaba en el espacioso patio le volvía la fuerza y la vida. A la copa de los frondosos fresnos que hay en cada ángulo, venían bandadas de tordos y de gorriones, que hacían sus evoluciones volando a las cornisas de las azoteas o bajando rápidos al patio a recoger los insectos y partículas pequeñas, y volvían a descansar entre las ramas. Cosa de ochenta o cien muchachos, jugando unos, platicando otros, corriendo aquí y allá, animaban el cuadro que iluminaba un sol espléndido.

La fisonomía resignada y sangrienta de Tules, la cara descarnada de Nastasita y las mejillas coloradas y el ancho pecho lleno de perlas de Cecilia, se presentaron a la imaginación de Juan, y le parecía que esos fantasmas salían de debajo de los fresnos, atravesaban la turba de muchachos que, con sus vestidos sombríos, parecían una clase singular de animales poblando el patio, que le parecía inmenso, pero por donde quiera veía el estrecho callejón y el cuarto oscuro. Esta visión lo tenía inmóvil y pensativo, como si su alma hubiese ido a otra parte dejando a su cuerpo inerte, abandonado y frío en el lugar donde se había sentado.

Uno de los mozos o dependientes encargados de cuidar el orden y gobernar a los muchachos, lo sacó de esta extraña contemplación dándole un fuerte apretón en el brazo.

—Ven a dejar ese vestido y a ponerte la ropa de la casa.

Juan tenía un pantalón de lona o algo parecido, su camisa de algodón, una especie de blusa, un sarape chico al hombro, y en la mano todavía sus ayates y pedazos de cotence que no había abandonado. La ropería ocupaba una galería oscura y clavados al derredor de la pared había percheros de donde pendían piezas diversas de ropa de color indefinible, viejas y remendadas unas, y otras en mejor estado de uso, que servían para vestir a los que se alquilaban para asistir a los entierros. Juan regresó al patio con el uniforme de la casa y se mezcló con la bulliciosa turba de los muchachos, mugrientos, con los cabellos espesos y enmarañados, rascándose la cabeza y el cuerpo y matando a veces entre las uñas al asqueroso insecto que vive de la sangre del hombre, único en su especie en su clasificación natural. Trataron de indagar su vida y milagros; le hicieron mil preguntas. Juan se limitó a negar el delito de robo de que era acusado y no les dijo más. Al toque de una campana la banda dispersa se reunió y se precipitó en tropel a la puerta del comedor, empujándose y atropellándose. El dependiente les gritaba que entrasen en orden y les distribuía cuartazos con una correa de cuero. Tomaron asiento en unos bancos delante de una mesa larguísima y angosta, llena de manchas de grasa y de cortaduras. Una escudilla de metal casi negra, con caldo aguado en cuyo fondo había algún arroz y garbanzos, un pedazo de carne y un troncho de col; después un plato de hojadelata con frijoles y una torta de pan, no sólo frío sino hasta duro, y unos vasos o jarros con agua barrosa y tibia, y acabó la comida en menos de un cuarto de hora. La cena a las siete no era mejor; hasta las ocho y media, en el patio; a las nueve al dormitorio, en unos catres de fierro, quebrándose, un jergón de hojas de maíz y unas sábanas de algodón, más negras que blancas. ¡Cuánto extrañaba Juan su cobertizo del mercado y los almuerzos de Cecilia!

El primer mes, como Juan fue recomendado, es decir, con la orden de Lamparilla para que se le castigase, lo dejaron al acarreo de piedras de cantería y de tezontle para surtir a los albañiles que reparaban una pared que se había desplomado en los departamentos interiores; después ya no se le hizo caso y entró al trabajo y ocupaciones de los demás. Rehusó absolutamente dedicarse a la carpintería, pues recordaba a su maestro Evaristo; pero se aficionó a la escuela y a la cocina, y pronto supo leer mal, escribir en grueso y ayudar a lavar los trastos y guisar las detestables sopas, el mole de pecho y los frijoles, que eran los platos favoritos, variándose los jueves y los domingos en que, según afirmaba el director, era un verdadero banquete, porque a la frugal comida se le añadía una manzana o una naranja y una poca de miel.

Uno de los domingos, Cecilia dejó a sus dos sirvientas en el puesto y dio un brinco al hospicio. Llevó a Juan ropa blanca, fruta, pan y dulces. Nada le agradó tanto como ver a la misma Cecilia; le tomó las manos y se las besó y no se cansaba de mirarla. La buena mujer aseguró al escribiente y a cuantos la quisieron oír, que Juan era honrado y víctima de la saña del administrador del mercado, motivada únicamente porque ella, mujer honrada que se mantenía de su trabajo y que no necesitaba de nadie, no le había querido corresponder. Cecilia contaba el cuento a todo el mundo y hablaba pestes de San Justo, que no dejaba de tenerle su pedazo de miedo. Estos informes, la protección de la frutera y la afición del maestro de escuela por su aplicación y buena conducta, mejoraron mucho su posición y llegó a tener cierto mando y ser persona importante en el hospicio; no se trataba sino de encontrar un empeño cerca de Lamparilla para que saliese libre a trabajar. Cecilia ofreció ocuparse de ello, y el maestro de escuela prometió hablar a un primo del escribiente del licenciado; pero el caso fue que acabó el año y nuestro licenciado, no habiendo sido reelecto, salió del Ayuntamiento y Juan continuó en el hospicio; pero contento porque había podido, con los auxilios de Cecilia, mejorar las condiciones de su vida. La fatalidad que lo perseguía hizo cambiar de aspecto las cosas.

Entre las comisiones que el escribiente le daba unas veces y el director personalmente otras, tenía la de ir cada mes a traer de la tienda las semillas para abastecer la despensa. Muchas veces, como era alto y fuerte, traía cargado un tercio de habas o de garbanzos. El día primero de un mes, el director lo llamó y, quitándose, poniéndose y limpiando las gafas verdes, como tenía de costumbre, le dio una larga lista y una carta y lo despachó a la acreditada tienda La Flor de Bilbao, situada en la calle de la Merced. Un montañés con cara de Pascua, chaparro, casi cuadrado, con gruesos dedos que parecían plátanos guineos, oliendo a azafrán y a cominos, lo recibió, tomó la lista, abrió la carta y la leyó.

—Dile a tu patrón que ya nos deben cerca de mil pesos, que no le puedo fiar más y éste será el último mes que mande las menestras. ¡Eh, holgazanes! A despachar pronto esta memoria, y ya saben cómo.

El montañés se metió a la trastienda a hacer sus apuntes, y dos montañeses rollizos empezaron a remover la tienda.

—Arroz, un tercio; no de ése, que es escogido para la casa del conde de Santiago; del quebrado que está en la bodega.

El cargador de la tienda, que estaba en la puerta y que acudió a una señal de uno de los dependientes, volvió con un tercio de arroz amarillento, quebrado y mezclado con partículas negras, desecho innegable del estómago de los ratones.

—Frijol, otro tercio.

—Oye —le dijo al cargador— ya sabes tú también; en el rincón, junto a la puerta, está el frijol que en mala hora lo compramos a un arriero de Pachuca. Las cocineras dicen que no se puede cocer. Tráete dos tercios.

—Azúcar, seis arrobas.

—De la más prieta; de ésa, de ésa.

El cargador trajo dos tercios de frijol y bajó del tapanco seis pilones de azúcar, la mitad enteramente negros y todos cubiertos de suciedades de moscas.

—Aceite, vinagre, chilitos con aceitunas, sal, cominos, azafrán…

El cargador, con un cucharón de madera sacaba de un barril donde estaba en infusión de vinagre, chiles verdes y aceitunas negras y llenaba una olla que Juan sujetaba con las manos para que no se cayese. En una de tantas veces, el cucharón salió con dos ratones ahogados envueltos en las aceitunas. El cargador los cogió por la cola y los tiró a la calle y siguió llenando la vasija.

—Pero esto no puede ser —se atrevió a decir Juan a uno de los muchachos.

—Qué te metes a decir aquí, ni qué te importa, ya sabes que es pa el hospicio, que nunca paga, y se le da lo mejor.

—¿Qué dice ese tunante? —gritó el principal desde la trastienda.

—¿Qui ha de decir? que reclama por dos ratones que estaban con los chilitos.

—¿No es más que eso? Ya habrá algunos más en el barril y ningún marchante se queja, pero escúchame —continuó diciendo al salir de la trastienda— el día que te metas en lo que no te importa, te daré una buena merecida; no volverás a poner un pie en la tienda, y se lo avisaré al administrador. Toma, y come algo mientras los cargadores acaban. Le tiró una peseta en el mostrador, una rebanada de queso añejo y una rueda de salchichón duro.

Juan se acordó del cuarto oscuro, tomó la peseta y se comió con apetito el queso y el salchichón. Uno de los dependientes le presentó un vasito con anisado.

Los cargadores al arreglar y amarrar los costales separaron en sus mantas y ayates puñados de arroz, de frijoles, de habas, de todo lo que iban a conducir.

—Ya tragaste con buen apetito —continuó el dueño o jefe de La Flor de Bilbao— no te vayas a acercar a tus amos, porque te olerán a aguardiente y tendrás cuando menos algunos cuartazos; oye bien lo que te voy a decir. Esta adobera de queso la llevas a la casa del director y la entregas a la señora, y lo demás a la casa del secretario. Un cargador te acompañará y los otros irán despacio y te esperarán en la puerta para que hagas la entrega. Toma tu lista.

El convoy, compuesto de cinco cargadores, se puso en camino, los unos para el hospicio, y Juan, con el último, que iba cargado de tompeates y botellas y de cuanto es necesario para surtir bien una despensa, se encaminó a las casas indicadas; hizo bien su comisión y entró por fin al gran patio del hospicio, seguido de sus cargadores, que los muchachos veían con placer indecible, pues llevaban nada menos que el material para la subsistencia. Antes de guardarse en el lugar donde debían quedar para el consumo diario, la que fungía de despensera separó buenas proporciones de las semillas y sus correspondientes chilitos en infusión de ratones; la cocinera hizo lo mismo, y las galopinas otro tanto. En resumen, la compra, antes de destinarse a los pobres del hospicio, había menguado en más de una tercera parte. Juan abría tantos ojos, pero callaba acordándose del cuarto oscuro.

Otro día, porque faltó a la hora de costumbre la carne por enfermedad de la mula vieja que la conducía, enviaron a Juan a una tabla de carnicería de la Calle del Rastro.

—No se te olvide echar cuantos huesos puedas —le dijo el carnicero a su partidor— y dale a este muchacho el medio carnero que se está apestando, al fin es para el hospicio. Esos muchachos que la mayor parte son ladrones y maletas, comen hasta petates de muerto.

El carnicero tiró a Juan una peseta y le dijo:

—Cuidado con decir nada. Si hablas, le diré al director que me querías robar un costillar. ¡Cuidado!

Juan se acordó del cuarto oscuro y no chistó una palabra. La carne llegó al establecimiento de caridad, dañada y con la mitad de su peso. A los dos días, más de veinte muchachos se quejaban de retortijones en el estómago. El médico dijo que era por el cambio de estación y les mandó un sudorífico; al otro día amanecieron peor. Dos murieron a los ocho días, y el médico dijo que habían sido intermitentes ocasionadas por un charco de agua hedionda y por la humedad de los fresnos que, hemos ya dicho, alegraban el espacioso patio, esparcían su benéfico oxígeno, daban sombra a los muchachos y servían de descanso y mansión a las parleras bandadas de tordos y de gorriones. Hubo serios proyectos para convertir los frondosos árboles en leña. Quedaron en pie, porque el cabildo hasta al cabo de dos años no comenzó a ocuparse del negocio.

Nada irritaba tanto a Juan como que le llamaran ladrón; por un sentimiento interno de que no podía darse cuenta odiaba a todo el que por cualquier título se apropiaba algo, y a los tenderos, carniceros, cocineras y dependientes que vendían lo peor y de eso se tomaban una parte ocasionándose por esto la mala y escasa comida que se daba a los pobres muchachos, los consideraba como verdaderos ladrones. Esta buena cualidad era sin duda una herencia de su abuelo. El conde del Sauz, calavera, déspota, esquivo y poco amoroso de su familia, era, sin embargo, de una honradez hasta exagerada. Pagaba a sus criados y sirvientes lo justo, su palabra equivalía a una escritura y en los pleitos judiciales que tenía con motivo de las negociaciones de minas, prefería perder el dinero cuando creía, no obstante el consejo de sus abogados, que perjudicaba a la parte contraria.

Una mañana, a la hora del juego, por cualquier cosa Juan disputó con dos o tres de sus compañeros; llegaron a las manos y, como era fuerte y diestro, los castigó a su sabor. Ellos, en desquite, le gritaron ladrón.

—Ladrón, tú nos puedes porque tienes fuerzas de ladrón.

—Los ladrones son los que les roban a ustedes y a mí los garbanzos, las habas y la carne. Callen la boca, porque ahora no ha sido más que un juego, pero si me insultan será de veras.

Esta cuestión, que sin los antecedentes que se han referido no hubiera tenido consecuencias, llegó exagerada a los oídos del escribiente y de don Epifanio, que así se llamaba el director, y el domingo, en vez de dar a Juan licencia para salir a la calle o subir a la azotea, lo encerraron otra vez en el cuarto oscuro, y aunque le dieron de comer, no salió sino el lunes, que compareció ante el temible tribunal formado por el director, el escribiente y la cocinera.

—¿Conque te has dejado decir, bribón —dijo don Epifanio con voz que procuró tuviese un tono terrible— que todos somos ladrones y que quitamos el sustento a los pobres muchachos? ¿Has dicho esto?

Juan, aterrado y pensando que lo podían condenar a morir de hambre en el cuarto oscuro, quiso arrodillarse ante don Epifanio y cogiéndole una mano le dijo:

—Es mentira, yo no he dicho nada, pero máteme usted mejor que condenarme a morir en ese cuarto oscuro. Yo no volveré a entrar en él, me defenderé, me matarán antes que entrar otra vez… Yo he visto cosas que le podré contar si me quedo solo con usted.

—Es peligroso que este pícaro se quede solo con usted, señor director —se apresuró a decir el escribiente.

—¡Bah! No faltaba más, sino que un militar retirado que ha hecho la guerra de la independencia le tuviese miedo a un muchacho —respondió el director, limpiando sus gafas verdes—. Váyanse y dejen que hable con él.

—Es que no es un muchacho, sino un hombrón fuerte —insistió el escribiente.

—No importa.

El escribiente, un ayudante, unos mozos y los muchachos que escuchaban en la puerta se retiraron, y Juan quedó solo con el jefe del célebre establecimiento de caridad.

—Vamos, pronto, que tengo mucho que hacer y visitar a mi compadre, que está todavía muy malo. ¿Qué tienes que decir? Habla, pero la pura verdad aunque sea en mi contra; no tengas miedo, te prometo que no se te volverá a encerrar en el cuarto oscuro.

Juan, tranquilo con el buen modo con que le hablaba el director, le contó minuciosamente cuanto pasaba en la tienda, en la cocina, en la despensa, en la carnicería, y cómo también le mandaban al escribiente un surtido de lo mejor para su despensa.

Don Epifanio se quedó con la boca abierta, y en vez de limpiar las gafas verdes las dejó caer en el suelo, Juan se apresuró a levantarlas y se las dio.

—¿Conque es cierto cuanto has dicho, no has mentido por salvarte, por disculparte?

—No, señor, es la verdad y lo juro por el alma de doña Tules.

—¿Quién es doña Tules? ¿Qué tiene que ver en esto doña Tules?

Juan se puso descolorido y tembló de que se le hubiese escapado una palabra imprudente, pero se repuso inmediatamente.

—Es la verdad, sin quitar ni poner nada —contestó—: doña Tules era una buena ama que tuve antes de ir de mozo al mercado.

—Bien ¿y serías capaz de decir ante cualquier persona lo que me acabas de contar? Reflexiónalo bien. Ya sabes que a los calumniadores se les castiga severamente.

—Si usted me ayuda y me defiende, sí lo diré adelante de todo el mundo. Eso fue lo que grité en el patio: que otros eran los ladrones y no yo.

Don Epifanio, el administrador o director del hospicio, como le hemos llamado para no confundirlo con el de la plaza del mercado, era un antiguo militar que asistió a las peripecias y combates de la guerra de independencia en la primera época, perfectamente honrado, de pocos alcances, pero, en una palabra, buen hombre. Como le pagaban con retraso su pensión de retirado, encontró medio de que sus compañeros de armas, que ya eran generales mientras él se había quedado de coronel, se interesaran, y por su recomendación lo colocase el Ayuntamiento de administrador del Hospicio de Pobres. Poco entendía de cosas administrativas, no tenía energía para hacer entrar en orden a la turba de muchachos malcriados y viciosos que, no pudiendo sufrirlos en sus casas ni siendo buenos para maldita la cosa, ingresaban ya por un motivo, ya por otro, al establecimiento; jamás veía papeles ni cuentas, se entregaba a la dirección del escribiente, y en cuanta podía se marchaba a la casa de su compadre el administrador del mercado, con quien jugaba malilla o platicaba de sus campañas. La revelación que le hizo Juan lo dejó estupefacto. Dos años hacía que desempeñaba el empleo e ignoraba lo que pasaba. Aseguró a Juan que ningún mal se le ocasionaría, y lo despachó al patio. Su primer movimiento fue tomar su sombrero y dirigirse a la municipalidad a denunciar los desmanes y robos; pero reflexionó que el primer destituido sería él, como responsable que no podría disculpar su falta de cuidado. Llamó al escribiente y, sin decirle cómo había adquirido datos ciertos y seguros de los abusos que se cometían, le habló claro, pero con templanza. El escribiente, que era una liebre corrida, tenía de antemano tomadas las avenidas para cualquier evento.

—Lo que ha contado usted es exagerado, pero en el fondo es verdad; los tenderos, las cocineras y los criados siempre han sido ladrones; pero eso no se puede remediar, los echaremos y vendrán otros peores; pero usted, que es el que manda, determinará; en cuanto a mí, es verdad que me mandan cada mes de la tienda mi memoria para surtir mi despensa; pero se las pago y no les debo ni medio partido por la mitad.

El escribiente abrió el estante, revolvió algunos papeles y concluyó por presentar las cuentas de la tienda saldadas en toda regla. Se supone que nunca había dado el dinero, pero don Epifanio no tuvo observaciones que hacer; recomendó que en nada se molestase a Juan, tomó su sombrero, ya más tranquilo pudo limpiar sus gafas verdes y caminó de prisa para la casa de su compadre a contarle lo ocurrido.

—Si yo me pongo mal con el tendero, que es muy honrado, y lo que pasa es obra de los dependientes, lo primero que hará será cosa de cobrarme quinientos pesos que le debe el hospicio; si doy parte y se arma un escándalo, el escribiente, que tiene sus dares y tomares con los masones, triunfará de mí que soy cristiano y me he rehusado a entrar en las logias; si echo a la cocinera y galopinas, mientras se encuentran otras ¿quién les da de comer a tanta turba como mantiene la casa? Lo mejor es no hacer nada y echarle tierra al negocio. Lo que sí haré es no admitir ya la adobera de queso; no me vaya a buscar un chisme por tan poca cosa.

—Muy bien hecho, compadre; hace usted santamente; si nos quitan el empleo ya tendríamos otro. Lo mismo hago yo. Entre mi escribiente y Cecilia la frutera gobiernan el mercado. Parece que el pillastre que han puesto para que me supla mientras estoy enfermo no hace otro tanto. Allá se las avenga; no conoce sin duda a Cecilia. Si entra en pleito con ella, ha de salir mal. Es mujer que no se deja, y es cumplida a carta cabal; primero dejaría de salir el sol que… y su fruta, compadre, es la mejor; ya le he mandado a usted algunos buenos mameyes y melones.

Las cosas del hospicio continuaron como antes y en cuanto a las del mercado, ya veremos más adelante cómo siguieron.

No obstante las recomendaciones del director a Juan se le quitaron las comisiones de confianza que antes desempeñaba y se le destinó a cargar tezontle y piedras pesadas, pues los albañiles no tenían trazas de acabar la obra. Por la falta más insignificante, los inspectores aplicaban a Juan latigazos al entrar o salir del comedor o en los patios, y cuando sus compañeros se cercioraron de que había perdido su prestigio, se burlaban de él y lo atormentaban de cuantas maneras les era posible. La vida se le iba haciendo insoportable. En sus noches de vela pensaba seriamente en fugarse y poner leguas de por medio entre él y la célebre casa de caridad de la ciudad de México.

XXV. Pepe Carrascosa

—¡Bendito sea Dios, que se ha muerto una persona de dinero y de gusto! A la gente ordinaria le importa muy poco que la entierren en cualquier parte. A las personas bien nacidas les gusta, cuando se mueren, que las metan en un cajón forrado de terciopelo, y después en un sepulcro con su losa de mármol; que vayan detrás muchos coches particulares o aunque sea de alquiler; muchos dolientes y, sobre todo, muchos pobres del hospicio con sus hachones de cera. Yo no sé qué le ha sucedido a México de un año a esta parte; o no se mueren más que los pobres; o si son de algunas proporciones se me figura que van en pelo, en un cajón de madera de pino, sin un responso, sin pobres del hospicio, como unos herejes, sin nada; y esto lo debemos a los masones, que van esparciendo doctrinas y máximas y acabarán con la religión y con el hospicio. Ya me mandó avisar Zurradurregui que era el último mes que me fiaba las semillas. Dios hará que esto se componga; por ahora tenemos ya treinta pobres del hospicio para el entierro de don José María Carrascosa, y ya es algo. Hombre raro, original, según me ha contado mi compadre; pero la verdad, lo entendía, si es cierto, como dicen, que ha dejado un recuerdo para los pobres del hospicio. Si no se cogen los licenciados el legado y el resto de la testamentaría, tendremos con qué pagar a Zurrandurregui sin necesidad de pedir nada al Ayuntamiento. Que no se olvide mandar a Marcos, y que sea uno de los que carguen al muerto. Es muchacho fuerte; en la calle me contaron que en el último entierro él solo cogió el cajón y lo colocó en el nicho y que pesaba, porque el difunto era gordito.

Este edificante discurso lo pronunciaba don Epifanio delante de su escribiente-secretario, que lo escuchaba con mucha atención.

—La limosna ha sido buena —contestó el secretario, observando que su director se colocaba definitivamente las gafas en las narices y se había quedado con la boca abierta como queriendo hablar.

—¿De cuánto ha sido la limosna? —continuó el director.

—De ciento veinte pesos, a razón de cuatro pesos cada pobre.

—¡Bendito sea Dios que se murió don José! Ya se le tendrá en cuenta el beneficio que ha hecho al hospicio —volvió a decir el director—. En cuanto entre el dinero, se lo lleva usted a Zurrandurregui y hace usted que nos prometa darnos las semillas; se está concluyendo el mes, y ni un peso ha vuelto a dar el Ayuntamiento.

Estaba en esta conversación cuando entró como de rondón en el despacho un joven vestido con la elegancia de la época; sofocado, sin poder hablar y mirando a todas partes, dijo:

—¿El administrador del hospicio?

—Servidor —se apresuró a decir don Epifanio, inclinando la cabeza.

—¿Los pobres están listos?

—Dijeron que para las cinco de la tarde —respondió el escribiente sacando su reloj— y apenas van a dar las…

—Se necesitan para las cuatro; para esas horas están convidados los coches.

Es de advertir que en México, cuando se trata de un entierro solemne, se convida más bien a los coches que a las personas. Todas las que tienen carruajes reciben una esquela firmada por uno de los parientes del difunto, suplicando que envíen su coche a tal parte y a tal hora.

—Estarán listos para las cuatro —afirmó el secretario.

—¿Cuántos? —preguntó el joven.

—Treinta.

—¿Treinta solamente? —exclamó el petimetre—. Eso no es nada, no es digno de mi tío don José María; que se alisten todos los que haya en el hospicio. También ustedes quedan convidados; se les mandará un coche a las tres y media.

—Será usted servido, y gracias por la invitación; asistiremos, y con mucho gusto, al entierro de un hombre tan benéfico —le contestó don Epifanio, saludándole atentamente.

El joven se tocó el ala del sombrero, que había conservado puesto en su cabeza, y salió precipitadamente.

Grande conmoción en el establecimiento de caridad. El director, su secretario y los demás dependientes se dirigieron a la galería oscura y polvosa donde estaba la ropería.

—¿De cuántos vestidos podemos disponer? —preguntó el director.

—De muchos —le contestó el secretario—; vea usted los percheros, están llenos; hay vestidos chicos, medianos, grandes y de todos tamaños.

Los dependientes comenzaron a descolgar vestidos de paño de Querétaro, de color pardo e indeciso, y a hacer paquetes para sacudirlos y repartirlos entre los muchachos, según sus edades y estaturas.

—Pero esos muchachos no pueden ir así, con esas greñas que parecen zaleas de borrego prieto —exclamó el director un poco colérico—. ¿Por qué no los han tusado? Lo tengo prevenido, pero a mí no se me hace caso; lo mismo sucede con las semillas, que vienen llenas de basura y de suciedades de moscas y de ratones.

—El barbero no ha querido venir; como no se le paga hace tres meses, se hace de rogar —respondió el secretario.

—Que lo llamen en el acto.

—Imposible; no tenemos tiempo.

Juan fue el encargado por don Epifanio de arreglar un poco las cabezas de sus compañeros. En cuanto a él, quizá era el único aseado y presentable para cualquier entierro.

Metiéndose las manos para suplir el peine, mojándose en los charcos que había en el patio, y cortándose otros con unas malas tijeras trozos de cabello ya pegados sólidamente por el sudor y la mugre, las cabezas hirsutas de esa juventud, esperanza de la patria, presentaron un conjunto menos aterrador. Entraron en seguida a la ropería para vestirse más bien de puerco que de limpio y salir ya con el uniforme de la casa.

Las prendas de ropa, que a primera vista parecían nuevas, estaban en el más deplorable estado. Al sacudirlas caían a pedazos, devoradas como estaban por la palomilla; otras tenían agujeros y rasgaduras, y las más, remiendos mal zurcidos y visibles a larga distancia. Se desecharon las inservibles, y con las que quedaron se comenzaron a vestir los muchachos. Chaqueta larga, chaleco, pantalón, todo de color parduzco, como se ha dicho. Sombrero negro de copa alta; vamos, un lujo escandaloso.

A los pantalones que venían largos a los muchachos, se les hacía un doblez; se les enrollaba para dentro de las piernas y se les sujetaba en la cintura lo sobrante del fondillo; los gordos reventaban la espalda de la chaqueta, y a los flacos se les daba una vuelta sujetándola con alfileres con puntadas gordas; a los sombreros se les pasaba un cepillo grueso de botas para alisarlos y quitarles la grasa del ala; en fin, ya muy guapos, algunos con zapatos nuevos que les doblaban los dedos como a los chinos, y otros con los dedos de fuera o con la cubierta sola, sin suela; formaron de dos en fondo en el patio, porque don Epifanio, en los ratos que no jugaba malilla con su compadre, les había enseñado algo de soldados, y a las tres y media marcharon precedidos por el secretario, elegantemente vestido de riguroso luto, por esas calles de Dios, hasta la casa de donde había de salir el duelo.

Don Epifanio, vestido con su honroso uniforme militar, con gasa negra en el brazo derecho, se presentó también en la casa mortuoria, que ciertamente no correspondía a la pompa y lujo con que se habían dispuesto los funerales.

Era una casa de vecindad en buen estado, pintada de color de cantería con las obligadas mochetas imitando mármol. En el centro del zaguán, tapizado de cortinas negras con galón de plata, estaba colocada una tumba con dos gradas, y en la última una caja forrada de terciopelo para colocar dentro de ella, cubriéndole la cara con un pedazo de crespón blanco, al que en vida había sido don José María Carrascosa.

Las vecinas de las habitaciones bajas y altas estaban en el interior del patio, aglomeradas, mirando azoradas y haciéndose cruces, y no pudiendo adivinar por qué al que ellas llamaban simplemente don Pepe y que se mantenía a duras penas con las rentas de la pequeña casa de vecindad, se le hacía un entierro tan suntuoso.

Cerca del cadáver estaban los parientes de don José María, muy contristados y con las caras que trataban de hacer largas y compungidas, y muchas otras personas de importancia y buena posición social. Las calles anchas donde desembocaba el callejón estaban llenas de carruajes particulares de una cierta elegancia, y después, cuantos coches de alquiler se encontraban en los sitios y carrocerías. Los pobres del hospicio, con el elegante traje que hemos descrito, llegaron en número de sesenta, y se les distribuyeron gruesos hachones de cera.

Entre tanto se organiza el fúnebre convoy, lo que no costó poco trabajo a los parientes que dirigían la ceremonia, platicaremos algo con nuestros lectores del ilustre difunto, bien que tengan poco interés por un hombre que dentro de pocos momentos sería para siempre encerrado en el nicho que ya tenía preparado en el cementerio.

La existencia de don José María Carrascosa fue un misterio en México aun para los más curiosos e indagadores de vidas ajenas. Nadie sabía de fijo dónde había nacido; los unos lo daban por originario de Michoacán, otros afirmaban que era de Puebla de los Ángeles, y los más acertaban tal vez afirmando que había nacido en la misma ciudad de México, en una casa de la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo. Él nunca dijo nada, ni se le pudo sacar ninguna palabra acerca de su nacimiento, de su familia, de sus relaciones y amigos. Apenas decía que tenía parientes muy lejanos a quienes no veía ni trataba, y que quizá no habitaban en México. Frecuentaba únicamente el escritorio de un personaje muy rico, que ése sí sabía su vida y decía que era su pariente; pero ese personaje nunca dijo nada, o tal vez no hubo quien se lo preguntara, y el público curioso concluyó por cansarse y no hacer más indagaciones.

Carrascosa era delgado, de mediana estatura, de poco más de cuarenta años de edad. Su fisonomía era común, más bien afable; arrugaba un poco los ojos y movía con una especie de convulsión sus labios, y esto era todo. Vestía invariablemente de color mezclilla, claro, un sombrero tendido de seda, blanco, y una esclavina de paño azul, en la que andaba envuelto tanto en invierno como en verano. Vestido, sombrero y esclavina, muy viejos y lustrosos por la grasa; pero eso sí, muy rasurado, sin bigote ni perilla, el cuello de la camisa muy limpio, lo mismo que sus manos, que eran blancas, bien formadas y hasta aristocráticas. Su modo de vivir era singular. Habitaba una vivienda en la pequeña casita de vecindad de que hemos hablado, en el Callejón de la Polilla, casi en un barrio, que en el tiempo a que nos referimos presentaba el más triste aspecto. La calle desempedrada, las casas de pobre aspecto y con fachadas sombrías, sin vidrieras en los balcones, y los zaguanes con el común detrás de la puerta, el caño enzolvado y oliendo a todo, menos a esencia de rosa. La vivienda de Carrascosa tenía tres piezas, pero estaban sin un mueble; sólo allá, en la recámara, que alumbraba escasamente una ventana con pliegos de papel en el marco en vez de cristales, se veía un banco de cama pintado de verde, una mesa de madera de pino, algunas sillas ordinarias y dos grandes baúles de madera, claveteados con tachuelas doradas. La ropa de la cama seguramente se mudaba cada seis meses, y la mesa llena de planchas redondas del sebo que chorreaba de noche de las velas que, en candeleros ordinarios de barro, alumbraban esa estancia a las horas en que Carrascosa iba a recogerse.

Se levantaba a las ocho de la mañana y se dirigía invariablemente a una barbería de la Calle del Puente Quebrado, donde se rasuraba y peinaba sus cabellos, que ya iban siendo ralos y escasos; de la barbería pasaba a la Catedral a oír su misa, y a cosa de las diez tomaba el rumbo de la Alcaicería, y en uno de los bodegones en cuyas puertas se ven las mesas con los cazuelones con moles y chiles rellenos, almorzaba de a real y medio, y se entretenía allí el más tiempo posible. Daba vueltas por la Alameda, por los portales, visitaba a ese pariente rico, y a las cuatro volvía al figón, donde comía de a real y medio. En la tarde otra vez a la Alameda; cuando anochecía, al Café del Cazador, donde por un real tomaba, a las ocho, su chocolate con rosca de manteca y jugaba al dominó sin apostar nada; a las nueve se apoderaba de una alacena del portal y se estaba sentado, con las piernas colgando, hasta las diez, en que se retiraba a su casa. Tertulianos de café se arrimaban a la alacena y platicaban de política, de sandeces, de vidas ajenas. La casera, que barría cada semana la casa, lo esperaba con una vela de sebo. Carrascosa subía, cerraba sus puertas, se acostaba en su sucia cama y dormía como un bienaventurado. Él conocía a todo el mundo en México, y todo el mundo lo conocía a él, y le llamaba familiarmente Pepe Carrascosa.

Durante años pasó así su vida, muy contento y feliz. Los que le conocían aseguraban que la esclavina azul tenía veinte años; el sombrero, pasado de moda, como diez. Cuando le urgía mucho y lo fatigaban con cuestiones, decía que a él le gustaba vivir independiente y no ser esclavo de muebles ni de pinturas, ni de ropa, ni lidiar con criados y cocineras, ni pedir prestado, ni deber a nadie, ni escribir cartas, ni cuidar bienes, ni estar obligado a trabajar y a visitar y a que lo visitaran; que por eso vivía así y se mantenía con las rentas de la casita del Callejón de la Polilla; que eso era lo único que tenía, pero que le bastaba y no quería más; que no pedía prestado a nadie; pero que tampoco podía prestar ni un peso, porque se quedaría sin comer. Con eso se quitaba las puntas de encima y saciaba la curiosidad de los que lo molestaban.

Carrascosa no era hombre ni tonto ni ignorante; sabía un poco de francés y tenía algunos libros guardados en el baúl. Había estado en París, en Roma, en Madrid, y eso en tiempos en que eran difíciles y costosos los viajes, y no dejaba de ser agudo y divertido en su conversación; por eso nunca le faltaba compañía en las noches en la alacena del Portal de Mercaderes. Tenía, además, la manía de las curiosidades, de las antigüedades y de las alhajas; acudía a las casas de empeño, donde lo conocían mucho, y al Montepío a las almonedas mensuales y a las testamentarías, y nunca dejaba de comprar un libro, una alhaja vieja, un Cristo de marfil; en fin, toda especie de bibelots, como se diría hoy; pero hacía estos empleos con las mayores precauciones; siempre decía que eran encargos, que él no tenía un peso, y que lo obligaban a esas compras suponiéndole inteligente. Llevaba debajo de su capa las chucherías, sin mostrarlas a nadie, las encerraba en uno de los baúles, y no se volvía a acordar de ellas.

Los parientes lejanos sospechaban que tenía mucho dinero, aunque no había podido averiguar, por más diligencias y pasos diversos, a cuánto ascendía el capital y dónde lo tenía; sí estaban cerciorados de que no tenía hijos naturales, ni relación alguna con mujer, pues las detestaba a todas sin distinción; así, con la esperanza de heredarlo, o por lo menos de que les dejara alguna cosa, no lo perdían de vista; una o dos veces por semana, ya el uno ya el otro, se aparecían como por casualidad en la alacena del Portal, le hacían la corte, le daban conversación, le contaban mil historias, y cuando él lo permitía le acompañaban a la puerta de su casa. Como de pronto nada le pedían ni lo molestaban de otra manera, los toleraba y aun chanceaba a veces con ellos; soltaba alguna que otra palabra que les hacía entrever que serían sus herederos, con lo que se ponían muy contentos y a excusas iban a platicar con la casera de la Calle de la Polilla para recomendarle que cuidara mucho a su pariente, y que si se enfermaba o algo le sucedía fuese inmediatamente a avisarles.

Una mañana sonaron en los relojes de las iglesias las ocho, y la casera, como de costumbre, subió con una taza de hojas de naranjo, que era su desayuno; encontró la puerta cerrada y respetó su sueño, tal vez había pasado mala noche. Las nueve, las diez, las once… nada. La casera, alarmada, espió por el agujero de la llave; silencio completo. Tocó primero suavemente; después hasta con una piedra; lo mismo: silencio absoluto. Alarmada corrió a la casa de los parientes, que no vivían lejos, y que precisamente acababan de almorzar y estaban en charla diciendo horrores de Pepe, criticando su avaricia y echándole en cara su egoísmo, pues jamás les había dado ni un pañuelo, ni un puro, ni un cigarro; tan miserable el hombre, que solía fumar cuando le ofrecían un cigarrillo.

—¡Cómo! ¿Qué pasa? —le preguntaron en coro y como sorprendidos.

—Que el señor don José no responde. He tocado con una piedra, le he llamado a gritos, pero de modo que no lo oigan las vecinas; no sé lo que le ha sucedido.

—¡Que se ha muerto, que se ha muerto sin duda! —exclamaron en coro, llenos de alegría—. Nos alegramos…

—¡Qué iniquidad! —interrumpió la casera—. El pobre señor don José era tan bueno; verdad que no era muy liberal y que trabajo le costaba el darme cuatro reales cada mes.

—¿Para qué sirve un hombre así en el mundo, mujer? —le contestaron los parientes—. Pero no hay tiempo que perder; vamos, quizá estará durmiendo; ¡ni lo quiera Dios! Para la vida de mendigo que lleva, vale más que no se vuelva a levantar.

Los parientes eran tres hombres y cuatro mujeres de diversas edades, desde veinticinco a cincuenta y cinco años. Las mujeres, que son siempre piadosas, se quedaron rezando ya por el alma de Pepe Carrascosa, a quien le llamaban tío, y los sobrinos varones, en un brinco, como quien dice, estaban ya en la puerta misteriosa de la habitación.

—Señor don José —decía la casera aplicando sus labios al ojo de la llave— aquí están sus sobrinos de usted. ¡Quizá esté usted malo; pero haga un esfuerzo y ábranos la puerta!…

—¡Tío Pepe! ¡Tío Pepe!… ¿Qué tiene usted? Responda usted. ¿Se ha muerto usted?

Tío Pepe callado… Silencio profundo.

La casera fue a llamar a un cerrajero y al alcalde del cuartel; la puerta cedió y toda la comitiva se hallaba delante de la cama de Pepe Carrascosa, que boca arriba, con los ojos y la boca cerrados, parecía que dormía tranquilamente.

—¡Si no está muerto! —dijo uno de los parientes—. ¡Qué chasco nos hemos llevado! En fin, pobre tío Pepe; llamaremos al médico, corra usted.

La casera corrió a buscar al primer médico que encontrase en la calle o en una botica; el otro pariente examinó con mucho cuidado a su tío, le puso un espejo rajado en la boca, que estaba cerca de la ventana, le tentó las narices y lo removió.

—Perfectamente muerto: las narices frías, tieso, no resuella; vamos, el médico será inútil. ¡Pobrecito, Dios lo haya perdonado! Y usted, señor alcalde, si necesario fuese, dará certificado; por ahora puede usted retirarse. ¡Ya ve usted, cuando se sufre un golpe tan terrible como éste para nosotros, es necesario dejar sentir y llorar a las gentes!

—¡Pobre don Pepe; yo también lo he sentido mucho! —dijo el alcalde—. Era tan buen sujeto; pero lástima que se diera tan mala vida siendo dueño de casa y de casi la manzana; yo le servía mucho para cobrar a los inquilinos drogueros, y me hacía mis buenos regalos; no tengo de qué quejarme.

El alcalde saludó y se retiró.

Los tres parientes abrieron tanto los ojos.

—¿Conque dueño de toda la manzana? —dijo uno de ellos.

—¡No se los había dicho! Y ha de tener más todavía; era muy rico, pero muy marrullero. D. G… es el único que sabrá lo que tenía.

—Veamos si se puede encontrar algún indicio —dijo el que tenía más confianza con el cadáver y le había tentado las narices; y ejecutando su intento, lo removió, levantándole la cabeza, y tropezaron sus dedos con algo que parecía un papel—. Aquí está; aquí está el busilis.

Mientras uno tenía la cabeza de Pepe, el otro registraba debajo de las sábanas y de la sucia almohada.

—Aquí está todo —exclamó con un placer que no pudo disimular. Era un paquete cerrado, con un letrero que decía: «Mi testamento», las dos llaves de los baúles y un papelito mugroso.

—Veamos lo que dice ese papel.

Desdoblaron con trabajo, y decía:


Si me enfermo o muero repentinamente que llamen al doctor Codorniú, que le entreguen mi testamento, que coloco siempre en mi cabecera; que le entreguen las dos llaves. En el baúl negro hay dos mil pesos en oro, y con este dinero se me hará un entierro decente; que no claven el cajón sino al tiempo de colocarme en el nicho; que mi testamento lo abra el mismo doctor y lo lea antes de que me lleven al cementerio, y que se manden decir dos mil misas de a peso por mi alma.

José María Carrascosa.
 

Los parientes se miraron azorados.

—¿Cuánto nos habrá dejado?

—Algo, quizá todo; pronto, pronto a disponer el entierro, con eso salimos de la duda.

En esto llegó la casera con un mediquín que hacía seis meses se había recibido en la Escuela de Medicina, y ya tenía cuatro o seis visitas de a peseta en las casas de vecindad de su barrio.

—¿Qué se ofrece? Esta señora me encontró en la calle y no hubo medio de excusarme; precisamente iba yo a hacer la operación de cortarle las dos piernas a un carretero a quien le pasó el vehículo; pero tratándose de don Pepe, a quien conocí y estimé mucho, y de ustedes…

—¿No habrá esperanza? —le preguntó con tono compungido uno de los sobrinos.

—Veremos… —respondió el doctor, y se acercó al difunto, le tentó también las narices, le puso el espejito rajado, le apretó el estómago, y con tono magistral se volvió a los circundantes:

—Todas las boticas de México y el Protomedicato junto, serían inútiles. Está muerto, perfectamente muerto; ha sido un derrame al cerebro gastrointestinal, complicado con una meningitis muy avanzada, provenida de la vida sumamente económica que lleva don Pepe. Estos casos no tienen remedio; se quedan los que están atacados de estos síntomas como unos pajaritos; parece que están durmiendo… conque…

Los parientes llevaron las manos a sus bolsillos, dieron las gracias al novel doctor y pusieron en su mano cosa de ocho pesos, con lo que se retiró muy contento.

La casera, ayudada de unas vecinas, se ocupó de vestir a Pepe con su misma ropa vieja y sucia, con excepción de una camisa muy almidonada y limpia que encontraron sobre una silla. Uno de los parientes quedó acompañando al muerto, con el testamento en el bolsillo; otro fue a buscar al doctor Codorniú, y el tercero a correr las diligencias del entierro, en otras, la de pedir, como hemos visto, la asistencia de cuantos muchachos tuviese el hospicio.

Poco después de las cuatro, la Calle del Puente Quebrado estaba llena de coches particulares, con buenas mulas, y cocheros y lacayos de luto, pues los ricos de México, que sabían que Carrascosa era avaro, miserable y maniático, pero rico, enviaron sus carruajes y muchos iban como asistentes dentro, y otros se presentaron en la puerta de la casa mortuoria. El doctor Codorniú llegó en su coche, acompañado del pariente; subió a la oscura y fétida recámara, se enteró de lo ocurrido, tomó el pliego, que era un testamento cerrado, y conforme a las reglas del derecho lo abrió y lo leyó para cumplir la voluntad del difunto.

Fue un momento solemne. Después de las fórmulas de estilo de declarar el testador que había vivido y moría en el seno de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, decía:


En el nombre de Dios Todopoderoso, etc., etc.:

Mis bienes raíces consisten en veintiocho casas, situadas diez en una manzana donde habito, números tales y tales, y las restantes, en las calles del Puente Quebrado, Damas, Alfaro y San Felipe Neri, y en objetos de plata, marfil y china, que están en los dos baúles.

Tengo además, doscientos mil pesos en el Banco Real de Inglaterra y ciento cuarenta mil en el Banco Real de Francia. Los documentos y lo demás necesario están en poder de D. G… Él y el doctor Codorniú son los únicos hombres honrados que he conocido en mi vida, y de los que he podido fiarme, sin que jamás hayan revelado a nadie mis secretos. Les dejo como memoria solamente (porque los dos son ricos), cuarenta mil pesos a cada uno. En mi baúl negro hay dos mil pesos en oro. Que eso y lo demás que sea necesario se gaste en un suntuoso entierro y en comprarme un nicho a perpetuidad en el panteón.

Declaro no tener hijos ni legítimos ni naturales, porque he detestado a las mujeres desde que tuve una que me hizo gastar en Guanajuato veinte mil pesos y se fugó con un barretero de la mina de Rayas. Todas son por el estilo. En cuanto a los hombres, todo el que puede le pega una banderilla al que tiene dinero, y yo he vivido en la miseria para evitar que otros tiren mi dinero y tener la vida vendida.

Dejo todos mis bienes al Hospicio de Pobres; no perdono a los que me deben (en total doscientos pesos), y los conjuro a que paguen a mi albacea lo más pronto posible.

A mis parientes (que no creo que sean, y si tal son, tal vez vendrá el parentesco por nuestro padre Adán), no les dejo ni medio partido por la mitad.
 

Seguían otras cláusulas poco importantes.

A los parientes al oír la última cláusula se les aflojaron las rodillas y por poco caen desmayados. Tuvieron que disimular y hablaron en voz baja entre sí, dos de ellos se marcharon con cualquier pretexto, a buscar un licenciado para tratar de que inmediatamente se pidiese la anulación del testamento. El otro quedó haciendo de tripas corazón por el qué dirán. El doctor Codorniú guardó el documento en la bolsa, se acercó al cadáver, lo reconoció y meneó la cabeza con una especie de duda, pero dio las disposiciones para que se efectuase el entierro. Metieron a Pepe Carrascosa en su cajón y lo bajaron a la tumba, donde lo encontraron ya el director y los numerosos pobres del hospicio.

Cuatro de los muchachos más grandes y robustos fueron designados para cargar el ataúd. Juan era más alto que los tres compañeros e hizo esa observación; pero obligado por una orden del secretario, puso el hombro y pronto el convoy fúnebre se puso en marcha pasando por las principales calles, precedido de padres con capas de terciopelo negro, acólitos con cruz y pesados ciriales de plata maciza y seguido de los pobres del hospicio con gruesos hachones de cera, de dolientes vestidos de luto y de unos ochenta coches entre particulares y de alquiler. Las gentes salían a los balcones y más de doscientos curiosos siguieron la fúnebre procesión.

Juan marchaba cargando el ataúd en una posición incómoda, teniendo que hacerse pequeño, que cojear, que mal andar; en fin, ya no podía más. Al llegar a la puerta del cementerio metió el pie entre dos losas mal colocadas, se le atoró el tacón, los tres compañeros marchaban siempre, Juan hizo un esfuerzo, perdió el equilibrio y ¡paf! cayó al suelo por un lado, y casi sobre su cabeza el cajón que contenía los restos mortales de Pepe Carrascosa. Confusión general, voces, lo primero que hizo el secretario fue buscar a Juan para darle de golpes como culpable… Y mayor confusión y un susto que hizo caer gritando misericordia a muchas mujeres que estaban cerca y que dejó fríos y como estatuas a los demás espectadores.

Pepe Carrascosa había salido de debajo del ataúd, se incorporó, se puso en pie, sano y fuerte cual si nunca hubiese tenido nada, y con una voz terrible, como si se oyera de la otra vida dijo:

—¡Son mis parientes, mis parientes los que me han querido enterrar vivo! ¡Todo lo que han dicho lo he oído! ¡Quiero que venga, que me busquen al muchacho que me dejó caer!

Juan que vio, que oyó esto, se llenó de terror; pero las últimas palabras le dieron valor para huir, se le figuró que el muerto que acababa de resucitar pedía su castigo y que irremisiblemente sería condenado a morir de hambre en el cuarto oscuro. La multitud se apiñaba, el doctor Codorniú, que desde que reconoció a Carrascosa sospechó que no estaba muerto, acudió en su auxilio, se oían voces, lloros de niños, la mayor parte de los pobres del hospicio tiraron las hachas de cera y corrieron presos del miedo; unas escenas imposibles de describir. Juan pudo esquivarse y, sin ser visto ni detenido, en pocos minutos se hallaba lejos de aquel Camposanto donde reinaba el asombro y el horror.

XXVI. El amigo del licenciado Lamparilla

El periódico que años antes había publicado el alarmante párrafo en que se daba noticia del caso rarísimo y nunca visto, cuyo desenlace conocen ya en parte nuestros lectores, había sufrido mil contratiempos; ya disminuyendo de tamaño, ya dejando de publicarse semanas enteras y apareciendo después con otro título y siendo víctima de la tiranía de un gobierno audaz que trataba de poner a la prensa una mordaza, hasta que al fin, cansados de la lucha y habiendo sus redactores adquirido una buena dosis de esa sana filosofía que nos hace ver con desprecio las cosas de esta vida, transando con un gobierno, después con otro y otros, y conservando siempre la apariencia de un diario de oposición, se formaron una buena renta con la larga subvención de la Tesorería; pudieron darle vuelo a su ingenio y adquirir visible influjo, imponiendo miedo por su audacia, aun a los mismos magnates que les pagaban con dinero del Erario. Ya no era el periódico semanal, sino diario, de pliego doble, impresión elegante y la gacetilla y la parte literaria llenas de interés, pues no pasaba día sin que sus columnas tuviesen una o más noticias de sensación, que infundían la desconfianza y el espanto en la capital y en la nación entera.

Ese mismo periódico, pues, que tenía por nombre El Eco del Otro Mundo, dio a luz el siguiente párrafo:


Horrorosa tragedia.—Allá en el fondo oscuro de una casa de vecindad de mala fama, situada en uno de los barrios más sucios y peligrosos de la ciudad, se ha cometido un crimen que nosotros mismos no creeríamos si no tuviésemos los más verídicos y exactos informes. En un cuarto de esa casa vivía un matrimonio compuesto de tres personas (no de dos hombres y una mujer, ni de dos mujeres y un hombre, porque de esos matrimonios se ven todos los días), sino del padre, la madre y un hijo ya crecido, de cosa de 11 a 12 años. El padre era, según se nos ha asegurado, un artesano muy hábil y protegido por un alto personaje, tal vez un marqués, cuyo nombre callamos por respeto a la vida privada. La mujer (no la del marqués, sino la del matrimonio de que hablamos), era dizque muy bonita, y más que bonita ojialegre. Al marqués, porque al fin los marqueses son hombres de carne y hueso como nosotros, le gustó la muchacha y se atrevió, ¿y por qué no se había de atrever?… Lo demás lo callamos por el respeto que debemos a la moral; pero nuestros ilustrados suscriptores, a quienes consagramos nuestras tareas, lo adivinarán: sigamos esta dolorosa narración. El marido celoso se calló la boca (como lo hacen muchos) y se manifestó muy amable con su mujer, pero una noche cerró la puerta por dentro con llave, tendió a su mujer en un banco, la amarró de pies y manos de modo que no se pudiese mover, le rellenó la boca de aserrín para que no gritase y comenzó con sus instrumentos a trabajar sobre el cuerpo de su víctima como si fuese un trozo de madera. Primero con una sierra le cortó una pierna después un brazo hasta que no dejó más que el tronco, y la mujer vivía a pesar de esta mutilación, pues era muy robusta y no quería morirse. Lo más grave del caso es que el hijo, ayudaba al despiadado padre en esta operación. ¡¡¡Horror, horror, horror!!!

Interpelamos al periódico oficial para que nos diga si ya se han tomado las medidas enérgicas que reclama la vindicta pública, para aprehender a los culpables e imponerles el condigno castigo.
 

El periódico oficial, que jamás perdía su calma, contestó al día siguiente dos líneas.

El gobierno ninguna noticia tiene del crimen a que se refieren en su párrafo de ayer los ilustrados redactores de El Eco del Otro Mundo, pero ya se piden a quien corresponda los informes necesarios. En todo caso y aun suponiendo que se hubiese cometido tal crimen, nos parece que hay exageración en los pormenores. Esperamos de la imparcialidad del patriota colega del Callejón del Ratón que hará las rectificaciones correspondientes para calmar la alarma que ha causado en la ciudad su párrafo relativo al supuesto crimen.

Los redactores de El Eco del Otro Mundo, se indignaron con el cinismo del periódico gobiernista, que casi negaba un hecho que ya era público, resolvieron de una manera enérgica y acordaron el siguiente párrafo:

El periódico oficial en vez de ser franco y explícito, se ha salido por la tangente. Tenemos preparados ya dos o tres editoriales, pero los reservamos hasta saber la contestación de nuestro apreciable colega de Palacio.

El sesudo colega de Palacio respondió al día siguiente sin perder su aplomo:

Mucho gusto tendríamos en satisfacer de la manera más explícita a los ilustrados y patriotas redactores de El Eco del Otro Mundo, pero estando ya el negocio en manos de la justicia tenemos que guardar el más absoluto silencio hasta que la ley pronuncie su supremo fallo.

Los redactores de El Eco, a quienes el Ministro de Hacienda les había mandado hacer una advertencia amistosa, se apresuraron a terminar la polémica y dijeron en su número del domingo:

Estando sujeto el negocio al fallo de los tribunales, somos los primeros en acatar la ley y damos por terminada la polémica; pero excitamos al señor juez de la causa a que inmediatamente imponga a los reos el más condigno castigo.

Los periódicos de todas clases, de todos tamaños y de todas opiniones que se publicaban en la capital y en los Departamentos reprodujeron el primer párrafo alarmante, y desgraciadamente algunas tiras de ellas fueron remitidas a Europa por casas extranjeras establecidas en México y que querían tener a sus amigos y corresponsales de Ultramar al tanto de los sucesos, de cualquiera naturaleza que fuesen. Los comerciantes nunca escriben ni de política, ni de religión, ni de escándalos, ni de ninguna otra cosa, más que de sus negocios, pero entre las facturas y cuentas corrientes suelen incluir una que otra noticia de América que alarma los mercados de Europa, ocasiona una baja en la bolsa y a veces ocupa seriamente a los soberanos y a su consejo de ministros.

Un periódico también de sensación, que circulaba abundantemente en París y que se llamaba El Gorro de dormir de Dantón, se apoderó del párrafo, mal que bien lo tradujo y lo publicó en el lugar más visible, titulándolo Salvajería mexicana, y añadiéndole interesantes comentarios. «Nuestro corresponsal nos da sobre este crimen, detalles que omite sin duda maliciosamente la hoja mexicana».


El bárbaro esposo y el desnaturalizado hijo, después de haber descuartizado a la infeliz mujer, cortaron los pedazos más gordos de sus pantorrillas, hicieron un guisado con esa sustancia venenosa que llaman chile, que en el idioma bárbaro de los metis (mestizos) quiere decir Salsa del Diablo, y se sentaron tranquilamente a cenar ese horrible manjar, digno de esa raza degradada española que puebla el rico continente de Colón. Hechos como éste, propios de los caníbales, no deben quedar sin castigo.

La Francia, que marcha siempre a la cabeza de la civilización y que conquistó en 93 la libertad del mundo, no debe dejar sin escarmiento esta barbarie y apresurarse a enviar buques de guerra con sus compañías de marina de desembarco, y si encuentra resistencia, bombardear para escarmiento las poblaciones situadas en la mesa central de los Andes y reducirlas a cenizas, que en ello ganará la humanidad. De esta manera Francia se hará amar y extenderá en esos lejanos países los beneficios de la civilización. Lo que pasó a esa desgraciada mujer puede repetirse con nuestros compatriotas aislados en esas regiones salvajes, donde sólo en pomadas y perfumes tienen comprometidos más de 500 millones de francos. Nuestros buques de guerra serán una garantía para nuestros compatriotas, y el honor nacional quedará vengado.
 

Este párrafo fue reproducido en toda Europa, en inglés, en alemán, en dinamarqués, en checo, en griego, en italiano, en todos los idiomas conocidos y desconocidos y en todos los periódicos, y copiado y vuelto a copiar por la ilustrada prensa norteamericana, que lo adornó con grabados en madera.

Los fondos mexicanos bajaron en Londres 15 por 100 y los tenedores de bonos se prepararon a formular una reclamación.

Hemos anticipado estas noticias que no dejan de tener interés para la nación y que se relacionaron con la historia de nuestro hábil tornero, para seguirla en lo posible, pues en los anteriores capítulos no habíamos podido decir acerca de él una palabra.

Cuando la sirvienta entró con el desayuno del juez de turno, que sentado todavía en su cama, no obstante ser las diez de la mañana, fumaba tranquilamente un detestable purito del estanco, le entregó al mismo tiempo un paquete de impresos. Cuando acabó de tomar lo que él llamaba un picoslabis, que se componía de una taza de champurrado y de cuatro o seis tamales, deshizo el paquete, comenzó a revisar los periódicos y a hacer comentarios sobre lo que leía, como si alguien lo escuchase, y ya daba fin a su lectura y se disponía a salir de entre las sábanas, cuando llamó su atención un párrafo rayado en el margen con lápiz azul, que leyó y volvió a leer varias veces, y era precisamente la horrorosa noticia que, comentada, escandalizó más tarde a la Europa entera, como acabamos de manifestar.

—¡Cáspita! —dijo—. Esto es muy grave y se me cae la sopa en la miel, pues se me proporciona la ocasión de acreditarme. Breve, mis botas, mi camisa limpia, mis pantalones nuevos —gritó a la criada, la que a poco entró con lo que le pedía el señor licenciado.

—¿Agua caliente para rasurarse? —preguntó la criada.

—No, nada, tengo un catarro de dos mil diablos y no me lavo ni me afeito.

El licenciado se puso una camisa muy almidonada que le hacía un enorme buche por delante que no podía sujetar el chaleco ni la levita; sus pantalones, que le venían muy holgados y tenían una pierna más corta que la otra, y una levita que le lastimaba por debajo de los brazos; y pasando sus dedos por la cabeza, en lugar de peine, formándose así un copete con su abundante pelo entrecano, salió a la calle con dirección a la Acordada, donde estaban los juzgados de lo criminal.

No es de mucha importancia en las novelas históricas dar señas minuciosas de todos los personajes y entretenerse en describir sus narices, el tamaño de su pie y el color de sus ojos, pero como este insigne licenciado y juez de lo criminal de la ciudad de México tendrá que figurar más de una vez en esta colección de historias y formar parte de nuestros cuadros de costumbres, no será malo que los lectores lo conozcan un poco y sepan sus antecedentes.

Su padre, don Justo Bedolla, era un antiguo y honradísimo barbero del pueblo de la Encarnación en el Estado de…, amigo del cura, del presidente del Ayuntamiento y de los comerciantes. Hacía la barba los sábados y domingos a los administradores y amos de los ranchos cercanos, y era por su buen carácter y por lo bien que manejaba la navaja, querido de los del pueblo. El nacimiento de Crisanto costó la vida a la madre, una humilde ranchera nacida de padres indígenas de la hacienda de La Labor; así el retoño o presunto heredero de la barbería fue criado no como Rómulo, por una loba, pero sí por una burrita de que era dueño el barbero, lo que ahorró el gasto de una nodriza. Dicen que las inclinaciones de las gentes son según la leche que maman, y quizá por eso los fundadores de Roma y los que les siguieron fueron tan temibles y feroces, como amamantados por fieras; y en cuanto a nuestro personaje, sacó de la burra lo tenaz y lo tonto, pero no lo sufrido y humilde, porque desde chico se notó, aun por su mismo padre, que era engreído y pretensioso; no era capaz de haber inventado la pólvora, pero tampoco tan negado y estúpido como los naturalistas han creído que era la humilde y sufrida raza a que pertenecía su cuadrúpeda nodriza. Era lo que en los pueblos llaman ladino.

El pobre barbero puso sus cinco sentidos en la educación de su hijo único, en el cual había reconcentrado su cariño y sus esperanzas. Permaneció Crisanto en la escuela sin que lograse ni leer con puntuación ni escribir con ortografía una mala letra; su firma, con una complicada rúbrica formando labores y rabos por todos lados, era imposible de entenderse, y unos leían en vez de Crisanto Bedolla, Espanto Pesadilla, otros Volando la Regilla, y sus condiscípulos se burlaban de él y daban interpretaciones algo más que coloradas a las malas letras capitales con que comenzaba su nombre y apellido. Más tarde, como era ladino, llegó a saber que los hombres más célebres del mundo han tenido tan mala letra que sólo los muy sabios y versados paleógrafos han podido descifrar sus firmas. Luego que Crisanto acabó sus estudios en la escuela, el cura le enseñó a ayudar a misa, a recitar la letanía en latín y poca cosa más, y con estos conocimientos pasó al Instituto Literario de la capital del Departamento a continuar sus estudios para recibirse de licenciado. Incansable el barbero en su solicitud por su hijo, y deseando que no sólo fuese licenciado sino un prodigio, reunió cuantos recursos pudo y lo mandó a la gran ciudad de México para que continuara su carrera en uno de los antiguos colegios donde se estudiaban cánones y leyes, sobre todo cánones, porque sonaba en los oídos del barbero la palabra canonista de una manera tal, que le parecía que un canonista podía, sin indigestarse, comerse al mundo entero. Crisanto cursó, pues, filosofía, leyes y cánones en el más antiguo colegio de San Ramón, donde conoció a su tocayo Lamparilla, que era de más edad que él y terminaba sus estudios; pero como Lamparilla y él eran ladinos, trabaron amistad y simpatizaron de tal manera, que fueron en el curso del tiempo muy buenos amigos como podrá juzgarse más adelante por la serie de acontecimientos que se verán en esta verídica historia.

Terminó, pues, Crisanto sus estudios y sacó en los exámenes buenas calificaciones, porque los catedráticos, como hombres de experiencia, no quieren malquitarse con nadie, ni menos con muchachos del interior que suelen, a poco andar, volver de diputados a proponer nuevos planes de estudios en que se suprimen las cátedras de sus maestros.

Con todo y las excelentes calificaciones, Crisanto no se atrevió a presentarse en examen; pero ayudado de Lamparilla, que ya se había recibido y estaba de pasante con uno de los primeros abogados de México, nuestro amigo fue a un departamento donde se hacían abogados de oficio por la buena voluntad del gobernador; logró un título pomposo que le autorizaba para pelar al prójimo y regresó lleno de satisfacción a su pueblo, dando un día de gloria a su buen padre, que por sus años apenas podía sostener en sus manos la navaja que en otros tiempos había pasado con tanta delicadeza y suavidad por los carrillos del cura y del alcalde.

Los primeros días fueron de plácemes; visitas y almuerzos en el pueblo, y hasta las muchachas más montaraces y escogidas entreabrían un poco las puertas de las ventanas para ver pasar al nuevo licenciado, como si nunca lo hubieron conocido; los administradores de las haciendas a quienes durante años había rasurado su padre, lo convidaron a almorzar un día y otro, y hubo propietario de los muy pocos que residían en su finca que le mandase un recado, con lo cual su fatuidad creció y ya no cabía en los pantalones; pero pasaban semanas y permanecía con los brazos cruzados sin que nadie lo ocupase y, por consiguiente, sin ganar un peso, sin que los pocos recursos que le quedaban al viejecito bastasen para la vida costosa que se quería dar, pues compró dos caballos y tomó un mozo para que lo acompañase en las excursiones que frecuentemente hacía por los campos para darse el aire de hombre importante, y porque en realidad cuando no dormía o comía o discutía con el cura materias canónicas (que ninguno de los dos entendían), no sabía qué hacer de su persona.

No habiendo pleitos en el pueblo, estando los asuntos en corriente y todo el mundo en paz de Dios, Crisanto discurrió que era necesario que el progreso y la civilización penetrasen en el pueblo, que estaba poco más o menos salvaje, y que lo primero que debía hacerse era deslindar la propiedad y contener la codicia de los hacendados, que hoy se cogían un terreno, mañana otro y así, sin sentirlo, iban despojando a los indios.

Sus caballos le sirvieron precisamente para esto y sus paseos tuvieron un objetivo importante y patriótico. Vagaba hoy por un pueblo, mañana por otro, platicaba con los indígenas de importancia y prestigio, que nunca deja de haber aun en los pueblos más rabones; les infundía desconfianza y les decía, encargándoles el secreto, que debían reclamar sus tierras, arreglar sus linderos y no dejarse dominar y, sobre todo, robar de los ricos propietarios; que la tierra era de ellos y nada más de ellos, y que no había gobierno legítimo más que el de Moctezuma. Quizá en sus conversaciones con Lamparilla había adquirido esa suma de ideas legitimistas, y confiaba en que algún día vendría a mandar el país Moctezuma III, el pariente y protegido de doña Pascuala, que en la fecha en que hablamos tenía seguramente la edad necesaria para empuñar el cetro de sus antepasados.

Los indios reflexionaron algunas semanas, como acostumbraban, callados, sin decirse mutuamente ni una palabra; pero cuando hubieron madurado bien su plan, todos se movieron y poco a poco fueron a su vez invadiendo el terreno de la hacienda, al grado que el administrador, en una de sus correrías por los potreros, se encontró con un pueblo ya edificado donde meses antes no había más que un bosque de mezquites. Aquí se armó la gorda y comenzaron los pleitos. Nuestro licenciado fue llamado a la hacienda para consultarle el caso y pedirle su opinión, que fue contraria a los indios, mientras que a ellos les dijo que tomaría la defensa de los hacendados para hacerles el bien de que otro abogado, al encargarse de ella, no los aniquilase, echándolos hasta de su propio suelo, que poseían desde los tiempos remotos de la conquista. El administrador el sábado siguiente apartó algo de su raya y mandó al licenciado un regalo de dinero, y el pueblo de indios, por su parte, llevó a la casa del barbero gallinas, huevos y mazorcas de maíz. El padre estaba ufano con el talento del hijo, y el hijo, ya con un bufete establecido, considerado y expensado por las dos partes contendientes.

Así, de pueblo en pueblo y de hacienda en hacienda, logró Crisanto sembrar la desconfianza y la discordia y producir una verdadera alarma en la prefectura. Los indios pretendían despojar a los hacendados hasta de las casas y trojes; y los hacendados movían el mundo para echar a los indios usurpadores de los pueblos y apropiarse hasta las capillas y las casas de los curas. El prefecto, que cerró los ojos durante algunos meses, tuvo al fin que abrirlos, porque ya aparecían amagos serios de una y otra parte y se decía a las claras que estaba próxima a estallar una guerra de castas. Escribió al gobernador, el gobernador le contestó, y como sin saber por qué los dos tenían miedo a Crisanto, que era ya apoderado de varios pueblos y patrono de varios hacendados, en vez de procesarlo y ponerlo en la cárcel por revoltoso, resolvieron mandarlo a la capital de México con buenas cartas de recomendación, para que buscara su vida y dejase a la prefectura en paz. Quizá fue una buena política; pero mala o buena, Crisanto ganó en ella.


El señor Lic. D. Crisanto Bedolla —decía la carta del gobernador— que ha hecho en los colegios de esa capital una brillante carrera y obtenido las mejores calificaciones, presentará a V. E. esta carta. El talento de este joven abogado (y no era ya muy joven) necesita una esfera de acción que no encuentra en el pueblo que tuvo la dicha de verlo nacer. Lo recomiendo a V. E. de la manera más eficaz y me atrevo a darle desde luego las gracias, porque estoy seguro que en la primera oportunidad mi recomendado obtendrá en la magistratura el lugar que merece.

El asunto de las elecciones se presenta un tanto complicado, pues la oposición trabaja con una actividad sorprendente. Por el próximo correo escribiré a V. E., en lo confidencial, y el Gobierno Supremo haría muy bien (salva la opinión de V. E.) de no permanecer con los brazos cruzados. El amigo Crisanto tiene el encargo de hablar a V. E. de tan importante asunto.
 

Crisanto, con lo que había ya ganado revolviendo los pueblos de indios y con los últimos ahorros del viejecito barbero, emprendió el viaje a la gran capital, que en los tiempos a que nos referimos era difícil, largo y costoso; pero con todo ello, a los veinte días de salido de su pueblo entraba por la garita de Vallejo, seguido de dos mozos y un caballo de mano, y se echaba por esas calles en busca de una posada que fuese un poco más decente que los ruinosos mesones del barrio de Santa Ana. Pensaba en esto y cansado además de la jornada, que había sido larga, dejaba que su montura fuese al paso cuando divisó una persona que en un buen caballo brioso venía en sentido puesto. Quiso reconocer en el caballero un antiguo amigo, pero en la duda si era o no, creyó que no haría mal en hacerle algunas preguntas sobre las fondas y posadas que tal vez se hubiesen establecido después que él había salido del colegio. Detuvo cortésmente al caballero, y su instinto no lo engañó, pues se encontró en los brazos de su querido tocayo Lamparilla, que se dirigía al rancho de Santa María de la Ladrillera a dar noticias muy agradables a doña Pascuala, relativas a la herencia de Moctezuma III.

Lamparilla, a instancias de su condiscípulo, dejó el viaje al rancho para otra vez, lo acompañó al centro de la ciudad y lo instaló en la calle de Cordobanes, en la casa de unas buenas señoras, doncellas de más de cincuenta años que cuidaban hombres solos. Los caballos y mozos se enviaron al mesón. Los dos antiguos condiscípulos del más antiguo colegio de comendadores juristas, de San Ramón, departieron largamente. Crisanto contó a Lamparilla lo que le convenía, ponderándole el prestigio de que gozaba en su pueblo, y Lamparilla le refirió lo que también le convenía, exagerando los productos de su bufete y el influjo que ejercía en los personajes que gobernaban, especialmente con el Ministro de Hacienda, con el que tenía pendiente un negocio de millones: nada menos que la restitución de los bienes de Moctezuma II, que correspondían a Moctezuma III, de quien era abogado. Con tan francas y explícitas declaraciones, pronto se entendieron. Lamparilla pensó in pectore que podía muy bien su amigo hacerlo diputado de la próxima legislatura; y Crisanto, a las claras manifestó que contaba con su influencia para ser prontamente colocado, pues sus recursos eran limitados. Desde ese momento, además de la amistad de colegio, los dos personajes quedaron ligados por el interés.

La primera cosa que hizo Lamparilla, prescindiendo por algunos días del viaje al rancho de Santa María de la Ladrillera, fue vestir y civilizar a Crisanto. Lo llevó a un establecimiento donde había 200… mil piezas (serían 200 cuando más) de ropa hecha; a una zapatería; a una peluquería francesa y a un baño. La transformación fue completa, y así, con ese aire de superioridad de los rancheros ladinos, no obstante que la levita tuviese pliegues y arrugas en las espaldas, y el pantalón con el lustre del paño como si tuviese barniz, un pañuelo blanco muy grande y muy almidonado y un sombrero algo pasado de moda, Crisanto fue presentado por Lamparilla, la siguiente semana, al Ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, al que entregó la carta de recomendación del gobernador. Hablaron más de una hora de política, de elecciones, de guerra de castas, de adelantos en la instrucción primaria, de mil cosas a cual más importantes.

El ministro quedó prendado de la soltura y despejo de su recomendado, y le prometió que en la primera oportunidad sería colocado en un alto puesto.

—Estos rancheros —dijo el ministro a su oficial mayor cuando la puerta del gabinete se cerró tras el pretendiente— se presentan mal vestidos. ¿No observó usted qué corte de levita tan extravagante? Pero tiene más agallas… y talento, no se puede negar; todos los mexicanos tenemos talento, y este recomendado nos puede servir mucho para las elecciones en su pueblo, y sobre todo para aplacar esa guerra de castas que se nos viene encima, pues goza de mucho influjo entre los indios, creo que habla azteca y se entiende con ellos. Lamparilla ya me lo había contado todo. Además, no es posible desairar a un gobernador.

—Precisamente hay una vacante o, mejor dicho, la habrá si usted quiere —le contestó el oficial mayor—. El licenciado don Pedro Martín de Olañeta insiste en su renuncia, dice que está muy enfermo y que le es imposible continuar despachando el juzgado; además tiene otras quejas que no dejan de ser graves, pues…

—No me diga usted más —le interrumpió el ministro— conozco esas quejas y no es posible poner remedio. Don Pedro es uno de esos abogados testarudos y sabios, de los tiempos del virreinato, y que no cuadran ya bien con nuestras instituciones liberales ni con el progreso del siglo; eso sí, honrado y enérgico como el primero, reo que cae en sus manos, no para hasta la horca. Es sanguinario, y yo profeso cerradas doctrinas contra la pena de muerte no sólo en los delitos políticos sino en los de fuero común. La sociedad no tiene derecho de matar. Entonces volveremos a los tiempos del feudalismo. Señores de horca y cuchillo. El fiscal es todavía más asesino que don Pedro. El día que hay ahorcado almuerza chiles rellenos y mole de guajolote.

—¡Qué horror! —exclamó el oficial mayor.

—Como se lo digo a usted; a mí me convidó un día, y no acepté, por supuesto. Era un banquete de caníbales… Conque acordado, se le admite la renuncia a don Pedro Martín y se nombra a don Crisanto Bedolla; por más que lo haya usted visto con su cabello alborotado por donde no ha puesto el peine, es hombre de importancia y tiene mucho influjo con los indios. En menos de un mes sería capaz de levantar veinte mil hombres… ya ve usted… Queda nombrado Juez Primero de lo Criminal, y el presidente ha de quedar muy contento de ese nombramiento, pues don Pedro Martín me cargaba con su lenguaje autoritario y sentencioso. Ya esos hombres pasaron; se necesita gente nueva, juventud entusiasta; en fin, otra generación.

Como consecuencia de esta conversación, Crisanto no cumplía un mes de residencia en la metrópoli cuando recibió el nombramiento de Juez Primero de lo Criminal, empleo de grande responsabilidad e importancia. La seguridad pública, la vida de los ciudadanos, la honra de las familias, quedó a cargo del insigne licenciado del pueblo de la Encarnación.

Tomó posesión de su empleo con toda solemnidad; pasó a la Cárcel de Corte a hacer una visita de presos; se informó de las causas que había pendientes; tomó lenguas del escribano, que era un hombre vivaracho y familiarizado con los autos criminales; visitó a sus compañeros y a los abogados de más fama, sin omitir a su antecesor don Pedro Martín de Olañeta; en una palabra: entró ya en un círculo de jueces, magistrados y abogados, y ayudado y dirigido por Lamparilla montó una casa al fiado y con abonos de 20 pesos cada mes a un mueblero de la Calle de la Canoa; tuvo cuanto era necesario para aparecer como un personaje en cierto círculo de la sociedad mexicana, que se ocupaba de él y que lo consideraba como una de las notabilidades del interior. Los que lo habían conocido y sabían la manera como había hecho su carrera, pensaban de otro modo; pero Lamparilla acallaba esas murmuraciones y aseguraba que su condiscípulo repentinamente había desplegado un talento y sobre todo una perspicacia en los negocios, que él mismo negaría si no hubiese tenido muchas y patentes pruebas.

Sea de esto lo que fuere, el viejecito barbero, al recibir la noticia de la rápida elevación de su hijo, se enfermó del susto y estuvo a punto de perder la vida; el cura dijo una misa para que el Espíritu Santo iluminara al nuevo juez y le diese acierto en sus sentencias; sólo el prefecto, al acostarse, le dijo a su mujer:

—Gracias a Dios, hija mía, que nos han quitado para siempre esta víbora, que habría concluido por revolver toda la prefectura, comprometerme quién sabe hasta qué punto y hacerme perder mi empleo. Dios y el gobierno se lo tengan muchos años por allá, y que lo hagan hasta arzobispo, que mucho me alegraré con tal que no vuelva.

XXVII. Un juez terrible

Más de dos meses llevaba Crisanto de despachar en su nuevo juzgado, sin que hubiese ocurrido nada de notable. Matrimonios desavenidos que se rompían de noche la cabeza e iban a presentarse al día siguiente al juez, cada uno con su queja; la mujer pidiendo que a su marido lo pusieran de soldado, y el marido alegando que su mujer lo había engañado yéndose con su compadre el carnicero, y que por eso la había golpeado; heridos en riñas en las pulquerías, con las tripas de fuera y todavía queriendo pelear con su enemigo; ladrones rateros, que le consignaba el Gobernador del Distrito; en fin, lo de todos los días; nada importante ni complicado. El escribano, realmente, despachaba el juzgado y hacía con los reos lo que le daba la gana, y se entendía perfectamente con los pillastres de los barrios y con las mujeres de mala vida, que le hacían regalitos. El párrafo del periódico causó una reacción en el ánimo de Crisanto y lo entusiasmó sobremanera. Era un caso horroroso, que había llamado la atención pública y que debía tener muchas ramificaciones y cómplices; el descubrimiento de la funesta historia y la aprehensión del reo o reos y su castigo en la horca, deberían proporcionar al nuevo juez la ocasión de acreditarse y de obtener, en consecuencia, un lugar en la Corte Suprema de su Departamento, y quizá después… Ministro de Justicia, y tal vez… Presidente de la República. ¿Y por qué no?… La ambición de un fuereño ladino no conoce límites.

—¡Ya sabrá usted el terrible acontecimiento! —dijo Crisanto a su escribano, luego que llegó al juzgado.

—Los envié al hospital, porque los dos estaban moribundos, pero eso no es nuevo y ya lo verá frecuentemente —contestó el escribano, componiendo la carpeta del juez y arreglándole el sillón para que se sentara.

—¡Cómo! ¿De qué habla usted?

—Pues de los dos zapateros que se pelearon por una horma que cada uno decía que era suya, y se hicieron picadillo a tranchetazos. Acababa usted de salir ayer del juzgado, cuando la guardia del Principal los trajo; aquí tiene usted para la firma las primeras diligencias, con otras comunicaciones del caso; fuera de esto, nada ha ocurrido.

—Pues lea, y horrorícese usted.

El escribano, que ya de nada se horrorizaba, leyó el párrafo que le indicó el juez y puso tranquilamente el periódico en la mesa.

—¿No ha venido ningún parte, ninguna denuncia al juzgado?

—Nada —contestó el escribano— y todo ello no deben ser más que cuentos y exageraciones. Conozco bastante este periódico, que lo que trata es de ganar dinero por todos lados. Si el hecho es cierto, habrá ya dado parte la casera al Gobernador o a otro juzgado; pero aquí no han venido consignados más que los dos zapateros, que probablemente habrán muerto antes de llegar al hospital.

—Los crímenes deben perseguirse de oficio, y si han dado parte y otra autoridad conoce del negocio, ya lo veremos. ¿No cree usted que es la ocasión de que este juzgado se acredite por su energía y actividad?

—¡Y cómo que lo creo! —respondió el escribano—. Un crimen así hace la reputación no sólo del criminal, sino también del juez que lo descubre y lo condena a muerte.

—Pues a descubrirlo y a perseguir sin descanso a los cómplices, a prender a medio México, que de los muchos que caigan alguno ha de ser el asesino y el miedo de la cárcel los hará confesar.

—¡Es que la ley, las fórmulas, y los procedimientos requieren que…!

—¡Qué fórmulas ni qué calabazas! México es un país de hechos, y parece que ahora comienza usted a vivir. Lo primero que debemos hacer es llamar al director de El Eco del Otro Mundo para averiguar quién es ese marqués o conde que está complicado en el delito. ¡Qué golpe si lográramos que fuese al palo un marqués!

El escribano no pudo menos que reír.

—¡No se ría usted! Lo que se necesita en este país es atrevimiento, y lo demás lo da la fortuna. Vea usted: en vez de oficios y citas que nos harían perder el tiempo, lo mejor es que usted mismo vaya a la redacción, y con cuantas caravanas y atenciones sean posibles, se traiga usted aquí al director o a alguno de los redactores. En caso necesario, use usted de la autoridad, y nada tendrán que decir, puesto que ellos mismos excitan a la justicia a que sea inflexible y obre con energía.

—Pero sería menester que usted firmase…

—No hay pero que valga; en esta vez déjeme usted obrar y no me haga observaciones, que después en los autos se arreglarán las cosas como deben ser. Cuento con la amistad del Ministro de Justicia y con la opinión pública, y ya es bastante, conque…

El escribano tomó su sombrero y salió en busca de los periodistas, y el juez cerró la puerta y comenzó a pasearse de uno a otro extremo de la pieza, con el dedo en la boca, meditando dar un golpe que hiciese ruido en la ciudad.

El escribano no se hizo esperar y volvió acompañado del director del periódico, de cuyas señas y gestos quizá nos ocuparemos otra vez.

—Amigo y señor —le dijo el juez luego que vio al periodista, tendiéndole la mano, sentándolo en su propio sillón—; nos va usted a hacer un gran servicio o, mejor dicho, un servicio a la sociedad.

—Mi persona, mi periódico, los redactores, la imprenta, todo está a disposición del señor juez. ¿En qué puedo servirlo?

—Me va usted a revelar —le contestó el juez, mostrándole el párrafo del periódico— el nombre del personaje que fue causa del crimen, o mejor dicho que es cómplice y debe ser castigado.

—¡Imposible, señor juez! Es un secreto que no puedo descubrir; perdería mi reputación, mi crédito, hasta mi vida, si divulgara lo que se comunica a la redacción en el seno de la confianza.

—Es que —le interrumpió el juez— el secreto quedará guardado, y aunque yo lo sepa de boca de usted y tenga que obrar en consecuencia, ni constará el nombre de usted en la causa, ni yo, ni el escribano, bajo la fe de funcionarios públicos, diremos jamás una palabra; puede usted estar seguro de ello.

En ese caso, confiando en la palabra de usted y por hacerle un servicio, le referiré lo que ha llegado a mi noticia, y por cierto que buenos pasos y dinero me ha costado. Lo que yo deseo, como usted puede bien figurarse, es que mi periódico sea no sólo el mejor periódico de México, sino del mundo entero.

—Lo comprendo muy bien, y ya ve usted que el juzgado, que es el primero en acatar la opinión pública y que considera a la prensa como un cuarto poder, va a proceder con tal actividad y con tal energía, que le aseguro a usted que antes de cuatro semanas serán ahorcados en medio de la plaza los principales reos y sus cómplices. Espero que el diario de usted apoyará las providencias del juzgado. Conque vamos: ¿quién es el famoso marqués?…

El director miró a todas partes, se aseguró que la puerta estaba cerrada y acercándose al oído del juez, le dijo:

—El personaje aludido en mi diario, es nada menos que el rico y poderoso conde del Sauz.

—¿Es posible? —dijeron a una voz el escribano y el juez.

—Ni duda cabe en ello —continuó en voz baja—; y si ustedes supiesen qué casta de persona es el conde, no se asombrarían. Malas lenguas dicen que, como Otelo, ahogó a su esposa entre las almohadas; a una hija única que tiene le da un trato cruelísimo y le impidió que se casara con un guapo y valiente oficial que abandonó su carrera y se perdió para toda la vida. Por el rumbo de la Cruz Verde mantiene una querida; por la Calle de Cocheras mantiene otra; por la de la Tlaxpana otra, y siempre anda a cuchilladas con los jugadores y canallas con quienes se junta; vaya, es el mismo diablo en persona. El coronel Baninelli sabe bien esas historias, y un día se dieron buenas estocadas él y el conde, precisamente por el asunto del oficial y de la hija.

El juez, que como hemos dicho era fuereño y que no sabía esas viejas historias escandalosas de México, estaba asombrado; y al escribano mismo, que trataba con gente de otro círculo, no dejaba de interesarle la conversación del director de El Eco del Otro Mundo.

—Como el señor juez podrá fácilmente adivinar —continuó el periodista— el Conde protegía al carpintero para gozar de su mujer, porque así son los ricos; nada hacen de balde. El carpintero aguantaba o no aguantaba la carga; pero el caso fue que se cansó, y un día, celoso y frenético, hizo picadillo a su mujer. Las vecinas deben ser cómplices, porque ocultaban unas veces al conde en sus cuartos, otras entretenían al carpintero mientras la mujer se componía las ropas y aparecía como lavando trastos; ya usted me comprende… Manejos que tienen la mayor parte de las mujeres para disimular sus maldades; ahí tiene usted, señor juez, averiguado el crimen y la causa de él y todo cuanto usted desea; pero ¡por Dios! la mayor reserva. Mi vida va de por medio, y si el Conde llegase a saber algún día que yo… me daría más estocadas que pelos tengo en la cabeza.

—Pierda usted cuidado; empeñamos solemnemente nuestra palabra de guardar el secreto —volvió a decirle el juez estrechándole afectuosamente la mano y acompañándolo hasta la puerta del juzgado.

—Tenemos el hilo —dijo el juez sentándose en su sitial y restregándose las manos.

—Creo que sí, contestó el escribano.

—Pues a proceder y no haya misericordia con nadie; ejecute usted lo que yo mande.

En consecuencia de esta determinación, cuatro hombres y un cabo de infantería que estaban de guardia en la Acordada, precedidos de un agente del juzgado se dirigieron a la casa de vecindad donde se perpetró el crimen, y otros cuatro hombres y un cabo a la Calle de Don Juan Manuel.

Mientras que los soldados, con sus mal ajustados uniformes y mordiendo a excusas del cabo un trozo de pambazo caminaban a su destino, diremos cómo la casualidad hizo que El Eco del Otro Mundo tuviese noticia del suceso antes que el periódico oficial, que el licenciado don Crisanto y que el mismo Gobernador del Distrito.

Entre los muchos vecinos de la casa había una familia que tenía dos hijos aprendices en una imprenta donde se publicaba El Eco, y uno de ellos, el más listo y vivaracho, era el encargado de llevar las pruebas al director, el cual, al devolvérselas preguntaba si había algo de nuevo en la imprenta o en la calle. El muchacho ya le contaba de un ladrón ratero que vio correr llevándose un rebozo; ya de dos criadas que se desmechaban en una esquina; ya de un perro rabioso que perseguían los serenos.

El entendido director se aprovechaba de estas y de cuantas noticias adquirían por cualquier lado; las desfiguraba, las aumentaba, las acompañaba de alarmantes comentarios y llenaba así en parte su variada gacetilla. Un día, antes de las ocho de la mañana entró el pilluelo sofocado, sin poder articular bien palabra y su fisonomía todavía demudada, con un rollo de pruebas en la mano, que había guardado en su casa por habérsele hecho tarde en la noche.

—Tú tienes algo —le dijo el director quitándole las pruebas de la mano—. ¿Te han reñido en tu casa, te han maltratado en la imprenta, te has peleado con alguno en la calle? Tienes todavía los cabellos erizados como si hubieses visto a un difunto.

—¡A una muerta! —le contestó el aprendiz con voz asustada y limpiándose los ojos como si la viera delante.

—Siéntate, tómate ese trago de vino, coge la copa, no la vayas a tirar, y cuéntame lo que has visto para que salga inmediatamente en el periódico —el director alargó la copa al muchacho con un sobrante de vino Jerez, gritó al portero y lo mandó a la imprenta para que no saliese el periódico hasta que él fuese personalmente. El aprendiz, más repuesto de la carrera y del susto, le contó lo que sabía antes, lo que había oído y lo que había visto al salir de su casa para traerle las pruebas.

Lo que oyó y lo que vio lo tenemos también que referir. Según recordarán nuestros lectores, Evaristo salió de la casa dejando la llave a la casera y encargándole la entregase a Tules cuando volviese, y prometiendo regresar pronto.

La casera ninguna importancia dio a este encargo, que no era el primero; menos pudo sospechar nada; colgó la llave en un clavo y continuó sus habituales ocupaciones.

A las doce del día, ni Juan había vuelto con la leche, ni Tules ni Evaristo habían regresado. Un tanto alarmada salió al zaguán a espiar un rato por si los viese venir.

Las moscas cubrían los restos del carnero, y algunos perros asomaban el hocico por el zaguán.

Dieron las tres de la tarde y la casera volvió a descolgar la llave y a salir al zaguán… Ni sombra de los vecinos.

La ausencia de Juan era lo que más ponía en cuidado a la casera. Llegó la noche y con ella las sospechas, los comentarios y pláticas de las vecinas, que resolvieron esperar hasta el siguiente día, dejando los trozos del carnero en el mismo sitio. Pensaron que una borrachera de Evaristo lo habría detenido en unión de Tules y del aprendiz en una casa de la Viga, donde habían averiguado que solía tener fandangos. Al día siguiente la cosa era grave; la casera atarantada, no sabiendo a qué atenerse, pues las opiniones de las vecinas eran contradictorias, se decidió por el voto de la mayoría y triunfó la curiosidad propia de las mujeres. Descolgó por cuarta vez la llave del clavo, se asomó al zaguán para ver si divisaba a alguien y perdiendo ya la esperanza del regreso de los ausentes, entró resueltamente al patio y abrió la puerta del taller. Ella y las vecinas se precipitaron, pero un olor acre de sangre y de muerto las dejó estupefactas y clavadas en un lugar.

A pesar del cuidado que todo criminal tiene para hacer desaparecer las huellas de su delito, el cuarto presentaba a primera vista un aspecto singular, que denunciaba el crimen, que no había podido ni siquiera paliar el sacrificio del borrego.

Sillas rotas, instrumentos regados y en desorden, tablones de madera torcidos, retazos de enaguas y de mascadas hechos trizas y manchas de sangre en el suelo, en las paredes, en todas partes. Las vecinas, en cuanto pudieron hablar y decirse algo, reconstruyeron la escena sangrienta como si la hubiesen visto. La muerte del carnero no había sido más que un pretexto. Tules asesinada por su marido briago y furioso, debía estar allí, o entre los tablones y aserrín, o enterrada debajo de las vigas; el aprendiz lo había visto todo y, escapado como por milagro del furor del salvaje, había corrido lejos, quién sabe a dónde, para no volver más; ni sospechas de que el pobre muchacho, que sabían las vecinas amaba a Tules como su único apoyo, hubiese tenido parte; mientras el tornero estaría ya lejos, quizá en Río Frío, refugiado con los bandidos; la justicia no lo cogería nunca, imposible. Y sobre todo esto discurrieron y trajeron a colación la vida pasada de Tules y de Evaristo, la visita del conde, los golpes que recibía Juan, y cada una dio su opinión. El muchacho de la imprenta que vio y oyó todo esto, corrió con el rollo de pruebas a la casa del director (su hermano se había marchado antes), y el padre y la madre reflexionando que la cosa era complicada, cerraron su puerta y salieron inmediatamente a buscar otra casa en que mudarse. La casera reconoció que había cometido una grave falta al abrir por sí y ante sí la puerta de una casa ajena sin dar parte a la justicia, y las vecinas asustadas a nada se decidían; ni querían ir a buscar al alcalde, ni declarar, ni mezclarse con la justicia, que cuando menos les haría perder su tiempo llamándolas todos los días a la Acordada a dar declaraciones. En esto estaban y discutían el modo de evitar tales peligros cuando haciendo ruido con las armas hizo una repentina irrupción en el zaguán el piquete de soldados, precedido del agente del juzgado.

—Silencio, y dense presos de orden del juez —dijo con voz imperiosa—. Todo el mundo aquí.

Las vecinas vociferaron a un tiempo, protestando su inocencia y reclamando la arbitrariedad que se cometía prendiéndolas sin escucharlas y antes de saber lo que había pasado, que ellas mismas, si lo habían adivinado, no lo sabían en realidad. Las más avisadas, aprovechando el primer momento de confusión, se esquivaron y se marcharon a la calle; las más bachilleras y resueltas rodearon al agente y continuaron vociferando, intentando también sollozar y derramar lágrimas para ablandarlo.

—¡Silencio! Que nadie salga, y a cerrar la puerta, y lo que tengan ustedes que alegar lo harán ante el juez, que mi deber es averiguar en dónde está el cadáver y llevar a todo el mundo a la cárcel.

El cabo retiró de la puerta a algunos curiosos que ya asomaban las narices, colocó un centinela y con el resto de su escasa fuerza hizo un cerco para que las vecinas no intentasen entrar a sus cuartos.

—Venga aquí la casera y algunos que ayuden a lo que se va hacer.

La casera, pálida y tartamudeando, hizo como pudo una relación de lo que sabía, confesó de liso en llano que por curiosidad había abierto la puerta del taller.

El agente comenzó por registrar cuarto por cuarto, y en dos de ellos encontró un hombre que o de veras estaba dormido o lo fingía, por no mezclarse para nada en el suceso; otro afectaba la mayor indiferencia, cosiendo tranquilamente un pantalón, pues era oficial de sastrería.

—Éstos deben saber lo que ha pasado o ser cómplices —dijo el corchete fijándoles la vista.

Por lo demás, no encontró ni armas, ni manchas de sangre ni indicio alguno; recogió, sin embargo, tijeras grandes, tenazas y cuanto encontró de acero o fierro. A los hombres les intimó que quedaban presos y con ellos se fue al taller y los obligó a que comenzaran a despejarlo.

—Hubiera sido mejor que el señor Juez hubiese venido en persona —pensó el agente, fijándose en las manchas de sangre, en los destrozos del carnero, en la confusión y revoltura del cuarto y en los fragmentos del sillón de terciopelo y oro que aún conservaba su olor de iglesia y de incienso. Registrados minuciosamente pavimento, rincones, astillas y tablones, nada se encontró. Entonces por indicación de la casera, se levantaron las vigas del cuarto y de entre el aserrín ensangrentado y húmedo, sacaron el cuerpo casi desnudo de Tules.

Un soldado salió a la calle y volvió con dos cargadores. En la escalera que servía para encender el opaco farolillo de la casa, se colocó el cadáver, los cargadores con sus cuerdas lo ataron a los barrotes y se lo echaron al hombro. Seis u ocho mujeres, el oficial de sastre y el fingido dormilón, fueron incorporados, y la comitiva así, en cuerpo de patrulla, salió de la funesta casa de vecindad y se encaminó a la Acordada. Con el trote de los cargadores las cuerdas se aflojaron, y ya colgaba una pierna desnuda de Tules por un lado, ya por el otro se columpiaba un brazo que rozaba la cara del cargador que iba delante. Varias veces, antes de llegar a la cárcel, descansaron, para atar mejor a la muerta y componerle sus desgarradas ropas. En el tránsito la gente curiosa iba delante y detrás de la comitiva y aumentaba en cada calle, de manera que cuando llegó a la Acordada era un verdadero tumulto, de donde brotaba un ruido de voces, chiflidos, gemidos y recriminaciones. Las vecinas inocentes, llevadas en cuerpo de patrulla, gemían y contaban su aventura a conocidos y desconocidos; éstos maldecían a los cuicos, nombre con que el pueblo designa generalmente a los agentes de policía, y los soldados rechazaban la gente, se abrían paso y trataban de impedir estas conversaciones. Así llegó esta fúnebre procesión. Tules, amarrada en su escalera, fue colocada en la puerta de la cárcel a la expectación de los curiosos, quedando de facción los cuatro hombres y el cabo y los supuestos cómplices subieron al juzgado, donde nuestro enérgico juez esperaba con impaciencia.

El juez, grave, majestuosamente sentado en su sillón, y el escribano con media resma de papel de actuaciones delante, comenzaron el interrogatorio.

Las vecinas callaron, algunas limpiaron las lágrimas que por el despecho o la cólera se les salían de los ojos, y el solemne interrogatorio comenzó.

Como sucede entre mujeres, y mujeres que aunque inocentes tenían mucho miedo a la cárcel y al juez, tartamudearon, se pusieron descoloridas y coloradas, y cada una hizo a su modo la relación de lo sucedido, procurando más bien salvarse que no decir la verdad, de modo que resultaron contradictorias sus declaraciones.

—No cabe duda —dijo el juez— están convictas y confesas; son cómplices por lo menos, y han ayudado a ese horrible festín en que poco faltó para que se comieran a esa pobre mujer. En cuanto a los hombres, ya les interrogaremos esta tarde. Que se los lleven a la cárcel lo mismo que a las mujeres, y que todos queden incomunicados.

—Pero, señor juez —dijo una vecina, la de más edad quizá que las otras y que se expresaba con energía— está usted cometiendo una injusticia; la casera, las vecinas y esos hombres somos inocentes. Conque porque un borracho mata a su mujer, todos los que vivimos en una misma casa hemos de ser también asesinos y nos han de poner en la cárcel, quitamos la honra y hacemos perjuicios, dejándonos sin modo de ganar nuestra vida. Sí, señor juez, comete usted una injusticia muy grande. Por lo que toca a mí, soy una mujer honrada, todo el mundo me conoce, y principalmente en la Calle de Don Juan Manuel, donde entrego dulces hace muchos años, pues de eso me mantengo. Bastante he sentido a Tules y estoy como con una pesadilla; haga usted lo que quiera de mí, que no diré una palabra más. Dios me hará justicia y me sacará de este apuro.

—¿Qué sabe usted de justicia ni de nada? —le contestó el juez—. Y sea más respetuosa con el juzgado. En castigo va usted a quedar encargada de la casa, pues la casera no podrá volver por ahora; pero cuidado con esconderse, porque la encontraré a usted aunque sea debajo de la tierra.

La vecina vio el cielo abierto y se retiró, jurando antes al magistrado que no se movería de su cuarto, que tendría cuidado de la casa y que estaría a su disposición para cuando la quisiese llamar. Los demás suplicaron, alegaron y protestaron de nuevo; pero el juez les impuso silencio y fueron llevados a la prisión. Los hombres a la Chinche y las mujeres a las Recogidas.

El cadáver ensangrentado y medio desnudo de Tules fue tendido boca arriba en un banco de piedra lleno de lodo, costras y regueros de sangre seca, en un inmundo salón situado en el piso bajo el edificio, frente a una puerta con reja de hierro que comunica con la calle. Al lado derecho colocaron a un cohetero que ardió la noche anterior con todos sus artificios, y del otro un ahogado que retiraron los serenos en una acequia del paseo. La cara negra, achicharronada del cohetero, y la faz abotagada y tachonada de yerbas acuáticas, formaban un contraste con la fisonomía pálida, dulce y bella de Tules, que parece había respetado la muerte.

En la tarde los elegantes carruajes que van al paseo de Bucareli se sucedían unos tras otros. Las muchachas alegres, felices, contentas, que esperaban ver a sus galanes en briosos caballos, volvían la cabeza al otro lado al pasar el coche frente a la reja. Otras, cuya curiosidad era invencible y que ya sabían los sucesos, sacaban la cabeza, detenían a su cochero, miraban y decían tapándose los ojos:

—¡Qué horror! ¡Y qué hermosa era la pobre muchacha!

XXVIII. Mariana y su hijo

El palacio feudal de la Calle de Don Juan Manuel, desde que se construyó con sus paredes pesadas y gruesas como las de un castillo, sus ventanas interiores con rejas de hierro y sus recámaras espaciosas y oscuras, era triste y severo como la mayor parte de los edificios que bajo un plan morisco se construyeron en México por los ricos descendientes de los conquistadores; pero el tiempo y quizá el modo de vivir de la noble familia que lo habitaba, y los pesares secretos que pesaban sobre ella, contribuyeron a darle todavía un tinte más siniestro y sombrío.

Los grifos y los horrendos mascarones que se asomaban al pie de las almenas en la ancha cornisa de la azotea, continuaron arrojando cada año con desesperante monotonía por sus bocas abiertas torrentes de agua, que en la estación de las lluvias inundaban el patio; continuaron mirando con una especie de enojo, con sus redondas pupilas de piedra, a las pocas personas que se aventuraban a penetrar en el zaguán y subir las altísimas escaleras; el viento rudo y frío invadía cada diciembre los corredores y pasadizos solitarios y hacía crujir y se llevaba astillas de los ya viejos bastidores; el polvo amarillento y sofocante que en la estación del calor venía de los suburbios sucios y abandonados de la ciudad, reposaba y formaba capas en los ricos jarrones de porcelana y en los dorados tibores del Japón, sin que una mano cuidadosa se atreviese a limpiar ni a reparar las averías y daños ocasionados por el tiempo; parecía que siglos enteros habían transcurrido, que los habitantes se habían quedado dormidos durante muchos años en sus recámaras, y el sol mismo, tan espléndido y radiante en México la mayor parte del año, no era bastante para calentar y desterrar el frío de esa señorial mansión. ¿Por qué pasaban así las cosas? Vamos a explicarlo. El conde, entre sus excentricidades que cambiaban de giro a cada momento, había ordenado que cuando él estuviese ausente, nada de la casa se cambiase de lugar, ni se tocase, ni se hiciera aseo ninguno en los corredores y habitaciones reservadas para la familia; y como en el tiempo corrido había venido tres o cuatro veces y regresado a las haciendas, pasando en México corto tiempo, nadie se había atrevido a desobedecerlo. Por otra parte, faltaba Tules, que había sido una especie de maga cuidadosa y solícita, pues todo lo que estaba a su cargo relucía por la limpieza, orden y propiedad, y hacía resaltar las curiosidades y objetos de arte que formaban como el complemento de la grandeza de la antigua casa solariega, que recibió durante años los más exquisitos objetos de China, de España y de Flandes.

¿Y Agustina? ¿No era en realidad el ama de la casa, la que dominaba al conde, tenía la caja de cedro con el dinero y disponía a su voluntad de cuanto había en ella? Verdad era esto, pero la pobre ama de casa grande, que parecía muy feliz y envidiada de los criados de los condes de Valle Alegre y de los marqueses del Valle, tenía más bien una existencia moral que prolongaba valientemente con una rara energía, que no una existencia material y física. El polvo, el desaliño, el abandono completo de lo que existía en el palacio de Don Juan Manuel, estaba de acuerdo con sus tristes ideas, más tristes aún que los acontecimientos que siguieron a la fatal aventura del Chapitel de Santa Catarina que dejamos pendiente, y que tenemos necesidad de recordar y reanudar aquí.

Tan pronto como descendió Juan Robreño de la vacilante escalera del sereno, llevando envuelto en su capote militar el fruto de su amor, se dirigió a la casa de su tía y lo confió a su cuidado, haciéndole cuantas recomendaciones puede hacer un padre por su hijo, y un hijo de una mujer adorada, que quedaba realmente sin el amparo de sus padres por las raras circunstancias en que le había tocado venir a este mundo.

Advertidas Mariana y Agustina, sobreponiéndose al miedo que tenían al conde, no omitieron nada para proporcionar al recién nacido cuantas comodidades pueden imaginarse. Excelente nodriza, pañales muy finos, cómoda habitación en el campo, dinero para todo esto sin tasa ni economía. Secundadas la madre y la ama de llaves por la buena tía de Juan Robreño, disfrutaron algunos meses de una dicha que Mariana comparaba a la que disfrutaría en la gloria. En una corta ausencia del conde, Mariana, acompañada de Agustina, se aventuró a hacer una excursión hasta la casa de campo. Entró temblando, presa de una emoción tal, que era necesario que Agustina la levantase y la ayudase a pasar el umbral de la sencilla y modesta casa de la tía. Le pareció de pronto la peregrinación a un santuario donde la madre inocente iba a ver por primera vez al hijo de sus entrañas, a contemplar en esa animada y débil miniatura como en un espejo, sus propios ojos, su propia boca, todas sus facciones, lo mismo que todas las facciones del amante, porque debía parecerse a los dos. ¿Y por qué no? Se habían amado, no… mentira, se habían idolatrado, y en las verdes y solitarias sabanas de la hacienda, acaso inocentemente, sin pretenderlo aún, sin preverlo, en un supremo y ardiente beso había conocido los misterios y los éxtasis del primer amor; pero al dar un paso más, un negro pensamiento vino a su mente, como esos siniestros murciélagos que atraviesan repentinamente la mesa de un festín campestre a las horas del crepúsculo. No, no era la esposa respetada ni la madre legítima la que iba a visitar a su hijo y cerciorarse que el aire sano de los campos daba color a sus mejillas y fuerza y desarrollo a sus pequeños y débiles miembros, sino la hija criminal y culpable que, presa de la zozobra y del remordimiento, iba a excusas a mirar sólo por un instante a un ser condenado tal vez, como ella, a la eterna desgracia y al oprobio.

Mariana, asustada, como si viese venir a su padre, y avergonzada porque en ese momento reconocía la gravedad de su falta, retrocedió, queriendo regresar por donde había venido; pero Agustina la detuvo.

—Ánimo, señora condesa, ánimo, un poco de valor, y entremos. ¿Cómo es posible que nos volvamos después de correr el peligro de ser descubiertas por el conde, sin que esa criatura inocente sea conocida y arrullada siquiera una vez más en el seno de la madre que le dio el ser?

—Es verdad, Agustina, tienes razón, debo avergonzarme de haber sido débil; pero no supe lo que hice, no lo sé en este momento; quería tanto a Juan, lo quiero tanto todavía, que nada podría negarle. Entremos.

Y en efecto, animada y ligera penetró en el salón buscando únicamente con los ojos la cuna, la cama, el lugar, la persona que podría tener a su hijo.

La excelente señora, que tenía aviso de la visita, se presentó muy aseada y vestida, haciendo las debidas reverencias y cumplimientos a la hija del amo y señor a quien su hermano servía hacía tantos años; pero Mariana no vio los muebles ni las criadas que salieron presurosas a ordenar las sillas para que se sentase, ni la persona que la recibía y la saludaba, nada; sus ojos errantes, buscaban una sola cosa… ¿Dónde está, dónde está?… Y presa de la emoción se dejó caer en un sillón que oportunamente le había presentado una sirvienta.

—Ya lo verá usted, y pronto —contestó dulcemente la tía de Juan— pero repose usted cinco minutos, cálmese usted… Comprendo su emoción y sus sentimientos. No he sido casada, y por consiguiente tampoco he tenido la desgracia o la fortuna de tener hijos; pero por el cariño que yo tengo a mi hermano y, sobre todo a mi sobrino y a este angelito que me ha confiado, comprendo lo que debe sentir una madre que ve por primera vez a su hijo después de seis meses de haberlo dado a luz… Voy a traerlo, pero cálmese usted, señora Condesita, y con esa condición lo verá dentro de breves instantes.

Mariana hizo un esfuerzo, se recobró un poco, tomó la mano de Agustina y la puso sobre su corazón.

—Tienta cómo late, se me quiere salir del pecho… no sé si de placer, o de dolor o de susto… Creo que me voy a morir; este corazón que me parecía tan duro e insensible como el de mi padre, me quiere ahogar.

La tía entró a las piezas interiores intencionalmente, dilató unos diez minutos, y al fin salió, teniendo en sus brazos un rollizo bebé. La nodriza y las criadas, por orden de la tía, se habían retirado para dejar a Mariana toda la libertad, y porque aunque fieles y de confianza, no convenía que se impusieran más de lo necesario de los secretos de la familia.

Mariana tomó en sus brazos al niño, y sus preocupaciones, su miedo, sus negros pensamientos, volaron en el acto; una santa sonrisa de madre amorosa vagó en sus labios, sus ojos brillaron con fuego divino como en el momento mismo que conoció el amor, y se quedó contemplando con delicioso éxtasis la faz tranquila e inocente del niño, que miraba con fijeza y atención esa nueva figura que no había antes conocido; quiso llorar y como esquivarse pero como esa nueva figura era hermosa, concluyó por habituarse a ella en pocos minutos, y pareciendo que con una sonrisa la adoptó, la reconoció como a su madre.

—¡Ah —exclamó Mariana llena de alegría—, iba a llorar! Le asustaba yo; no me había visto; pero ya se sonrió, ya me reconoció… Sí, soy tu madre, tu madre, hijo mío; delante de todo el mundo lo diría; a mi padre mismo, aunque me matara; y si te viera tan hermoso, tan inocente, me perdonaría.

Y Mariana estrechaba a la criatura en sus brazos y le cubría de besos ojos, carrillos, las manecitas, los brazos, lo quería volver a su seno y guardarlo allí. Agustina y la tía retiraron discretamente, aunque con dificultad, el niño de los brazos de la madre, porque continuando su entusiasmo amoroso hasta lo podía haber ahogado, y lo entregaron a la nodriza.

Siguió después una conversación animada que degeneró en una discusión de proyectos a cual más atrevidos. Mariana, por nada del mundo quería separarse de su hijo. Se lo llevaría al palacio de la calle de Don Juan Manuel, y se diría que era un huérfano que se había encontrado al abrir el zaguán en la mañana. Eso era quimérico. El conde no lo creería, y si lo creía, enviaría al huérfano directamente a la cuna.

Mariana no quería regresar ya a casa sin su hijo. Como tenía dinero de qué disponer, ella y Agustina se marcharían en secreto a un lugar ignorado por el rumbo de Puebla o Veracruz, y allí vivirían como campesinas, como propietarias de un rancho que comprarían expresamente… ¡Quimera también! Agustina dijo que todo era una locura, y que ella primero moriría que robar la caja del conde y fugarse con su hija; que aun cuando se resolvieran a hacerlo, no tardarían en ser descubiertas y castigadas, y que así Mariana quedaría eternamente separada de su hijo.

Pensó Mariana, y pensaba mil proyectos encontrados, confesarlo a su padre, pedirle perdón de rodillas y presentarle a su hijo. Su corazón duro tendría necesariamente que ablandarse, si las manecillas rosadas de un ángel acariciaban su negro y retorcido bigote.

—Yo no comprendo ni menos puedo entender ahora esto que se llama nobleza —decía Mariana con una entera convicción—. Mi padre es noble y mi madre era también noble; se casaron, y fueron muy desgraciados. Si yo me hubiese enamorado de un indio o de algún ranchero de las haciendas, tal vez mi padre tendría razón; pero Juan es blanco como mi padre, gallardo, tal vez más gallardo que él; hermoso, porque Juan tiene cuanto puede tener un hombre para cautivar a una mujer, y su ocupación, como lo ha sido la de mi padre, es la honrosa carrera de las armas. ¿Por qué no dejarme casar con él, que hubiese sido un buen hijo y el apoyo y sostén de la casa? ¿El dinero? Yo no necesito dinero para vivir con Juan. En un rancho, en un pueblo, en cualquier parte estaría bien, con tal que lo tuviese a él y a mi hijo; y si el dinero sirve para hacer a las familias y a los nobles desgraciados, valía más no haber nacido.

—Ni qué pensar tampoco en esto, señora condesa —le dijo Agustina—. Conozco, como si fuese mi hijo, el carácter del conde. No tendrá piedad ni de usted ni del niño. Capaz de quitárselo a usted de los brazos y estrellarlo contra la pared.

—¿Cuál es el parecer de usted, señora Robreño? —interrogó a la tía de Juan.

—Salvo lo que Dios dispusiera —respondió la tía— y por lo que desde hace años he oído decir del conde, me parece que primero se dejaría ahorcar que casar a la señora condesa con el hijo de su administrador. Si Juan, con el tiempo fuera coronel o general, tal vez…

—Ni aun así —le interrumpió Agustina—. El señor conde tiene en mucho a su nobleza y a sus antepasados, que dice estuvieron en la guerra de Flandes… y qué sé yo… En sus pocos ratos de buen humor, y cuando necesita dinero y me lo pide, aunque al fin es suyo, me ha solido platicar cosas de sus abuelos, cosas que sería largo contar; pero lo que sí se me ha quedado grabado, es que siempre ha dicho que primero querría ver a su hija muerta que casada con uno que no fuera igual en sangre y en nobleza.

—Bien, si es así —dijo Mariana— no me queda más extremos sino abandonar para siempre mi casa, y fugarme con Juan; pasado un año, dos años, se habrá disminuido el enojo de mi padre, y entonces quiera que no, tendrá que perdonarnos.

Por de pronto —le respondió Agustina— también es eso imposible, porque en realidad no sabemos dónde se halla Juan. Hace un mes andaba por las cercanías de la hacienda del Sauz, y así me lo escribió don Remigio, pero hoy no sabemos dónde se encontrará, y desde luego algo le impide venir a México, y la señora condesa sabe esto más que yo, pues que ha recibido sus cartas.

—Es verdad, Agustina —dijo tristemente Mariana—, no puede venir, sería fusilado, pues que desertó delante del enemigo. Todo lo ha perdido, posición, dinero, honor. Jamás hombre alguno en el mundo habrá hecho tanto por una mujer como Juan por mí… No, no hay otro remedio; invocaré la ley, arrostraré la cólera de mi padre, confesaré ante todo el mundo mi debilidad, reclamaré la herencia que me dejó mi madre, y me uniré eternamente con el que es ante Dios mi legítimo esposo, y no me separaré más de mi hijo.

—¿Pero Juan podrá hacer lo mismo? ¿No está juzgado por desertor y sentenciado a ser pasado por las armas donde quiera que se le coja?

—Es verdad —contestó Mariana—, lo acababa de decir, y lo había olvidado, y formaba ya ilusiones de dicha y libertad, y soñaba con una vida de familia; pero por Dios crucificado, yo no puedo vivir así, algo he de hacer, y un día, cuando Agustina menos piense, abandonaré el fúnebre palacio, que todo él me parece una tumba, y marcharé, no sé cómo, hasta encontrar y reunirme con el proscrito. Es mi deber; pues que todo lo ha perdido por mí, yo debo perderlo todo por él.

Mariana, al acabar de decir con decisión estas palabras, se levantó del canapé donde estaba sentada, comenzó a pasearse con agitación de uno a otro extremo de la sala y a mirar a intervalos, de una manera extraña, a la tía de Juan y a doña Agustina, las que, alarmadas y temiendo que la pobre madre perdiese el juicio, procuraron calmarla con las más dulces palabras, prometiéndole que pensarían más adelante en un proyecto que tuviese menos riesgos e inconvenientes y que le diera el resultado de reunirse con Juan, al que iban a escribir por conducto de don Remigio, que pidiera un indulto al Presidente o al Congreso. Mariana movía la cabeza con un aire de duda y de desconsuelo, y aunque hacía esfuerzos no le era dable dominar la agitación nerviosa que le había acometido, cuando pensó detenidamente, quizá por la primera vez, en las dificultades de su vida y en la eterna soledad a que estaba condenada, no obstante tener dos seres queridos a quienes amaba de todo corazón.

Agustina entró a la recámara, trajo al niño en brazos y se lo presentó.

—Por él, todo por él, señora condesa. Valor y confianza en Dios. Nuestra Señora de las Angustias, esa Virgen dolorosa que hizo un milagro en el Chapitel de Santa Catarina, cuando no teníamos ya esperanza alguna, hará otro mayor el día que menos lo pensemos.

—Sí, por él, todo por él, dices muy bien, Agustina —respondió la condesa, se quedó contemplando largo rato a la pequeña criatura, le dio un amoroso beso, y dos hilos de silenciosas lágrimas se desprendieron de sus grandes ojos negros.

La crisis había pasado. Las dos buenas gentes aprovecharon este momento favorable, condujeron a Mariana al coche que la esperaba en la puerta, y antes de dos horas subían ama y criada, mudas y tristes, las grandes escaleras del palacio de la Calle de Don Juan Manuel.

El conde, una semana después de esta escena, regresó de Pachuca, donde había ido por negocios de minas, y pocos días después dispuso continuar el viaje para la hacienda del Sauz. Mariana tuvo que seguir a su padre y Agustina quedó encargada, como siempre, de la casa. Durante muchos meses ni criados, ni cartas de la hacienda. El conde vendía sus esquilmos allá, y de vez en cuando tocaban el gran aldabón del zaguán de la casa de Don Juan Manuel y se presentaba algún dependiente español a entregar a Agustina mil o dos mil pesos, de los que daba recibo y guardaba en la caja, que a poco más o menos estaba llena. Cuando terminaba la fiel ama de llaves sus pocos quehaceres, salía a dar sus paseos a la calle, que se reducían a una visita a su casita del Chapitel de Santa Catarina, donde rezaba fervorosamente delante de la magnífica y milagrosa imagen de Nuestra Señora de las Angustias, pidiéndole sacase a la condesa y a su amante o esposo de la terrible situación en que se hallaban, y que le diese a ella vida y fuerza para ayudarlos en todo. Consolada y llena de esperanzas, seguía su paseo, que tenía por objeto hacer algunas indagaciones sobre la situación y vida de Tules, y las más veces tomaba un coche y terminaba la excursión en la casa de campo, donde colmaba de caricias al bebé y nunca dejaba de llevarle algún juguete propio de su edad, volviendo, si no contenta, al menos resignada a la triste mansión.

Un día que fue a la casa de campo, la tía de Juan le dijo que la nodriza había ido con el niño a los Remedios, donde tenía su casa. No le pareció bien a Agustina; pero no dijo nada y se marchó. A la semana siguiente hizo otra visita, tampoco estaba el niño; una conocida que lo quería mucho, lo había llevado a su casa, y la nodriza había ido precisamente a buscarlo. Agustina no esperó porque era tarde, y nada sospechó.

Al mes siguiente, nueva visita, tampoco estaban ni el niño ni la señora. Agustina sospechó que alguna cosa pasaba y volvió a los dos o tres días resuelta a aclarar el misterio.

—Espero, señora Robreño, que en esta vez veré al niño; han pasado ya dos meses y cuantas ocasiones he venido no lo he encontrado. Ahora de por fuerza lo tengo que ver; no me marcharé de aquí, dormiré en este canapé si es preciso.

La tía no hallaba qué responder, enclavijadas las manos, quería levantarse, echarse a los pies de Agustina, llorar, gritar, nada… la vergüenza, el pesar… el remordimiento, cuantas sensaciones punzantes puede tener un alma honrada que ha cometido una falta aunque sea involuntaria, tantas así se retrataban en la fisonomía martirizada y casi moribunda de la infeliz mujer, hasta tal grado que Agustina misma tuvo que ocurrir en su ayuda.

—Serénese usted un poco, señora, y refiérame con verdad lo que ha pasado con esa desgraciada criatura. ¿Ha muerto? Grandisísimo pesar para la condesa, pero quizá sería mejor que…

—No, no, señora; no ha muerto, porque en el acto lo habría avisado a usted, y como dice, habría sido un beneficio que Dios habría hecho a mi sobrino y a la señora condesa. Lo habría sentido, porque lo amaba como mi hijo, pero estaría tranquila y resignada…

—Entonces… me asusta usted. Diga, por Dios, y acabaremos las dos por sufrir este nuevo martirio.

—Verá usted —continuó la señora Robreño con una voz todavía tan trabajosa y aterrorizada como si acabara de suceder lo que iba a referir mi costumbre ha sido, desde hace muchos años, el ir a la Villa de Guadalupe el día doce de diciembre y pasar todo el día en la catedral, en el cerro y en la capilla del Pocito. Tomé un coche por todo el día y llevé a la nodriza con el niño, no queriendo dejarlo, y en el curso del día no me despegué de él, y donde yo iba allí también iba la nodriza y el niño; había mucha gente, y yo no quería que lo fuesen a lastimar a la salida y la entrada de los templos. Ya en la tarde, salimos a tomar el fresco y a buscar el coche, que no tardamos en encontrar; se acercó e íbamos a montar en él… la desgracia… la fatalidad… la voluntad de Dios… y no sé… me vuelvo loca al recordar lo que pasó… Quería que el niño tuviese una medalla de plata de la Virgen de Guadalupe… Mira, Josefa, le dije a la nodriza, en un momento voy a comprar una medalla, pronto vuelvo y nos iremos, mucho cuidado con el niño… Ya sabes, aquel coche amarillo que está junto al Portal es el nuestro, si me dilato, ve y monta en él, porque la tarde está fría y será mejor que no le dé el aire al niño. Entré en la iglesia a comprar la medalla, me dilaté en verdad, porque había mucha gente comprando medidas y medallas… cuando volví, no encontré a la nodriza, que dejé cerca del Convento de las Capuchinas. Me dirigí al coche: nada… interrogué al cochero, y la había visto pasar corriendo sin el niño… No caí muerta… porque Dios es grande y porque creo que me ha dejado la vida para que pague mi descuido, mi crimen, doña Agustina, pues que es un crimen no haber cuidado como debía a la prenda más preciosa que me entregó mi sobrino.

—¿Y qué…?

—Entré en la iglesia —le interrumpió la señora— registré hasta los últimos rincones, pregunté a todo el mundo, encargué al sacristán, a las vendedoras de tortillas, a los cocheros, a todo el mundo que me buscasen a la nodriza, ofreciéndoles dinero, mucho dinero; vagué y corrí como una loca por toda la villa, subí el cerro, entré y salí a las capillas no sé cuántas veces y exánime y sin fuerzas subí al coche y cerca de las diez de la noche regresé a esta casa, donde conservaba una remota esperanza de encontrar a la nodriza… ¡Nada! En la tarde se me presentó bañada en lágrimas… «¿El niño, el niño?», le pregunté apenas la vi. «¿Dónde está, qué has hecho de él, lo tienes, no es verdad?» La pobre mujer, sí, pobre, porque no fue más que un descuido como el que yo tuve, no hizo más sino arrojarse a mis pies y sollozar hasta sofocarse. «Fue un instante —me dijo cuando pudo hablar— y lo juro por la sangre del Señor, fue un instante el que dejé al niño entretenido y gateando y me puse a hablar con mi marido, al que hacía más de dos meses que no veía… Cuando volví la cara, el niño había desaparecido… Toda la noche, todo el día de hoy lo he buscado. Máteme usted, mándeme a la cárcel, a todo estoy dispuesta.» ¿Qué había yo de hacer, si yo era más culpable que ella?…

Agustina y la señora Robreño se pusieron sus pañuelos en los ojos y media hora lloraron silenciosamente.

Matiana, inspirada, según ella creía, por la Virgen de Guadalupe, aprovechó el momento en que la nodriza, entusiasmada por las caricias del marido, se apartó a un rincón del convento; se apoderó del chicuelo, y trotando, trotando en la fría tarde de diciembre, atravesó el solitario llano de Zacoalco.

Ya el lector sabe la suerte de Juan: oprimido como en un molino entre las supersticiones religiosas y las supersticiones nobiliarias.

Ya que hemos echado una mirada retrospectiva antes de volver al juzgado de lo criminal, diremos que los proyectos de Mariana cayeron y acabaron ante la severidad del conde su padre. Iba y venía a México. Unas veces dejaba a su hija en la hacienda, bajo la estrecha vigilancia de don Remigio; otras en cambio, la traía a la capital, hacía que se vistiera con el mayor lujo, que se adornase con las mejores alhajas de su difunta madre, y la presentaba y la llevaba a visita en casa de sus parientes y de toda la nobleza. Una noche le dio la humorada y la llevó al teatro al palco del marqués de Rivas Cacho. Pocos de los concurrentes oyeron con atención la ópera hoy olvidada Elizabeta, Reina de Inglaterra. Mariana llamó la atención por su hermosura y por sus joyas que relucían en su pecho, en su cabeza, en su corpiño. Los nobles y no nobles, muchos de los cuales tocaban en la ruina, formaron diversos combinados proyectos; mujer bonita, noble y con dinero: ¡qué ganga! El conde del Sauz, no obstante la aversión que tenía a los marqueses de Valle Alegre, como Mariana se iba haciendo grande, no pudiendo hacer cosa mejor, formó el proyecto de casarla con el primogénito, con el mayorazgo. No estaba bien de intereses, tenía muchas deudas, las haciendas estaban hipotecadas, pero esto no importaba mucho; al fin era noble.

El conde, al llegar a la casa de vuelta del teatro, anunció a su hija la resolución de casarla con el heredero de la casa de Valle Alegre.

Mariana no respondió ni una palabra. La noticia la dejó fría como una estatua de mármol. ¿Tendría que sufrir nuevos martirios, nuevas contrariedades? ¡Quién sabe lo que sucedería! No pudo menos de levantar los ojos y echar a su padre una mirada de desdén, casi de desafío.

El conde se la correspondió y tuvo movimientos nerviosos, quién sabe lo que querría hacer; pero se dominó y entró a su recámara, dando con la puerta en la cara a Agustina que, como de costumbre, salía de la alcoba, después de haber puesto la luz y arreglado la cama.

La aparición de Mariana en el teatro fue como una de esas luminosas lluvias de luceros que caen del cielo en el mes de diciembre. El conde y su hija marcharon a la hacienda, y los proyectistas que esperaban muchacha bonita, noble y con dinero, quedaron cruzados de brazos.

Ausente Mariana, la señora Robreño y Agustina convinieron en ocultar el suceso, y dar al niño por vivo, robusto y creciendo cada vez más gracioso y bello; y al echarse sobre la conciencia esta mentira, prometieron también seguirlo buscando por todos los medios posibles. No podían ocurrir al gobernador ni a las autoridades de la ciudad y de los pueblos, ni poner avisos en los periódicos, porque eso hubiera sido lo mismo que publicar la deshonra de Mariana y de la noble y antigua casa del Sauz. Si Juan o Mariana volvían a México, ya pensarían lo que debía decírseles, o quizá para entonces se habría encontrado el perdido niño.

Pero pasaron días y días, el niño no pareció, y este pesar añadido al que tenía diariamente con las noticias de la miserable vida de Tules, influyeron en el ánimo de Agustina y la redujeron al precario y lastimoso estado que hemos procurado describir al principio de este capítulo.

Volveremos, y ya es tiempo, por el rumbo de la Acordada.

Cuando los dos piquetes de tropa salieron cada uno para el lugar que se les había designado para prestar mano fuerte en caso necesario para la aprehensión del asesino de Tules y sus cómplices, el licenciado Crisanto tuvo un momento lúcido y una oportuna reflexión le vino a la cabeza con la velocidad de un relámpago, salió de la oficina y le ordenó al portero que corriese tras del piquete que se dirigía a la casa de Don Juan Manuel y lo hiciese regresar al cuartel.

—¡Qué barbaridad iba yo a hacer! Un escándalo sin resultado y un golpe en vago tal vez; y luego el Conde, a quien no conozco pero del cual tengo las peores noticias, no se quedaría callado, y un día u otro se me vendría encima personalmente a las estocadas y no le faltaría ni razón ni pretexto. Además, su influjo con las personas del gobierno es seguramente mayor que el que yo tengo… ¡Borrico, si no soy más que un borrico, y si así sigo en mi carrera, en vez de Ministro de Justicia, ni alcalde de mi pueblo seré!… Pero vamos, a tiempo enmendé el disparate… ya estoy tranquilo, y… —y concluyó su monólogo porque oyó ruido de armas y con sus propios ojos vio que el piquete de tropas había entrado al cuerpo de guardia. Continuó paseándose y meditando hasta que, como hemos visto, se le presentaron los supuestos cómplices.

—Es menester reponer las actuaciones —dijo Crisanto al escribano luego que quedaron solos—; íbamos a cometer una torpeza. Poner en la cárcel a cuatro o seis mujeres, criadas o lavanderas, o dulceras, y a otros tantos hombres vagos y mal entretenidos, como hay en México, nada tiene de extraño ni hay responsabilidad alguna; pero atacar a mano armada la casa de un particular rico, de un conde, eso ya es grave. Mandé retirar el piquete de tropa a tiempo.

—Ésa era mi opinión privada, señor juez, y no se canse usted, las leyes no se han hecho para los ricos ni la justicia habla con los poderosos. Llevo muchos años de experiencia, he servido al lado de jueces muy severos, y jamás se ha logrado el castigo de un rico o de una persona de alta significación política. Repondremos las actuaciones —y el notario tomó papel limpio y comenzó a escribir.

—Lo que debemos hacer —continuó el juez—, es que usted mismo vaya mañana a la casa del Conde, con una orden del juzgado y un soldado con su bayoneta, por lo que pueda suceder. Si el Conde está en su casa, lo trata usted con el mayor miramiento y cortesía, y le asegura que el juzgado, sólo por cumplir con su deber, manda registrar la casa donde, según declaraciones y denuncia, debe haberse escondido el asesino (sin que él tal vez lo sepa) y que… en fin, usted es práctico en estos asuntos y sabrá pendolear las cosas de modo que podamos tener siquiera indicios de la culpabilidad del conde, y entonces ya será otra cosa. En cuanto a esas gentes, ya irán diciendo la verdad; entre tanto, en la cárcel están muy bien.

Al día siguiente, antes de mediodía, el aldabón de la casa de Don Juan Manuel resonó de una manera imponente y lúgubre contra el mascarón de bronce. El escribano entró, y el soldado con su bayoneta quedó paseando con disimulo por la calle. El Conde y Mariana estaban en la hacienda. Agustina en su cuarto, leyendo sus libros devotos y rezando sus oraciones. Triste, abatida, enferma, porque sus esfuerzos habían sido inútiles. Pasos, dinero gastado, mozos y correos por los pueblos, mujeres que no tenían más oficio que preguntar e indagar sobre niños huérfanos o abandonados; muchas veces fue interrogada Jipila en su puesto de herbolaria o en la esquina de Santa Clara, pero no dijo nada; ¡ni cómo había de decir! Así, todo fue inútil, y el pesar y el remordimiento acababan también con la vida de la tía de Juan Robreño. Éste había escrito que estaba decidido a arrostrar la muerte y a presentarse a la autoridad militar en la capital; que quería ver a su hijo; casarse con Mariana para salvar su honor y morir fusilado con el valor que mueren los soldados mexicanos. ¡Era una locura! Pero de todo era muy capaz Juan Robreño y, cuando resonó el aldabón, dio un vuelco el corazón de Agustina, que temblorosa y demudada, se asomó por entre las macetas marchitas y empolvadas del corredor.

En vez de Juan Robreño, a quien esperaba de un momento a otro, se encontró frente a frente con una persona desconocida, que sin saber por qué le inspiró más miedo que el fugitivo a quien aguardaba.

—Un asunto muy grave me ha obligado a venir a esta casa, y enviado por el juez, deseo hablar un momento con el señor Conde.

—El señor Conde hace meses que está en la hacienda —le contestó Agustina ya un poco tranquila, pues estaba acostumbrada, con motivo de los asuntos de la casa, a recibir las visitas de curiales y notificaciones de los jueces.

—Si me engaña usted, sepa que incurre en una grave responsabilidad y perjudica a los mismos intereses del Conde.

—Digo la verdad, y si de asuntos se trata, puede usted entenderse con su abogado, que es el licenciado Olañeta. Todo el mundo lo conoce.

—Y como que sí —respondió el escribano—, pero se trata de un asunto personal, y una vez que el señor Conde está ausente, me permitirá usted que registre la casa, sin que haya necesidad de usar la fuerza. En la calle está un soldado, y a una señal mía vendrán del cuartel los que se necesiten.

—Ni que Dios lo permita. ¿Para qué traer soldados a la casa del señor Conde? —repuso Agustina—. La noticia, aunque yo no se la diera, le iría a la hacienda, y estoy segura que vendría a matar al que le hubiera hecho la ofensa de introducir tropa en su casa. ¿Pero qué quiere usted? ¿Qué busca? ¿Por qué registra así una casa noble y honrada?

—Aquí tiene usted la orden del señor juez —le contestó el escribano, enseñándole un papel—. Dígame si obedece o no, que es lo que necesito saber.

—¿Y qué quiere usted que haga? Pase por todas las piezas de la casa.

Agustina, seguida de las criadas que habían asomado la cabeza al oír la voz desconocida, sirvió de guía al escribano, que registró cuidadosamente hasta los rincones, admirando más los muebles antiguos, las preciosidades artísticas, las armas, las ricas sobrecamas de China, la vajilla de plata maciza colocada en los aparadores, los espejos y lámparas de Venecia, que no buscando a un reo, a quien sabía que no había de encontrar allí.

—Ya ve usted, señora —dijo el escribano, después de haber dado vuelta a la casa y salir por la parte opuesta por donde había entrado— que conforme con las instrucciones del señor juez me he portado con toda moderación, y así espero que usted escriba al señor Conde; nada se ha tocado, nada se ha quitado de su lugar y sólo por fórmula o más bien por admirar la sobrecama china, la he levantado un poco y mirado debajo de la cama…

—Es mucha la verdad —le contestó Agustina— y así lo diré al señor Conde, que acaso vendrá pronto; pero ya que usted ha registrado la casa ¿me podría decir el motivo?

—Creía haberlo referido al enseñarle la orden del juez; pero es verdad, con tantas cosas que tengo en la cabeza, se me había olvidado. He venido en busca de un reo, que, según denuncia que recibió el juzgado, debía hallarse oculto aquí seguro de que no sería buscado en una casa, como ésta; es decir, que había tomado iglesia, como sabrá usted que se hacía en otros tiempos. Un asesino que lograba entrar en un templo se consideraba a poco más o menos salvado, pero hoy ya se acabó eso y todos somos iguales ante la ley.

—¿Pero qué clase de reo podría encontrar asilo en esta casa, y con mi consentimiento? ¿Se figura usted acaso…?

—Nada me figuro, señora. Ese reo que busco es nada menos que autor de un asesinato, y se quedaría usted horrorizada si supiese los pormenores.

—¡Cómo! Señor juez, señor escribano, no sé lo que es usted, pero explíquese por Dios. ¿Por qué venía a buscar a ese hombre aquí?

—Porque su mujer ha sido criada y educada en esta casa, y de aquí salió para casarse; después de casada marchó con su marido a la hacienda, y después… el juzgado tiene ya todos los hilos, y nada pierdo en decirle a usted esto, porque de una manera o de otra nos ha de ayudar usted a descubrirlo.

—Y después ¿qué? ¿Después que? ¡Acábemelo de decir, por Dios! —le interrumpió Agustina con creciente agitación.

—Creo habérselo dicho a usted ya desde que entré… La asesinó.

—¿A quién asesinó? Por Dios, ¿a quién?

—Pues a su mujer, ¿no comprende usted?

—¿Y esa mujer?

—Se llamaba Tules, así consta en las diligencias.

—¡Pero eso no es verdad!

—¡Ojalá y no lo fuera! En la Acordada está su cadáver hecho pedazos.

—¡Jesús Sacramentado! ¡Tules asesinada! ¡Mi pobre Tules! ¡Mi hija!… Y yo… ¡yo que la casé con ese malvado, y, yo he tenido la culpa, yo la he matado!

Agustina, sofocándose, no pudo decir más y habría caído en el suelo a no ser por los brazos de las criadas que la recibieron y la llevaron casi exánime a su alcoba.

El escribano, no obstante su carácter frío y lo acostumbrado que estaba a esas escenas semejantes, no pudo menos que compadecer a la camarista, y se retiró convencido de que no podría estar allí oculto el reo, y de que el Conde poca o ninguna parte había tenido en tan trágico suceso. Salió de la casa, ganó para el juzgado y dio cuenta al juez de las diligencias que había practicado y la impresión que la noticia hizo en el ama de llaves.

A los dos días de estos sucesos El Eco del Otro Mundo publicó un suelto:

Las activas providencias dictadas por el integérrimo juez don Crisanto, han dado por resultado el descubrimiento de los autores y cómplices del horroroso asesinato cometido en la casa de vecindad de la Estampa de Regina. La causa se sigue con actividad, y pronto será satisfecha la vindicta pública con la muerte de los culpables. Debemos añadir que estábamos mal informados, y que ningún marqués ni conde tiene que ver ni está mezclado, ni de cerca ni de lejos, en este horroroso crimen.

Como había en la ciudad cuatro, seis o más marqueses, se alarmaron, tuvieron una junta y resolvieron pedir explicaciones a la redacción, quedando encargado de sostener el lance el marqués de Valle Alegre, que había tomado lecciones de esgrima con El Chino. No llegaron las cosas a mayores, y el redactor, que hizo reflexiones análogas a las que había hecho el juez, no tuvo dificultad en hacer cuantas aclaraciones se le exigieron.

Agustina perdió el habla y el conocimiento. Las criadas, fieles y solícitas, se dividieron en el trabajo; unas fueron por el médico, otras quedaron atendiendo a la camarista y las que más querían a Tules corrieron a la Diputación y a la Acordada para reclamar su cadáver y enterrarla decentemente; pero pena perdida: en ese momento era tirado en un carretón, y encima de sus blancas y frías carnes iban el borracho abotargado y el cohetero carbonizado y hecho un chicharrón.

XXIX. El puerto de San Lázaro

Imposible de creer que en una ciudad como la capital de la República Mexicana, situada en la mesa central de la altísima cordillera de la Sierra Madre, pueda haber un puerto. Pues lo hay muy importante y concurrido. Es el puerto de los lagos del Valle, lagos que, si en la estación de las lluvias amenazan derramarse sobre la ciudad por falta de las obras hidráulicas necesarias para contenerlas y darles salida, contribuyen, como lo dijo el barón de Humboldt, a que el clima de México sea uno de los más suaves y benignos del globo. Tendidos en el Valle, como inmensos espejos donde se retratan las altas montañas, saturan la atmósfera de la humedad necesaria, aumentan la belleza del paisaje, proporcionan trabajo y alimento a la clase indígena, y medios fáciles de comunicación con las poblaciones situadas en un radio de diez o doce leguas. Quietos y tranquilos en el invierno, en el verano las tempestades y trombas de las montañas vienen a descargar en ellos el horroroso estrépito de rayos, granizo y viento, y sus aguas, aumentadas considerablemente de volumen, levantan olas como las de la mar, que no pocas veces han hecho naufragar escuadras enteras de canoas cargadas con los granos y productos valiosos de las haciendas de Chapingo y Tepetitlán.

El lago de Texcoco es de agua salada y el más histórico y célebre de todos porque era una especie de mar interior que separaba a los imperios de México y de Texcoco. Los aztecas, en tiempos remotos y después de una peregrinación más larga que la de los israelitas a la tierra de promisión, llegaron al lago de Texcoco, vieron el águila parada sobre un nopal, teniendo en sus garras una culebra (que es el emblema de las armas mexicanas) y se detuvieron por orden de su dios, fundaron una ciudad y más adelante, por medio de atrevidas expediciones y conquistas, aumentaron el territorio y lograron que el imperio fuese célebre realmente hasta el día de hoy, pues los historiadores más eruditos y los hombres más eminentes en las letras, se han ocupado de esta extraña historia, que no tiene igual en el mundo y que aún está llena de misterios que no ha sido posible descubrir. Los aztecas tuvieron que sostener guerras terribles con la República de Tlaxcala, que quería conquistar no la nación, sino la sal de que carecían sus habitantes. Los lagos varían de nivel, derraman los unos sobre los otros y se comunican por canales construidos desde el tiempo de los aztecas. Sus orillas están como salpicadas de pueblecillos de indígenas, con sus jacales de tule o de piedra suelta, techados con las fuertes hojas del maguey y forman un pintoresco y variado escenario desde las alturas; pero examinados de cerca, se encuentra la tristeza y la miseria. En los tiempos de la grandeza y preponderancia del imperio mexicano que, como Alemania hoy, logró establecer la hegemonía entre las repúblicas y monarquías que lo rodeaban, en esas poblaciones ribereñas reinaba la vida, la abundancia y el movimiento. Tenían veinte veces más habitantes que hoy; se dedicaban a la pesca, a la agricultura y al comercio, y sus embarcaciones navegaban día y noche e iban a atracar cerca de los palacios de los emperadores. Nada era también comparable al esplendor, riqueza e industria del Reino de Texcoco en los tiempos del filósofo rey Netzahualcóyotl. A pesar de la conquista, de las guerras civiles, de las enfermedades, pestes y todo género de calamidades que durante siglos han caído sobre esos pueblos, conservan restos de su actividad, y bajo una apariencia de desolación y ruina existe un comercio activo entre la gran ciudad y aldeas, y las aguas de los lagos y de los canales están surcadas por multitud de embarcaciones. En ciertas épocas del año, en la Semana de Dolores, por ejemplo, el comercio sólo de las flores, parece increíble, pero importa miles de pesos, y el extranjero que visite el país con algún interés histórico o con la fatuidad, ignorancia y malevolencia de algunos viajeros franceses, encontrará mucho que le dé una idea de los tiempos anteriores a la conquista. Las indias aseadas, con su liso cabello negro, sus blancos dientes que enseñan con franca y sencilla risa, vestidas con huipiles y enaguas de telas de lana o de algodón de colores fuertes, y conduciendo hábilmente sus ligeras chalupas llenas de legumbres o de flores, presentan un aspecto pintoresco y un tipo agradable que no se puede encontrar en ninguna parte de Europa, y que no es tampoco el de los isleños, flacos, demacrados, desnudos, de un color pardo negro, que forman a la vez la delicia y el desprecio de los navegantes de largo curso y que en todas posiciones y con cualquier motivo vemos continuamente reproducidos hasta el fastidio en los grabados de madera de los periódicos pintorescos.

El canal de la Viga, surcado por más de cien chalupas y canoas cargadas de flores, con sus casas ruinosas por un lado, que se asemejan a las de los canales interiores de Venecia y que fueron una cierta época residencias suntuosas de los ricos, y por el otro las anchas calzadas con arboledas, llenas de carruajes lujosos y de caballeros con el pintoresco traje nacional, tiene un aspecto de novedad y de interés histórico, pues se puede a la vez y en el mismo cuadro observar la raza antigua indígena con sus trajes y costumbres primitivas, y la gente criolla de origen español, con las pretensiones aristocráticas del lujo parisiense.

Pero el verdadero puerto no es ni la garita, ni el canal de la Viga, sino San Lázaro, barrio desaseado (como desgraciadamente lo son la mayor parte de los barrios de la ciudad), árido, porque faltan el agua, los jardines y las arboledas, y lejano del centro de los negocios.

A pesar de las malas condiciones del terreno, el tráfico y el comercio lo animan. Por ese puerto recibe México los granos y semillas de las haciendas situadas en las márgenes del lago de Texcoco, los azúcares y frutos de la Tierra Caliente que conducen los arrieros hasta Chalco, que es como si dijéramos la boca de Tierra Caliente, o más bien una especie de puerto de depósito, el carbón, leña y madera que se labra en las montañas, y otra multitud de producciones que sería largo mencionar. Este tráfico se hace por medio de chalupas y de canoas trajineras de que ya tiene una idea el lector y que en gran número entran y salen diariamente o permanecen días enteros fondeadas, esperando la carga y los pasajeros.

Tenemos que suplicar al lector que nos acompañe, aunque sea por un momento, a la garita de San Lázaro, sin obligarlo a entrar en ese asquerosísimo hospital donde tantos infelices van acabando su vida atacados de un mal que no tiene remedio y que tan poco han estudiado hasta ahora nuestros sabios doctores de la justamente célebre Escuela de Medicina de México, muy distinta de la Universidad donde hicieron sus estudios los famosos Codorniú, Huapilla, Villa y quizá tal vez el nunca olvidado don Pedro Escobedo.

Son las ocho de la mañana, el sol, con su ancha cara, mira alegre a los habitantes de México desde un cielo azul, que apenas está bordado en el horizonte con algunas leves nubecillas blancas con una franja de oro brillante, metódica y graciosamente ondulada, como hecha por esa madre naturaleza tan hábil, tan artista, tan inteligente y, sobre todo, tan benigna para los que habitan los países tropicales. Las canoas trajineras que la noche anterior han salido del Puerto de Depósito de Chalco, comienzan a divisarse a lo largo del canal, y las aguas, ya por esas cercanías cenagosas con los desechos de la ciudad, comienzan a removerse por los remos manejados con vigor por los indios desnudos hasta la cintura, chorreándoles el sudor y respirando (¡pobre gente!) con dificultad por una fatiga de seis u ocho horas. Llega por fin una trajinera, después otra, y otra; en fin, una fila interminable, porque una balsa inmensa formada de vigas procedentes de los montes de Zoquiapan, obstruye una parte del canal. Los guardas detienen y ocupan las canoas para registrar la carga y cobrar los derechos de consumo, y los dependientes de las casas de comercio comienzan también a llegar, ya a pie, ya a caballo, ya en ligeros carruajes.

Es la hora del movimiento, de la animación, y el barrio, triste y monótono, parece que revive y se alegra por unas cuantas horas.

—¿No ha llegado la Voladora? —preguntó el teniente de la garita a uno de los guardas que se ocupaba del despacho aduanal de las canoas.

—No ha llegado todavía; ya sabe usted que siempre amarra en el toldo doña Cecilia su asta con su bandera roja; es la única que lo hace, y los Trujanos le hacen burla. Toda la fila de canoas que ve usted allá, son de los Trujanos, que han comprado la cosecha de cebada de la hacienda de Chapingo. ¿Por qué preguntaba, mi teniente, por la Voladora?

—Porque he tenido denuncia de que debajo de las arcinas de paja que debe traer como única carga, encontraremos un contrabando de aguardiente. Mucho cuidado, y avíseme cuando llegue esa canoa.

El teniente de la garita acababa de decir estas palabras, cuando fue detenido por una persona que se apeaba de su caballo, dejándolo al cuidado de un criado que le seguía.

—¡Señor licenciado! ¿Qué vientos lo traen a usted por aquí? —dijo el teniente, tendiéndole la mano.

—En efecto, hace como dos meses que pasé por la garita, pero no le encontré a usted —le contestó el caballero, estrechándole la mano—. Ya sabe usted que siempre entro al despacho a saludarlo y a molestarlo también; pero ¿qué quiere usted? ¡Para eso son los amigos!

—A su disposición y como siempre, señor licenciado. ¿Qué se le ofrecía a usted hoy?

—Quisiera que me prestara uno de sus guardas para que acompañase a mi criado a Chalco con los caballos; podrán ir poco a poco y esperarme mañana allá en el embarcadero; estarán frescos, y sin fatigarlos podré llegar a la tardecita a Ameca.

—Lo que usted quiera, y acabado el despacho de las canoas estará listo Pedro Contreras, a quien ya conoce usted y puede darle sus instrucciones; pero, seré curioso; supongo que es el mismo asunto el que obliga a hacer a usted tantos viajes a Chalco y Ameca.

—El mismo, amigo mío, el mismo. Dice el refrán que quien porfía mata venado. Verdad es que yo no he matado en años, pero a porfiado nadie me gana, y tarde o temprano he de matar este venado, que es grande y gordo. Creo que antes de dos meses estaré en posesión de muchas haciendas y de todo ese volcán que vemos desde aquí, si no es que entra también en el negocio el Ixtaccíhuatl.

—¿Tanto así? —preguntó el teniente asombrado.

—Y mucho más. Ya le he dicho a usted otras veces que hemos platicado, que mi ahijado, sí, porque es mi verdadero ahijado, es el único y absoluto heredero del emperador Moctezuma II, y figúrese usted si ese monarca no sería dueño de los volcanes y de las haciendas que están en su falda. Carlos V y Felipe II lo reconocieron así, y buenos pesos ha costado sacar del archivo general las copias de las Reales Cédulas. Si perdemos este negocio, nuestra ruina será completa, pues que el rancho de Santa María de la Ladrillera está hipotecado en más de lo que vale.

—¡Ah! Usted es muy vivo, señor licenciado, y estoy seguro que ganará y tres más.

—Vivo, no; bastante tonto soy; lo que sí tengo es activo, activo y mucho, y el que se mueve en este país, siempre gana a los que se duermen. Ahora tengo en mi favor la circunstancia de que el gobierno ha declarado una pensión en favor de un duque o de una duquesa de España, que se dice desciende del emperador Moctezuma III que vive y está muy gordo, robusto y sano en el rancho de Santa María de la Ladrillera, que usted conoce lo mismo que yo. No he protestado contra esa injusticia, que echa una carga encima a la nación, que bastante pobre está, porque me sirve de apoyo para probar ante las Cámaras, si es necesario, que la nación reconoce a los herederos de ese gran monarca azteca y está en la obligación de pagarles lo que les debe y ponerlos en posesión de sus antiguos dominios. Lo que yo necesito ahora es ganar al juez y al Ayuntamiento de Ameca, para que no se me vayan a poner en contra. ¿Usted no conoce a alguno de por allá que nos pueda ser útil, aunque sea necesario gastar algún dinerillo? No será en balde la ayuda de usted; ya lo convidaremos a buenos días de campo cuando estemos en posesión de las haciendas.

—Sin necesidad de esto, señor licenciado. A usted le debo, en parte, el empleo que tengo y en el cual estoy muy contento, por más que este rumbo de San Lázaro sea feo, solitario por demás y un tanto peligroso, pues ya han querido los ladrones asaltar la garita.

—Lo decía de chanza —se apresuró a contestar el licenciado—. Sé que usted es buen amigo, y nada hice en recomendarlo al Ministro de Hacienda y abandonar su honradez. Vamos ¿no recuerda usted si tiene en Ameca un conocido?

—Tengo varios, pero no creo que puedan servirle de mucho. Quizá don Celso Tijerina, que es tío segundo de mi mujer y tiene un rancho por ese rumbo.

—Justamente hemos dado en el clavo. Don Celso Tijerina es hoy presidente del Ayuntamiento.

—No lo sabía.

—Y es el todo; hace lo que quiere del municipio. ¡Qué fortuna! A escribirle; pero bien, con calor; lo que se llama una verdadera recomendación.

—Usted pondrá la carta como quiera, señor licenciado, y yo la firmaré.

—Convenido y a ello; no hay que perder tiempo.

Los dos personajes entraron al despacho. El licenciado escribió la carta y el teniente de la garita la firmó.

—Otra molestia —dijo el licenciado poniendo la recomendación en su bolsillo.

—Lo que usted quiera.

—Deseo que tome usted un lugar para el viaje de esta noche; pero entre todas las trajineras escójame usted la mejor, la más segura y que llegue más pronto. El último que hice fue pésimo, sin colchón, los petates húmedos y la canoa apestaba a dos mil demonios.

—Así están todas ellas; no hay una canoa regular donde pueda caminar una gente decente, más que la Voladora; tiene buenos colchones, muy limpia, con remeros robustos, avisando con tiempo a la patrona, se puede aun cenar, y bien; pero es el caso que no ha venido todavía, y es la primera que llega.

—Pues en la Voladora y no hay que vacilar; es necesario prevenir a la patrona que disponga una buena cena; quizá no dilatará esa famosa embarcación.

—Mi teniente —dijo un guarda asomando la cabeza en la puerta del despacho— hemos prohibido a la patrona que salte a tierra, está furiosa, nos ha dicho muchas injurias, y quiere hablar con usted.

—Un momento y vuelvo, señor licenciado, voy a arreglar esto.

El teniente y el guarda se dirigieron al embarcadero, y nuestro licenciado Lamparilla, a quien habrán reconocido nuestros lectores desde que habló de Moctezuma III, quedó fumando y hojeando los papeles y libros del despacho.

Muy poco tardaron; regresaron acompañados de una mujer alta, de opulento pecho, vestida con unas enaguas, a media pierna, de castor encarnado, un sombrero ancho de paja en la cabeza y su fino rebozo de hilo de bolita en las espaldas.

—Aquí tiene usted la mejor trajinera del canal —le dijo el teniente—; un poco contrabandista, eso sí; y ya nos ha pasado buenas partidas de aguardiente; pero hoy todo lo trae en regla: el azúcar de la hacienda de los padres dominicos y nada más…

—¡Cecilia! —exclamó Lamparilla—. Debía haberte reconocido en el garbo, en esas buenas piernas y en ese modo de menear las caderas que Dios te ha dado. ¿Qué haces? ¿Por qué has abandonado tu puesto en el mercado? Desde que no estás ahí, la fruta no vale nada: o verde o podrida. No he vuelto a comer un melón bueno hace meses. Te he buscado, he preguntado por ti, y las muchachas que cuidan el puesto me han dicho que siempre estabas en Chalco, donde te he buscado también sin lograr verte.

—¿Qué quiere usted que haga una pobre mujer sola —le respondió Cecilia con indiferencia— cuando es perseguida sólo porque es honrada?… Me he cansado de darle fruta a ese dicho San Justo, que se debía llamar Pecador por lo malo que es; pero él quiere otra fruta y ésa nunca la comerá; y lo que peor es que me decía que todo lo que yo le daba era para usted.

—¡El pícaro —le interrumpió Lamparilla— ni una manzana me ha mandado desde que no soy regidor! Ya le ajustaré las cuentas en cuanto pueda, y entonces volverás a tu trono de frutas y flores; y si tú has oído hablar de la diosa Ceres, sábete que eres la Ceres de la Plaza del Volador; hasta el Presidente te miraba desde el balcón de Palacio.

—No he oído hablar de esa frutera Ceres, señor licenciado; pero seguro que si va a la plaza y sufre lo que yo, muy buen genio ha de tener si no le rompe las muelas de una bofetada a ese San Justo.

—Dices muy bien, Cecilia —dijo el licenciado, riendo de la poca instrucción que tenía Cecilia en la mitología griega—. Te repito que no tengas cuidado, y entre yo y esa frutera Ceres, que no es más guapa que tú hemos de quitar a San Justo de la plaza para que puedas volver tranquila a un puesto que desempeñas mejor que muchos que tienen cuatro mil pesos de sueldo.

—Es el Evangelio lo que dice usted, señor licenciado —añadió el teniente de garita— y conozco muchos que podría citar con su nombre y apellido. ¿Pero quién es esa Ceres? ¿Se podría saber, señor licenciado? —continuó diciendo el teniente, acercándose al oído de Lamparilla.

—Ya le contaré a usted eso —le respondió el licenciado riendo y observando que el empleado del gobierno no estaba más avanzado en el saber que la frutera—. Lo que ahora necesitamos es arreglarnos con la canoa de Cecilia.

—Precisamente la traje delante de usted para eso mismo.

—¿Conque tienes canoas trajineras, Cecilia? —le dijo Lamparilla—. Nunca me lo habían dicho…

—La única que me ha quedado, y nunca se ha ofrecido hablar de esto ni nada le había platicado, pues creía que usted era amigo de San Justo y que estaba arreglado con él para arruinarme.

—¡Jamás, Cecilia! Jamás he estado en contra de una buena moza como tú…

—La Voladora está a disposición de usted.

—Convenidos; colchón, buena cena y…

—Todo lo que esté en orden y en razón lo tendrá usted, y quedará contento como todos los que viajan en la Voladora.

—Ya lo creo. ¿Y a qué hora es la salida?

—Al oscurecer.

—¿Y llegaremos a Chalco?

—Mañana a las siete, si Dios quiere.

—Convenidos; hasta la noche, Cecilia.

—Hasta la noche, en el embarcadero, señor licenciado.

—Mejor que lo que yo me pensaba —dijo Lamparilla dirigiéndose al teniente—; carta de recomendación, guarda que acompañe a mi mozo, una buena cena y una guapa moza por capitana de la embarcación. Estoy de fortuna. ¡Qué días nos pasaremos en las haciendas del Volcán, Temoaya, Tomacoco, Buena Vista, qué sé yo!, un imperio entero más grande que la Francia; y yo, como quien dice, dueño de todo esto. Conque, convenidos; regreso a casa y mando en seguida al mozo con los caballos. Hasta la tarde, amigo mío.

—El guarda estará ya listo cuando el mozo regrese. Hasta la noche, señor licenciado.

Lamparilla montó en su caballo, el teniente entró al despacho y Cecilia se dirigió al embarcadero a descargar su canoa y entregar el azúcar al dependiente de los padres dominicos, que hacía una hora esperaba en el sol, renegando de los guardas y de la trajinera.

A cosa de las doce la canoa estaba descargada, barrida y limpia, y Cecilia se disponía a almorzar cuando la detuvo un hombre.

—Señora trajinera —le dijo— ¿tendría usted un lugar en su canoa para Chalco?

—De tener lugar sí lo tengo; pero vale caro. Por doce reales lo encontrará usted en cualquier canoa; pero así son ellas de puercas y apestosas. En la Voladora vale cinco pesos; pero para usted serán cuatro, pues tiene facha de buen sujeto.

—Estoy conforme y prefiero pagar más con tal de ir cómodo. ¿Tendré colchón y un toldo separado para mí solo?

—Tendrá usted colchón y toldo para usted solo; pero serán cinco pesos.

—¿Ni medio menos?

—Ni medio menos.

El hombre sacó de su bolsa cinco pesos y los puso en la mano que le presentó Cecilia.

—¿A qué hora sale la canoa?

—Al oscurecer; en todo caso antes de las ocho, hora en que cierran la garita de la Viga.

—Estaré aquí.

El hombre se fue y Cecilia se metió a su departamento en la canoa, a saborear el almuerzo que le preparó y le sirvió una criada; los remeros se fueron al barrio a dar un paseo y a tomar su chinguirito a la vinatería cercana.

El nuevo pasajero de la Voladora, que había parecido tan buen sujeto a Cecilia, era nada menos que Evaristo el Tornero.

Cuando Evaristo salió del zaguán de la casa, después de haber entregado la llave de su taller a la casera, se detuvo un momento a reflexionar; después, lo mismo que Juan, trató de alejarse del lugar del crimen; pero no lo hizo como el aprendiz, corriendo desatentadamente, sino despacio, con tranquilidad, mirando, como tenía costumbre, a todas las mujeres, por si acaso pudiese entre ellas encontrar a Casilda. Pensaba siempre que el aprendiz podría haber ido a buscar a la patrulla; pero aun en ese caso, tenía más de veinticuatro horas de qué disponer sin temor de ser buscado por la policía. Después, en tomar declaraciones a las vecinas, descubrir el cadáver, conducirlo a la Acordada o a la Diputación, darían las cinco de la tarde, y a esas horas el juez se iría a su casa y el juzgado no volvería a abrirse sino al día siguiente a las diez. Cavilando y calculando así, después de dar vueltas por esta calle y por la otra, se encontró en los bajos de la Gran Sociedad, donde estaba la famosa tapicería de Compagnon. Le debían una cuenta, y le vino que ni de molde el cobrarla. Entró con la mayor frescura, propaló la hechura de un ajuar conforme a unas estampas de París; rogó a Compagnon que le cambiase la plata por oro, y aumentó con siete onzas el pequeño capital que tenía ya en el bolsillo. Su pensamiento favorito era marcharse a Río Frío, refugio tradicional y seguro de los bandidos y proscritos; pero ¿cómo hacerlo solo, sin armas, sin ninguna recomendación para los ladrones, que estarían en las madrigueras del espeso monte? En vez de encontrar refugio y modo de robar, sería él robado y asesinado. Más adelante, y con otro género de combinaciones, sería posible, y en ese punto su resolución era firme. No tenía más remedio que ser bandido. Permanecer algunos días en la ciudad, tampoco; era muy conocido y sería indudablemente descubierto y ahorcado si caía en manos del fiscal Casasola, que no perdonaba a nadie. Irse al interior a pie, o comprar caballo, montura y armas para hacer el viaje, tampoco era cosa que podía hacer sin exponerse mucho. Decidió, pues, tomar pasaje en una canoa trajinera e ir a Chalco, donde podría tener tiempo de pensar y, en último caso, comprar allí armas, caballo y ganar el monte, que no estaba lejos; pero lo urgente era disfrazarse. Encaminó sus pasos por la Calle de los Sepulcros de Santo Domingo, por donde no era conocido ni vivía tampoco ninguno de los parroquianos que lo ocupaban, y dio poco a poco, como si la fortuna se lo hubiese indicado, con una barbería. Recordaremos que Evaristo tenía un negro y abundante pelo, bigote y grandes patillas.

—Me cortará usted el pelo, maestro, y me rasurará completamente; y mucho cuidado con la herida que tengo en la cabeza, que no está cicatrizada. Unos pillos ladrones me asaltaron al entrar en mi casa; me defendí, los hice correr; pero me hirieron. El médico me va a hacer una operación, y me ordenó que me cortara el pelo y la barba.

El barbero se quedó mirando a Evaristo, no dio crédito al cuento, y pensó que más bien tenía delante a uno de esos temibles bandidos, quizá cómplice o el mismo asesino de Tules, pues ya había leído en los periódicos el suceso; pero tuvo miedo; hizo sentar al cliente en la silla, le ató una toalla en el cuello y comenzó a cortar aquellas greñas espesas, pegadas con la sangre que había brotado de la herida que le hizo Juan con el serrote. Después lo rasuró y le presentó un espejito. Evaristo mismo no se reconocía. Una sonrisa de satisfacción vagó por sus labios, pero disimuló; pagó una peseta al barbero, salió, y por callejones extraviados llegó al embarcadero de San Lázaro, donde lo hemos visto ajustar su pasaje en la trajinera de nuestra antigua conocida Cecilia.

XXX. En el canal de Chalco

Al oscurecer, las canoas de los Trujanos, vacías unas, cargadas otras, iban surcando trabajosamente las aguas cenagosas del canal; la balsa de vigas acababa de atracar y la trajinera de Cecilia estaba ya cargada con tercios de mantas de la fábrica de los Antuñanos de Puebla, que remitían a los comerciantes de Chalco y de Ameca; preferían la canoa de Cecilia porque navegaba con más velocidad, y los arrieros no tenían que detenerse mucho para esperar la carga; además, la propietaria de la embarcación era muy cuidadosa; cubría la carga con petates y cueros de res y la entregaba sin averías.

El licenciado Lamparilla no se hizo esperar; llegó en un simón, en traje de viaje. Sus calzoneras de paño, su sombrero jarano, un par de pistolas fulminantes y una pequeña maleta en la mano, que contenía una muda de ropa para presentarse ante el Ayuntamiento de Ameca y prevenirlo en favor de los intereses de Moctezuma III. El teniente de la garita lo recibió cordialmente, y ambos se dirigieron al embarcadero, donde los esperaba Cecilia. El hombre que tomó en la mañana pasaje, estaba ya sentado en un banco de piedra junto a un tendejón situado en la orilla del canal.

—Todo está listo, señor licenciado —le dijo Cecilia luego que lo vio llegar—. La canoa está cargada y la cena no le disgustará a usted; tengo, como siempre, carbón y un anafre para calentarla.

—¿Sabes, Cecilia, que se me ocurre una idea?

—Lo que usted quiera, señor licenciado.

—Dejaremos —continuó Lamparilla— que se alejen las canoas de los Trujanos, y que se vayan las otras que están aquí, porque luego se emparejan en el canal y molestan con los cantos de los pasajeros, que a veces llevan guitarras y se emborrachan. Ya me ha sucedido esto en algún viaje, sin contar los tropezones que de intento se dan los remeros.

—Dice usted bien, señor licenciado; con tal que lleguemos a la garita de la villa antes de las ocho.

—Tenemos tiempo —respondió Lamparilla, sonando en el oído su reloj de repetición—: son las siete, y además el teniente nos ayudará.

El teniente, con voz decisiva, ordenó a las canoas que apresuraran su partida, y una a una fueron dejando el embarcadero; la larga fila de la flota de Trujano fue desapareciendo entre la oscuridad, y al fin no quedaron más que algunas chalupas y la trajinera de Cecilia.

—Hasta la vuelta.

—Hasta la vuelta, señor licenciado —le contestó el teniente, dando la mano a Lamparilla para que entrara en la canoa.

El pasajero, silencioso, saltó en seguida a bordo.

—¿Quién es este hombre? —preguntó el licenciado a Cecilia.

—Un pasajero. Desde que usted manifestó —contestó Cecilia— que quería hacer el viaje en mi canoa, no quise admitir a ningún pasajero; a éste le pedí cinco pesos, me los dio y no hubo más remedio; pero parece buen hombre, humilde y callado. Se meterá en su toldo, se dormirá y no molestará al señor licenciado.

Lamparilla pareció muy contrariado. Desde que en la mañana vio a Cecilia tan fresca, tan guapa, con su vestido tan limpio y su opulento pecho lleno de corales y de perlas, formó proyectos a cual más atrevidos y halagüeños para hacer agradable la navegación y pasar una noche buena a pesar de no ser todavía Navidad. A Evaristo, en medio de su situación, se le pasearon también por la cabeza quién sabe cuántas cosas. En la soledad del canal y de las lagunas, debajo de los toldos de una canoa, y una mujer bonita como capitana ¡qué ganga! También Evaristo vio con disgusto que sus proyectos se venían abajo con la presencia de otro pasajero que parecía muy familiar con los guardas y con la capitana, y que podía acaso conocerlo, no obstante que ni él mismo se conoció cuando se miró en el espejito del barbero.

La canoa tenía cinco toldos o divisiones, que llamaremos camarotes, cubiertos con encerado y divididos por dentro con una cortina de gruesa lona. Éste era un lujo; las demás trajineras no usaban más que petates, al través de los cuales se filtraba la lluvia y permanecían húmedos y goteando durante todo el viaje. Cecilia ponía, como quien dice, sus cinco sentidos en su embarcación, y no tenía más cuidado ni ocupación desde que, a causa de las miserias y persecución del masón San Justo, había tenido que entregar su puesto de fruta a las sirvientas. Llamábase la canoa La Voladora, nombre que con grandes letras rojas estaba más bien tallado en relieve que no pintado en la ancha popa. Era un recuerdo de sus buenos tiempos de la Plaza del Volador, cuando ella mandaba y disponía a su voluntad de los muchachos cargadores, de sus compañeras las verduleras, de los inditos que traían el queso y mantequilla de Toluca; de todo, en fin, porque la dulce y paternal administración del compadre del director del hospicio, si bien mantenía el mercado en un estado de suciedad y abandono difíciles de describir, estaba muy lejos de las exigencias, contribuciones directas de fruta, verdura y chorizos, y el modo despótico con que San Justo trataba a las fruteras. Cecilia, como los capitanes de largo curso, estaba siempre a bordo, hacía los viajes de ida y vuelta, vigilaba la carga descarga de las mercancías, traía y llevaba encargos de las damas de Chalco, hacía de vez en cuando sus contrabandillos, contando con el buen carácter y benevolencia del teniente de la garita de San Lázaro, al que no dejaba nunca de traerle calabaza en tacha y batidillos de las haciendas de Tierra Caliente; vamos, era un paquebot en toda regla. Sus viajes eran rápidos y regulares; las damas y gente principal de Chalco no venía a México el dieciséis de septiembre y a las festividades de Semana Santa, si no encontraban pasaje a bordo de La Voladora. Las demás canoas de las diversas flotas del canal y de las lagunas, descuidadas, haciendo agua y sucias, eran por el mismo estilo, y además en cada camarote acomodaban cuatro personas, aunque no se conociesen y fueran de distinto sexo; de manera que, teniendo en la noche, por la estrechez del local, que acostarse pies con cabeza, como si fuesen sardinas en lata, resultaban inconvenientes fáciles de prever; y si algunas madres cerraban los ojos y se dormían, otras cristianas y celosas no permitían que sus hijas durmieran casi pegadas con los pasajeros desconocidos. Para lances y aventuras amorosas no había más que hacer viajes en las trajineras. A veces los compañeros y compañeras del toldo o camarote, eran tenderos de los pueblos, varilleros, regatonas, viejas que iban a rescatar fruta o comprar maíz a Chalco; y lo que pasaba en esa noche con los ronquidos, con los olores de los yerbajos de la acequia y otros peores, con la humedad y el viento que se colaba por los petates, no era para contarlo ni menos para escribirlo, por más que sea de moda el contrabandismo, hasta los últimos extremos; pero otras veces, a pesar de las malísimas condiciones de la canoa, la escena era de otro género. Un colchón medianamente limpio llenaba el pavimento del camarote. En un rincón, una figurita sentada y cubierta con un rebozo, dejaba ver un poco su frente, la punta de su nariz, sus ojos, a veces uno solo; pero de ese solo o de los dos, se desprendían chispas; en otro rincón, una figura semejante; en el tercero, una indita de esas de Ameca, primitivas, inocentes, limpias, lisas y lustrosas, como si su cuerpo hubiese sido hecho de escayola. En el cuarto rincón, sentado con las piernas dobladas en dos partes, su sombrero a la ceja y sus manos expeditas y lisas, el licenciado Lamparilla, sí, el licenciado Lamparilla, porque ese picarón y veterano de cuenta, que hemos visto quejarse amargamente de las trajineras, hacía frecuentes travesías en ellas con motivo de sus negocios, y en busca de lances que había más de una vez logrado; cuando no tenía buena fortuna, se conformaba con una mala noche. El cuadro que hemos procurado trazar al principio, era sombrío, negro completamente en el fondo, como los de Rembrandt, y para observarlo bien y conocer el mérito de las muchachas acurrucadas en los rincones era necesario encender un cerillo diversas veces con el pretexto de fumar; Lamparilla tenía siempre abundante provisión de mixtos en sus bolsillos. Las figuritas de que hemos hablado permanecían inmóviles como si fuesen de piedra. La canoa comenzaba a andar; al oído se decían palabritas y contenían la risa, aceptaban un cigarrillo que les ofrecía Lamparilla, se destapaban el rostro al encenderlo, y con preguntas indiscretas que no contestaban, y con las medias palabras sin orden ni concierto, y sin consecuencia alguna, se pasaban el tiempo; pero después de la medianoche venía el sueño; los ojos se cerraban, y las bocas se abrían para bostezar; el relente frío y el ruido acompasado del agua al entrar y salir los remos, parece que incitaban a abrigarse bien, a buscar una postura más cómoda, a pasar, en fin, el resto de la noche en medio de ese entorpecimiento repentino de los sentidos, que si no es un sueño macizo, como cuando uno está acostado cómodamente en su casa y en su cama, es quizá más agradable para el que busca algo desconocido, algo que venga como de improviso a interrumpir la monotonía de un viaje. Dos horas más, y los pasajeros y las pasajeras, no pudiendo resistir esa imperiosa necesidad de la naturaleza que exige el reposo, el silencio y la postura horizontal… se iban acostando y abrigándose unos contra otros. A la madrugada, el picarón del licenciado se encontraba durmiendo en el camarote más cómodo que en su propia alcoba, y como si estuviese rodeado de su íntima familia. A muchos de los benévolos lectores se le hará agua la boca, y estoy seguro de que si pudieran irían a buscar a nuestro amigo Lamparilla, lo acompañarían en uno de esos viajes, y aun le ayudarían a conquistar el patrimonio de Moctezuma III; pero esos amores volantes y esas delicias populares han desaparecido; los tiempos han cambiado completamente, y tendrán que contentarse hoy con el ferrocarril subvencionado, que tiene más atractivo para los hábiles industriales que se embolsan el dinero, que para los viajeros, que son tratados lo mismo que tercios de manta o costales de harina, si no es que son precipitados en una barranca.

Pero es necesario hacer una aclaración. En la canoa de Cecilia jamás pasaban esas cosas. Rígida como la abadesa de un convento, no arrendaba los toldos sino a una sola persona o familiar, y jamás permitía esa mescolanza de sexos y ese encuentro accidental en un lugar estrecho, de personas que no se conocían, que tenían que pasar la noche juntas, y que son irremediablemente vencidas por el sueño. «En su casa y en la calle, decía, cada quien puede hacer lo que quiera; pero en mi canoa tienen que portarse como señores decentes y como niñas honradas.» Y por esta causa las más distinguidas familias de Chalco, como hemos dicho, preferían a La Voladora y pagaban con mucho gusto el doble precio por el pasaje. En el viaje a que nos referimos, aunque Lamparilla buscaba y creía tener segura la fruta apetecida, mientras Cecilia hablaba con sus remeros y daba sus últimas disposiciones para la navegación, se deslizó por los camarotes. El de popa era el de Cecilia, y sin exageración podía decirse que presentaba un aspecto lujoso. Un pedazo de alfombra usada cubría el pavimento; además del toldo de encerado, una especie de cortina blanca, limpia aunque usada, disimulaba los palos, armazones y bordos de la canoa; el colchón mullido, ropas de cama finas, un espejo con su marco negro-dorado a causa de la humedad, un anafre en una tarima de madera, y platos, vasos, cucharas, botellas y cubiertos, metódicamente colocados a la entrada en una especie de pequeño escaparate; una caja de forma larga en que llevaba los encargos, servía de banqueta para sentarse, completando el adorno de este pequeño salón, que no estaba estorboso; y agachándose y haciéndose tres dobleces, cualquiera, por exigente que fuese, concluía por encontrar comodidad. Los demás no ofrecían nada de particular. En uno se habían ya acomodado y acostado dos mujeres vendedoras de pájaros, que llevaban jaulas vacías para llenarlas con aves de la Tierra Caliente y regresar a México.

La cámara de proa, casi obstruida en su entrada con la carga, estaba ocupada por petates, ollas y cazuelas de barro, huacales vacíos, maíz, palomas, y allí era la habitación de una muchacha indita muy lista e inteligente que servía de criada, de cocinera y de todo a Cecilia, y se le podía clasificar como una tenienta del navío.

—Nada, nada hay de extraordinario en la canoa esta noche; tanto mejor, estaré solo con la capitana —se dijo para sí Lamparilla; pero al salir del camarote de proa tropezó su vista con la figura de Evaristo, que se había encaramado sobre los tercios de manta sin haber elegido ni tomado posesión del toldo en que debía pasar la noche—. ¡Diablo de espantajo! —continuó en voz baja—. ¿Cómo se le ocurrió tomar pasaje en esta canoa? Si pudiera yo persuadirlo a que no hiciera el viaje, o a que lo hiciese en otra canoa, pero… No era posible, las de Trujano se habían ya adelantado y él mismo lo había querido así. Por el bordo exterior de la canoa fue a la popa y persuadió a Cecilia a que hablase con el viajero.

—Por los cinco pesos que ha pagado —dijo Cecilia al licenciado— no me importa, se los devolveré; pero no ha de querer a estas horas quedarse en tierra. No importa, le hablaré.

Como había cerrado la noche, Cecilia encendió la linterna que siempre llevaba en la popa y se dirigió con ella hacia donde estaba el pasajero.

—Oiga, Don —le dijo con embarazo y poniéndose el farolillo cerca de la cara— ¿querría usted volverse a México? Aquí están sus cinco pesos y uno más por la dejación.

—¿Es decir, que usted me echa fuera?

—De echarlo, no; pues que recibí los cinco pesos y aunque soy mujer tengo palabra, sino a la buena, por favor.

—Por favor es otra cosa —le dijo Evaristo, clavando su mirada en Cecilia— hasta la vida daría por usted, pero también por favor le pido que me deje hacer el viaje, se me haría mucha dejación en quedarme. Soy forastero, tengo algún dinero en el bolsillo para ganar mi vida, y podrían robarme y matarme al atravesar el barrio a estas horas.

Hizo tanta impresión a Cecilia la mirada de los ojos negros, grandes y centelleantes de Evaristo, que por poco suelta el farol. En aquel momento no supo si era miedo, amor o desconfianza lo que le inspiraba ese hombre, y sin darse cuenta de la razón, le pareció que algo les iba a suceder y hubiera dado no cinco, sino veinte pesos porque hubiese Evaristo consentido en marcharse a la ciudad. No insistió más y se retiró triste y pensativa a dar cuenta a Lamparilla del resultado.

—Pues que no quiere a la buena como tú dices, hija mía, no hay medio de echarlo; ha pagado su dinero y tiene derecho de ir en su toldo; además, yo no quiero cuestiones. Esta noche estoy alegre y creo que la hemos de pasar bien; en tu compañía, guapa Cecilia ¿quién no pasará bien una noche?

—A según, señor licenciado, y ya verá usted cómo antes de las once está usted roncando y muy descansado en el buen colchón y con los sarapes que he destinado a usted para que no tenga frío en la madrugada.

Lamparilla, cuando dijo Cecilia frío, le echó una mirada significativa, como quien dice: «¿Para qué necesito sarapes, ni mantas, ni sobrecamas?». Pero Cecilia se hizo desentendida y le contestó secamente:

—¿A qué hora quiere usted la cena?

—A la hora que tú quieras.

—Si le parece a usted, en cuanto pasemos la compuerta.

—Siempre están ustedes con la compuerta, y no pensarán más que en la compuerta.

—Pues a fuerza hemos de hablar de la compuerta. ¿No ve usted que es donde se juntan las aguas y unas corren para un lado y otras para el otro y es necesario que los remeros sean muy fuertes y anden listos? Se conoce que usted no es dueño de canoas. Yo, al contrario, no me acuesto hasta que no he pasado la compuerta; pero vámonos que se hace de noche.

—Cuando tú quieras, Cecilia. Tú eres la capitana y tú mandas.

Cecilia habló en azteca con los remeros. La canoa se puso en movimiento y, pasada la garita de la Viga, donde Lamparilla saludó y charló cinco minutos con los guardas, la embarcación continuó, pero haciendo zig zags que llamaron la atención de Cecilia, quien reprendió duramente a los remeros que, habiendo bebido más de lo regular, estaban completamente borrachos.

—No hay ningún cuidado —dijo Cecilia a Lamparilla— están un poco tomados, pero así irán bien, borrachos o durmiendo conocen el canal. Sentémonos a tomar el aire que precisamente nos viene a la frente.

Efectivamente, la noche estaba hermosa; del cielo limpio brotaba esa multitud de estrellas que no se ven más que en las regiones tropicales, y la luna iba elevándose del horizonte. La canoa bogaba ya por un canal ancho, de claras aguas y bordeado en sus orillas de elevados sauces babilónicos que mojaban sus verdes cabelleras en las leves ondas que levantaba la embarcación. El silencio profundo sólo era turbado por el golpe de los remos de alguna que otra chalupa que pasaba rápida y desaparecía a poco entre los canales que conducen a los pueblecitos situados en la margen de los lagos.

—¿No te parece sublime el espectáculo de esta naturaleza, no te encanta esta soledad, no sientes algo al pasar por esta bóveda oscura que forman los árboles?

—¡Qué quiere usted, señor licenciado! Ustedes tienen la cabeza para pensar en esto y nosotros los pobres nacimos para trabajar. Cada cual piensa según su modo; además, veo esto un día sí y otro día también; me parece bonito y me agrada mucho pasar por aquí en este tiempo; pero en el de aguas, ya quisiera yo ver a usted en estos parajes. Caen unas gotas que parecen chorros; rayos, que es el juicio; y los relámpagos hacen que aquí donde vamos parezca la boca del infierno. Y luego las canoas se dan encontrones unas con otras hasta hacerse pedazos, y se llenan de agua: ¡qué penas y qué trabajo para la pobre gente! Le aseguro a usted, señor licenciado, que de veras se gana el dinero con el sudor de la frente.

—Sí, tienes razón, pobre Cecilia —le contestó Lamparilla pasando su mano por el grueso cuello de la capitana, tratando de acariciar las mechas locas, suaves y negras que alborotaba el viento de la noche.

Cecilia se esquivó, y con dulce voz para demostrar que no estaba del todo enfadada, le dijo:

—Si le parece a usted, iré preparando la cena para que esté lista luego que pasemos la compuerta; ya vamos a salir del canal y entraremos en la acequia de Mexicaltzingo.

—Ya te he dicho que como quieras. Tú mandas y yo obedezco. Soy tu pasajero y espero que cuando hayamos pasado la compuerta, y cenado, me tratarás mejor.

—Siendo como Dios manda, lo trataré a usted bien, señor licenciado; pero hemos ya entrado en las lagunas, y digo las lagunas, porque aquí ya se juntan diversas acequias y se confunden, y esta noche particularmente, pues sin duda ha llovido mucho en el monte y las aguas han crecido.

En efecto: la canoa había salido ya de ese bello y silencioso canal techado de verdura, y bogaba en una ancha superficie de agua cuyos bordes se veían a lo lejos, salpicados a distancia de casuchas oscuras unas, alumbradas otras con la luz vacilante de rajas de ocote; los remeros, torpes con la bebida, manejaban mal la canoa, que no iba recta, y al descender por la proa después de hundir más de la mitad del largo remo, trastrabillaba, y uno de ellos cayó, pero se levantó en el acto y continuó su rudo trabajo. El anafre colocado en la popa estaba ya bien encendido y chispeante, y Cecilia había ya puesto una servilleta, platos y vasos, destapado una botella de vino carlón, que había comprado expresamente para el señor licenciado y calentaba un gordo pollo asado con sus cebollas, rábanos picados y aceitunas sevillanas.

Lamparilla miraba entusiasmado a la capitana que, no obstante que el viento de la noche comenzaba a enfriar, se había quitado su rebozo y su sombrero de palma, y en los diversos movimientos quitando y poniendo trastos, dejaba a descubierto ya sus gordos y redondos brazos, ya sus pantorrillas macizas, ya sus senos redondos y opulentos.

—¿Sabes Cecilia —le dijo Lamparilla dándole una cariñosa palmadita en la espalda— que será el último viaje que haga yo en tu canoa?

—¿Tiene miedo el señor licenciado de que se quede en el charco? —le contestó Cecilia.

—No es por eso; sino porque eres tan… tan… no sé cómo decirte; mil veces te he visto en la plaza sin fijarme en que eres una mujer peligrosa.

—¡Peligrosa! Y ¿por qué? Nunca me he comido a las gentes. La verdad es que sé sostenerme en lo que tengo razón, pero de ahí no paso.

—Tampoco es eso, y bien sabes lo que te quiero decir. Es necesario que me prometas… en fin, ya me entiendes.

—Le diré al señor licenciado que, si quiere que lo entienda, tiene que portarse como ya le he dicho. Los señores decentes, con nosotras quieren, como los arrieros dicen, llegando y haciendo lumbre; y ya ve usted, muchos se equivocan, porque entre las pobres las hay muy honradas. Quizá será usted casado, señor licenciado; pero aunque no lo fuera no se había de casar conmigo. ¿Qué diría la gente de que un licenciado se casara con una frutera o con una trajinera, que es casi lo mismo?

—Yo no soy casado, Cecilia; pero me parece que no se necesita ser casado para quererse. Para qué hemos de andar con cuentos; yo te quiero y ¡qué le vamos a hacer! El hombre que quiere a una mujer y le gusta…

—De la garita acá es el amor ¿no es verdad, señor licenciado? ¡Qué pronto se prendan los hombres de las mujeres!

Cecilia, oyendo y respondiendo a Lamparilla, había acabado sus preparativos y lo entusiasmó más cuando tomó con naturalidad con las manos, sus rojas enaguas, las enrolló entre sus piernas y dejó adivinar a nuestro amigo formas y tesoros que ya había sospechado con el instinto y práctica de hombre corrido. Cecilia cogió una escoba corta, barrió la popa echando al agua los rabos de las cebollas, las hojas verdes de la lechuga y las basuras que no pudo quitar en la garita y, concluida esta faena, arrancó con las manos un alón al pollo, lo envolvió en media torta de pan, y poniéndose en pie gritó a Evaristo, que había permanecido callado y casi inmóvil sobre los tercios de manta estibados en la proa:

—¡Oiga Don! Pase si puede por el bordo, agárrese bien, no se vaya a caer y tenga ese bocadito. La noche es larga y se ahila el estómago quedándose así, sin comer algo.

Evaristo, asiéndose en efecto de los arcos de los toldos, dio dos pasos por el bordo, alargó la mano y tomó la torta de pan.

—Se lo agradezco, señora capitana: de veras que hace ya su fresquecito, y con su permiso no tardaré en entrar a acostarme.

—Cómo le parezca, Don, y buenas noches —le contestó Cecilia, y dejando ya libres sus enaguas, se sentó frente al licenciado lanzando un ruidoso suspiro, como si lo hubiese tenido atravesado en el pecho.

—¿Por qué diablos eres tan obsequiosa con este hombre? —le dijo Lamparilla—. ¿A qué fin darle esa torta de pan con casi un cuarto de pollo?

—Para que se acueste y nos deje en paz —contestó Cecilia—, pues de otra manera, por política, porque los pobres también sabemos tener política, hubiera tenido que convidarlo a cenar.

La canoa bogaba mal, haciendo curvas inútiles y ya de un lado, ya de otro; ninguna orilla ni árbol se distinguía, y sólo a lo lejos se veían unas cuantas luces pequeñas como la chispa de un cigarro. La luna estaba en medio del cielo limpio y despejado. Las Siete Cabrillas parece que miraban atentamente a la trajinera y a su robusta y guapa capitana, y la Vía Láctea, retratándose en las aguas tranquilas de los lagos, trazaba desde sus incomprensibles alturas el camino de esta microscópica embarcación perdida en este mundo.

Un remero se volvió a resbalar, y el otro, pretendiendo auxiliarlo, cayó también. Cecilia ya no pudo aguantar, se puso en pie, marchó con ligereza por el borde y ayudó a levantar a los caídos; pero a pescozones, acudiendo a coger un remo que se llevaba el agua.

—Canallas, no les vuelvo a prestar dinero cuando volvamos a México; todo se lo han bebido de aguardiente y ahora se necesitaba más que estuviera en su juicio. ¿No ven, hijos de mil demonios, que las lagunas están crecidas y que nos lleva la corriente?

Los indios remeros se levantaron, y humildemente, sin responder una palabra, volvieron a su trabajo, al parecer más derechos y animados, pues su borrachera se había disipado un poco.

—¡Qué canalla! Señor licenciado, si se muriese uno de las cóleras, yo ya me habría muerto. Ahora sí corremos peligro y es cuando más necesitamos de los remeros, porque la corriente es tan fuerte como no la he visto nunca, y si Dios no nos saca con bien, no sé lo que va a suceder. Recemos la letanía y usted me acompañará.

—¿Quién ha introducido esa costumbre de rezar la letanía antes de pasar la compuerta?

—No lo sé, pero yo siempre la rezo y me figuro que es para pedir a Dios que nos libre de todo peligro, en especial del de la compuerta, que de veras es muy arriesgada.

Lamparilla, que no había fijado mucho su atención desde que recitó a Cecilia su trozo poético, se puso en pie y miró a su derredor, y sea por miedo o por un efecto de su educación cristiana, se prestó para acompañarla en su rezo y los dos, de rodillas dentro del toldo, comenzaron a recitarla con tal fervor que parecía que estaban en un templo. Bien valía la pena, porque se hallaban en una completa soledad y aislamiento en el gran templo de la naturaleza, y así como el inmenso paquete de vapor, con sus dos altas chimeneas arrojando humo, rugiendo sus máquinas como monstruos fabulosos, sus pesadas anclas y altos palos, y su velamen y su poderosa hélice revolviéndose y luchando con las olas, no es más que un punto pequeñísimo en medio del océano, así la canoa trajinera, con sus frágiles toldos de estera, su bordo rozando las aguas y sin más tripulación que los dos remeros y su guapa y valiente capitana, no era también más que una basurilla despreciable del valle de México en medio de las lagunas, atravesando las corrientes de las canoas en el difícil y peligroso paso de la compuerta.

El cielo, iluminado con la dulce claridad de la luna en cenit, se retrataba en la superficie de ese inmenso espejo que parece colocado de intento en el centro de las elevadas montañas y de las ásperas sierras, y los rayos de la casta diosa y del lucero de la mañana, reflejándose, quebrándose y dividiéndose a lo infinito, formaban una especie de moiré plateado y brillante que cambiaba y seguía las ondulaciones rizadas que formaba en las aguas el viento fresco y perfumado que venía de los bosques inmediatos.

Un fuerte sacudimiento interrumpió su plegaria; seguramente algún madero desprendido de la balsa habría tropezado con la embarcación, y al mismo tiempo el ruido de un cuerpo que caía al agua los llenó de terror.

—De seguro que uno de los remeros se ha caído.

Y en efecto, no había acabado de decirlo, cuando lo vieron, queriendo asirse, sin poderlo conseguir, del borde de la canoa.

—Haz por nadar grandísimo… —le gritó Cecilia, cuyo terror repentino había sido reemplazado por la cólera—. Agárrate, agárrate… bruto. ¿No que sabes nadar como un juil?… Así… ahora… no te sueltes, desgraciado… te vas a ahogar.

En efecto, el indio hacía por nadar, tendía sus manos crispadas al bordo de la canoa; pero imposible, el estado de embriaguez en que estaba no se lo permitía y dos veces apareció como una esfinge su enorme cabeza en la superficie; pero el agua lo hizo un remolino y el indio descendió al fondo fangoso y no apareció más.

—¡Cecilia, nos hundimos, la canoa hace agua, se está llenando! ¿Qué hacemos? —le gritó desesperadamente Lamparilla.

En efecto, la canoa, sin el impulso y el equilibrio de los dos remeros, iba a través; el agua entraba por todas partes y mojaba los pies del licenciado Lamparilla, precisamente en el lugar mismo donde se encuentran las impetuosas corrientes de lo que se llama la compuerta.

—¡Es San Justo, ese maldito masón de San Justo, el que ha agujereado mi canoa!; ya me lo habían dicho. Vino ayer a la hora que yo no estaba aquí.

—¡Cecilia… nos hundimos! ¡Sálvame, sálvame tú que sabes nadar! Ahogarme aquí en un charco… Nunca había querido ir a París por no embarcarme —decía Lamparilla lastimosamente.

El agua entraba a borbotones, la canoa se hundía, una línea sola de su borde estaba fuera del agua; el remero único que había quedado, hacía esfuerzos para salir de la corriente; pero imposible.

Cecilia instintivamente se despojaba de su ropa; era buena nadadora; se disponía a luchar a brazo partido con la muerte; pero imposible tampoco, las aguas se confundían con el horizonte. Allá a lo lejos, muy lejos, se divisaba el cerro del Peñón, los cerros de Guadalupe. ¿Cómo nadar cuatro leguas?

—¡Cecilia, Cecilia! —gritaba el licenciado, y aunque la capitana estaba ya casi desnuda, el frío y el miedo habían apagado la hoguera de su amor.

La canoa rebosó y se fue hundiendo, hundiendo. Primero desaparecieron las piernas de Lamparilla con sus calzoneras negras, con su botonadura de plata, y las piernas rollizas de Cecilia; después la cintura, después apenas la cabeza tenían fuera del agua.

¡Pobre Juan! Perdía en ese momento a su única protectora en la tierra. ¡Pobre Moctezuma III! El incansable abogado, que lo iba a poner en posesión de su reino, perecía ahogado, no en el grande océano, sino en un miserable charco de agua. El tornero que, sin saberse la causa, tenía aún medio cuerpo fuera del agua, iba a recibir el merecido castigo de su horrendo crimen.

Mientras más esfuerzos hacían Lamparilla y Cecilia para salvarse más se hundían en el fondo barroso de la laguna. Los rieles temblorosos de plata que la luna formaba en la superficie de las aguas tranquilas, pasaba ya por la boca de los desgraciados, y las Siete Cabrillas miraban atentamente a los náufragos desde las profundidades azules del firmamento; y desde allí sólo Dios podía salvarlos.

XXXI. Cocinera y criado

—Las manos quietas, Juan, ya te lo he dicho mil veces; yo no aguanto llanezas de nadie, y si te portas así cada vez que estamos solos, tendré que decírselo a las amas, con que va por última.

—Ya le he dicho a usted también muchas veces cuáles son mis intenciones, y no tiene usted por qué decirme que gasto llanezas ni amenazarme con las amas.

—Y yo te he contestado que lo que tú quieres es una locura y nada más. Piensa que tengo más edad que tú; tal vez podría ser tu madre, y buenos estaríamos para casarnos; nos harían burla.

—No sé por qué —contestó Juan— tiene usted tanto empeño en echarse encima los años, y echarla de vieja. Representa usted veinte años y no diga más. ¿Diga usted qué edad tiene?

—¿Y qué te importa la edad? ¡Ojalá tuviese veinte años! Tendría más tiempo para trabajar y juntar un poquito de dinero para poner un trato o siquiera una mesa de dulces en el portal. Y vamos a ver ¿qué edad tienes tú?

—Yo sí que ignoro la edad que tengo. Ni supe, ni sé hasta ahora cuándo ni cómo nací, y quién fue mi madre. Una persona que yo quería mucho me dijo una vez que yo era hijo de una señora marquesa o condesa pero no pudo aclararme el misterio, porque…

—¡Qué tarea! Te repito que tengas quietas las manos o me voy de aquí, o te echo al zaguán. Cuatro acomodos he perdido ya y no quiero perder el quinto y andar mudando casas todos los días. En una fue el cochero el que dizque se enamoró de mí y me perseguía día y noche, y también se quería casar conmigo. En otra, los niños de la casa, figúrate, cuatro a un tiempo: el mayor era como tú, y los otros poco más o menos; no se mordían el dedo; en la última era el mismo señor de la casa, que me ofrecía dinero y me regalaba anillos y aretes. Parece que la señora tuvo malicia y puso remedio muy a tiempo. Tuve que decir que estaba enferma; no queriendo ya servir, con lo poco que había juntado compré una ancheta surtida de agujas, alfileres, bolitas de hilo y anillos, cuentas de colores y gargantillas, y me fui rumbo a Tenancingo a venderla entre los indios y a comprar rebozos de bolita, y aquí los realicé bien; pero por desgracia no puedo andar en la calle, por no encontrarme con un malvado hombre que ha hecho mi desgracia.

Juan, instintivamente, acaso sin malicia, se empeñaba en acariciar y jugar con las dos gruesas trenzas de pelo de la muchacha y pasarle suavemente la mano por el cuello; pero dócil a las reprimendas, se apartó un poco de su compañera para no caer en la tentación, y continuó platicando tranquilamente.

—Si habla usted de desgracia, doña Casilda, hago parejas con usted, y quién sabe, si nos contáramos nuestra vida, cuál de los dos… pero antes quiero que me imponga usted el modo como debo manejarme con los amos, el genio que tienen, sus manías; quiero decir, la manera de servirlos bien y de que estén contentos, porque entienda usted, doña Casilda, que el día que yo salga de esta casa no sé dónde iré.

—¿Pues cómo viniste aquí? ¿Quién te dio papel de conocimiento, o te indilgó?

—Ya se lo diré a usted; pero impóngame primero del modo que gastan las personas de la casa.

—Pues el amo, que es el señor don Pedro Martín de Olañeta, es muy serio, da hasta miedo verle su cara; pero muy bueno, al menos conmigo; ni un sí, ni un no. A las cinco de la mañana se le ha de hacer su chocolate, espeso y muy caliente, con un estribo o rosca. Se le lleva a la cama, lo toma, fuma su cigarrillo y se vuelve a dormir. A las diez en punto su almuerzo: arroz blanco, un lomito de carnero asado, un molito, sus frijoles refritos y su vaso de pulque; a las tres y media la comida: caldo con su limón y sus chilitos verdes, sopas de fideos y de pan, que mezcla en un plato; el puchero con su calabacita de Castilla, albóndigas, torta de zanahoria o cualquier guisado; su fruta, que él mismo compra en la plaza; su postre de leche y un vaso grande de agua destilada. A las seis de la tarde su chocolate, a las once la cena, que se le lleva a la cama. Fuma un cigarro, reza sus oraciones, se limpia los dientes con unos palitos que es necesario ponerle en una mesita junto a su cama, con una escupidera muy limpia y un vaso de agua. Las dos amas son sus hermanas. La una se llama doña Coleta y la otra doña Prudencia. A las cinco de la mañana se levantan, toman su taza de leche caliente, se van a la iglesia y no vuelven hasta las ocho. Almuerzan y comen con el señor licenciado, y como él, cenan en su cama. Cada ocho días confiesan y comulgan; a las ocho el rosario, la estación y la novena. Doña Coleta corre con lo de la cocina; me da el gasto, dispone lo que se ha de servir en el día, y a veces ella misma hace algún guisado extraordinario para el amo, o una cocada o ate de mamey, que les gusta mucho. Doña Prudencia tiene a su cargo lo de la recámara; se entiende con la lavandera y recamarera; repasa la ropa, compra lo necesario cuando falta, y cada ocho días se barre y se limpia la casa de arriba a abajo. El amo seguramente es rico, pues aunque doña Coleta pesa la carne y da con su medida el arroz, la sal, los frijoles y los garbanzos, y no quiere que se gaste en la cocina el aceite fino, el dinero nunca falta. Por lo que has visto y por lo que te cuento, ya sabes lo que pasa y cómo te debes manejar. Por mi parte, estoy tan contenta, que sólo que me echaran a empujones me iría de esta casa. Te confesaré que aunque amo a Dios y tengo miedo al infierno, no soy muy devota; pero he tenido que condescender en confesarme y comulgar cada ocho días, con tal de darles gusto; y en cuanto a no salir, mucho mejor para mí; siempre estoy teniendo miedo de encontrarme con ese hombre. Ya sabes lo que deseabas; ahora cuéntame lo que haces.

—Poco, muy poco, y quisiera hacer más, porque no me gusta estar ocioso —contestó Juan— y porque cuando estoy junto a usted, doña Casilda, me dan tentaciones de hacerle cariños siquiera a esas trenzas tan gordas que Dios le ha dado. No he visto mujer que tenga un cabello tan abundante, tan liso y tan lustroso como usted… sí, ya recuerdo, otra persona que yo quería mucho, se parecía a usted en el pelo y en los dientes tan blancos y tan parejos.

—Deja los cabellos y esas cosas, y no pienses más en ellas; responde a lo que te pregunto.

—Pues está a mi cargo la recámara del señor licenciado. Limpio su ropa, sacudo y barro su despacho, arreglo y pongo en orden los libros de su biblioteca y le sirvo la cena, pues el desayuno parece que está empeñado en que se lo lleve usted, aunque podía corresponderme a mí o a la recamarera.

Casilda se puso un poco encarnada y desvió la conversación del rumbo donde inocentemente la encaminaba Juan.

—Y lo demás del tiempo ¿qué haces?

—Pues aprender la doctrina cristiana y la gramática. El señor licenciado me da y me toma la lección, y lo demás del tiempo, con usted y no más que con usted, pues aunque se enoje, no sé cuánto siento de bueno cuando estoy aquí platicando. Y digo lo mismo: solamente que me echaran a empujones, me iría de esta casa; pero ya lo verá usted, poco me ha de durar porque, como he oído decir a los señores, hay mala estrella y buena estrella, y yo tengo de la muy mala.

—Pues cuéntame tu vida; pero con verdad, como si te estuvieras confesando. Te quiero así… no sé cómo… No para mi marido, que eso sería una locura de vieja, sino porque eres como yo: solo en el mundo y no tienes más que tu trabajo y tu edad; y no eres feo, particularmente desde que el señor licenciado te quitó ese vestido viejo y horroroso que apestaba a muerto.

Esta escena pasaba en la cocina de la casa del viejo y célebre licenciado don Pedro Martín de Olañeta, que renunció el importante empleo de juez para que lo ocupara el más célebre licenciado don Crisanto Bedolla. La casa de Olañeta estaba situada en la calle de Montealegre, que con todo y su nombre, es una de las más tristes y menos transitadas de la ciudad. De estilo antiguo, cómoda, si se quiere, pero irregular, con puertas chicas y grandes, ventanas por todas partes, rejas de fierro, pasadizos, una biblioteca y un salón espacioso. Estaba muy lejos del aspecto severo y grandioso aunque tristísimo, del palacio de la calle de Don Juan Manuel; pero se le parecía mucho aun en los muebles antiguos, que eran menos ricos, raros y costosos; pero que, sin embargo, serían pagados hoy en París a precio de oro. La cocina era amplia, muy aseada, provista de cuanto es necesario para el servicio de una familia; pero nada tenía de particular más que un torno que la comunicaba con el comedor, por medio del cual se servían las comidas.

Los actores eran nuestra antigua conocida Casilda y Juan, el mismo Juan que, sin querer y por causa del tacón que se le atoró en las baldosas, dejó caer el ataúd de don José María Carrascosa.

El tiempo transcurrido parece que no había hecho otra cosa, sino dedicarse de intento a hacer más perfectos y visibles los atractivos de Casilda.

Las hermanas Prudencia y Coleta habían exigido que Casilda vistiese la enagua más larga y de color modesto, y el calzado de cuero de codorniz en vez de seda; que se peinase con dos trenzas y subiese hasta cerca del cuello la bata de la camisa; pero no le habían podido quitar ese fuego que brotaba de sus ojos húmedos, ni la claridad de esa boca, de donde salía luz, iluminando una lengua pequeña, encarnada y suave y dos hileras de blanquísimos y parejos dientes; ni la gracia de sus naricillas; ni la suavidad de sus apiñonadas mejillas; y luego una voz tan insinuante, un modo tan agradable para contestar, unos movimientos naturales que, sin estudio ni pretensión, eran graciosos, quizá provocativos. Cuando la conocimos viviendo de tal manera con el desalmado bandido que le dio una paliza, era simplemente bonitilla; en casa del licenciado Olañeta podía pasar por una de esas maravillas de hermosura que no son comunes, pero que sí suelen encontrarse entre la gente de nuestro pueblo.

Juan, aseado, vestido como las gentes de pobre esfera, pero con limpieza, con la ropa que le compró el licenciado, tranquilo, bien nutrido y contento, se podía asegurar que era un guapo y simpático muchacho, que tenía tanto de la Condesita como de su padre, el teniente coronel Robredo, que en la frontera, donde la generalidad de la gente es blanca, bien formada y gallarda, pasaba como uno de los oficiales más bien plantados.

Casilda se levantó del banco de madera donde estaba sentada y comenzó a hacer sus faenas de cocina.

—Ya podías ayudarme en algo —le dijo a Juan—. La recamarera no dilatará en llegar con el mandado, y las amas de la iglesia. Quiero que cuando doña Coleta entre a la cocina ya encuentre el almuerzo dispuesto. Puedes comenzar a contarme tu vida mientras repasas los cuchillos y cubiertos de plata, que quiere el señor licenciado que siempre estén lustroso como si acabasen de salir de la platería. Toma la gamuza y los polvos blancos.

Juan comenzó a limpiar los cubiertos y los cuchillos y a contar con ingenuidad lo que sabía y recordaba de su vida.

Casilda escuchaba con interés a Juan, y solía interrumpir con exclamaciones de admiración o de lástima; pero cuando llegó a la época de su aprendizaje en la casa de Evaristo, inmediatamente reconoció en el personaje a su antiguo amante; no pudo disimular ni contenerse, dejó en la mesa de servicio las zanahorias, las cebollas y el cuchillo, abrió sus brillantes y negros ojos, los clavó en Juan y, con la boca entreabierta y agitada y un poco temblorosa, no perdía palabra.

—¿Conque así trataba ese bandido a su pobre mujer? —le interrumpió cuando comenzaba la narración de la noche del San Lunes.

—Como se lo estoy diciendo a usted doña Casilda.

—¿Por qué no agarraba esa tonta mujer un fierro cualquiera del obrador y mataba a ese bruto?

—¿Qué quiere usted, doña Casilda? Mi pobre maestra era más humilde que el cordero que tenía, como le he dicho a usted, y no sé qué habrá sido de él.

—Acaba, por Dios, Juan; acábame de contar en qué pararon estas cosas. ¿Doña Tules se habrá huido de la casa y refugiado en la de su madrina?

Juan se limpió los ojos y contó, con la viveza de su edad, la impresión terrible que no se le borraba de la escena última en que acabó con la vida de su maestra.

—¡Jesús y Dios mío, qué horror! —dijo Casilda tapándose la cara con las manos—. ¿Y por qué no mataste a ese bruto? Dios me quiere mucho y me libró a tiempo de las garras de ese demonio. ¡Qué casualidad encontrarme aquí con este muchacho!

—Ganas tenía, no de matarlo, sino de hacerlo mil pedazos; pero en el mismo momento pensé que si yo lo mataba encontrarían a los dos muertos en el mismo cuarto, y yo tendría que cargar también con la muerte de mi maestra. ¿Pero qué ha tenido usted que ver con don Evaristo?

—Ya te contaré; pero acaba, porque estoy hasta asustada; parece increíble que a la edad que tienes te hayan pasado tantas cosas.

Juan continuó su historia hasta el lance en que dejó caer el ataúd de don José María Carrascosa.

—¿Y qué hiciste, desgraciado muchacho? —le preguntó Casilda viendo que Juan callaba como si hubiese ya terminado.

—Era tal la confusión y el miedo de la mucha gente que había en el entierro cuando el que estaba muerto se levantó y se puso a hablar y a gritar no sé qué cosas, que yo pude escaparme sin ser detenido por el secretario, que me había cogido ya de la chaqueta, y de pronto hice lo mismo que la mañana en que salí del taller: alejarme y andar calles y calles, pero no corriendo por no hacerme sospechoso. Me ocurrió ir a la plaza a buscar a mi ama doña Cecilia: pero de seguro con el vestido del hospicio, don Justo, el masón, me habría conocido y mandado otra vez con un aguilita; y yo, ni por los huesos de mi madre habría vuelto, porque me daba en el corazón que el secretario, el día menos pensado, me encerraba y me dejaba morir de hambre en el cuarto oscuro; y le aseguro a usted que de todo quiero morir, menos de hambre. ¡Si usted supiera como yo lo que se siente, y qué cosas tan horribles se van pensando cuando se pierde la esperanza de que le den a uno un jarro de agua o un pedazo de pan…!

—Vaya, acaba y no pienses en el hambre, que aquí, por beneficio de Dios, nos sobra qué comer.

—En cuanto fue de noche, me fui a la casa de doña Cecilia, que está en un callejón cerca de la acequia, pero la encontré cerrada. Me senté en el quicio del zaguán a esperar a que llegaran ella o las muchachas; pero ni un alma. Pasé la noche en una canoa vacía; Dios, sin duda, me iluminó, y a riesgo de ser aprehendido como prófugo del hospicio, vine a esta casa que conocía yo mucho, pues los más días le traía la fruta al señor licenciado. También a las señoras las conocía, pero no sabía cómo se llamaban. Conté al señor licenciado lo que me había pasado, menos lo de la casa de mi maestro el tornero, porque eso sólo se lo he dicho a usted porque la quiero. El señor licenciado me regañó, me quiso echar, me llamó… me volvió a poner en la puerta: las señoras entraron a ese tiempo, que venían sin duda de la iglesia; habló con ellas un rato y al fin me recibió, y aquí me tiene usted de su criado, con la fortuna de haberla encontrado, doña Casilda; y cuando pienso de noche, al acostarme, que duermo en la misma casa que usted, que como en la cocina con usted, no sé lo que me quiere suceder; ni lo siento; olvido cuanto me ha pasado y no me cambio ni por el mismo señor licenciado.

—Calla, calla, y no vuelvas con esas cosas. Verás como, si seguimos así, perderemos el acomodo.

—¡Ni Dios lo permita! Le juro, por la memoria de mi maestra doña Tules, que no volveré a decir nada que la enfade; pero falta que usted me cuente lo que ha pasado, pues que ya lo hice yo.

—Lo que me pasó —respondió Casilda— fue un infierno al lado de ese hombre.

—¿Cómo? Explíquese usted, doña Casilda. ¿Fue usted casada con mi maestro?

—¡Eres inocente! ¿Cómo había de haber sido casada, puesto que se casó con esa desgraciada muchacha y por fortuna me tienes aquí todavía?

—Eso no le hace; capaz habría sido de casarse con cuatro o cinco mujeres… Pero doña Casilda —continuó Juan con tono entre lastimoso y colérico— ¿cómo es posible que usted hubiese ido a dar con semejante asesino?

—¡Qué quieres, hijo! Una no siempre es dueña de su voluntad, y además, él no era mal plantado y hábil y muy hipócrita; eso era lo principal. Lo ayudé en sus trabajos: lo mantuve muchas veces, lo curé cuando estaba enfermo, lo saqué de la cárcel… Su madre no hubiera hecho más por él… ¡Canalla, malvado, hijo de todos los diablos! Sin duda… el pago que me dio… y lo peor es que…

—¿Qué lo quiere usted todavía? —le preguntó Juan.

—De quererlo, no —respondió Casilda con vivacidad y picando su recaudo con cólera y precipitación—. Lo que tengo es miedo, y por eso no salgo a la calle, pues que a pesar del tiempo que ha pasado, creo verlo por todas partes; y eso que no sabía yo el horroroso asesinato.

—Sin duda que estaba usted por esos pueblos comprando sus rebozos; pero es raro, pues en México ya lo sabe todo el mundo; y yo, cuando oía hablar de esto a los muchachos y a los superiores del hospicio, me hacía el disimulado y me marchaba a otra parte, porque se me figuraba que en la cara me conocían el secreto.

—¿Y no tienes miedo de encontrarte con él? —le dijo Casilda.

—Muy lejos de aquí estará, o bien escondido. Los cuicos han cogido presos a los vecinos y a las vecinas, y maldito si en nada se metieron. Lo que pasó ya lo conté a usted; es la verdad, como si me estuviera confesando. El día que lo cojan ya verán en la cabeza la cicatriz que le ha de haber dejado el golpe que le di con el serrote. Se lo tiré con todas mis fuerzas, a matarlo, para impedir que matara a mi pobre maestra doña Tules.

La voz se anudó en la garganta de Juan; sus ojos se humedecieron y no pudo continuar.

—Llaman a la puerta, ve a abrir; debe ser la recamarera que llega con el mandado, y ya era tiempo, pues se acerca la hora del almuerzo y el amo regaña que da miedo.

Juan volvió con un periódico en la mano.

—Era el repartidor —dijo Juan— con El Eco del Otro Mundo.

Llévalo en seguida al amo; milagro es que no haya preguntado por él, y déjame guisar en paz, que ya es tarde. ¡Qué almuerzo voy a hacer para los amos! La boca me sabe a cobre y toda estoy temblando interiormente.

Juan, caminando para la biblioteca del licenciado, echó una ojeada al periódico, como lo hacía todos los días, especialmente desde que el licenciado Olañeta le hacía estudiar gramática y leer en carta.

—¡Doña Casilda, doña Casilda, oiga usted lo que dice este periódico! ¡Estamos perdidos; no sé lo que va a ser de nosotros!

Lee, lee, ¡con mil demonios! que todo me asusta hoy; hasta los pasos de un ratón; creo que me voy a morir… y este chile condenado que se ha quemado ya ¡uf! toda la mano me ha abrasado… Lee, Juan, lee… no hagas caso.

Juan en efecto no hizo caso de la quemada del chile y de los dedos de Casilda; clavó sus ojos azorados en el párrafo del periódico, y con trabajo, pues las líneas impresas le bailaban leyó:


El crimen de Regina.—A la sagacidad, vastos conocimientos y energía del señor juez de lo criminal, don Crisanto Bedolla, se debe que la causa se haya instruido con brevedad, que se hayan obtenido las pruebas necesarias y que los delincuentes estén casi convictos y confesos. De los dos cómplices, el uno será fusilado por haber sido soldado y haber obtenido en regla su licencia absoluta. Es justo premio a los servicios que prestó a la patria en la carrera de las armas. El otro será condenado a garrote vil en la plaza de Mixcalco. De las mujeres, una será sentenciada a muerte; las tres restantes, a diez años de trabajos forzados en las Recogidas; sólo una mujer, que se mantiene de hacer dulces y entregarlos a las casas principales de México, ha resultado inocente y se ha quedado como casera. La pluma se resiste a referir los horrores que han pasado en ese antro, donde no vivían más que ladrones y mujeres perdidas. Parece que anteriormente se habían cometido allí dos asesinatos, a cual más horrorosos.

El integérrimo juez sigue la pista y no tardará en descubrir al principal asesino y a los que anteriormente tenían espantado al barrio con sus crímenes, y que, por miedo a los bandidos que habitaban en esa finca, no se habían atrevido a denunciar. Están ya al caer, de un momento a otro, la antigua querida del tornero, la que por celos lo instigó para que entre él y los vecinos asesinaran a la mujer legítima. Esa indudablemente será sentenciada a muerte, lo mismo que el aprendiz, que es mayor de edad, y es el muchacho más pillo y malévolo que se conoce en México. Últimamente se fugó del hospicio, donde no se sabe cómo estaba, llevándose un vestido y unos zapatos nuevos de cuero inglés.
 

Al acabar Juan, el periódico se le cayó de la mano y miró a Casilda, que a su vez había dejado caer el cuchillo y el recaudo al suelo. Los dos estaban pálidos, y durante algunos minutos no pudieron articular palabra.

—¡Qué maldad! ¡Qué mentira, que clama a Dios! ¿Quién habrá podido decir esas cosas? ¿De dónde han sabido que yo tuve la desgracia de vivir con ese asesino?

—Si el señor licenciado averigua y sabe quiénes somos ¿qué hará por lo que dicen del hospicio? En cuanto lea el periódico me manda entregar a la justicia. ¿Qué hacemos Casilda?

—Huir, Juan, huir de aquí, si no, somos perdidos. No entregues el periódico; si te llama el amo, ten valor y no te turbes; dile que no lo han traído. Voy a sacar fuerzas de donde pueda, y a hacer el almuerzo, en cuanto venga esta recamarera condenada que hoy se ha tardado más que nunca. Mientras almuerzan, nos vamos… por ahí lejos. Pero la cárcel, la horca… ¡Jesús mío, qué horror y qué infamia!

Juan, aterrorizado, bajó las escaleras y dos lágrimas cayeron en el pantalón de paño que pocos días antes le había regalado su nuevo protector. Apenas había comenzado a disfrutar de una relativa dicha, cuando impensadamente, como un rayo, como una montaña que se derrumba, como una torre que cae sobre el que pasa, había venido la fatalidad terrible y cruel a oprimir a Juan.

—¿Qué dices, Juan, qué dices? ¿Qué hacemos? La lectura del periódico por el amo será nuestra sentencia de muerte. Huir; no nos queda otro remedio.

Juan se puso en pie, tomó entre sus manos las negras trenzas de Casilda, les imprimió un ardiente beso y dijo tristemente:

—Sí, huir juntos o matarnos; ¡la vida para mi no tiene más que horrores y martirios!

XXXII. Al toque del alba

Los criados, que desde que entran a una casa procuran averiguar cuanto pasa y la vida y milagros de sus amos, amigos y conocidos, nos han dado algunas noticias de la familia del licenciado don Pedro Martín de Olañeta; pero como este personaje tendrá que figurar en los acontecimientos que aún nos falta narrar, supliremos lo que acaso no pudieron decir ya, porque no lo sabían o por la justa alarma en que entraron con la lectura del párrafo del periódico.

Así como las casas feudales, o más bien dicho palacios del conde del Sauz, del marqués de Guardiola, de los condes de Santiago, del marqués de Moncada y otros, representaban el tipo de la arquitectura feudal española en los siglos XVII y XVIII así don Pedro Martín de Olañeta era la representación viva de los hombres que figuraron en la época de transición que convirtió repentinamente el virreinato en imperio y poco después en república federal. Olañeta rayaba en los sesenta; pero su vida arreglada y uniforme le había conservado el vigor y la salud. Alto, derecho, todavía en buenas carnes, con pocas canas y su dentadura, aunque descuidada, completa y fuerte, a primera vista no se le darían cincuenta años cumplidos. Ojos profundos, oscuros y pequeños, la ceja casi junta, la boca grande y franca, la nariz a la romana con algo de exageración, sin bigote y con unas patillas oscuras que terminaban cortadas a línea en el extremo de los carrillos, su fisonomía adusta y grave era poco simpática a primera vista. Era el tipo del colegial antiguo que, después de doce años de estudios, había llegado a la magistratura. Cursó filosofía, derecho romano y patrio y cánones en el Más Antiguo Colegio de Comendadores Juristas de San Ramón; después fue colegial de Santos, habitando el suntuoso edificio (que con sentimiento vio derribar después para convertirse en casas), disfrutó la beca con su pensión y los demás privilegios anexos; sirvió de asesor con el último virrey y estableció su bufete, que le proporcionó, en el curso de algunos años, una fortuna con qué vivir independiente; pero el deseo de ser útil a su patria y la costumbre de trabajar y ocuparse de leyes y de procesos, lo habían hecho admitir diversos cargos en la magistratura; su saber como abogado, su laboriosidad y su honradez acrisolada, lo hacían como necesario, y no había ministro, no obstante la frecuencia con que cambiaban, que no le rogase con algún empleo de importancia. Cuando en su conciencia, por un motivo o por otro, creía que no podía seguir desempeñando un puesto, renunciaba y no había razonamiento ni influjo para disuadirlo, y esto aconteció precisamente en los momentos que nuestro don Crisanto Bedolla llegó a México con sus cartas de recomendación.

Educado como quien dice a la antigua, era no sólo creyente, sino cristiano ortodoxo. No admitía dudas ni discusiones en materias religiosas, y defendía no sólo los artículos de fe, sino los milagros, apariciones y leyendas piadosas, y cuando se ofrecía en las conversaciones, sostenía y probaba con curiosos datos históricos la renovación del Señor de Santa Teresa, la leyenda del Señor de Chalma y del señor del Rebozo, las apariciones de la Virgen de Guadalupe y de los Remedios; era en resumen, un alma buena y tranquila donde no había penetrado la duda. Inclinado en política al partido monarquista, o cuando menos conservador, le habían dado tentaciones de recibirse de masón en el rito escocés, pero como no logró vencer sus escrúpulos de conciencia, había diferido semanas, meses y años su resolución. Allá en sus mocedades no tuvo amores, sino que pensó casarse con una doña Luisita, de buena familia, y aun logró pedirla tan luego como su bufete le produjo lo suficiente para sostener su casa; pero sin saberse por qué, de la noche a la mañana se metió la doña Luisita a un convento y profesó al año. La noticia de la profesión de su novia lo dejó muy tranquilo, y en vez de afligirse y llorar, dijo: «De buena he escapado», y se conservó solterón, viviendo con sus hermanas, apasionado platónicamente de la célebre bailarina Isabel Rendón, y guardando una conducta seria e irreprensible, pues si cometía, como todo hombre, sus pecadillos y se daba sus escapadas de noche envuelto en su capa, nadie lo sabía, y la verdad es que, lo que se llama amor, jamás había vuelto a su pecho desde que le pasó, como él decía, el chasco de doña Luisita.

Su biblioteca era quizá de las más notables de la capital, por el número de volúmenes aunque no por lo selecto de las obras. Una Patología completa, las Siete Partidas del Rey don Alfonso el Sabio, el Fuero Juzgo, Carleval, Solórzano, la Recopilación de Leyes de Indias, y por ese estilo, pergaminos infolio difíciles de leer y manejar. Como libros de literatura, los autos sacramentales y las comedias de don Pedro Calderón de la Barca; el Gil Blas, que sostenía a pie juntillas que era del Padre Isla, y Don Quijote de la Mancha, con las Novelas cortas de Cervantes.

Tenía tres hermanas; Coleta y Prudencia, doncellas viejas muy parecidas a él, dadas a la iglesia y dedicadas a las labores y gobierno de la casa. De jóvenes habían sido pasaderas; pero como rayaban en los cincuenta y cincuenta y dos, su aspecto era el de todas las mujeres ya de esa edad que no han sido hermosas. Aseadas, serias como el común de las gentes, pero afables con las pocas y escogidas amistades que desde hacía años tenían, su bello ideal era vivir cómoda y cristianamente; dar gusto al confesor y a su hermano, a quien querían mucho, diciendo a todos los que las querían oír, que no se había casado por no darles un disgusto y por no separarse de ellas. Además, había otra hermana de carácter y figura distintos como suele suceder en ciertas familias, en que unos hermanos son rubios y blancos y otros tan subidos de color, que se diría debían el ser a un negro.

Clara, que así se llamaba la otra hermana, era de alto y derecho cuerpo, como Coleta y Prudencia, rubia, hasta parecer inglesa, de ojos grandes y azules, y no hay para qué decir que tenía buena dentadura; sin embargo, parecía como anémica y como abatida, sin gracia ni atractivo en su conjunto de mujer. Era la menor de las hermanas, y con todo, pasaba de los treinta. Así como sus hermanos fueron refractarios al matrimonio, ella desde que entró en edad no pensó más que en casarse, y hacía frente a cuantos se le presentaban; pero el hermano mayor, como jefe de familia, le impidió más de una vez hacer una locura, hasta que por fin la casó con un licenciadito que había sido su pasante y a quien su padre al morir le dejó, como se dice vulgarmente, algunas proporciones. Le llamaban Chupita, porque era muy delgado y relamido, muy rasurado y vestido de limpio y muy aristócrata, pues no tenía amistad sino con marqueses y condes; en las ocasiones en que Olañeta desempeñaba algún cargo público, le recomendaba los asuntos de sus clientes, sea dicho de paso, asuntos de poca importancia, pues no tenía fe ni en su saber ni en su práctica en los negocios del foro. Su vida era un poco misteriosa; salía poco; a su cuñado apenas lo visitaba el día de su santo o cuando estaba enfermo, y recibía en su gabinete y con ciertas precauciones, aun ocultándose de su mujer, a personas que sus criados sin saber por qué, habían calificado de sospechosas. Clara de tarde en tarde veía a sus hermanos, y siempre con cierta ceremonia y cumplimiento muy ajenos al estrecho parentesco que los unía. Al principio se molestaron un poco; pero concluyeron por no hacer caso de Clara ni de su marido y visitarlos también muy de tarde en tarde y de cumplimiento.

Aparte de esto, la vida de la familia del licenciado Olañeta era uniforme, monótona, arreglada a reloj. Con el toque del alba se levantaban; sonando las diez almorzaban; y así todas sus operaciones diarias. Casilda y Juan, aunque llevaban pocos días de servir a la familia, lo han referido ya. En las noches, algún canónigo de la catedral o uno de esos viejos sabios abogados condiscípulos de Olañeta, venía a tomar el chocolate, jugaban su tresillo mientras Coleta y Prudencia tejían alguna sobrecama o leían el Año Cristiano, y entre las diez y las once la tertulia terminaba, cada cual iba a la cama a esperar la cena y con el último bocado y el último trago de pulque se persignaban, envueltos en sus calientes ropas, se acostaban y dormían hasta el alba de la siguiente mañana. Sólo hay que añadir que el licenciado Olañeta, además de la manía del rollo de palitos que todas las noches exigía que se le pusiese junto a la cama, había de hacer precisamente una hora diaria de ejercicio en la Alameda, en la tarde; en la noche, otra hora paseándose de un extremo a otro de su biblioteca, y media hora en el comedor en las mañanas, fumando cigarro tras cigarro y recibiendo el sol, que entraba por la alta ventana.

El día en que Juan y Casilda tuvieron en la cocina la conversación de que se ha dado cuenta en el capítulo anterior, Olañeta, como de costumbre, estaba sentado en su sillón, fumando y repasando en su cabeza un informe de estrados en un ruidoso pleito de los marqueses de Valle Alegre, amenazados del embargo de sus mejores haciendas, las que adeudaban al Juzgado de Capellanías doble dinero de lo que valían, sin que se hubiese conseguido que en años pagasen un solo medio de réditos. Los agujeros y rendijas del torno permitían oír en el comedor lo que los criados platicaban en la cocina, y Olañeta solía escuchar sus chismes y diálogos, pero jamás había fijado su atención, y cuando hablaban mucho y recio o la conversación podía degenerar en pleito, los regañaba y los mandaba callar. En esa ocasión al principio no hizo caso; pero cuando algunas palabras de sangre, asesinato y violencia hirieron sus oídos, tratándose de criados que hacía poco había recibido, arrimó con mucho tiento su silla y dirigió su oreja al torno para no perder una palabra.

Cuando notó Olañeta que Casilda y Juan guardaban silencio, y enterado de todo, pues mutuamente habían con entera ingenuidad referido las particularidades más insignificantes de su vida, se levantó y sin hacer ruido se dirigió a su biblioteca, sonó la campanilla, entró al momento Juan y le pidió el periódico.

—No lo han traído todavía —murmuró Juan con la voz un poco conmovida, pero disimulando lo más que pudo.

—¿Mis hermanas han llegado?

—No, señor.

—Bien, dile a Casilda que venga, quiero saber lo que ha dispuesto para el almuerzo.

Juan obedeció y en seguida se presentó Casilda, más muerta que viva.

—Todo lo he oído, muchacha —le dijo el licenciado con voz muy afable— tranquilízate, pide el periódico a Juan, y cuidado con salir ni tú ni él de la casa sin mi permiso. ¡Cuidado! ¿Me obedecerás?

—Sí, señor —contestó la criada, volviéndole el alma al cuerpo.

—Bien; no haya cuidado por ahora. Ya veremos lo que se hace.

Casilda fue a la cocina casi bailando de gusto. En la mirada y en la voz del amo había reconocido que ella y Juan estaban salvados. Juan llevó el diario al licenciado, y en esto la recamarera entró en la cocina con una canasta llena de legumbres y carnes de lo mejor y más fresco que había en la Plaza del Volador. Casilda en momentos preparó con presteza un almuerzo como nunca lo había tenido la arreglada familia.

Don Pedro Martín de Olañeta, aunque no era la hora designada por su metódica costumbre, recorrió el periódico, leyó dos veces el párrafo y comenzó a pasearse de uno al otro extremo de la biblioteca.

—¡Qué juicios los de Dios tan incomprensibles! ¡Y cómo por caminos desconocidos viene a salvar a los inocentes! —decía para sí, continuando su paseo, con la cabeza baja y un dedo en la boca—. ¡La casualidad de que yo conociese a este muchacho en el mercado y fuese él quien me trajese diariamente la fruta! ¡Y por cierto —decía haciendo un paréntesis a sus graves reflexiones— desde que esa frutera Cecilia ha abandonado su puesto en el mercado, no he vuelto a comer buena fruta! ¡La casualidad que ese muchacho fuese protegido por esa Cecilia y no por otra de tantas fruteras como hay en la plaza! ¡La casualidad de que ese muchacho se acordase en sus apuros de venir a pedirme hospitalidad! ¡La casualidad de que doña Dominga de Arratia viniese a recomendar a Casilda! ¡La casualidad de que la cocinera que teníamos se hubiese disgustado con mis hermanas porque gastaba mucha manteca, y de que a ellas, que son tan raras y tan difíciles para recibir criadas, les hubiese confrontado desde que la vieron! Cualquiera diría que era un cuento para divertir a un lector ocioso; pero yo digo que todo esto no es más que la obra de la Providencia, que me ha señalado a mí para que salve, no sólo a los que ya tengo en mi casa, sino a los que están en la cárcel condenados a muerte y a presidio por ese juez que me ha sustituido, y que probablemente no sabe una palabra de leyes, ni de criminalidad, ni de nada; es un bárbaro que va a enviar al otro mundo a gentes perfectamente inocentes… Ni duda; Casilda y Juan, que estaban muy lejos de creer que yo los escuchaba, han hablado como si se estuviesen confesando a la hora de su muerte. Pero ¿qué hacer? ¿Cómo proceder? Ya lo pensaremos bien.

Dejaremos al grave licenciado paseándose en su biblioteca con la cabeza baja y su dedo en la boca, pensando lo que debería hacer, para decir dos palabras acerca de doña Dominga de Arratia. Era una señora principal, rica y aristócrata. Tenía en el Valle de Temascaltepec varias haciendas, y en el pueblo figuraba en primer término. En los pueblos y ciudades de segundo orden de México, los dueños de haciendas son los potentados, los señores, y forman el núcleo de la aristocracia provinciana. El cura, los alcaldes, los ayuntamientos, todo el mundo les hace randibus, como dicen los rancheros. En una de las haciendas había dejado su padre al morir un muchacho blanco, robusto, fuerte, bien hecho, como es en lo general esa gente de la tierra fría. Desempeñaba el cargo de mayordomo. Doña Dominga, a poco tiempo de haber entrado al manejo de sus bienes, lo hizo administrador y a los dos años lo elevó al rango de su marido. Ella era la rica. Él, el cónyuge y socio industrial. Él estaba todavía joven y vigoroso. Ella no malota, como dicen los jóvenes veteranos; pero ya entrada en edad. Doña Dominga cuidaba al pensamiento de su marido y lo vigilaba día y noche sin dárselo a entender. Casilda, que anduvo de Herodes a Pilatos, comerciando, mudando casas, ya como cocinera, ya como recamarera y temiendo siempre encontrarse con Evaristo, después de su expedición como barillera, a su paso por el pueblo cercano a una de las haciendas de doña Dominga, fue recomendada a la señora, y a su vuelta a la capital vino a la casa, donde, en vista de sus muchos y buenos papeles de conocimiento que abonaban su conducta, fue recibida como cocinera. A los ocho días, el marido, con un pretexto o con otro, había dado sus vueltas por la cocina y la esposa lo había observado. A los quince días, ya había sorprendido ciertas ojeadas que más tarde serían correspondidas por la muchacha. «La ocasión hace al ladrón —dijo para sí como mujer prudente y que no quería reyertas con su marido—, separarlos a tiempo es lo mejor.» Y sin esperar más, se puso su saya de seda negra y relumbrante, la mantilla trapeada de punto de Barcelona y se fue a casa de Olañeta, que era su apoderado y su consejero y había, desde hacía años, girado sus negocios. Encontróse con las hermanas Coleta y Prudencia, les exageró lo bien que guisaba Casilda, lo honrada y hacendosa que era y, bajando la voz y acercándose a su oído les confió el secreto.

—Ni por todo el oro del mundo me desprendería de tan excelente criada; pero mi marido ha comenzado a guiñarle el ojo y a entrar en la cocina, donde nada tienen que hacer los hombres… Ya ustedes me entienden como personas de mundo y de experiencia.

—Si guisa bien, doña Dominga —dijeron las hermanas en coro—, que venga mañana mismo; aquí se paga a las cocineras como ni en las casas grandes: cinco pesos cada mes y cinco reales y medio de ración cada semana; por lo demás, no hay cuidado ninguno, porque Pedro es más casto que José; rara vez entra en la cocina y ni pone cuidado en las criadas: es tan serio y tiene tantos negocios, que noche hay que olvida rezar sus devociones a la hora de acostarse.

Quedó, pues, terminado el negocio.

Doña Dominga se retiró tranquila, y al día siguiente Casilda estaba en la cocina de la calle de Montealegre preparando el almuerzo para el viejo licenciado. Pocos días después fue el prófugo del hospicio a pedir el asilo que, como hemos visto, le fue concedido. Casualidades o Providencia de Dios, como decía el licenciado. En los primeros días, preocupado con el informe de estrados en el asunto del marqués de Valle Alegre, no fijó su atención en la nueva doméstica; el almuerzo le gustó mucho y las hermanas mismas encargaron a Casilda, que era la que más madrugaba, que se encargara de llevar a la cama el chocolate, al mismo tiempo, y sin discrepar un minuto, que en las iglesias cercanas oyera el toque del alba. Una de esas mañanitas en que la oscuridad entablaba su lucha con la luz que va gradualmente subiendo de las montañas, don Pedro Martín se sentó en su cama para recibir la bandeja de plata que Casilda le presentaba, con el pocillo de chocolate espumoso y caliente.

—¿Sabes, muchacha, que sería bueno que me abrieras de par en par la ventana? No tengo ganas de dormir, y quiero aprovechar el tiempo en leer unos apuntes (los del informe de estrados en el pleito de los marqueses de Valle Alegre).

—Como usted mande, señor licenciado —respondió Casilda, y colocando la bandeja en el regazo caliente, corrió al extremo de la pieza a descorrer las cortinas y a abrir las puertas del balcón. Lo quiso hacer con tanta presteza, que el fleco de su rebozo, con el que estaba bien cubierta, se atoró en el aldabón y precisamente al abrir la puerta cayó al suelo y dejó descubierto el busto palpitante y sorprendente de una Venus. Don Pedro se quedó estupefacto; un golpe más fuerte que el de una máquina eléctrica recorrió sus nervios desde la nuca hasta el dedo gordo de los pies; el pocillo y los vasos bailaron en la bandeja de plata y una exclamación rápida e involuntaria se escapó de sus labios; pero se repuso inmediatamente y Casilda, por su parte, no había tenido tiempo ni de mudarse su camisa, porque ya había dado el toque del alba en la catedral, recogió como pudo su rebozo y se cubrió el cuello, haciéndose también la disimulada, como si nada hubiese visto su amo.

Esa visión, que parecía del Elíseo de los griegos, vista repentina e impensadamente al través de la luz misteriosa de las primeras horas de la mañana, y como engastada a propósito entre dos cortinas de damasco rojo de China, se quedó impresa en el cerebro del viejo abogado como si la hubieran grabado con un buril de fuego. La antigua novia doña Luisita, Isabel Rendón, ciertas muchachas de la 2.ª calle de Santo Domingo a quienes solía visitar, todo se borró; un polvo espeso de años y de olvido sepultó para siempre esos comunes y prosaicos fantasmas. La visión celeste que se había aparecido entre las cortinas de damasco, era lo único que tenía delante y se le aparecía en los días siguientes entre las líneas cerradas de los apuntes del informe de estrados en el asunto de los marqueses de Valle Alegre.

Pero don Pedro Martín era hombre de sólida virtud, que sabía dominar sus pasiones. En las mañanas siguientes correspondía con amabilidad los buenos días que le daba Casilda y no se atrevía a mirarla; pero no podía dominar su imaginación, no mandaba en ella y siempre veía entre el cortinaje el cuadro seductor que se le presentó cuando mandó abrir las puertas del balcón.

¡Qué casualidad! ¿La Providencia de Dios? Eso no; la Providencia divina no podía disponer esas cosas que no tenían nada de santas. Las casualidades, sin embargo, que se habían sucedido unas a otras, se revolvían en la cabeza del abogado e interrumpieron la serena monotonía de su vida.

Dispuesto el almuerzo, don Pedro Martín se sentó como de costumbre en la cabecera de la mesa, platicó con sus hermanas como si nada hubiese pasado, de modo que éstas no tuvieron noticia ni de la impensada escena del rebozo ni de la conversación de Casilda y de Juan, y cuando vino doña Dominga de Arratia a saber cómo se portaba su recomendada, hicieron mil elogios de ella, confesando que, en efecto, jamás habían tenido criada tan bonita y tan aseada, repitieron tres o cuatro veces que el casto José era un libertino y un monstruo comparado con su hermano don Pedro Martín.

Cuando doña Dominga se marchó, el licenciado llamó a sus hermanas a la biblioteca, cerró con precaución la puerta y les dijo:

—Voy a hacerles a ustedes una recomendación. Por ningún motivo manden a la calle a Casilda, ni al muchacho Juan. Tengo mis razones para hacerles esta prevención y a su tiempo las diré si me conviene.

—Mañana es sábado, día de confesión. Irá con nosotras a la catedral.

—No; ni aun eso; se pasará la semana sin confesión ni la comunión del domingo, y en la entrante ya veremos.

Las hermanas no insistieron, pero se retiraron diciendo:

—¿Qué secreto será éste? ¿Por qué no querrá que salga a la calle Casilda?

XXXIII. La injusticia de la justicia

El licenciado don Pedro Martín no salió ese día de su casa. En la noche por fortuna, no hubo ningún tertuliano; su paseo a un lado y otro de la biblioteca duró dos horas en vez de una. ¡Pero qué paseo tan doloroso, un verdadero calvario para la austeridad y la rectitud de ese viejo jurisconsulto, educado en el cristianismo puro y en el Palacio de los virreyes españoles!

—¿Será amor el que tengo por esa tan seductora como desgraciada mujer?

Era la pregunta que se hacía en cada vuelta redonda que daba a su biblioteca, y después de diez, de veinte y de hacerse otras tantas veces la misma pregunta no podía responderse.

—¡Qué vergüenza! ¡Qué rubor! Un hombre de mi edad, un asesor del virreinato, un juez de letras de la República, el patrono de casi toda la nobleza de México, enamorado de una mujerzuela, de una fregonera, porque al fin esa muchacha no es más que una cocinera. No, eso no es posible, y aunque lo fuera no lo consentiría el doctor graduado en la Universidad don Pedro Martín de Olañeta. ¡Quién tuviera las creencias, el mundo y el desparpajo de don Florentino Conejo! Pero Dios no me hizo de ese barro. Fuera, fuera esas ideas y pensemos en salvar a esos desgraciados.

Y en vez de pensar en los desgraciados que estaban en la cárcel, la visión engastada en el cortinaje de damasco rojo de China se le presentaba viva, fresca, tentadora, como si en ese mismo momento se acabase de atorar el rebozo de Casilda en la aldaba del balcón. Coleta y Prudencia, extrañando que su hermano pasease en su biblioteca más del tiempo acostumbrado, entraron a verlo.

—Nada, nada tengo —les contestó— estoy repasando el informe de estrados en el complicado negocio del marqués de Valle Alegre. Déjenme en paz por ahora, y les vuelvo a encargar que no manden a la calle ni a Casilda ni al muchacho.

Las hermanas, que obedecían ciegamente al jefe de la casa, salieron del salón de libros viejos, algo desconcertadas pero creyendo que, en efecto, su hermano estaba preocupado con el negocio del marqués de Valle Alegre.

—¿Tendré amor? ¿Tendré amor?

Ése fue el tema invariable hasta las once de la noche. Las horas que transcurrieron hasta que sonaron las alegres campanas del alba le parecieron un siglo. Casilda abrió la mampara de la recámara y se presentó con la bandeja de plata y el chocolate…

La resolución que de pronto tomó don Pedro Martín al levantarse fue la de tener una discreta conferencia con su sucesor y compañero don Crisanto Bedolla.

Después de almorzar salió ligero y animado como un joven de 20 años y tomó el rumbo del juzgado.

—Compañero —dijo a Bedolla saludándolo afectuosamente— una indiscreción y tal vez un favor. Quisiera leer aquí la causa a varios supuestos reos por el asesinato de Regina.

Crisanto, que estaba ocupado con el asunto de un robo de baratijas en dos alacenas del Portal de Mercaderes, se levantó de su asiento luego que vio a su respetable compañero, le colmó de atenciones y lo sentó en su sillón.

—¿Creerá usted acaso, señor compañero, que la causa está mal formada o que la sentencia…?

—De ninguna suerte, y aunque lo creyera ya me guardaría bien de entrometerme en los asuntos de su juzgado. ¿Con qué carácter lo haría? Es una simple curiosidad de abogado, si hay inconveniente bien puedo prescindir de lo que puede llamarse verdadero capricho.

—Ningún inconveniente, y antes bien me hace usted un favor en esto. Soy un abogado novel y de ninguna manera criminalista, pues no he tenido tiempo de dedicarme a esos estudios, y si acepté este puesto fue por varias instancias del Presidente de la República y del señor Ministro de Justicia, a quien no podía desairar. Me comprometieron y no hubo más remedio; habría sido una ofensa a todo el Gobierno y a la misma Corte de justicia; acepté y tuve la fortuna o la desgracia de que a los pocos días ocurriese el crimen que ha llenado de horror a México y que la causa fuese instruida por mí. Ya verá usted; he interrogado a medio México, pero al fin he logrado descubrir a los culpables, ya verá usted.

Acabando de decir estas palabras, que hicieron sonreír al viejo al disimulo, Bedolla tocó la campanilla y un dependiente entró.

—Tráigame usted la causa del asesino de Regina y socios.

El empleado volvió a poco con tres voluminosos legajos de papel, cosa de 2,000 fojas.

—Imposible de examinar esto ni en un mes —dijo don Pedro Martín.

—Ya sabe usted, hay mucha paja. Cateos, declaraciones sin importancia, diligencias de estampillas, ya conoce usted mejor que yo este tramiteo tan inútil y tan complicado; pero usted acertará a encontrar únicamente la sustancia y lo que tenga usted curiosidad en saber. Tiene usted allí enfrente una mesa, una silla y un rincón donde no da el aire.

—Perfectamente, y mucho agradezco a usted esta deferencia, señor compañero, pero ha de ser con la condición de que usted, y como si yo no estuviese delante, continúe su trabajo.

—Convenido, señor compañero.

Bedolla instaló al viejo abogado en la mesa desocupada, le puso delante la voluminosa causa y continuó con el notario el despacho, consultando muchos libros que sacó del estante para que su compañero viese que era un magistrado de peso, que no dictaba un auto sin apoyarse en alguna ley o doctrina de los más célebres criminalistas.

Don Pedro Martín se sintió agobiado con sólo la vista de tan voluminosa causa, y tentaciones tuvo de prescindir de su lectura y marcharse a su casa a disfrutar del descanso de la vida metódica que tan bien cuadraban a su edad y a su posición; pero recordó, ¡desgraciado de él!, que se trataba de Casilda y de Juan. Se resignó y comenzó a hojear. Pero dieron las tres de la tarde. Bedolla guardó sus libros, el escribano sus actuaciones, y un quebradito entró con las llaves en la mano para cerrar el juzgado.

—No he registrado ni leído sino lo más esencial —dijo don Pedro Martín— y veo que antes de ocho días no habré podido formarme juicio.

—Ya verá usted que no ha faltado ni actividad ni suspicacia para interrogar a los testigos y a los reos y hacerlos caer en el garlito.

—Sí, en efecto, y por lo que he leído —contestó don Pedro Martín— parece usted más bien un juez que lleva años de despachar un juzgado, que no un novicio, como usted dice con una modestia que le honra.

—Favor de usted, señor compañero, favor y nada más. Lo que tengo es suerte para que las gentes me quieran. No tiene usted idea de lo que me quiere el Presidente. Apenas me anuncia el ayudante, cuando las puertas se abren y platica conmigo de sus campañas, de las batallas que ha ganado… No tiene usted idea… con motivo de esta causa he querido personalmente darle cuenta… y está muy empeñado en que los reos sean ahorcados. Pedirán el indulto y no se les concederá, estoy bien seguro de ello.

Platicando así, diciendo una u otra cosa y Bedolla exagerando, conviniera o no, el favor que gozaba con el jefe de la nación y con sus ministros, llegaron a la puerta de la casa de don Pedro Martín y se despidieron, quedando este último en concurrir a las once de la mañana del día siguiente para continuar la lectura.

Don Pedro Martín se sentó a la mesa y comió poco y en silencio. Su preocupación y su tristeza se revelaban sólo al mirarlo.

Sus dos hermanas le interrogaron. Les contestó que el informe en el asunto del marqués de Valle Alegre absorbía su atención.

Durante una semana no tuvo otra ocupación más que ir a la hora convenida al juzgado y leer las innumerables hojas de que se componía la causa, y con el mayor asombro se enteraba, a medida que avanzaba, de que el juez no había hecho más que aplicar a los reos las duras penas que establecían las leyes españolas y mexicanas, aplicables a falta de código criminal, que no existía. Las pobres mujeres y los hombres aprehendidos en la casa de vecindad, aterrorizados con la cárcel, confundidos con las amenazas del escribano y enteramente atarantados con las preguntas capciosas que les hacía el juez, había comenzado por negar, después por contradecirse y, finalmente, por echarse la culpa unos a otros, acusarse de cosas en que ni habían pensado, llenarse de improperios delante de los testigos a la hora de las declaraciones y enredar de tal manera el asunto, que el más hábil defensor no hubiera podido descifrar el verdadero logogrifo que contenía en sustancia tantas hojas de papel escritas. El defensor, por salir del paso, se había limitado en cuatro renglones a pedir indulgencia para los culpables, mientras el fiscal pedía para todos, en cuatro líneas, la aplicación de la última pena. Habían sido interrogados multitud de testigos del barrio de Regina, de San Ángel, del barrio de San Pablo, de todas partes. Los unos se habían negado a declarar, no queriendo comprometerse; otros, por malevolencia, habían declarado en contra y sostenido, aun delante de los acusados, sus falsas narraciones; otros, ignorantes y queriendo salir del paso y no ser molestados, habían contestado un a cuantas interrogaciones se les habían hecho, de modo que por una de esas casualidades fatales, en muchos puntos resultaron conformes las declaraciones de los testigos con los presuntos reos. Sólo la anciana enérgica que surtía de dulces a las casas del conde del Sauz, del marqués de Valle Alegre y de los condes de Santiago y continuaba, por orden del juez y con beneplácito del propietario de la finca, desempeñando de casera y había logrado arrendar las localidades vacías. Cada vez que el juez la llamaba, por más preguntas capciosas que le hacía, se limitaba a la misma respuesta:

—Señor Juez —decía— usted es muy sabio y muy bueno; pero está usted cometiendo una grande injusticia, y yo no tengo nada que responder ni qué alegar más que lo que dije al principio; que soy una mujer honrada, que vivo de mi trabajo haciendo dulces y entregándolos en casas muy ricas y muy honradas que pueden dar testimonio de mi conducta; pero no quiero ni abogados, ni defensores, ni chismes, pues que mi defensor es Dios. El día que el señor juez quiera enviarme a la horca, no tiene más que mandármelo avisar y vendré como siempre vengo cuando se me llama, aunque se me queme la conserva, como me sucedió el otro día, que por la prisa de venir al juzgado la dejé en la lumbre. Si me han de castigar y he de morir, será voluntad de su Divina Majestad y no tengo más que conformarme con sus altos juicios; conque, señor juez, si no tiene usted más que mandarme, con su permiso me retiro, porque tengo el almíbar en la lumbre y soy una pobre que no puede estar comprando azúcar todos los días.

El juez, que veía el aplomo y la seguridad con que hablaba esta buena mujer, la dejaba ir y la molestó lo menos posible en el curso del proceso.

Don Pedro Martín, con la práctica de un abogado cansado de estudiar e instruir causas mucho más complicadas que la que había tocado a Bedolla, se agarraba la cabeza cuando regresaba a su casa, y reconoció, sin que le quedara duda, que el juez novel, ignorante en derecho y con ninguna experiencia, tenía un cierto talento para el enredo y la intriga, y queriéndose lucir, como quien dice, y corresponder a las adulaciones de la prensa y las atenciones de Ministro de Justicia que lo creía hombre de grande importancia en su pueblo y quería valerse de él para las próximas elecciones, había unas veces intimidado a los presos dándoles a entender que si decían la verdad serían absueltos, pero haciéndoles al mismo tiempo una serie de preguntas tan capciosas que, al contestarlas, en vez de sincerarse se habían declarado actores de hechos que ni habían soñado pasar en la malhadada casa de vecindad. En el fondo, Bedolla había llegado a averiguar casi toda la vida de Evaristo, y estaba convencido de que los principales instigadores del asesinato habían sido Casilda y el aprendiz.

Cuando don Pedro Martín acabó la lectura de la causa e hizo su última visita al juzgado, quiso saber a qué atenerse, y bien se guardó de decir a su compañero Bedolla lo que realmente pensaba acerca de las actuaciones.

—¿Acabó usted, por fin, señor compañero? —le dijo el juez, observando que don Pedro Martín ponía en orden y ataba con una cinta los legajos.

—Acabé, y le aseguro a usted que es necesaria la suma de paciencia que debemos tener los abogados para echarse a cuestas una causa como ésta.

—¿Y qué le parece a usted? La opinión favorable de un hombre tan sabio me llenaría de orgullo.

Don Pedro Martín, inclinando la cabeza para darle las gracias por el elogio, le contestó:

—Lo que resulta de las actuaciones y lo que previenen nuestras leyes vigentes, dan materia para una sentencia; pero así de pronto, sin estudiar el punto, me parece que no habiendo sido aprehendido todavía el verdadero asesino y otros que se presumen cómplices, debían seguirse ciertos trámites sin los cuales no hay bastante fundamento…

—Sé lo que me va usted a decir, compañero… y tiene muchísima razón —le interrumpió Bedolla, acercándose al oído y hablándole en voz baja— pero qué quiere usted, la prensa se queja de falta de seguridad en los caminos, en las calles, aun en las casas mismas, y observo una cierta inclinación a que lo más pronto posible haya siquiera dos o tres ahorcados para satisfacer la vindicta pública; así comenzaremos por éstos; y sobre todo, una mujer ahorcada hará mucho efecto; me dicen que hace muchos años que no se ahorca a una mujer, y ya verán que Bedolla se sabe amarrar los calzones y manda a Mixcalco a una mujer lo mismo que a un hombre. En cuanto al asesino, casi lo tengo en la mano. Se ha refugiado en la hacienda del Sauz. Ya se ha encargado el juez de Durango su aprehensión y recomendado mucho al gobernador y al comandante general. En cuanto al muchacho aprendiz que ayudó a matar y a hacer pedazos a su maestra, se ha perdido la pista. Fue a dar al hospicio por un robo que cometió en la plaza del mercado. En el hospicio, donde sin saber lo maula que era le dispensaron su confianza, se puso de acuerdo con unos tenderos gachupines para robar cada mes la mitad de la menestra. Después, de intento, tiró el cajón donde estaba don José María Carrascosa, que si no murió de la enfermedad, por poco muere del golpe, pues estuvo más de un mes en cama. De allí, ojos que te vieron ir. A la que tengo como quien dice en el bolsillo, es a la antigua querida del asesino… La he seguido los pasos, como ella misma no se lo puede figurar. Es mujer peligrosa, señor compañero, muy linda, con unos ojos y un cabello negro tan abundante que podía servirle de vestido; muy zalamera y muy insinuante, pero eso no me importa, no soy de los que se dejan seducir ni por una diosa Venus. Últimamente estuvo sirviendo en una casa de una tal doña Dominga de Arratia, por Temascaltepec, pero hoy mismo me van a decir dónde vive y a qué horas se encuentra; será interrogada y sabremos dónde está esa mentada Casilda. Le aseguro a usted, compañero, que mientras más hermosa sea, con más rigor la he de tratar para que el público sepa quién es Bedolla; y ya que me han rogado con este maldito destino, cumpliré como bueno, como dicen los españoles.

Don Pedro Martín, que estaba ya de pie para marcharse, quiso responder algo pero se le turbó la vista, el almuerzo no bien digerido todavía se le subió a la garganta y una palidez mortal descompuso su rostro. Bedolla lo advirtió.

—Se pone usted malo, compañero; siéntese, un trago de vino le hará bien; el escribano, que almuerza en el juzgado, pues su casa está muy lejos, siempre tiene algo reservado.

Mientras, don Pedro Martín se dejó caer en el sillón; no podía menos, pues la pieza se le oscureció y no veía más que manchones negros y rojos. Bedolla volvió con una copa de Jerez. Bebió unos tragos, se repuso e hizo un fuerte ánimo para disimular.

—Los viejos no servimos para nada, compañero —dijo volviéndole la copa ya vacía, con mucha naturalidad—. La lectura de esta causa me ha fatigado. No era así hace diez años; me pasaba las noches estudiando, y bastaban tres o cuatro horas de sueño para que amaneciese fresco como una lechuga. Fue un desvanecimiento ya perdido, ya no es nada. Un poco de dieta me repondrá enteramente.

—Mandaré por un coche —le dijo Bedolla.

—Gracias, no es necesario.

Después de diez o quince minutos de atravesar palabras sin importancia sobre los vahídos y desvanecimientos, don Pedro salió del juzgado y se dirigió sin perder ni un minuto a la casa de doña Dominga de Arratia, la que, según tenía de costumbre, había salido a sus negocios y visitas, y no volvía hasta las seis de la tarde, pues había dado en almorzar y comer a la francesa.

Un siglo pareció a don Pedro Martín, y se le puso en la cabeza que tal vez en esos momentos había sido interrogada por algún agente secreto dé Bedolla y que el domicilio de Casilda se había ya descubierto. Se resolvió a esperar interrumpiendo su método, y entrada ya la noche fue llegando muy fatigada la buena de doña Dominga.

—Cumplimientos aparte —le dijo don Pedro, sin hacer caso de las palabras afectuosas de la dama y de sus disculpas por haber llegado tan tarde a su casa—, si aquí, o en la calle le preguntan a usted por la criada que tanto recomendó a mis hermanas y con la cual estamos muy contentos, dígales que le dio usted su papel de conocimiento como es de costumbre y como lo merecía por haberse portado bien; pero que ignora usted en qué casa se haya colocado y que más bien cree que se ha marchado a Tulancingo, donde tiene su comercio de rebozos. No hay que salir de eso, por más preguntas que le hagan. Aprenda usted bien la lección y repítala a su marido de usted por si a él le interrogasen. Cuidado con faltar, pues con una palabra indiscreta perjudicaría usted a una buena mujer. Si usted faltase a estas instrucciones tendría, con mucho sentimiento, que interrumpir las buenas relaciones que ha llevado con mi familia y no me encargaría más de sus negocios. Cuando sea tiempo impondré a usted de la causa que ha motivado que yo le haga esta recomendación.

Doña Dominga de Arratia que, además del sincero cariño que tenía por el licenciado, lo respetaba por su edad y su saber, le prometió que cumpliría como si se lo hubiese mandado su confesor, y lo mismo haría su marido. Don Pedro Martín se retiró y entró un tanto contento en su casa, donde sus hermanas lo esperaban con impaciencia.

En la noche, a la hora del paseo acostumbrado en su biblioteca, fue cuando tuvo el viejo abogado tiempo de reflexionar en la situación comprometida y horrible en que lo había colocado repentinamente y en muy pocos días la casualidad, el destino o la Providencia.

La conversación que escuchó en el comedor le había probado que los supuestos reos que estaban condenados a prisión o a la muerte, eran perfectamente inocentes, y un hombre como él, religioso y de conciencia, una vez que por obra de la Providencia había sabido la verdad, no podía permitir la muerte, la deshonra y el martirio de esos desgraciados; pero ¿cómo hacerlo? Era necesario que compareciesen ante la justicia Casilda y Juan, a quienes él había protegido y se guardaban en su casa. Juan y Casilda podían vindicarse, él mismo les proporcionaría un defensor hábil, y no probándoles nada, serían puestos en libertad; pero de pronto tendrían que ir a la cárcel y él hacía el papel de denunciante de los que él mismo había amparado, y tenía la certeza de que eran tanto o más inocentes que los vecinos. Suponiendo que se resolviese a presentar a sus prodigios ¿qué diría el público? ¿Qué comentarios no se harían? Siendo Casilda tan seductora ¿qué dirían los maldicientes y la misma prensa ligera, malévola muchas veces, siempre ávida de chismes, de consejas y de escándalos para mantener la curiosidad de los suscriptores y vender números sueltos? Pero aun en el caso que se resolviera a dar este paso ¿qué fuerza tendría el testimonio de un muchacho tachado, según informes y testigos, de malísimas costumbres, y de una mujer a quien casi habían visto robarse en compañía del querido la fruta de las huertas de San Ángel? Pepe Villar y el licenciado Bocanegra estaban furiosos todavía y no olvidaban que les hubiesen privado de sus mejores peras y de las ciruelas de España que con tanto trabajo habían logrado aclimatar en sus jardines. Y luego ¿cómo consentir él, que tenía delante esa Venus griega que se había aparecido a la hora del alba entre los cortinajes de su balcón, que fuese a la inmunda cárcel a declarar que había sido la querida de un asesino? Sólo él, que había escuchado desde el torno del comedor una especie de confesión general, podía atestiguar su inocencia, su buena conducta y, si se quiere, hasta su virtud, pues desde que fue arrojada por el desalmado Evaristo había vivido honestamente de su trabajo. ¿Cómo probar todo esto? ¿Cómo salvar también a ese infortunado muchacho perseguido por la suerte y contra el cual se habían amontonado calumnias y mentiras?

Coleta y Prudencia se habían dormido, y Casilda y Juan, en sus cuartos respectivos, llenos de dudas, pero confiados en la bondad de su protector, descansaban también; sólo el viejo licenciado estaba paseando de uno a otro lado de la biblioteca, y cuando notó que las velas se estaban acabando eran cerca de las tres de la mañana. Se metió precipitadamente en el lecho a esperar el chocolate que, al dar la primera campanada del alba, le llevaba a su recámara la bellísima y desgraciada Casilda.

XXXIV. El litigio de los marqueses de Valle Alegre

Imponente y magnífico era el salón de la Alta Corte de Justicia. En el fondo, un tablado que casi abrigaba un dosel de terciopelo carmesí con galones de oro, un gran bufete con una carpeta de brocado, un juego tintero y una campanilla de plata, y en el respaldo las armas y un manuscrito original en un marco dorado, del acto constitutivo de la República. Alrededor de la mesa, sentados, tres magistrados y el secretario, todos de edad madura, muy graves y serios, algunos ostentando en sus fracs negros la medalla de la primera época de la independencia. El tablado, de más de un metro de altura, separaba a los magistrados del público con un tosco barandal de caoba de estilo romano. Una escalerilla con alfombras de terciopelo proporcionaba el acceso a esta especie de trono. El resto del salón, artesonado de cuadros de verde y oro, estaba ocupado con bancos y sillones destinados al público; en las paredes, divididas en tableros separados por molduras talladas también de oro y verde, estaban pintadas al fresco, del tamaño natural, la Justicia, la Fe, la Caridad y la Fortaleza.

Cuando don Pedro Martín de Olañeta entró vestido correctamente de negro, con pasos majestuosos, erguido, satisfecho de sí mismo, inclinando la cabeza acompasadamente para saludar, hubo un murmullo en el público, pues el salón estaba lleno. Subió la escalinata, se inclinó ante el tribunal y tomó asiento en uno de los sillones colocados a la derecha.

A los diez minutos otro murmullo semejante al de un enjambre que se levanta de la copa de un arbusto de borraja, indicó la llegada de otro célebre abogado, don Juan Rodríguez de San Gabriel, vestido también con igual corrección, pero con menos elegancia, pues su frac le iba muy holgado y los pantalones formaban un torso visible al caer sobre sus botas de charol. Mucho más afable y comunicativo que don Pedro Martín, distribuyó algunas sonrisas, arrugó los ojos para cerciorarse si tropezaba al pasar con personas conocidas, saludó a unos, estrechó la mano a otros, y subiendo con presteza los seis escalones alfombrados tomó asiento junto a don Pedro Martín, inclinando apenas la cabeza ante su compañero, el que desvió la suya a otro lado para no corresponder a un saludo que casi era un insulto.

Se trataba en esta ocasión del famoso pleito entre los marqueses de Valle Alegre y el Juzgado de Capellanías. Como tal establecimiento acabó con las Leyes de Reforma y la desamortización eclesiástica, explicaremos en dos o tres renglones lo que era el Juzgado de Capellanías. Un banco que tenía un capital de 10 a 12 millones de pesos, que no emitía billetes, ni tenía cartera, ni cuentas corrientes, ni sucursales, ni nada de esas zarandajas a la moda, que repentinamente dan un traquido o un Panamá, que es lo peor, que ni Judas reventó tan estrepitosamente. Los ricos aristócratas tenían allí caja abierta; diez, veinte, treinta mil pesos era cosa fácil de conseguir con hipoteca de una hacienda, y al rédito de 6 o 5 por ciento anual. Tras esos treinta, otros diez y otros mil más, y así hasta que pedían y se les daba más dinero que lo que valía la hacienda o haciendas afectas al pago. Una vez adquiridas esas sumas se echaban a dormir y no volvían a pagar un solo peso de réditos, y cuando el cobrador les urgía mucho o eran amenazados con un juicio, con quinientos o mil pesos componían el negocio y obtenían esperas.

Coche a la puerta, criados de librea, buena mesa y a tragarse tiempo; ése era su único pensamiento y su mayor habilidad. El juzgado se veía al cabo de años y años obligado a proceder, y tenía si no diez, por lo menos veinte o treinta litigios, de los cuales comían y bebían la mayor parte de los abogados de la capital.

Los marqueses de Valle Alegre fueron mucho tiempo como quien dice los niños mimados de este banco Agrícola-Eclesiástico. Era familia que se trataba rumbosamente. Temporadas cada uno en una u otra de sus haciendas, donde concurrían sus padres y amigos, y días había que se sentaban a la mesa treinta o cuarenta personas. En la Pascua de San Agustín de las Cuevas desplegaban el mayor lujo en vestidos y carruajes, y no dejaban de perderse al juego sus doscientas o trescientas onzas de oro. Todos los días mesa abierta en su palacio, y cuando había ópera italiana, dos palcos en el teatro; y por no alargar el cuento no mencionamos seis u ocho mulas y otros tantos caballos para el servicio de los carruajes. Esta buena vida duró hasta que el Juzgado de Capellanías, en vez de prestarles más dinero, les reclamó con urgencia el pago y concluyó por demandarlos en juicio y promover el embargo y venta de las fincas hipotecadas. La familia se componía del jefe, que era el mayorazgo. Como una ley desvinculó los mayorazgos disponiendo que el primogénito gozara de la mitad de los bienes quedando la otra mitad para los demás hermanos, vivían y gastaban en común sin llevar cuentas ni cuidarse de si los bienes daban lo bastante para sostener el lujo y pagar las deudas; pero desde el momento en que se entabló el litigio, entró la discordia en la familia, se trató de exigir cuentas al hermano mayor, se hicieron economías y se dedicó la familia toda, según su posibilidad, y esfera de acción, a defender las haciendas, a embarazar de mil maneras el curso del litigio y aprovechar las oportunidades para vender ganados y esquilmos. Cuando un abogado iba perdiendo terreno lo dejaban y se valían de otro, y así recurriendo en años a todo el foro de la capital, y ya por recomendaciones o ya introduciendo en el proceso artículos tan absurdos que no se podía ni imaginar cómo los jueces no los desechaban, se tragaron tiempo y más tiempo; pero como no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, llegó por fin el día terrible en que la Alta Corte de Justicia iba a decidir ya sin apelación de la suerte de los marqueses.

Entremos un momento al tribunal.

El presidente tocó la campañilla, y el secretario comenzó a dar lectura a los autos, que eran tan voluminosos como los de la causa del asesino y socios de la calle de Regina. Al cabo de una hora, los abogados, los notarios, los curiales, los pasantes y demás ociosos que por matar el tiempo asistían a los tribunales, dormían profundamente; algunos, habiéndose acomodado bien en los bancos y sillones, roncaban estrepitosamente, hasta el punto que dos o tres veces había tenido que tocar la campanilla el secretario para prevenir al portero que despertara a los dormilones o les recomendase que fuesen a dormir la siesta a su casa. Terminada al fin la lectura, que ninguno oyó, pues los magistrados y defensores también habían inclinado la cabeza y roncado de vez en cuando, el patrono del Juzgado de Capellanías se puso en pie y comenzó su alegato.

—Señores magistrados —dijo con voz segura y como persuadido del triunfo que iba a obtener— la lectura de los autos que acabáis de escuchar con tan marcada atención, basta por sí sola para que forméis un juicio exacto del negocio; y si he venido a informar ante un tribunal tan augusto, ha sido sólo por cumplir con los preceptos de la ley y porque la parte que defiendo quede plenamente convencida del celo con que la he patrocinado desde el momento en que me confió la defensa de sus derechos ultrajados de la manera más torpe y más indigna, y cualquiera diría que más que en una República que se dice liberal, y que llaman sus seudo defensores el modelo de los gobiernos, nos encontramos en un país de cafres o de…

—Al orden, señor licenciado —dijo el presidente con cierto malhumor y agitando la campanilla.

—Suplico a los respetables magistrados que me perdonen si en el calor de la improvisación se ha podido deslizar alguna frase, siendo sólo mi intención…

El presidente hizo un ligero movimiento de cabeza como para significar que está ya satisfecho, supuesta la buena intención del orador, y éste continuó:

—Vais a saber, señores magistrados, si no lo sabéis ya por los autos que se acaban de leer, que se trata del más grande escándalo que pueda registrarse en los anales del foro mexicano.

El presidente alargó la mano para tocar otra vez la campanilla, pero una significativa mirada del orador le dio a entender que no era necesario tal rigor.

—¡Once años, señores magistrados, van corridos desde que se decretó la providencia precautoria para asegurar los réditos y el capital que adeudan los señores marqueses de Valle Alegre, y no mentiría si dijese que el negocio está como el día en que comenzó! ¡Once años, señores magistrados, para un juicio ejecutivo y sin adelantar ni un paso! ¡Once años de chicanas! ¡Once años durante los cuales se han introducido artículos improcedentes y contra el tenor y espíritu de las leyes que marcan los procedimientos en los juicios ejecutorios! ¡Once años, señores magistrados, para lo que hubiesen bastado once días, a no ser por la mala fe que ha caracterizado a los diversos patrones de los marqueses de Valle Alegre!

—No permito a nadie que me acuse de mala fe —dijo don Pedro Martín poniéndose en pie.

—Al orden, señor San Gabriel —interrumpió el presidente agitando fuertemente la campanilla.

—Muy lejos estoy de aludir a mi apreciable compañero.

Don Pedro Martín inclinó la cabeza, manifestando que quedaba satisfecho, y Rodríguez de San Gabriel continuó:

—Jamás, respetable Sala, he querido que se me crea bajo mi palabra, por sencillas que sean las cuestiones. Mis procedimientos en materia civil son tan ajustadas a las leyes y a las doctrinas de los más célebres jurisconsultos, que no discrepan un ápice, y tienen por esa razón una fuerza contundente. Se me permitirá que lea algunos párrafos del Informe fiscal de la Habana, para probar con cuánta razón he llamado escandaloso un litigio que ha durado once años.

Nadie había advertido que en el costado de la Sala y detrás de los sillones estaba una especie de consola con un reloj de bronce dorado. Esa mesa contenía diez o doce volúmenes, que desde muy temprano había enviado y mandado colocar allí el licenciado Rodríguez de San Gabriel. Tomó el volumen titulado Informe fiscal, y comenzó a leer. A la media hora el público y los magistrados dormían otra vez, y en esta vez, aunque roncaron, no se agitó la campanilla del presidente. Rodríguez de San Gabriel se aprovechó de esta calma y de este silencio para leer capítulos enteros de los diversos libros que allí tenía. Por fin acabó con una elocuente peroración un tanto picante y no poco ofensiva aun para los mismos magistrados.

Rodríguez de San Gabriel se dejó caer a plomo en el sillón como satisfecho de sí mismo, y don Pedro Martín se levantó entonces erguido y soberbio, y con una voz de trueno que despertó al auditorio, dijo:

—Señores magistrados: Si los argumentos fútiles y las palabras vacías de sentido, que no en vano se dice que se las lleva el viento, fuesen una cosa material que pudiese reducirse a polvo, poco esfuerzo gastaría para reducir a polvo el largo discurso de mi respetable compañero, y tanto polvo resultaría, que la Sala y los magistrados y el orador quedarían enterrados, sin poder salir en lo que les queda de vida. ¡Qué audacia, qué aplomo para citar autores y leer doctrinas que son precisamente contradictorias a la parte que defiende y que vienen como de molde para apoyar y sostener la causa de los marqueses de Valle Alegre! Suplico al señor secretario que lea el párrafo 4o de la página 229 del Informe fiscal.

El secretario tomó el libro que con alguna repugnancia le alargó el licenciado Rodríguez de San Gabriel, y leyó:

—«Es práctica utilísima y provechosa en esta Isla (Habana), que cuando los bienes del deudor exceden, y con mucho para cubrir las hipotecas, se cita una junta para provocar un avenimiento, aun cuando el negocio se halle en última instancia».

—Ese párrafo, señores magistrados, lo pasó por alto mi respetable compañero, y dio lectura a los que no son aplicables a este negocio, desentendiéndose del que acaban de oír los magistrados. ¿Se ha pensado en citar una junta? ¿Se ha procurado averiguar siquiera si los marqueses pueden exhibir una cantidad respetable que casi cubriría los réditos vencidos? Nada de esto, señores magistrados. Lo que se ha tratado es de humillar, de ofender a una noble y antigua familia a la que debe la patria señalados servicios…

Don Pedro Martín siguió por este estilo defendiendo con energía la mala causa de los marqueses, pero en medio de su discurso vinieron repentinamente a su imaginación Casilda y Juan, pensó que tal vez en ese mismo momento, habiendo sido descubiertos, el juez mismo se había presentado en su casa para apoderarse de ellos y encerrarlos en la prisión. Se turbó, repitió argumentos, perdió el hilo de su discurso y acabó, en fin, de mala manera; de modo que los mismos magistrados y el público que lo conocía como orador elocuente, quedaron disgustados. Rodríguez de San Gabriel se despidió de él con más afabilidad, pero con una sonrisa burlona, como quien dice: «Está tu pleito perdido, has quedado mal». Harto lo conoció don Pedro Martín; el salón quedó casi solo cuando comenzó a decaer en su peroración, y únicamente los dependientes de los marqueses lo esperaban en la puerta para hacerle algunos elogios y darle un mediecito de oro.

Cuando ya bien tarde regresó a su casa, todo estaba en orden. Las hermanas, bostezando de hambre, lo esperaban para comer; Casilda, con la recamarera, platicando en la cocina de la carestía de la fruta y del recaudo, y Juan muy aplicado escribiendo y leyendo la gramática castellana en la biblioteca.

XXXV. Malos pensamientos y dificultades

Si cuando don Pedro Martín escuchó en el comedor la interesante conversación de Casilda y Juan, se fijó en las palabras que, calificaremos de amorosas, se le escaparon al muchacho, no lo sabremos decir, pero el caso es que pensaba hacía ya una semana en la manera de separarlos, sin que pareciera ese paso violento ni a sus hermanas, ni a la misma Casilda, y en su hora de ejercicio habitual en la biblioteca formulaba esta otra cuestión, que no acertaba a contestar: ¿tendré celos?

Un cuarto de hora dio un paseo tras otro; un poco desvanecido se detuvo y meditó:

—Sí, no cabe duda, los síntomas son muy marcados y no puedo equivocarme. Un poco de odio al muchacho; arrepentimiento de haberlo admitido en mi casa. Deseo vehemente de mirar a Casilda y decirle algo, cualquier cosa, aunque fuese una tontería. Deseo de que me responda también algo, y que se ría, porque no sé qué emoción me causa verla esa lengua tan colorada y tan fina saliendo entre dos hileras de dientes tan parejos, que ganas me han dado de tentárselos para cerciorarme de que no son postizos. Además, tengo cierto embarazo delante de mis hermanas cuando hablo de Casilda, y siento que me pongo colorado… No faltaba más… ¿Y qué tengo yo que guardar consideración a mis hermanas, ni qué demonio ni mando tienen sobre mi? Dos solteronas viejas, que por nada tienen que apurarse, pues yo les doy lo que necesitan, y más todavía de lo que necesitan para sus limosnas y sus antojos… Sí, soy dueño de mi voluntad, señor de mi casa, y si mis hermanas se molestan o se atreven a decirme la menor cosa que me ofenda, se mudarán de aquí y me quedaré sólo con Casilda.

Don Pedro Martín, después de este monólogo, continuó su paseo por la biblioteca, pero rápidamente, a grandes pasos, como si le hubieran dado cuerda y con una visible agitación; detúvose, por fin, delante de diez o doce volúmenes en pergamino que en desorden estaban en su bufete, y como dirigiéndose a ellos y consultándoles, decía:

—¿No es verdad que no son celos? ¿Celos yo de una mujercita de la calle, de una cualquiera, de una fregonera? ¡Imposible! No, no; será otro sentimiento cualquiera, pero celos no, y aunque así fuera ¡vive Dios! —continuó dando una fuerte palmada en uno de los pergaminos— que un hombre educado como yo, con vosotros, que ha pasado las noches enteras leyendo las sabias máximas que contienen vuestras amarillas hojas, no se ha de dejar dominar por un sentimiento pasajero sí, muy pasajero, y si no lo es, Pedro Martín de Olañeta, asesor del virreinato y que ha desempeñado los más elevados cargos de la República, no se dejará vencer por ruines pasiones. Si lo que tengo, en efecto, son celos, los dominaré; y si lo que tengo es amor, lo dominaré también e iré a la sepultura honrado y limpio como hasta aquí.

La carne, avara de goces y perecedera, abogaba por la causa de Casilda; pero el alma, fuerte e inmortal, rechazaba toda idea que pudiese manchar la vida ordenada y regular del magistrado.

Continuó meditabundo y fija la vista en sus polvorosos libros, cuando se abrió la puerta y de rondón se coló el marqués de Valle Alegre. Sin saludar y sin ninguna otra ceremonia se quitó el sombrero y lo tiró en un montón de papeles y periódicos en desorden, y se dejó caer en un sillón.

—Ya lo sabrá usted, licenciado —dijo, echando de los pulmones un gran resuello— estamos perdidos, arruinados completamente. La Corte de Justicia ha fallado por unanimidad en favor de ese beato hipócrita de Rodríguez de San Gabriel. Crea usted, licenciado, que no me doy un tiro en la chapa del alma porque soy cristiano y tengo un poco de miedo al infierno; pero de lo contrario, me puede creer, no hubiera puesto más un pie en la casa de usted y ahora estaría usted ayudando a mis parientes a disponer mi entierro, mandar hacer lutos, formar los inventarios, repartir las esquelas y todo ese trabajo que damos después de muertos los que tenemos título de Castilla, como si no fuera bastante la guerra que damos en el mundo cuando vivimos; pero no hay que darle vueltas, entre matarme y casarme, he escogido esto último, que quizá será peor, pero no tengo otro remedio. Sin embargo, vengo a tomar el consejo y la opinión de usted.

El licenciado que quiso, pero en vano, interrumpir tan larga peroración, lo dejó concluir y desahogarse, y él mismo tuvo también tiempo de apartar sus pensamientos del escabroso rumbo que seguían y preparar la conveniente respuesta que debía dar a su cliente.

—No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, señor marqués. Mis hermanas y muchas gentes dicen que los refranes españoles son evangelios chiquitos, y nada es más cierto. Me he cansado de decirle a usted que por más que yo hiciera con mi ciencia de abogado, que no es ninguna, un día u otro deberíamos llegar a este resultado si no decidía usted hacer una transacción con el Juzgado de Capellanías, que tuviera la base de pagar siquiera la mitad o la tercera parte de lo que debía usted de réditos; pero usted no ha querido, ni me ha escuchado.

—Sí he querido, licenciado, y cómo no había de querer ni de escuchar a usted que es mi Salomón; lo que sucede es que no he tenido, no he tenido, lo puede usted creer.

—No me gusta mezclarme en la vida doméstica, ni mucho menos en la de usted, señor marqués, a quien, además del respeto que tengo a su casa, estimo personalmente; pero no sé en qué habrá usted invertido el dinero que produjo la fabulosa cosecha de maíz que dieron las dos haciendas el año pasado; creo que debe haber excedido de ochenta o cien mil pesos, y con la mitad de esa suma que hubiera pagado, ya estaría hoy tranquilo y sin haber dado ocasión al señalado triunfo que ha obtenido Rodríguez de San Gabriel, a pesar de que me esforcé en la defensa; pero era causa perdida, señor marqués, perdida completamente: ni Papiniano, ni Justiniano, ni Ulpiano, vaya, ni el mismo Cicerón hubieran sacado a usted victorioso.

—Qué quiere usted, señor licenciado, calaveradas, cosas de la vida que no se pueden prever, compromisos que vienen repentinamente. Todo lo que usted habrá oído decir que gané en la última Pascua de San Agustín de las Cuevas, y algo más, mucho más, casi todo el valor de la cosecha, se fue en una noche. Me llevaron a cierta visita de mucho tono, de mucha importancia; yo no quería ir, pero me comprometieron, había muchachas o, mejor dicho, señoras muy respetables y comenzamos, y ya ve usted, delante de damas, no quise ser menos que los demás, ni empañar mis títulos, y todo se perdió en esa maldita noche; me quedé sin un peso, pero, como Francisco I, muy orgulloso de no haber dado mi brazo a torcer. Pero no hay que hablar ya de eso, pasó, y no tiene más remedio sino preparar el desquite.

—Eso será lo peor —contestó don Pedro Martín—; ya me figuraba que ésa sería la conclusión del cuento de tal desastre que, de verdad, no había yo sabido y siento en el alma.

—No hay miedo —contestó el marqués— mi situación es tal hoy que nada arriesgo, ya nada tengo que perder después de la sentencia. Pero lo que verdaderamente me ha indignado es la manera astuta y traidora con que compuso su discurso Rodríguez de San Gabriel, haciendo alusiones ofensivas al honor de mi casa y de mi familia. Crea usted, licenciado, que si no tuviese de por medio este asunto del casamiento, le hubiera ido a dar en su misma casa una de bofetadas a ese Rodríguez de San Gabriel, que ya hubiese tenido para un mes de cama.

—Pero ya dirían a usted —dijo don Pedro Martín— que no fue por la respuesta a Roma. Él ganó el pleito porque no había otro remedio. Jueces de palo que hubieran sido, habrían sentenciado en contra de usted, pero en cuanto a la defensa, tengo la vanidad de creer que lo hice materialmente pedazos.

—Es verdad, así me lo han contado y éste es un motivo para afirmar más y más nuestra antigua amistad. Usted es hoy el director de la antigua y noble casa de los marqueses de Valle Alegre, y lo seguirá siendo toda la vida. Es necesario confesar que si hemos llegado a esta fatal situación es por habernos separado de sus consejos.

Don Pedro Martín inclinó la cabeza de una manera respetuosa pero digna, para dar las gracias por el honor que le dispensaba el marqués de Valle Alegre, y éste continuó diciendo:

—Verdaderamente no sé dónde tengo la cabeza. El objeto principal de mi visita era hablar con usted de mi casamiento y arreglar previamente ciertas cosas indispensables: eso usted sólo lo puede hacer.

—¡Casamiento en la situación en que se encuentran sus negocios! Me parece una locura.

—Así parece a primera vista, pero es todo lo contrario. Es el único remedio posible que puedo encontrar, y además, hasta cierto punto un compromiso de honor. Ciertas palabras indiscretas que solté en otro tiempo, me obligan hoy, y no sé cómo salir bien si no me resuelvo a doblar la cerviz al yugo del matrimonio, ponerme en paz y reconciliarme con Dios y su Santa Iglesia.

—A todo esto ¿quién es la novia?

—La novia está lejos, un poco lejos de aquí, y tendré que andar muchas leguas antes de dar con ella; precisamente es una de las primeras cosas que tiene usted que arreglarme.

—¿Cómo? ¿Será posible que quiera usted, señor marqués, que le vaya yo a buscar a la novia, quién sabe a qué distancia?

—No, no es eso, señor licenciado. Lo que quiero es el avío, tal y como está y como lo han tenido toda su vida los marqueses de Valle Alegre; es decir, el uso de mulas tordillas, el uso de mulas prietas y el uso de mulas coloradas para el regreso. Veinte mozos bien montados y armados, con caballos de remuda, el hatajo de mulas con sus mejores aparejos, el coche de camino de la hacienda y las dos carretelas con sus troncos de remuda. Todo esto me lo tiene usted que salvar de las garras de Rodríguez de San Gabriel. Yo conozco mucho al Conde. Si no llego con este aparato, no habrá casamiento y adiós de esperanzas y de porvenir.

—Pero, señor marqués —le interrumpió don Pedro Martín— me está usted hablando en griego; no entiendo una palabra, y o usted ha perdido la cabeza o yo no la tengo muy en su lugar.

—Ya lo entenderá usted todo cuando lea esta carta, ella es la clave de lo que parece a usted un enigma.

El marqués sacó del bolsillo de su levita un grueso paquete de papeles, y después de registrarlos, entregó uno de ellos al licenciado.

—Lea usted en voz alta, licenciado —le dijo el marqués— necesitamos hablar y discutir, porque hay frases que no me gustan mucho y sería yo capaz de prescindir y de echarlo todo al diablo.

Don Pedro Martín, sacó del sobre la carta y leyó:

«Hacienda del Sauz, noviembre, etcétera.

Pariente:».

—¿No le parece a usted, licenciado, que es un poco llano, por no decir grosero, el principio? Se contenta con poner la fecha sin que proceda mi nombre y mis títulos, pero continúe usted.

El licenciado continuó:


He resuelto casar a Mariana. Un rico minero de Sombrerete me la ha pedido, y no le faltan papeles para probar que desciende de uno de los reyes godos; pero no obstante esto, preferiré que el nombre de mi casa se entronque por medio de un enlace con el de Valle Alegre. En otro tiempo me hizo usted una insinuación que no tomé en consideración porque Mariana era muy joven. Hoy está ya en edad de tomar estado y de ser cabeza de una noble familia.

Si usted da a esta carta otra interpretación, lo que no me atreveré a creer, será motivo de que crucemos las espadas; su brazo de usted es fuerte y su ánimo el de un noble, y por tales razones le anticipo que cualquiera diferencia que con este motivo se suscite entre nosotros, no podrá resolverse sino con las armas.

Dios le tenga en su santa guarda para bien de su familia y el buen nombre que le legaron sus abuelos. Su pariente,

El Conde de Sauz.
 

—Pero esta carta, más que otra cosa, es un desafío —dijo don Pedro Martín cuando la acabó de leer.

—Me alegro mucho de que usted la califique así. Eso mismo había yo pensado —le contestó el marqués.

—¡Qué hombre! —prosiguió el licenciado—. Natural y figura hasta la sepultura, como dice mi hermana Prudencia. Es lo más raro, lo más extravagante que se puede uno pensar. Yo he tenido con él la túnica de Cristo. Jamás una mala razón ni un gesto desagradable; le he servido en sus asuntos con lealtad, y él me ha pagado generosamente, pero dejemos eso a un lado. ¿Qué piensa usted hacer?

—Ya se lo he dicho a usted: casarme con mi prima Mariana, y no porque le tenga miedo a su padre, pero me daría pena darle una estocada o matarlo. La calificación que ha hecho usted de la carta es exactísima. O me caso o tenemos un duelo; prefiero casarme, y esto, por otra parte, me salva de la ruina. El Conde está perfectamente en cuanto a intereses. Sus haciendas no están gravadas y se hallan muy bien administradas por ese viejo don Remigio, que las hace producir miles de pesos cada año. Tiene además el Conde la camarista antigua, doña Agustina, a quien usted conoce. Sin negarle dinero cuando se lo pide, tiene tal arte para ahorrar, que cuando él cree que ya no hay un solo peso en las cajas, doña Agustina tiene veinte o treinta mil. En lo único que ha perdido el Conde, es en los negocios de minas, pero precisamente una de las de Sombrerete, en que tiene cinco barras, está en una bonanza desecha. Ya ve usted que la herencia de Mariana por parte de la difunta condesa no debe bajar de cuatrocientos mil pesos. Ya es algo que llenará el agujero que nos ha hecho Rodríguez de San Gabriel.

—Tenga usted presente, marqués —le dijo el licenciado— que el casamiento es para toda la vida. El dinero va y viene, y usted además, no queda pobre ni está completamente arruinado como cree, mientras el matrimonio es un collar de fierro que no puede romper más que la muerte.

—Collar de fierro, ha dicho usted muy bien, señor don Pedro Martín; pero un collar de fierro con medio millón de pesos se puede aguantar muy bien. Verdad es que yo he oído no sé qué cosas respecto de mi prima Mariana, que no he querido creer; y luego ese asesinato de Tules, ahijada de Agustina, ha empañado un poco el blasón de la casa, porque todo el mundo ha dicho que ese bandido, así como otros varios que yo conozco, son protegidos del Conde, y cualquier cosa se puede esperar de un hombre tan estrafalario como él, pero a todo estoy resuelto y es necesario en el mundo cerrar un poco los ojos cuando conviene.

—Nada he oído decir hasta ahora, señor marqués, contra la conducta de la Condesita. La creo buena y virtuosa como su difunta madre. Un poco dura de carácter, eso es todo; pero en algo se había de parecer a su padre.

—¡Vaya si lo sé! —contestó el marqués—. Pero yo me encargaré de mejorar, hasta de hacer su genio dulce como la miel; el matrimonio cambia mucho a las mujeres. Al que temo es al Conde, no por miedo material, pues sé que en un duelo lo mataría seguramente; no puede competir conmigo en el manejo de la espada; pero lucidos quedábamos con que fuese yo a asesinar al padre de mi mujer. Esas cosas no son para hombres de mundo, están buenas para el teatro. Para evitar cualquiera contingencia, tengo mi plan formado. Cuando el Conde esté en México, yo me marcharé a las haciendas con mi prima, es decir, con mi mujer. Cuando el Conde vaya a las haciendas, vendremos a México y en todo caso no habitaré la casa de la Calle de Don Juan Manuel, a la que tengo una decidida aversión desde que murió la Condesa. Vamos al grano y a lo que importa, señor don Pedro, pues nos hemos divagado. Quiero que usted consiga con sus buenas relaciones con los canónigos, que me dejen el avío completo, tal como se lo he dicho a usted, y que pueda yo, si me conviene, habitar la casa de la hacienda durante un año, lo demás que se lo cojan todo, que lo vendan, con tal de que no aparezca yo como expulsado.

—Lo del avío no me parece difícil, señor marqués, y se puede hacer una combinación para rescatarlo; pero lo segundo es como imposible, pues el que compre las fincas querrá, con mucha razón, entrar en posesión de ellas; haremos lo posible, y además ya he dicho a usted que no queda tan tirado a la calle. Más tiene el rico cuando empobrece, que el pobre cuando enriquece, como dice doña Dominga de Arratia, y así le sucedió a ella. Veamos, a no ser que haya usted vendido o regalado algo sin que yo lo sepa.

—Nada, nada he hecho sin conocimiento de usted, señor licenciado.

—Pues entonces, señor marqués, le queda a usted la magnífica casa en que vive con la familia; el rancho de pulques de los Llanos de Ápam, que produce treinta pesos diarios; cuatro escrituras que producen de réditos siete mil pesos cada año; papeles diversos contra el gobierno que, aunque se calculan sólo a ocho por ciento, importan cerca de cincuenta mil pesos, y el rancho de Santa María de la Ladrillera, que casi es de usted por el dinero que por mi conducto se le ha prestado al licenciado Lamparilla para doña Pascuala.

—Es verdad, todo eso me queda libre, señor don Pedro, y las alhajas que están valuadas en ochenta mil pesos; pero una parte de ellas está en el montepío.

—Haremos, si a usted le parece, una combinación.

—La que usted quiera, con tal de que me arregle pronto mis negocios para que pueda ponerme en camino, llegar a la hacienda del Conde y casarme. Vea usted la contestación que tenía ya escrita. Si le parece bien, al salir la pondré en el correo.

El marqués volvió a sacar del bolsillo su paquete de papeles, y después de recorrerlos dos o tres veces, encontró la respuesta.

—Este paquete que usted ve que cargo en el bolsillo, vale como cinco mil pesos, es decir, para mis acreedores, pues son cartas y cuentas diversas, y es necesario que yo pague esto antes de salir de México; pero no perdamos tiempo, tenga usted mi contestación al Conde y léala.

«Pariente:»

—Ya ve usted, lo trato como él me trata; continúe usted.

Don Pedro Martín continuó:


Pariente:

En vez de darnos una estocada, pronto me tendrá usted en esa hacienda, para estrecharle la mano y postrarme a los pies de mi bella prima Mariana, cuya mano acepto con el mayor respeto y placer, y la casa de los marqueses de Valle Alegre señalará como un día de ventura su alianza con la heredera del noble conde de San Diego del Sauz. Entre tanto, os saluda vuestro pariente.

El Marqués de Valle Alegre.
 

—Excelente —le dijo don Pedro Martín devolviéndole la carta.

—Ya verá usted, cada uno según su carácter. El carácter duro y altanero del Conde se reconoce con sólo leer su carta. Mi genio franco y amable se revela inmediatamente al leer la mía.

—Es verdad —contestó el abogado—. No quisiera decir mal del Conde, es un poquillo áspero pero los dotes de la naturaleza no son iguales en todo; en cambio es esclavo de su palabra, puntilloso, delicado, caballero por los cuatros costados, un hidalgo de la Edad Media; pero esto no se hace al caso, ni sus buenas ni malas cualidades harán a usted ningún mal si sigue el plan de vida que me ha indicado; mas antes de que ponga usted la carta en el correo, vuelvo a aconsejar a usted que reflexione, una, dos y tres veces, así cumplo con la buena amistad que tengo con usted y con el Conde.

—Reflexionado está una, dos y tres veces, señor Pedro Martín —le respondió el marqués—. He examinado el negocio por sus dos aspectos, y de veras no tengo otra salida más que casarme. Conozco que le hago un gran favor a mi prima Mariana.

—¡Cómo favor! —no pudo menos que exclamar el abogado interrumpiendo al marqués.

—Sí, señor, favor, y mucho más, aunque no lo crea —prosiguió el marqués, muy entusiasmado y con el tono de la más perfecta convicción—. En primer lugar, mi prima ya estará jamona. No es una niña, que digamos; era bonita, pero no sabemos si se habrá descompuesto con tantos viajes y vueltas a la hacienda y con los regaños y brutalidades, sí, señor, brutalidades del Conde; en segundo, yo sé que ha tenido sus amores con un cierto capitán. Una conversación que oí sin querer al coronel Baninelli, en casa de unos amigos, me dio mucho en qué sospechar.

—¿Qué se atreverá usted a pensar, señor marqués, que la Condesita no se ha conducido como lo mandan su religión, el decoro y la noble cuna en que nació?…

—No, eso no; pero ya ve usted, una muchacha que ha tenido amores, ya no tiene el corazón virgen, y el marido viene ya en segundo lugar.

—Marqués, de verdad que creía yo a usted hombre de mundo. A los veinte años, toda joven, que más que menos, ha tenido sus amorcillos. Elija usted una niña de quince años, y educada en un convento, y entonces será usted su primer amor, y aún ¿quién sabe? Porque, como dicen mis hermanas, el corazón no se manda.

—Tiene usted razón, estamos discutiendo inútilmente el pro y contra. Pues que estoy resuelto a casarme, no hay que hablar de ello. Lo que deseo es que me arregle usted mi viaje, y se desengañe que con todo y el inventario que rápidamente hemos hecho no he quedado rico. Creo haberle dicho a usted que hemos vivido en familia tirando y gastando dinero y con el decoro que exige nuestro rango de la sociedad. Ahora que, como dirían las hermanas de usted, les vemos las orejas al lobo, hermanos y hermanas, y primos que tienen legados en el testamento de nuestro difunto padre, piden cuentas y no hemos dejado de tener nuestros disgustos. Créame usted y ayúdeme; con todo y que me sacrifico y le hago mucho favor a mi prima Mariana, no tengo más remedio que el casamiento o la bancarrota, el escándalo, y acabar con tragedias dándonos el Conde y yo de estocadas. Él es valiente y no retrocede, ni yo tampoco. Los dos sabemos bien una terrible estocada al ojo derecho, y el más ligero y de mejor puño quedará con vida.

Don Pedro Martín inclinó la cabeza afligido y disgustado de tener que intervenir en este asunto, que no veía muy claro ni muy leal de parte del marqués. Se casaba con Mariana únicamente por el interés, y esto no parecía bien a la conciencia recta y honrada del abogado. Después de un rato de meditación y como resignado, se levantó del sillón, dio unos pasos y volvió al bufete dirigiéndose al marqués.

—Bien —le dijo— en lo del casamiento, francamente, no es de mi opinión y me lavo las manos; en cuanto al material arregló de sus intereses, le ayudaré a usted, no quiero abandonarlo cuando, sea como fuere, usted ha perdido su pleito. Oiga usted mi plan: Tengo quien compre la escritura con un descuento moderado. Con ese dinero se desempeñarán las alhajas.

—Sí, cabal —interrumpió el marqués—, ¿y cómo no me había ocurrido? Usted me salva, señor don Pedro Martín. Desempeñando las alhajas puedo dar unas donas a mi prima Mariana como si fuese yo un rey. Esto, lo sé muy bien, ablandará a mi feroz pariente y no pasará la luna de miel sin que haya yo recibido la herencia de la difunta condesa…

Don Pedro Martín hizo un gesto e interrumpió al marqués.

—Si no me deja usted acabar… —le dijo algo enfadado.

—Tiene usted razón, ya escucho y callo.

—En vez de pedir favor a los canónigos o a Rodríguez de San Gabriel, retira usted su avío y lo paga al contado, rompe o guarda ese paquete de papeles que tiene en el bolsillo satisfaciendo sus deudas y le sobra todavía para el viaje y para vivir algunos meses cuando regrese, sin tocar los productos del rancho, que puede usted dejar a la familia entretanto se liquidan las cuentas.

—Lo decía, señor don Pedro Martín, usted me ha salvado. Conforme en todo, convenido. Comience usted a trabajar y dígame qué día puedo ponerme en camino.

—Dos semanas, a todo lo más.

—Convenido, estaré listo. En menos tiempo arreglaré yo mis pequeños negocios privados, ya sabe usted, historias comunes de solterones calaveras, pero no hablo a usted de nada de eso, que lo escandalizaría. El primer negocio es echar la carta al correo.

El marqués estrechó la mano de don Pedro y salió precipitadamente de la casa, muy contento, a echar su carta al correo, fue en seguida a su casa a participar a la familia que su casamiento quedaba arreglado, y que antes de dos semanas se pondría en camino para recibir la mano de su prima Mariana. Como les añadió que recibiría cuatrocientos mil pesos de herencia de la difunta Condesa, cesaron en el acto los disgustos, los semblantes se pusieron placenteros, poco faltó para que se abrazaran y se dieran de besos los hermanos y primos; el apetito vino con el contento, y en la espléndida mesa del marqués no se habló más que de las donas y de los preparativos del viaje.

Don Pedro Martín, luego que el marqués salió de la biblioteca, se levantó, y como de costumbre lo tenía, y parece ser la de los abogados viejos, se comenzó a pasear, olvidando por un momento los personales asuntos que pocas horas antes lo preocupaban.

—¡Qué mundo, qué mundo! ¡El dinero y siempre el dinero! La que va a ser sacrificada va a ser la desventurada Condesita; pero quizá mejorará de condición, porque al lado del Conde y enterrada en esa soledad de las haciendas, hasta el juicio puede perder. Esta única reflexión me ha hecho encargarme de los negocios del Marqués. Cuanto más pronto, mejor. Escribiré una carta al tocayo Jorrín, que desea comprar la escritura.

Juan abrió repentinamente la puerta y entró asustado.

—¿Por qué entras de rondón, bribonzuelo? —le dijo don Pedro Martín algo enfadado y dejando la pluma que había tomado para escribir la carta.

—Señor, un hombre tocó la puerta; no sé por qué me dio gana de abrir yo, antes que lo hiciera…

—Bien ¿y qué? —le interrumpió el abogado—. Habla pronto.

—Preguntó —continuó Juan— si en esta casa servía una mujer llamada Casilda.

—¡Cómo! ¡Cómo! ¿Es verdad esto? —volvió a interrumpir don Pedro Martín—. ¿Y qué has contestado? Pronto, di ¿qué has contestado?

—Que no conocía yo a ninguna Casilda, y que aquí no había más criado que yo y una cocinera muy vieja.

—Bien, bien contestado; nadie tiene que meterse en los interiores de mi casa —dijo don Pedro respirando, volviendo a tomar la pluma y disimulando su emoción—. Ve, Juan, a tus quehaceres —continuó—. Te has portado como un muchacho inteligente. Ya sabes, si tienen el atrevimiento de volver, la misma respuesta.

Juan se marchó a la cocina a contar a Casilda lo ocurrido. Don Pedro Martín concluyó de escribir, cerró la carta y se puso a pasear y a meditar.

—¡Qué maliciosos y qué astutos son estos provincianos! Vienen a México que parece que no saben quebrar un plato, y a los pocos años, qué digo años, a los pocos meses, nos dominan completamente. Este compañero Bedolla quiere subir al Ministerio de Justicia; sus escalones son los infelices a quienes tiene presos, y el último peldaño será Casilda. ¡Vive Dios que no se saldrá con su intento! Pero ¿qué hacer? Este hombre que ha venido a indagar es enviado por él. Es un lazo que el abogado joven se atreve a tender al abogado viejo. Pues que yo he ido a leer la causa, luego en mi casa se oculta Casilda. Es el silogismo del malicioso y del astuto. Pero ¿qué hacer? Me devano los sesos y no encuentro la manera de que Casilda quede fuera de su alcance.

Después de este monólogo quedó en silencio don Pedro Martín, se sentó en su sillón y se puso el dedo en el labio superior.

—Imposible, imposible, no encuentro parte segura. En mi casa ya no lo está; puede, sin peligro de ella y mío, permanecer un día más…

Repentinamente se dio una palmada en la frente.

—¡Qué animal! No sé para qué me han servido tantos estudios y tantos años de vida; pero ya di en el clavo. Casilda está ya salvada.

Don Pedro Martín entró a las recámaras a buscar a sus hermanas. Habían salido, pero a poco rato entraron y venían de la casa de doña Dominga de Arratia; un hombre sospechoso según decían había estado a preguntar si servía de criada una llamada Casilda.

Doña Dominga dio la misma respuesta que Juan.

—Mira, Coleta —le dijo a su hermana—, tú misma vas a tomar un coche al sitio, mientras yo escribo una carta al señor vicario de monjas. Te llevas a Casilda, subes con ella a la casa del canónigo, no la vayas a dejar sola en el coche. El canónigo te dará una orden para la superiora del convento de San Bernardo, donde entrará Casilda como niña.

—¿Cómo niña? —preguntó asombrada Coleta.

—Sí, como niña —contestó imperiosamente don Pedro—, yo pagaré su pensión.

—Bien, haré lo que tú dispongas, Pedro —le contestó Coleta.

—En el convento se llamará Rosalía Camacho, originaria de Valle del Maíz. La recomendarás de mi parte a la superiora, diciéndole que es mi voluntad que no baje a la portería por ningún motivo, a no ser que alguno de nosotros vaya a verla. Mientras tú vuelves daré mis consejos a Casilda.

Casilda, llena de miedo por lo que Juan le había contado, y temiendo caer o en manos del juez o en poder de Evaristo, entró descolorida y temblando.

—Estás salvada, muchacha; serénate y que te vuelvan los colores a la cara. Te has portado bien y sentimos que te separes de la casa.

Don Pedro Martín dijo con cierto acento de ternura y de abandono estas palabras, como el hombre que diría: «Voy a acabar con mi vida, voy a morir»; pero no se atrevió a mirar a la muchacha.

Casilda, llena de gratitud, miró al suelo con sus ojos húmedos.

Hubo un momento de silencio; pero el viejo licenciado se dominó y dio muy minuciosas instrucciones y muy saludables consejos a su protegida.

La hermana volvió y ella y la bella Casilda montaron en el coche, dirigiéndose a la casa del viejo vicario de monjas.

—En cuanto a Juan, es muy sencillo; ni lo buscan, ni lo conocen; pero es bueno quitarlo de aquí —dijo el abogado dirigiéndose a su hermana Prudencia, que se había quedado acompañándolo—. El jueves debe venir por aquí el compañero Lamparilla, y le voy a recomendar que se lo lleve al rancho de Santa María de la Ladrillera, donde será muy útil a doña Pascuala.

XXXVI. Salvados por milagro

De los dos pasajeros y tripulación de la trajinera, las dos mujeres, con sus jaulas de pájaros, habían pasado del sueño tranquilo que dormían al sueño eterno de la muerte, hundiéndose con la canoa. El más borracho de los remeros nadó, haciendo un esfuerzo supremo; pero en vez de tomar la derecha del canal, se dirigió a la izquierda y la corriente se lo llevó; el otro remero, con la muchacha sirvienta, sin saber cómo, ya tocando el fondo con los pies, unas veces, y otras dando brazadas con desesperación, fueron a dar a un tular cercano que formaba un islote. Cecilia, que era, además de esforzada, buena nadadora, habría podido llegar también al islote desde donde le gritaban ansiosamente el remero y su criada; pero generosa y buena, no quiso abandonar al licenciado Lamparilla. Los dos transidos de frío, mientras más esfuerzos hacían apoyando sus pies en el fondo fangoso, más se iban sumiendo, y línea a línea, minuto a minuto subía el agua a sus labios, de modo que tenían que cerrar fuertemente la boca y taparse con una mano las narices para no tragar las ondas suaves y plateadas que levantaba en el lago el viento de la montaña. Evaristo únicamente estaba en un cimiento sólido y con toda la cabeza fuera del agua; pero acobardado y aturdido porque, por un fenómeno que debe repetirse entre los criminales, en esos momentos veía flotando entre las corrientes el cadáver de Tules, que se le acercaba para hundirlo en las aguas. Desde el día del asesinato, era la primera vez que le había venido a la mente el recuerdo de su crimen.

Hacía nada más media hora que se había hundido la canoa, y parecía un siglo de agonía a los desventurados náufragos. Cecilia, con calambres en las piernas, apenas podía sostenerse, y estaba ya resignada y decidida a hundirse; pero, cosa extraña, en lances semejantes, hacía esfuerzos enérgicos más por sus compañeros de desastre que por ella misma. Mas esa peligrosa escena debía tener un fin; la corriente era cada vez más fuerte y el viento frío entumecía sus miembros.

Levantando cuanto pudo su cabeza Cecilia fuera del agua, le dijo a Lamparilla:

—¡Licenciado, encomiéndese usted a Dios, porque no hay ya remedio! Los calambres me van a volver, y no podré sostenerme ya en pie, y al sumirme en el agua se sumirá usted conmigo.

Lamparilla que desde al principio se había agarrado como una ancla de salvación a uno de los gordos brazos de Cecilia, no pudo responder una palabra; él mismo estaba acometido de calambres y a dos dedos de la muerte. No hizo más que abrazarse a Cecilia, decidido a salvarse o a morir con ella… No había remedio; cinco minutos más y todo acababa para la guapa frutera y el simpático Lamparilla.

El golpe de dos remos que batían acompasadamente el agua se escuchó. La vida llegaba en una frágil embarcación a esos desdichados.

En efecto, era una chalupa cargada de mazorcas de maíz y de berros la que se acercaba.

Cecilia tuvo la energía de dar un grito y la chalupa se acercó.

—¡Tira al agua tu carga y acércate más; pronto, pronto!

El patrón de la chalupa era uno de tantos propietarios de tierras y huertas de las orillas del canal, que hacía su comercio diario de berros para los caballos y de mazorcas para las eloteras, y en cada viaje redondo se ganaba cuatro o cinco pesos.

Se acercó, y con la claridad de la luna conoció a Cecilia.

—¡Patrona! ¡El Santo Cristo de Chalma nos valga! ¿Qué ha sido esto?

—Yo te pagaré cuanto quieras, Jacinto —le contestó Cecilia—, pero pronto, nos estamos ahogando. ¡Licenciado, agárrese del borde de la chalupa y déjeme libre; pero no se cargue porque se volteará la chalupa, y entonces no hay remedio!

Lamparilla con el instinto de conservar la vida, se agarró del bordo de la chalupa y pudo sacar un poco la cara del agua, mientras el patrón empezó a echar al lago los berros y las mazorcas; pero se presentaba una dificultad invencible. ¿Cómo Lamparilla y Cecilia podrían entrar en la chalupa, que era muy frágil, sin volcarla?

Cecilia pensó en esto, pero viéndose libre de la presión de las manos de Lamparilla y dejando a éste en menos peligrosa situación, hizo un esfuerzo y a nado abordó el islote de tule donde se refugiaron el remero y la sirvienta. Todo esto fue obra de instantes.

La posición de los náufragos había mejorado, pero estaban todavía muy lejos de creerse salvados. Jacinto acabó de echar su carga al agua, dio la mano al licenciado Lamparilla, formando contrapeso con su cuerpo para que no se volcase su frágil embarcación, y logró que tuviese el pecho fuera del agua.

Toda la religión y las creencias que enseñó su madre cuando niño al licenciado, le volvieron en aquel instante, y las escuadras y el ojo del Espíritu Santo y los mandamientos de las logias masónicas le parecieron figuras de Satanás, y exclamó con verdadera fe:

—¡Gracias, Dios mío, porque me has salvado la vida!

Un canto monótono se escuchó, que formaba una melancólica cadencia unido con el ruido soñoliento de las ondas y el golpe de los remos. Era una canoa grande de los Trujanos, que cargada de cebada se dirigía a México.

Ya estaban salvados.

Cecilia, desde el tular, gritó de una manera particular a los remeros, y éstos se acercaron inmediatamente.

—Saquen al licenciado, primero —dijo Cecilia a los remeros de la canoa— y después arrímense acá.

En un minuto los remeros atracaron al lado de la chalupa, tomaron a Lamparilla por debajo de los brazos y lo izaron, escurriendo agua, yerbas y pescaditos, y lo colocaron en el montón de cebada.

En seguida se dirigieron al islote de tule, y de un salto entraron a bordo el remero, la sirvienta y la capitana.

—Yo compro toda la cebada —les dijo Cecilia a los remeros— me entenderé con don Sabás; pero enderecemos a Chalco y a remar fuerte para que podamos llegar a la madrugada. ¿Cómo nos va a ver la gente así?

En efecto, el remero estaba completamente en cueros, lo mismo que la sirvienta, que se había desnudado para acostarse, poco antes del naufragio; en cuanto a Cecilia, había conservado su camisa, pero la tenía pegada al cuerpo, y era lo mismo que si no la tuviese. El licenciado tenía completo el vestido, pero en sus calzoneras de paño y en su chaqueta se habían pegado tantos animalillos del lago y tantas yerbas menudas, que era un mosaico.

Con todo y el frío, el susto y las terribles emociones del que ha estado a punto de perder la vida, no pudo menos el licenciado que echar una mirada y recorrer con ella en un segundo el hermoso cuerpo de Cecilia, y sin poderse contener la estrechó en sus brazos; pero de gratitud, de alegría, atacado de una especie de locura de verse seguro entre la cebada de la canoa, cuando un momento antes tenía ya el agua en la garganta.

—Jacinto —le dijo Cecilia al patrón de la chalupa— rema muy recio para que llegues a Chalco una hora antes que nosotros; te vas a mi casa y me traes una muda de ropa y otra para la Marica, y compras o pides prestado o haces lo que puedas, pero le traes también jorongos, sombreros y vestidos para el señor licenciado y para este pasajero; no es posible que las gentes de Chalco nos vean desnudos: se van a reír de nosotros.

El patrón de la chalupa empuñó sus remos y pronto desapareció en uno de los tornos del canal.

—¿Y los demás pasajeros y el remero? ¡Cristo Dios! ¡Se han ahogado!…

—Me tocó la suerte, doña Cecilia —dijo Evaristo— de estar sobre los tercios de mantas, y como ésos, por su mismo peso, se asentaron en el fondo, siempre conservé la cabeza fuera del agua.

Evaristo, mientras que sacaban al licenciado, se había brincado a la proa de la trajinera de Trujano y puesto en seguridad antes que Cecilia.

—¡Qué figuras, Dios de Dios! —continuó diciendo Cecilia, queriendo reír como si nada hubiese pasado, y mirando a Lamparilla y a Evaristo cubiertos de yerbitas y dando diente con diente—. No hay más que enterramos en la cebada, pues yo estoy como mi madre me echó al mundo. ¡Y no hay que ver mucho! —continuó algo enojada, observando que, a pesar del frío y del susto, los dos hombres no le quitaban la vista—. Bastante han visto, y más bien es hora de dar gracias a Dios que nos ha salvado por un milagro, que no pensar en otras cosas.

Y diciendo y haciendo, se enterró en la cebada, que formaba, como es la costumbre para cargar lo más posible, una especie de pequeña montaña, y sólo le quedó la cabeza fuera.

Lamparilla y Evaristo quisieron imitarla, retirándose cada uno a los dos extremos de la canoa, pero no pudieron y derramaron el agua, permaneciendo de pie y transidos de frío, hasta el punto de no poder hablar una palabra.

Los remeros desatracaron la canoa y haciendo esfuerzos que se conocían bien en el resoplido de sus pulmones, salieron en breve de aquella fuerte y peligrosa corriente y tomaron el centro del canal.

A poca distancia, con los reflejos de la luna, divisaron un bulto flotante, que tan pronto se hundía como volvía a reaparecer en la superficie.

Era el cuerpo del remero ahogado.

Alentados por Cecilia, que les ofreció una buena gratificación, trabajaron los remeros tan bien, que al amanecer llegaron a Chalco. El patrón de la chalupa ya esperaba a los náufragos. Para Cecilia trajo una muda completa de ropa, con que discreta y honestamente se vistió cubriéndose siempre con la cebada; para los dos náufragos pudo apenas conseguir unos calzoncillos blancos y sucios de otros remeros y unas frazadas viejas, y en ese pelaje desembarcaron en el atracadero de Chalco, sin que las pocas gentes que andaban en la calle fijaran su atención en ellos.

Cecilia los llevó a su casa, donde, aunque en una especie de revoltura y de descuido, menos en la pieza en que ella dormía, no faltaba nada para un lance como el que había ocurrido. Desayunaron con un apetito como si en ocho días no hubiesen comido. Lamparilla y Evaristo se enjugaron y limpiaron; después, uno en un buen colchón y el otro en unas hojas de maíz, se acostaron; abrigados con buenas frazadas y con una copa de aguardiente de Cuernavaca en el estómago, no tardaron en dormirse. Cecilia se encerró en su cuarto, se lavó de pies a cabeza, y en su buena y mullida cama no tardó tampoco en encontrar el descanso y el reposo que exigían las fuertes emociones de tan terrible noche.

Durante tres días la frutera prodigó a sus huéspedes las mayores atenciones, aunque con sus maneras naturales y bruscas, dándoles de comer y beber abundantemente, proporcionándoles el que adquiriesen ropa y lo demás que necesitaban y sirviéndoles en cuantas comisiones se les ofrecieron. Los huéspedes se mostraban muy contentos y no sabían cómo expresar su gratitud; pero no daban trazas de marcharse. Los dos tenían sus designios, pero los dos disimulaban lo más que podían y ninguno hallaba cómo despedirse ni ser el primero que saliese de aquella casa, que les había salido a su gusto y donde, además de pasarse una vida regalada, tenían esperanzas de mayor felicidad.

Lamparilla estaba celoso de Evaristo y revolvía en su cabeza todo género de proyectos no sólo para deshacerse de pronto de su rival, sino alejarlo para siempre de Chalco.

Evaristo, de pasiones brutales, alimentaba siniestros proyectos, hasta el grado de estar formando en su cabeza diversos planes para atacar en el camino al licenciado y matarlo; pero además de que no tenía de pronto elementos, le sobrecogía el miedo de ser descubierto.

Cecilia, fastidiada y asombrada de la calma de sus huéspedes, se decidió a cortar las dificultades en que se encontraban.

Aprovechando una corta ausencia del tornero, habló a Lamparilla.

—Oiga, señor licenciado —le dijo— mi casa y lo que tengo es de usted, sin que me quede nada dentro; y no lo hago por el dinero; pero yo no tengo en el pueblo más que mi pobre honra, y ya ve usted que no está bien que dos hombres estén viviendo en mi casa. Ya saben las gentes la desgracia que tuvimos y que di a ustedes un rinconcito; pero ya van tres días.

—Precisamente te quería hablar de esto, Cecilia; tienes razón. Espero que mi criado llegue de México con mis caballos, ropa y cartas de recomendación que se perdieron en el naufragio para marcharme a Ameca; pero ya que se trata de que nos separemos, te haré una pregunta, pero me contestas con verdad. ¿Ese hombre, que no sé por qué se me sienta en la boca del estómago, se va quedar aquí?

—Poco me conoce usted, señor licenciado; no soy muy fácil, y para entregarme a un hombre sería menester que lo quisiese mucho, y en caso de echarme por lo malo, lo haría mejor con usted, que al fin es una persona conocida y decente, que no con ese figurón que sepa Dios quién lo parió.

—No sabes cuánto te agradezco lo que me acabas de decir —le contestó muy entusiasmado Lamparilla—, te creo, pues ningún interés tendrías en engañarme, y es necesario que sepas que estoy loco por ti, lo que se llama loco, y si no te resuelves a quererme, seguro que a mi vuelta a México, en vez de ocuparme en mis negocios, me llevarán a San Hipólito.

—¡Ah qué señor licenciado tan chistoso! —dijo Cecilia echando una franca carcajada de risa—. ¿Conque loco por una frutera, por una trajinera? Si yo me resolví a no ahogarme fue por no abandonar a usted; eso nada tiene de particular, pues así debe uno obrar con el prójimo, y si consentí en que me tuviese abrazada toda la noche ¿qué había de hacer? Yo pensaba que si le quitaba a usted las manos de donde las tenía, se sumía, y no había modo de sacarlo; pero no vaya por eso a creer…

—Agradecido, y por toda la vida. Tú me has salvado de la muerte más terrible y más ridícula. ¡Ahogado, como quien dice, en un charco de agua y comido por las ranas, por los juiles y por los mesclapiques! Te aseguro que se me han quitado las ganas de volver a viajar por el canal, y mejor haré la jornada a caballo; pero dejemos esto, que es triste. ¿Te enfadarás si te doy un abrazo?

—Lo que es eso no, y ya puede…

Lamparilla no la dejó acabar, sino que se precipitó sobre Cecilia y le dio un abrazo tan apretado, que con todo y ser ella ancha y fuerte de pechos y espaldas, poco faltó para sofocarla. Al desprenderse le tronó un beso en medio de sus labios gruesos y húmedos.

Cecilia respiró, se sonrió y se limpió la boca con su brazo redondo y cubierto con una suave pelusilla negra.

—Lo que debía usted hacer, señor licenciado, antes que otra cosa —le dijo Cecilia, sin darse por recibida del ardiente beso— es mandar hacer dos milagritos de plata y un retablo para colocarlos en la capilla del Señor del Sacro Monte, pues a él me encomendé y él nos ha salvado enviándonos a Jacinto con su chalupa y después la canoa de don Sabás Trujano. Creía que ya el frío del agua me entraba a los huesos, con todo y que están cubiertos de buena carne —y Cecilia mostró al licenciado su otro brazo desnudo—. Un cuarto de hora más y usted y yo nos vamos al fondo abrazaditos como marido y mujer.

—Corre de mi cuenta. A mi vuelta a México mandaré pintar el cuadro en la Academia de San Carlos, y tú estarás allí retratada en miniatura; ya arreglaremos eso. Los milagritos representarán uno a ti y otro a mí, hincados de rodillas, implorando con las dos manos juntas el auxilio del Señor del Sacro Monte; así se usan y así los mandaré hacer al platero Martínez, y a ti te regalaré no sé qué, porque quiero darte hasta mi camisa.

—No se moleste ni piense en eso, señor licenciado —le contestó Cecilia— con el retablo y los milagritos quedo contenta. Gracias a Dios, no falta algún dinerito para reponer la trajinera y volver a trabajar. Si usted lograra echar de la plaza a ese San Justo, que es el que debe de haber hecho un agujero en la canoa, volvería yo a atender mi puesto allí y antes de seis meses ya estaría ganado lo que se perdió en esta vez.

Tan interesante conversación, al menos para Lamparilla, fue interrumpida con la llegada del criado que volvía de México con los caballos, la ropa y las nuevas cartas de recomendación del teniente de la garita de San Lázaro, el cual felicitaba al licenciado por la fortuna con que había escapado de la muerte. Al mismo tiempo Evaristo apareció en el patio, y como indeciso si entraba o no a la sala.

—Pase, Don, nada tenemos de secreto —le dijo Cecilia a Evaristo—. El señor licenciado se está despidiendo, pues ya le urge marcharse a sus quehaceres; esto es todo.

Evaristo entró como titubeando y con cierto embarazo, quitándose respetuosamente el sombrero nuevo, galoneado de plata, que había comprado en la tienda de la plaza. Lamparilla apenas agachó la cabeza con cierto desprecio, y salió a hablar con el mozo.

Durante los tres días, Evaristo había habitado un cuarto lejano e independiente, y Lamparilla una buena recámara en la misma habitación de Cecilia, y sólo a las horas de comer se cambiaban palabras insignificantes.

Esos dos hombres se odiaban mortalmente.

—Siéntese, Don —volvió a decirle Cecilia, arrimándole una silla.

—Me llamo Pedro Sánchez —le interrumpió el tornero con alguna altanería—. Soy de tierra adentro, vendí una casita y con algún dinerito vengo por acá a comerciar y a trabajar para ganar mi vida. Por fortuna o por la voluntad de Dios, tenía bien amarrados en la cintura mis ahorritos, y aquí los tiene usted.

Evaristo sacó de su bolsillo un puñado de monedas de oro, y sonándolas las mostró a Cecilia.

—Guarde su dinero, que cada cual es dueño de lo suyo, y no le voy a cobrar nada por haber estado tres días en esta casa, que al fin mi canoa fue la que tuvo la culpa. Lo que quería decirle es que como el licenciado se marcha a sus quehaceres… y no es que tenga miedo a los hombres, y un regimiento no me espanta; pero las gentes son habladoras y no quiero que nadie tenga que morderse los labios por mí. ¿Lo entiende usted, Don?

—Ya tengo un cuarto en el mesón —le contestó Evaristo— y no había necesidad de que me echara de su casa.

—¿Lo toma usted a la mala? —dijo Cecilia con cólera—. No me faltaba más que eso. Métase a ser completa con las gentes, y así sale una.

—No, nada de eso, doña Cecilia —le interrumpió Evaristo refrenándose y cambiando de tono—, y antes, para que vea que no hay malicia, me hará favor de tomar estas arracadas de coral que compré en la tienda cuando fui a buscar este sombrero.

Cecilia cambió también de tono y tomó en la mano los aretes que le presentó Evaristo.

—Muy bonitas —le dijo— y hacen juego con mis gargantillas, y las tomo; pero le he de dar lo que costaron, pues así no creerá que me quiero pagar de la comida y alojamiento de estos días.

Evaristo insistió en que las recibiera y Cecilia en rehusarlas, hasta que por fin convino en guardarlas; pero entró a su recámara y volvió a poco con dos chapetones de filigrana de plata.

—Para su sombrero, que le faltan —le dijo a Evaristo dándole las chapetas— y no averigüemos más.

Evaristo, lo mismo que el licenciado, tuvo los más vivos deseos de declarar su amor a Cecilia, pero se contuvo y lo dejó para mejor ocasión. Despidióse de Cecilia tendiéndole la mano, que ella rehusó, y salió del patio.

Lamparilla, que había arreglado su maleta, reconocido el cincho y las arciones y calzado las espuelas, montó en su caballo.

—Un último abrazo desde aquí, Cecilia, y hasta la vista Si de regreso te encuentro, bien; y si no volveré dentro de unos días con los milagritos de plata y un pintor de la Academia para que te retrate y se pueda hacer el retablo. Los dos iremos juntos a colocarlo a la capilla del Señor del Sacro Monte.

Cecilia se prestó de buena voluntad a que, inclinándose desde el caballo, le abrazara en el cuello.

Lamparilla, echándola de jinete, prendió las espuelas al caballo y de un salto estaba ya fuera de la puerta, a galope tendido atravesó las calles y enfiló la calzada con dirección al pueblo de Ameca.

XXXVII. Ameca

¡Lo que es la naturaleza humana! Tres días habían pasado únicamente desde la noche en que la luna llena, reflejando ondas de plata en la Compuerta, iba a terminar la existencia de Lamparilla, y ya todo lo había olvidado.

Caminando al sochi galope por la ancha calzada, envuelto en una nube de polvo calizo y goteando el sudor por entre el bordado sombrero jarano que le habían enviado de México, se reconcentraban sus pensamientos exclusivamente en Cecilia, y se proponía buscar al mejor artista, por ejemplo, a Tirso Lizariturri, para llevarlo a que hiciese un retrato en miniatura a fin de quedarse con él y colocarlo en su cuarto reservado, donde tenía estampas de colores y cuadros al óleo bastante buenos, pero que una niña doncella no hubiese podido contemplar sin peligro. Lamparilla estaba realmente preocupado, y arrimando un poco la espuela al rosillo que montaba, se tragaba terreno sin sentirlo y se divertía formándose castillos en el aire.

—Si no puedo conseguir esta mujer de otra manera ¿por qué no casarme con ella? ¿Quién me lo impedirá? Soy chino libre y no tengo a quién darle cuenta de mis acciones. Cecilia es riquilla, calculo que tendrá sus diez o doce mil pesos; es trabajadora; honrada, sí, muy honrada, y apostaría cualquier cosa a que todavía es doncella. No tengo más inconveniente que el ¿qué dirán?, pero digan lo que quieran. En materia de casamientos, el interesado es el único juez competente. Además, Cecilia es una especie de mujer fuerte de la Escritura. Una de esas señoritas delicadas que les da catarro con sólo el aire de una puerta abierta, se habría muerto de frío en el canal, y en todo caso me habría abandonado a mi suerte.

Lamparilla tiraba un poco la rienda de su caballo y lo dejaba ir al tranco para meditar con placer cómo había tenido más de una hora estrechada entre sus brazos en el canal a esa improvisada náyade, más seductora que todas las náyades de los poetas clásicos, y cómo su robustez y su calor (a pesar de estar hundida) le dieron fuerzas para sostenerse y escapar con vida.

Acabada esta piadosa meditación con los ojos cerrados para procurar ver entre el polvo y el sol reverberante la figura de Cecilia, volvía al sochi galope y seguía murmurando entre dientes sus proyectos y sus planes.

—Yo bien conozco esta sociedad mexicana que se traga bueyes y se escandaliza con un mosquito. Mis clientes me abandonarán, don Pedro Martín de Olañeta, que no conoce el amor ni le gustan las mujeres, me echará un sermón; pero ¿qué me importa esto? Voy a poner mis cinco sentidos y a no dedicarme a otra cosa que a concluir el negocio de Moctezuma III. Probablemente mis honorarios me los dará doña Pascuala en una hacienda de las muchas que vamos a rescatar, y yo la escogeré. Me caso con Cecilia, me meto en la hacienda a trabajar y me río del mundo. Lo único que me detiene es la falta de educación de Cecilia; tiene maneras bruscas y palabras ordinarias, como que no ha tratado más que con arrieros, remeros y gente del pueblo. Es menester confesarlo, su educación y la mía no son iguales, y en el matrimonio esto es causa de disgustos y aun de pleitos. ¿Qué cara pondré si convido a mis amigos a un almuerzo a la hacienda y suelta alguna palabra como pechar, jambar y otras por el estilo? Pero ¡qué tonto soy! Jamás, aunque no la haya tratado mucho, le he oído palabras semejantes, y por el contrario, se conoce que quiere imitar a la gente decente. ¡Qué niñerías! ¡Pararme en estos pelillos! Yo la educaré, la enseñaré hasta francés, aunque bien necesito volverme a dedicar con mi maestro Touseau a acabar de aprender esta lengua, que se va haciendo de moda. La cuestión grave es la del traje. En el momento que Cecilia se ponga túnica, tápalo y medias, pierde sus atractivos. Ese pie desnudo, gordo y pequeño, que parece un tamalito, calzado con un zapato de raso café o verde oscuro, y esas enaguas altas que dejan ver hasta la pantorrilla al tiempo de dar el paso… Vamos, eso es lo sabroso… Imposible de que pueda llevar la ropa con el aire y desembarazo que las hijas del comisario o las marquesas de Valle Alegre… No hay más remedio, viviremos en la hacienda el uno para el otro, y no cambiará de vestido. En fin, como gane yo el pleito de Moctezuma III y entremos en posesión de las haciendas que ya comienzo a divisar desde aquí, se allanarán las dificultades.

En estos coloquios, entró nuestro licenciado paso a paso y con un dolor de caballo que le acometió, al pintoresco pueblo de Ameca-meca, que más adelante describiremos a nuestros lectores. Apeóse en una especie de casa de huéspedes que le indicó una persona que pasaba cerca de él, y a la que preguntó dónde estaba el mesón o en qué parte podría alojarse con su mozo y caballos. La casa tenía tres o cuatro piezas, un extenso corral y una buena caballeriza techada de tejamanil. La propietaria, que era una señora viuda, de cierta edad, convino en recibirlo a él, a su mozo y caballos por un par de pesos diarios. Parecióle caro al licenciado, pero ya por las buenas maneras de la patrona, ya por no echarse por el pueblo en busca del mesón, decidió quedarse allí.

Quitóse las espuelas, sacudióse el polvo, encargó a la patrona una buena cena, y se dirigió a la casa del Presidente del Ayuntamiento o, como diríamos, al Alcalde Mayor. Encontróse con un hombre alto, fornido, quemado de rostro y de feo entrecejo, que no le cayó muy bien; pero no tenía otro remedio, era preciso tratar con él y después de los cumplidos de estilo, le entregó la carta de recomendación del teniente de la garita de San Lázaro.

Muchos agasajos hizo al principio el alcalde a Lamparilla, mas cuando acabó de leer la carta su fisonomía cambió notablemente, y con medias palabras forzadas dijo que no podía desairar la recomendación de un tan buen amigo, que se contara con él y que al día siguiente reuniría al Ayuntamiento.

—Se trata, señor alcalde —le dijo Lamparilla— de una cosa muy sencilla. Como ve usted por la carta, soy el patrono de Moctezuma III, heredero directo del gran emperador azteca Moctezuma II. En el archivo de este Ayuntamiento existe una real cédula del emperador Carlos V concediendo a Moctezuma II y sus sucesores y herederos, los terrenos, bosques y aguas de la falda del volcán que colinda con este pueblo, y además ocho haciendas situadas en esta jurisdicción y cuyos nombres constan en la misma real cédula y que, asomándose usted a la ventana, puede ver desde aquí. Obtenida, como deseo, copia certificada de estos papeles, con ellos y los demás que tengo quedarán claros los derechos de la parte que patrocino y se determinará que se nos dé posesión judicial.

—Nunca he oído en los años que llevo en el pueblo hablar de este asunto a los Melquiades, que hace años están en posesión de las fincas de San Baltasar, el Pitillo, La Chorrera, que se ven desde aquí, y Buena Vista, que está un poco arriba del monte.

Esos Melquiades no son más que detentadores; tendrán que entregar las haciendas y además el importe líquido de las cosechas de más de treinta años, que tanto así ha durado la usurpación. Antes esos bienes estaban bajo el amparo del gobierno, que los daba en arrendamiento entre tanto se deslindaban los derechos de ocho o diez personas que se decían herederos del emperador; pero unos han muerto, otros se han desistido y otros se han compuesto con el fisco, recibiendo dinero o casas de las llamadas temporalidades. Sólo queda, pues, Moctezuma III, a quien represento como único y legítimo heredero. Conque está usted impuesto, señor Alcalde, y le suplico haga saber esto al Ayuntamiento para que acuerde que se me permita registrar el archivo y darme copia en papel sellado y certificado de los documentos que yo señale.

El Alcalde prometió reunir al Ayuntamiento, y nuestro licenciado se retiró a cenar bien, pues era ya muy entrada la noche, y a descansar de las fatigas del camino y de las diversas emociones desde su salida de la capital, que no habían dejado de lastimar su sistema nervioso.

Despertó a la mañana siguiente con la cabeza pesada y como atontado, salió a la calle y quiso subir al Cerrito del Sacro Monte para escoger el lugar donde había de colocarse el retablo con su retrato y el de Cecilia; pero no le fue posible, se sintió con calosfrío, regresó a la posada y se metió en la cama. Una calentura hasta delirar, y hasta el cuarto día no pudo levantarse. Su primera visita fue al cura, que le había oficiosamente ido a visitar y le había curado, porque en su juventud había sido estudiante de medicina, y en seguida fuese a la casa del Alcalde. El Ayuntamiento no se había reunido por falta de número. Los regidores, unos andaban en el monte, otros en Chalco, otros en México. Prometió el Alcalde escribirles que viniesen, enviando propios que el licenciado ofreció pagar con generosidad si traían respuesta. El Alcalde dijo a Lamparilla que en el pueblo habían sabido el objeto de su llegada y que le advertía que el dueño del volcán, que cortaba la nieve para llevarla a México y a Cuautla, era un tal don Perfecto, que movía a los indios diciéndoles que les iba a quitar el trabajo.

—Pero entonces usted ha contado el cuento —le respondió Lamparilla— pues yo he estado en cama como a usted le consta, y con nadie he hablado.

—No lo niego, señor licenciado —le respondió el Alcalde—, pero como no es asunto reservado, a los que me han preguntado les he dicho quién es usted y a lo que viene.

—Tiene usted razón —dijo Lamparilla— demasiado público es el negocio y más público se hará cuando venga yo con el Juez de Distrito y fuerza armada a tomar posesión que no depende más que de las copias de que he hablado a usted; pero supongo que usted habrá ya tomado sus medidas, caso de que se trate de un desorden o se quiera cometer una tropelía.

—No tengo más que la veintena a mi disposición, pues en todo este rumbo no hay tropa, y la mitad de los hombres que la componen trabajan en las haciendas de Melquiades.

Lamparilla meneó la cabeza y no dijo nada; sólo se quedó mirando al Alcalde, y desde luego cayó en cuenta de que en vez de ayudarle era su enemigo.

En efecto, apenas se había marchado Lamparilla, después de la primera conferencia, cuando mandó llamar a don Margarito, que era el mayor de los seis hermanos Melquiades, y le impuso de cuanto había pasado. Melquiades montó a caballo, recorrió las haciendas que estaban a poca distancia del pueblo, y sublevó a los indios haciéndoles entender que un tal Lamparilla venía de orden del gobierno a apoderarse de las haciendas y que, cesando las siembras y las labores, se quedarían sin comer.

A los dos días, nueva visita de Lamparilla a la casa del Alcalde. Los propios despachados en busca de los regidores ausentes, habían regresado ya con buenas contestaciones, y el Ayuntamiento estaría completo en el resto de la semana. El lunes siguiente se reunió por fin. Lamparilla asistió a la sesión. El alcalde les dio cuenta transmitiéndoles fiel y metódicamente los razonamientos y alegatos de Lamparilla; ninguno tomó la palabra, pero, puesto a votación, por unanimidad fue reprobada la pretensión, añadiendo que se prohibiese expresamente al licenciado la entrada a los archivos.

No se dio por vencido, sino que volvió al día siguiente a la carga, proponiendo al Alcalde una fuerte gratificación si le proporcionaba las copias simples de lo que él señalase en el archivo; interesó también la amistad del cura, y nada fue bastante, pues se puede comprender bien que los que estaban en posesión de los bienes de Moctezuma III se defendían obstinadamente y habían ganado a su favor a la mayor parte de las gentes del pueblo, al grado que cuando salía a dar sus paseos por las calles y huertas, notaba que se le quedaban mirando con un aire siniestro y amenazante.

Convencido de que nada podría obtener, acababa de cenar y se disponía a componer su maleta y arreglar sus cuentas con la patrona, cuando escuchó un rumor lejano de confuso vocerío que se fue acercando y creciendo por momentos. Era una reunión de hombres, mujeres y muchachos, la mayor parte peones de las haciendas, capitaneados por dos o tres tinterillos armados con palos, instrumentos de labranza y cuatro o seis hachones de brea echando chispas a causa del viento que soplaba.

La patrona, alarmada, corrió a cerrar la puerta del zaguán y las ventanas que daban a la calle.

—Ya me lo temía yo, señor licenciado —le dijo a Lamparilla—. Este tumulto es contra usted, y lo menos que querrán es sacarlo de aquí y arrastrarlo por las calles con una cuerda al cuello. Yo no lo siento por usted, que al fin es licenciado, sino por mí, que me van a romper los vidrios y a entrar y robar la casa, pues estos indios, cuando hay quien los levante, son el mismo demonio; pero eso me tengo por compasiva. Lo debí echar a usted, que me lo advirtió el mismo alcalde.

—Por el amor de Dios, señora, no piense usted en eso; yo le pagaré los vidrios y los muebles y cuanto rompan; pero sálveme usted. Vamos de pronto a atrancar bien la puerta, que en cuanto a las ventanas, tienen buenas rejas de fierro.

Lamparilla y la patrona corrieron al zaguán, y aunque cerrado con un buen cerrojo añadieron dos gruesas trancas.

En ese momento el tumulto llegó y se detuvo enfrente de la casa, vociferando diabólicamente:

—¡Muera Lamparilla! —decía en voz alta el jefe de la conspiración.

—¡Muera! —gritaban en coro los acompañantes.

—¡Viva don Margarito Melquiades!

—¡Que viva! —repetían estrepitosamente agitando las hachas de brea y dando de palmadas.

—¡Que muera el gobierno!

—¡Qué muera! ¡Qué muera! —repetían furiosos.

—¡Qué viva el Alcalde!

—¡Qué viva!

—¡Que muera Lamparilla!

—¡Que muera! ¡Que muera! —y unos cuantos trozos de ladrillo se estrellaron contra las rejas de las ventanas.

—¡Que viva el Señor del Sacro Monte!

—¡Que viva!

—¡Que muera el licenciado!

—¡Que muera! ¡Que muera! —y las rejas recibieron otra descarga de ladrillos y terrones.

—¡Que viva el gobernador!

—¡Que viva! —y aquí hubo una de chiflidos y de gritos, y la descarga fue de piedras que pasaron la reja y fueron a romper en parte una vidriera.

—¡Que muera Lamparilla! ¡Que muera! —y los chiflidos y gritos fueron más fuertes y las descargas de piedras más frecuentes, y un grupo se echó sobre el zaguán, pero las puertas fuertes y bien atrancadas no se movieron.

Lamparilla, pálido sin saber qué partido tomar, espiaba por el agujero de una de las ventanas, mientras la patrona, retorciéndose las manos, discurría de uno a otro lado de la sala.

—¡Dios mío, qué va a ser de nosotros, el tumulto crece y estas gentes no se irán en toda la noche! El Señor del Sacro Monte nos saque de este trance.

Por un momento cesó la bulla y el jefe se llevó la turba a una tienda de la contraesquina, que de intento había mandado el alcalde que quedase abierta, a que refrescaran el gaznate con unos tragos de aguardiente.

—Señora —dijo Lamparilla— es necesario discurrir la manera de que yo salga de aquí ahora que parece que se han retirado un poco. ¿Sería posible sacar mis caballos por la puerta del corral?

—Imposible; no están lejos, y en cuanto oyeran las pisadas de los caballos caerían sobre usted y lo matarían. Lo que me ocurre es que se refugie usted en el curato, donde ni de chanza pretenderán entrar. Abriré muy quedo la puerta del corral; enviaré a la muchacha que dé un recado al señor cura para que abra a usted la puerta del cuadrante, que está muy cerca de aquí, y en un brinco está usted dentro y muy seguro, y yo también pues la misma muchacha, luego que esté en seguridad, les dirá que usted se marchó a México desde el principio de noche; se les abrirá la casa para que vean que no hay nadie y todo se acabará. Con ellos debe andar don Margarito Melquiades, que es mi compadre, y él apaciguará el tumulto, pues son peones y muchachos chicos de la escuela de la hacienda de Buena Vista. Lo que está pasando me lo contaron desde esta mañana, pero no lo quise creer y me dio mortificación decírselo a usted.

—Valía más señora; me habría marchado a Chalco, pero no hay que perder tiempo, la idea de usted me parece muy buena.

La patrona salió a despachar a la criada al curato, y Lamparilla entró a su recámara, reconoció sus dos pistolas, se las puso en la faja, aflojó un poco la espada y esperó resuelto, en último extremo, a defender su vida y llevarse a cuatro o cinco por delante.

La criada volvió con buenas noticias. El cura consentía en abrir la puerta del cuadrante y esperar allí al licenciado; pero en esto los sublevados, animados con el trago, volvieron a la carga con más hachas de brea encendidas y gritando ya uniformemente:

—¡Viva don Margarito Melquiades y muera el licenciado Lamparilla!

Una descarga de terrones acabó de romper la vidriera y comenzaron a golpear el zaguán con piedras y palos.

La patrona, que en medio de todo, tenía más sangre fría, entreabrió un poco la hoja de la otra ventana; precisamente estaba apoyado en la reja su compadre don Margarito Melquiades.

—Es la oportunidad —dijo a Lamparilla— están muy entretenidos por acá, y por la puerta del corral no hay nadie. Hágase el ánimo, señor licenciado, y váyase.

Lamparilla reflexionó que no había otro remedio de escapar, se ciñó la espada, preparó una pistola y acompañado de la criada atravesó el corral, con tiento entreabrió la puerta y se encontró en la calle. La criada le señaló al frente y a poca distancia la puerta del cuadrante.

La noche estaba oscura; por la fachada de la casa seguía el ruido, la vocería y las descargas de terrones. Lamparilla, a la mitad del camino, sintió un terronazo cerca de un ojo, que por poco lo hace caer al suelo; pero sacó fuerzas de flaqueza, apretó el paso y dos minutos después estaba ya dentro de la sacristía en compañía del cura.

La patrona, en cuanto calculó que ya Lamparilla estaba en salvo, abrió a medias la ventana y habló con su compadre don Margarito.

—Dios me trajo a usted, compadre. El pájaro que ustedes buscan se marchó al anochecer. ¿Pero a quién decírselo, pues esta indiada bruta no ha hecho más que romperme mis vidrieras y no me atrevía a salir por miedo de que me tocase un ladrillazo?

—¿Me da usted su palabra, comadre?

—Por mi nombre que se lo juro, compadre; entre usted a registrar la casa si quiere.

—La creo, comadre, ni para qué me había usted de engañar, y además sólo queríamos dar un susto a este licenciadito para que se largue del pueblo y no vuelva más. Nunca le hubiéramos hecho nada. Mande usted buscar temprano al hojalatero para que le reponga sus vidrios, yo le pagaré, y buenas noches, comadre, que me voy a llevar a esta gente para que se largue a dormir.

Don Margarito Melquiades habló a su gente algunas palabras, y gritando vivas al gobierno y mueras a Lamparilla, los amotinados salieron del pueblo con sus hachas encendidas rumbo al caserío de la hacienda más cercana.

XXXVIII. ¡Ira de Dios!

Ésta fue la primera palabra que con valor y corazón pronunció el licenciado Lamparilla luego que el cura cerró con llave y cerrojo la puerta del cuadrante y que se consideró en completa seguridad.

—¡Ira de Dios, señor cura! —volvió a repetir—. Si no ha sido por los ruegos de la patrona de la casa que se me hincó de rodillas, abro la puerta, mato con mis pistolas tres o cuatro de esos salvajes borrachos y arreo a los demás a cintarazos, comenzando por don Melquiades.

—Está usted demudado; voy a disponer que le den una taza de anís con un poco de aguardiente, que es eficaz para calmar las emociones.

—Sí, estaré demudado de la cólera, señor cura. ¿No le parece a usted una infamia que a un abogado, y abogado como yo, tan relacionado en México y con la mejor reputación en el foro, tan sólo porque viene a pedir unas copias se le forme una conspiración y se le trate de asesinar y de arrastrarlo por las calles? Y lo hubieran hecho si entran, como me lo dijo esa buena mujer; al fin eran muchos, pero ¡ira de Dios! señor cura, le aseguro a usted que me habría llevado tres o cuatro por delante.

—Qué quiere usted, señor don Crisanto, son cosas de los pueblos. Esta gente es ignorante y cualquiera los engaña.

—Ya me supongo que este tumulto fue provocado por el alcalde mismo, de acuerdo con don Margarito Melquiades, para impedir que se me dieran las copias, porque su deber era haber salido con la veintena a poner orden en la población y proteger mi vida amenazada.

El cura, que no quería entrar en materia ni decir nada malo en contra del alcalde y de don Margarito Melquiades, no contestó y fue a las otras piezas de la casa a preparar la bebida, más bien digestiva que calmante.

El licenciado se aprovechó de ese momento para abrir la ventana y mirar a la calle. Un silencio profundo reinaba; las gentes que habían abierto sus balcones para ver el tumulto, los habían vuelto a cerrar, y sólo se escuchaba a lo lejos el rumor de las pequeñas cascadas que se formaban con la nieve fundida y se deslizaban dando saltos por el declive escabroso de la gran montaña.

El cura no tardó en volver acompañado de una sirvienta india con tazas, botellas, vasos, café, agua de anís, té y cuanto pudo en aquel momento haber a la mano.

Lamparilla prefirió tomar una buena taza de café caliente y dos copas de Holanda fino, de la fábrica que los Noriegas tenían cerca del pueblo.

—Bien ¿y qué le parece a usted que haga ahora? —preguntó Lamparilla al cura cuando acabó de tomar el último trago.

—Me mortifica decírselo a usted, señor licenciado —le contestó el eclesiástico— porque no vaya a figurarse que lo echo de mi casa; pero mi opinión sería que se marchara aprovechando la calma y la oscuridad de la noche. Esa gente, que bebió bastante en la tienda, puede volver y ni el alcalde ni el mismo don Melquiades la podrían contener, porque sabe usted lo tenaces que son los borrachos. Nada le sucedería a usted estando en el curato, y yo, en último caso, lo escondería a usted donde no lo pudieran encontrar; pero vale más evitar un lance.

—Tiene usted mucha razón, señor cura, y lo que deseo es salir cuanto antes de este maldito pueblo. Hágame el favor de mandar por mis caballos y el mozo, y de pagar a la patrona el gasto que haya yo hecho y lo que cueste la reposición de los vidrios, que al llegar a México, le remitiré el dinero.

—Lo que usted quiera —le dijo el cura—. Se hará lo que usted desea y no tardarán los caballos en estar aquí. Me permitirá que lo deje solo un momento.

El cura salió, y Lamparilla, impaciente, pues se le figuraba que ya volvía el tumulto, se comenzó a pasear como una fiera en jaula, de uno a otro extremo de la sala.

El excelente cura no quiso fiar los preparativos del viaje a sus sirvientes, sino que él mismo fue a la casa, tranquilizó a la patrona comprometiéndose a pagar la cuenta del alojamiento y vidrios rotos, y buscó al mozo, que encontró profundamente dormido entre unas barcinas de paja. Allí se había refugiado durante la tormenta, y cuando se aplacó se acomodó bien, y al calorcito de la paja no tardó en dormirse sin cuidarse de su amo; éste, por su parte, tampoco se había acordado si tenía o no criado, siquiera para que le ayudase a defenderse, tanta así fue su sorpresa y atarantamiento.

Antes de media hora los caballos con el mozo estaban en la puerta del cuadrante. Lamparilla se despidió afectuosamente del cura, montó a caballo, y paso a paso, queriendo penetrar con sus miradas en la oscuridad profunda de la noche, enderezó a su cabalgadura hacia el camino real. Eran como las dos de la mañana.

Lamparilla revolvía en su cabeza proyectos de venganza. La sangre toda de la familia Melquiades y la del alcalde y miembros del Ayuntamiento de Ameca, le parecía poca. Su vida había sido fácil; sus negocios de abogado, aunque de poca importancia, le habían salido bien; el licenciado don Pedro Martín lo favorecía no sólo con sus consejos, sino dándole negocios, prestándole libros; su tocayo, el juez Bedolla, tenía tanta confianza en él que bastaba una recomendación para que saliera de la cárcel, ya una mujer, ya un hombre, ya muchos acusados con razón o sin ella, de escándalos, de heridas y aun de robillos de poca monta; en fin, era un personaje hasta cierto punto influyente y considerado en la sociedad de México, y no podía ni siquiera pensar en las ofensas que le habían hecho el alcalde de Ameca y los Melquiades, sin que la sangre se le subiera hasta las orejas, ya que le había pasado la impresión del susto, igual o mayor acaso que del naufragio en el canal. Allí, al menos moría abrazado de una guapa muchacha, mientras que en Ameca lo querían arrastrar con un cordel al cuello por las calles y matarlo a palos como a un perro rabioso. Su cólera iba a dar también en contra del teniente de garita, que quizá de mala fe le había dado la carta de recomendación. Forjaba mil planes en su cabeza y no se fijaba en ninguno. Luego que comenzó a salir la luz, prendió las espuelas a su caballo, y temprano estaba en Chalco, tocando la puerta del corral de la casa de Cecilia.

Pero Cecilia no estaba allí. Las criadas le dijeron que había ido a México para retirar definitivamente el puesto de la plaza del mercado, porque San Justo no cesaba de molestar a las muchachas encargadas de él y disponía de la mejor fruta que había sin pagar nada, y dizque debía un dineral.

Nueva contrariedad. Se le figuró a Lamparilla que Cecilia se había largado con el tornero, y los celos aumentaron su despecho y su rabia. Aceptó el alojamiento que le ofrecieron las criadas, se desayunó y salió a recorrer la ciudad y los mesones para ver si lograba saber algo de ese pasajero sospechoso, resuelto, si lo encontraba, a acusarlo de cualquier cosa y lograr que la autoridad lo enviase a México a disposición del juzgado de Bedolla como cómplice del asesinato de la calle de Regina. Lamparilla estaba muy lejos de sospechar que su siniestro compañero de naufragio era el único y verdadero culpable; pero le ocurría ese medio porque de seguro, tratándose de ese asunto, que era la preocupación única de su amigo el juez, lo metería en la cárcel, y ya se daría modo para que no saliese en muchos meses; pero sus pasos y sus indagaciones fueron infructuosos. Ni lo encontró en todo Chalco, ni en los mesones le pudieron dar razón de él. Confirmó sus sospechas; el bribón se había largado con Cecilia, la cual lo tendría escondido en la casa de la Calle de la Acequia para vivir con él a pierna suelta. Volvió a la casa descorazonado, colérico, celoso, enfermo, cansado, en fin, hasta el grado de no poderse tener en pie.

Comió mal y durmió peor. Sueños a cual más estrambóticos: Cecilia bailando jarabe con el pasajero y éste tirándole el sombrero jarano a los pies; a interrumpir ese baile entraba don Espiridión con espada en mano, tirando cuchilladas por todas partes. Pasaba aquello y entonces veía a Moctezuma III acostado, amarrado de pies y manos en una cueva muy Oscura de la cuesta de Barrientos; por último, oía ruido de espadas, y estruendo de piezas de artillería y gritos roncos y feroces: «¡Muera Lamparilla! ¡Muera el gobierno!». Despertaba, daba un salto en la cama, se tentaba el pecho y las piernas para cerciorarse de que no estaba herido, encendía la vela, fumaba un cigarro, se volvía a acostar y a dormir, y volvían los sueños y las pesadillas hasta que amaneció Dios; se levantó, metió la cabeza en una batea de agua fría para ver si así se le quitaban las visiones que aún despierto tenía delante.

Mandó ensillar sus caballos, se desayunó con un poco de café aguado, dio una buena gratificación a las muchachas y partió a galope con dirección a la capital. Lo primero que hizo en cuanto llegó, al caer de la tarde y se sacudió el polvo, sin tratar ni de comer un bocado, fue ir a la plaza. Las muchachas le informaron que Cecilia había efectivamente estado allí; pero que hacía más de una hora que se había marchado, sin duda a la casa de la Calle de la Acequia. Corrió hasta el retirado callejón. Un remero, único que la cuidaba, le dijo que la ama había ido al embarcadero de San Lázaro. Tomó un coche de sitio y llegó ya de noche a la garita, sin querer hablar con el teniente; pero por las señas que dio, y como Cecilia era muy conocida, supo que media hora antes se había embarcado en una trajinera rumbo a Chalco. Decididamente estaba de desgracia y todo le salía mal.

Al día siguiente, más tranquilo y con un buen sueño en su cómodo lecho, reflexionó con más aplomo, formó el plan de separar a San Justo del empleo interino de administrador del mercado; de hacer que el alcalde de Ameca, los concejales y los Melquiades fuesen reducidos a prisión y conducidos a México como conspiradores revolucionarios, y que el gobernador ordenase al nuevo Ayuntamiento sacase copia del oficio de los documentos que necesitaba. Reservando para sus adentros este vasto plan, se vistió y adornó hasta con una especie de coquetería, y se dirigió a la casa de su tocayo don Crisanto Bedolla para consultar con él sus proyectos y ponerlos con su ayuda lo más pronto posible en ejecución.

Bedolla lo recibió con el cariño de antiguos condiscípulos, le prometió ayudarle y los dos se pusieron a discutir la manera de llevar a efecto sus propósitos.

La posición social y política de Bedolla había mejorado de una manera notable durante el tiempo que Lamparilla, a causa de sus ocupaciones, lo había dejado de visitar.

La prisión de los vecinos de la casa de Regina y su condena a muerte y a presidio, había de pronto asustado a los raterillos y aun a los ladrones de más categoría. Ya no se oía en la ciudad nada de robos, y las diligencias de Puebla y del interior no habían sido atacadas. La ilustrada y benemérita población de la capital estaba tranquila, los periódicos reproducían hasta el fastidio elogios al integérrimo juez Crisanto Bedolla, y el gobierno estaba satisfecho y reconocía que el digno magistrado era el que había restablecido la confianza y la seguridad personal. El Presidente y el Ministro de Justicia querían que los reos fuesen ahorcados; pero no podían interrumpir el curso de la justicia, pues el defensor había apelado y la causa estaba en revisión. Don Pedro Martín de Olañeta había influido con los magistrados, y la causa, muy voluminosa de por sí, era necesario que fuese leída y examinada minuciosamente.

Bedolla sacaba partido de la más insignificante circunstancia. Oyó con marcada atención el relato de las desgracias de su tocayo y condiscípulo, y cuando cesó de hablar, le dijo:

—Este negocio lo tomo por mi cuenta, no haya cuidado alguno. Mañana muy temprano platicaremos en mi casa, y esa canalla sabrá para qué nació. El gran desiderátum —añadió— consiste en que ahorquemos a los reos de Regina y seré el todo del gobierno; pero los magistrados retienen los autos y no hay modo de que despachen ni en pro ni en contra. No obstante, me ha ocurrido una buena idea y la voy a poner en planta. Conque, hasta mañana.

Lamparilla se marchó, y el juez se quedó un poco pensativo; pero a los diez minutos tomó su sombrero, guardó sus papeles, dio al escribano sus instrucciones para el despacho del juzgado y salió precipitadamente de la oficina antes de que se le borrara la repentina y feliz idea que había concebido.

Es indispensable referir algunos antecedentes que explicarán el rápido progreso que, relativamente en poco tiempo, había hecho el hijo del honrado barbero del pueblo de la Encarnación en la carrera política, y la influencia decidida que ejercía aun en los asuntos y en las cosas que nada tenían que ver con el despacho del juzgado.

El periódico que ya conocemos, como si hubiésemos sido sus más constantes suscriptores, y que anunció el caso rarísimo y nunca visto del rancho de Santa María de la Ladrillera, había, en los años transcurridos, sufrido las más extrañas alternativas y los cambios más bruscos y repentinos. Tan pronto tenía suscriptores bastantes para pagar los gastos de impresión y administración, quedando un sobrante regular, como se veía abandonado por sus favorecedores y reducido a pedir fiado el papel necesario.

En una temporada cayó en manos de personas timoratas y casi en olor de santidad, y los artículos que publicaba en favor de la religión y de todos los santos del cielo le produjeron tantas suscripciones, que ya no cabían en dos costales los ejemplares que se remitían los miércoles y los sábados, días solemnes en que se despachaba el correo de la capital para el resto de la República; pero un día le ocurrió a uno escribir un artículo sobre la festividad del doce de diciembre, que tan fatal fue para Juan; puso en duda el articulista la aparición de la Virgen de Guadalupe, y de un golpe se borraron como tres mil curas. En vano quiso reparar el error, echar al hereje de la redacción y elogiar a los padres que predicaban en los desagravios de la parroquia de Santa Catarina y en los ejercicios de la Profesa; inútil trabajo. Los curas no creían ya en la buena fe de El Eco del Otro Mundo, y lo veían con horror. Despechado y ofendido por este desaire, se volvió al lado de los masones y comenzó a iniciar la grave cuestión de la tolerancia de cultos, y fue tan feliz la idea que volvió a levantarse y a renacer, como el fénix, de sus propias cenizas; pero un día también se deslizó un artículo, sin saberse cómo, que decía que las logias acabarían con la nación, que en ellas se disponían las elecciones y se repartían los destinos públicos (algún agraviado sin duda), y que era necesario hacerles la guerra decidida. En menos de dos semanas se borraron tres mil quinientos masones y se suscribieron nuevamente un canónigo y ocho curas. El periódico, agonizando, acudió al gobierno, logró un corto auxilio de los gastos secretos de Relaciones, y pudo ya medio vivir y tributar elogios a los distinguidos funcionarios que hacían el sacrificio de abandonar la tranquilidad del hogar doméstico para ocupar sillones ministeriales, llenos de espinas y de abrojos; pero un día un redactor que comenzaba sus campañas y que era medio pariente del Ministro de la Guerra, con cualquier motivo enjaretó un artículo sin que lo revisaran sus compañeros, diciendo que César no había sido más que un cabo de escuadra, que Alejandro el Grande apenas habría sido en México un coronel de cívicos y que Napoleón, comparado con su pariente, no había sido más que un sargentón afortunado. Como veinte militares se suscribieron inmediatamente; el tío ministro convidó a almorzar al pariente; pero el Secretario de Relaciones, que no podía ver ni pintado a su compañero el de Guerra, retiró el auxilio, y en esta vez por poco muere. Hubo discusiones, proyectos, pleito, en fin, en la redacción, de lo que resultó un periódico independiente con noticias de sensación; interesaron a cuanto muchacho ocioso andaba por la calle y de día y de noche gritaban desaforadamente en los portales y en las Cadenas, El Eco del Otro Mundo, con los robos y los asesinatos de los bandidos de Río Frío. Otro día cambiaba el tema y gritaban: «Relación de una cabra que nació con tres cabezas».

No probó mal este método, y entre prodigio y prodigio se mezclaban algunos elogios al gobierno y algunas sátiras embozadas al clero, a los masones, a los soldados, a los abogados y a todo bicho viviente. Cada uno por saber si algo malo o bueno se decía de él, tomaba una suscripción, y en breve tiempo el periódico volvió a levantarse y los redactores ya tenían una regular pitanza cada mes. Interesante como es la historia familiar y secreta de los periódicos, basta referir la terrible crisis que experimentó tan acreditado diario, y la que fue muy provechosa a nuestro amigo Bedolla.

El Eco del Otro Mundo se había entendido perfectamente con el Ministerio de Hacienda, como ya lo habrá maliciado el lector; pero como ese digno funcionario en ocho meses había podido dar una paga a los empleados y dos meses de dietas a los diputados y senadores, tuvo que abandonar la cartera, y otro, que era un prodigio de talento y una especie de brujo que sacaba, como Moisés, agua de una roca, le sucedió con beneplácito o, mejor dicho, con aclamación de tanta vieja viuda que ya había hasta olvidado cómo era la forma y tamaño de un peso duro. Este nuevo funcionario tenía una conciencia estricta, y una de sus máximas era que la prensa pagada extraviaba la opinión pública y corrompía a los mismos funcionarios que la pagaban, y que el único periódico que debía pagar para que elogiara y defendiera al gobierno, era la Gaceta Oficial y El Telégrafo, que era como un semioficial. Retiró, pues, la subvención a El Eco del Otro Mundo, y de la noche a la mañana dejó a los redactores en un petate.

Junta general y sesión borrascosa en la oficina de la redacción. Se resolvió continuar el periódico pagando a escote lo que faltara para el completo de los gastos, y además jugar el todo por el todo y hacer desde el día siguiente una oposición formidable al gobierno, comenzando por el Ministro de Hacienda, y juraron sobre los cañones (de las plumas) arrastrar con las multas, con la prisión, con el destierro, con la muerte misma, antes que doblar la cerviz; en una palabra, sacrificarse por la patria. Fortificados con tan enérgica resolución, al día siguiente comenzaron a echar fuego y llamas.

Un artículo titulado Bancarrota, hizo temblar en su sólido sillón al nuevo Ministro de Hacienda. Otro, que llamaron Precipicio, le quitó las ganas de comer al Ministro de Justicia. Otro, Hipocresía y religión, alarmó al arzobispo y al coro de la catedral; otro, Abajo caretas, obligó a las logias a convocar para tenidas extraordinarias; por último, el titulado Pueblo soberano, era un llamamiento a los barrios de San Sebastián, de la Palma, de Tepito y de la Soledad de Santa Cruz.

Los suscriptores en tropel se presentaban a la redacción, y los muchachos y billeteros vendían resmas enteras en un momento. El gobierno temblaba ya, y la sociedad elogiaba el arranque patriótico de los que así exponían su tranquilidad y hasta su vida por defender los santos principios… de cualquier cosa. Los redactores, entusiasmados con el buen resultado de las deliberaciones de la junta, seguían echando tajos y reveses a todo el mundo. Del Presidente de la República, lejos de decir una palabra disonante, lo alentaban de vez en cuando. Los mismos ministros llegaron a creer que el supremo magistrado pagaba el periódico para echarlos de sus sillones, y conferenciaron seriamente, decididos a presentar en masa su renuncia; pero tenían mucho cariño a sus puestos y dejaban siempre para mañana la resolución heroica que habían pensado.

Bedolla, que, al despertar sentado en su cama, y tomar su té a la inglesa, pues había ya abandonado el champurrado, por ordinario e indigesto, lo primero que hacía era leer su periódico favorito, había seguido con interés sus cambios y matices, se quedó reflexionando el día que se publicó el editorial que encabezaba el título de Pueblo soberano; ya había notado que únicamente al Presidente se trataba con respeto y consideración; levantóse sin tomar la tercera taza de té y se puso delante del tocador. Ya no era la levita con sus arrugas en la espalda, ni el pantalón hecho charamusca, ni el sombrero acepillado en sentido inverso, ni la cabeza hirsuta y alborotada, sino que O’Sullivan un sastre irlandés, lo vestía a la irlandesa o a la inglesa, el peluquero del teatro le cortaba el pelo, y sus camisas, luciendo botones y prendedores de oro y brillantes, eran obra de una camisería de París (o de Bayona) que acababa de llegar, y su sombrero a guaterpó estaba liso y perfectamente acepillado.

—Al tronco y no a las ramas —dijo en cuanto estuvo vestido y adornado de manera que ni el prefecto de su pueblo ni su mismo padre el barbero habrían podido reconocerlo, y contento, satisfecho y sonriendo de la travesura que había imaginado, bajó las escaleras y no paró sino hasta que estuvo al habla con el ayudante de guardia del Presidente, al que entregó un papelito muy pequeño y perfectamente doblado que decía:


Asunto urgente y muy reservado. Cinco minutos de audiencia y todo se arreglará.

Licenciado Bedolla.
 

Cinco minutos después el ayudante salió, introdujo a Bedolla hasta la sala azul, y lentamente, cojeando, ayudándose con un bastón, se presentó el Primer Magistrado de la Nación, y le tendió (gran favor) amistosamente la mano.

—Al levantarme, excelentísimo señor, y leer como acostumbro El Eco del Otro Mundo, me ocurrió una idea; no quise perder ni un minuto, y a riesgo de molestar a V. E., me he tomado la libertad de pedirle una corta audiencia.

—Siéntese usted, Bedolla, siéntese; supongo que viene a participarme que, concluida la causa, van por fin a pagar su crimen en el patíbulo…

—No, Señor Excelentísimo, no es eso; el proceso de los reos de Regina está en revisión, y nada se puede hacer hasta que no resuelva el tribunal. Por mi parte a V. E. consta que no tardé mucho en instruir la causa y condenarlos a la última pena; pero no se trata de eso, sino de El Eco del Otro Mundo.

El supremo magistrado, apenas oyó mencionar el periódico, cuando dio un salto, como si le hubiese picado un alacrán y se puso en pie.

—Ni me hable usted de semejante publicación, asquerosa, antipatriótica; se conoce que es un plan fraguado por los enemigos del gobierno, y que pollos gordos, que yo conozco, se cubren con el anónimo y escriben estos artículos que están conmoviendo a esta sociedad, combatida por los partidos que se quieren arrebatar el poder, gastada, cansada, moribunda, y a la cual he querido yo imprimir vida y movimiento. No, imposible; ni hablemos de eso, Bedolla.

—Notará o habrá notado V. E. —dijo con una voz muy amable el licenciado—, que los editores echan tajos y reveses contra todo el mundo; para ellos ni el arzobispo es sagrado. Sólo a V. E. respetan, sólo a V. E. le tienen consideración; ni al Papa, sólo a V. E. elogian; aquí traigo precisamente dos números que contienen cuatro párrafos diversos y no hay más que alabanzas, muy merecidas por cierto. Es necesario sacar partido del cariño personal que tienen a V. E. A eso venía yo, por eso me tomé la libertad de que el ayudante introdujese mi papelito.

El supremo magistrado cambió inmediatamente de humor, y se sentó.

—Mi plan es —continuó el licenciado sentándose respetuosamente y manteniéndose muy derecho sin recargarse en el sofá— que este periódico, en vez de hacer una oposición tan injusta, tan inconsiderada y tan nociva para la tranquilidad de la República, sea absolutamente del gobierno; V. E. ordene, se hará la oposición a quien V. E. mande y se elogiará a los que V. E. quiera favorecer.

—No conoce usted el mundo como yo, señor Bedolla. Detrás del periódico están esos personajes pérfidos del partido moderado, que no quieren venir al gobierno cuando se les llama, y critican y hacen la oposición a todo el que como yo se sacrifica por la patria.

—Ése es mi secreto, precisamente. Tengo un plan por el cual esos moderados quedarán excluidos del periódico, éste será dirigido por manos hábiles y por personas adictas a V. E. y una vez conseguido esto, tendremos un arma contra esos mismos moderados, contra los ministros si fuera necesario y si conviniese a V. E. y contra todo el mundo. En vez de ser atacados, atacaremos. Únicamente necesito la aprobación de V. E. y su apoyo eficaz.

—Si está usted seguro de salir airoso de esta empresa, que lo creo difícil, puede usted contar con que protegeré a usted, pero con la mayor reserva. Una persona que ha sido elevada, como yo, por el voto de la nación al rango de Primer Magistrado, debe ser superior a esas ruines pasiones y no ocuparse de pormenores.

—Perfectamente, V. E. tiene mucha razón, ni cómo me había de atrever a indicar que se ocupase V. E. de estas que son verdaderas miserias humanas. Yo me ocuparía de esto. Vendré todos los días temprano, o a la hora que V. E. disponga, y me indicará lo que se deba escribir, y nadie, ni mi sombra, sabrá este secreto. Pondremos redactores muy caracterizados y muy independientes, y ellos firmarán y saldrán al frente a las polémicas, a la crítica mordaz y aun a los desafíos y golpes si llegara el caso, porque la gente que yo tengo es de primera. Lo que se necesita para esto es patriotismo, abnegación y dinero.

Al escuchar el Primer Magistrado la palabra, dio otro salto como si lo hubiese picado un segundo alacrán, se puso en pie y dijo con cierto asombro:

—¡Dinero!

—Ya sabe V. E. —contestó el licenciado Bedolla en voz baja y con un tono muy amable— que el dinero es el alma del mundo. Sin dinero no es posible ni aun entrar a la gloria. Los santos que han tenido el candor de repartir sus bienes a los pobres, quién sabe los trabajos y dificultades que hayan tenido para entrar al cielo. No obstante, si a V. E. no le agrada… nada se hará y los moderados se bañarán en agua rosada.

Cayó muy en gracia al Primer Magistrado la ocurrencia de Bedolla, y volviéndose a sentar dijo con cierta tristeza, como hombre ya práctico y desengañado:

—Tiene usted razón, señor Bedolla; desgraciadamente nada se puede hacer sin el maldito dinero. Ya veremos, trabaje usted y vuelva a verme dentro de dos días a estas mismas horas. El ayudante recibirá la orden de permitirle la entrada.

El supremo magistrado pagó de pronto con un apretón de mano el patriotismo del licenciado, y éste salió muy erguido y ufano por en medio de una multitud de diputados, senadores, coroneles y agiotistas que llevaban dos horas de antesala, sin haber podido penetrar al sancta sanctorum.

De vuelta a su casa, Bedolla mandó buscar urgentemente al director y propietario de El Eco del Otro Mundo, el que no tardó en llegar.

—Va usted a comer conmigo hoy. Es su hora de usted y tenemos que hablar cosas muy graves.

—¿Van a ahorcar ya a esos bandidos? —preguntó el entendido periodista.

—No, no es eso; el tribunal anda con pasos de tortuga; pero dejemos por ahora a esos pobres diablos, que están muy seguros y contentos en la cárcel, con tal que no los saquen al palo. Se trata de otra cosa más seria: se trata de usted o, mejor dicho, de ustedes todos. Se va a dar orden de prender a la redacción, a los cajistas, al administrador de la imprenta, al portero, a todo el mundo y encerrarlos incomunicados en Santiago. Por una casualidad he sorprendido este secreto, y como usted y los distinguidos literatos que trabajan en el periódico se han portado como unos caballeros desde que llegué a esta capital, he debido, como hombre leal, prestarles este servicio; pero no me descubran, por Dios, porque seré hombre al agua: empleo, amistades, influencia, todo lo perderé si llega a saberse que yo he avisado a ustedes el peligro que corren. El Primer Magistrado está furioso; así, vean lo que hacen, escóndanse, váyanse de México, en fin, yo no sé qué aconsejarles.

—Pero eso es una infamia. La ley de imprenta dice en su artículo cuarenta y siete… No recuerdo bien… pero las garantías… ¿Qué sucederá a este desventurado país, si se entroniza la tiranía?

—Será lo que usted quiera, y los artículos de la ley de imprenta, que aún no he tenido tiempo de leer, ocupado con esta complicada causa de Regina, dirán lo que a usted le agrade; pero contra la fuerza no hay argumento que valga… Después ustedes echarán ternos, pero será en Nueva Orleáns o en Nueva York; aquí, Santiago y más Santiago, es lo que los aguarda; y, por supuesto, acabará mañana el periódico, que está acusado de sedición… Conque…

—¿No habrá modo —preguntó el director del periódico— de componer… de dilatar… de suspender…?

—Me parece que no hay escapatoria; sin embargo, consulte usted con sus compañeros, y si algo le ocurre, véngaseme a ver a la noche, ya saben que pueden contar conmigo aunque me cueste el empleo.

El director estrechó con efusión la mano de Bedolla.

—Tenemos seis horas de tiempo; tranquilícese usted y vamos a la mesa.

Sentáronse en una mesa muy regularmente surtida, más a la francesa que otra cosa, pues Bedolla ya no comía sino rara vez enchiladas, porque le parecía, como el champurrado, un manjar ordinario.

Comió de todo y con apetito. El desgraciado periodista apenas probó bocado, y sólo se cargó un poco la mano de un vino tapa larga, que Bedolla dijo le había enviado expresamente de regalo el cónsul mexicano en Burdeos. Acabóse la comida y quedaron de verse a las nueve de la noche para tomar una resolución definitiva. Ese día casualmente se publicaba un artículo furibundo contra el Gobernador del Distrito, que no fue posible retirar. El pánico de la redacción llegó al colmo cuando su director les comunicó las fatales noticias; pero cada uno procuró disimular, y se pronunciaron discursos llenos de fuego y de patriotismo, concluyendo por poner su suerte en manos de su jefe, prometiendo aprobar y sujetarse a lo que conviniese con Bedolla. Hubo, sin embargo, algunos disidentes que preferían ir presos a Santiago y que, previendo una defección, se separaron inmediatamente y se marcharon disgustados a su casa.

Muy puntual estuvo a la cita el director, y después de una larga conferencia quedó Bedolla facultado, por escrito, para arreglar el asunto, conviniendo en que durante tres o cuatro días los artículos de oposición serían muy razonados y en que no dejaría de hacerse algún elogio más o menos adulatorio al Primer Magistrado.

En la segunda conferencia con el jefe del Estado, Bedolla remachó el clavo. Puso a disposición del gobierno el temible periódico, que fue considerado muy secretamente semioficial, recibiendo recursos abundantes que pasaban por terceras manos, sin que apareciese ni remotamente el nombre del licenciado, el cual, a primera hora y por la puerta chica del Palacio, entraba a recibir las órdenes directas del Presidente.

La redacción se organizó. Unos continuaron con una buena dotación; los gacetilleros con una miseria; Bedolla, que no escribía ni había podido hilvanar nunca dos renglones seguidos, era el director oculto que daba la orden de tirarle a fulano, de sacar a mengano, de dar un piquetillo a un ministro, de ensalzar a un general o de menguar el mérito de un coronel.

El periódico era serio, grave, de oposición; pero independiente. No pertenecía a partido ninguno ni apoyaba facciones; predicaba la paz y el respeto a las autoridades; solía adular al clero y a los propietarios, y era amigo de la libertad, pero enemigo de los sansculottes; cuanta influencia tenía tan sesudo diario, tanta así tenía también Bedolla, de manera que en vez de que necesitase de la protección de Lamparilla como en los momentos de su llegada a la Gran Tenoxtitlán, él la dispensaba, no sólo a su condiscípulo, sino también a los mismos ministros, que habían sabido por los porteros y ayudantes que tenía frecuentes y largas conferencias con el Primer Magistrado de la Nación. Él mismo estaba asombrado de su posición; veía ya el juzgado con desdén; le parecía que rebajaba mucho su dignidad con ir diariamente a la Acordada a tratar con ladrones y asesinos. Cuando a la hora de ir a la cama pensaba en estas cosas, se restregaba las manos, reía francamente y decía: ¡Qué vivo soy: mi padre mismo no me reconocería! ¡Redactor en jefe sin escribir y ganando una talega de pesos cada mes! Y se metía debajo de las sábanas y dormía tranquilamente, soñando algunas noches que estaba ya sentado en un sillón ministerial.

Tal era la posición de nuestro buen amigo Bedolla, y era indispensable que el lector conociera los medios sencillos con que repentinamente se elevan en México insignificantes personajes cuando la fortuna se pone de su lado derecho.

Las aventuras de su tocayo Lamparilla le dieron nuevo motivo para aumentar su influjo y ganarse una confianza sin límites en las altas regiones. Como en la vez en que se trató del asunto de El Eco del Otro Mundo, que acabamos de referir, Bedolla, vestido correctamente como hemos dicho, perfumado y un tanto arrogante, se encaminó a Palacio sin esperar la hora de la conferencia diaria, pues el negocio no admitía demora, y así le daba más realce o importancia. Se echó en la bolsa un papelito que decía: Señor Presidente. Urgentísimo. Bedolla. Era la fórmula convenida ya, para cuando se ofreciese algo grave. En esos momentos había junta de ministros; pero el licenciado fue introducido al gabinete particular, donde esperó media hora.

—¿Qué ocurre, señor Bedolla? —le preguntó el supremo magistrado luego que, habiéndose desprendido de sus ministros, pudo entrar fatigadísimo al gabinete donde recibía a las personas de su intimidad.

—¡La revolución ha estallado; pero la podemos conjurar!

El supremo magistrado se levantó del sillón donde casi se había recostado como si un tercer alacrán lo hubiese picado.

—¡La podemos conjurar! —repitió magistralmente el licenciado Bedolla.

—¿Cómo es que nada sé? Explíquese usted.

—No es extraño. Ha ocurrido anoche, y no son los revolucionarios quienes han de dar parte al gobierno.

—¿Pero cómo, dónde? Explíquese usted.

—Precisamente un amigo mío, un hombre estimable y que creo ha tenido alguna vez la honra de presentarse a V. E., ha estado a punto de ser asesinado y arrastrado por las calles porque quiso contenerla.

Bedolla refirió entonces las desgracias de Lamparilla, pero desfigurando los acontecimientos, aumentándolos, suponiendo un fin político y asegurando que este movimiento estaba ramificado en la capital y en varios Departamentos.

A la hora en que Bedolla daba cuenta de los sucesos en Palacio, todo había concluido en Ameca: el pueblo había vuelto a su acostumbrada tranquilidad; los vidrios rotos de las ventanas de la patrona, repuestos por el hojalatero. Los Melquiades, contentos de haber espantado al licenciado, se paseaban muy satisfechos, vigilando el trabajo de los peones; y el alcalde por lo que pudiera suceder, había dirigido a su gobernador el siguiente parte:

Hanoche cosa de las dies unos piones briagos se pusieron a bailar y cantar en la plasa y mercaron en caza ñor Pioquinto unos hachones de brea y gritaban viva el Gobernador, mas como lloví que tiraron un ladrillaso a una ventana, salí con la veintena les intimé el orden y se fueron a sus casas con las luces apagadas y es todo lo ocurrido y no hay más que pongo en conocimiento de V. E. y todo esta quieto aquí, dios y Libertad.

En el Palacio Nacional se les dio a estos sucesos alguna más importancia, y el jefe del Estado no permitió que se fuese Bedolla hasta que no se dictaron las providencias que la gravedad del caso exigía.

Justamente Baninelli acababa de llegar de Guanajuato con su regimiento de ochocientas plazas perfectamente vestido, armado y disciplinado; daba gusto y orgullo ver marchar y hacer evoluciones por las calles a tan marciales y guapos muchachos.

El supremo magistrado no se fio de sus ministros; él mismo quiso disponer se sofocase esta tremenda revolución con una actividad sin ejemplo. Mandó que inmediatamente se le presentase Baninelli.

—En el acto, tome usted dos compañías de su regimiento y un escuadrón del octavo de caballería —le dijo cuando lo vio—. Sale usted al anochecer de aquí con mucho sigilo y, a marchas forzadas, procura usted caer al amanecer al pueblo rebelde. Amarre usted al Ayuntamiento y al alcalde que se han puesto a la cabeza del pronunciamiento, fusile a unos ciertos Melquiades, que son los cabecillas y, dejando una guarnición por lo que pueda suceder, regresa usted a esta capital, deja a los presos bien recomendados en Santiago, y se me presenta usted otra vez aquí a darme cuenta; los bate usted hasta rendirlos, y si la resistencia es obstinada y le matan a usted siquiera un soldado, me fusila a dos o tres de los alcaldes para que escarmienten y no vuelvan a turbar la tranquilidad. Ya recibirá usted mientras alista su tropa, las órdenes de la Secretaría de Guerra y también se le ordena al Gobernador del Departamento que tenga listas sus fuerzas por si usted las necesitase.

Baninelli, que era hombre de pocas palabras y que tenía siempre su tropa lista para cualquier evento, no tuvo ninguna observación que hacer, se retiró, y no sonaban las oraciones de la noche cuando salía a la cabeza de sus fuerzas por la garita de San Lázaro. Era una jornada muy larga, pero su infantería estaba acostumbrada a caminar dieciséis o dieciocho leguas por terrenos quebrados y de climas ardientes. Esta expedición era para él un juego de niños.

Bedolla al despedirse le indicó al jefe del Gobierno que creía que el teniente de la garita de San Lázaro, si no era cómplice, por lo menos simpatizaba con los sublevados, y que no era prudente que permaneciera al frente de una garita tan importante.

—Será destituido hoy mismo —le contestó.

Y en efecto, en el momento mismo en que veía salir la tropa de Baninelli y no podía conjeturar qué iría a hacer esa fuerza por ese rumbo que estaba tan sosegado y por donde ni aun ladrones había, recibió la orden para tener todo listo y entregar al día siguiente la garita. Una carta de recomendación dada con la mejor buena fe, le costaba el destino.

Lamparilla no se olvidó de la recomendación de Cecilia. Fue a visitar a sus amigos los masones, y en la primera tenida se retiró la protección a San Justo, no obstante sus ideas avanzadas fue separado de la portería y más adelante de la administración del mercado, entrando de nuevo a tan lucrativo y buen empleo el compadre del administrador del hospicio.

El influjo y crédito de Bedolla aumentó un cincuenta por ciento. Dos grandes servicios: desbaratar un complot secreto de los moderados y convertir a favor del gobierno un periódico que amenazaba acabar con el orden existente, y como si eso no bastara, sofocar una terrible revolución en su misma cuna.

El Primer Magistrado, al despedirse afectuosamente de Bedolla, le dijo:

—Amigo mío, en la primera crisis, quiera usted o no, tendrá que formar parte del Ministerio. Es menester sacrificarse por la patria.

Bedolla inclinó la cabeza respetuosamente, indicando que estaba dispuesto al sacrificio y que se resignaría a echar sobre sus débiles hombros la carga de un Ministerio.

—Hombres así necesita México para que figure con el tiempo en el catálogo de las naciones.

Bedolla se retiró del Palacio, y pronto él y Lamparilla departieron amistosamente en su casa, felicitándose del buen resultado de sus diligencias y elogiándose mutuamente. Lamparilla estaba positivamente asombrado de los progresos de su amigo. Él mismo, nacido y educado en México, vivaracho, con relaciones más o menos íntimas en las diversas clases de la sociedad, tenía entrada en los ministerios con algunas dificultades; al Presidente lo había visto una sola vez para hablarle de la herencia de Moctezuma III y no había obtenido más que esta simple respuesta: «Veremos», mientras el payo, el fuereño que no se había atrevido a examinar en la Universidad, era el hombre de más influjo en la capital. En fin, pues que lo veía, tenía que creerlo, y como buen veterano pensaba no despegarse de su tocayo y aprovecharse de su amistad e influjo. Discutieron detenidamente sobre el giro que debían dar al negocio, y de pronto resolvieron que debía decirse algo al público, y El Eco del Otro Mundo publicó el siguiente párrafo en los momentos mismos en que Baninelli entraba triunfante en Ameca.

Media docena de sicofantes se han atrevido a turbar el orden público en el pintoresco pueblo de Ameca; pero el gobierno, que tiene su ojo vigilante en todos los ámbitos de la República, descubrió muy a tiempo la conspiración y ha mandado fuerzas suficientes para restablecer la tranquilidad pública y castigar a los revoltosos.

Más adelante y con letra más pequeña, se leía este otro parrafillo:

La causa de los asesinos de Regina no da un paso. La energía y actividad del señor juez Bedolla ha sido inútil, pues altas influencias tratan de impedir que los reos sufran el condigno castigo y la vindicta pública los reclama.

Baninelli y su tropa anduvieron tan bien y tan recio que entre las seis y las siete de la mañana avistaron el pueblo de Ameca.

Uno de los Melquiades, que estaba en el campo a caballo dirigiendo el trabajo de las yuntas que daban labor al maíz, notó una polvareda, salió al camino y se reunió con el jefe militar que iba a la cabeza de la tropa.

—¿Qué hay de bueno por Ameca? —le dijo—. ¿Se atreverán a resistir los pronunciados?

Melquiades que, como Bedolla, era ladino, abrió tamaños ojos y con mucha calma y seguridad contestó:

—Mi coronel, creo que todos se han fugado ya, pero fue una borrachera y nada más.

—Borrachera o no, han gritado mueras al Gobierno y han atacado e intentado asesinar a un licenciado que los quiso contener y es amigo mío. Él mismo me ha contado lo que pasó. Ya verán si conmigo juegan y me tiran de pedradas.

—Yo nada sé, mi coronel, porque me acuesto a las siete de la noche y nada se observó en el rancho hasta la madrugada, que llegaron unos peones que viven en el pueblo y me contaron con su media lengua lo que habían visto.

—¿Me podría usted decir cuáles son las haciendas de los Melquiades?

—Y como que sí, mi coronel —y le señaló en el horizonte unas casas y torrecillas que aseguró ser las haciendas que buscaba y que distaban cosa de una media hora de camino.

Melquiades, bajo pretexto de ir a un potrero a buscar unas vacas que se le habían extraviado, se quitó el sombrero y se despidió cortésmente del coronel, el cual, no observando nada sospechoso en ese campesino, y ya había encontrado otros por el estilo en el camino, lo dejó ir, y al sordo se lo dijeron. Melquiades entró al potrero donde dijo iba a buscar las vacas, pero apenas había la tropa adelantado un poco cuando enderezó el caballo a la finca; llegó, avisó a sus hermanos, y no había entrado Baninelli a la plaza, cuando ellos estaban camino del monte, donde podían desafiar no a uno, sino a cuatro batallones.

Ni en el camino ni en el pueblo observó Baninelli nada que le indicara que existía una revolución. La calma y la quietud más completas. En las haciendas, los peones se dedicaban a sus labores, los indios entraban y salían con sus burros cargados de fruta, de recaudo o de paja, y Baninelli, que iba furioso creyendo que tendría que tener algunos balazos, entró en calma y creyó que efectivamente no se trataba más que de una borrachera.

Sin embargo, como militar viejo y precavido, dejó su guerrilla en la entrada, formó en columna en la plaza, mandó ocupar la torre del curato por un piquete y convocó al Ayuntamiento.

El alcalde, cuya conciencia no estaba muy tranquila, tuvo tiempo para esconderse, pero los demás concejales no pudieron hacer otro tanto y se reunieron en las casas consistoriales.

Baninelli mandó hacer una averiguación entre los vecinos, resultando de ella que en efecto había habido gritos, pedradas, borrachera y desórdenes y mueras al Gobierno y que Lamparilla hubiese sido víctima si no se refugia en el curato. Mandó amarrar codo con codo a toda la honorable corporación municipal y entre las filas la condujo hasta la fortaleza de Santiago, como se lo había mandado de oficio el Ministro de la Guerra.

Ameca, como en sentido político se dice, quedó acéfalo, pero nunca estuvo más contento el vecindario ni más tranquilo el pueblo, sino cuando dejó de tener gobierno. Los vecinos viejos, ricachos, sosegados y honrados decían:

—¡Bendito sea Dios, que se escondió el alcalde y se llevaron amarrados a los concejales! ¡Ojalá y no vuelvan!

Bedolla había ahogado en su cuna una espantosa revolución y no cabía en la ropa de orgulloso.

Lamparilla no estaba del todo satisfecho. San Justo destituido, Cecilia volvería a ser en medio de sus variadas frutas de vivísimos colores la diosa Ceres de la Plaza del Volador; el teniente de la garita recibió su castigo por haberle dado una falsa carta de recomendación, pero los Melquiades se habían fugado, y antes de arrancarles las haciendas de Moctezuma III le había de sudar el copete y salirle canas verdes.

—¡Ira de Dios! —Lamparilla revolvía en su cabeza miles de proyectos, a cual más osados, y no pudiéndose fijar en ninguno exclamaba a cada momento: «¡Ira de Dios!». Ese terrible juramento le había ocurrido como un arma terrible contra el miedo en el momento en que los Melquiades lo tenían sitiado en su alojamiento de Ameca.

XXXIX. La hacienda de Santa María de la Ladrillera

Qué años hace que ocupados con la menguada suerte de la rica familia del palacio de la Calle de Don Juan Manuel y con el fin trágico de la desventurada Tules, no damos un paseo por el ignorado y pacífico rancho de Santa María de la Ladrillera. Es necesario dar una vuelta y visitar a las personas con quienes primero hemos hecho conocimiento, pero acompañados, por supuesto, de nuestro amigo el licenciado Lamparilla.

Lo que los políticos, con gran entusiasmo y agarrándose de él para medrar, llaman progreso, es una cosa que efectivamente existe y que empuja unas veces a la gloria y otras al precipicio; pero no importa, empuja siempre, y no hay medio de evitarlo.

El rancho de Santa María de la Ladrillera no había podido resistir este empuje. La fachada de la casa que ya conocemos, retocada con mezcla revuelta con sangre de toro, presentaba un color morado renegrido, imponente cuando se le veía de lejos y tristísimo cuando se le veía de cerca; las ventanas ya tenían completos sus verdosos vidrios de la fábrica de Puebla, y las rejas pintadas de negro. En el frente se había plantado un jardín, cubierto de claveles, de anémonas, de alfombrilla, de ruda, de borraja y yerba de Santa María; el fresno, no obstante su edad y lo torcido de su tronco, echaba a relucir cada año su verde copa, y los sauces llorones habían sido reemplazados por sauces derechos, álamos blancos, ocotes y fresnos, y ya parecía aquello un pedacito del monte de las Cruces o de Río Frío; no se sabía si alegraba o aumentaba la tristeza de la sombría fachada, a la que se habían agregado seis almenas y un medio círculo sobre la puerta. La calzada se había recompuesto con arena y piedra suelta, y la era para trillar la cebada y el trigo estaba detrás de esa especie de castillo feudal. El ganado se había reproducido: los hijos de las vacas, de las borregas y de las cabras eran los que habitaban el corral, y los parientes habían encontrado digna sepultura en los estómagos de la familia, convertidos en chito y en cecina. Los hijos de los perros retozaban más gordos y alegres que sus padres, y las gallinas, gallos y guajolotes, mezclados con palomas, eran tan numerosos que se necesitaba espantarlas para andar, y taparse los oídos, pues tanto así era el cacareo y bullicio amoroso de esas aves, compañeras y víctimas del hombre. Es necesario no olvidar que los caballos de don Espiridión, ya viejos e inservibles, los había vendido ¡el ingrato! a don Javier Heras para que fuesen destripados en la plaza de toros de San Pablo. Un tordillo quemado y un retinto ocupaban el tejabán construido en un ángulo del corral y comían paja y buen grano en el pesebre. Las burras muy gordas, y los burritos retozones, bonitos y alegres. Todo había mejorado y era debido a la iniciativa y actividad de Moctezuma III. Se conocía que corría en sus venas la sangre del gran emperador azteca, que amaba la pompa y el lujo y no se podía pasar sin estas cosas. El muchacho, de divagado, ocioso y dormilón, se había convertido en activo y trabajador.

Don Espiridión engordó, engordó de tal manera que no se movía sino con mucho trabajo; el bigote cerdoso y tieso formaba una especie de tejado sobre sus labios que cada día estaban más gruesos y más morados; las cejas le caían también sobre sus párpados arrugados; los cachetes le colgaban, y el vientre era un medio globo inflado constantemente con gases inflamables y peligrosos; apenas discurría y sólo hablaba para pedir de comer, y comía que daba miedo. Lo levantaban a las ocho entre Pascuala y Moctezuma III, y andando, poco a poco, lograban sentarlo en la banca de piedra que estaba también descompuesta, y allí permanecía echando maíz y migajas de pan a las gallinas, hasta que lo quemaba el sol. Cuando tosía fuerte, era señal de que se quería marchar, y entonces doña Pascuala y Moctezuma lo conducían al rayador, donde comía y cenaba; de allí, casi dormido con su tlachique, que no cesaba de tomar con abundancia, lo conducían a la cama, y era un trabajo que hacía sudar a la pobre mujer arroparlo hasta que cerraba completamente los ojos. En todo esto no hablaba, sino que de cuando en cuando gruñía sin llegar a articulación ninguna; pero eso quería decir que algo necesitaba, y por señas se hacía entender: regularmente pedía sus cajillas de asquerosos puritos del estanco. Al levantarse y al acostarse lo único que decía con visible esfuerzo era «Pa… pa… pa… ascuala…» «Mo… mo… mo… tezuma ter… ter… cero», y levantaba una mano con los dedos gordos y renegridos de no lavarse y la pasaba por la cabeza de doña Pascuala.

Moctezuma había crecido y engordado también, pero no al grado de ponerse inútil y pesado; por el contrario, era ágil y expedito. Se apropió las calzoneras, la manga, la silla y la espada virgen de don Espiridión; montaba bien a caballo; lazaba y echaba manganas a yeguas y burros ajenos, pues su ganado, que estimaba como suyo, lo cuidaba mejor que don Espiridión. Todo lo más del día estaba en el campo o en el cerro plantando magueyes, echando chicotazos a los peones para que no flojearan, y cuando no, él mismo pintaba las puertas, rejas y ventanas, o guardapolvos de humo de ocote a las piezas de la casa. La cocina tenía un brasero que él mismo, ayudado de un peón albañil, había construido, agregando un horno tan grande que se podía asar un borrego entero. Por supuesto, sabía leer en carta, escribir letra gorda y sumar; hacer la difícil multiplicación que a cada momento se le ofrecía: ochenta arrobas de paja a real y medio y tres tlacos, o diez cargas de cebada a dos pesos, dos reales y tres cuartillas. Nunca se equivocaba, y podía desafiar a uno de los catedráticos de segundo curso de matemáticas a que hiciera de memoria esta operación como él solía hacerla. En una palabra, doña Pascuala decía que había criado a Moctezuma para rey y a su hijo para licenciado.

En efecto, el heredero que con tanto trabajo vino al mundo, por obra de milagro, estaba de pupilo en la escuela de Tlalnepantla, acabando de aprender a leer en carta y a escribir en falsa, para pasar al colegio de San Gregorio de México a estudiar gramática latina, filosofía y leyes, y recibirse, en fin, de licenciado, mientras que Moctezuma aprendía prácticamente a sembrar maíz y cebada, raspar los magueyes, vender la paja y estar así en aptitud de ponerse al frente de los vastos dominios que debía heredar de su real antecesor. Las notables mejoras que se habían hecho en el rancho se debían a su iniciativa. Él tuvo la idea de construir una caballeriza para que en tiempo de las lluvias y del frío se abrigasen los caballos; él compró unas dos burras de primera cría; él se empeñó en que se revocara y se pintase de almagre y sangre de toro la fachada de la casa. Era un gran reformador y no pasaba día sin que tuviese un nuevo proyecto en su cabeza, y tenía que entablar una lucha continuada con don Espiridión, que se oponía decididamente, moviendo la cabeza, revolviendo ferozmente sus ojos saltones y diciendo: «Nooo, nooo, no». Pero doña Pascuala intervenía y concluía por obtener un triunfo completo. Como todas estas mejoras requerían dinero, era Lamparilla quien lo suplía, hasta que pareciéndole exagerada la suma y sabiendo que don Pedro Martín de Olañeta tenía a veces dinero de sus clientes que colocar, le pidió tres mil pesos con hipoteca de la finca, y con esa suma se reembolsó sus adelantos, se aplicó una buena parte a cuenta de honorarios y, con el resto, Moctezuma III emprendió la construcción de una nueva troje, compró un pedazo más del cerro y aumentó los linderos del rancho, empeñándose en circundarlos de una muralla, cuya idea llevó a la práctica. Y ya con esto le parecía que podía darle el pomposo nombre de «Hacienda de Santa María de la Ladrillera».

Fue tanto el remordimiento y el pesar que aquejó a doña Pascuala después de su prodigioso parto, el cual preocupó tanto al doctor Codorniú y a los doctores de la Universidad, que no pudo criar a su hijo, sino que mandó buscar a los remedios una chiche, y ella, pensando siempre en la suerte del niño robado en Guadalupe por la bruja Matiana, no comía ni dormía, y se puso flaca como un esqueleto; pero el tiempo, que es buen amigo, fue borrando con su eficaz polvo el fastidioso recuerdo, y la salud y la buena comida ayudándole, le devolvieron su natural gordura, y con la gordura la tranquilidad, hasta el grado que con la mayor calma platicaba del suceso con Jipila, cuando ésta iba de tiempo en tiempo a recoger yerbas, lagartijas, gusanos de maguey y catarinas por el cerro. Tenía su dentadura blanca y completa; la cabeza sin una cana, y trabajaba desde el amanecer con Moctezuma en ordeñar las vacas, hacer cecina, sembrar el jardín, componer las jaulas de los pájaros y asear la casa, que estaba como un plato de China. La única cosa negra que se veía en este cuadro era el fantasma de don Espiridión.

El día menos pensado, y cuando doña Pascuala estaba en su buena cocina guisando su almuerzo, la sorprendió una nube de polvo, ruido de espadas y el galope de caballos; asomó la cabeza por la puerta y se encontró con el licenciado Lamparilla seguido de tres jinetes.

—Cartas y cartas, compadre —porque es necesario no olvidar que Lamparilla llevó a cristianar al chico y de común acuerdo se le puso el nombre de Guadalupe Espiridión— y nada de venir —le dijo doña Pascuala luego que lo reconoció—. Apéese usted y entre a la sala, que allí lo alcanzo, y almorzará con nosotros.

Lamparilla bajó del caballo, y al entrar a la sala tropezó con don Espiridión que, como de costumbre, estaba asoleándose sentado en una banca de piedra.

—Li… li… li… cen… li… li… —fue todo lo que pudo decirle; pero Lamparilla, que ya conocía su enfermedad o, mejor dicho, el estado de imbecilidad a que había llegado, no lo dejó concluir, lo calmó y le dio su par de palmadas un poco fuertes en el hombro.

—No hay que acobardarse, compadre —le dijo— cada vez lo encuentro a usted más sano, más contento, más gordo. Siga usted así; en la cara se le conoce que está vendiendo salud.

—Li… li… li… —tartamudeó don Espiridión hinchando su labio superior y presentando como defensa su bigote tieso.

—No, no hay que hablarme, ya sé lo que quiere usted decir, que tengo el ojo morado ¿no es verdad?

Don Espiridión inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y Lamparilla, sin hacerle más caso, entró en la sala, donde pronto lo siguió doña Pascuala.

—¡Pero calle, compadre! ¿Qué tiene usted en el ojo, no lo había reparado cuando le saludé?

Percances del oficio, qué quiere usted. Esta herida que ve usted, la recibí en el servicio de Moctezuma III, y si me da un poquito más abajo, me cuesta la vida; un ladrillazo terrible que me tiró uno de los Melquiades; pero ya hablaremos después de almorzar, tengo un hambre devoradora. Mientras usted acaba, mándeme con la indita una poca de agua para lavarme siquiera las manos. ¡Puf!, he tragado polvo en esa calzada…

—Antes de un cuarto de hora estaremos en la mesa, que ya Espiridión está también gritándome y es señal de que ya no aguanta.

En efecto, don Espiridión gritaba: «¡Pa… pa… pas… pas… cuala!» y no cesaba, pero no se podía mover. La indita sirvienta, que tendría doce años y que había sustituido a la que encontramos cuando doña Pascuala salió de su cuidado, entró con un lebrillo de agua y una toalla al tiempo también que Moctezuma, que andaba recorriendo sus posesiones, se apeaba del caballo y estrechaba la mano de Lamparilla.

Ni diez minutos dilató doña Pascuala. El almuerzo listo, la mesa bien puesta, y ella, con sus manos ya lavadas, se presentó a invitar al licenciado a pasar al comedor, mientras Moctezuma fue a dar el abrazo a don Espiridión.

Pasó la comida sin incidente, colocaron otra vez a don Espiridión en su banco, y provistos de un par de tazas de hojas de naranjo y su botella de anisete, Lamparilla y doña Pascuala volvieron a la sala.

Comadre, no quería darle un disgusto antes de comer; pero estamos mal por todos lados.

—Por Dios, cuénteme lo de la pedrada, que tiene usted el ojo que da lástima y voy a hervir un poco de saúco para darle unos fomentos —dijo doña Pascuala.

—Ya le contaré a usted lo del ojo.

—Sí, sí, lo del ojo, compadre, es lo más importante, y mientras platicamos hervirá el agua.

Doña Pascuala fue a la cocina, puso el jarrito en la lumbre y regresó al instante.

—Comencemos por lo más importante, comadre —dijo el licenciado, limpiándose con su pañuelo el ojo, que le lloraba, pues se le había irritado con el polvo del camino—. Este rancho…

—Hacienda, compadre, ya sabe usted que Moctezuma lo ha vuelto hacienda.

—¡Tanto peor! —continuó Lamparilla—. Pues esta hacienda, va usted a quedarse sin ella, porque dentro de poco deberá ser vendida por usted misma y por mí, si no queremos quedarnos hasta sin camisa sosteniendo un pleito injusto y que al fin no se puede ganar.

—¿Pero cómo así? No es posible, compadre —interrumpió doña Pascuala asustada—. ¡Explíquese usted, por el amor de María!

—La explicación es muy sencilla. Debemos, con los réditos vencidos hasta hoy, seis mil ochocientos sesenta pesos al licenciado don Pedro Martín de Olañeta. Ya había dicho a usted que él me había ido proporcionando el dinero que Moctezuma ha gastado en volver hacienda el rancho de la Ladrillera; la escritura está hace un mes cumplida, y el dinero no es de don Pedro, sino del Marqués de Valle Alegre, que ha sido también embargado, que está en la ruina y que quiere recoger lo poco que le queda para irse al interior a casarse con la hija del Conde del Sauz, del que también le he hablado algunas veces. Es muchacha bonita y rica y el marqués reparará su fortuna; pero a nosotros nos arruina de pronto. Como don Pedro es persona muy respetable, y además nos ha servido y nos ha de servir mucho, como explicaré a usted después, no es posible demorar el pago del dinero, ni mucho menos intentar un pleito. No seré yo quien lo haga.

Doña Pascuala se puso descolorida y dejó caer los brazos con desconsuelo.

—Y la cosecha que está tan mala, el maíz perdido con la helada, la cebada no alcanza ni para el gasto de la casa y el pulque ha bajado de precio, y con todo, si no fuera por ese único recurso, no tendría ni con qué ir al tianguis de Cuautitlán…

—Pensaba yo —continuó Lamparilla— dar un golpe maestro en el negocio de Moctezuma III; pero me lo han dado a mí.

—Voy a traer, compadre, el cocimiento de saúco —dijo doña Pascuala—. ¿Qué haré yo en este trance si usted se me enferma, compadre?

La pobre doña Pascuala, dominando la emoción que las malas noticias le habían causado, fue a la cocina y volvió con el cocimiento de saúco y unos lienzos delgados y limpios y mientras cuidadosamente fomentaba el ojo de Lamparilla, éste le contaba minuciosamente su naufragio, el tumulto de Ameca, el peligro que corrió su vida, el ladrillazo y lo demás que sabe el lector. Doña Pascuala sufrió tantas y tan diversas emociones al escuchar el portentoso relato, que estuvo a punto varias veces de soltar el traste donde mojaba el trapo con que curaba a su compadre.

—No se canse usted, comadre; fue Melquiades el que me tiró el ladrillazo. Esos Melquiades son raza de víboras, como dice la Escritura, y es menester exterminarlos. A las víboras se les pisa la cabeza y no la cola, como dice ese gran don José María Tornel, que desgraciadamente no está en el poder en estos momentos, que me serviría de mucho, porque es hombre afecto a servir… pero creo que basta ya de fomentos; ya se me ha desinflamado el ojo, y sería mejor un defensivo; lo tendré puesto mientras esté aquí.

Doña Pascuala retiró sus aparatos y Lamparilla, enjuagándose bien los ojos con su pañuelo, continuó:

—Creía yo las cosas casi hechas, pero me he encontrado con unos verdaderos demonios; esos Melquiades quién sabe cuántos son, y quién sabe cuántos años hace que están en plena posesión de los bienes de Moctezuma III, y para quitárselos, además de obtener las órdenes necesarias del Gobierno, se necesita un batallón entero y hasta piezas de artillería. La hacienda y los ranchos que están en el monte en la falda del volcán, son unas verdaderas fortificaciones, según los informes que he tomado, y además, el bosque es tan espeso y tan lleno de barrancas, que al que lo conoce y se esconde allí, no lo puede sacar ni toda la policía junta. Además, malas lenguas dicen que estos Melquiades tienen relaciones con los bandidos de Río Frío, que atraviesan las veredas y vienen a refugiarse por Ameca cuando los persiguen por Chalco o por Puebla. Ya ve usted cuántas dificultades tenemos que vencer antes de entrar en posesión de los cuantiosos bienes de Moctezuma III.

—¡Pero compadre, por el amor de la Santísima Virgen de Guadalupe! ¿Será posible que me quede yo sin el rancho donde tantos años he vivido? ¿Qué haré yo con Espiridión, que está tan enfermo, qué dirá Moctezuma? Se largará desesperado a buscar su vida, y el día que se gane su herencia nada tendremos, ni tampoco él, pues sabe Dios dónde andará.

—Todo y más de lo que usted dice ha pasado por mi cabeza, y no sólo será el mal para la familia de ustedes, sino para mí. Van a decir que arruiné a usted, que por la mala dirección e ignorancia mía se han perdido los negocios. Imagine usted lo que hablarán esos tinterillos de Tlalnepantla y Cuautitlán… Por eso, malo como estoy del ojo, he venido a consultar con usted y a que tomemos una medida… Vamos ¿nada tiene usted guardado en la caja de madera, del producto de la cosecha del año pasado? La cebada se vendió bien, no dejó usted de coger sus cien cargas de trigo… Es preciso y, por mi parte, yo le ayudaré con lo que pueda.

—Se lo iba yo a decir a usted —contestó doña Pascuala, limpiándose los ojos, pues se le habían venido las lágrimas sólo de pensar que tenía que desprenderse de lo que había ahorrado—. Es triste cosa ir a dar a los usureros lo poquito que se ha podido juntar, y que tenía yo destinado para el entierro de Espiridión, para comprarle un caballo a mi hijo antes de que entre al colegio, para hacerle a usted un regalito de día de su santo y para otras cosas.

—Comadre, no diga usted desatinos; no hay usureros ni nada de por medio. Ya le he dicho que mi maestro, porque así llamo al licenciado don Pedro Martín, es el que ha prestado el dinero; por lo demás, ya veremos cómo se entierra a don Espiridión cuando se muera; y respecto a mi cuelga, me contentaré con uno de los caballos de Moctezuma… Vamos a ver, en primer lugar, cuánto tiene usted y cómo se paga ese dinero.

Doña Pascuala llevó a Lamparilla a su recámara, cerró las puertas con llave, abrió la consabida caja y comenzó por sacar la mancerina y diversas piezas de plata, cajitas con corales, perlas y relicarios de oro, un prendedor con una esmeralda del tamaño de una haba, propiedad de don Espiridión, y otras chucherías de valor.

—Vea usted, comadre, en vez de gastar dinero, con ese fistol que para nada sirve a don Espiridión, que está con un pie en el sepulcro, sale usted de su cuidado el día de mi Santo.

—Dice usted muy bien, compadre; yo haré que Espiridión mismo se lo dé a usted…

—Es una chanza, comadre —dijo Lamparilla, contento de ser ya como dueño de la monstruosa esmeralda—, guárdelo usted, y veamos lo que va encontrando de dinero.

Doña Pascuala registraba y hundía el brazo en la profundidad de la caja, retiraba un envoltorio o una cajita o una petaca de pita, y con un suspiro la ponía donde estaba el licenciado, muy atento y empeñado en esta busca.

Reunidos los bultitos, petacas y nudos de trapo, comenzaron a contar, y había poco más de cuatro mil pesos en escudos y onzas de oro. Eran las economías de doña Pascuala, menguadas en parte para pagar las tierras y el cerro que había comprado Moctezuma.

—Estamos salvados ¿no es verdad, compadre? Me quedo con unos cuantos medios nuevos, y es todo mi capital, no hay más en la caja.

—Se equivoca usted, comadre, no estamos salvados. Yo he prometido pagar dentro de ocho días la cantidad íntegra a don Pedro. Si le doy un peso menos, no lo admitirá; es hombre así: se llamará a engañado, perderé su amistad, procederá judicialmente, y antes de dos meses estará usted fuera del rancho.

—¿Qué hacer, compadre, qué hacer? —dijo doña Pascuala apretándose las manos—. Ya no queda nada en la caja; la voy a vaciar para que usted la vea. Empeñaremos las alhajitas y la plata.

—Puede ser un recurso, pero no completaremos. Yo le ayudaré a usted con quinientos o seiscientos pesos —le respondió Lamparilla—, es de lo que puedo disponer de pronto.

Doña Pascuala acabó de vaciar la caja, y enseñaba el fondo limpio al licenciado, cuando tocaron la puerta. Echó en la capa precipitadamente y con silencio el oro y la ropa que pudo, la cerró, fue a abrir y se encontró con Jipila.

Esta visita contrarió a la dueña del rancho en esos momentos que estaba tan apurada, y se vio tentada de regañar a la herbolaria, cerrar la puerta y decirle que se fuese a esperarla a la cocina; pero recordó que entre las dos había un terrible secreto, disimuló y correspondió con afabilidad el humilde saludo.

—Entra, Jipila, entra; pon tu huacal en el suelo, siéntate y descansa. ¿Qué te había sucedido? Hacía tiempo que no venías y hay mucho culantro verde en el cerro, que es lo que a ti te gusta.

Jipila estaba fuerte, sana, con su dentadura blanca, su cabello negro muy liso, su limpio e igual color cobrizo y sus ojos muy negros e inteligentes. Los años no habían pasado por ella; estaba lo mismo que el día en que, acompañada de Matiana, vino a curar con sus eficaces bebistrajos el mal incurable de doña Pascuala.

—Madrecita —le dijo Jipila— con perdón del señor licenciado, quería comunicarte una molestia.

—Vaya, Jipila, ni las buenas tardes me das. ¿Ya no te acuerdas de mí?

—Ni lo quiera Dios, señor licenciado. Los pobres no olvidamos a los señores ricos que nos hacen algún aprecio. Su merced sí se ha olvidado de mí. Lo veo pasar a usted los más días por la esquina de Santa Clara y en la plaza, hablando con las del puesto de fruta de doña Cecilia.

Lamparilla, al oír el nombre de Cecilia, de un salto se levantó de la cama y se le vinieron los colores a la cara, pero disimuló.

—¿Ya volvió Cecilia a su puesto? —le preguntó.

—Creo que ayer estuvo allí, riéndose y muy contenta, pues ya San Justo se fue del mercado y está otro señor dizque es muy bueno. De don Justo nada tengo que decir: le llevaba yo todos los días su manojo de hojas de naranjo a su casa y nunca me chistó ni una palabra.

—Vaya, me alegro de que estés como si fuera el día en que por primera vez te vi aquí. Si tienes algo que decir a doña Pascuala voy un momento afuera.

Salió Lamparilla e inevitablemente se encontró con don Espiridión, sentado como un ídolo de piedra en su banco, que le gritaba.

—Li… li… li… cencia… cencia… do Lam… pa… pa… pa… pa… rilla.

Tuvo que detenerse y llevarle la corriente al pobre enfermo, y explicarle que había estado tratando con doña Pascuala de traerle al doctor Codorniú y a los doctores de la Universidad para que lo curaran.

Don Espiridión, con la cabeza, le dijo que no, y animándose por un momento sus ojos y queriendo reír, se erizaron los pelos de su bigote y dijo muy contento:

—Ji… ji… ji… pi… pi… la.

Jipila, a la que dejamos con doña Pascuala, abriendo su boca y pelando sus dientes blancos, le tomó la mano y se la besó, entre humilde y cariñosa.

—Madrecita —le dijo— te tengo que pedir un gran favor, y la Nuestra Señora de Guadalupe te lo pagará.

—Di, Jipila, di, ya sabes que te quiero, que te estoy muy agradecida, pues hiciste de tu parte lo posible; Matiana tuvo sólo la culpa; pero ¿qué había de hacer la pobre si creyó que la Virgen se lo había mandado? Espero en ella y en Dios que a esa desgraciada criatura no se la comieron los perros, y que tendrá buena suerte o que su madre lo habrá encontrado.

Jipila suspiró y bajó los ojos.

—Siempre que te veo recuerdo esos días, que no tendré otros tan amargos en mi vida; pero, vamos, di qué se te ofrece antes de que vuelva a entrar el licenciado.

—Quiero, madrecita —dijo simplemente Jipila—, que me guardes mi dinero.

—¿No es más que eso? Pues te lo guardaré muy bien; estará en mi caja, que siempre está cerrada. Dámelo si lo traes.

—Es mucho, madrecita; te dejaré lo que traigo.

—¿Como cuánto? —le preguntó doña Pascuala.

—Mucho, madrecita; yo no sé contar más que con maíces; pero no he podido.

—Y ¿de dónde has cogido ese dinero, Jipila? le dijo doña Pascuala, alarmada y creyendo que se trataba de un robo.

—Tantos años de trabajo, madrecita. ¿Qué quieres que haga una pobre como yo con el dinero, más que comprar una velas y unos cohetes para la Virgen el día doce?

—Vamos, es otra cosa; ya lo iremos contando.

Jipila, de entre el tomillo, el laurel, el palo mulato, la zarzaparrilla y las muchas otras yerbas aromáticas de que estaba lleno el huacal que cargaba en las espaldas, sacó un bultito envuelto en un ayate y en frescas hojas de maíz, y lo puso en el suelo. Doña Pascuala contó trescientos pesos en menudo, pesos y algunas monedas de cobre.

—Todos los días traeré lo que pueda, madrecita; está enterrado en Zacoalco, debajo de unos adobes, cerca del jacal donde antes vivimos Matiana y yo, y es preciso que vaya antes que amanezca y lleguen las recuas del pulque que pasan muy cerca. Me robarían si me vieran, o lo desenterrarían. Desde que vivía Matiana hemos guardado allí lo que Dios nos ha dado por nuestro trabajo.

—¿No puedes calcular, poco más o menos, cuánto será?

—Sí, madrecita; serán como ocho tamalitos como éste.

Doña Pascuala al momento pensó que la suma que venía a confiarle Jipila pasaba de dos mil pesos, y vio el cielo abierto.

—La Virgen de Guadalupe te ha enviado al rancho, Jipila; no lo dudes, me quiere mucho su Divina Majestad. Me prestarás ese dinero; es decir, como tú no lo has de gastar ¿quieres que yo use de él mientras se levanta y se vende la cosecha? Por la Virgen te juro que te lo pagaré y te daré un logro, es muy justo; al fin tú trabajas sin descanso y debes ganar no sólo con vender yerbas sino con tu mismo dinero.

—Su merced hará lo que guste —contestó sencillamente Jipila—. Para antes del día doce de diciembre necesitaré veinte pesos para cohetes y velas, y diez pesos para mercarme una poca de manta y unas enaguas que quiero estrenar.

—No sabes el bien que me haces, Jipila. Tu dinero estará seguro, y más adelante, lo que será bueno es que con él compres un ranchito o una huerta o una casa en que vivas; ya hablaremos de eso. Ve a la cocina, ya te sigo, para que comas algo, pasa la noche en el rancho, pues no podrás llegar a tu casa antes de que se meta la luz. ¿Vives todavía en la Villa?

—En la Villa, como siempre —respondió Jipila cargando su huacal y dirigiéndose a la cocina.

Doña Pascuala se asomó a la puerta y quitó a Lamparilla, a quien don Espiridión había agarrado de una mano y no lo quería soltar, significándole que deseaba que Jipila le diese algún brebaje, porque repentinamente se le puso en la cabeza que Matiana lo había hechizado en una de las ocasiones que volvió a juntar culebras en el cerro, y desde entonces clavó el pico hasta ponerse en el estado en que lo hemos encontrado.

—Venga usted, compadre. ¿Qué hace usted con ese ventarrón que está soplando, y agarrado de la mano de este pesado de Espiridión, que cuando coge a uno no lo suelta, como si fuera el convidado de piedra? Para eso sí que tiene fuerzas. Venga usted, que nos hemos salvado, y bien se conoce que la Virgen de Guadalupe me quiere mucho.

—Voy, comadre, al instante —le contestó Lamparilla, haciendo un vigoroso esfuerzo para que le soltase la mano don Espiridión—. Quiere que le dé Jipila una infusión de yerbas para curarse del hechizo.

—Ya le daremos gusto, pero entre usted un momento.

Lamparilla y doña Pascuala volvieron a instalarse junto a la consabida caja de madera.

—¿Quién le parece a usted que nos ha sacado del apuro?

—Me lo acaba usted de decir: la Virgen de Guadalupe —le contestó Lamparilla sonriendo.

—No sea usted masón ni hereje, compadre; no diría usted eso cuando se estaba ahogando en la laguna; es verdad, nos ha salvado la Virgen por medio de Jipila.

—¿Cómo así comadre? Estoy azorado; cuénteme usted —dijo Lamparilla medio recostándose en la cama.

—¿Quién nos había de decir que esas indias, cuyo capital consiste en yerbas, pedacitos de raíces, lagartijas, gusanos y culebras, tuviesen más dinero que nosotros?

—Eso no es creíble…

—Como se lo cuento a usted, y aquí tiene la prueba —y doña Pascuala sacó de la caja el bulto que contenía la primera remesa de dinero que le había entregado la herbolaria—. Como este bulto dice que tiene muchos, y que los irá trayendo para que se los guarde. Creo que serán como cuatro mil pesos; de modo que con esto y lo que tenemos ya habrá para pagarle al marqués, y usted quedará bien con el licenciado.

Lamparilla no creía, pero tuvo que convencerse tomando el peso al bulto de dinero que le puso en la mano doña Pascuala.

—Pero bien, supongo que Jipila va a traer ocho o diez envoltorios como éste ¿y qué?

—¿Y qué? Ya tengo su consentimiento para usar de ese dinero que me traía a guardar, porque lo ha tenido enterrado en Zacoalco y tiene miedo de que se lo roben.

—Entonces, dice usted bien, nos hemos salvado —dijo Lamparilla muy alegre, levantándose de la cama y sonando las manos—. Dice usted bien y creo lo que usted dice; que es la Virgen de Guadalupe la que ha venido en nuestro socorro. Apostaría cien pesos a que Jipila antes de venir aquí ha ido a consultar a la Virgen, como lo hizo cuando ella y la bruja vinieron a curar a usted; pero sea como fuere, estoy ya tranquilo. Y a propósito… qué cabeza… vine al asunto de dinero y a otra cosa… y me había olvidado, como de la primera camisa que me puse… ¡Qué cabeza la mía! Desde el naufragio y el ladrillazo de los Melquiades me voy poniendo como don Espiridión. Le traigo a usted un muchacho guapo, poco más grande que mi ahijado.

—¿Pero cómo o para qué me trae usted ese muchacho?

—Es precisamente un recomendado de don Pedro Martín de Olañeta, que nos acaba de prestar un servicio interesante, que también venía a contar a usted, y ya lo olvidaba. ¡Qué cabeza la mía! Si no pienso más que en Cecilia.

—¡Cómo, compadre! ¿Qué tiene que ver en nuestros negocios Cecilia?

—Nada, comadre; pero acabo de referir a usted que le debo la vida, y ¿qué quiere usted? No la puedo olvidar. ¿Cree usted que no tiene mérito una mujer que pudiéndose haber refugiado en el tular, prefirió estar sumida hasta el cuello en el agua y teniéndome abrazado como a un chiquillo para que no fuese a sumirme?

—Tiene usted razón, compadre; pero no se distraiga y acábeme de decir lo del huérfano que me trae.

—Es un huérfano del licenciado don Pedro. Por razones que ni a usted ni a mí nos importan, no lo puede tener en su casa, y desea que permanezca al lado de usted en el rancho.

—En la hacienda, compadre —interrumpió doña Pascuala.

—Pues bien, que permanezca en esta hacienda —continuó Lamparilla— para que aprenda los ejercicios del campo y más adelante pueda proporcionarle entre sus muchas relaciones un destino de mayordomo o administrador.

—Con mucho gusto, compadre, basta que usted lo trajera. Esta hacienda siempre ha sido de usted, y más ahora que me está ayudando a salvarla.

—Gracias, comadre, gracias; pero volvamos a Juan, que así se llama. (Juan había vuelto a tomar su nombre, pues nada había ocultado al licenciado.) Es necesario que lo trate usted como si fuese su hijo y al igual de Moctezuma; que monte a caballo, que conozca bien el cerro y los caminos, que sepa poner las yuntas y las yeguas de trilla, raspar los magueyes, sembrar el maíz, darle su escarda, vender la paja y los demás esquilmos; en una palabra: sacarlo un buen ranchero para entregarlo al licenciado don Pedro Martín sabiendo sus obligaciones y en disposición de administrar una finca.

—¡Qué lástima que Espiridión, que era tan buen agricultor —interrumpió doña Pascuala, dando un suspiro— esté ya tan incapaz!; que él, antes de un año… Pero no tenga usted cuidado, yo sé un poquito de todo y además le diremos a Moctezuma que lo tome a su cargo.

—Cabal —dijo el licenciado— le viene como anillo al dedo; sabe leer bien, escribir y gramática y ortografía que el mismo don Pedro Martín le ha enseñado. De modo que podrá enseñar a Moctezuma estas cosas, pues no lo creo muy adelantado, a la vez que Moctezuma lo adiestrará en las faenas del campo y podrá llevar los apuntes de las ventas del pulque; en fin, un libro de cuentas, porque ya lo necesita esta hacienda.

—Como usted lo dice, compadre, todo se hará así; yo, además, tendré una compañía y quien me haga mis mandados a Tlalnepantla y Cuautitlán…

—No, todo menos eso. Expresamente me encargó el licenciado que no fuese Juan a los pueblos, y que no pasase de los campos de la hacienda. Tendrá sus razones y es menester darle gusto, y voy a decir a usted el servicio que nos ha prestado, además de la consideración y esperas en el asunto del dinero del marqués. Necesitaba yo aclarar una duda importante que tenía el Ministro de Hacienda antes de resolver definitivamente que Moctezuma III entrase en posesión de sus bienes, y esta duda era sobre la descendencia de ese verdadero rey, que tiene usted como su hijo en este rancho.

—Hacienda, compadre.

—Hacienda, comadre, no lo olvidaré, y tiene mucho por el pedazo de cerro que ha comprado, y que si no ha sido por Jipila, todo se lo lleva el diablo.

—Por la Virgen de Guadalupe, usted lo ha confesado. No sea usted incrédulo ni desagradecido, compadre.

—No acabaremos en toda la tarde, y ya es hora de marcharme —dijo Lamparilla con muestras de impaciencia—. Los caminos no están muy seguros, los Melquiades pueden ponerme una emboscada y por eso ando por todas partes con un par de mozos de mi confianza, armados hasta los dientes.

—Tiene usted mucha razón, compadre. Soy una necia y no le volveré a interrumpir.

—Pues al grano, y aunque a usted no le importen personalmente estas cosas, es fuerza que las sepa, pues es, como quien dice, la madre de nuestro legítimo emperador, una vez que al pobre de Iturbide le dieron en Padilla una fusiladota como una casa. Moctezuma II tuvo varios hijos de ambos sexos que sobrevivieron a las matanzas y a los horrores que hicieron los conquistadores. De pronto se confiscaron todos los bienes que pertenecían al emperador, y como soberano déspota y absoluto que era, figúrese usted si no tendría tierras a Dios dar; los cerros de Ameca, los volcanes, el monte, la nieve; el azufre del Popocatépetl sólo es un tesoro; sobraría para hacer pólvora para todos los ejércitos del mundo entero; pero después, el mismo conquistador don Hernán Cortés y el emperador Carlos V les otorgaron mercedes a manos llenas concediéndoles tierras, aguas, montes, vasallos y pensiones sobre el tesoro, y por eso hemos dado buenas mordidas nosotros a cuenta de mayor cantidad. Fuéronse sucediendo los herederos en línea directa hasta don José Cayetano Vidal Moctezuma, que fue, óigalo usted bien, comadre, Cristóbal de la Mota Portugal Moctezuma; y de éste desciende nuestro Moctezuma III, que Dios guarde, como dicen los gachupines. ¿Me entiende usted ahora, comadre?

—Clarito, compadre, una burra del corral lo entendería —contestó muy alegre doña Pascuala—. Ni duda, hasta parientes de obispo.

—Pues bien, esa historia la debo al licenciado don Pedro Martín de Olañeta, y con sus indicaciones y protegido por mi tío el archivero, he sacado copias de las reales cédulas, y no me faltaba más que una copia muy esencial que debe estar en Ameca, para presentar una nueva solicitud al Ministerio de Hacienda y probar hasta la evidencia que es a Moctezuma III a quien pertenecen los volcanes y las tierras de Ameca y no a los condes y duques de España, muy buenos para considerar a los indios como animales, que el Papa dijo que eran gentes racionales, pero muy listos para cobrar las pensiones y pretenderse descendientes directos del emperador Moctezuma II. Creo que me he explicado ¿no es verdad comadre?

—Como un predicador.

—Ya pensará usted cuánto empeño debemos tener para que Juan esté contento y de esa manera pagar a don Pedro sus favores, que no han de ser los últimos; pero le dije que se iba haciendo tarde y es fuerza que acabemos hoy, que no tardaré en volver a recoger el dinero. Acuérdese usted que tenemos nada más ocho días.

—Antes de ocho días ya habrá traído Jipila los ayatitos llenos de pesos que vaya desenterrando de Zacoalco; pero no hay que decir ni una palabra a nadie.

—¿Me tiene usted por un chiquillo, comadre? Ni a mi sombra; voy por Juan para presentarlo a usted.

Lamparilla, en efecto, estaba tan aturdido con sus aventuras, con el pago del dinero, con su ojo inflamado a causa del ladrillazo de Melquiades y, sobre todo, con la memoria de Cecilia, que al apearse del caballo dejó a Juan y a los mozos en el sol y no se volvió a acordar de ellos; pero uno de sus criados, que era camastrón, el mismo que se durmió en la paja en Ameca mientras la vida de su amo estaba amenazada, así que vio que nada se disponía, entró al corral con los caballos, les echó un buen pisto de paja y en seguida se dirigió a la cocina en compañía del otro criado y de Juan, se arregló con la molendera y, mientras su amo comía con doña Pascuala, ellos se hacían servir gordas calientes untadas con salsa de chile, carnitas fritas y sus jarros de tlachique.

Don Espiridión quiso detener a Lamparilla, insistiendo en que le diera el brebaje; pero no le hizo caso y volvió acompañado de Juan y lo presentó con nuevas recomendaciones a doña Pascuala. En esto volvió Moctezuma de su excursión al cerro, donde estaba plantando unos magueyes; se le instruyó de lo que convenía saber y se le presentó también a Juan, el que fue bien recibido; les simpatizó desde luego, y no les faltaba razón. El muchacho, en el tiempo aunque corto que había estado en casa de don Pedro, se había mejorado con la vida arreglada y regular, con la compañía de Casilda, que lo tenía encantado, y con la tranquilidad completa, que no se turbó sino hasta el día en que leyó el párrafo del periódico; así pues, sus facciones iban tomando una regularidad varonil, y sobre todo sus grandes ojos negros, que había heredado de Mariana, lo hacían interesante, a lo que contribuía su vestido nuevo de buen paño y bien hecho.

Como don Espiridión se iba poniendo furioso, fue necesario que al fin le hiciesen una infusión de muicle, y se le dijo que eran yerbas misteriosas que había traído Jipila; que con eso se aliviarían sus males y desaparecería el hechizo de la bruja Matiana; pero fue necesario que la misma Jipila, doña Pascuala y Lamparilla le dieran la bebida y le llevasen en seguida a la recámara. Hecho esto, Lamparilla se despidió de su comadre, dio unos cuantos consejos a Juan y, montando a caballo, ya entrada la noche, seguido de sus dos valientes criados, emprendió a galope el viaje para la capital.

Después que se marchó Lamparilla, doña Pascuala impuso a Moctezuma del estado de sus negocios, y trastornando la relación que había oído, le hizo saber que era hijo legítimo de un obispo, y ese obispo hijo directo de Moctezuma II, con lo cual quedó muy ancho y contento el muchacho; y como sabía que el Juez de Tlanepantla tenía secretario, y que también había secretario en el ayuntamiento, la llegada de Juan le vino como de molde; él mismo fue al rayador a disponer una cama para Juan, lo sentaron a la mesa a cenar y cuando estuvieron solos dijo su idea a doña Pascuala, la que convino en ella. En consecuencia, el primer acto de este monarca ignorado de todo el mundo fue nombrar su secretario particular, con doce reales de sueldo semanarios, al hijo de Juan Robreño y nieto del muy poderoso señor don Diego, Melchor, Gaspar y Baltasar de todos los Santos, Marqués de las Planas y Conde de San Diego del Sauz.

XL. Dentro de casa

Cecilia no era cualquier cosa; era una rica propietaria: tenía dos casas, una en México y otra en Chalco; de la de México hemos dado apenas una ligera idea; pero haremos, cuando sea necesario, una descripción minuciosa. De la de Chalco tenemos que ocuparnos en este momento. Chalco no es tampoco un pueblo rabón. En tiempos de los aztecas era un reino, y los chalcas vinieron, como otras muchas tribus, de tan lejanas y tan ignoradas tierras que hasta ahora, por más que han cavilado los anticuarios mexicanos y extranjeros, lo único que han podido saber es que vinieron por el norte, lo cual es casi lo mismo que la respuesta del negro cuando reunió a todo un cabildo para decirles quién se había robado la lámpara de la catedral. Durante la dominación española se le llamaba la providencia de Chalco, y la República le dio el título de ciudad. Sea por la inmediación a las lagunas, sea por la disposición de las montañas o por cualquiera otra causa que los observatorios meteorológicos no indagarán, es muy airoso y sólo le gana en esto, en la tristeza habitual y en el polvo, Tenango del Aire; pero los jueves de cada semana cambia un poco de aspecto con la feria de maíz. Allá van los hacendados pobres y que sin embargo quieren arrastrar a toda costa coche en México, no sólo a vender el grano, sino la cosecha en berza; allí van los administradores ladrones a jugar onzas de oro como testimonio de la buena dirección de las fincas de campo de su amo; allí van los jugadores ambulantes de ruleta y baraja, y allí van también no pocos ladrones a ver lo que se pescan y a indagar quién tiene dinero y quién no tiene, quién viaja o se queda en su casa, para salirle al encuentro o asaltarlo. Además de la plaza y Calle Real, que es lo más animado, hay en las orillas cercanas al canal cierto movimiento diario con la entrada y salida de las trajineras y con la llegada de los arrieros de la Tierra Caliente.

Por ese rumbo estaban las importantes posesiones de Cecilia. Era una gran casa vieja; pero un francés le hubiera dado el nombre de palacio. En efecto, debió haber pertenecido en otro tiempo a alguno de esos españoles ricos que querían tener su casa cerca de sus haciendas para poder vigilarlas sin estar sujetos al aislamiento absoluto y a los peligros consiguientes en épocas revueltas, en que se formaban partidas de ladrones que se ocultaban en Río Frío y caían de improviso en cualquier hacienda indefensa. Un alto y ancho zaguán, coronado con un tímpano romano, y encima añadida posteriormente una pesada cornisa de ladrillo, y sobre esa cornisa un santo de piedra de una sola pieza, toscamente labrado, cuyo nombre se había perdido, pues mientras unos decían que era San Dimas, otros aseguraban que era San José, a lo que otros contestaban que para ser San Dimas le faltaba la cruz, y para ser San José la vara y el Niño Dios. La verdad era que, en los títulos viejos, se llamaba la casa de San Fernando; y en efecto, aquel busto de piedra tenía una corona en la cabeza. A cada lado de la puerta, cuatro altas ventanas con sus medias muestras y sus tímpanos sobre las cenizas; pesadas rejas de fierro, bastidores sin vidrios y puertas de cedro, talladas en cuadrados entrantes y salientes. Abriéndose el zaguán, se penetraba a un gran patio con corredores de cuatro varas de ancho, sosteniendo sus techos columnas de piedras de una sola pieza (o monolitos, para echar al descuido alguna erudición). De una ancha cornisa, también de piedra, y sobre el tosco capitel (de ningún orden) de cada columna se desprendía, como escapada de dentro de la cornisa, o una culebra o una lagartija o algún otro animal mostruoso de granito, y eran las canales por donde desaguaban las azoteas de todo el edificio. Estas esculturas de piedra eran fragmentos de antigüedades aztecas, preciosos para un museo, y que el rico propietario que construyó o habitó la casa había limpiado, taladrado y acomodado como a fuerza, y sustituido a los simples tubos de barro. La casa era lo que llamamos en México entresolada; así, al entrar, dos escaleras de ocho peldaños, de piedras también aztecas con relieves extraños, daban acceso a los corredores; y en éstos, distribuidas sin mucho orden ni simetría, las entradas a las habitaciones, con toscas puertas de cedro labradas ya en cuadrilongos, ya en trapecios, ya en cualquiera otra figura geométrica que, examinadas bien, daban una curiosa muestra de la carpintería antigua. Al frente, dos salones espaciosos; en el fondo, un gran corredor capaz de contener cien convidados; y en los costados, viviendas, recámaras, gabinetes, retretes, cocinas, una confusión de cuartos de doble fondo, al punto que el que no conocía el local, se aturdía y se extraviaba fácilmente. Los techos, todos de cedro labrado con sus ménsulas terminando en caras de leones o de perros. Las paredes estaban pintadas simplemente de cal; pero en los salones y piezas de honor se reconocía una buena pintura al fresco en los frisos, con sátiros, ninfas, cornucopias, jarrones de flores y cariátides; pero todo viejo, polvoriento, con cuarteaduras muy tapadas y con remiendos hechos por un pintor de ollita. Añádase a esto la falta de muebles y de habitantes, y resultaba el caserón un tanto pavoroso.

Después del fallecimiento de la rica trajinera madre de Cecilia, el caserón de San Fernando se puso en venta; pero a pretexto de que se necesitaba mucho dinero para repararlo, y era verdad, no hubo quien ofreciera más de dos mil pesos; no queriendo casi regalarlo, los herederos convinieron en quedarse con él, y sucesivamente vivieron los hermanos y parientes; pero Cecilia poco a poco les fue prestando hoy veinte pesos, mañana treinta, hasta que un día liquidaron amigablemente, y Cecilia quedó dueña absoluta y se estableció allí cuando su parentela había abandonado definitivamente la casa y el pueblo.

Los salones los tenía ocupados con paja, maíz y cebada arrumbada en los rincones, con aparejos de burros, con jarcia, con remos y pedazos de chalupas y con otros mil trebejos; las ventanas se abrían una media hora de tiempo en tiempo para dar ventilación; los demás cuartos —y eran catorce o quince— vacíos y sin muebles, menos el departamento que ella se había reservado, que consistía en la cocina, que tenía muy limpia; en una especie de sala y dos recámaras; piezas todas amplias, de techos muy altos que comunicaban con la azotehuela, con el corral y caballerías, y con la huerta, que estaba abandonada y que, rodeada de una alta cerca de adobe, tenía una ancha puerta a la espalda de la casa por donde entraban y salían, cuando era necesario, los carretones. Del costado de la huerta a la laguna había una corta distancia; Cecilia poco a poco, sin pedir permiso a nadie y sin que nadie tampoco se lo estorbara fue cavando un canal hasta que logró llegar a la orilla del agua, y con trabajo y arrastrando con cuerdas las canoas logró que entrasen hasta dentro de su casa; de modo que, en la estación de las lluvias, en que abundaba el agua en los lagos y canales, podía salir embarcada en su trajinera desde su palacio de Chalco, y entrar en el muelle de piedra de sus almacenes de la Calle de la Acequia. En el tiempo de secas esta navegación era difícil y tenía que suspenderla algunos meses, limitándose a embarcarse en Chalco como todo el mundo y venir a la garita de San Lázaro, de México.

En la sala que habitaba Cecilia había en el centro una mesa sola antigua, con la tabla de cedro de una pieza, muy gruesa y de más de media vara de ancho, lo que daba testimonio de los frondosos y colosales cedros que debieron encontrarse en los montes cercanos en tiempos remotos; dos canapés de caoba con pies de leones, uno con tabla y otro acojinado con indiana, unas cuantas sillas de caoba que estaban como de respeto, y más de una docena de sillas ordinarias de tule, de distintos tamaños y colores. Un petate de Puebla con tejidos rojos servía de tapete al estrado. Ni un espejo, ni un cuadro, ni una estampa de santos; las paredes lisas y limpias, con los restos extraños de los frescos retocados con colores fuertes y, por consiguiente, echados a perder. El techo era un verdadero artesón de cedro digno de un palacio.

La primera recámara servía de muchas cosas; en primer lugar, de guardarropa. De uno a otro extremo había cuatro cuerdas gruesas fijadas en la pared con unas alcayatas. La primera y segunda cuerda estaban destinadas para las camisas y enaguas blancas; las otras dos, para las enaguas de encima y para los rebozos. Las camisas y enaguas, con pocas excepciones, estaban bordadas, cosidas con randas y terminadas en encajes finos. Las enaguas de encima presentaban una variedad infinita. Seis u ocho de castor, variando los encarnados, con cinturas de tafetán, salpicadas de lentejuelas de plata y oro o sin ellas; las demás, azules, verdes y de muchos colores, de las indianas más caprichosas que se fabrican en Inglaterra y Francia, expresamente para las Américas. Los rebozos de seda, de otate, de bolita, de hilo común, hechos en Temascaltepec, en Tenancingo, en San Miguel el Grande, en todas partes donde los tejían mejor; en resumen, el guardarropa era tan variado, tan surtido y tan lujoso como el de una comedianta de primer rango; pero además, tan limpio, tan oloroso, tan atractivo y tan curiosamente colocado, que debajo de aquellas camisas blancas y de las enaguas de vivos colores, huecas y esponjadas con el almidón, el hombre de menos imaginación, San Luis Gonzaga mismo, que hubiese podido levantar los ojos, habría creído ver moverse dentro los brazos, el pecho, las piernas frescas y redondas de otras tantas mujeres, vestidas de chinas y tapatías, como se veía en las calles de México, de Puebla y de Guadalajara. En un rincón de este cuarto estaba un montón de colchones de diversos tamaños, frazadas y sábanas finas y ordinarias, que casi llegaban a las vigas; en otro, petates ordinarios por docenas, y en el tercero, en una especie de armario de palo blanco sin puertas, filas de zapatos bajos de seda verde, azul oscuro, blancos, negros, carmelitas; uno que otro par amarillo canario o azul claro; pero todos, lo mismo que la ropa, limpios, olorosos, provocantes, pues era la pieza más limpia y perfumada con sahumerios de exquisitas plantas, con el aroma de unas cuantas macetas que cultivaba Cecilia en la azotehuela y que colocaba algunas horas allí para evitar que se tostaran con el sol y dejaran al mismo tiempo sus aromas. Junto a ese escaparate había una tina grande de madera, otra de hojadelata, una calentadera y varios cubos de bateas pequeñas.

La tercera pieza, que era la que Cecilia había destinado para su recámara y la única en que habitaba, pues las demás estaban cerradas con llave, era quizá la mejor de la casa. Amplia, casi cuadrada, con dos grandes ventanas al costado derecho de la finca, una puerta al frente, desde donde se veían las montañas y la llanura inmensa de agua y, lo mismo que la sala, con un curioso artesonado de cedro como si lo acabaran de reponer; los frescos de las paredes, aunque desmejorados, sin toques ni pintarrajos, parecían una imitación o copia de esas complicadas grecas, cenefas y adornos de los pergaminos antiguos; el suelo, de buenas y nuevas soleras enlazadas en cada cuadro con azulejos; las ventanas y la puerta con sus vidrieras y cortinas de lienzo transparente blanco, bien plegadas; la cama, muy limpia, pintada de verde, con su cabecera y rodapié con miniaturas y flores; tres colchones cubiertos con sábanas bordadas y finos sarapes de San Miguel y las almohadas un primor de calados, randas, bordados y relieves de seda de colores, obra de manos de la misma Cecilia, que había estado de pupila en México, en su niñez, en la amiga de las manitas, en la calle de Medinas, y por inclinación se dedicó a la costura, al bordado y muy poco a la lectura y a la escritura. Una mesa, unos sillones, unas sillas, un ropero de caoba, dos grandes pantallas, única cosa que adornaba las paredes; eran los muebles verdaderas antiguallas rotas, desdoradas, que había tenido cuidado de mandar restaurar. En un rincón una regular escultura del Señor del Sacro Monte, con un vaso delante lleno de flores. Los obligados y conocidos petatitos de Puebla servían de alfombras. Cuando ocurrió el naufragio, Cecilia misma, a pesar del susto y de la fatiga, ayudada de la hija de un remero dispuso una de las mejores piezas para el licenciado Lamparilla, poniéndole un banco de cama que encontró entre los trebejos de los salones, su par de colchones, buenas sábanas y cobertores, y sillas y sillones más decentes, sin faltar candeleros y demás cosas indispensables en una recámara, que abundaban también, aunque no de lo más escogido y fino, mientras que a Evaristo lo colocó al otro extremo de la casa, dándole por cama tres o cuatro petates ordinarios, un poco de paja seca y un par de frazadas. Para un desconocido era mucho, y demasiado buena fue con albergarlo y mantenerlo por tres días.

Cuando residía Cecilia en lo que llamaremos su castillo de Chalco, dejaba cerrado el puesto de la Plaza del Volador, y los almacenes de la Calle del Puente de la Leña a cargo de un remero ya medio instruido y civilizado, que había elevado al rango de mayordomo, y un velador en la calle, y se llevaba a sus dos doncellas que, como la mayor parte de las indias, tenía el nombre de la Virgen; pero para distinguirlas a una le llamaba María Pantaleona y a la otra María Pánfila. Las había traído de Ameca casi niñas y las acostumbró a su modo y trabajo que tenían que hacer; eran labraditas, limpias, afables, medio civilizadas con el trato de los marchantes, de una sencillez y candor que, como se dice, no habían perdido la gracia del bautismo; y las desvergüenzas y malas palabras que oían a los cargadores, cocheros y verduleras, las solían repetir con la mayor naturalidad, como los niños, y sin comprender su significado. En la sangre tenían la honradez y jamás les había dado la tentación de enconarse ni con un tlaco. La venta de la fruta entraba íntegra en los cajoncitos que tenía Cecilia dedicados a guardar el duro, el menudo y el cobre; fieles y apegadas a su ama, la servían al pensamiento: en el puesto, vendiendo fruta; en la cocina, en el aseo de las cosas, en el cobro de deudas y mandados, desde que había desaparecido Juan; en una palabra, eran sus esclavas; pero en compensación comían y vestían bien, y además recibían un buen salario, que Cecilia les guardaba, o les compraba sus hilitos de perlas, sus arracadas y sus medallas de plata. Estaban las dos Marías tan contentas, que oro molido que les hubieran ofrecido en otra parte lo hubiesen rehusado por no abandonar a su ama. Aparte de los disgustos en la plaza con los marchantes que manoseaban la fruta sin comprarla, las borracheras de los indios remeros, lo cual era realmente insignificante y pasajero, esta familia de tres mujeres del pueblo, solas y aisladas en Chalco, pasaba la vida bien entre el trabajo, la buena comida y el mejor sueldo; y eran más felices que los que entre seda, plata y oro habitan el palacio de la Calle de Don Juan Manuel. La criada o segunda capitana, que acompañaba a Cecilia en sus viajes en la trajinera, era alquilada por viaje redondo y variaba cada mes o cada dos meses; pero las Marías nunca se le despegaban. Lo único grave era la guerra sorda, pero sin tregua, que le hacía San Justo; mas el percance del naufragio le había ocasionado el grandísimo bien de que Lamparilla le quitase este enemigo, y tal servicio lo agradeció tanto que no hallaba cómo pagárselo; se sentía como enamorada y dispuesta a corresponderle, pero desechó esa idea como una cosa imposible y pensó en hacerle un espléndido regalo. Un caballo del Jaral, un reloj de oro, un anillo de brillantes, una prenda, en fin, que llamara la atención.

Con estas ideas, con la de comprar o mandar construir en el astillero de Zoquiapan una buena canoa más grande y mejor que la que había naufragado, y con la de encargar a Tierra Caliente que continuaran los envíos regulares de plátano, de naranja, de chicozapote, de granadas y otras frutas sabrosas de esas tierras, de que hacían gran consumo don Pedro Martín, los ministros de la Corte y la casa de los marqueses de Valle Alegre, Cecilia resolvió pasar un par de semanas en Chalco, y ya se verá que tenía necesidad de ello.

XLI. Dentro del baño

Un sábado muy temprano Cecilia metía una pesada llave en la cerradura de la puerta de la casa de Chalco que hemos dado a conocer, y entraba seguida de las dos Marías, que cargaban unos envoltorios y canastas con quesos, mantequillas, chorizos y cuantas otras cosas son necesarias para una buena cocina.

—¡Dios nos asista! —dijo Cecilia luego que cerró tras sí la maciza y pesada puerta—. ¡Qué polvo, qué basura!, y estas condenadas golondrinas que me tienen los corredores hechos un asco; en cada solera tienen un nido —continuó diciendo, levantando la vista y recorriendo los techos—. Estoy decidida a que vengan los remeros con unas escaleras y las echen de aquí a otra parte, que no hay escobeta que baste para tener limpia la casa.

Las golondrinas, como si hubiesen oído su sentencia de expulsión y tratasen de defender su causa, vinieron en bandadas del cielo azul cantando muy alegres y trayendo en el pico ya un grano, ya un gusanillo para sus hijos que, en efecto, sacaban las cabecitas calvas de los nidos; les daban de comer y regresaban al éter puro, y volvían y pasaban cerca de Cecilia como queriendo saludarla y darle la bienvenida, y luego se colocaban en fila en los lagartos y monstruos aztecas que servían de canales, hasta que se atrevieron al fin a pararse tres o cuatro en los hombros de Cecilia, la que se apoderó por sorpresa de una de ellas mientras las otras saltaron asustadas a la cornisa. La golondrina prisionera se defendía y trataba de escapar, hasta que al fin cerró el pico y miró con sus brillantes ojillos a su carcelera.

—Parece que me conocen —le dijo Cecilia— y que han venido a pedirme que no les mate a sus hijos. Al fin, lo mismo que nosotros, son hijas de Dios —dijo soltándola—. Y luego, dicen las gentes que la casa donde anidan las golondrinas es feliz; al menos a mí, desde que me mudé aquí, ni me han robado, ni me he enfermado, ni me ha sucedido nada. Mira, María Pantaleona, no sólo vas a quitar ese polvo y tanta basura, sino a echar unos cubos de agua donde han ensuciado las golondrinas; y si no estás muy cansada coge las escobetas y deja los corredores limpios como un plato de China.

—Lo que usted quiera; pero mañana estarán lo mismo mientras estén llenos de nidos los techos.

—Dices bien; aunque me pese, es necesario desterrar a estos animales, que son bien cocijosos, destruir los nidos y sahumar con pólvora y azufre para que no vuelvan; y si son tenaces tirarles unos balazos con esa escopeta vieja que está arrinconada en la sala y que para algo ha de servir.

Y entretanto, las gozosas golondrinas, cantando y formando un concierto que aturdía, iban y venían de los campos verdes y del cielo azul a revolotear las alas delante de sus polluelos y a dejarles en el pico los mosquitos y palomitas de San Juan que habían cazado en el aire.

Cecilia se dirigía a uno de los salones en busca de unos cartuchos y de la escopeta vieja, pero se detuvo a contemplar la alegría, la felicidad y la confianza de las aves, que pasaban junto a ella como queriendo otra vez posarse en su hombro.

—¡Qué animales! —dijo—. Parece que me han entendido y que ya consideran ésta como su casa. Lo dicho: que se queden, no he de ser yo quien sea su verdugo y el de sus hijos. ¡Pobrecitas golondrinas! ¡Tan vivas, tan alegres!… ¡Me echaría la sal encima!…

Y con esta resolución, en vez de entrar en el salón, se encaminó a sus piezas, que las muchachas habían abierto de par en par.

—¡Calle! —continuó—. Mi ropa, mis zapatos, todo tirado y revuelto en el suelo como si alguno hubiese entrado para hacer un quimil con ello y llevárselo.

Un ventarrón, que comenzaba a soplar en ese momento había entrado por las ventanas y tirado y revuelto el bien abastecido guardarropa.

Cecilia volvió a colocarlo en el mejor orden, aseó, sacudió su habitación y gritó a Pantaleona que, descalza y con las enaguas entre las piernas, echaba cubos de agua en los corredores y en el patio.

—Escucha, muchacha: mientras dispongo mi ropa y acabo la limpieza, me calientas agua para el baño; pero, espera, ya sabes lo que tienes que hacer, y voy a darte el canastillo.

Cecilia abrió su ropero y entregó a la criada un canasto lleno de raíces, de yerbas secas y de pedacitos de palo de diversos tamaños y colores. Todo ello provenía de Jipila y eran yerbas aromáticas y medicinales que servían para apretar la cintura, para suavizar el pelo, para dar lustre a la piel, para aromatizar el agua, para mantener la dureza de los pechos. La herbolaria tenía sus tratos con Cecilia; le escogía de lo mejor y se lo vendía a buen precio, recibiendo además sus regalos de fruta y de recaudo. Las dos se entendían muy bien, y Cecilia, por experiencia, sabía que eran mejores los remedios mágicos de Jipila que las drogas de las boticas y las pomadas y perfumes de la peluquería.

En un momento estuvieron en las hornillas del brasero cuatro o seis ollas grandes llenas de agua. A la una le echó puñados de flor de romero, a las otras los palillos, hojas secas y raíces que escogió de la canastilla, y en seguida, y vaciando con un cubo la tina de madera llena de agua, que estaba, como hemos dicho, en el guardarropa, con lo cual acabó de lavar los corredores, dispuso lo necesario para el baño. Entretanto María Pánfila molía el maíz y disponía el almuerzo, Cecilia sacudía uno a uno sus muchos pares de calzado de seda y acababa de poner orden en sus cosas.

El ventarrón cesó; el sol, que había estado en las primeras horas de la mañana velado a intervalos por nubes que se llevó el viento con dirección a la capital, entraba dorado y espléndido por las amplias ventanas; el ramo de rosas silvestres colocado delante del Señor del Sacro Monte despedía vivos olores, y la extremada limpieza de los muebles, y especialmente del lecho, daban a esta amplia recámara con su alto artesón, un aspecto no sólo de alegría, sino de algo que no se podría explicar; quizá también completaba el atractivo la presencia de la dueña y señora de ese castillo, entre rústico y grandioso y en la frontera de lo naturalista y de lo fantástico. Acababa de trafaquear, se había quitado su pañuelo de seda de cuadros rojos y azules que cubría su cuello; aflojada la jareta de su camisa, uno a uno desabrochaba los rosarios e hilos de corales y de perlas, los quitaba de su garganta y, lo mismo que las arracadas de oro de sus orejas, los depositaba en la mesa. Después dejó caer sus enaguas de encima, quedó con las interiores a media pierna, y se descubrieron sus pies calzados con unos zapatos de raso café, arreglados a manera de pantuflas, dejando descubierto un talón redondo color de rosa.

—¡Muchachas! —gritó—. Estoy lista: traigan ya las aguas.

Las dos muchachas entraron corriendo tan luego como oyeron a Cecilia.

—Van a empaparse —les dijo—. Cierren bien las puertas del corral y de la calle para que nadie entre y pónganse su vestido de indias para que no echen a perder su ropa más de lo que está, pues no les he de comprar otra hasta el Jueves Santo.

Las muchachas, saltando contentísimas como unas chicuelas, fueron a cerrar las puertas y volvieron descalzas y enredadas con unas mantas azules de lana con rayas encarnadas, que les cubrían medio cuerpo. Una de ellas con una olla grande de agua hirviendo con la flor de romero, y otra con un jarro más pequeño con diversa infusión de las plantas de Jipila, las vertieron en la tina y la recámara se nubló con un vapor delicioso y aromático. Cecilia con una mano sacó por la cabeza su camisa, con la otra aflojó la cinta de sus enaguas, que cayeron en el suelo; entró en la tina y se sumergió en el agua perfumada.

—¡Ah! —dijo sacando el cuello y limpiándose los ojos con las manos—. Jipila no me ha engañado, el olor de sus yerbas es más fuerte que el del romero, huelan —y sacó un brazo redondo que chorreaba gotitas de agua cristalina, y dio a oler a las muchachas un poco de la que había recogido en el hueco de su mano.

—Cabal —contestaron—, el olor del romero se perdió ya, y esto huele como a azucena, como a clavel, quién sabe a qué, pero para eso le pagó usted catorce reales por el manojito que ya se acabó.

—Y si vieran que también pone el agua como suave, como no sé qué tan bonito que no me dan ganas de salir del baño. No se les olvide, aun cuando no esté yo en la plaza, de pedirle media docena de manojitos; pero vamos a lo que importa más, que es limpiarme el cuerpo, pues con todo y el romero y las yerbas de Jipila, todavía huelo yo misma a los pescaditos y a los yerbajos de la acequia… Ya les he contado lo que nos pasó y ¿creerán que porque no se ahogara ese licenciado que temblaba… vaya, que daba lástima, ni se me ocurrió encomendarme a Dios? De seguro sin confesión me habría llevado el diablo.

Y diciendo se puso en pie, y en un momento la enjabonaron las dos muchachas y cubrieron su cuerpo de blanca espuma.

—¡Ah! Así, serio; no haya cuidado que no se me caerá el pellejo, con tal de que se me quite este mal olor… Qué preocupación… Huelan…

Las muchachas acercaron sus narices a las espaldas y a las piernas de Cecilia.

—Nada, doña Cecilia, nada, pura aprensión de usted; al contrario huele su carne a clavel y a azucenas que tanto le gustan al señor licenciado.

—Ahora el agua que Jipila dice que es buena para la cintura. Yo no estoy mala de la cintura, pero ella dice que echándose esa agua nunca me enfermaré, y vale más, pues para trabajar, y para ir y venir, y para ganar con qué comprarles ropas, y a mí también, que nunca me basta con la que tengo, lo primero que se necesita es estar buena y sana… Pero… aprisa, que ya comienzo a tener frío.

María Pánfila templó con agua fría la otra olla del cocimiento aromático de Jipila y la vertió suave y pausadamente sobre la cabeza de Cecilia. Corrientes pequeñas de un líquido color de vino jerez pálido resbalaban por el pecho, los brazos y el torso de Cecilia, y la despojaban del vestido espumoso de jabón; sus cabellos negros y abundantes cayeron sobre sus espaldas hasta más abajo de la cintura; su bello cuerpo apareció en aquella atmósfera luminosa de la recámara como una visión del paraíso; las gotitas de agua reposaban en los nidos de amor de sus brazos y de sus rodillas, y parecían diamantes de intento colocados para realzar la delicadeza de su piel suave y húmeda.

—Es bastante muchachas, y guarden un poco para ustedes, que se pueden bañar esta tarde y bien lo necesitan, aunque no se hayan caído como yo en la laguna.

Las muchachas la ayudaron a salir de la tina, la enjugaron con la sábana, la sentaron junto a su cama en uno de los viejos sillones y le acercaron un pequeño espejo, escobetas, peines y tijeras. En momentos vaciaron la tina, retiraron las esteras, limpiaron perfectamente el suelo, se quitaron sus trajes de india, revistieron sus ropas y se fueron a continuar sus ocupaciones.

Cecilia comenzó por secar y peinar su negro y largo cabello lustroso, delgado, fuerte, lleno de savia y de vida; casi se movía y se recogía en onditas envidiables, en la nuca y en la frente. Se hizo de pronto dos gruesas trenzas, las recogió con unos listones rojos en su cabeza formándose un voluptuoso peinado, y siguió con los pies, que era lo que más cuidaba y en lo que tenía y con razón verdadera vanidad. Si se quiere, era el pie de Cecilia defectuoso de puro pequeño, en relación con su cuerpo alto y opulentamente modelado. El dedo gordo, que por lo común tiene, aun en las mujeres más bien hechas, una forma arqueada que, entrando sobre los otros dedos, forma el feo defecto que se llama juanete, era de la más acabada perfección: redondo, con un color rosado encendido, describiendo una suave curva, se juntaba con los otros dedos, sin dejar tampoco ese espacio que se nota en algunas esculturas romanas; el dedo chiquito, también por lo común defectuoso en todas las gentes y como sumido o doblegado debajo de los otros, resaltaba por lo regular y bien proporcionado, por su natural colocación y por su encarnación, en armonía con el color de piñón del empeine alto y que subía suave y gradualmente a formar una torneada pantorrilla. Las uñas, lisas y transparentes; la planta rosada y blanda, y todo el pie sin la más pequeña imperfección.

Cuando acabó Cecilia, se calzó unos zapatos de seda color aceituna, que sin esfuerzo le venían bien y por la pala corta rebosaba la gordura del empeine; apenas se miró en el espejo, pero sí se puso en pie, y un momento se estuvo recreando con sus pies y sus pequeños zapatos de seda.

—Vaya —dijo, como si alguien la oyese— me vienen bien; no me lastiman y no me hacen feo pie. Le mandaré hacer al Santito otros dos pares.

Satisfecha con esta revista, dio dos suaves patadas en el suelo para cerciorarse de que no le lastimaban, y tirando la sábana se pasó por la cabeza una blanca y bordada camisa.

XLII. Poesías del licenciado Lamparilla

Apenas tuvo tiempo Cecilia de echarse las enaguas de seda amarilla y castor rojo, que tenía cerca, y cubrirse el seno con su rebozo, cuando asomó la cabeza por la puerta de la recámara el licenciado Lamparilla.

Siempre que convenía a sus miras e intereses, buscaba y encontraba un pretexto para aparecerse en casa de sus clientes y conocidos el día que menos lo esperaban, ya fuese en casa de doña Pascuala, ya en la del licenciado Bedolla, ya en la de Cecilia; y procuraba caer a las horas de almorzar o de comer, seguro de que lo habían de tratar a cuerpo de rey; y así sucedía efectivamente. En esta vez el motivo de su visita era para él muy importante.

Luego que María Pantaleona le abrió la puerta, se precipitó materialmente al patio, se quitó las espuelas y una blusa de dril trigueño, que usaba para no empolvar su chaqueta y sus calzoneras de camino.

—¿Está tu ama en casa, María? —le dijo, haciéndole un cariño en la mejilla.

—Se acaba de bañar, y está…

Sin esperar más y pensando que encontraría a Cecilia a medio vestir, no escuchó lo que seguía diciendo Pantaleona, y como sabía las entradas y salidas se coló de rondón hasta la misma recámara.

Cecilia salía ya a encontrar la visita, y le latió que no podía ser más que el licenciado, pues los arrieros de la Tierra Caliente no debían llegar sino a mediados de la semana.

—¡Cecilia!… ¡Qué guapa estás! Dios te bendiga, salvadora de mi vida, dame esa mano.

—Con mucho gusto, señor licenciado; pase usted a sentarse, que vendrá cansado del camino. Anoche precisamente pensaba yo en usted.

—¿Pensar tú en mi, y de noche? Buena señal.

—Pero no como usted piensa… Los hombres todo lo llevan al mal, y de veras, particularmente las pobres como yo, no saben ni cómo hablar delante de los señores.

—Déjate de pobres y de señores, que siempre andas con esa cantinela; ya quisieran muchas de las copetonas de México ser tan ricas y, sobre todo, tan hermosas como tú… Te acabas de bañar… qué olor… ¿Dónde compras tus perfumes?… Vamos, es cosa de trastornarse y perder el juicio… ¡Qué limpieza, qué cama…! Vaya, esto no estaba así cuando me trajiste después del naufragio, ni había visto esa ropa con que tropezó mi sombrero… Tienes el equipaje de una marquesa. Las de Valle Alegre no tendrán tanta ropa blanca como tú.

El licenciado tiró el sombrero en la cama, se dejó caer en el sillón que Cecilia acababa de ofrecerle y se quedó mudo y embriagado con el aroma y el vapor que aún despedía el cuarto, y como fascinado por Cecilia, que se sentó enfrente de él, dejando, sin pretensión, medio descubiertos sus pequeños y gorditos pies.

—Algo le ha sucedido a usted —le dijo Cecilia, después de un rato de silencio—, porque ni habla y tiene los ojos fijos en el suelo. Dígame usted el asunto, que las mujeres somos muy curiosas —y al mismo tiempo la maliciosa frutera se acomodó bien en su asiento y escondió entre los blancos encajes de sus enaguas sus desnudos pies, que no tuvo tiempo ni de calzar bien.

—¡Qué coquetas y qué malas son todas las mujeres! Bien sabías que lo que yo miraba eran tus pies y no el suelo —pensó Lamparilla, y luego dirigiéndose a Cecilia concluyó su pensamiento—. Cualquiera cosa apostaría —le dijo— a que tú sabes bien que nada tengo, y que lo que miraba no era el suelo.

—De veras que no creo que pudiera usted mirar otra cosa, pues no hay nada nuevo aquí y todo está lo mismo que cuando vino usted; solamente que he sacudido y hay más limpieza, y mi ropa en su lugar. El cuarto lo cerré cuando tuvimos la desgracia, porque no quería que mirase el pasajero lo que yo tenía o dejaba de tener, que a nadie le importa.

—Y a propósito, y ya que mientas al pasajero. ¿Qué ha sucedido con ese pájaro, que me parece un solapado pícaro? ¿No lo has vuelto a ver?

—Ni a su sombra —respondió Cecilia.

—¿De veras?

—¿Tengo cara de embustera? —le contestó sonriendo.

—Basta, y vamos a platicar de lo que nos interesa.

Cecilia se acomodó en su asiento, sacó la punta del pie, y apenas con el dedo gordo sostenía su calzado.

—En primer lugar, te he quitado una molestia de encima —continuó Lamparilla.

—Es usted tan buen amigo, señor licenciado, que no hallo con qué pagarle; con haberme libertado del yugo de ese maldito San Justo me ha dado usted diez años más de vida, y en eso pensaba yo anoche…

—Ya verás, hasta en verso he puesto el terrible lance, y ése es el segundo asunto; pero vamos a lo primero. Antuñano, el de la fábrica de hilados, pretendía que tú le pagaras los tercios de manta que se sumieron en el agua con nosotros.

—Ésa era una sinrazón —contestó Cecilia sacando ya naturalmente todo el pie, con lo que bailaron de gusto los ojos del licenciado—. ¿Fui yo quien tuvo la culpa? ¿Quién nos hubiera pagado a usted y a mí si nos hubiéramos ahogado?

—Eso es verdad, Cecilia; pero con todo, no se te hubiera quitado de encima el cocijo, como ustedes dicen, de que anduviese tras de ti el dependiente y de que te citaran a conciliación delante del juez si no pagabas; en fin… yo compuse el negocio manifestando al encargado de la casa que a tu canoa le hicieron un boquete debajo de la proa, y que íbamos a ser víctimas, y en vez de cobrarte, me ha dado la comisión de que me encargue a su costa de que saquen si se puede, los tercios de debajo del agua, y se regalen a los niños de la cuna.

—Vaya, mejor así —contestó Cecilia cambiando de postura, cruzando una pierna sobre la otra, y dejando ver sus dos pies y algo de la caña de las piernas, como le nombran a las pantorrillas los que la echan de conocedores y veteranos.

—Todo lo mereces, y yo soy el que no tengo modo de pagarte el favor tan grande que te debo… Ya verás… Tú que entiendes de estas cosas, te encargarás de que saquen del canal los tercios de manta, y mojados y todo los mandas a la cuna, a la Calle de la Merced, que te den un recibo y punto concluido; de paso podrás quizá sacar la canoa y las mujeres que se ahogaron seguramente. ¡Qué cabeza! ¿Creerás que hasta este momento me acuerdo de las pobres vendedoras de pájaros?

—En cuanto a la canoa, ni pensarlo —le respondió Cecilia—. Mas me costaría sacarla de donde está, que una nueva que he contratado con don Antero, el de la hacienda de Zoquiapan; y de las mujeres, las he encomendado a Dios, pero ni chistar de esto, señor licenciado; nadie sabe si iban gentes en la canoa o no; el cuerpo del remero que por borracho se ahogó ya se habrá deshecho o quién sabe donde estará; no sea que el Gobernador de México o el prefecto de aquí nos metan en averiguaciones.

—Dices bien, y vale más no platicar de estas cosas, que son siempre tristes. ¡Qué quieres que te diga! Estaba yo tan contento junto a ti dentro del agua, que si no hubiera tenido frío y miedo de ahogarme, semanas y meses me habrían parecido un instante.

—¡Qué gustos tan raros, señor licenciado! Ni de chanza diga usted tales cosas —le interrumpió Cecilia.

Y Lamparilla, sin hacerle caso, continuó:

—Desde esa noche de luna, que recordaré toda mi vida y que no sé si llamar feliz o desgraciada, no pienso más que en ti, Cecilia, y nada más que en ti.

Cecilia soltó una franca carcajada de risa.

—Puedes reírte y hacerme burla hasta que te canses; pero es la verdad.

—Ni lo imagine usted, señor licenciado. ¿Hacer yo burla de una persona a quien debo tantos beneficios? Ni lo he pensado —le interrumpió Cecilia—. Lo que sucede es que no creo que usted, con tanto quehacer y tantas muchachas bonitas y decentes que hay en México, pueda estar pensando en una pobre frutera.

—Te empeñas tú en rebajarte y en estarte llamando pobre, frutera y trajinera; se conoce que no te has visto en un espejo de cuerpo entero.

—Ni Dios que lo permita. ¿Y para qué había yo de verme? Una tarasca gorda y prieta; para medio peinarme, tengo bastante con mi espejito… Los pies es lo único que Dios me ha dado regular, y ¡qué quiere usted!, las mujeres de México, aunque seamos así… de la clase que soy yo, tenemos vanidad en nuestros pies; yo conozco una señora que quién sabe de dónde es, pues habla español peor que yo, y que dice que es de una tierra que se nombra Alimaña, y que me compra y me paga muy bien la fruta…

—Alemania será, que alimañas son animales ponzoñosos.

—Eso es, y que está muy lejos y se necesita pasar un charco más grande que la laguna, y ¡qué pies, señor licenciado! ¡Si sus zapatos de cuero muy gordo y de dos suelas parecen chalupas, y por Dios que no le miento a usted!

—Lo creo como si la viese, pero no me barajes la conversación, y pues que tú misma dices que tus pies son bonitos, no tienes por qué esconderlos.

—Limpios y nada más; menos los días en que llueve y hay lodo en la plaza, porque siempre ando con zapato de raso. Me quedaría sin comer con tal de comprar un buen par de color; desde chica he tenido esa maña, y mi madre hasta me pegaba, pero nunca consiguió, desde que salí de la amiga, que me pusiera, como quería, zapatos de gamuza negra.

Cecilia sacó sus dos pies, y en el mismo momento los cubrió con su ropa y arregló bien su rebozo.

El licenciado Lamparilla vio una especie de relámpago, una visión deslumbradora, más que si hubiese contemplado a Venus saliendo de las ondas, y sin saber lo que hacía quiso levantar un poco la ropa de Cecilia.

—Así no seremos buenos amigos —le dijo Cecilia con seriedad y desviando su silla. No sé qué cosa tan mala siento, sin saber por qué, cuando el señor licenciado quiere estas cosas… ¡Quién sabe!… Se me figura que me trata como a las que andan de noche en la calle… y como soy una tonta, no puedo ni decir por qué lo quiero de otro modo.

—Dices bien, Cecilia, dices bien; y tú, pobre y frutera, como dices a cada momento, me enseñas cómo se debe tratar a las mujeres que se quieren bien, como yo te quiero a ti… Ven, acércate como estabas, pues me da mucho sentimiento el que tuvieses desconfianza de mí. Ya todo pasó, ¿qué quieres? Tú misma reconoces que tus pies… vaya… somos de carne y hueso y hay ocasiones en que es imposible contenerse… Continuemos nuestra conversación y déjame contarte que es tan cierto que nada más pienso en ti, que hasta te he hecho unos versos.

—¿Seguidillas, peteneras o de jarabe, señor licenciado? —le preguntó Cecilia con ingenuidad.

—Nada de eso; versos para ti, de lo que nos pasó a los dos, y de la traición de ese lépero de San Justo.

—Eso sí que estará bueno —dijo Cecilia con mucha alegría, arrimando su silla y acercando su cara junto a Lamparilla que sacaba de su bolsillo un papel.

—Figúrate que en mi vida he podido hacer un verso, ni de muchacho cuando estaba en el colegio; casi todos los muchachos hacen versos y se vuelven poetas en vez de médicos o de abogados; pero yo ni por ese ejemplo; sólo un condiscípulo mío, el juez Bedolla, era más bruto que yo. Como te iba diciendo, quería hacerte un verso; pero como no podía, me fui a ver a un amigo, que es un poeta que se llama Rodríguez, para que me hiciera un verso dándole el asunto; pero, además de que su tío Galván, que no tiene más gracia que publicar el calendario que le hacen cada año, me recibió con una cara de herrero mal pagado, estaba ocupado con su comedia de Muñoz.

—¿De Muñoz? —dijo Cecilia—. Seguramente ha de ser don Rito, el de la tienda, que le pediría versos para mí, pues el año pasado me mandó uno que lo buscaré y lo enseñaré a usted.

—No, mujer; ese Muñoz era un Visitador que hace muchos años vino a México, y no don Rito; así que esté la comedia acabada e impresa la compraré y te la leeré.

—Como que me muero por el teatro. Cuando tengo lugar los domingos en la tarde, me voy a la cazuela.

—Pues como te decía, Rodríguez no me quiso hacer el verso, entonces busqué a Guillermo; ya lo conoces tú; te suele comprar fruta y te ha de haber echado tus requiebros, pues es zalamero y muy enamorado hasta no más. Si entrara en la pieza donde tienes colgada tu ropa, de seguro que se volvía loco y le hacía versos a cada una de tus enaguas, figurándose que estabas dentro de ellas. Ya te lo traeré de visita uno de estos días, y ya verás que te saca, como tres y dos son cinco, en su Musa callejera.

—¿Musa qué?

—Sí, mujer; así llaman a los versos chulísimos en que describen bailecitos de los barrios y chinas, y muchachonas guapas como tú; pero sigo con mi cuento, porque nunca acabaremos.

—Y el almuerzo debe estar ya hecho, y usted tendría hambre con el ejercicio del camino, y yo la tengo por el baño.

—Santa palabra, Cecilia; tú eres mujer que adivinas los pensamientos: eres una presea. De verdad que voy a devorar tu almuerzo.

—Para todos hay, bendito sea Dios, señor licenciado, y para eso trabajan estos brazos.

Al decir esto, Cecilia mostró a Lamparilla sus dos brazos robustos, con un par de primorosos hoyitos en los codos.

—Sí, antes de almorzar quiero leerte mis versos; pero te acabaré por contar. Guillermo, que es como mi hermano y nos tratamos de hermanos, es el más guapo muchacho que yo conozco, y cuando es amigo lo es completo. Ya sabía algo del naufragio, pero se lo acabé de contar; lo oyó con mucha atención y me dijo que iba a hacer un romance y que, sin decir nuestros nombres verdaderos, nos sacaría a ti y a mi. Ya verás… ha de ser chistoso o terrible, quién sabe cómo tomará el lance; pero al asunto. En cuanto le dije que quería un verso para ti, encendió su cigarro, se metió a su escritorio y no habían pasado quince minutos cuando salió con un papel con un verso escrito. Me lo dio y me dijo: «Vete, hermano, y sé muy feliz con tu trajinera, que me has pintado más hermosa que la Malinche; que yo, pobre de mí, no tengo esas fortunas de naufragar en agua dulce abrazado de una muchacha. Agachado sobre los libros, estudiando economía política, ya me salen canas verdes». ¡Qué Guillermo tan guapo! Corrí a mi casa, abrí el papel y leí:


Yo la vi, yo la vi a mi adorada
la vi hecha presa de letal tormento.
Pero ¿cómo expresar mi sentimiento
hermosura inocente y desgraciada?
 

—¡Caramba! —dije—, esto no comienza mal; pero luego seguí y eran unos versos para una muchacha a quien le daba un horroroso mal de nervios. Guillermo se equivocó, y como tiene tan revuelta su mesa, me dio esos versos en lugar de los que le rogué que me hiciera. Volví a buscarlo; anda vete, ni su luz; se fue a encerrar en el Molino del Rey y no le volví a dar palmada. No tuvo remedio; me resolví yo mismo a hacerte los versos; me he desvelado dos noches enteras y aquí los tienes; tendrán más mérito hechos por mí y me lo agradecerás más.

—Léalos, léalos usted, señor licenciado, que me muero de ganas de oírlos, y de veras se los agradezco más que si los hubiera hecho el que trabaja en la comedia de don Rito Muñoz.

—Ya te he dicho que ese Muñoz es otro y no don Rito el tendero. Ese Muñoz fue Visitador de México, y murió hace años.

—Pues Dios lo haya perdonado, y lo que importa es que lea usted los versos, que quizá se podrán acomodar a alguna canción y cantarlos con la guitarra.

—¡Qué idea! —contestó Lamparilla muy contento—. Si te gustan, veré a un amigo, a Ocadis, que les componga una música, y la canción se llamará La Cecilia. Escucha:


El negro y torpe engaño
hicieron que tu nave
en agua mansa y suave
viniese a naufragar.

Y en la serena noche
de luna refulgente
nos vimos de repente
cercanos a morir.

¡Qué susto, Dios Eterno!
Hundidos hasta el cuello,
yo no tenía resuello,
¡ay!… infeliz de mí.

Mas tú, valiente reina,
la ninfa de los lagos,
gocé de tus halagos…
Yo no quería morir.

Y el agua ya me ahogaba,
visiones mil veía,
ya pronto me sumía…
¡y sin poder salir!…

Mas tus amantes brazos,
Cecilia muy querida,
salváronme la vida
cuando debí morir.

Mujer encantadora,
pudiste tú escaparte,
mas preferiste ahogarte
unida junto a mí.

Tu muerte preparaba
un pícaro malvado,
su crimen ya ha pagado.
¿Estas contenta? Di.

Mi corazón es tuyo,
mi dinero, mi vida.
Cecilia mía, querida,
¿estás contenta? Di.
 

—Muy bonitos señor licenciado —dijo Cecilia cuando Lamparilla acabó de leer su poesía y muy satisfecho doblaba el papel para guardarlo en su bolsillo.

—¿Conque de veras te han gustado? —le dijo mirándola fijamente, para cerciorarse por la expresión de su fisonomía.

—Son preciosos; y sería bueno dárselos al cieguito Cayetano para que los cantara con el bandolón; voy a decirle también alguna cosa si me los lee usted otra vez.

—¿Y por qué no? Veinte veces si te agrada, te los volveré a leer; allá va:


El negro y torpe engaño,
hicieron que tu nave
 

—Vea usted, señor licenciado —le interrumpió Cecilia—, mi canoa, no como usted dice.

—Es lo mismo, mujer, y se puede decir nave a cualquier mueble que sirve para andar en el agua, y trajinera era difícil para mí el colocarla en un verso.

—Bien; sabe usted más que yo.

Lamparilla siguió con la segunda estrofa.

—Eso sí es verdad —dijo Cecilia— y nadita faltó para que nos quedásemos allí.

Lamparilla leyó la tercera estrofa.

—Y mucho que sí —dijo Cecilia—. ¡Qué susto! Ya me figuro el que tendría usted cuando yo, que sé nadar y estoy acostumbrada a vivir en el agua, no hacía más que encomendarme al Señor del Sacro Monte y me iba faltando también el resuello, lo mismo que a usted. Este verso está muy bonito y dice la pura verdad.

Lamparilla siguió con la lectura de la cuarta estrofa.

—Ésta también está bonita, señor licenciado; pero no se puede cantar, porque, los que me conozcan dirán que estando ya casi ahogándome me entretenía yo en hacerle cariños, y por eso no se quería morir. Lo que trataba yo era de soliviarlo cuando notaba que iba sumergiéndose; además, soy un poco más alta que usted y tenía más esperanzas de que el agua no me cubriera la cabeza, y en último caso habría nadado para el tular y lo habría cogido de los cabellos para que escapara. Eso pensaba, pero hasta ahora que se ofrece no se lo digo a usted.

Lamparilla concluyó la lectura de las siguientes estrofas, y no hizo Cecilia observación sino a la última.

—Sí, estoy contenta, y muy contenta, señor licenciado, pues al fin usted me favorece mucho y se interesa por mí. En cuanto a dinero, lo vamos pasando con el trabajo; y ya verá usted cómo, ya que San Justo no está de administrador de la plaza, pongo mi puesto de fruta mejor que antes, comienza mi nueva trajinera a hacer sus viajes y en poco tiempo se gana más de lo que se ha perdido. Yo estaría enteramente contenta si encontrara a un pobre muchacho que me servía, porque al pensamiento cuidaba todas mis cosas como si fueran suyas, y lo quería como si fuese mi hijo.

—¿Cómo se llama?

—Marcos…

—¡Ah! Entonces no es ése; pero trataremos de encontrarlo —dijo entre dientes.

Lamparilla no quedó muy contento con el éxito de sus versos ni con las observaciones que le hizo Cecilia; pero mucho menos con que se fijara para completar su felicidad en buscar al muchacho que le sirvió de mozo; así es que no tomó empeño ninguno y trató de reanudar la conversación y saber la impresión que había hecho en Cecilia la última estrofa; pero María Pantaleona los interrumpió diciendo que el almuerzo estaba en la mesa y si las quesadillas con rajas de chile se enfriaban, se pondrían tiesas.

Con esto, Cecilia se atrevió a tomar del brazo a Lamparilla y lo condujo al amplio comedor donde había una sencilla pero limpia mesa, y las lustrosas sartenes de barro despidiendo el aromático vapor de los sabrosos guisos.

—Hemos venido al comedor, señor licenciado, del brazo, como dizque lo hacen las personas decentes. Yo sé de todo, y mentira le parecerá a usted lo que se aprende en la plaza. Por los mozos y criadas se sabe la vida de todo México.

Sentóse Lamparilla en la cabecera de la mesa y Cecilia a su derecha. Estaba tan fresca con el baño de aromas, tan contenta del buen estado de sus negocios, tan limpia con su traje nacional que dejaba traslucir por la finura de la tela el color rosado de su piel, tan animada y amable, que Lamparilla se hallaba materialmente absorto y recorría con una mirada ávida los cabellos lustrosos, el cuello bien hecho y redondo, los encantos que a cada momento, por la ausencia del rebozo, se descubrían para ocultarse en seguida. No obstante que era goloso y que los manjares ya servidos en la mesa, por sus adornos y olor podían despertar el apetito de un muerto, en lo menos que pensaba era en comer, hasta que Cecilia llamó su atención.

—Algo tiene el señor licenciado que está tan distraído, y aunque las muchachas se han esmerado en la cocina, parece que nada de lo que está en la mesa le gusta. Vamos, deje usted los cuidados para otro día y comencemos por este guiso, que me figuro le agradará.

Cecilia sirvió al licenciado un buen plato de huevos con longaniza fresca de Toluca, rajas de chile verde, chícharos tiernos, tomate y rebanadas de aguacate. La molendera envió unas tortillas pequeñas y delgadas, humeando y despidiendo el incitante olor del buen maíz de Chalco.

Lamparilla desvió por un momento los ojos de Cecilia y los llevó al plato, cuyo vapor lo dejó sin vista.

—Vaya, Cecilia, te has portado como lo sabes hacer. Este plato, que un francés llamaría horrible revoltijo de salvajes, es de lo mejor que se puede pedir, y si tienes pulque curado, no hay ni qué desear. Tengo apetito y mucho, y aun cuando no lo tuviese, sólo el aroma que esto exhala resucitaría a un muerto. Por lo demás, te haces desentendida; bien sabes que ni estoy distraído ni tengo más asunto, ni otra preocupación que recrearme con tu hermosura. Porque te ha hecho Dios tan… así, así… como Su Majestad no ha querido hacer a otras mujeres. Parece que se esmeró y dijo: «Allá va el tipo mejor que el árabe, y que el georgiano, y que el italiano, y que el inglés, para que no se diga que en México sólo hay indias feas y sucias, apestando a sudor y a mugre». Que venga cualquiera de Europa y que te vea, y si no se le cae la baba como a mí, quiero que me ahorquen.

—Favor que usted me hace, señor licenciado, y aunque me tome la mano en decirlo, no me cambio por las francesas que van a la plaza a comprar ellas mismas su fruta y su recaudo. Es verdad que tienen su gorro, sus zapatos de dos suelas y que están más limpias que nosotras, pero eso no le hace.

—Lo que yo no puedo comprender —le interrumpió Lamparilla tronando la lengua y saboreando el guisado de huevos y un buen trago de pulque de piña, espumoso, con su polvo de canela— es cómo no te has casado, cómo no te has enamorado de alguno, cómo no han intentado robarte, no el dinero, sino a ti misma, que vales más que todas las canoas trajineras que navegan en el canal de Chalco; cómo, en fin, estás libre, quieta y dedicada a ganar la vida con tu trabajo.

—Ya verá usted; así es la suerte de las pobres, y no me han faltado proporciones, pero no me he inclinado al casamiento. Así que acabemos de almorzar le enseñaré las cartas que tengo, y que guardo para atestiguar con ellas cuando alguna mala lengua quiera hablar de mí; pero por ahora déjese de amores y almuerce a su satisfacción.

El segundo plato que presentó Pantaleona fue un extraño guisado de huesos.

Huesos de manitas de carnero, de manitas de toro, de manitas de puerco, de pies y de alones de pollo; pero cada hueso tenía adherida una porción de carne. Estaba condimentado con cilantro, habas verdes, aguacate y tornachiles. El aroma bastaba para alimentar, y los pedacitos de carne que contenía cada huesito eran lo más tierno y sabroso.

—Este guisote, lo usan mucho los pulqueros de México que saben comer bien; pero para nada sirven el tenedor ni el cuchillo, y es necesario echarse a pie. Conque fuera cumplimientos, y comencemos.

Cecilia tomó con sus dedos afilados y limpios un huesito, una pequeña rebanada de aguacate, y lo depositó en la boca de Lamparilla. Fue tal su sorpresa y su placer, que poco faltó para que se le atorase el hueso y concluyese su historia.

—Es la primera vez que como este guisado —le dijo—, y servido de la manera que tú lo has hecho, ni en las cocinas del cielo hacen otro mejor.

Lamparilla, animado con este rasgo de confianza, arrimó su pie y su rodilla contra la rodilla de Cecilia; pero ésta retiró al momento y con disimulo su silla.

—Déjeme hacerle finezas a mi modo y sin malicia, señor licenciado, y estaremos mejor.

Lamparilla retiró algo mortificado sus piernas y continuó el almuerzo, sirviendo las cocineras plato tras plato, todos tan sabrosos, tan bien dispuestos, que era imposible dejar de comerlos; Cecilia, fina a su modo, como ella decía, ya daba sopitas en la boca al licenciado, ya le servía pulque, ya le daba la mitad del taco de sus calientes tortillas. En el momento que Lamparilla buscaba más intimidad, Cecilia se retiraba y lo miraba con un aire entre enojado y burlón, y concluía por reír francamente y comer con apetito, como si no estuviera Lamparilla junto a ella.

Lamparilla estaba enfrente de una ventana y tan entusiasmado, que nada había podido llamar su atención. Sin embargo, al soslayo creyó ver una cabeza hirsuta que por momentos se levantaba al filo del bastidor y desaparecía después.

—La ventana de enfrente da a la calle ¿no es verdad, Cecilia?

—Da al callejón que se ha formado hace poco con la cerca del corral de enfrente, que estaba caída y ha reedificado hace un mes don Antero para guardar sus zontles de leña.

—Pues alguno nos espía.

—¿Quién se ha de acordar de nosotros?

—Te digo que nos están espiando.

Lamparilla se levantó de la mesa, abrió la vidriera con tiento y se asomó a la reja. Un hombre, en efecto, daba vuelta en ese momento por la esquina opuesta del callejón de don Antero, que así le habían puesto en el pueblo.

—Te decía bien, nos habían espiado.

Lamparilla salió precipitadamente a la calle, dio vuelta al callejón y siguió la dirección del espía; nada encontró: todo aquel rumbo estaba desierto, y aun a mucha distancia no se veía ni un alma, pues ya se ha dicho que la casa guardaba una posición aislada.

—Es imposible que haya sido una ilusión —dijo Lamparilla volviéndose a sentar a la mesa—. Juraría que hasta los ojos vi mover al que estaba al borde de la ventana; pero nada, ni rastro; una indita allá a lo lejos, y nada más.

—Yo nada vi —dijo Cecilia. Pero si alguno estaba y usted no lo encontró, debe haberse ocultado en el corral de don Antero, pues como no hay todavía nada que se puedan robar, la puerta, en ocasiones, la deja abierta el peón cuando va a buscar su comida.

—¿Quieres que demos una mirada al corral? —le contestó Lamparilla.

—¿Y para qué dejar nuestro almuerzo por esta friolera? Si alguno nos espiaba, nada malo vio, porque no es ningún delito el almorzar.

—Es verdad, pero la curiosidad; y luego se me pasa por la cabeza que ese hombre que vino con nosotros en la canoa se ha propuesto perseguirte.

—No deja de echar sus tiempos —le contestó Cecilia—. Ya sabe usted, señor licenciado, que las mujeres tenemos mucho de aquello para conocer luego quién nos enamora; pero aun así, no puede ser él, pues me han dicho en el pueblo que tiene un ranchito arrendado que pertenece a la Hacienda Blanca y linda con el monte de Río Frío, y apenas se le ve por aquí. Baja a comprar lo que necesita en un mal caballo flaco, se sube después al monte, y nadie lo vuelve a ver.

—En fin —la interrumpió Lamparilla—, si era él u otro, debe haberse marchado del corral mientras nosotros hemos perdido el tiempo platicando. Acabaremos de almorzar tranquilamente y después iremos por ese mentado corral de don Antero.

A los platos que ya se han mencionado, siguieron otros igualmente apetitosos y excitantes, concluyendo con una ensalada de calabacitas con granos rojos de granada, y unos frijoles y chicharrón, realzados por encima con su polvo de queso añejo, sus rabanitos y las hojas frescas y amarillentas del centro de la lechuga.

Cecilia se levantó y ella misma quiso servir el café, que por cierto no era muy bueno. El té y el café los usaban únicamente como remedio para el dolor flatoso.

—Mientras usted fuma su puro, voy a dar una vuelta a la cocina, y me dispensará —le dijo Cecilia echándole en un pozuelo de China el líquido, más claro que lo que se acostumbra.

—Vé, hija mía, vé, y haz tus quehaceres como si yo no estuviese aquí.

Cecilia tomó el jarrito de Cuautitlán en que había hecho el café, echó una mirada cariñosa al licenciado, dejando ver, al dar una airosa vuelta, sus rosadas piernas desnudas y sus pies pequeños rebosando sobre el calzado de seda.

—Este café no está de lo mejor —dijo en voz muy baja Lamparilla dando un sorbo y fumando en seguida un buen tabaco—, pero tengo que tomármelo todo, porque sería un desaire a Cecilia. No es de su cuerda el café ni los misteses y rosbises, como le dicen a la carne condimentada a la moda inglesa; pero en cambio ¡qué comida, qué guisos tan sabrosos! Yo creo que si San Pablo tiene gustos, no comerá en el cielo más que a la mexicana.

Lamparilla acabó su jícara de café y continuó discurriendo:

—¡La sociedad! ¡La sociedad! ¿Qué es la sociedad? ¿Las gentes con quienes tenemos negocios, el Gobierno o la ciudad entera? Todo junto es la sociedad, efectivamente, y ésta nos impone deberes a los que por fuerza tenemos que sujetarnos.

»La sociedad dice que el chile, las tortillas, los chiles rellenos, las quesadillas son una comida ordinaria, y nos obliga a comer un pedazo de toro duro, porque tiene un nombre inglés.

»La sociedad califica de ordinaria también a la que no se pone medias, ni viste traje con un corpiño hasta el cogote, cuando mejor es un pecho opulento que se trasluce por entre la camisa de lino, y unas piernas desnudas, de piel más fina que la mejor media francesa. No hay más que ver a Cecilia, y que venga Dios y lo diga.

»La sociedad quiere que los casamientos sean iguales. ¿Iguales en qué? ¿Cómo nací yo; cómo me educaron; en qué cuna de oro y de marfil pasé los primeros días de mi vida? ¿Dónde está mi tío el conde, o mi primo el marqués? Nada: pobreza y miseria; y sin embargo, yo no soy igual a Cecilia, no me puedo casar con ella, porque al día siguiente mis condiscípulos del Colegio, que ya son jueces, que ya tienen su bufete acreditado, viven en casa sola y mantienen su coche, se burlarían de mí; y Cecilia, aunque la vistiese yo de reina, no sería recibida por esas viejas pretenciosas que los nobles tienen por tías, por madres y por esposas. Si me casara, acabarían mis relaciones, mis amigos, mi carrera, mi fortuna y tendría yo que renunciar a ser regidor, diputado, juez de lo civil, magistrado, senador, y todo. Si me casara, me perdería para siempre ante la sociedad. ¡Ira de Dios! Pues aunque la sociedad no quiera, me casaré y tres más con Cecilia, con esta Cecilia que no tiene igual en México. Por otra parte, ganando, como creo ganar, el negocio de Moctezuma III, ¿qué me importan los demás clientes, ni para qué diablo quiero ser diputado ni senador? Tendré bastante dinero para tapar la enorme boca de la sociedad entera. Sí, me casaré, aunque el infierno entero se oponga. Me casaré y tres más».

Y tan entusiasmado estaba Lamparilla al recitar este admirable monólogo contra la sociedad, que ya hablaba en voz alta, y dio una tan fuerte palmada en la mesa, que hizo estremecer los restos de la vajilla que había quedado.

Cecilia salió alarmada.

—Creí —le dijo al licenciado— que alguna persona estaba aquí y se estaba peleando y amenazando a usted.

—Nada, hija mía, nada; discursos que tengo la manía de estudiar en voz alta y me suelo entusiasmar; en este momento tú eres la causa de ese entusiasmo, a solas hablaba yo de ti y hacía el propósito de casarme contigo aunque me llevase una legión de demonios.

Y Lamparilla se acercó con la intención visible de abrazar a la frutera; pero ésta levantó el brazo como para impedirlo, y sonriendo cariñosamente, le dijo:

—¡Qué cosas tiene el señor licenciado! Voy ya creyendo que se puede volver loco, y que va a parar a San Hipólito. Deje para otra esas ideas y, si gusta, iremos a dar una vuelta por el corral.

—Cabal; dices bien, y te lo iba yo a recordar.

Lamparilla, como todos los hombres cuando tienen una idea, piensan que cualquier incidente, por insignificante que sea, es favorable a sus designios.

—Tal vez —dijo entre sí—, Cecilia rehúsa mis caricias dentro de la casa por miedo que la vean sus sirvientas y ha escogido el corral. Bien, en cuanto entremos, cerraré la puerta con disimulo, le pondré la tranca, y allí los dos solos, encerrados, muy valiente deberá ser si se resiste.

Cecilia salió por delante, con su rebozo a medio embozar y mirando siempre al licenciado con una expresión que él interpretaba como el primer acto de la deliciosa comedia que se iba a representar en el solitario corral de don Antero. El suculento almuerzo y el pulque de piña habían trastornado completamente el cerebro de nuestro buen amigo.

Cecilia, en una mirada sagaz de mujer, registró el semblante de Lamparilla y adivinó lo que pasaba en el fondo de su alma. Tomó la delantera, salió del patio de la casa, siguió el callejón y entró resueltamente al corral, cuya puerta estaba efectivamente entreabierta.

Lamparilla la siguió, entró detrás de ella y, como se había propuesto, cerró con disimulo la puerta. Cecilia fingió no advertirlo, continuó andando; pero repentinamente, se volvió, se dirigió a la puerta, la abrió de par en par, y comenzó a gritar con una voz aguda que podía oírse a cien varas de distancia:

—¡Pantaleona, Pantaleona, tráete una barreta y una pala para hacer un hoyo y enterrar al señor licenciado!

Lamparilla, al oír esto, se le paseó, como un relámpago, una idea: ¿Si esta mujer querrá cometer algún crimen?

—¿Qué dices mujer? —le preguntó, sin dejar traslucir su sospecha, que pasó rápidamente.

—Lo que oye usted, señor licenciado —le contestó Cecilia riendo—. Haremos el agujero para enterrar un cabrito, hacerlo en barbacoa y comerlo el domingo próximo; desde ahora está usted convidado; el almuerzo, se lo prometo, será mucho mejor que el de hoy.

Lamparilla, a pesar de su viveza, quedó como avergonzado y corrido. En dos minutos, Cecilia había destruido los perversos planes de su enamorado huésped.

No tardó, efectivamente, en venir Pantaleona con una barreta y una pala; y escogido el lugar, hizo en menos de diez minutos el agujero para la barbacoa del domingo siguiente.

—Este pedazo de tierra le dijo Cecilia es muy seco. Lo demás de este rumbo muy húmedo y la carne se echa a perder. Ya verá usted que no quedaré mal si usted da la vuelta por acá; pero vamos, antes de retirarnos, al corral, a registrar por dónde pudo escapar el espía que vio usted.

Las dos mujeres caminaron delante; Lamparilla detrás de ellas, examinaba el terreno y los adobes de la cerca.

—¿Ha descubierto usted algo? —le preguntó Cecilia.

—Nada, absolutamente nada.

—Pues yo sí, y está claro.

—¿Cómo?

—Vea usted las pisadas que vienen derechitas desde la puerta hasta la esquina opuesta. En algunos trechos están borradas adrede, pero vuelven a aparecer; y aquí tiene usted una piedra grande donde debió subir el espía, y al trepar rompió los ladrillos con que remata la cerca: vea usted los pedazos y el polvo de caliche en el suelo.

En efecto, las observaciones de Cecilia eran exactas, y concluyeron por convencerse todos de que por allí debía haberse escapado el misterioso personaje, añadiendo que no era la primera vez, pues a pocos pasos habían aglomerado un montón de tierra para poder alcanzar el bordo, y ladrillos y adobes destrozados. Añadió además Cecilia, que ese personaje, cualquiera que fuese, apoyado en la cerca debería haberla visto bañar, pues dominaba la ventana de su recámara.

Lamparilla se puso furioso con sólo la idea de que otro que no fuese él hubiese podido ver desnuda a Cecilia; pero ésta lo tranquilizó diciéndole que las más veces o entrecerraba la ventana o corría las cortinas:

—Además —añadió—, nada ha ganado ese bobo con mirar lo que nunca ha de ser suyo.

—No importa —contestó Lamparilla—. Te lo juro que yo he de espiar a ese hombre; que sabré quién es, y que pobre de él, porque le pondré una asechanza de que no escapará.

En estas conversaciones y paso a paso, salieron del corral, cuya puerta cerró Pantaleona, y entraron en la habitación.

—Me decías, Cecilia que no te han faltado ocasiones y has tenido tus pretendientes.

—Y de todos tamaños y edades, y aquí tengo las cartas que prueban que no soy mentirosa —y al mismo tiempo le entregó un paquete de papeles de diversos tamaños y con un perfume de tierra, de cominos y de tocinería.

—¡Qué horror! ¿Y qué clase de gente es esa con quien tú tratas?

—Yo con nadie trato; ellos son los que han querido tratar conmigo; pero se han quedado como el que chifló en la loma.

Lamparilla desdobló un papel, plegado en cuatro, y leyó: Tocinería del Enano, de la gran ciudad de Chalco. Bueno y barato. Manteca, tocino fresco, jamón para toda clase de personas. Este letrero o encabezamiento estaba impreso en un papel teñido de amarillo. Después estaba escrito con letra gorda y torcida:

Te vide ayer tan chula que me dieron ganas de escribirte para decirte que tengo ya tres pesos semanarios con el patrón y la mitad de lo que se gane en la manteca, que no sé lo que abordaré a fin del año quentra; pero me quisiera ya casar contigo y no te lo había dicho por vergüenza, pero ya ves que cuando mandas a Pantaleona por lo que se te ofrece se lo doy a la mitá de lo que lo vende el Patrón. Conque contéstame un papelito o dale un recado pamí a Pantaleona, y el domingo que matamos puerco te daré el chicharrón sin que me pagues nada. Adiós tú, no te olvides de tu marido Crispín.

—¡Qué bruto! —exclamó Lamparilla, tirando el papel—. ¿Y qué le contestaste?

—Pues nada. ¿Para qué le había de escribir? Le mandé decir con Pantaleona que para nada me servía su chicharrón, y que si me volvía a escribir o se desmandaba en algo que no se descuidara si le daba un manazo para que escarmentara y no fuera atrevido.

—Bien hecho, eso merecía ese animal —dijo el licenciado, y continuó el registro del paquete de cartas.

—Aquí encuentro otra que no está tan apestosa como la del tocinero.

—¡Ah! —contestó Cecilia—, ésa será la del Perfecto.

—Dirás del Prefecto.

—De ese mismo; afortunadamente se fue de general repentino, pues yo sabía que no era más que coronel; pero dizque hizo servicios en el pueblo persiguiendo a los ladrones de Río Frío y le dieron la banda. Léala usted, señor licenciado.

El licenciado desdobló una carta escrita en un papel satinado, que tenía en el extremo un horrible cupidito tirando furiosamente flechazos a un corazón muy gordo. Eran las primeras muestras del papel propio para correspondencias amorosas que venían de París, hasta a cuatro reales el plieguito con su sobre correspondiente.

—¡Qué cupido tan deforme; parece más bien un muchacho de la calle! —dijo Lamparilla—. Veamos qué dice este otro criminal:


Cecilia, te amo con furor, ni de día ni de noche descanso. En el día, los negocios y la persecución tenaz que hago a los ladrones; pero en la noche sólo pienso en ti: no duermo ni ceno bien, y cuando ceno de adrede mucho, me vienen pesadillas horrorosas en las que tú apareces como queriéndome matar. ¿Qué será esto? Desde que vine a este condenado pueblo y por casualidad te vi, ya no tuve sosiego.

Quería yo mucho a mi mujer, que es bonita, pero no más que tú; y ahora, te lo confesaré, ya no la quiero tanto, y tú tienes la culpa; y Dios te ha de castigar si no me correspondes, porque tú tendrás la culpa de que se descomponga mi matrimonio. Contéstame, pues ya sé que sabes escribir, y si no quieres espérame el domingo cuando salga de misa de la parroquia, y te vas a un rincón de por donde nadie pasa, y allí hablaremos. Guarda el mayor secreto, porque si dices algo y me desprecias te irá mal, pues ya conoces el poder que tienen en los pueblos los Prefectos, que pueden hacer diablura y media, y con estar bien con el gobernador nada les hacen. Cuento contigo y con tu reserva.

Quien tú sabes.
 

—¿Y qué contestaste a esta carta? —le preguntó Lamparilla.

—Pues nada respondí, sino que fui el domingo al rincón de la parroquia, donde me había citado el Perfecto.

—¡Eso no es posible! Tú me engañas y no te creo tan mala.

—Espere usted, señor licenciado, y no se anticipe de malos pensamientos.

—Habla, habla, que no me vuelve el alma al cuerpo hasta que no me des una explicación.

—«Señor Perfecto —le dije— usted es un hombre casado, y yo una pobre mujer aunque honrada, y no he de desbaratar un matrimonio ni dar qué sentir a una señora tan bonita, mejor que yo, que me parece lo quiere a usted, y me parece, también, por lo que se ve, que pronto le va a dar un hijo. Si me amenaza usted, mejor. Yo nada diré; pero si sigue usted persiguiéndome a todas partes, donde quiera que voy, y parece mi sombra, me resolveré a contar el caso al señor cura y a la señora, y después hará usted lo que quiera, que yo más vivo en México, cuidando mi puesto, que aquí. Conque adiós.» Y me desprendí, y lo dejé abriendo tamaños ojos y como quien ve visiones.

—Bien, muy bien, Cecilia; no esperaba otra cosa de ti —exclamó Lamparilla bailándole los ojos de gusto.

—¿Qué otra cosa había de hacer? Luego, si hubiera usted conocido al Perfecto, habría soltado una carcajada. La nariz torcida, arrugada, con una cicatriz muy fea en un cachete; calvo y pintado de negro el poco cabello que le quedaba; medio cojo y con voz ronca, que ríase usted de los becerros. ¡Y luego amenazarme: no faltaba más! No me volvió a escribir, ni a ver, y a poco se fue a México de general, como ya dije a usted.

Lamparilla respiró y tomó otra carta del paquete de la correspondencia amorosa.

—Esa carta —le dijo Cecilia antes de que Lamparilla la abriera— es ya otra cosa; es de don Muñoz, del mismo que me ha dicho usted que lo han sacado en comedias, o por lo menos será su primo o su tío.

—Ya te he dicho, mujer —le interrumpió Lamparilla—, que ese Muñoz Visitador de México, que tan bien ha caracterizado en su drama mi amigo Rodríguez Galván, vino hace como trescientos años a México, y era otra clase muy distinta de la de tu novio el tendero.

—Pues debe haber ese Muñoz dejado parientes, y yo insisto en que son de una misma familia —respondió Cecilia, echando una maliciosa mirada a Lamparilla, como para burlarse de su erudición.

—Ya no disputo, y supongamos que el tendero sea pariente del Visitador de México. ¿Qué tratos has tenido con él?

—Yo, ninguno. Lea usted y se convencerá.

El licenciado desdobló la carta y leyó:

Querida Cecilia: Desde la primera vez hace como cuatro años, que entraste a la tienda con Pantaleona a comprar tu menestra, me caíste muy en gracia por tu modo de hablar y tus maneras francas. Me pareciste una mujer honrada y he procurado indagar tu vida, y nada malo sé de ti. Yo era casado, como tú sabes, y como soy hombre muy sensible y honrado nada te quise decir de amor. ¡Dios me ampare! Pero cuando se murió mi mujer pensé en ti, y hoy que he cumplido el año de viudo he resuelto declararme, y creo que nadie del pueblo tendrá que decir nada de mí. Ya sabes que soy rico; mi tienda va cada vez mejor y me auxilio además con el contrabando del aguardiente. Me casaré contigo. Tú manejarás la tienda y yo me dedicaré al contrabando del aguardiente, para lo que cuento con tu trajinera, y arreglaríamos eso con los guardas de San Lázaro. Además, tú serás la madre de mis siete hijos que han quedado huérfanos los pobrecitos, y dispondrás de todo lo que yo tengo; reunido con lo que tú tienes, ya será un bonito capital, con lo que nos pasaremos buena vida. A los muchachos chicos los pondremos en la escuela, y a los grandes los iremos mandando a México, al colegio de San Gregorio, para lo que cuento con mi compadre Rodríguez Puebla. Conque es cosa formal. Si quieres casarte conmigo piénsalo bien y me lo dices. ¿Qué haces sola? Una mujer sola corre riesgo. El día menos pensado te enamorarás de un pillo, que acabe con lo que tienes. No seas tonta. Cuando quieras platicaremos de esto en la trastienda.

—¿Y qué le contestaste?

—Pues yo, nada por escrito, porque además de que mi letra no es muy clara se me ha olvidado la ortografía que me enseñaron en la amiga y no sé con qué letra poner algunas palabras; pero le confieso a usted, señor licenciado, que me dieron tentaciones de decir que sí a don Muñoz. Es muy rico, honrado y no feo, y no tan viejo. Creo que no tendrá todavía cincuenta años, pero representa treinta; mas los siete hijos me dieron miedo. Yo tengo mal carácter, y por los siete hijos, que son muy voluntariosos y malcriados, no hubiéramos dejado de tener muchos pleitos. Fui a la trastienda, platicamos largo, le dije que no me inclinaba todavía al casamiento, que me diera dos años para pensarlo; y él todavía tiene esperanzas, y no deja de recordarme el negocio siempre que voy a la tienda.

Lamparilla no quedó muy contento con esta explicación, y con cierto malhumor tiró el paquete de cartas sobre la mesa.

—No, no quiero leer más. Todas estas cartas son de unos verdaderos ordinarios y brutos que no te merecen. ¿Para qué mortificarme más? Además, se va haciendo tarde y el camino es largo.

Entre el paquete que en desorden cayó en la mesa, había una carta en papel fino y perfumado de almizcle.

—Esa carta es de don Pioquinto, el hijo del dueño de la hacienda de Nextlalpa, que está por Texcoco, y de otra que está a media legua de aquí.

Lamparilla abrió apresuradamente la carta de Pioquinto.

—Para qué lo he de negar. Yo no soy hipócrita y digo lo que siento. Ése sí me gustaba. ¡Si viera usted qué ojos, señor licenciado; qué fresco y encarnado de cara; qué bien hecho todo su cuerpo, y como de veinticuatro años! Ya ve usted, buena edad. Los hombres de esa edad, cuando no son enteramente feos y de buenas prendas, la verdad es que nos interesan a las mujeres, y no me extraña que haya muchachas que se vayan con ellos.

—Bueno —dijo Lamparilla con un visible despecho— puesto que te gustaba y lo querías ¿por qué no te casaste o te fuiste con él?

—Eso es diferente; de que me gustaba, sí; pero de irme con él, eso no. Lea usted la carta.

Lamparilla leyó:

Tengo ya mi plan muy combinado, Cecilia, y la última vez que te hablé te dije que iba a ser algo de bueno y de provecho.

—¿Conque platicabas con él? ¿Y dónde? —preguntó Lamparilla con despecho.

—Y mucho, y era todos los días, en el puesto de frutas y aquí en Chalco. Creo que don Pioquinto no hacía más que levantarse, persignarse, seguirme y hacerse encontradizo donde menos lo pensaba yo. Creo que, al fin y al cabo, me quería algo.

Lamparilla continuó:

Por ti, Cecilia resolví engañar a mi padre, y lo he conseguido. Me creía un perdido porque entraba a las dos y tres de la mañana a mi casa; los domingos me los pasaba en Chalco, como tú sabes, espiándote, aunque nunca logré que la cortina de tu recámara estuviese recogida, para verte en ese baño de yerbas olorosas que acostumbras darte. Picarona ¿y por qué no dejabas tantito descubierto? Pero vamos al asunto. A misa todos los días con mi madre. Los domingos al sermón de la Merced, y alumbrando siempre muy devoto en todas las procesiones; nada de teatros ni bailecitos. A las nueve en mi casa y a diez en la cama. Mi padre y mi madre, encantados, adorándome, y se resolvieron a echar al administrador de la hacienda, que jugaba lo suyo y lo nuestro, y me ha mandado para que me haga cargo de ella. Todo lo he hecho por ti. Créelo.

—Maldito Pioquinto —dijo el licenciado queriendo estrujar la carta—. Con razón estabas inclinada a él con semejantes hipocresías.

—La verdad es que si la carta hubiese acabado ahí o continúa de otro modo, quién sabe lo que hubiera hecho, porque el diablo pone las tentaciones y luego Dios no le da a uno fuerzas para quitárselas de encima; pero siga usted leyendo, y verá usted que él mismo se cortó la cabeza.

Lamparilla ya no quería leer. Estaba molesto; pero la curiosidad fue superior a su malhumor, y siguió leyendo.

El plan es éste, Cecilia: sé, porque te he visto almorzar algunas veces, que guisas muy bien. Te vendrás a la hacienda en clase de cocinera, para evitar el escándalo; me guisarás, me lavarás la ropa y me asistirás, y te daré seis pesos cada mes y cinco y medio reales de ración cada semana. Ya sabes que las cocineras por aquí no ganan más que tres pesos; pero eso no es todo, sino que tú podrás hacer tus ahorros y me haré el desentendido, y con eso te puede salir el mes por veinticinco o treinta pesos, sin que mi padre pueda decir nada, pues sabe que me gusta comer en grande. Convenido. La semana entrante estaré en la hacienda. Date una escapadita y arreglaremos lo que tú quieras, y viviremos juntos eternamente, y para mayor seguridad, haré que el capellán diga misa todos los días en la capilla, que asistan los peones y los criados, y la oiremos juntos de rodillas. Adiós, te espero sin falta.

—Éste sí que es más bruto y más ordinario que los otros —dijo Lamparilla muy alegre—. La primera parte de la carta no indicaba que sería tan miserable y tan ordinaria la segunda. O éste es un tonto o un loco orgulloso.

—Eso, señor licenciado. Estos niños ricos de casas que se dicen nobles porque tienen cuatro tlacos, se figuran que pueden disponer de los pobres con sólo guiñarles el ojo. No tiene usted idea de lo que sentí, señor licenciado, al leer la carta, y la verdad no me la esperaba, pues había sido fino conmigo como nadie. Toda la sangre se me subió a la cabeza, y si lo hubiera tenido delante, créame usted, le habría apretado el pescuezo.

—¿Qué hiciste al fin?

—A ese novio sí le contesté lo que verá usted copiado a la vuelta de la carta.

Lamparilla leyó la contestación:

Don Pioquintito: Si tiene usted hambre puede venirse de mozo a acarrear fruta a la plaza, y le daré a usted ocho pesos cada mes, un real diario de ración, y le pagaré, además, la comida en los Agachados.

—¿Te contestó algo?

—Ni una palabra; yo estaba decidida a armar un escándalo, y para ese caso me hubiera sido muy favorable San Justo, pues no lo podía ver. Un domingo tuvo el atrevimiento de tocar la puerta de la casa de Chalco, y Pantaleona le dio con el portón en el hocico. Jamás me ha vuelto a ver.

Lamparilla escuchó con interés y con júbilo el fin de estos amores; mas como se iba haciendo tarde y sus caballos estaban listos, dejó para otra vez la lectura de las otras muchas cartas y se despidió de Cecilia, dándole su palabra de que sin falta estaría el domingo siguiente, antes de las once, a comer la barbacoa.

Las puertas del viejo caserón de Cecilia se abrieron con rechinidos y trabajo, y el licenciado, hinchado como una lechuga y seguido de sus criados armados hasta los dientes, salió majestuosamente, echando una amorosa mirada a la bella y honrada Cecilia. Picó las espuelas al caballo, que dio un fuerte salto, demostrando así a su Dulcinea que era tan buen jinete como esforzado campeón, que desafiaba a todas las cuadrillas de bandidos de Río Frío aventurándose a regresar a México a una hora tan avanzada de la tarde.

XLIII. Una noche en el rancho de los Coyotes

Fácil es suponer que la cabeza que observó el señor Lamparilla desde el lugar donde estaba almorzando, no era otra sino la de Evaristo, y que las huellas que reconoció Cecilia eran también las del fugitivo, a quien no le convenía de ninguna manera ser descubierto; al efecto, para un caso semejante, tenía tomadas de antemano sus medidas y su escondite preparado detrás, o mejor dicho, en el centro de unas sacas de carbón aglomeradas constantemente cerca del embarcadero por los Trujanos, y en las cuales Cecilia no había fijado su atención.

La vida del tornero, desde que llegó a Chalco después del naufragio, había tomado diversas fases. En los principios vivió retirado en su cuarto del mesón. Salía a la hora del mercado, tendía sus montones de maíz, almorzaba sus frituras y tortillas en el mismo puesto y pasaba horas debajo de una sombra de petate, o platicando con los indios y criadas que le compraban el maíz, y tratando mañosamente de saber la vida y milagros de todos los vecinos de la ciudad, y especialmente la de Cecilia. A la tarde se retiraba, y nadie lo volvía a ver hasta el día siguiente. En poco tiempo se formó una buena clientela de marchantes, porque era muy complaciente con ellos, y aunque no podía disminuir el precio corriente del maíz porque eso le habría acarreado la envidia de los demás vendedores y despertado sospechas, si echaba colmos con liberalidad, y con esto acudían de preferencia a él y gozaba de la mejor opinión. Un día de cada semana montaba en su caballo flaco y flojo y en una vieja y remendada silla, y recorría los pueblecillos y ranchos cercanos para rescatar maíz, que pagaba al contado, y aun hacía sus préstamos y anticipaciones para obtenerlo más barato.

Ésta era la vida aparente para lo que se llama el público; pero la positiva que llevaba era muy distinta. Evaristo tenía dos ideas fijas. Cecilia y dinero.

No podremos decir que Evaristo estuviese enamorado de la trajinera. La pasión verdadera que se llama amor no puede alojarse en corazones duros y rebeldes a todo buen sentimiento. El que había apaleado a su querida y matado a su mujer, no podía tener sino todo negro en su alma. Lo que acosaba a Evaristo era no sólo un capricho, sino un furor malsano por Cecilia, y había decidido en su interior que sería de él o de ninguno, y en caso de que no pudiese obtener sus favores y correspondencia, no sólo la mataría, sino que la haría sufrir antes cuantos horrores y martirios pudiese. En cuanto al licenciado Lamparilla, estaba irremisiblemente condenado a muerte. No faltaba más que la ocasión; Evaristo la buscaba, pero de modo que el atentado recayera en otra persona, y para combinar este crimen se devanaba los sesos y formaba planes diversos.

En las noches, especialmente las oscuras y tempestuosas, en que ni los gatos ni los perros asomaban las narices, Evaristo rondaba por la casa de Cecilia, trazando planos topográficos como el más consumado ingeniero. Fabricó una fuerte escala de cuerda y, fijándola en una de las canales exteriores, penetraba en la casa durante las ausencias de Cecilia y de las dos Marías, ocupadas en México en el puesto de fruta. Hábil como era, para el dibujo y las artes, aunque sin educación ni cultura, llegó a formar un plano exacto de todas las piezas y sus entradas y salidas; calculó la altura de las azoteas, los lugares donde podía ocultarse en caso de una sorpresa, o de evadirse una vez sorprendido, y tuvo la fortuna de que, en una de sus excursiones, encontrase abiertas las puertas de la habitación de Cecilia que ya conocen los lectores, y fue para él una noche de delicias. Pasó revista al guardarropa y se consideró, formándose ilusiones, como en el cielo de Mahoma entre las enaguas limpias y olorosas, entre los deslumbrantes castores y finos rebozos y la primorosa colección de calzado de seda. Todo esto lo abrazó, lo besó, lo miró veinte veces y concluyó por arreglarlo todo en el mismo orden en que estaba. Después entró a la recámara, quiso acostarse aunque fuese cinco minutos en la cama; pero reflexionó que no era posible dejarla en el mismo estado, y Cecilia, naturalmente, haría un escándalo. Encontró sobre la mesa y por un lado y otro sartas de corales, hilos de perlas, arracadas, anillos y algunas monedas de oro y plata. Todo lo dejó en su lugar. Era raro este descuido en la frutera; pero un día tuvo tanto que hacer, recibiendo a los arrieros de Tierra Caliente, y luego le mandaron decir de México que San Justo volvía a la administración de la plaza, que alarmada con tan grave noticia todo lo dejó en desorden, y en vez de embarcarse alquiló una vieja carretela que solía hacer viajes, y regresó a la capital. En cuanto a Evaristo, no era tiempo todavía de robar a Cecilia su dinero y alhajas. Quería conquistarla, y si no lo lograba se vengaría de cualquier manera.

Y al amanecer salió como había entrado, por medio de su escala, muy preocupado y al mismo tiempo contento porque descubrió en sus exploraciones un lugar desde donde, a poco que no estuviese bien arreglada la cortina, podía ver bañar a Cecilia. El día que puso en planta su primer ensayo, tuvo la desgracia de ser observado por Lamparilla, y como se ha visto, escapó con dificultad.

En sus excursiones en busca de maíz fue un día a dar a la Hacienda Blanca; compró allí algunas cargas, una poca de cebada y además un caballo regular del administrador, porque su caballejo ya no podía andar. El bárbaro le había hecho con las espuelas unos grandes agujeros en los ijares, que se le habían agusanado. Con estas relaciones y con nuevas visitas a La Blanca, se hizo de cierta confianza con el administrador y sirvientes, y platicando de una cosa y de otra, vinieron a dar en las cuestiones de siembras, de cosechas y de la falta de seguridad, por cuya causa no se había podido arrendar un rancho muy productivo y de buenas tierras.

—Si usted se resolviera a arrendar a mi ama el rancho de los Coyotes, se lo daría muy barato —le dijo el administrador.

—¿Y dónde está el rancho? —interrogó Evaristo.

—Pertenece a esta hacienda, y está aquí arriba, en el monte. Hace años que está abandonado. No hay mayordomos que quieran servir porque no pasa mes sin que los espanten y los corran, porque dizque es la madriguera de los bandidos de Río Frío. Como usted parece hombre resuelto y que no le tiene miedo a nada, podía tomarlo. Tiene buenas tierritas, aunque un poco colgadas, y sus esquilmos de carbón y leña y unos cuantos magueyes. Si a usted le acomoda, hablaré a mi ama y pronto concluiremos el negocio.

—Aunque yo, la verdad, no tengo miedo a nadie, no me gustará verme la noche menos pensada atacado por una cuadrilla de ladrones —contestó Evaristo—. Pero lo pensaré. ¿Se ha oído decir por aquí de algunos robos?

—Ni una palabra: hace mucho tiempo estamos en la mayor seguridad; pero ¿qué quiere usted? Le ha quedado la fama, y no hay quien lo quiera ni dado.

Quince días después Evaristo abandonaba su comercio de maíz en la gran ciudad de Chalco, y se instalaba como arrendatario del solitario rancho de los Coyotes.

El tal rancho estaba situado en la falda del monte, entre Chalco y Texcoco, y era necesario costear por estrechas veredas el alto y majestuoso cerro del Telapón para dar con la casa que era amplia, con extenso corral, ocho o diez piezas, dos eras, una troje grande y un portillo con su cercado, y guardaban el edificio, de uno y otro lado, dos torreones con almenas y troneras, como si fuese una fortificación de la Edad Media; pero todo en un estado de abandono y de ruinas que materialmente se caían las paredes a pedazos. De las ocho piezas, dos apenas eran habitables, pues las demás tenían las vigas vencidas y podridas y amenazaban desplomarse; la troje destechada, la gran puerta de entrada destrozada y los temibles torreones inclinándose a la izquierda, con los pedruscos descubiertos y amenazando caer sobre el que junto a ellos pasara. En el cuarto de raya había una mesa de cedro, un estante, manojos de llaves, arados, coas, palas y barretas; pero todo mohoso, y el suelo y las paredes con espesas telarañas y capas de polvo. Aquella casa y sus oficinas situadas en una meseta de la montaña, estaban rodeadas de un bosque tan espeso y frondoso, que con todo y el sol radiante de los días de primavera aquel lugar era oscuro, pues las copas de algunos fresnos viejos, formando como un colosal paraguas, daban constantemente sombra a la casa. Un ambiente húmedo y perfumado con las resinas de los pinos y oyameles, producía una sensación indefinible en los nervios; la soledad y el silencio, que sólo eran interrumpidos por la corriente de cristalinos hilitos de agua que aquí y allá tropezaban con las piedras, aumentaba el extraño encanto de ese rincón de la montaña. Evaristo no hubiese dado con el rancho, ni aun adivinado dónde estaba, si no hubiese sido conducido por el administrador de La Blanca, que solemnemente le fue a dar posesión.

—Porque lo veo lo creo —le dijo el administrador, mientras Evaristo descargaba una mula en que había conducido dos cajas que contenían ropa y provisiones—. Pero no pensaba que hubiese quien se arriesgara a quedarse en este rancho. Más de cuatro que han venido, al encontrarse en esta escondida soledad se han ido para atrás y se han devuelto conmigo a la hacienda. La verdad es que tiene usted más valor que el que mató al animal. Conque, amigo, nos veremos, que tengo que estar en la hacienda antes de que anochezca, y las subidas y bajadas no dejan de ser peligrosas por los derrumbaderos, que ha visto usted que no faltan. Un tropezón del caballo, y a la eternidad, para ser pasto de los lobos y coyotes.

Evaristo, que encontraba el rancho que ni mandado hacer para la ejecución de sus siniestros planes, sonrió como burlándose de las observaciones del administrador y le contestó:

—¿Qué quiere usted, amigo? Los pobres tenemos que acostumbrarnos a todo; y cuando es uno hombre de bien y tiene cuatro tlacos, es fuerza trabajar. Si los ladrones vienen, para eso son las pistolas que le compré a usted y el fusil que me ha prestado. Se gastarán las paradas de cartuchos, y esto es todo.

El administrador apretó de buena gana la mano de Evaristo, asombrado de su valor y de su honradez, y pronto desapareció en el recodo de la vereda.

Cuando Evaristo acabó de descargar la mula y de desensillar su caballo, los condujo a la caballeriza y los ató al pesebre; una verdadera madriguera de murciélagos, que comenzaban a removerse, pues era ya la hora del crepúsculo, espantaban al caballo y a la mula y zumbaban sus alas muy cerca de las orejas del tornero. Echóles maldiciones como salidas de tal boca, y volvió con su espada, dando tajos y reveses al aire, sin más resultado que espantar más a aquella numerosa colonia de ratones viejos, como les llaman los muchachos, y que hacía años estaban en tranquila posesión de la caballeriza. Reflexionando en lo inútil de su lucha, Evaristo pensó que había olvidado dos cosas muy esenciales, que eran una ración de cebada y algunas velas. Como la tarde se le iba a toda prisa y presagiaba una noche negra, se apresuró a terminar pronto lo que tenía que hacer para medio arreglar su instalación. Con una de las viejas coas cortó del monte pasto suficiente, limpió la basura del pesebre lo mejor que pudo y dejó cenando a los animales, ya menos espantados del aleteo de los murciélagos que sin cesar entraban y salían.

Registró con más atención las piezas de la casa, que las sombras crecientes de la tarde hacían más lóbregas y tristes, y lo mejor que encontró para pasar la noche fue un rayador, que tuvo que despojar de los montones de basura, que con las palas arrojó al patio. Tendió en un rincón sus armas de agua y sus frazadas, colocó en vez de almohada su silla de montar, y con esto pasó el mal humor que le causaron los murciélagos, creyendo que iba a dormir como un patriarca. La falta de velas la supliría haciendo una buena lumbrada frente a la puerta del cuarto, lo cual contribuiría a disipar la humedad.

Afanado y distraído con estos trabajos, pasó el tiempo sin sentir; cerró la noche, efectivamente negra y húmeda, y comenzaron a escucharse los ruidos misteriosos de la montaña. Hasta ese momento no reflexionó Evaristo en que estaba solo, enteramente solo en medio de aquel monte espeso y como secuestrado e incomunicado con el resto del mundo. ¿Encontraría al día siguiente el camino para volver a La Blanca o a Texcoco y proveerse de tantas cosas como le faltaban? Esta duda lo hizo estremecer. No todas las veredas, formadas únicamente por el paso de los toros y vacas, estaban bien marcados. Además, había puntos donde se dislocaban tres o cuatro senderos, necesitándose descender hasta el fondo de las barrancas y subir por el lado opuesto, donde continuando la vereda a la izquierda y a la derecha no se sabía cuál camino se debía seguir para llegar a Texcoco o a La Blanca.

Con las provisiones que había traído en una de las cajas tendría tal vez para ocho o quince días. Pero si el administrador o alguno de los criados de la hacienda no lo venían a ver ¿qué haría?

En el bosque abundaban conejos, liebres, venados, y los árboles estaban cuajados de pájaros. Aunque no era cazador, algún animal había de matar con el fusil o con las pistolas. Esta idea lo tranquilizó, y fiado en su memoria y en las prácticas de la vida campestre que había adquirido durante su residencia en la hacienda del conde del Sauz, estaba seguro que encontraría el camino a la mañana siguiente, se traería un par de indios de la montaña que conocieran los senderos y encrucijadas, y le servirían de compañía y de criados y peones para comenzar los trabajos agrícolas a que de pronto tenía que dedicarse para el desarrollo de sus planes.

Evaristo soltó una carcajada burlándose de su pueril miedo, y haciendo un huacal con las ramas y leña que recogió en el monte, intentó darle fuego y mantener la lumbrada la mayor parte de la noche.

—Si logro que Cecilia —dijo en voz alta— me quiera, o la engaño, me la robo y la traigo aquí. ¿Quién la sacará de mis uñas? Ni todo Dios con su gran poder. Mía y no más que mía, y aunque grite y se desespere, nadie la oirá; y yo, además, adiestraré a mis indios para que, cuando llegue el caso, me ayuden…

—No es tan fácil —continuaba hablando y tratando de encender el fuego—. Cecilia no es de esas mujeres que como corderos se dejan apalear y matar, como Casilda y Tules. Se defenderá y podrá ser que ella me mate a mí; además, es fuerte y atrevida, y en una lucha cuerpo a cuerpo quién sabe cómo iríamos. Se necesita un bebedizo que la haga dormir, que cuando menos le quite las fuerzas… Ya pensaré. El boticario de Chalco, que me debe veinte pesos y que sin duda está arrancado, pues no me ha pagado como otras veces, podrá proporcionarme algo… Le diré que no duermo… que… ya veremos. Cecilia tiene que venir de un día a otro a este rancho, pero yo lo pondré limpio y arreglado como ella tiene su casa. ¿Si diera la casualidad de que encontrase pronto a Casilda? No sería tan malo; a ésa, a cuartazos la haría andar; y con todo, es a la única que de veras quiero y que me hacía trabajar y ser hombre de bien… Pero ésos eran otros tiempos… y no hay que acordarse de ellos. Evaristo el tornero, el que tenía la tontera de dedicarse un año entero en hacer una almohadilla para que un roto arrastrado le diese de bastonazos en la Calle de Plateros, ya no existe. Ya verán ese roto y sus iguales lo que se les espera conmigo.

En estas y otras reflexiones pasaba el tiempo. Evaristo estaba a punto de acabar con su yesca y con el manojo de pajuelas que tuvo la precaución de traer, y la leña y ramas húmedas no podían arder. Oscura completamente la noche, Evaristo entró a tientas a las piezas a buscar palos, leña o siquiera basura seca para alentar la hoguera, y no encontró más que la única silla quemable en el rayador, pues era una especie de butaca de vaqueta.

A punto de concluir la última pajuela, un trozo de silla que había hecho pedazos contra el suelo, prendió fuego y en breve hizo una buena lumbrada entrando de nuevo a las piezas a buscar alguna otra cosa, a fin de que durase toda la noche, hasta que tropezó en lo que había sido comedor con un estante de pino apolillado. Con facilidad arrancó una puerta, que hizo rajas con la barreta, y en breve logró un fuego que alumbró las negras profundidades del espeso bosque. Evaristo, fatigado, se sentó junto al fuego a meditar y combinar el giro que debía dar a su vida para llegar a los dos resultados a que aspiraba: Cecilia y dinero, pero mucho dinero, porque la lujuria y la avaricia se habían apoderado por completo de su alma.

A cosa de media noche, los aullidos de los lobos y coyotes, que al principio había escuchado muy lejanos y en los que distraído con sus maquinaciones no había fijado su atención, se hicieron más perceptibles y cercanos, mezclándose de vez en cuando con algún rugido de tigres.

Evaristo no había pensado en las fieras, que abundaban en ese monte. Olfateando carne que devorar y atraídos por la lumbre andaban ya muy cerca. Entró al cuarto en busca de las armas y resolvió sostener la lucha. Una hora después los enemigos estaban muy cerca y en gran número. Evaristo disparó hacia el punto donde le parecía, por el terrible y descompasado concierto, que venía el ataque, sin más resultado que aumentar la furia.

—¿Si será mi suerte morir devorado por estos animales feroces? —se dijo.

Evaristo era un hombre compuesto de miedos pueriles y de atrevimientos salvajes. Todo campesino sabe que, si las hogueras atraen a las alimañas del monte, también le tienen miedo al fuego, y que es un resguardo estar junto a él.

En el pánico que le sobrecogió y que lo hizo temblar, lo mejor que pensó fue apagar la hoguera con tierra y entrar y encerrarse en el cuarto, sin pensar que las víctimas deberían ser el caballo y la mula, cuyo albergue no tenía sino unas trancas débiles y carcomidas. Atrancó bien con las barretas y palas, y no contento con esto, arrimó la mesa contra la puerta y, considerándose seguro, y fatigado por otra parte con la caminata y trabajo, se echó en su improvisada cama y no tardó diez minutos en dormirse.

Un punzante dolor, como si le hubiesen picado en el muslo con una lezna, lo despertó. Acudió con la mano, y un piquete igual en el dedo lo hizo saltar y sentarse. Un tercer piquete en una nalga lo hizo poner en pie y lanzar un grito de dolor y de rabia. Por sus piernas y espaldas sentía la carrera de los alacranes. Se quitó precipitadamente la camisa, haciéndola pedazos, no sin recibir tres o cuatro lancetazos más. En sus calzoncillos había un nido de cochinillas y de multitud de insectos que se habían criado con la humedad y basura de aquel cuarto, donde hacía cinco años que no había entrado alma humana. Pero un ruido seco y acompasado, que cesaba y volvía a comenzar, le indicó que había debajo tal vez de su silla de montar, una culebra de cascabel. Evaristo se llenó de horror, se encomendó a Dios y se puso a llorar como un niño.

—Es el último día de mi vida. Voy a morir aquí encerrado en esta tumba, y matado por estas culebras, pues muchas debe haber en esta infernal caverna.

No se atrevía a dar un paso y escuchaba con horror el ruido de los cascabeles, ya por un rincón, ya por otro; se figuraba, y con razón, que el suelo estaba lleno de serpientes, y un paso sobre alguna de ellas era la muerte instantánea y segura. Algo tenía que hacer: le ocurrió una idea salvadora y fue subirse a la mesa. Descalzo, con el calzón blanco desgarrado ¿cómo atravesaría desde su rincón hasta la puerta donde había colocado la mesa, sin ser mordido? El ruido cercano del cascabel le dio ánimo; se movió, y a tientas y con dificultad, pues se le había vuelto el cuarto de arriba abajo, logró encontrar la mesa y trepar a ella.

El peligro y susto que le causó la certeza de que había cerca de él serpientes que mataban con su mordida, ocasionando horas de horribles ansias y tormentos, le habían hecho olvidar los piquetes de los alacranes, menos venenosos en la tierra fría, pero que le causaban dolores agudos y un escalofrío que era más fuerte hallándose completamente desnudo y de pie en el único refugio que le reservó la Providencia, siempre compasiva aun con los más endurecidos criminales. ¡Qué noche! El viento chiflando por las rendijas de la puerta vieja y casi desarmada del cuarto, los rugidos de los tigres y los descompasados aullidos de los coyotes, que se disputaban la carne de la mula y del caballo, y en los pocos instantes de silencio el ruido monótono y aterrador de los cascabeles de la culebra. Evaristo, dando diente con diente, con la cabeza como un volcán y la lengua espesa y gorda que no le cabía ya en su boca. ¡Qué noche! Los minutos le parecían años y las horas siglos.

En medio de esta oscuridad y de este horror, Evaristo veía clara y distintamente el cadáver de Tules, con sus ojos azules y resignados, derramando borbotones de sangre por el ancho agujero de su herida. Entonces creía estar ya en el infierno y que el sol no volvería a salir. Se figuraba que llevaba años de estar temblando y esperando la muerte, subido y como clavado en aquella maldita mesa.

XLIV. Evaristo se convierte en un honrado agricultor

El sol salió, como de costumbre, despertando a los pájaros cantores, pintando de esmalte verde las hojas de los árboles, húmedas con el rocío y de variados azules las lejanas montañas. Las fieras y alimañas, saciadas con su banquete nocturno, volvieron a sus madrigueras, y la culebra de cascabel entró a su agujero, esperando cazar un ratón u otro animalito, ya que no había tenido el acierto de morder un talón del réprobo que vino a turbar su reposo.

La luz hizo un bien a Evaristo, que fue recobrando no sólo su ánimo sino sus feroces instintos. Descendió sin embargo de la mesa, con mucha precaución, abrió la puerta de par en par, registró cuidadosamente su ropa y calzado para cerciorarse de que no quedaba pegado ningún alacrán, se vistió y salió a la caballeriza. El caballo y la mula, mal atados al pesebre, seguramente en los momentos en que fueron cercados por los lobos y tal vez por un tigre, queriendo huir o defenderse, se ahorcaron con el cabestro que tenían al cuello y fueron pasto de las fieras. Del caballo no quedó más que el esqueleto. De la mula había todavía una mitad, que serviría para la cena de los lobos en cuanto se hiciera de noche. ¡Lo que los pobres animales sufrieron al ser devorados lentamente a mordiscos, no se puede ni imaginar sin dolor y lástima! Pero a Evaristo no le pasó por la imaginación eso, sino que, echando un juramento contra los coyotes, contra los alacranes y sobre todo contra la culebra de cascabel, a la que se proponía buscar y matar, pensó en la pérdida de los veinticinco pesos que le había costado la mula y de los cuarenta que había dado al administrador de La Blanca por el caballo. ¿Qué hacer? ¿Pasar otra noche terrible como la que había precedido? ¡Imposible! Las culebras y los alacranes saldrían de sus agujeros y lo devorarían. Los lancetazos de los alacranes se le habían inflamado y sentía, no obstante lo fresco de la mañana, que tenía fiebre, y la lengua torpe, gruesa y seca. Lleno de miedo, recogió sus arneses y frazadas, las colocó sobre la vieja mesa que fue su tabla de salvación, y resolvió ponerse en camino. Cuando vino a tomar posesión del rancho con el administrador, andando a buen paso, dilató cosa de cinco a seis horas. A pie necesitaría doble tiempo. ¿Sabría el camino? ¿Se extraviaría y caería en una barranca? Quién sabe; todo lo prefería antes que pasar la noche en el cuarto de raya de la famosa finca de los Coyotes.

Echó a andar con sus pistolas ceñidas en la cintura y jorongo, dejando el resto de su equipaje lo mejor acondicionado que pudo, y una media hora después había descendido por una barranca poco profunda a la orilla opuesta, tomando la vereda de la izquierda, que iba gradualmente elevándose por entre los árboles que cada vez eran más espesos. A las doce del día estaba en los costados de Telapón; unos postes, colocados al parecer sin orden ni concierto, marcaban sin duda los límites de la hacienda de Zoquiapan con la de Coxtitlán o cualquiera otra; pero allí desaparecía la vereda y apenas se descubrían senderos hechos por el ganado, que partían en diversas direcciones y repentinamente desaparecían entre la espesura del pasto y ramajes. Evaristo perdió la cabeza, adolorida por la fiebre. El cansancio de la subida hacía imposible que continuara su marcha, y cayó sin fuerzas, creyendo que tendría que pasar la noche en el bosque, donde sin duda sería atacado por los tigres. Casi sentía no haberse quedado en el rancho. Habría podido limpiar el cuarto, improvisar una cama con tablas, tapar el agujero donde vivía la culebra de cascabel, y pasar, en resumen, una buena noche; pero de nada le servían estas reflexiones. Cayó en la yerba, y en una o dos horas no supo si sueño, sopor o desmayo le privaron de toda sensación. Despertó al fin; sacó, como quien dice, fuerzas de flaqueza, y se volvió a poner en camino retrocediendo hasta la orilla de la barranca. Allí tomó la vereda de la izquierda, que era el camino recto, y como de bajada, antes de oscurecer divisó la torre de una iglesia, que debería ser de Chalco, de Texcoco o de cualquier otro pueblecillo; poco le importaba; la misma torre le serviría de guía y llegaría, aunque fuese muy de noche, a un lugar poblado donde encontraría un mesón o un jacal en que pasar la noche; pero la torrecilla que había visto tan cerca que, como quien dice, podía alcanzar con la mano, se alejaba y a medida que andaba la perdía de vista en los tornos, subidas y bajadas, y la volvía a descubrir cuando se hallaba a alguna altura, hasta que por fin la perdió enteramente de vista cuando acabó de anochecer, bien que no estuviese oscuro ni lluvioso. No hubo más remedio; siguió caminando adelante, sin tomar ninguna vereda, y no supo ni cómo ni a qué horas se encontró en el pueblo de Tepetlaxtoc. Ni mesón, ni casa, ni choza abierta. Todo mudo y silencioso; hasta los perros, que velan y ladran en los pueblos la noche entera, dormían profundamente. Llegó casi a tientas hasta la plaza, y la fortuna le deparó el tejado de una pulquería. Se acomodó en un banco de ladrillo, y rendido y descoyuntado no tardó en dormirse profundamente.

A la mañana siguiente, cuando despertó con los primeros rayos de la luz, se encontró sin su jorongo y sin sus pistolas. El pacífico pueblo de Tepetlaxtoc, del que tendremos que hablar más adelante, comenzaba a crear fama y aspiraba a competir con el antiguo y bien sentado renombre de Río Frío.

Levantóse azorado, miró a todas partes y llevó sus dos manos a la cintura. ¿Le habrían robado la faja en que tenía sus onzas de oro? No; todo estaba intacto. Casi se alegró de que sólo le faltasen el jorongo y las pistolas. ¿Quién se las quitó? Imposible de saberlo. La pulquería estaba cerrada; el pueblo dormido todavía. Una serie de inditas trotando, cargadas con su quimil en las espaldas, atravesaban la plaza; los perros, desperezándose y olfateando el suelo se dirigían hacia el desconocido y plegaban la boca, enseñando a Evaristo sus colmillos amenazadores. ¿Qué hacer? ¿A quién reclamar? Gruñendo malas palabras contra el pueblo ladrón, esperó a que se hiciese más de un día, se levantaran las gentes y pudiese encontrar un caballo alquilado o siquiera un burro y un guía que lo condujese a la Hacienda Blanca.

Para no dejar en duda al lector y que le parezca inverosímil el daño que la mala gente hizo a nuestro benemérito tornero, le diremos que el robo lo cometió el mismo dueño de la pulquería. Evaristo, al acostarse en la banca de ladrillo, habló recio, maldiciendo a los coyotes, a la culebra, a la hora maldita en que le había ocurrido arrendar el desmantelado rancho; tosía, escupió el polvo que se había tragado en la mañana en el camino, sacó lumbre, fumó, rezó sus acostumbradas devociones, que se reducían a pedirle a Dios que permitiera que Cecilia cayese en su poder y le diese ocasión de encontrar a Lamparilla en un despoblado para hacerlo pedazos; y concluido esto le vino el sueño y se quedó como una piedra, con la boca abierta y roncando como un bienaventurado.

El pulquero, que dormía tranquilo, rodeado de su mujer, de sus hijos, de sus dos cuñadas y de dos criados, todos revueltos en los petates que les servían de cama en lo que podemos llamar el salón, oyó ruido, se levantó, puso el oído en las rendijas de la débil puerta que daba a la calle, escuchó cuanto dijo Evaristo, sin comprender gran cosa, y esperó. Se fijó únicamente en el nombre de Cecilia. Él conocía a Cecilia, que más de una vez había ido a comprar maíz y trigo a La Grande y a La Chica, y había hecho alto en la pulquería y aun almorzado con su familia; podría ser otra Cecilia o la misma; pero en uno y otro caso poco le importaba. En estas y otras reflexiones pasó más de un cuarto de hora; no oyendo ruido abrió con mucho tiento la puerta, salió y examinó al descarriado viajero, observó que dormía profundamente, que junto a él había dos pistolas y el jorongo que lo cubría estaba flojo y medio caído al suelo. Se apoderó de las pistolas, solivió el jorongo, y con el mismo tiento y precaución entró en su casa y volvió a cerrar la puerta.

—Si mañana le ocurre reclamar —se dijo el pulquero— no podrá pensar que yo he podido salir de mi casa para robarlo, y si quiere armar escandalito, lo llevaré al alcalde como mañoso, que se ha introducido en el pueblo.

Acostóse después de hecha esta reflexión y se durmió dando gracias a Dios de que le había proporcionado un ahorrito, pues así llamaba a los rabillos que cometía cada vez que se le presentaba ocasión.

Volvamos a Evaristo.

Ni por la imaginación le pasó que el dueño de la pulquería fuese el autor del robo; así que luego que abrió entró y lo encontró muy afanado limpiando sus tinas y su mostrador, y esperando un chinchorro de burros, que no tardaron en llegar, cargados del excelente licor de la hacienda de Manuel Campero.

Acabadas las ocupaciones, Evaristo trabó conversación y tomó lenguas, como quien dice, para lo que le importaba, sin decir ni una palabra de las prendas que le faltaban.

El pulquero, muy amable y campechano, satisfizo todas las cuestiones de Evaristo, y le indicó una casa del frente, donde había un vecino que podía alquilarle un caballo y guiarlo hasta La Blanca.

—Amigo —le dijo— caminará con toda seguridad y llegará temprano a La Blanca, porque ya se han descubierto por estos rumbos varios mañosos que no dejan de hacer su daño al pueblo; y le diré la verdad, si yo lo hubiera sentido a usted anoche, quizá le habría ido mal y dormido en la cárcel, o lo hubiera lastimado. Esos fusiles que ve arrimados a la pared siempre están cargados por lo que pueda suceder, ¿quién quita?

Evaristo quedó muy agradecido al pulquero, y dirigiéndose al vecino, se arregló con él, y después de tomar una taza de atole y un pambazo, se puso en camino, acompañado de su guía para la Hacienda de La Blanca.

Cuando el administrador de La Blanca vio a Evaristo en tan lamentable pelaje y escuchó la narración de la horrorosa noche, se quedó admirado de que hubiese resistido a tanto contratiempo, consideró que no llevaría a cabo su contrato, y el Rancho de los Coyotes quedaría de nuevo abandonado.

—La verdad, amigo —le dijo—, es que no deja de haber sus alacranes y sus culebras en la casa y sus fieras en el monte; pero eso no es nada; todas las casas viejas y los montes viejos son así; la culpa de usted fue no dejar las bestias dentro de una de las piezas de la casa; así usted y ellas habrían pasado mejor noche.

—Los cincuenta o sesenta pesos que he perdido es lo que me pica —le respondió Evaristo—. Que por lo hablado, las bestias tienen la culpa y no yo: ¿por qué no se defendieron? Pero eso no hace al caso, sino lo del arrendamiento. Yo no puedo pagar por eso, que no es finca ni maldita la cosa, los 200 pesos cada año que hemos convenido. ¿De dónde voy a sacar 200 pesos, aunque me deje comer por los alacranes y culebras que hay en la maldita casa? Me prestará usted una mula y unos peones, saco lo que allí tengo y asunto acabado, que más cuenta me tiene seguir vendiendo mi maicito en Chalco y tener una vida quieta como un hombre de bien.

El administrador, que veía que iba a perder la única ocasión de arrendar el rancho, le hizo varias proposiciones rebajándole la renta de cinco en cinco pesos, pero Evaristo, inflexible, repitió su resolución de abandonar el negocio.

—Vaya, por último —le dijo el administrador—, por este año nada me dará de renta; el entrante pagará sólo cien pesos, y el tercer año, que ya tenga sus cosechas y en corriente el esquilmo del carbón, serán cuatrocientos pesos, por toda renta.

—Ya eso da en qué pensar, y si me convida a almorzar, que casi me muero de hambre, hablaremos después como hombres de bien.

—Si no es más que eso, debemos considerarnos como arreglados. En media hora que gastaré en dar una vuelta por las labores, estará la cocinera lista. Mientras, piense en qué pueda auxiliarle la hacienda, que con voluntad lo haré, seguro de que la ama nada dirá en contrario.

El administrador montó a caballo y se fue al campo; Evaristo pagó y despidió a su guía y quedó registrando el cuarto de rayas, examinando la posición del corral y de las trojes, la huerta y el camino real, las veredas, las torrecillas de los pueblos que se descubrían desde la azotea a donde subió, orientándose para no volverse a ver en apuros y pensando en todo el partido que podía sacar de la mala noche.

En esto volvió el administrador, y como en efecto estaba la mesa puesta, sentáronse los dos ya de buen humor y dispuestos a cerrar el trato. El almuerzo fue como todos los almuerzos de las haciendas de tierra fría. Un buen carnero en mole aguado, sus frijoles parados sin sal, rimeros de tortillas calientes y jarros de tlachique. Cuando hay mucho lujo o es domingo, suele añadirse como postres miel de maguey, queso de tuna y aun algunas gorditas con manteca.

Como el apetito no faltaba, los dos comieron y bebieron alegremente. Estaban acabando, cuando entró un mozo diciendo al administrador que acababa de llegar una cuadrilla que venía de Chalma, donde la gente es trabajadora y buena.

—Tenemos compromiso —dijo el administrador al mozo— de tomar a la cuadrilla que trabajó el año pasado en Tepetitlán, y ya la tenemos experimentada. Un poco flojos, pero escardan muy bien y vale más malo por conocido… Di que les den unas tortillas y un poco de chile, y que se vayan a buscar trabajo a otra parte.

El mozo salía con el recado, cuando el administrador lo detuvo.

—Diles que esperen un poco, y dales mientras de comer.

Es necesario para los que no conozcan la vida del campo en México explicarles lo que es una cuadrilla. Los trabajos agrícolas se hacen de dos maneras: o por gentes que viven avecindadas en las haciendas, en unas miserables chozas inmediatas a la casa principal, a las trojes y oficinas, o por los vecinos de los pueblecillos más o menos numerosos, inmediatos a los linderos, y que las más veces están en disputa con los propietarios por cuestiones de tierras o porque el hacendado los aleja e invade los terrenos o los pueblos, arriman sus zanjas y se toman cuando menos los potreros de las grandes fincas. ¿Quién tiene razón? Es de creerse que las más veces la tienen los indios, que en el último caso fueron los primeros propietarios de la tierra y que tradicionalmente poseen pequeñísimas porciones donde apenas cabe su jacal de palma y cuando más cuatro a seis cuartillos de maíz de siembra. Debemos recordar que negocios de esta clase ocuparon al insigne licenciado don Crisanto Bedolla. Hay otras haciendas que por falta de terreno, por economía o por cualquiera otra razón, no tienen real, como llaman en las haciendas de caña y azúcar, y reciben cuadrillas ambulantes de indios o las mandan buscar a grandes distancias. Recogida la cosecha, las cuadrillas se marchan a otra parte y la finca queda con unos sirvientes para la cocina, carros y cuidado del ganado.

Estas cuadrillas son bajo varios aspectos muy curiosas, y recuerdan las costumbres anteriores a la conquista de la clase que se llamaba macehuales, destinados, casi como antiguos ilotas, al servicio y trabajo de las tierras, sin que jamás pudiesen salir de esa condición y apenas mantenerse con el escaso sustento de maíz que ganaban con el sudor de su frente.

Hay una masa considerable, que pasa de miles de indios, que no tiene ni tierras, ni casas ni residencia fija. Caminan como peregrinos grandes distancias en busca de trabajo, sin más equipaje que un sombrero de petate, un calzón corto de lienzo ordinario de algodón y un capote erizado, hecho con hojas de palmas y que les da el aspecto singular que tendrían los primeros habitantes de la tierra. Llevan con ellos a sus mujeres y a sus hijos casi desnudos aun en la estación del invierno. Las mujeres, enredadas en unas tres varas de lienzo de lana azul, cargando en un ayate a sus hijos en las espaldas, que se duermen y van colgando y columpiando las cabezas de uno y otro lado. Callados, sobrios, humildes, resignados con su suerte, son al mismo tiempo muy hábiles y prácticos en todas las operaciones para la siembra del maíz, que se cultiva en México como en ninguna parte del mundo, y en este ramo nada tiene que aprenderse de Europa; sólo sería de desearse la mezcla y el cruzamiento de diversas semillas mexicanas con las extranjeras, para que cada año fuesen más lozanos y variados en clases los campos o milpas, como se les llamaba entre los aztecas. Hemos dado alguna idea al principio de esta revista de las costumbres nacionales, de la miserable vida de los indios que han quedado cerca y dentro de la misma capital, y ahora añadimos algunas otras relativas a los que viven o vagan en el campo.

Durante el tiempo de los trabajos agrícolas se alojan en chozas de ramas y zacatón, que nunca faltan en las fincas, o ellos las construyen, y cuando han acabado su contrata y percibido el fruto de su rudo trabajo, que comienza ordinariamente a las seis de la mañana y concluye a las seis de la tarde, se revisten con sus erizadas capas, las mujeres cargan a sus hijos en las espaldas, y las que no los tienen están obligadas a cargar el metate y algunos canastos y el itacate, que se compone de gordas de maíz martajado, que calientes y acabadas de hacer no son del todo malas; pero que frías, sólo pueden mascarse por los dientes blancos y fuertes comunes a toda la raza indígena. Si tienen algunas nociones de religión tradicionales o enseñadas por algún cura de un pueblo, cantan en coro El Alabado. Se despiden antes de salir la luz, besan la mano del administrador y, tomando un trote uniforme y acompasado, como una tropa al sonido del tambor, salen muy contentos de la hacienda prometiendo volver al año siguiente. Hay algunas cuadrillas hoscas y fieras que ejecutan su trabajo sin hablar una palabra, y desaparecen a la media noche sin cantar, sin despedirse de nadie y sin hacer promesa ninguna de volver.

¿A dónde van esas cuadrillas? Algunas a un pueblecillo ignorado y escondido que han dejado solo y abandonado y que vuelven a encontrar a veces desmantelado por el paso de algún ganado que se comió o desbarató parte de los techos de las chozas; otras con algunos perros y guajolotes salvajes que se han refugiado cuando el invierno es algo sensible; pero la mayor parte de estas tribus errantes, desde que reconocen su rumbo, ganan la parte montañosa y boscosa del país y se establecen en el lugar más escondido que juzgan favorable para satisfacer las poquísimas necesidades de su vida. Construyen jacales, amontonando y colocando con arte unas piedras con otras, como los antiguos etruscos, y techando un corto cuadrilongo con ramas y hojas de árboles. Donde hay magueyes silvestres, el techo es magnífico y mejor que el que se pudiese construir con la mejor teja de barro. En el camino compran con el dinero que ganaron, y que conservan intacto (pues en la hacienda donde trabajaron les bastó su ración de maíz), gallinas, guajolotes, algunas varas de manta, velas de cera, y el maíz que calculan bastante para la tribu en el tiempo que estarán sin trabajo. Cuando vuelve la época de la peregrinación, abandonan el pueblo improvisado, muchas veces lo queman, y si el viento sopla recio se comunica el fuego al monte y hay un incendio que destruye miles de árboles; pero esto no les importa y caminan días y días vendiendo por el tránsito huevos y manojos de pollos y gallinas, alimentándose con sus gordas secas y atole cuando lo encuentran, hasta que concluyen por llega a una hacienda donde les dan trabajo y los abrigan durante cuatro o seis meses.

Terminada esta digresión, que no deja de tener interés por lo que el lector verá más adelante, sigamos con nuestros dos agricultores.

—¿Sabe, amigo —le dijo el administrador— que he mandado detener a la cuadrilla para lo que pudiera convenirle? Y si después que hablemos no le gusta, fácil es que se vayan los indios, que al fin unas tortillas y un poco de chile no le duelen al ama, que siempre encarga que no se despache a ningún indio sin haberle dado algo. Lo mismo soy yo; y es raro, porque otros administradores lo que suelen dar a los indios son cuartazos y palos en vez de pan o tortillas. Por eso a la hora que necesitan gente, trabajo les cuesta encontrarla y tienen que pagarla hasta a cuatro y cinco reales; pero vamos a nuestro asunto. Si usted ajusta a esta cuadrilla baratita, yo le ayudaré; puede usted limpiar la casa, rozar un poco el monte y comenzar a hacer carbón; y si estos indios no saben, ya le prestaré dos carboneros de la hacienda que los enseñarán.

—No dice usted mal —contestó Evaristo— pues que firmaremos las condiciones que me ha hecho y que me convienen, fuerza es que no me esté con los brazos cruzados.

—Pues al avío, amigote —le contestó el administrador muy contento— y cuente en todo con la hacienda.

—Y bien que tengo que contar, pues que sin ella no podría hacer gran cosa, porque el capitalito que con años y años de trabajo he reunido es menester cuidarlo —y esto diciendo desató el cinturón que tenía debajo del chaleco y mostró algunas onzas de oro al administrador—. Me va usted a vender —continuó diciendo— un regular caballo, un par de burros, a prestar algunos fusiles e instrumentos de labranza, a mandarme dos cargas de maíz para racionar a la gente y a darme un guía para reconocer el camino y no extraviarme más. Por de pronto, me prestará un caballo y me marcharé a Texcoco para comprar algunas cosas necesarias. En el paraíso nuestro padre Adán se mantenía con fruta; pero en el tal rancho no hay ni cosa que se le parezca.

—Y como que hay —le respondió el administrador riendo—. Con los madroños sobra, y con esto y unas tortillas duras, viven los carboneros. Pero poniendo de lado esto, ya le he dicho que cuente conmigo y voy a mandar que le ensillen un caballo y que lo acompañe un mozo. Yéndose por la vereda, no está lejos Texcoco, y antes de que oscurezca estará de vuelta y lo esperaré a cenar.

Evaristo montó a caballo, hizo su excursión a Texcoco, donde compró lo más necesario para pasar unas semanas en el desierto que iba a habitar, volvió antes de oscurecer, cenó amigablemente con el administrador, y toda la plática, hasta que se acostaron, fue de los preparativos que había que hacer el día siguiente.

En efecto, amaneciendo Dios, Evaristo, montado en un arrogante caballo, con un mozo a la izquierda que le servía de guía, y seguido de seis burros cargados con las provisiones, instrumentos, fusiles y otra porción de cosas, y la cuadrilla compuesta de veinte personas entre peones, muchachos y mujeres, salía de la hacienda. Y este nuevo y audaz colono, ¡parece cosa increíble!, iba a ocupar un desierto, a luchar con víboras, alacranes y animales feroces, a abrirse paso por el espeso monte, a reedificar una finca, donde en otros siglos habitó quizás alguno de los afortunados y valientes conquistadores, a labrar una tierra fértil, donde durante muchos años no habían crecido más semillas que las de los grandes y soberbios cedros de la montaña.

XLV. Un muerto en el monte

Evaristo no hizo el camino descuidadamente como en la vez primera. En ésta iba poniendo mucha atención en el rumbo, fijándose en los grupos de árboles, en las rocas, en las veredas que se cruzaban, y no cesó de hacer preguntas al mozo que lo guiaba, de marcar con un cuchillo algunos árboles y de amontonar piedras de trecho en trecho, para que todo le sirviera a fin de no extraviarse si tenía necesidad de bajar a la hacienda La Blanca o a las ciudades de Texcoco y Chalco. La cuadrilla de indios le ayudaba, y caminaba con tanta seguridad como si fuesen sus propios terrenos. El indio y la montaña se conocen, son amigos viejos. La montaña mantiene al indio, le da sombra, abrigo y seguridad. El indio ama a la montaña, entra sin miedo en sus profundas soledades, y jamás se extravía. Como si tuviese un imán oculto en su pecho, encuentra su rumbo con seguridad, y si la noche le sorprende, ni se asusta ni se altera. Las fieras, como si creyeran que es como ellas, el habitante natural del bosque, nada le hacen, fraternizan con él y van pacíficamente a sentarse junto a la hoguera y a cuidar el sueño tranquilo del indio. En la mañana fácilmente encuentran un manantial de agua cristalina y frutillas de los madroños, encinas y yerbas tiernas y alimenticias que ellos conocen, y en las cenizas de la hoguera de la noche anterior calientan sus tortillas o un pedazo de cecina, que algún caritativo tendero del pueblo les dio en pago de algún servicio.

Evaristo, mixtura malsana del indio humilde y sagaz y del español altivo y ambicioso, había sacado únicamente las malas cualidades de las dos razas. No tenía miedo a tres o cuatro hombres que se le vinieran encima con puñales o armas de fuego; no vacilaba en recorrer las calles de cualquiera ciudad en las altas horas de la noche; para él no era gran cosa escalar la casa de Cecilia ni atropellar a una mujer; pero tenía miedo a la montaña y a su imponente soledad; tenía miedo a espantadizos aunque hambrientos coyotes, que podía ahuyentar con un tizón ardiendo. Los alacranes y el sonido del cascabel de una víbora lo habían hecho temblar y derramar lágrimas como a un niño que sale de mantillas; pero entre sus pocas buenas cualidades tenía la de la energía y se proponía conquistar la montaña, internarse en sus vericuetos, espantar a las fieras y aún hacerse temer de ellas; acabar por medio del fuego con los alacranes, culebras y bichos dañinos; hacerse el señor de aquella soledad con su vieja casa, que se le había casi regalado, y desarrollar, con el tiempo, sus grandes planes de dominio sobre la vecina y temible montaña del Río Frío. Cecilia era en el fondo la que le inspiraba estos pensamientos. Si se proponía conquistar la montaña, era para que Cecilia fuese reina de ella. En sus locos delirios consideraba a Cecilia audaz, ambiciosa y pervertida como él, y que llegaría con el tiempo a asociarla a sus audaces empresas de bandido.

Evaristo llegó a buena hora, no obstante el lento y trabajoso paso de los asnos que, cargados con más peso del que podían soportar, sufrían resignados y agachando sus largas orejas los palos y piquetes con varas agudas que por la cara, la cabeza y los ijares les daba el arriero, instigado por Evaristo, que temía le cogiese la noche en el camino.

Mandó limpiar y barrer un pedazo de terreno lejos de la casa, y allí descargó su complicado equipaje, escogió dos árboles para amarrar una hamaca de Yucatán que le había prestado el administrador, y juntando con su cuadrilla ramas y palos secos, los fue distribuyendo en las piezas de la casa y les dio fuego, habiendo sacado antes los pocos muebles y cosas de uso que existían. En efecto, al sentir el calor fuerte, comenzaron a salir de sus agujeros y a huir en todas direcciones, ratones, culebras, hormigas, cochinitas y toda clase de bichos que habían hecho durante años sus nidos y residencia en el antiguo edificio. Evaristo y sus indios los perseguían, matando a los que podían, y en esta faena pasaron horas, cuidando a la vez que la lumbre de los suelos no se comunicara a las puertas y techos. En seguida limpió y arregló la pieza que había servido de comedor y que era amplia, y allí encerró a las bestias para que no fuesen atacadas por los lobos. Quién sabe a qué horas de la noche, los indios, sentados alrededor de una lumbre, calentaban su ración de gordas y de cecina, cenaban y hablaban entre sí un idioma gutural e ininteligible, bebían grandes jarros de agua cristalina que habían encontrado en un manantial no muy distante, y se iban gradualmente acostando, abrigándose con sus capotes de palma y frazadas. Evaristo, junto a su hamaca, devoró una de las gallinas asadas que había traído entre sus provisiones, se bebió una botella entera de vino Jerez, y medio beodo, sin cuidarse ya de alacranes, trepó a la hamaca y se quedó profundamente dormido.

Al día siguiente, lo primero que hizo fue pasar revista a su cuadrilla y mandó formar fila a los hombres, que eran diez. Los encontró del mismo tamaño, perfectamente parecidos e iguales como si los hubiesen fundido en un mismo molde. Todos se llamaban José; sólo el que hacía de jefe o capataz se llamaba Hilario, y era un poco más grueso y alto que los demás. De las mujeres, los chicos de pecho y muchachuelos, no hizo caso. En la dificultad de entenderse con ellos, supuesto que todos tenían el mismo nombre, imaginó volverlos a bautizar, los llevó al lugar donde habían encontrado el manantial de agua, hizo que se lavaran los pies y la cabeza, abundante de pelos gordos, negros y lisos, y les fue poniendo nombres de animales que venían bien con el que tenía el rancho. A uno le nombró Grillo; al más oscuro de cara, el Pinacate; al que consideró que podía correr más, el Venado; al que tenía una fisonomía astuta, la Zorra, y así a los demás; pero la verdad era que todos, humildes, buenos y hasta inocentes en el fondo, eran completamente estúpidos. Hablaban del español las palabras más precisas y lo entendían poco. Parecían de la raza otomí; pero su idioma era más áspero. Evaristo, por más preguntas que les hizo, no pudo sacar otra cosa sino que eran de muy lejos, de más allá de los montes de Chalma, que no tenían pueblo y que andaban errantes, buscando siempre trabajo, que cuando regresaban a sus montañas, oían misa el domingo en el santuario y le dejaban al Señor sus velas y sus flores de papel que entraban a comprar a México cuando podían hacerlo.

Evaristo quedó enteramente contento de la cuadrilla. Mientras más estúpidos, mejor; así le convenían para sus planes.

—Bueno —le dijo a Gato Montés, que era el nombre que había puesto al capataz— me conviene la cuadrilla, y si quieren se quedarán conmigo formando un pueblo, y tú serás el alcalde. Les he puesto diversos nombres, porque como todos se llaman José no era posible entenderse; a ti, si quieres, te llamaré Hilario y no Gato Montés.

—Como su mercé quiera —le contestó Hilario, que parecía más listo que los demás y hablaba mejor el español— sólo que nos ajustaremos para ver si quieren quedarse y les conviene.

—Les pagaré como en las haciendas: dos reales y medio a ti, dos reales a los peones y un real a los muchachos; tú tendrás dos cuartillos de maíz cada semana, y los demás comprarán el que quieran, a cinco pesos carga; el mismo precio a que se los venden en La Blanca. Harán sus jacales con ramas y piedra a inmediaciones de la casa.

Hilario se quedó reflexionando un momento, después habló en su idioma a la cuadrilla, que escuchó con atención, y luego contestó a Evaristo:

—Dicen que se quedarán con su mercé; pero que quieren tener su nombre cristiano y no de animales, porque todos están bautizados; que en lo demás, servirán a su mercé; que gritando José, no tiene más que hacer, y cualquiera de ellos que venga será el mismo.

—Es verdad —respondió Evaristo— y lo mismo me da que se llamen José que culebras o sapos; lo que importa es que obedezcan y trabajen fuerte. Arreglados y al avío. Cinco de los indios entrarán en el monte a cortar palos y a juntar piedras para comenzar a construir las casas, y los otros cinco limpiarán la casa principal. Los muchachos trabajarán de balde hasta tanto que comiencen las siembras. ¿Todos sabrán las labores y lo que tienen que hacer para sembrar maíz y cebada?

—¡Pero si no hacemos otra cosa en la vida! —respondió Hilario quitándose su sombrero de petate y rascándose la cabeza.

—Entonces, a trabajar —dijo Evaristo.

Cinco peones, como se ha dicho, entraron al monte, guiados por Hilario, y los otros cinco, mandados por Evaristo, se dirigieron a las desmanteladas piezas de la casa. Las mujeres hicieron su rancho aparte debajo de los árboles, y ayudadas de los muchachos comenzaron a preparar el maíz para el atole y las tortillas. Los instrumentos viejos y los nuevos que había traído Evaristo bastaban de pronto para la instalación de la colonia. El administrador de La Blanca había previsto las necesidades y se había portado bien, prestando o regalando a Evaristo muchas cosas indispensables.

Antes de dos semanas la casa estaba perfectamente limpia, las culebras y alacranes habían perecido en la quemazón, y el pueblecillo, compuesto de más de veinte chozas regularmente construidas, estaba a la espalda de la casa; con su calle principal y su plaza, donde ya se revolcaban juntos muchachos y perros salvajes, que habían venido al husmo de tortillas duras y de las caricias de las indias, que parecía los habían criado desde que nacieron.

Evaristo había ya ido y vuelto diversas ocasiones a La Blanca, trayendo en sus burros ya una cosa, ya otra para su servicio y comodidades, y había cortado, como se dice, de tal manera el ombligo del administrador, que consiguió prestadas dos yuntas de bueyes y dinero, pues las onzas de oro que formaban su capital tocaban a su fin.

Con estos nuevos elementos que se proporcionó, sembró un par de milpas en la parte más plana y unos campos de cebada en las laderas, y esperó una buena cosecha; pero mientras crecían y maduraban las semillas, dedicó su tiempo y su atención a explorar y a conocer la montaña. No hubo barranca a que no bajara, ni grupo cerrado de árboles que no reconociera, ni vereda de ganado que no siguiera. Varias semanas empleó en examinar las vertientes del Telapón, en la dirección de Texcoco y La Blanca, hasta que ya no le cupo duda de los caminos y de la dirección de las veredas, sobre todo de una que, serpenteando y perdiéndose unas veces entre las yerbas altas y las flores, conducía al fondo de una sombría y profunda barranca, poblada de gruesos cedros, que no había podido tocar el hacha destructora de los indios, ni la desenfrenada y estúpida codicia de los dueños de Zoquiapan que, por obtener el mezquino producto del carbón, destruían magníficos árboles y menguaban día a día la infinita riqueza de esa hacienda. Si en tiempos calamitosos y revueltos se habían aprovechado los revolucionarios o bandas de ladrones de esta posición para ocultarse y hacer su cuartel general, Evaristo no lo sabía; pero desde luego le vino la idea de que no podía encontrarse lugar más a propósito. La barranca no sólo estaba oculta por una serie interminable de árboles, que terminaba en su orilla para reaparecer otros más frondosos que cubrían el descenso, sino que en el fondo estaban de tal manera cerrados y espesos que a treinta pasos ya no podía descubrirse no sólo una persona, ni diez que quisiesen escapar. Además, había en el fondo corrientes de agua clara y cuevas a diversas alturas, con las condiciones necesarias para abrigarse de la lluvia, del aire y del frío, y poder internarse en sus oscuros laberintos y quedar al abrigo de toda persecución. Pájaros, conejos, liebres, plantas silvestres alimenticias, todo abundaba allí; con una escopeta y algo que llevase de alimento, se podían pasar cuatro o seis semanas. Todas estas reflexiones hacía Evaristo a medida que caminaba y examinaba tan importante posición, sin sorprenderle la magnificencia de aquellos cedros de más de cuarenta varas de alto, ni los tejidos de juncos, de palmitos, de orquídeas, de enredaderas y de flores silvestres de diversos colores, ni el cantar de los pájaros, ni las nubes espesas de colores que formaban las mariposas que hacían su paseo y buscaban su alimento en los grupos de los exuberantes ramajes de la Borraga.

Estas excursiones las hacía Evaristo, unas veces a pie, acompañado y guiado por algunos de los indios de la cuadrilla, pues casi todos ellos habían trabajado en esos rumbos como leñadores y carboneros o como pastores de ganado, y otras montaba a caballo y se echaba a andar con precaución, no desviándose mucho de la línea recta hasta no estar seguro de volver a encontrar el camino de su regreso, o por señal alguna que dejaba. Su objeto principal era ligar, por decirlo así, el camino al través del monte entre su rancho y el albergue de Río Frío, donde paraba la diligencia a las horas del almuerzo, y donde concurrían forzosamente todos los viajeros y traficantes que hacían el camino de México a la costa; pero esa continuación de una especie de camino militar, debería ser por senderos y barrancas no conocidas ni aún de los muchachos pastores que vagan y se internan con sus carneros y cabras, y viven tres o cuatro semanas en el monte sin volver a ver poblado ni alma viviente. Este trabajo era difícil y arduo, pero Evaristo lo proseguía con tenacidad.

En una de estas excursiones, al examinar una mota muy cerrada de árboles para que le sirviese de guía, pues parece que allí se abrigaba del calor del sol y del granizo algún ganado vacuno, lo que podía reconocerse por las huellas, por la boñiga seca y porque de allí partían tres o cuatro veredas, escuchó el relincho de un caballo. Sacó su pistola, la preparó y se fue acercando con tiento, hasta que descubrió detrás de la mota un caballo ensillado y sin jinete. Aproximóse más, con ánimo de disparar al menor movimiento que sintiese, y vio un hombre tendido en el suelo. Se apeó y reconoció que estaba muerto; una poca de sangre salía de un pequeño agujero de su cotona de gamuza amarilla. El sombrero, galoneado de plata, estaba a poca distancia; la espada colgada en la cabeza de la silla y las pistolas en las tapafundas de la anquera. El caballo permanecía inmóvil junto al muerto. Evaristo observó que en el ojo claro e inteligente de la bestia se habían formado lagañas y que resbalaban por su cara lustrosa algunas gotas de lágrimas. El animal sintió sin duda que se aproximaba gente, y el relincho había sido para pedir socorro. Evaristo, que ya había tenido experiencia de las cosas extrañas de los animales del campo durante su residencia en la hacienda del Conde, montó de nuevo a caballo, pues se había apeado para examinar al muerto, y se lanzó con pistola en mano y el sable flojo a reconocer aquellos sombríos contornos; pero nada encontró. Soledad completa y silencio turbado de vez en cuando por el ruido del viento que arrancaba de los árboles las hojas secas. El muerto parecía ser ranchero de esos que habitan El Mezquital y Tierra Fría. Bien vestido, de gamuza amarilla oscura, de fisonomía varonil, blanco, y de una edad que no excedía mucho de cuarenta años. Aunque el cadáver estaba frío, parecía que no llevaba muchas horas de estar allí, pues la poca sangre que salía por la herida no estaba bien cuajada; y sobre todo, si hubiese sido matado el día anterior, los animales del monte se lo habrían comido y cenado y ahuyentado al caballo. ¿Cómo fue muerto ese hombre y por quién, y cómo desde El Mezquital vino a dar al centro de montañas desiertas del otro lado del valle? Todo esto era imposible de saberse; ni aun se prestaba campo para hacer conjeturas. ¡Misterios de que son testigos los añosos árboles, y que no los revelan a nadie!

En cuanto al caballo, era un alazán quemado, de menos de siete cuartas, cenceño con cañas de venado, anca redonda, abundante y dorada cola y crines finas, cabeza pequeña y bien hecha, y grandes ojos claros para el color de su piel. Evaristo se alarmó con este inesperado encuentro; no sabía que pensar, y un gran rato estuvo perplejo mirando aquel ranchero muerto y con los ojos abiertos y amenazantes. Por fin, resolvió despojarlo de lo mejor que tuviera y apropiarse el caballo con los regulares arneses guarnecidos de plata. En su registro, ganó un reloj antiguo de plata, seis onzas de oro y algunos reales, las espuelas y un paquete de cartas. El alazán no despegaba los ojos del cadáver y seguía los movimientos de Evaristo. ¿Pensaba que su amo recibía alivio y auxilios del hombre que había llamado con su relincho? Es de creer que sí. Cuando Evaristo acabó su tarea y dejó el cuerpo a poco más o menos desnudo y propio para que lo cenaran en la noche los lobos y los coyotes, arregló las riendas y silla del alazán y quiso montarlo. ¡Imposible! El caballo miraba por un lado a su amo, volvía la cabeza al estribo que quería tomar Evaristo, como espantado se encabritaba y volvía a tomar su posición como no queriéndose separar de aquel sitio, y reconociendo que el recién venido nada había hecho en favor del que estaba tendido. ¡Trabajo inútil! El caballo concluyó por asustarse, hinchar las narices, bufar y tirar de coces, y Evaristo reconoció los nobles sentimientos de la bestia; le echó con tiento un lazo al cuello, y por medio de la dulzura, de la maña, y con no poco trabajo, logró que lo siguiera, y así, con su sorpresa y hallazgo casual, tomó el camino de su rancho. Contó a Hilario la aventura y preocupado con ella, los dos mañosamente hicieron en los pueblos y en la misma hacienda La Blanca cuantas indagaciones pudieron, sin lograr ningún resultado.

Olvidado esto, y como las siembras iban creciendo bien y la casa estaba ya habitable, la atención de Evaristo se dirigió al rumbo de Chalco, y se propuso hacer una expedición de varios días hasta lograr ver y hablar a Cecilia y hacerle serias proposiciones de matrimonio.

En la visita que había hecho a la casa de ésta había encontrado algunas alhajas y monedas, pero pensó, naturalmente, que no era eso lo único que tenía la trajinera. Debía ser no sólo rica, sino muy rica, porque ganaba mucho en el flete de las canoas, y más aún en el puesto de fruta. En vano buscó un mueble o lugar donde pudiese tener el dinero; y en el examen de las piezas del caserón nada encontró que pudiese darle ni el más remoto indicio del lugar donde podía estar oculto el tesoro. Reflexionó entonces que lo que la frutera economizaba, debía estar en su casa de México o en poder de persona de su confianza; pero de cualquier manera, era rica; y si ella consentía en ser su mujer, cambiaba de todo punto sus propósitos: podría labrar todas las tierras que tenía el rancho, emprender en grande escala un corte de leña en su propio monte y en los ajenos, establecer un comercio de carbón; en fin, ser los dos muy ricos y felices. Ambos estaban en buena edad y tenían aptitud y fuerzas para trabajar.

La respuesta de Cecilia decidiría a Evaristo. O agricultor honrado o ladrón de camino real.

XLVI. La cabeza hirsuta

Cecilia, como todas las mujeres, y a su edad, que no era ya una niña, sino una mujer en pleno desarrollo de su robustez y de su belleza, sentía la necesidad, la fuerte necesidad de la compañía de un hombre. Las mujeres livianas lo toman donde lo encuentran y las honradas y castas por naturaleza o por educación, buscan un marido, y si tardan en encontrarlo, se casan con el primero que se les presenta, sin ver pelo ni tamaño. ¡Así salen algunos matrimonios!

No obstante las instigaciones de la naturaleza, Cecilia pensaba y tomaba cuantas precauciones podía para no echarse un lazo al cuello, y de no pocos lances había escapado, como puede pensar fácilmente el lector, y además, por temperamento era casta y por mera casualidad honrada; el afán de vestirse bien y de cuidar y calzar sus pies, era para darse gusto a sí misma, empleando en ese lujo el fruto de su trabajo, y no para despertar tentaciones, excitar y atraerse perseguidores. De gustar, gustaba, naturalmente, a los viejos magistrados de la Corte de Justicia, que la conocían; a los licenciados de San Ángel, que le vendían la fruta de sus huertas; al severo doctor don Pedro Martín de Olañeta, que no faltaba a comprar él mismo sus melones y sandías, y, sobre todo, tenía loco a San Justo, que al fin perdió por ella su empleo y fue destituido del alto cargo de portero de la logia yorkina. Pero ella en nadie se había fijado, y mucho menos en los pretendientes cuyas cartas hemos leído en los capítulos anteriores.

Dos personas, sin embargo, paseaban por la cabeza de Cecilia, y eran el licenciado Lamparilla y Evaristo. Al licenciado debía favores, que por repetidos ya no se podían contar. Además, le simpatizaba mucho, casi lo quería, y más de una vez se vio tentada a dejarse acariciar de él y de corresponderle con un beso; pero se contenía, pensando en la desigualdad de condiciones. Si Lamparilla se casaba con ella, estaba segura de que antes de un año y perdidas las primeras ilusiones, la abandonaría instigado por sus mismos amigos y por las muchas relaciones de gente decente que tenía en México; que además, no sólo no la podía lucir pero ni aún llevarla una vez a misa a Catedral. ¿Qué haría sola todo el día en su casa, abandonando su puesto de fruta, sus dos Marías, su trajinera, su casa de Chalco, todo por un hombre que tendría que concluir por despreciarla? ¡Locura! Ni pensar en esto.

Entonces volvía hacia Evaristo. No quería ni acordarse de él; pero se le venía a cada momento a las mientes con una especie de terror que no podía explicarse. Ese hombre tenía que hacerle o mucho bien o mucho mal. Lo arrojaba, por decirlo así, de su pensamiento y volvía a entrar cuando ella menos lo deseaba. Desde que lo admitió como pasajero en su canoa, los grandes y fulminantes ojos del bandido la habían como sorprendido y causado una emoción interior, entre agradable y dolorosa, que tampoco se podía explicar; pero, en fin, sus asuntos, sus cuentas, sus viajes en la trajinera, los bonitos reales que le sobraban los sábados después de hechos sus gastos y de tratarse a su modo y vestir como a una reina, borraban las locas ideas que solían turbar su reposo y su alegría habituales.

El domingo citado, muy puntual estuvo Lamparilla; se desenterró del hoyo la barbacoa, que estuvo excelente, lo mismo que lo demás que puso Cecilia en la mesa. Al principio el licenciado se condujo con mucha destreza, no cesando de hacer elogios de Cecilia, de los manjares, de la limpieza y buen servicio de las dos Marías, de lo fresco del comedor y del traje seductor de la frutera, pero se cargó la mano de pulque colorado, que fermentó en su estómago más de lo necesario, comenzó con necedades e imprudencias, hizo ciertas proposiciones que ofendieron a Cecilia; por último, se desmandó y quiso usar de atrevimiento a tal grado, que Cecilia, con cualquier pretexto, lo dejó en el comedor y se encerró llorando en su recámara.

—¡Si esto es ahora —dijo al entrar—, qué vida me esperaba casándome con el licenciado!

Lamparilla, cansado de esperar el regreso de Cecilia, se enojó, dio palmadas en la mesa, riñó a las dos Marías que acudieron al ruido, y concluyó por dirigirse al corral y montar a caballo, que ya tenía ensillado y dispuesto el mozo.

—¡Qué vida me esperaba con esta ordinaria! ¡Casarme con ella! Ni pesada en oro. ¡Qué locura!

En el camino se disiparon de la cabeza del licenciado los espíritus de la sangre de conejo, y cuando llegó a su casa reconoció que había estado imprudente, grosero, insoportable y que Cecilia había tenido mucha razón en dejarlo plantado. Se quitó a toda prisa las espuelas, subió a su recámara, botó contra el suelo su bordado sombrero jarano, se arrancó a tirones las calzoneras y se echó desesperado en la cama, con los ojos un poco húmedos, pero resuelto a no volver, al menos en muchas semanas, a la gran ciudad de Chalco.

Después de este infausto domingo, Cecilia quedó un poco descuidada en su persona e indiferente a la suma de reales que le sobraban cada semana. Sus pensamientos se inclinaban exclusivamente a Evaristo. ¿Si ella lo volviera a ver en Chalco? Tendría gusto, pero al mismo tiempo miedo; pero Evaristo no parecía; probablemente estaría en su rancho. Ir a verlo con el pretexto de comprarle leña… Un momento se le paseó por la imaginación esta idea, pero se avergonzó de ella y la desechó como mal pensamiento.

Un sábado se presentó en el puesto de fruta, Jipila; hacía tiempo que no se le veía la cara. Había caído enferma, según dijo, de un reumatismo. El accidente le sobrevino en el rancho de Santa María de la Ladrillera, y con esto y sus mixturas y cataplasmas estaba ya más aliviada y podía hacer sus excursiones por las lomas y dedicarse a sus trabajos acostumbrados; volvería a sus antiguas posiciones de la esquina del Callejón de Santa Clara y de la Plaza del Mercado. Añadió que había visto en el rancho de Santa María un muchacho muy parecido al que hacía en otro tiempo los mandados a Cecilia, la que inmediatamente pensó en Juan, tomó lenguas de la herbolaria y se propuso hacer personalmente una excursión para cerciorarse de la verdad. La herbolaria la proveyó de yerbas y raíces frescas y aromáticas, y Cecilia, contentísima con esto y con la noticia relativa a Juan, pagó generosamente a la muchacha, la regaló fruta y se decidió a marcharse por la noche a Chalco para olvidar sus penas, disfrutar de un buen domingo, darse su baño de aromas y almorzar tranquilamente con las dos Marías. El puesto, por su cuenta y razón, lo dejaba a su amiga la recaudera vecina, que era, aunque gruñona, una vieja honrada a carta cabal.

El viaje fue sin incidente alguno y temprano entraba Cecilia con sus dos Marías al viejo caserón. Acabado el aseo del patio y el saludo y la plática con las golondrinas, que eran ya las mejores amigas de Cecilia, ella, con una de las Marías, entró a su habitación a disponer el baño, y la otra a la cocina a preparar el almuerzo. Se desnudó, entró despacio en el agua humeante con las infusiones hirvientes y aromáticas, y al ponerse en pie, después de media hora de delicia, para llenarse su torneado cuerpo de espuma de jabón, creyó observar por entre los pliegues de la cortina la misma cabeza hirsuta que tanta sorpresa causó al licenciado; pero pronto desapareció y juzgó que era una ilusión producida por el recuerdo del sabroso almuerzo en que Lamparilla fue tan tierno, a la vez que juicioso, sin que se hubiese permitido las llanezas que la habían disgustado y puesto tan de mal talante, que el licenciado no había vuelto a asomar las narices por Chalco. Cuál fue su sorpresa cuando esa cabeza hirsuta asomó por la puerta de la recámara, seguida del cuerpo entero y musculoso de Evaristo, que se dirigía derecho a la tina lanzando llamas por sus ojos grandes y temibles.

Cecilia lanzó un grito desgarrador, como si hubiese recibido una puñalada, y por un instinto de pudor que aún existe en las mujeres más descocadas, se hundió en la tina hasta el cuello; y como Evaristo avanzaba, se repuso inmediatamente, y a la sorpresa siguió la cólera y la indignación.

—¡Atrevido, indecente, fuera de aquí! ¿Con qué motivo se viene a meter hasta mi recámara? Hoy mismo lo voy a denunciar al Prefecto como ladrón y como un arrastrado. ¡Fuera!

Y como Evaristo no retrocedía, llenó de agua la jícara que tenía en la tina y se la lanzó con fuerza a la cara, dejándolo por un momento atontado y ciego; pero esto redobló el furor y los deseos impuros del bandido, que acercándose, asió de los brazos a Cecilia y con una fuerza hercúlea la levantó de la tina. Cecilia gritó, le aplicó un tremendo bofetón en la cara, y siguió gritando. Las dos Marías, fuertes y medio salvajes, mirando atacada a su ama de una manera tan villana, cogieron las ollas con restos de las aguas aromáticas y las quebraron en la cabeza de Evaristo, apoderándose de él; con una fuerza de indias trabajadoras y bien alimentadas lo sacaron casi arrastrando y lo pusieron en la puerta de la calle, dándole de patadas y manazos hasta que se cansaron. Cerraron la puerta con dobles trancas y volvieron a donde estaba su ama, que ya se había echado encima su camisa y su rebozo, y estaba descolorida y temblando de cólera.

Desagradable como fue este lance, aprovechó de pronto a Cecilia, pues en vez de ciertas ideas y ciertas ilusiones amorosas, concibió un odio y horror profundos por el atrevido, que había ido a violar su santuario, como ella llamaba a su recámara, donde tenía por guarda y defensor al Señor del Sacro Monte.

En cuanto a Evaristo, con la cabeza rota y enredados en sus espesos cabellos los fragmentos de las ollas, empapado de la cabeza a los pies, con la chaqueta y camisa desgarradas y la figura surcada por los araños de las dos Marías, se encontró en medio de la calle sin sombrero; y sin saber cómo, sin llamar la atención, podría ir hasta el cuarto que tenía en el mesón. Afortunadamente no había alma en la calle y pudo retirarse al callejón de don Antero, donde lo mejor que pudo reparó el desorden de sus vestidos y se limpió la sangre de las descalabraduras, que mezclada con agua corría por sus carrillos y cuello. Cuando pasó la primera impresión y la sorpresa, pues él a su vez fue sorprendido de tan vigorosa defensa que no esperaba, sintió que el infierno entero se había metido dentro de su corazón. Él, que había peleado con Casilda; que había matado a Tules; que había fabricado una maravillosa almohadilla que admiró y compró la condesita de Sauz; ¡él, que había luchado con los alacranes, verse humillado y aporreado por dos indias salvajes, y despreciado y ofendido por Cecilia, que le había impreso sus nudillos en la cara como una prensa! ¡Qué vergüenza! Lo primero que pensó fue ir a su cuarto, tomar sus armas, volver con ellas y asesinar a Cecilia y a las dos Marías, y presentarse después a la justicia, declarar su crimen y pedir que lo condenasen a muerte. Con estas ideas salió del callejón de don Antero, y andando pegado a las paredes y fingiendo que acababa de salir de un zaguán cuando encontraba gentes, y como si fuera del rumbo, atravesó la ciudad, alcanzó por fin el mesón y entró en su cuarto.

—¡No! —dijo echándose en el banco de ladrillo que hacía las veces de cama—. ¡Qué bruto! Entregarme y perderme en balde, y que esta maldita mujer se quedara riendo, serla la última de las jugadas que me haría el diablo. Matarla, robarla, que ha de ser muy rica; y yo sabré al fin dónde tiene su dinero; martirizarla; cortarle los pechos con las tijeras; hacer dibujos en sus pantorrillas con un cortaplumas; arrancarle con todo y casco las mechas de cabellos; recortarle las orejas… Y la misma suerte a las indias condenadas y al licenciado que protege a esa canalla. Pero todo esto será a su tiempo, cuando llegue la ocasión, que yo prepararé aunque pasen años, sin que arriesgue mi seguridad ni mi vida. No saben lo que han hecho esas indias con golpear a Evaristo el tornero.

Estos propósitos y otros más terribles, que el lector de mundo y de experiencia podrá maliciar, pero que no son escritos ni por el insigne Zola, calmaron la rabia de Evaristo y entró en otro género de cobardes consideraciones. ¿Iría Cecilia a quejarse del ultraje hecho a su casa y a su persona? ¿Qué contestaría contra el testimonio de las dos Marías y con las señales visibles que tenía en la cara? Por lo menos lo detendrían ocho o diez días en la cárcel, y esto no podía convenir al asesino de Tules, que constantemente tenía miedo de ser reconocido. ¿Marcharía Cecilia a México a contar la aventura al licenciado Lamparilla y vendría a perseguirlo al rancho, a hacerle perder por lo menos la confianza del administrador de La Blanca y a echar por tierra sus planes futuros de robo y venganza? Todo podría ser. Reconoció que su imprudencia al asaltar la casa de Cecilia lo había puesto en un grave peligro. Era necesario huir, y pronto. Mandó comprar un sombrero cualquiera con el mozo del mesón; ensilló su caballo, pagó lo que había hecho de gasto, y al galope salió de Chalco, como si lo persiguieran, y siguió así hasta que muy entrada la noche llegó al rancho. Al día siguiente dijo a Hilario que iba a buscar ganado por las haciendas; que no volvería en una o dos semanas, y pasando por las orillas de Texcoco tomó el rumbo de Pachuca.

Este lance fijó definitivamente la carrera y el destino de Evaristo.

Cuando salió del mesón y se dirigió a la casa de Cecilia tenía el propósito de entrar pacíficamente de visita, de tratarla con todo cariño y respeto, de manifestarle que era ya un hombre bien establecido en un rancho; que las siembras progresaban; que con los esquilmos de carbón y leña se obtendría, en el año siguiente, una renta muy regular, y que proponiéndose vivir como un hombre arreglado y gozando de la protección del administrador de La Blanca, lo único que le faltaba era establecerse para de una vez en los rumbos de Chalco y de Texcoco y casarse con una mujer que, al mismo tiempo que lo quisiese, trabajase con él para llegar a tener una fortuna quizá mayor que la que poseían muchos de los que pasaban por ricos y dominaban los pueblos de las cercanías. Llegaba Evaristo hasta el grado de rogarle de rodillas a Cecilia y de hacerle promesas de todo género. Que lo experimentara un año, dos años, y si veía que era hombre cabal y le convenía, que entonces se casarían.

Si así hubiese tenido efecto esta entrevista, añadiéndose la fascinación de los ojos chispeantes de Evaristo, quién sabe lo que hubiera sucedido, teniendo en cuenta las disposiciones de Cecilia, que sentía una fascinación como la del ratón que entra sin su voluntad en la boca de una culebra; pero el destino, que precede o determina las acciones de los mortales, dispuso las cosas de otro modo.

Cuando Evaristo estuvo cerca del caserón que conocía a palmos, en vez de llamar a la puerta del zaguán se fue por la parte donde estaba la ventana de la recámara de Cecilia. Simple curiosidad; sin sospechar siquiera que en esos momentos estuviese la diosa bañándose, espió por una mínima rayita que dejaba descubrir la cortina, bien plegada y arreglada de intento por una de las Marías. Pero fue lo bastante; inflamado y casi frenético, se fue a la puerta, la encontró entornada y se coló hasta la misma recámara, donde pasó la escena que apenas hemos podido bosquejar.

En cuanto a Cecilia, robusta y fuerte como era su constitución, no pudo resistir a este pesar, que era el mayor que hasta entonces había sufrido, y cayó en cama con una especie de fiebre nerviosa.

Lamparilla, que no podía separar de la imaginación a Cecilia, y que le veía en la calle, en los oficios de los escribanos, en la casa de los jueces, en el Teatro Principal, en los autos que examinaba y hasta en la taza de caldo con chilito verde y aguacate que tomaba a la hora de comer, se decidió a ir a la plaza del mercado, donde supo por la vecina que había quedado encargada del puesto de fruta, que Cecilia había tenido un grave cuidado en Chalco y que estaba enferma en cama. Lamparilla, que tenía una cita con su condiscípulo Bedolla, otra con don Pedro Martín y otras dos o tres con periodistas y varias personas, todo lo dejó y montó a caballo con su par de mozos armados y voló a Chalco, arrepentido y contrito a echarse a los pies de su adorada, pedirle perdón y darle de una manera decisiva y formal palabra de casamiento.

Cuando el licenciado entró a la recámara de Cecilia, la encontró ya levantada, cerrando con una curiosa randa un gran camisón de Bretaña que destinaba para dormir en el tiempo de calor, pues decía que como estaba tan gorda y robusta, no podía aguantar las sábanas ni tampoco quedarse toda la noche desnuda, pues en las madrugadas siempre hacía su fresco.

Esta conversación afable y natural, y como si nada hubiese antes pasado de desagradable, volvió el alma al enamorado licenciado y lo predispuso a la chanza y a la confianza, lo que distrajo y divirtió a Cecilia, aburrida de tres semanas de ociosidad y de encierro.

Se le conocía que había sufrido, pues que marcadas ojeras daban más realce a lo alegre y parlero de sus ojos, y estaba mejor sin las encendidas rosas que siempre se veían en sus lisos carrillos. Por más esfuerzos que hizo el licenciado, no pudo lograr que nada de verdad le contase Cecilia. Que se habla mojado los pies en el embarcadero; que había hecho muchas fuerzas para arrastrar una canoa para hacerla entrar en el corral; que había comido una longaniza que no estaba bien frita; en fin, cualquier cosa, pretextos; pero ni sombra de lo que había pasado. Cecilia consideró que lo mejor era callar absolutamente, y así lo había encargado a las dos Marías que, como indias, guardaban un secreto como en una tumba.

Pero Lamparilla, por instinto, adivinó la verdad.

—Algo te ha pasado con ese bandido que te espía. Ya te he dicho que desde que lo vi en la canoa se me sentó en la boca del estómago; cuéntame, dime la verdad.

—Nada absolutamente, señor licenciado. Ni ¿qué tenía que pasar? Si ha espiado, nada habrá visto, pues puede usted registrar las cortinas nuevas que he puesto en la ventana. Nada se ve, y puede, cuando salga a la calle, hacer la experiencia.

El licenciado insistió, Cecilia negó, y así lucharon largo rato, hasta que Lamparilla dijo colérico:

—Pues bien, sea o no sea lo que me malicio, estoy resuelto a informarme en qué situación está el rancho y apersonarme con ese hombre y matarlo o denunciarlo, o hacerle algo, porque ya me tiene aburrido, y ya verá que soy tan hombre como él.

—No hará usted tal, señor licenciado, ni se expondrá, si algo me aprecia. Se armará un escándalo, saldré a bailar, todo el pueblo dirá que yo tengo amores con usted y con ese hombre, y tal vez lo matará a usted, porque parece atrevido, y sus ojos no dicen nada bueno; en fin, que me arruinará usted y me quitará mi modo de vivir aquí y en México, y todo por haber sido buena con usted y haberle convidado a almorzar mis malos guisos y mi barbacoa.

—Dices bien, Cecilia —le contestó Lamparilla—. Pero júrame que tú no tienes amores con ese maldito.

—Horror me da, señor licenciado —le contestó Cecilia con mucha naturalidad— y en caso de amores ¿qué comparación tiene usted con él?

Cecilia estrechó las manos que tenía caídas y flojas sobre su pierna el licenciado, con lo que éste se calmó, y si no subió al quinto cielo, sí estuvo muy cerca del primero.

Se despidió de Cecilia y regresó a México sin haber dado todavía su palabra formal de casamiento, desconfiado, receloso y convencido de que algo había pasado entre Cecilia y el detestable pasajero que naufragó con ellos en la canoa; y la verdad es también que la amenaza que profirió fue obra de la cólera y de los celos, pero que tenía un miedo cerval a Evaristo y que por nada del mundo se habría presentado en el rancho de los Coyotes, ni aun acompañado de ocho mozos armados hasta los dientes.

En cuando a Cecilia, quedó, no sólo reconciliada, sino muy inclinada para el licenciado, y le pasó por la cabeza que podía tal vez casarse con él. Ella vendería sus canoas, conservaría el puesto de fruta bajo la dirección de sus dos Marías, y con el dinero que tenía guardado donde sólo ella sabía, y algo que tendría el licenciado, podrían comprar o arrendar una hacienda por Querétaro u otro rumbo muy distante, para quitarse de la zozobra que le causaba el pasajero, que en mala hora admitió en su trajinera; pero de pronto lo que tenía que hacer en cuanto volviera a la plaza, era ir, en compañía misma de Jipila a averiguar al rancho de Santa María de la Ladrillera si el muchacho que se hallaba allí era el mismo Marcos que había estado a su servicio, y al que quería como un hijo. Con estas ilusiones, volvieron los subidos colores a sus mejillas, desaparecieron las ojeras que cercaban sus ojos y continuó, sonriendo, la randa del fresco camisón de Bretaña con que debía dormir en la estación del calor.

XLVII. Los enmascarados

Resuelto ya Evaristo a adoptar un género extraño de vida, no perdió el tiempo en su excursión, que prolongó hasta Tulancingo y Chalina. Examinó los caminos, los ranchos, los pueblos, las haciendas, las veredas, vericuetos y cuantas cosas en un día u otro podrían serle útiles; indagó sagazmente quiénes eran los personajes principales de los pueblos; en qué época acostumbraban los propietarios visitar sus fincas; si caminaban solos o con mozos de escolta; cuáles eran los mesones más solos o los más concurridos; qué comunicación tenían las montañas y los bosques unos con otros, o si sólo había veredas de ganado. Satisfecho de sus averiguaciones regresó cautelosamente a su rancho de los Coyotes, y cerciorado por Hilario de que no había ocurrido ninguna novedad y de que no se había presentado alma viviente, se instaló de nuevo y pasó días y días cavilando en sus planes y en la manera de desarrollarlos, sin perder la esperanza de arrebatar a Cecilia y llevarla al corazón de la montaña, para lo que comenzó él mismo a construir un jacal en el lugar más oculto e intrincado de la sierra que, en caso apurado, le pudiese servir de refugio. Concluido este trabajo, se decidió a poner en planta sus planes. Comenzó por establecer en los linderos del monte de Río Frío un corte de carbón, y como ya no había necesidad de labores en el campo, dedicó toda la cuadrilla a este trabajo, que le fue muy productivo, pues en pocas semanas reunió una existencia considerable de pacas que se proponía vender en el tiempo de las aguas, en que sube considerablemente el precio; pero no era más que el pretexto y no el negocio principal.

Ya habla tanteado a Hilario. Lo habla encontrado sagaz, ladino, ambicioso, atrevido, en una palabra: ladrón, con todas las cualidades necesarias para serlo; y en efecto, ese Hilario había hecho sus expediciones, por aquí y por allá, sirviéndose de la cuadrilla ambulante que mandaba, compuesta de individuos perfectamente estúpidos, reservados y enteramente sujetos a su voluntad; pero no queriéndose dar a conocer, porque no pensaba que su nuevo amo Evaristo se inclinase por ese lado. La aventura del ranchero del Mezquital, que se encontró muerto en el monte, rompió el hielo.

Un día que Evaristo e Hilario recorrían las siembras y combinaban sus disposiciones para el corte de la cebada, Hilario dijo:

—Ya quisiera mi amo encontrarse todos los días caballos como el alazán, que parece que se va ya amansando.

—Y como que sí. Caballos como ése no se encuentran ni por doscientos pesos.

—Pues no más que su mercé quiera tendrá en qué escoger. Ya su mercé sabrá que desde el corte del carbón basta el mero camino de Río Frío se va por la vereda en un abrir y cerrar de ojos, y no hay un día que no transiten pasajeros bien montados y que no lleven armas. Yo no dejo de conocer estos lugares y las dos barrancas principales; no es necesario más que dejarse caer por la veredita que yo le enseñaré a su mercé, y ni el diablo mismo podría agarrar a uno.

Evaristo se quedó mirando fijamente a Hilario, y éste, sin turbarse, se quitó el sombrero y le dijo:

—Como su mercé guste. Yo estoy ya aquerenciado en el rancho, y trabajando se puede ganar mucho sin correr riesgo.

De esta conversación de generalidades pasaron a pormenores muy interesantes, y la nueva vida comenzó en la semana siguiente. Muy de madrugada montaba a caballo Evaristo en el alazán tostado, que al fin había logrado dominar dándole sal en la mano, limpiándolo y echándole de comer él mismo todos los días. Era un caballo admirable. Saltaba una zanja como un venado; subía las pendientes con atrevimiento y las bajaba con cuidado; apenas se le levantaba la rienda, se disparaba como un rayo; al menor ruido paraba las orejas, se estremecía y avisaba al jinete, y tenía una boca, que un niño lo podía manejar con una madeja de seda. Evaristo estaba encantado y decía:

—Dios me ha deparado este animal para que me salve la vida cuando corra peligro.

Cuando comenzaba a salir el sol por los bordes de las montañas ya Evaristo estaba en el monte y a poco lo seguía Hilario regularmente montado y armado. Caminaban a cierta distancia y había convenido en ciertos chiflidos, que indicaban peligro, ayuda, fuga, galope, silencio, alarma, etc. Era un telégrafo perfectamente organizado. Cuando convenía que se alejara el uno del otro, el chiflido era doble; cuando necesitaban obrar juntos, tres chiflidos seguidos los ponían en contacto con un galope. La apariencia, por los arreos y bolsas que colgaban en la silla del caballo, era de viajeros pacíficos que vienen de tierra adentro a buscar efectos y ganados a la costa; las armas las llevaban ocultas, y una espada con una vieja cubierta de cuero, apenas asomaba por entre los ijares del caballo. Tenían dos máscaras negras en la bolsa para ponérselas cuando conviniera, pero siempre salían disfrazados; unas veces con grandes bigotes y sin patillas; otras, con patillas espesas y sin bigote; tenían también varios sombreros, chaquetas y calzoneras, y todos los días cambiaban de traje y de fisonomía, pintándose las cejas, llenándose de lunares la cara, envolviéndose la cabeza con un pañuelo encarnado o poniéndoselo en el pescuezo como si estuvieran enfermos de las muelas o de la garganta. A los indios con sus burros cargados de frutas o de cualquiera otra cosa, los dejaban pasar, correspondiendo a su saludo; con los arrieros y carreteros que conducían carga del comercio para México, lejos de hostilizarlos, trababan conversación, y veces había que almorzaban en el jato. Habían convenido en no maltratar, herir ni matar a nadie, a no ser en caso de propia defensa. Cuando encontraban uno o más pasajeros bien montados y armados, los saludaban quitándose el sombrero, y ponían sus caballos al tranco, ladeándose sobre el estribo derecho y como fingiéndose muy cansados; pero al desgraciado que iba sin armas y que fácilmente le conocían el miedo en la cara, y cuyo caballo era regular, le marcaban el alto, se lo llevaban a las motas del monte que ellos conocían, le vendaban los ojos, lo hacían caminar en todas direcciones para que perdiera el rumbo, le pelaban el caballo y cuanto tenía de algún valor, y lo dejaban amarrado a un árbol, de manera que, aunque con algún trabajo, se pudiera desatar. Siempre cuidaban de que estos lances fueran en la dirección opuesta a las veredas que conducían a las barrancas; y por las palabras que de intento cambiaban, daban lugar a que el robado creyera que eran de Tenango del Aire o de otros pueblecillos rabones que tenían muy mala fama.

Estos paseos, que a veces se prolongaban por el camino real hasta San Martín, o de bajada hasta Ayotla, donde se proveían de pan, de aguardiente y otras cosas necesarias, no les producían gran cosa en semanas enteras; pero había otras en que les favorecía la suerte y pelaban a tres o cuatro desgraciados, amenazándolos con la muerte si decían algo, y con esto ya habían reunido unos ocho caballos regulares y algunos reales en efectivo. Para mayor precaución, habían hecho arriba de la casa del rancho, y en un lugar escondido, un fuerte corral donde tenían los animales y ellos montaban, para ir a La Blanca o a los pueblos, caballos comprados, con su papel de venta y su fierro al margen, conocidos de todo el mundo y que podían beber agua en cualquier parte. Todas estas eran mañas de Hilario, que había sido ladrón más de diez años atrás y fugándose de la cárcel de Tulancingo, había, por una larga temporada, vuelto a la vida quieta y honrada como caporal de cuadrillas ambulantes. La montaña, en la época de que vamos hablando, estaba efectivamente tranquila y segura, y las diligencias de Puebla y Veracruz pasaban sin accidente. Había estallado por Jalisco una revolución y allá habían acudido los macutenos y ladroncillos de todas partes a engrosar las filas de los pronunciados, huyendo también de la leva, pues el gobierno, para defenderse, trataba con energía de poner cuatro o seis mil hombre más sobre las armas; así, Evaristo e Hilario tenían el monopolio del robo, eran los dueños y señores de la montaña y no temían ser de ninguna manera perseguidos. Sin embargo, sus hazañas no dejaron de saberse, y ya se decía generalmente en México, en los mesones del rumbo de Santa Ana y de Tetzontlale, que por el monte de Río Frío comenzaban a quitar caballos. El administrador de La Blanca lo supo, y escribió con un propio a Evaristo, dándole esta noticia, y encargándole mucho que se cuidara.

La cosecha fue abundante, especialmente la de cebada, tanto que la misma hacienda La Blanca, donde se había dado muy mal, se la compró entera, reservándose el rancho sólo la necesaria para semilla y para el gasto. Evaristo e Hilario habían realizado unos seiscientos pesos cada uno y una docena de caballos.

Contentos con el buen resultado de sus hazañas, se decidieron a darles vuelo y mejor organización. Asegurados por repetidas experiencias de la obediencia y absoluta tontera de la cuadrilla, una mañana, antes de comenzarse la pizca del maíz, reunieron a todos los Joseses y los mandaron formar en fila.

—Van a dejar —les dijo Evaristo— esos capotes de palma hasta que vuelvan las aguas, y para el frío les voy a dar estas frazadas, sin descontarles nada de su raya. Se las doy dadas, porque se han portado bien.

Los Joseses se quedaron con la boca abierta, porque en más de diez años que llevaban de trabajar en las haciendas, cuando les daban manta, sombreros o frazadas, se las vendían en doble precio de lo que valían, y cada sábado les descontaban una parte de la raya hasta que se cubría la cuenta.

—Desde hoy vamos a hacer otro ajuste —continuó Evaristo—. Si les conviene, bien, y si no, en cuanto se acabe la pizca se marchan a otra parte a buscar trabajo, e Hilario se quedará conmigo en la finca.

—Sí, pagresito —contestaron en coro los Joseses con la mayor humildad, inclinando la cabeza.

—Oigan bien, y cuidado con chistar a nadie una palabra. El que chiste, será encerrado en una caballeriza con un cepo en los pies, por ocho días, y después recibirá veinticinco azotes y volverá al cepo, y así hasta que se muera.

—Sí, pagresito —contestaron los Joseses inclinando más la cabeza, como si ya fuesen a recibir los veinticinco azotes.

—Pero si se portan bien —prosiguió Evaristo— será muy diferente. Voy a ajustarlos por un año para peones de la finca, para carboneros y para ladrones del monte. Cuando trabajen de peones, tendrán tres reales diarios; cuando trabajen de carboneros, cuatro reales, y cuando trabajen de ladrones, seis reales y una parte de lo que se gane; pero tienen que hacer cuanto se les mande y, si es necesario, dejarse matar.

La cuadrilla, al oír todo esto, que no pudo comprender bien, no contestó inmediatamente el sí, pagresito que siempre tienen en la boca los indígenas, sino que se quedó callada y reflexionó. Los Joseses, que en el fondo eran honrados, no desconocían las ventajas de apropiarse de lo ajeno, y lo hacían con los elotes de las milpas y con un poco de maíz o unas gallinas; pero no pasaban de eso, y la idea de atacar, de herir o matar al que venía por el camino y quitarle su dinero o su ropa, no les había ocurrido. El obstinado silencio que guardaban, a pesar de que se les exigía que contestasen, alarmó a Evaristo; pero Hilario les habló en su idioma, les contó con los dedos los reales que habían de ganar cada semana, y concluyó por convencerlos. Interpelados de nuevo por Evaristo con un tono colérico, dijeron:

—Sí, pagresito —y uno a uno fueron besando la mano que Evaristo les tendió como si fuese un obispo.

—Ya dijeron que sí, y ahora estamos seguros y podemos contar con ellos. Los conozco bien, señor amo —dijo Hilario a Evaristo.

—Pues a comenzar y por ahora que sigan la pizca de maíz hasta acabar, para tener suficientes raciones.

Los Joseses se envolvieron en sus nuevas frazadas, pues la mañana estaba fría, y se encaminaron muy contentos al campo a seguir sus trabajos.

Evaristo e Hilario organizaron en menos de una semana dos quemas de carbón en un lugar que se llamaba Agua del Venerable, a poca distancia del camino real y más arriba de la Venta de Río Frío, porque dizque pasando un día el señor Palafox, obispo de Puebla, tenía mucho calor y se moría de sed, y no habiendo por allí ni caseríos ni venta, le ocurrió entrar un poco en el monte, donde se encontró un venado muy manso que lo fue guiando, y a poco andar descubrió una fuente cristalina donde el obispo y el venado bebieron. La comitiva que lo acompañaba, al saciar también su sed, exclamó: Es un milagro; y desde entonces en Puebla le llamaban al obispo el Venerable y milagroso señor Palafox.

Había, en efecto, por allí, un manantial que se derramaba y humedecía la yerba; y el sitio era tan sombrío y enmarañado, con una exuberante vegetación de montaña fría, que podían ocultarse en las orillas de la calzada ocho o diez hombres sin ser vistos del pasajero sino en el momento de ser asaltado.

A la distancia de doscientas o trescientas varas escogieron otro lugar que se llamaba Palos Grandes, porque allí formaban una especie de plazoleta unos diez o doce ocotes altísimos, que por una especie de preocupación nunca habían querido cortar los leñadores, y quizá también porque les proporcionaban un lugar abrigado para guarecerse, almorzar y dormir. Era paraje de arrieros, y se veían constantemente cenizas calientes y rastros de las mulas y trastes del jato. Detrás de cada uno de los gruesos palos se podía colocar un hombre armado con su fusil, sin ser visto, y salir a un chiflido o a una señal a atacar un coche o una recua de burros. Ambos lugares estaban poco distantes de las barrancas de que había hablado Hilario, difíciles de encontrar a no estar muy familiarizado con esas localidades.

Cerca de esas barrancas habían establecido Evaristo e Hilario dos fábricas, distantes un cuarto de legua una de otra, y abarcaban, en línea paralela a la calzada, los dos sitios peligrosos, Agua del Venerable y Palos Grandes.

Debajo de un cobertizo existían siempre algunos cientos de cargas de carbón, prontas a ser trasportadas a la ciudad en burros o en las espaldas de los indios, que venían cada semana a comprar. De día se veían desde gran distancia elevarse entre los árboles unas columnas de humo y en las noches se podían distinguir, aun desde muy lejos, varias hogueras que despedían chispas, como si fuesen los pequeños cráteres del volcán cercano. Acercándose y visitando esos lugares, no se encontraban más que indios pacíficos dedicados al trabajo, mandados por dos capataces con sus anchos sombreros de palma y sus cotonas viejas de cuero. La calma y la seguridad dominaban en aquella soledad del bosque; los viajeros, cuando divisaban las humaredas, decían: «Son los indios que están haciendo carbón», y se consideraban más seguros; y los arrieros que hacían sus jornadas a Palos Grandes, iban a pedir agua fresca a los carboneros y les ofrecían, en cambio, algunas gordas de maíz.

Sistemado de tal manera el aparato, decidieron Evaristo e Hilario comenzar sus hazañas; Evaristo montó el alazán, y su segundo un mojino, que había cambiado en Texcoco a un chalán. Uno y otro estaban bien vestidos de rancheros, con calzoneras con botonaduras de plata y sombreros blancos de Puebla, con sus toquillas y galones. Una media máscara cubría su fisonomía, y por entre ella descordaban en desorden pelos espesos y negros que formaban patillas y bigotes. Una espada desnuda debajo de la pierna izquierda y con un par de pistolas en la cintura. Ocultos detrás de los palos, a cien varas de distancia uno del otro para auxiliarse, acechaban al viajero y esperaban la ocasión.

Eran las once de la mañana, y no habían pasado, ya de subida, ya de bajada a Veracruz, más que indios e indias miserables, a los que no atacaron porque consideraban que tendrían unas cuantas monedas de cobre, y por tan poca cosa no querían que hubiera escándalo en los pueblos cercanos.

Divisaron en seguida tres rancheros con una mula tirada de la jáquima por un arriero, y desde luego reconocieron que llevaba dinero. Era una buena presa; un chiflido telegráfico indicó que los dos juntos debían emprender el ataque; pero apenas los rancheros oyeron el chiflido cuando sacaron las espadas, se levantaron la lorenzana, y gritando:

—Hijos de… Aquí estamos, grandísimos… vénganse —y, metiendo las espuelas a sus caballos, avanzaron a saltos hacia el lugar donde habían escuchado la terrible señal.

Evaristo e Hilario emprendieron la fuga, y con trabajo llegaron a las barrancas y se deslizaron hasta el fondo, desapareciendo de la vista de sus perseguidores.

Los rancheros envainaron sus espadas, y echando ternos volvieron a tomar la calzada con su mula cargada de dinero.

Evaristo y su segundo, cuando creyeron ya lejos a sus enemigos, subieron la barranca, y con precaución asomaron las narices detrás de los árboles.

A poco divisaron una recua. Era un cargamento de chile de la hacienda de Queréndaro. Tuvieron la idea de apartarse un par de mulas de lazo y reata y hacerse de una buena provisión de chile ancho para todo el año; pero los arrieros eran muchos y venían prevenidos con sus gruesos garrotes en la mano. Les tuvieron miedo y los dejaron escapar.

En el resto del día nada se presentó de notable ni de fácil. Ya al anochecer pasaron descuidados dos vecinos de Ayotla, que tenían negocios en Puebla, y creyeron que caminando de noche tendrían más seguridad. Les marcaron el ¡alto! con una voz ronca y con su desvergüenza al canto.

Los viajeros, en vez de detenerse echaron a correr, y Evaristo y su segundo consideraron prudente el no perseguirlos ni hacerles fuego.

Mala fue, en resumen, la jornada, y se retiraron al cobertizo del carbón furiosos y jurando que al día siguiente no pasarían las cosas de la misma manera.

En efecto; temprano estaban ya apostados entre Palos Grandes y Agua del Venerable.

Pasaron al trote y cantando unas seis u ocho indias. Las detuvieron, les quitaron de sus fajas unas cuantas cuartillas y medios lisos, que en total no llegó a cinco pesos; les dieron unos cuantos cuartazos, amenazándolas con que las matarían si decían algo en los pueblos.

Antes de las once se divisó por la calzada un postillón a todo galope, seguido de Rafael Veraza, que conducía la correspondencia de la Legación de S. M. Británica.

Al juramento con que Evaristo, enmascarado y montado en su arrogante alazán, marcó el alto, se paró el postillón y Rafael Veraza detuvo el galope de su caballo; pero siguió andando hasta encararse con el ladrón, que le puso una pistola al pecho:

—Ríndase o le quemo esa carota de hereje que tiene, y no se me venga encima porque disparo.

Rafael Veraza se detuvo y con la mayor sangre fría le dijo:

—Ya veo que tú eres nuevo por estos rumbos y no me conoces, porque en el monte me conocen hasta los conejos. No hay necesidad de la pistola, guárdala, que yo no tengo más armas que las que tú ves: un chicote en cada mano para azotar los caballos y que no pierdan su galope; las pistoleras están llenas de cosas de comer y algo de beber. Beberemos un trago y hablaremos.

Y diciendo esto se apeó con mucha calma, y el postillón, que no se había tampoco asustado con la aparición del bandido, se acercó a tomar la rienda. De una de las grandes pistoleras que colgaban a la cabeza de la silla sacó don Rafael un vasito de plata que llenó de coñac y lo presentó a Evaristo, que lo tomó maquinalmente, pues era el más sorprendido de esa escena. Hilario, a poca distancia oculto entre los árboles, observaba.

—Bebe.

Evaristo, medio azorado todavía, obedeció; llevó el vaso a los labios, bebió dos tragos con cierta delicadeza, como si fuese el convidado decente de alguna mesa, y lo devolvió a don Rafael, el cual a su vez echó un trago y el resto se lo dio al postillón.

—Soy el correo inglés. Cada mes hago el viaje de México a Veracruz en treinta y dos horas, conduciendo la correspondencia de S. M. Británica, la Reina de Inglaterra.

Al escuchar este nombre, sin darse cuenta por qué, Evaristo se quitó el sombrero, y a ese tiempo cayó su barba postiza y su máscara.

—No tengas cuidado —le dijo don Rafael volviéndole la espalda—. Ni te he visto, ni te quiero conocer. Más tarde, y cuando tengas confianza en mí, te podrás presentar como eres. Por ahora es mejor que te disfraces; cuando acabes de arreglarte continuaremos hablando.

Evaristo, casi confuso, se puso de nuevo su barba, su bigote, su máscara y su sombrero, y dijo a Veraza.

—Lo que usted mande, señor amo.

—Amo, lo que es, no; pero sí un hombre que no te hará mal; y si tú atacas al correo de Su Majestad nunca te lo perdonará el gobierno, y aunque pasen diez años, el día que te cojan, el ministro inglés exigirá tu castigo. Además, nada ganas con detenerme. Yo no cargo más que huevos cocidos, pan, queso, coñac, unos pañuelos para limpiarme el sudor y dos o tres pesos para dar su gala a los postillones. Seguramente tú eres tan nuevo, que ni sabrás que paso por aquí el día 30 o 31 de cada mes, para llegar a Veracruz invariablemente el día 2 a las diez de la mañana. A mi vuelta, que será el día 4, me esperarás en este mismo lugar, y ya te acordarás de mí. Toma este pito. Cuando entre yo en el monte, sonará el pito cada diez minutos; si lo oyes, me contestarás una sola vez. Si hay riesgo o inconveniente para pasar, pitarás dos veces y me detendré hasta que vengas. Ya arreglaremos algunas cosas más. Tengo que estar mañana antes de las diez en Veracruz, y no me puedo detener.

Acabando de decir estas palabras, don Rafael montó a caballo, partió a galope precedido de su postillón y dejó a Evaristo con la boca abierta. Repuesto de esta sorpresa que no esperaba, fue a dar al escondrijo de Hilario y le contó lo que había pasado. Ambos convinieron en que era preciso no sólo respetar, sino prestar todo género de auxilios al correo de la Reina de Inglaterra, al que nada podían robar y del que tenían mucho que temer si le hacían daño. El día 4, a cosa de medio día, Veraza pasaba ya por el Agua del Venerable, y Evaristo contestó a la señal convenida. Don Rafael hizo algunos regalos a Evaristo, convino con él en ciertos pormenores para no ser molestado en sus sucesivos viajes, y continuó su camino para México sin que contase ese encuentro con alma viviente. El que esto escribe supo estas cosas y otras más por causa de acontecimientos extraordinarios, que se referirán en las memorias que probablemente figurarán en el segundo tomo de esta novela.

Las diligencias de Puebla y Veracruz pasaban sin accidente, tanto que se habían suprimido dos soldados que la Comandancia Militar de México mandaba colocar en el techo, armados de una carabina de chispa, de modo que una vez disparado un tiro, era necesario recurrir a todos los movimientos prescritos para la carga a once voces.

Evaristo pensó seriamente en atacar la diligencia; tuvo serias conferencias con Hilario y resolvieron hacer ensayos como si se tratara de una comedia, porque no querían comenzar por un drama. Eso sería para más adelante o cuando ocurriese un lance que no pudiesen evitar. El asalto lo deberían hacer con el menor riesgo de sus personas. Trataban, y con razón, de economizar su propia sangre, como hacen los generales más famosos, que siempre se colocan lo más lejos que pueden del centro de la batalla. No se mataría ni maltrataría a ningún pasajero; no se les robaría prendas de ropa que pudiesen ser fácilmente reconocidas; los relojes de plata de poco valor, se dejarían en los bolsillos de los pasajeros, y del dinero que se juntase, registrándolos hasta en los zapatos, se les dejarían unos cuantos pesos para que almorzasen o comieran en Puebla. De esa manera, lejos de atraer sobre sí la cólera de la justicia, serían unos ladrones verdaderamente populares y estimada su conducta en alto grado por los jueces y magistrados y por los mismos viajeros. A los cocheros de las diligencias debía respetárseles y procurar transigir con ellos, pues si los maltrataban o mataban, no habría quien quisiese hacer el viaje, y la línea de diligencias tendría que suspenderse, o el gobierno pondría tal número de fuerzas para custodiar el camino, que hiciese imposible toda tentativa. En los ataques al coche deberían aparecer ante la vista de los pasajeros rendidos y acobardados una cuadrilla numerosa, bien que no contasen más que cinco o seis indios de la cuadrilla, pues los otros tenían necesidad de aparecer cortando y quemando árboles y haciendo sacas de carbón. Los indios que se destinasen para el asalto, deberían cubrirse la cara con una máscara negra, y vestir una cotona de cuero amarillo oscuro; sus armas serían un grueso garrote, y los dos fusiles viejos, cargados con munición gorda. El caso de derrota, de retirada o de persecución, estaba previsto. Los indios se dispersarían por la espesura del bosque, no corriendo y deslizándose por los matorrales, sino arrastrándose como culebras hasta llegar a agujeros que en diversas direcciones habían hecho y allí depositar la máscara y la cotona y aparecer después en la fábrica de carbón trabajando tranquilamente, o con su hacha cortando palos. Los sombreros, cuando figuraban de ladrones, eran negros, anchos y con una toquilla-galón falso de plata. Los sombreros de carboneros y leñadores eran de petate, cortos de ala y viejos. La organización no dejaba nada que desear; era obra de un momento el disfrazarse y desempeñar en coro su papel de ladrones, y cuando se acabase la función, guardar sus trajes y volver a su primitiva forma de leñadores y carboneros. Si el gobierno mandaba fuerzas que recorriesen el camino, no encontrarían ni un alma, y se darían por falsas las noticias de los alcaldes y las que corrían en el público; si penetraba una fuerza armada en el monte, no encontraría más que unos cuantos indios inofensivos y humildes, que apenas sabían el español, ocupados en los rudos trabajos de la montaña y en terrenos pertenecientes a los hacendados de las cercanías, que se aprovechaban legalmente con sus peones del productivo esquilmo del carbón.

Este plan fue el resultado de largas conversaciones entre Evaristo e Hilario; y es necesario hacer justicia al capataz de la cuadrilla. Fue su capacidad y experiencia lo que originó la mayor parte de los pormenores necesarios para lograr el objeto, que era robar sin peligro y evitar la persecución.

Los ensayos fueron repetidos en las horas en que el camino estaba completamente solo; y cuando estuvieron seguros de que los de la cuadrilla habían aprendido bien su papel, decidieron que un día 12, consagrado cada mes en México al recuerdo de la Aparición de la Virgen de Guadalupe, darían el primer asalto, esperando que la Divina Señora los sacaría con bien. Evaristo era supersticioso, aunque un tanto descreído y despreocupado de las cosas eternas, especialmente desde que asesinó a Tules; pero Hilario era cristiano viejo y honrado a carta cabal; cuando habitaba un pueblo, o la hacienda en que trabajaba tenía capilla, nunca faltaba el domingo a la misa y al sermón y primero le arrancaban el pellejo que un escapulario de la Virgen del Carmen que traía debajo de la camisa.

El día 11 en la noche Evaristo no durmió. Como medio incrédulo y depravado por carácter, le asaltaban ciertas dudas y se le figuraba que Tules se iba a vengar y, bajo la forma de una pasajera, le dispararía un balazo y lo mataría. Hilario durmió como un patriarca.

Una hora antes de que pasara la diligencia, Evaristo estaba ya en las orillas de la calzada, emboscándose cuando veía gente; a poca distancia Hilario hacia lo mismo; los dos, armados con sus pistolas y sus sables, que habían amolado la víspera, por lo que pudiese suceder. Los seis indios a quienes tocó ese día ser ladrones, vistieron cotonas de cuero, sus sombreros negros y sus máscaras; se colocaron detrás de los Palos Grandes, perfectamente ocultos; pero con instrucciones de entrar y salir de aquel grupo de árboles cuando los pasajeros estuviesen ya muertos de miedo para figurar que no eran seis, sino sesenta, como hacen los directores de teatros con las coristas y soldados que figuran en las comedias.

Cerca de la una de la tarde Evaristo escuchó los chasquidos del látigo del cochero, que alentaban a las mulas para subir la cuesta, y los ruidos estridentes de las ruedas de la diligencia, que chocaban y saltaban sobre la piedra suelta del malísimo camino. ¿Quién lo creerá? En aquel momento Evaristo tuvo miedo y estuvo a punto de volver atrás, ocultarse él y los suyos en el monte y dejar la empresa para otro día; pero había tomado antes de montar unos buenos tragos de catalán, y el licor le dio ánimo para sobreponerse y hacer frente a todo lo que pudiera ocurrir, y de un salto del alazán se puso en medio de la calzada con pistola en mano a esperar el coche.

XLVIII. Primer asalto a la diligencia

Tocó ese día a Mateo hacer el viaje a Veracruz. Casimiro Collado se debe acordar de él. Don Anselmo Zurutuza lo había tenido a su servicio como criado, lo había educado para cochero, y era el más diestro entre todos los excelentes cocheros que tenía la casa de diligencias, establecimiento que fue de una inmensa utilidad en México, y que por diversas y difíciles líneas que recorrían sus coches, por su orden, por la exactitud de sus viajes a pesar de los muchos obstáculos de los caminos, y por lo bien arreglado de su administración, podía compararse al servicio de las diligencias de Inglaterra, y las Messageries de París, antes de que inventasen y construyesen los caminos de hierro. Mateo fue también el favorito de don Manuel Gargollo y de Casimiro Collado, cuando quedó al frente de este grandioso establecimiento.

Era Mateo de esa raza mestiza inteligente, audaz y valentona, que representa hoy quizá una tercera parte de los habitantes de la que fue Nueva España, y que tantos servicios presta en la guerra, en las minas y en la cultura de los campos. Chaparro, medio zambo, de nariz abultada, de ojos negros, pequeños y maliciosos, lampiño, de anchas espaldas, de brazos y piernas musculosos, con unas manos chicas, pero con los dedos gordos como si fuesen de plátano guineo, manejaba con destreza dos tiros de mulas, y su mano era tan dura y firme que las mulas sobradas y bravas que se uncían a los coches, reconocían desde luego la superioridad del que las conducía. Al grito de Mateo y al chasquido del látigo salían brincando, y con una furia de demonios, que parecía que iban a hacer trizas al coche; cuando iban mujeres dentro, se santiguaban y se encomendaban a Dios; pero a poco de andar, Mateo, con sus gritos y latigazos, las obligaba a que caminasen a un trote parejo y regular que daba gusto. Educado en la sociedad de los cocheros yanquis, que con don Manuel Escandón fundaron la casa de diligencias de México, Mateo hablaba inglés al estilo burdo, amanerado y casi ininteligible de la gente del campo de los Estados del Sur, fingía haber olvidado el español, y de intento o por hábito decía mil disparates. Bebía grandes jarras de cerveza con Sloocun y Juan El Diablo, y comía su rosbif casi crudo, pocas tortillas, y pulque jamás. No era Mateo de esos cocheros a quienes podía asustar Evaristo ni veinte ladrones más. Estaba habituado hacía muchos años a las aventuras y peripecias del camino, y más de una vez había recibido descargas de balazos que por fortuna no le habían tocado; así es que luego que oyó el grito de ¡alto! y observó a Evaristo en el centro de la calzada hecho un Santiago, haciendo girar y pararse de manos al alazán y apuntando con su pistola en todas direcciones, en vez de azorarse echó una carcajada, fue templando el trote de las mulas, hasta que puso el pie en el garrote y paró el coche; si no lo hace tan a tiempo, arrolla a Evaristo y a su alazán.

—No vaya a disparar la pistola, amigo, y a espantar el ganado —le dijo Mateo con calma—. La gente que viene dentro es de señores muy decentes; yo los traigo, y basta. Se conoce, amigo mío, que usted es nuevo por aquí, porque con haberme chiflado bastaba. Los que estaban hace dos años por aquí jamás tocaban a los cocheros de la casa, y el amo Anselmo nos daba nuestra gala porque le llevábamos bien el coche hasta Veracruz. Ya hablaremos; dése prisa y con tiento, pues si llego con una hora de retraso, tengo multa.

Todo esto era nuevo para Evaristo. La confianza con que le habló el correo de S. M. Británica, y la llaneza con que lo trataba el cochero de la diligencia, lo sorprendieron, casi estaba tentado a pedirles perdón en vez de robarlos; pero estas ideas pasaban rápidas, y tenía que recurrir a su mal carácter para desempeñar su papel de bandido.

—Bueno, amigo —contestó Evaristo al discurso de Mateo— no hay que echar a correr, porque entonces disparo, y disparará mi gente que está emboscada.

—¿Por quién me toma? —le dijo Mateo—. ¿Entonces para qué sirve la palabra de los hombres? Despáchese y váyase con tiento con la gente que yo traigo, porque entonces no volverán a hacer el viaje en mi coche.

Evaristo, que tenía prisa de concluir, dio los chiflidos convenidos, y por el costado izquierdo de la calzada apareció Hilario, haciendo que su caballo hiciera corbetas y santiaguitos. Del escondite de Palos Grandes fueron saliendo los indios enmascarados, que rodearon el coche blandiendo sus bastones, y los dos armados de los viejos fusiles de chispa, apuntaron al carruaje.

Evaristo se acercó a la portezuela derecha, y apuntando dijo:

—Al que se mueva o grite, le vuelo la tapa de los sesos.

Hilario hizo lo mismo por la portezuela izquierda, y repitió palabra por palabra la misma orden. Los enmascarados se colocaron frente a las mulas para impedir la fuga del carruaje, pues no estaban enterados del arreglo tácito hecho entre su capitán y el cochero.

Los nueve asientos de la diligencia estaban ocupados; en el pescante venía el sota, y en el techo un criado. Entre los pasajeros se hallaba don Manuel Escandón, don José Bernardo Couto y don Joaquín Pesado; los demás eran dos señoras ancianas que regresaban a Puebla con sus dos criadas, y dos personas desconocidas de aspecto decente, quizá comerciantes del interior, que bajaban a Veracruz a hacer sus compras de invierno.

Don Manuel Escandón, que había también sido amo de Mateo, con el cual hablaba siempre en inglés, escogió precisamente para hacer el viaje el día que le tocaba conducir el coche. Sabía perfectamente que, en caso de ser asaltados por los ladrones, Mateo arreglaría las cosas de modo que no pasaran tan mal. Don Joaquín Pesado viajaba constantemente de México a sus haciendas de Orizaba; había sido asaltado ocho o diez veces, y sabía que no habiendo resistencia y salvas algunas humillaciones y molestias, la vida no corría peligro; pero don Bernardo Couto hacía años que no abandonaba su casa de México sino para ir a Tacubaya, y aunque había oído referir anécdotas muy curiosas acerca de los robos en el monte de Río Frío, nunca se había encontrado en un lance; así, la vista de los enmascarados y las pistolas preparadas que apuntaban desde las portezuelas al pecho del viajero, lo llenaron de terror, y sin proferir una palabra se encogió como una oruga y casi se envolvió entre la ropa de las mujeres que iban sentadas junto a él, diciéndoles en voz muy baja:

—¡Por el amor de Dios, señoras, no hay que gritar ni que llorar, porque somos muertos!

Después de algunos minutos de silencio, que parecieron siglos a los pasajeros, Escandón tomó la palabra, disimulando lo más que pudo la voz turbada, pues por más que se diga siempre es solemne en la soledad de un camino y en medio de un bosque el encontrarse repentinamente con los ladrones; pero en fin, pudo hablar:

—No hay necesidad de violencia, señor capitán, porque supongo que es usted el capitán —dijo a Evaristo que le apuntaba con su pistola—. Estamos prontos a hacer lo que usted diga, y no hay motivo para tratarnos mal.

—Bien —contestó Evaristo con voz un poco aguardentosa y ronca—. Venga el dinero que traigan en la bolsa.

—Nosotras no traemos nada —se apresuraron a decir las dos señoras ancianas, y en su voz temblorosa se conocía que sí tenían algo que desembolsar y que mentían.

—Silencio, señoras —dijo Escandón— y puesto que el señor capitán se porta bien, es menester no ponerle dificultades.

Las dos ancianas fueron sacando como por fuerza medio a medio real, el dinero que tenían en el seno y en las bolsas de su vestido.

—¡Pronto! no puedo esperar una hora a que se registren esas viejas chinches, sacando solamente medios lisos —gritó Evaristo con cólera.

Tal fue el susto, que una de ellas dejó caer una taleguita de pita llena de pesos que tenía oculta.

—Venga acá eso —dijo Evaristo—. Y decían que no tenían nada. Ya las amarraré de un árbol y les quitaré hasta la camisa, pues algo más deben tener debajo de la ropa.

—¡Por la Virgen de los Dolores! —exclamó una de las ancianas—. Le juramos que es todo lo que tenemos, y ya se lo íbamos a entregar.

Las criadas lloraban de miedo, pero no se atrevían a hablar.

—Vaya, vaya, capitán, sea usted generoso y perdónelas —dijo Escandón desviando el brazo de Evaristo, que iba a dar un mojicón a la anciana.

—Pronto, los demás —interrumpió el capitán tomando la taleguita, que por la apariencia contendría unos ochenta a cien pesos.

Don Joaquín Pesado se registró los bolsillos con calma y reunió ocho pesos, que entregó al capitán diciéndole:

—Es todo lo que tengo; no nos queda ni para comer.

Don Bernardo Couto sacó unos ocho o diez pesos; los demás pasajeros y una de las ancianas entregaron cuanto tenían, y reunidos los puños de pesos en las manos de Escandón los pasaba al capitán diciéndole:

—Aquí está lo que tenemos, y no es mal negocio, capitán; ya ve usted, sin necesidad de palabras duras, ni de maltrato, y sin exponerse, no ha salido mal el negocio.

—Ahora los relojes —añadió Evaristo sin hacer caso de Escandón, guardándose el dinero en los bolsillos y desmontando su pistola, de la cual no tenía ya necesidad en aquel momento.

Don Joaquín Pesado entregó un reloj viejo de plata.

Don Bernardo Couto, con una voz muy suave y persuasiva, dijo:

—Desgraciadamente, y con la premura del viaje, se me olvidó el reloj en mi casa, señor capitán —y al decir esto volteó al revés la bolsa de su chaleco.

Las ancianas y sus criadas, unos relicarios de oro con imágenes y astillitas de huesos de santos; los dos pasajeros que habían permanecido en silencio y en la apariencia tranquilos, sin resistencia entregaron sus relojes de oro, con sus grandes cadenas finas. Escandón pasó todo esto a manos del capitán.

—Vaya, no es tan malo; ya hemos dado los relojes, algunos de oro, y hasta los relicarios de estas señoras, que ya no serán maltratadas. ¿No es verdad, capitán?

Y mientras el capitán tomaba con cierta avidez y distribuía la presa en su bolsillo. Escandón dejó de intento caer uno de los relojes, y al agacharse para buscarlo se quitó el suyo que conservaba en el bolsillo y lo echó debajo del asiento. Evaristo, aunque sabía que ninguna fuerza había de venir a atacarlo, tenía miedo y no deseaba prolongar el lance; así, no atendía a los pormenores que pasaban en el interior del coche entre los asustados viajeros; tendía la mano, y recibía sin examen lo que le daba Escandón, que estaba en el asiento del centro, junto a la portezuela, y que parlamentaba, hablaba en nombre de los demás y templaba el humor del belicoso capitán, que no encontraba mal el que se le evitase entenderse con todos y oír quejas, súplicas y lloros de las mujeres. Así que acabó de llenar sus bolsas con los despojos que recibía, dijo:

—¡Ahora, abajo los pasajeros! —y abrió violentamente la portezuela.

Escandón descendió del coche y le siguieron los demás.

—Cada uno se irá a tender boca abajo en el suelo —continuó Evaristo— en el lugar que se le señale, y cuidado con levantar la cabeza, ni mirar a ninguna parte, ni hablar, porque con un balazo ya no la moverá más.

Escandón quiso parlamentar y aprovechar el dominio que hasta cierto punto había adquirido sobre el bandido; pero éste ya no le hizo caso y entregó las víctimas a Hilario, que las llevó a poca distancia a la orilla del bosque, y las fue tendiendo en fila. Lo más que consiguió Escandón fue que lo colocaran entre don Joaquín Pesado y don José Bernardo Couto. Un par de indios quedaron de guardia con el garrote levantado y con orden de romperles la cabeza si intentaban levantarse o dar voces para pedir socorro; y no era esto fuera del caso, porque mientras el bandido y Escandón habían conferenciado, una recua de mulas cargadas con azúcar y aguardiente llegó y fue seguida a pocos minutos por indios de las cercanías, a pie, y por otros con burros cargados con huacales de fruta o de vacío. Todos fueron detenidos y amenazados de muerte si intentaban retroceder o defenderse.

Mateo, con las riendas en la mano y su pie en el garrote, contenía con trabajo las mulas, que a cada momento querían partir y llegar a la posta a la hora a que estaban acostumbradas.

Los enmascarados, con los garrotes enarbolados, y apuntando en todas direcciones con los fusiles, rodeaban el carruaje, y los pasajeros, tendidos e inmóviles en la yerba eriza y húmeda de la montaña, parecían ya cadáveres que sólo necesitaban del sepulturero para que los enterrase en una fosa común. Las señoras, al menos, así lo creían; se consideraban en el último trance de su vida. Aunque habían hecho varios viajes entre México y Puebla, era el primero en que se habían encontrado con ladrones.

Don Bernardo, de una contextura delicada y nerviosa, de un carácter tímido y aprensivo, no dejaba de pensar que los bandidos, después de haberlos despojado, ejercerían algunas violencias, al menos con las criadas, que no eran de malos bigotes, y tal vez le quitaría la vida un garrotazo de los bárbaros indios.

En tanto que Hilario vigilaba a los arrieros y pasajeros, Evaristo ordenó al sota que vaciara la covacha y el pescante de los bultos y baúles que contenían. Mateo, con la mano libre que le quedaba, ayudaba a tirar bruscamente las maletas al suelo, y los enmascarados, en momentos, apearon de la covacha, que estaba llena, los equipajes de los viajeros.

Evaristo se acercó a la fila de los desgraciados tendidos y gritó:

—¡Las llaves, grandísimos…! ¡Y pronto… si no!…

Escandón quiso hablar.

—Calle, que bastante lo he aguantado —respondió Evaristo—. ¡Las llaves!

Cada uno se apresuró a entregar las llaves de sus baúles, menos una de las ancianas, que por más que hizo no la pudo encontrar entre sus vestidos.

—¿Cuál es su baúl? —le preguntó Evaristo.

—Es una petaca de Puebla, colorada, con clavitos dorados, Señor Sacramentado —respondió la anciana, queriendo a la vez decirle señor capitán y encomendarse a Dios.

—Ni trizas quedarán de ella, y ya verá lo que le sucede —replicó Evaristo recogiendo las llaves y dirigiéndose al montón de sacos, maletas y baúles esparcidos en desorden entre los pedruscos del camino.

Evaristo buscó la petaca colorada con clavitos dorados, la levantó en el aire, la estrelló contra las piedras, y de entre las astillas fue sacando vestidos, enaguas, camisas y medias sucias; en resumen, nada de valor.

—¡Maldita vieja —exclamó— me la ha de pagar! —Y rompió con cólera un vestido de Macedonia, única cosa regular, y el resto lo tiró para que lo cogieran, a los indios y arrieros que estaban detenidos.

Siguió el registro de los baúles, a los que ya Hilario había acomodado sus llaves. La maleta inglesa de don Manuel Escandón, muy bien surtida de calzoncillos blancos, camisas, pañuelos, todo muy fino y procedente de los almacenes de Londres.

—Ya tengo para un año —dijo Evaristo— hasta con mi marca, porque yo me llamo Mariano Evaristo.

Volvió a colocar con cuidado la ropa en la petaca, la cerró, se echó la llave en la bolsa, y él mismo se la llevó al grupo de árboles, de donde habían salido los enmascarados.

Uno de ellos estaba de vigía, observando al lado opuesto del camino.

Siguió el registro de los demás equipajes, y fueron tomando de ellos lo que les pareció que podían apropiarse inmediatamente; mientras el capitán repartía la ropa, los enmascarados se retiraban al escondite de Palos Grandes y volvían al momento vestidos con calzoncillos blancos nuevos y limpios y chaquetas de paño o de lienzo, que parecía que se las había hecho expresamente un sastre de la Calle de Plateros. Salieron de los baúles alhajas de diversos tipos y tamaños y dinero en plata y oro; de modo que la presa abordaba a algunos cientos de pesos. Evaristo e Hilario estaban muy contentos, y sus maneras con los pasajeros, aunque groseras para imponerles miedo, se modificaron notablemente. Dejando en los baúles lo que no les servía, los rellenaron con la ropa amontonada, sin distinción de dueños; de manera que las enaguas y camisas de las señoras poblanas fueron a dar al baúl de don Joaquín Pesado, y los chalecos de los viajeros del interior a la petaca de las criadas.

Acababa justamente de registrar el baúl de don Bernardo Couto, y lo cerraba y daba vuelta a la llave, que no obedecía, cuando éste, con una voz tímida lo llamó:

—¡Señor capitán! —dijo.

—¿Qué se ofrece? —preguntó Evaristo siempre acentuando sus palabras con un tono altanero.

—¿Ha registrado usted bien mi baúl, señor capitán?

—Sí, ¿y qué sucede? No hay que levantar mucho la cabeza hasta que yo lo mande.

—No la levanto sino lo necesario para ser escuchado, señor capitán —prosiguió don Bernardo con su ilación lógica, como si comenzase un discurso en el Congreso.

Escandón, que preveía lo que iba a decir don Bernardo, le tiraba del pantalón con disimulo; pero éste no hacía caso y continuó con su voz dulce y persuasiva:

—Me parece, señor capitán, y no estoy seguro de ello, porque mi petaca la compusieron y arreglaron las señoras de mi casa, pero en el rincón de la izquierda…

Escandón, con disimulo, tiraba más fuerte de la ropa de Couto; éste no se dio por entendido y acabó su peroración.

—En el rincón de la izquierda, o en el de la derecha, no estoy cierto, hay unos doscientos pesos envueltos en cartuchos de a cincuenta pesos.

Escandón tiró más fuerte de la ropa de don Bernardo, pero no había ya remedio; había soltado la prenda.

Evaristo, que había logrado cerrar la petaca, la volvió a abrir, echó fuera con precipitación la ropa, registró el fondo y los rincones, y fue sacando uno a uno los cuatro cartuchos con cincuenta pesos cada uno.

—Este hombre no es ladrón ni mentiroso como la vieja —dijo Evaristo—; no oculta el dinero que con tanto trabajo ganamos los pobres. No se irá la vieja sin acordarse de mí.

—Es una infeliz enferma —murmuró don Bernardo, creyendo tener ya una influencia con el capitán.

—Calle y no interceda, ni se meta en lo que no le importa.

Don Bernardo, aterrado, bajó la cabeza y volvió a tomar su posición horizontal que antes tenía.

—Pueden levantarse todos, menos la vieja —dijo Evaristo.

—¡Por el amor de Jesucristo, señor capitán! —exclamó la desolada anciana—. ¡Tenga usted compasión de mí, y le prometo que cuando usted vuelva le traeré cuanto dinero tenga!

—Si habla una palabra más la matas —dijo a uno de los indios que no habían dejado de tener los garrotes levantados sobre la cabeza de los viajeros.

Pesado y Escandón quisieron interceder; pero Evaristo les impuso silencio con una mirada.

—Vayan recogiendo sus hilachas viejas, que para nada me sirven, y pronto —continuó el bandido, tirando en el suelo las llaves que le quedaban en la mano— porque no me gusta que esté más tiempo el coche en el camino.

Los pasajeros, obedientes como unos niños de escuela a la voz del maestro, fueron humildemente recogiendo la ropa que les habían dejado los enmascarados, y colocándola como pudieron en sus respectivos baúles.

Escandón tuvo el atrevimiento de pedir al capitán que le devolviera su baúl inglés.

Evaristo se lo quedó mirando y no le respondió.

La anciana, que después se supo que era una de las damas antiguas y principales de Puebla, esperaba por momentos la muerte.

Los demás pasajeros tenían también sus temores, y estaban resueltos a interceder y hacer promesa a Evaristo; pero éste no los dejó, pues, como quien dice, los arreaba para que concluyeran de acomodar lo que les quedaba.

Entre los indios enmascarados y el sota volvieron a colocar en la covacha y el pescante los baúles y maletas, y por orden de Evaristo fueron entrando al coche los pasajeros.

Así que estuvieron dentro y cerrada la portezuela, con pistola en mano, se acercó a la desventurada señora, que estaba más muerta que viva. Los pasajeros involuntariamente lanzaron un grito de horror.

—¡No la mate usted, capitán; le daremos cualquier dinero!

Evaristo, en vez de responder, dirigió la puntería a la portezuela. Los pasajeros se hundieron y se hicieron una bola en el centro del carruaje.

—Es el último día de mi vida —dijo don Bernardo, y cerró los ojos.

Evaristo llegó por fin a donde estaba tendida la anciana, y en vez de dejarle ir el tiro, guardó la pistola, tomó la cuarta que tenía abrochada en la pretina de las calzoneras, levantó las ropas, que no estaban ya en mucho orden, y le aplicó dos o tres cuartazos que le hicieron dar un grito de dolor. Pesado y don Bernardo se taparon los ojos. Escandón no perdía un solo detalle de la escena.

—Ahora levántese y váyase —le dijo Evaristo sin cuidar de cubrir el lugar posterior donde había hecho el castigo.

La pobre señora no pudo responder ni cubrirse. Se había desmayado. Entre el sota y uno de los enmascarados la levantaron en brazos y la metieron en la diligencia como si fuese uno de tantos bultos que aún quedaban en el suelo.

Evaristo montó a caballo. La covacha se acabó de cargar y todo volvió al mismo orden como si nada hubiese pasado; Mateo, con ayuda del sota, arregló sus riendas, compuso sus mulas inquietas que se habían encuartado, y se disponía a partir, pero Evaristo le dijo:

—No truenes el látigo hasta que yo te lo mande.

Mateo contuvo el tiro, y Evaristo se acercó a la portezuela.

—No tendrán la menor queja de mí —dijo a los pasajeros—, y los he tratado como si hubieran sido mis amos, gracias al cochero que me los recomendó; pero tengan muy presente lo que les voy a decir: si al llegar a Puebla chistan una palabra, cuéntense por muertos. Un día y otro los he de encontrar sea en el camino o sea en cualquier parte. Yo y toda mi gente ya los conocemos bien, y donde quiera que los veamos los hemos de matar, y si no podemos personalmente, no faltará quien lo haga. Ya saben que los ladrones somos honrados y tenemos palabra. Agradezcan que por ustedes no maté a esa condenada vieja que ya me había robado el fruto de mi trabajo. Que venga ella a estarse noches y días enteros en el monte, y verá que no es lo mismo rezar en la iglesia todo el día o estarse sentada ociosa en su casa. El cochero no me da cuidado, porque él sabe mejor lo que tiene que hacerse. Conque adiós y buen viaje.

—Adiós, capitán —le dijo don Joaquín Pesado— estamos muy agradecidos, pero no nos queda ni para pagar la comida en Puebla. Dénos unos cuantos pesos —y con una lógica irresistible añadió—: Si comenzamos por no pagar la comida y pedir prestado, desde luego, y sin que lo digamos, sabrán que…

—Dice bien —respondió Evaristo— y sacó un puñado de pesos de la bolsa y lo tiró en el centro del coche, gritando a Mateo:

—¡Arrea!

Mateo tronó el látigo, las mulas se encabritaron y partieron como demonios, saltando, cayendo y levantando el carruaje por entre baches, piedras y hondonadas del camino. Quería, aunque él y los pasajeros se hicieran pedazos, ganar el tiempo perdido y llegar a Puebla a la hora reglamentaria. Don Anselmo Zurutuza era inflexible. No le importaban a él ni los ladrones ni las lluvias, ni el frío, ni las dificultades del camino. Habían de llegar sus cocheros a una hora fija. Si pasaban quince minutos, pagaban una fuerte multa.

Cuando la diligencia desapareció entre las vueltas del camino y la espesura de los árboles, y cesó de oírse el crujido de las llantas contra las piedras de la calzada, Evaristo reunió a los arrieros e indios detenidos, que eran más de treinta, y les hizo las más terribles amenazas si decían algo de lo que había pasado.

—Si llega a mi noticia que alguno de ustedes ha contado algo de lo que acaban de ver, juro que les cortaré la lengua. Vamos ¿qué tienen que darme? Los indios se apresuraron a darle fruta, queso, alfajores y dulces de México que llevaban a vender a Veracruz, de todo lo que hizo una buena provisión Evaristo, colocándolo en un saco vacío que había quedado en el campo, entre los despojos. Los arrieros querían destapar un barril de aguardiente y darle un jarro o un cubo; pero Evaristo tenía bastante provisión de licores, y lo que quería era levantar el campo. Rehusó ya más ofertas, aun de puñados de cobre, y dejó seguir su rumbo a toda la gente.

En seguida, con sus indios que se quitaron la máscara luego que no hubo quien los observase, limpió el camino, recogiendo los fragmentos de la petaca encarnada de la señora principal de Puebla, las correas, mecates, piezas de ropa viejas y nuevas que había regadas, y dejando casi barrido el campo de batalla, se internó al monte cargando la presa. Dejó a cuatro de los indios haciendo carbón, y él, con los demás, siguió al Rancho de los Coyotes para liquidar y repartir el robo.

—Se lo anticipé a usted, señor amo —dijo Hilario— que habíamos de salir con bien. La Virgen de Guadalupe siempre me ha socorrido.

Evaristo meneó la cabeza algo incrédulo, pero no quiso desagradar a su segundo, y le respondió:

—Yo tenía confianza; pero nuestras pistolas y el valor con que hemos atacado el coche nos ha dado el resultado. Los Joseses se han portado bien.

—Para lo que se ofrezca en adelante, estarán como navaja de barba; no hay que enseñarles más.

Los dos bandoleros se apearon del caballo, entraron a las piezas, vaciaron lealmente sus bolsillos sobre la mesa y empezaron a contar las prendas y dinero.

Como seiscientos pesos en monedas de oro y plata; tres relojes de oro y uno de plata; como diez anillos de oro con algunos brillantes; ropa nueva y el baúl de don Manuel Escandón, que contenía dos pares de gruesos zapatos ingleses, idénticos a los que usaba lord Palmerston; una docena de camisas de tela fina; unos pantalones y chalecos de lana y un par de sacos cortos de paño y corbatas de color; todo idéntico a lo que acostumbraba lord Palmerston; un estuche pequeño de viaje, de metal inglés; calzoneras interiores, pañuelos, calcetines y pocas cosas más. Evaristo quedó contento, y de ropa interior ya tenía para algunos meses.

Dejó a su segundo la tercera parte del dinero y de las alhajas, y la otra se repartió entre los indios, que quedaron muy contentos y tomaron sabor al robo en grande. Evaristo quería mostrarse generoso, a reserva de que, cuando tuviese mayor influencia y dominio, modificaría en su favor las cuotas.

Mientras se hacía la liquidación y el reparto, una de las indias que servía en la cocina había preparado un buen mole de pecho, unos frijoles a medio cocer y un cabrito asado en una lumbrada, sin que faltasen las tortillas y el tlachique; y los dos honrados agricultores se sentaron a comer alegremente, contemplando los campos fértiles, el bosque frondoso, las barcinas de paja, levantadas enfrente de los montones de mazorcas de maíz duro que habían bajado del monte, todo lo que importaba algunos cientos de pesos.

Resolvieron, en vista de esta prosperidad, dedicarse a la agricultura, pasear en la feria de Texcoco, donde había gallos y maroma, y dejar pasar tranquilamente la diligencia dos o tres semanas.

XLIX. Episodio

Mientras Evaristo, su socio y sus indios enmascarados descansan de su laboriosa jornada, comen, ríen y se reparten los despojos tan valientemente adquiridos, la diligencia de don Anselmo Zurutuza, conducida por Mateo, camina al término de su jornada.

Los comerciantes de Guanajuato y las señoras principales de Puebla y sus criadas, poco nos importan, pero algo los tres distinguidos personajes que hemos mencionado, conocidos más o menos, si no de vista, sí por su fama en toda la república.

Escandón, banquero, propietario, agricultor, fabricante, empresario en su principio de la línea de diligencias, minero, financiero, ¿qué no era Escandón en esa vía de actividad y de ingenio, para ganar dinero y abarcar las más atrevidas empresas?

Couto, abogado distinguidísimo, orador de primer orden, político, un poco poeta, pero sobre todo, hombre amable, de un trato tan fino que el de una dama podía parecer áspero si se le comparaba.

Pesado, poeta, escritor correcto, teólogo consumado, hombre de economía severa y de un estricto método y orden en su casa, en sus negocios y hasta en sus acciones y modo de hablar.

Como estos personajes notables no volverán a figurar en las siguientes escenas y cuadros de costumbres, o figurarán muy poco, no llevarán a mal nuestros lectores que los acompañemos hasta Puebla, y con ello conocerán más el carácter de cada uno, del cual habían dado muestras desde que fueron asaltados por Evaristo.

El uno, hombre de negocios. El otro, tímido y orador hasta con los ladrones. El último, metódico y económico.

—¡Nos vas a desbarrancar y a hacer pedazos, Mateo, no tengas cuidado por la multa!… ¡Ah bárbaro, por poco volcamos!… ¡Mateo! ¡Mateo! ¿No oyes?

Don Manuel Escandón, sacando con trabajo la cabeza a riesgo de rompérsela contra la portezuela y evitando con una mano el recibir un golpe a causa de los saltos y vaivenes del coche, era el que gritaba a Mateo; pero Mateo no lo oía, o no lo quería oír, y continuaba su carrera vertiginosa por entre peñascos, piedras sueltas y agujeros profundos. Una goleta en medio del océano agitado, era nada en comparación de aquel coche. Todo era bueno para hacer correr el tiro: latigazos, gritos, piedras que lanzaba el sota para que alcanzaran a las ancas de los dos guías que iban delante.

Los pasajeros veían con terror pasar como fantasmas fugitivos los árboles del bosque, y cuando creían entrar en alguna calma, un nuevo salto golpeaba sus cabezas contra el techo o los estrujaba y revolvía unos con otros.

Las señoras principales de Puebla se encomendaban a todos los santos del cielo, y a cada brinco del carruaje, exclamaban: «¡Jesús nos valga!», y gritaban del dolor que les causaban los tropezones de cabezas, brazos y piernas.

Los dos viajeros taciturnos del interior, de cuando en cuando soltaban tamaña desvergüenza y maldecían la hora en que se les había ocurrido prolongar su viaje a Veracruz. En el invierno siguiente harían las compras en México, pues el camino del interior en tiempos de secas era mucho mejor que el de Veracruz, con todo y los miles de pesos que percibía cada año la Junta de Peajes. ¡Ladrones, que todo se lo aplican al pago de sus réditos y se contentan con mantener cuatro peones en la Olla y otros tantos en la bajada de Perote, para cubrir las apariencias!

—¡Mateo, Mateo! ¡Nos vas a matar! —gritaban ya hasta las señoras de Puebla.

Y Mateo seguía su carrera loca por aquellas subidas y bajadas de la montaña; pero eso sí, conduciendo su coche con la misma habilidad que un piloto lleva la nave por entre los escollos y rompientes de una costa desconocida.

En un momento de tranquilidad relativa, don Bernardo dijo con voz agradable y lógica:

—Me temía que esos indios, que están todavía en un estado salvaje, descargaran un palo sobre mi cabeza; pero no preveía que había otro más salvaje que ellos, que es ese cochero a quien ustedes llaman Mateo.

—Sólo a don Manuel —dijo Pesado— le ocurre venir el día en que Mateo hace el viaje. Es conocido por su brutalidad y atrevimiento. Las desgracias que ya se han sucedido deben atribuírselas a los cocheros, y no a los de la Junta de Peajes, que harto hacen en ceder algo de sus réditos para mantener medio regular el camino.

—¡Qué quiere usted, don Joaquín! —le contestó Escandón—. Mateo es medio yanqui; y en cuanto a manejar, ni los mejores cocheros que traje de los Estados Unidos cuando fundé la casa de diligencias, manejan mejor que él. No tenga usted cuidado; pero en cuanto a los de la Junta de Peajes, son los responsables, porque se han comprometido con el gobierno a componer el camino y conservarlo en buen estado, y por eso se les dio el fondo de avería que se cobra en la aduana de Veracruz y produce buenos pesos. Ya verá usted el día que se haga un camino de fierro.

Pesado soltó una carcajada.

—¡Qué disparate, don Manuel! ¡Ni todos los ingenieros del mundo son capaces de hacer un camino de fierro, ni todos los tesoros que encierra Londres bastarían para sufragar el gasto! Se necesitaría cortar montañas enteras y no sé cómo, conociendo usted más que yo esta altísima sierra, puede imaginar que se pueda hacer, ni aun pintando, un camino de fierro.

—¡Jesús nos ampare! —gritaron en coro las dos señoras ancianas y sus criadas, y esta exclamación fue acompañada con una andanada de los comerciantes de Guanajuato, que no habrían la boca sino para lanzar una maldición contra el gobierno, contra la Junta de Peajes, contra Mateo y contra ellos mismos, por haber sido tan animales de emprender el viaje hasta Veracruz.

La diligencia estuvo a punto de volcarse, tanto que el sota se desprendió del pescante y brincó al suelo con tal destreza, que no se hizo daño y volvió a subir al mismo tiempo que Mateo, obligando a hacer una rápida evolución a las mulas, restableció el equilibrio y los viajeros, que se creían en el suelo, respiraron y no pudieron menos que elogiar la habilidad del cochero.

La discusión sobre caminos de fierro, peajes y cocheros, siguió entre Pesado, Escandón y Couto, sin dejar de gritar de vez en cuando a Mateo; pero éste les contestaba unas palabras en inglés, que ni Escandón entendía; la salida de cada posta era cada vez más estrepitosa, y las mulas frescas y lozanas partían como locas, saltando y emprendiendo una estampida, como si se hubiesen desbocado. Mateo, entusiasmado, en vez de contenerlas las arreaba, y así entre peligros, sustos y esperanzas de salvación, llegaron los viajeros a San Martín.

Allí, entre tanto las señoras de Puebla se procuraban en la casa de postas alguna infusión de yerbas para calmar el susto, y disponían el tiro de remuda, Escandón habló largamente en inglés con Mateo, y dio cuenta a don Bernardo y a Pesado de que ya lo había hecho entrar al orden y nada había que temer.

Palabras perdidas. Se pegaron las mulas, subió Mateo al pescante, y poco era lo que había pasado.

Más veloz que en un camino de fierro, volaba la diligencia por el ancho y hermoso valle de San Martín, dejando atrás como en una visión, los pueblos, las haciendas y los ranchos que están como salpicados a poca distancia del camino.

Cinco minutos después de la hora reglamentaria, entraba con estrépito el coche en el patio de la casa de diligencias de Puebla donde, como de costumbre, había más de cincuenta personas que esperaban para saber noticias de México y recoger sus cartas y encargos.

Ordeñana, que era el administrador, se presentó a recibir la valija.

—¿Ninguna novedad? —le preguntó a Mateo.

—Ninguna —le contestó el cochero— el camino un poco pesado y una mula que se encuartó, me han hecho perder cinco minutos.

Tiró las riendas a los mozos, bajó del pescante y se marchó a su casa sin decir ni una palabra más.

Don Bernardo, antes de llegar, repitió su recomendación a las señoras y criadas de que ni a su confesor dijeran lo que había ocurrido; así es que la concurrencia se disolvió satisfecha de que la diligencia, como de costumbre hacía meses, había llegado sin novedad.

De Puebla a Veracruz había un paraje sombrío y de malísima fama, el Pinal de San Agustín; pero también hacía tiempo que nada se oía decir.

Las señoras y criadas se marcharon a sus casas, y los pasajeros subieron a sus cuartos a quitarse el polvo y asearse un poco. No tardó en oírse el repique de la campana que anunciaba la hora de la comida. Reuniéronse en el espacioso salón del comedor no sólo los viajeros, sino muchos abonados a la buena cocina que disponía Ordeñana, y la conversación fue, naturalmente, relativa al camino.

—¿Conque ninguna novedad, don Manuel? —preguntó el dependiente de la casa de Múgica que comía allí.

—Ninguna —contestó don Manuel— el camino pésimo, intransitable, se llega a Puebla y a Veracruz por milagro, y no cesará esto hasta que tengamos un camino de fierro.

La mayor parte de los que estaban en la mesa se rieron, como lo había hecho Pesado.

—Pero muy seguro, eso sí, segurísimo —continuó Escandón sin hacerles caso—. Hemos encontrado recuas, gente de a pie y de a caballo, viajeros seguramente del interior, montados en buenos caballos… pero ni asomos de ladrones, y algo es que, mientras tengamos el camino de fierro, se pueda viajar con seguridad.

Don Bernardo se agachaba más de lo regular sobre su plato y comía con poco apetito un cuarto de pollo asado.

Don Joaquín Pesado sonreía, y queriendo desviar la conversación sobre ladrones, temiendo se les fuese a salir una palabra indiscreta, volvió al tema del camino de fierro.

—Monomanía de Escandón. Está soñando siempre con un camino de fierro, y la verdad es que llevamos años que se ha gastado mucho dinero y que no hay ni media legua hecha de Veracruz a la Tejería.

—No es delirio, sino un pensamiento patriótico —replicó el dependiente de Múgica—. Y entre don Juan y Escandón solos podrían hacer el camino y ganarían dinero.

—Se conoce que no tiene usted ni idea de lo que son caminos de fierro; ni veinte Escandón, ni veinte Múgica juntos, eran bastantes para hacer un camino de fierro de México a Veracruz. Sabe usted en cuánto calculaba Arriaga el…

—Ya tengo noticia —interrumpió el dependiente— poco más de un millón, y Escandón y Múgica lo pueden dar y les queda algo para comer.

—Ésa es la ignorancia de las cosas —dijo Pesado— y perdóneme que se lo diga. ¡Cuarenta millones de pesos! Sí, cuarenta millones, y me parece que se quedó corto, pues cortar estas montañas o hacer un gran túnel, es obra, como quien dice, de romanos.

El dependiente se exaltó hasta un grado increíble, y dijo que si Escandón y Múgica se decidían a emprender la obra del camino de fierro, él se comprometía a contratarla en un millón de pesos, seguro de que le quedarían de ganancia unos ochenta o cien mil, y daría como fianza de que cumpliría, unas casas de adobe que tenía al pie del Cerro de Loreto.

Pesado no le hizo caso y se echó a reír, y don Bernardo no pudo menos que exclamar en voz baja:

—¡Qué errores tan garrafales tienen las gentes!

Siguieron todavía disputando sobre calzadas, caminos de fierro y de rueda, ladrones, fondas, paraderos, y quién sabe cuántas cosas más hasta muy entrada la noche. Al fin cada uno fue abandonando la mesa y dejaron solos a nuestros amigos, personas tan distinguidas, que no hay quien deje de conocerlas en la capital.

—Pero don Bernardo —le dijo Escandón— ¿cómo fue a ocurrirle a usted señalar al capitán de los ladrones los doscientos pesos, cuando ya había registrado su baúl?

—Vea usted, señor don Manuel, quizá eso nos ha salvado la vida. Si para mayor desgracia le ocurre registrar de nuevo el baúl y encuentra el dinero, figúrese usted qué hubiera hecho de nosotros.

—Pues nada, don Bernardo, ni él le había preguntado a usted si traía dinero, ni sabía bien si era el baúl de usted o de los otros pasajeros.

—Desengáñese usted, señor don Manuel, siempre es bueno decir la verdad en todos casos, aun a los ladrones. ¡Qué vergüenza para la pobre señora de verse azotada y casi desnuda delante de nosotros!… Y al fin perdió su dinero y cuanto traía, pues pedazos le hizo su baúl ese malvado. Si le hubiese dicho la verdad desde el principio, no se hubiese visto en tan feo trance.

—No soy de la opinión de usted, don Bernardo —le dijo Pesado—. Todo es lícito en propia defensa, y la ley misma no castiga al que mata por defender su vida. Cuando hay mala fe conocida, no hay daño en mentirle al que ofende o engaña, como en el caso de usted; es doctrina de San Tomás y de todos los teólogos. Cuando camino no llevo reloj o, si acaso, compro uno de plata muy viejo, y que no ande, para que si me lo roban queden chasqueados, y me echo en la bolsa ocho o diez pesos falsos y dos buenos para pagar el almuerzo o la comida. En este caso tuve que dar los ocho pesos, y el capitán nos tiró, en verdad, como de limosna, veintiún pesos buenos para nuestra comida. Ya lo ve usted, en vez de ser robados, hemos ganado, y, engañado al ladrón, hice un beneficio a los pasajeros, que no habrían tenido ni para pagar la fonda. La liquidación es muy clara y sencilla, y mi conciencia queda tan limpia como si me acabara de confesar.

Comida de los nueve pasajeros que veníamos en el coche, a 2 pesos cada uno $18.00 Reintegro que me hago de dos pesos buenos que traía entre los falsos que di a los ladrones $2.00 Al mozo o pasajero que venía en el pescante $1.00 Total $21.00

Pesado había sacado un lápiz y una cartera, y hablando había apuntado la liquidación anterior, que mostró a sus amigos.

—Abismado estoy, señor don Joaquín —exclamó don Bernardo Couto agarrándose la cabeza con las dos manos— del valor y sangre fría de usted para haber hecho semejante cosa, y cómo no le temblaron las manos al dar a ese hombre feroz que se titulaba capitán, las monedas falsas.

—Serpientes y escorpiones daría para que en el acto quedasen muertos esos ladrones, que son la plaga y la rémora del país. Desengáñese usted; el ladrón, por valiente que sea, al tiempo de robar siempre tiene miedo. El valor viene unido, dice Santo Tomás, con la justicia de la causa, y esto le explica a usted el valor de los mártires que desafiaban la cólera de los emperadores romanos; pero volviendo a los ladrones, repito que tienen miedo, y por miedo matan al que trata de conocerlos; además, siempre están de prisa temiendo ser sorprendidos, y no van a entretenerse en registrar si las monedas son buenas o falsas. A mí me ha surtido perfectamente este método, y las más veces me han dado para el almuerzo, aunque no tanto como ahora. Este capitán, aunque brusco y ordinario como toda esa mala gente fue generoso. Podía muy bien habernos dado un balazo en vez de los pesos.

—Don Joaquín dice muy bien; todo en este mundo se reduce a negocio, y hasta la salvación eterna es un negocio.

—Y como que sí, y el más importante —interrumpió Pesado— y es necesario atesorar buenas obras en este mundo para encontrar la verdadera riqueza en el otro. San Jerónimo tiene un capítulo admirable sobre esta materia.

Escandón se había levantado de su silla y dirigido al despacho o a su cuarto. A poco volvió con un pliego de papel blanco, un tintero y una pluma.

—Voy a hacer lo que don Joaquín: a liquidar mi negocio, pero es más largo, y de una vez haré el apunte para que Wise, el tenedor de libros, de la casa, lo asiente en el Diario. Es de mucha reserva y él sólo sabrá que nos han robado. Por lo demás, ni a mis hermanos diré lo que nos ha pasado. Hasta ahora parece que todos hemos representado bien nuestro papel.

Púsose a escribir y a hablar entre dientes mientras los dos amigos estaban conformes en dar gracias a Dios de que, aparte el susto, la humillación de ponerse boca abajo y lo que Couto había perdido, habían escapado con vida y no había en el lance más que los azotes a la señora principal de Puebla, pero ninguna sangre derramada.

Escandón acabó su apunte, lo leyó para sí entre dientes, hizo algunas correcciones, y al fin lo presentó a don Joaquín Pesado para que lo leyera en voz más alta, pero no tanto que alguien que pasase pudiera escucharlo.

El memorándum o apunte para el tenedor de libros, decía así:

DEBE
HABER
18.. 12 Diciembre
18.. 12 Diciembre
Manuel Escandón a Bandidos de Río Frío:
Bandidos de Río Frío a ganancias y pérdidas:
Valor de una «valisa» inglesa comprada a W. Laird Bow Street 10 libras esterlinas $50.00 Valor del reloj de oro que escondí debajo de los asientos de la diligencia $1,000.00 Ropa de uso y dos pares de botines Lord Palmerston. Libras 80 $400.00 Leontina y sello $100.00 Valor de un reloj repetición de minutos, Dent, número 19250, libras 200 $1,000.00 Por una onza de oro que tenía en la bolsa y me la eché en un botín Lord Palmerston $16.00 Leontina y sello, 20 $100.00 Comida que pagó Joaquín Pesado de Orizaba $2.00 Por una onza de oro $16.00 Saldo a favor de Manuel Escandón $448.00 Total $1,566.00 Total $1,566.00 Memorandum para Wise
Puebla, 12 Diciembre, 18..

—Por más que usted se empeñe —dijo don Bernardo a Escandón— no me hará usted creer que, habiendo perdido enteramente su baúl, haya podido ganar 448 pesos.

—Pues los números no mienten, a no ser que me haya yo equivocado en la suma. Revísela usted, don Joaquín.

Pesado sumó dos veces el extracto de la cuenta, que le pasó Escandón, y se lo devolvió diciéndole:

—Exacto, no tiene duda.

—¿Lo ve usted, don Bernardo? Yo no entiendo mucho de partida doble, y ya Wise arreglará el asiento como deba ser, pero lo que digo a usted es infalible. En la partida doble no cabe equivocación.

—No digo lo contrario —respondió don Bernardo— pero ni en partida doble, ni en simple, ni en ningún sistema de cuentas, se me hará creer que el que ha sido robado haya podido ganar dinero, salvo en el caso de don Joaquín, que he comprendido perfectamente.

—Todo consiste en el modo de plantear el negocio. Suponga usted que el baúl, reloj, dinero y hasta la camisa, eran propiedad de los ladrones. Una vez que uno cae en poder de ellos y está rendido, ya nada es de uno, ni la vida ¿no es verdad?

—Desgraciadamente es una verdad, señor don Manuel —contestó Couto exhalando un profundo suspiro.

—Luego, todo lo que se puede ocultar o salvar de cualquiera manera de las garras de los ladrones, es una ganancia, y esto en partida doble es un rubro, un asiento forzoso y muy usado: Ganancias y Pérdidas. Gané lo que no me robaron, perdí el valor de mi baúl inglés, que constituye un saldo contra los Bandidos de Río Frío, que nunca me pagarán; pero que viene a formar parte del activo de la casa; y cuando se hagan inventarios figurará entre las deudas incobrables.

Don Bernardo, pasado ya el susto y resignado y conforme en haber perdido sus doscientos pesos y algunas piezas de su ropa, rio de buena gana de la ocurrencia de Escandón y de sus explicaciones sobre la partida doble, confesando que sería muy clara y muy buena, pero que todos los profesores del mundo no podrían convencerlo, de que un robo en un camino real pudiese ser un negocio (a no ser para los ladrones), y que el robado pudiese probar que había ganado en vez de perder.

Pesado aprobó la liquidación de Escandón, añadiendo que la exactitud y el orden requerían que todo género de operaciones constaran en los libros de la casa, y que el tenedor de libros, con más calma, clasificaría mejor los asientos, pues Escandón no hacía más que dar apuntes, todavía bajo las impresiones del suceso.

Departieron todavía largo rato, y estas bromas, que tenían mucho de verdad, atendido el carácter muy marcado de los tres amigos, acabaron de disipar la impresión desagradable que les causó el encuentro con Evaristo; se fueron a acostar y durmieron con tanta tranquilidad como si nada les hubiese pasado.

Evaristo de pronto no asaltaba sino cada ocho o diez días la diligencia que bajaba a Veracruz. La que subía a México, la dejaba pasar tranquilamente, y cuando la encontraba en el camino, él y sus indios saludaban con mucha cortesía a los pasajeros. Ya tendremos tiempo de asistir a otras diversas escenas en el mentado monte de Río Frío.

En cuanto a nuestros viajeros Escandón y Pesado, cuando concluyeron sus negocios regresaron sin novedad a la capital, pero don Bernardo no se puso en camino sino dos meses después, acompañándose con un regimiento que volvía de Veracruz, a donde había conducido una conducta de cuatro millones de pesos.

L. Banquete en el gran comedor de la hacienda del Sauz

—Don Remigio, usted no es hombre, ni cristiano ni de buen corazón, ni honrado ni bien educado, ni agradecido ni amigo de la casa donde ha servido tantos años, ni su alma fría se conduele de las desgracias ajenas, ni mucho menos de las mías. ¿Cómo es posible que haya tenido esta carta un mes entero sin dármela? ¿No ve usted que día por día me voy consumiendo de tristeza, que estoy ya en la tierra como una sombra? Mire usted mis ojos, que usted mismo ha dicho que eran hermosos, cómo han perdido su expresión y su brillo, y no tienen ya ni una lágrima para llorar mi desventura. Cerca de un año sin saber de Juan. Secuestrada en esta hacienda, pensando en mi hijo y en el que llamo y llamaré mi marido; una carta de él me vuelve la esperanza, me hace entrar de nuevo en la vida, me da valor para sufrir, me sirve como de una medicina para aliviar esta enfermedad que con razón no ha podido conocer el médico de México que mi padre mandó traer. Sus drogas amargas las he arrojado, y las que mi padre me ha hecho beber a fuerza, no han hecho sino ponerme peor. ¿Y usted, don Remigio, ha tenido guardada un mes entero esta carta y ha visto impasible mi inquietud y mis tormentos? Agustina no habría hecho eso. Agustina hubiese expuesto hasta su vida, pero no me habría visto padecer fríamente como usted. Vaya, don Remigio, jamás lo hubiera creído.

Era Mariana la que, con voz dolorida, exhalaba estas quejas, sin dejar que don Remigio, a pesar de que lo intentaba, pudiese tomar la palabra para responderle; así, el antiguo administrador de la hacienda del Sauz no tuvo más camino sino agachar la cabeza, bajar los ojos y sufrir las amargas palabras de Mariana, que tenía la carta de Juan en la mano y la estrechaba contra su corazón.

—Señora condecita, es usted muy injusta conmigo —le dijo luego que Mariana cesó un momento de hablar—. Si viera usted mi corazón, retiraría cuantos cargos me ha hecho. Además del respeto que le tengo, podría jurar que después de Dios y de mi hijo, la única persona a quien amo con todas mis entrañas es a usted; y por esa misma causa no quise ni aun insinuarle que tenía noticias de Juan, hasta que se fue el señor conde.

Mariana, como hemos visto en uno de los capítulos anteriores, tuvo un instante supremo de dicha estrechando a su hijo contra su corazón y cubriendo de besos y de lágrimas su rosada y linda figura de serafín del cielo; sus pensamientos y sus ideas cambiaron, y registrando en la soledad y el retiro del campo su propio corazón, reconoció con el horror que le inspiraban sus sentimientos religiosos, que odiaba a su padre. Era el obstáculo a su dicha. Su situación de madre, separada quién sabe cuántos años de su hijo y de su amante, no podía tener solución sino con la muerte del conde. Que fuese herido y muerto en un duelo; que se desbarrancase en una de las muchas excursiones que hacía de noche; que le acometiese una enfermedad repentina; cualquier cosa, en fin, era buena para que desapareciese de sus ojos esa figura siniestra. En el momento que esto sucediese, por un lado se abría la tumba; pero por el otro, un cielo para ella. Su hijo, el hijo de su corazón: su marido, su guapo marido en cuyos ojos se recreaba; y después sus criados, fieles y adictos; sus riquezas, sus haciendas con sus ganados retozones, con sus sementeras de verdes trigos formando olas interminables con el viento, como si fuese un verde océano; su libertad, sus amores, la vida, la luz, la felicidad, todo todo vendría con la muerte del conde… ¡Qué horror! ¡Ella, que era madre, desear la muerte, asesinar con el pensamiento al que le dio el ser!

Esto la volvía loca; día por día, hora por hora, instante por instante, estaba atormentada por estos siniestros y criminales pensamientos desde que fue llevada de nuevo a la hacienda por el conde; y ni los consejos que a excusas podía darle don Remigio, ni los paseos a caballo o en carruaje, ni la abundante mesa que le preparaba diariamente, eran bastantes para dar otro curso a sus ideas; y reconocía que cada día entraba en una vejez prematura.

Para comprender bien el enojo de Mariana y la violenta situación en que se hallaba en el momento que don Remigio le presentó la carta, es necesario referir siquiera algunas de las escenas de familia durante ese año que no había tenido ninguna noticia ni carta de su amante.

Poco o ningún caso hacía el conde de su hija. La mayor parte del tiempo la pasaba en los minerales inmediatos. Había dado en la monomanía de las minas, y tenía razón porque si había gastado mucho dinero en explotaciones, otras habían producido bonanzas más o menos importantes, pues que, en resumen, no sólo lo habían reembolsado, sino dándole sobrantes que mandaba a la Casa de Moneda de México, donde tenía un gran depósito de pesos flamantes, sin que dejaran de estar llenas las cajas de cedro de la casa de Don Juan Manuel. Agustina, cada vez que las abría para añadir algunas talegas o sacar lo necesario para los gastos de la casa, decía:

—¿Para qué sirven estas riquezas? La pobrecita condesa no las disfruta; y su hijo, perdido y tal vez pidiendo limosna, no verá nunca estas cajas de oro y de plata.

Cuando el conde regresaba de sus expediciones lejanas, apenas saludaba a su hija, platicaba brevemente con don Remigio, haciéndole preguntas sobre la hacienda y los ranchos, ordenándole que hiciese remisiones de caballos y mulas a San Luis y a México, concluyendo siempre con la amenaza de atravesar con su espada a Juan el día que tuviese la audacia de presentarse en la hacienda.

Don Remigio suspiraba y decía:

—No hay cuidado, señor conde: mi hijo está muy lejos, y es probable que no lo vuelva a ver.

El conde se retiraba murmurando entre dientes palabras amenazadoras contra Mariana y contra el hijo del administrador, y se encerraba dos o tres semanas en sus habitaciones, donde se le servían las comidas, y sólo don Remigio penetraba cuando había algún asunto urgente que comunicarle. Durante este encierro se ocupaba de registrar el archivo de la casa, de organizar sus papeles y de hacer cuentas sobre cuentas del dinero que le habían costado las empresas de minas y de lo que había utilizado en ellas. Repentinamente salía de su encierro, mandaba ensillar uno de sus mejores caballos, y solo salía de la hacienda, a donde no regresaba sino a los ocho o quince días. ¿Dónde se iba? Don Remigio lo sabía perfectamente. En cada rancho, en cada pueblecito de los que rodeaban la finca, el conde tenía una favorita; y las muchachas lozanas y blancas de ese país casi fronterizo, que pobló la singular raza de los vizcaínos, tenían a mucho honor que el señor conde las visitase. En estas excursiones era otro: desarrugaba el entrecejo, perdía lo hosco de su carácter, era generoso y amable con las familias; solía reír. Don Remigio contaba con mucha reserva a Mariana que a veces, y con motivo del cumpleaños de alguna moza, armaba fandangos que duraban toda la noche, y que un día había bailado y cantado con una voz ronca de buey unas peteneras. Cuando después de estos devaneos regresaba a la hacienda y veía a su hija, recobraba su aspecto horroroso y feroz.

El día menos pensado salió al portal de la hacienda, llamó a la cocinera y a don Remigio, y les dijo:

—Hace tiempo que el gran comedor está inhabitado, y nadie se sienta a la mesa. Mariana es una muchacha caprichosa que se encierra en sus piezas y no se comunica con nadie, ni aun con su padre. El domingo quiero comer, y muy bien, en el gran comedor. Que se sacuda, se limpie y se saque la vajilla de plata, de gala, que tiene las armas de los condes del Sauz, y así seguiremos hasta que vengan las visitas que espero de un momento a otro. Aquí está la llave de mi silla.

La cocinera hizo tímidamente distintas preguntas acerca de lo que debía presentarse de extraordinario en la mesa, y don Remigio, con mucho respeto, tomó la llave de las manos del conde.

El comedor de la hacienda del Sauz era una pieza de más de quince varas de largo, con una anchura proporcionada y un techo muy elevado, con artesonados de madera de cedro y una ancha cornisa esculpida y dorada. Las paredes estaban pintadas de un color sombrío y colocados en ellas retratos de cuerpo entero de los antiguos condes, comenzando con uno de los conquistadores que tenía ya por herencia el título de conde del Sauz, o lo ganó en las guerras con los indios fronterizos, que ni por las armas, ni por las predicaciones de los misioneros han podido hasta hoy reducirse a la vida civilizada. Los retratos, pintados por célebres pintores españoles, eran, bajo el aspecto artístico, de mucho mérito; pero las fisonomías duras, el ceño adusto, grandes bigotes, retorcidos como los cuernos de un alacrán, o barbas negras y espesas que les daban un aspecto imponente, hacían que el comedor, mal iluminado por seis altas claraboyas octágonas con bastidores de pedacillos de vidrio unidos con gruesas varillas de hojadelata, inspirara pavor, disgusto y frío. Una mesa de diez o doce varas de largo, de tablones toscos y pies macizos, rodeada de sillas con asientos y respaldos de vaqueta labrada; un aparador flamenco, cubierto de vajillas de plata, en el fondo; un crucifijo del tamaño natural, colocado sobre la puerta de entrada, demasiado baja y angosta para el tamaño del salón, aumentaban su aspecto singular.

En la cabecera de la mesa un sillón dorado con forro de damasco chino, color, ya por los años, de sangre enfriada, y coronado con las armas del conde, estaba rodeado de una reja de fierro curiosamente labrada en China. La puerta de esa reja no se habría sino en los días de ceremonia; y los condes habían tenido la llave que, encerrada en un estuche de terciopelo, era una verdadera curiosidad del arte antiguo.

Don Remigio, la cocinera y los criados y criadas se pusieron en movimiento. Se quitaron a los retratos, a los sillones y a la mesa las capas de polvo que los cubrían; se lavó el suelo, formado de soleras y azulejos, se bruñó la reja que rodeaba el sillón, hasta el punto que parecía de oro macizo, hecha por un discípulo de Benvenuto Cellini; se mataron gallinas, guajolotes, un cordero y dos cochinitos, y el domingo a mediodía estuvo el gran comedor listo, la mesa con sus manteles bordados y cubierta de la vajilla resplandeciente de plata y oro; todo exactamente como lo había ordenado el conde.

El toque de una de las campanas de la iglesia, que servía habitualmente para señalar las horas del trabajo y del descanso de los peones, anunció que la mesa estaba servida. Esta ceremonia tenía lugar en las ocasiones solemnes en que el conde daba la llave de la reja y se sentaba en el sillón del gran comedor.

No tardó el conde en salir de su habitación, vestido con su uniforme de capitán de infantería española; todos los nobles mexicanos de los tiempos del gobierno virreinal tenían a mucho ser capitanes, y sus descendientes siguieron también siendo capitanes dentro de su casa y aun fuera de ella, sin que el gobierno independiente se ocupase de ellos. Con pasos graves y acompasados, el ceño adusto, los bigotes bien peinados y bien retorcidos y el pelo liso y pegado como con goma a los lados de su frente, una larga perilla, y muy parecido en todo a los retratos de sus antecesores, penetró por la angosta puerta donde estaba don Remigio con seis criados sombrero en mano, que le hicieron una reverencia a la que no contestó.

Un momento antes de entrar en la reja dorada, ya abierta, permaneció en pie y echó una mirada a aquellos retratos que vistos apenas con la escasa luz de las altas claraboyas, parecían salir del fondo negro de sus cuadros y tomar asiento en tan extraño banquete.

—¿Y Mariana? —dijo con voz dura.

Don Remigio iba a responder, pero no fue necesario, porque Mariana, vestida sencillamente con un traje oscuro, blanca como una estatua de alabastro, se presentó en la puerta del comedor, semejando más bien a una aparición que sale de la tumba, que no a una hija invitada a la mesa de su padre.

El conde la miró de arriba abajo, como si por primera vez la conociera, penetró en la reja, se sentó en su gran sillón, y después, señalando la derecha, le dijo:

—Aquí, y usted de este lado, don Remigio.

Mariana se sentó sin pronunciar una palabra.

Don Remigio, haciendo una reverencia más respetuosa que la primera, dijo:

—Imposible, señor conde. ¿Yo sentarme en la mesa, a su lado y enfrente de la señora condesita? ¿Tanto honor? Yo estoy aquí para servirles.

—Lo mando —respondió el conde señalándole el asiento.

Don Remigio no hizo más observaciones y se sentó.

Los criados, vestidos con calzoneras y cotonas de gamuza amarilla y sus toscas manos callosas, muy limpias, comenzaron muy afanados, pero con cierto orden, a servir los platos que tomaban del torno.

Se sirvió una sopa. El conde la devoró de prisa, sin hablar una palabra.

La segunda sopa lo mismo.

El puchero, ¡qué puchero! Gallinas enteras, bien cocidas y humeantes, jamón, trozos de ternera que daban tentación, garbanzos, todo género de verduras matizando los platones con sus variados colores y llenando el comedor con sus perfumes.

Nunca tuvieron más ganas de descender de sus cuadros los antecesores del conde, sentarse en las sillas vacías, saborear ese plato tradicional favorito de España, beber una copa de Jerez, que tendría más de sesenta años, que ya estaba servido en copas de plata, y de platicar con Mariana; pero el conde los contenía con una mirada, y seguía comiendo en silencio.

Mariana apenas había tomado dos cucharadas de las sopas, y picaba una que otra de las legumbres de un plato copado que su padre le había presentado.

Siguieron guisados tras guisados, y asados y ensaladas y frutas y postres; una profusión increíble de comida.

El conde comió casi todo. Mariana, por ceremonia, picaba con el tenedor, y los criados retiraban los platos llenos.

Don Remigio sudaba, se ponía rojo y descolorido, hacía un esfuerzo por comer y complacer a su amo, pero imposible; le parecía que aquella comida lúgubre y silenciosa, pues no se oía más ruido que el que hacían los criados al andar y el de los platos y cubiertos de plata, era el presagio de algún suceso desagradable. Temía por él, por su hijo y por Mariana. ¿Si habrán cogido a Juan y lo habrán fusilado, y el conde nos lo va a contar al fin de la comida? ¿Si la condesita va a ser enviada a México para encerrarla en un convento? ¿Si querrá casarla por fuerza con alguno de los ricos mineros de Durango? ¿Por qué esa suntuosa comida tan rara y tan extraña en este comedor que hacía años no se abría? ¿Por qué no servirse del chocolatero, que era tan cómodo y tan alegre con sus anchas ventanas al jardín?

Estos y otros pensamientos análogos impedían a don Remigio comer; los bocados exquisitos que él mismo había ayudado a preparar se le hacían trapo en la boca, los tragaba con dificultad y bajaba los ojos, no queriendo encontrarse con los del conde su amo.

Mariana participaba en parte de las aprensiones de don Remigio, y con la vista baja y en silencio, tratando de disimular lo más posible, hacía ruido con los cubiertos, fingía comer con apetito, y a hurtadillas miraba a su padre, que no le quitaba los ojos.

Ya a punto de concluir la comida, el conde bebió su última copa de Jerez, y habló:

—Mariana, te he observado cuidadosamente. Como todas las mujeres, como tu madre misma, toda su ciencia y todo su estudio consiste en engañar.

—¿En qué he engañado? —se atrevió a decir Mariana, pálida como la muerte, pues pensaba que el conde tal vez habría descubierto sus amores.

—Calla y no te atrevas a interrumpir a tu padre cuando habla; ya que lo engañas, siquiera tenle respeto. Tu madre no me engañó gracias al puñal que tenía debajo de su almohada, y que le recordaba que el día que me faltase sería el último de su vida; pero a ti, a quien no he aplicado la corrección que debiera, no tienes otra conducta que la del disimulo y la mentira.

Mariana que, como mujer, era tímida, pero tenía algo del carácter de su padre, no pudo contener su indignación por la amenaza y por el ultraje a la memoria de su madre.

—Mi madre era una santa, y en cuanto al castigo, no sé por qué puede ser.

—¡Calla! —volvió a decir el conde—. No hables hasta que yo te lo permita.

Mariana se mordió los labios, bajó los ojos y calló. El conde prosiguió:

—Día por día vas perdiendo el color de tus mejillas, el brillo de tus ojos, que es lo único regular que tenías. Estás flaca como si ayunaras y te dieras disciplinas todos los días, y es necesario que esto cese y que te pongas en condiciones de casarte y de dar un heredero robusto y sano a la antigua casa de los condes del Sauz.

Mariana respiró, pues por la calma aparente con que le hablaba el conde, se conocía que ignoraba sus amores, y que ella había dado ya, aunque sin el conocimiento de la Iglesia, un heredero a la antigua casa de los condes del Sauz.

Un momento vino a Mariana la idea de echarse a los pies del conde, contárselo todo y pedirle que sancionase esta unión y le permitiese ir a buscar a su hijo; pero tuvo miedo y volvió a sentarse en la silla de donde se había levantado.

—Quieta, quieta —le dijo el conde—. Te he visto tomar apenas una cucharada de sopa y enviar los platos sin tocarlos, y en tus labios está significado todavía el desprecio con que has tratado el obsequio que te ha hecho tu padre, con el fin de provocar una reconciliación y preparar tu matrimonio.

Mariana quería hablar, pero el conde se apresuró a decir con la voz ya alterada:

—¡Calla! Los hijos no discuten con sus padres. Vas a comer bien y con buen modo —continuó— y usted, don Remigio, que nos quería servir, tendrá a mucho honor el traer a la condesa todos los platos que se han servido, comenzando por la sopa.

Don Remigio estaba medio desvanecido; no se daba cuenta de lo que pasaba y no se movía; pero el conde le gritó:

—¡Vamos, don Remigio! ¿No me ha comprendido usted?

Don Remigio se levantó, fue a la cocina, dio las órdenes necesarias, y a poco comenzaron a pasar por el torno, que estaba en el costado del comedor, los platos que, más que con respeto, con profundo dolor pasaba a la pobre condesita.

—No el desprecio ni ningún otro mal sentimiento —dijo Mariana— me han hecho no comer, sino que hace ya meses que estoy enferma, y don Remigio, que me acompaña algunas veces, puede atestiguarlo.

—Come —le respondió secamente el conde.

Mariana tomó algunas cucharadas de sopa. Vino la olla española, se resignó a comer un ala de gallina. El conde no le quitaba los ojos.

Por poco que comiese de cada cosa, no era posible que pasase a más.

Rehusó el asado.

El conde se acercó el platón, cortó una rebanada y sirvió a Mariana. Poniéndose en pie y dando una palmada en la mesa gritó:

—¡Vive Dios! Todo el mundo se empeña hoy en desobedecerme. A medida que soy amoroso y cumplido, todos son canallas y desagradecidos. Me empeño por tu salud y tú me desobedeces. Te has de acabar ese asado.

—Pero señor conde —se aventuró a decir don Remigio— la condesita ha comido ya, y podría hacerle daño…

—¿Se atreve usted a contrariarme, don Remigio?…

—No, señor conde, de ninguna manera; sólo que por compasión…

El conde miró fieramente a don Remigio.

Mariana partía nerviosamente el asado; se llevaba los bocados a la boca y se los tragaba enteros, como queriéndose ahogar con ellos, y dos hilos de lágrimas corrían por sus mejillas y se mezclaban al vapor aromático del manjar sabroso y caliente.

Cuando Mariana concluyó sin dejar ni una partícula de carne, el conde llenó una gran copa de plata con el Jerez y se la presentó:

—Bebe; esto te aprovechará.

Mariana tomó la copa, dirigió una mirada terrible a su padre, acercó la copa a los labios y bebió con avidez el contenido hasta la última gota.

Un momento quedó aturdida y como si fuese una estatua de plomo adherida a la silla. El conde la miraba y ella al conde; era como un desafío para la eternidad. Después Mariana dio un salto nervioso, lanzó un grito más bien de rabia que no de dolor, y cayó al suelo, inanimada.

—¡Rayos y centellas! —gritó el conde—. La suerte no me favorece hoy. Dos minas en borrasca; el hijo de Remigio tal vez cerca de la hacienda, y Mariana rebelde, fingiéndose muerta.

Tiró de la servilleta; rodaron al suelo con estrépito los platos y las copas de plata, y salió precipitadamente del comedor.

Los criados, con los ojos que se les querían salir de las órbitas, llenos de terror, no se atrevían a moverse.

Don Remigio tomó en sus brazos a Mariana, la llevó a su recámara y la colocó delicadamente en su lecho.

—Si no fuese por ella —dijo— hoy hubiera sido el último día de vida del conde, y me habría ido a refugiar con mi hijo a los aduares de los bárbaros.

Las criadas se apresuraron a administrar a la enferma diversos remedios caseros; mientras, Don Remigio montó a caballo y fue en busca de cualquier médico a los pueblos más cercanos.

Pasado el primer momento de cólera brutal, el conde volvió en sí, y un movimiento del poquísimo amor paternal que aún le quedaba en el corazón le hizo ir a la recámara de su hija, que permanecía con los ojos cerrados, sin movimiento y congestionada por la cólera y el exceso de alimento. El conde la acarició, haciendo un esfuerzo, y cuando no lo veía nadie le dio un beso en la frente y permaneció a la cabecera de su cama hasta que regresó don Remigio con un muchacho practicante muy vivaracho y acertado. La pulsó, la reconoció, y sin saber, por supuesto, nada de lo que había pasado, dijo al conde:

—A esta señorita le han ocasionado, no sé quién, pesares graves; la han hecho comer con exceso; la han mortificado. Esto es todo, y podía haber sido una congestión fulminante.

El conde se mordió los labios y miró a don Remigio.

—¿Ha contado usted algo al médico?

—Ni se necesitaba —se apresuró a decir el practicante—. Los que estudiamos y observamos a los enfermos, reconocemos, con sólo verlos, la enfermedad de que padecen. No será nada; traigo mi botiquín, en el que tengo lo necesario para aliviarla.

Aplicóle desde luego un pomito a las narices; con el contenido de otro le frotó las sienes, y con esto Mariana abrió los ojos; pero los volvió a cerrar cuando vio la figura siniestra de su padre. El mediquín comprendió lo que había pasado.

—Lo que importa ahora es que me dejen solo con la enferma y las criadas que la han de asistir, para poder administrarle las medicinas. Dejaré un método que podrá continuar por una semana; que la dejen reposar y que nadie, ni por nada la molesten ni la contraríen. Que descanse y haga su voluntad; es lo que necesita.

El conde se persuadió de que don Remigio le había contado al doctor, al menos una parte de la escena; pero no se atrevió por el momento a entrar en explicaciones, y se dirigió a sus habitaciones casi arrepentido de haber besado la frente de su hija, creyendo que el desmayo había sido fingido y que la copa de Jerez era la que había ocasionado un pasajero desvanecimiento.

Luego que el médico estuvo solo con Mariana y dos criadas que quedaron para efectuar las ordenes que diera, le dijo:

—Señora condesa, puede usted abrir los ojos. El papá se fue; y la mejor receta que he ordenado es que no se mezcle con usted y no la moleste. El conde no tiene fama de ser muy tierno, y en el pueblo se sabe ya la triste vida que lleva usted en esta hacienda. Un regaño, alguna rareza del conde ¿no es verdad? No tenga usted cuidado. En dos o tres días estará usted buena, cuídese mucho y tenga paciencia. Yo soy buen amigo de Juan, de ese hombre que anda proscrito por usted. Lo he tenido diversas veces escondido en mi casa… No tenga usted cuidado: le ayudaré, y ustedes se verán un día u otro. Yo soy liberal y masón, y no me importan los títulos de Castilla, ni les tengo miedo a condes ni marqueses; sólo que su papá de usted me pagará a peso de oro esta visita y las demás que le haga.

Toda esta relación, seguida, sin puntuación, la hacía el practicante al oído de Mariana, con lo que bastó para que se acabasen en disipar los humos del Jerez y sus pensamiento se dirigieran a otro rumbo. Se incorporó en los almohadones y quiso contestar a este extraño médico que, como bajado del cielo, adivinaba sus dolores, se ponía de intermedio entre ella y la brutalidad de su padre, y le hablaba de lo que más interesaba a su corazón.

—Nada, ni una palabra, señora condesa —dijo el practicante—. Conozco parte de la historia de usted, y seré su amigo; pero estas criadas, aunque adictas a usted más que al conde, será bueno que no se enteren de nada, voy a dar a usted unas bebidas que calmarán el estado de emoción en que está usted todavía.

El doctor sacó de su botiquín diversos frasquitos, mezcló gotas de unos bálsamos con otros, y añadiéndo cierta cantidad de agua, dejó preparadas dos botellas para que, alternativamente, tomase cada dos horas un pozuelo, y se despidió, quedando de volver a los dos días.

Antes de una semana Mariana, más que con las bebidas del doctor, con el reposo y con no ver a su padre, se restableció del ataque; pero su alma quedó más enferma, y su inquietud y fastidio llegaron al colmo.

El conde, que ya tenía la idea fija de casar a Mariana con el marqués de Valle Alegre, para que hubiese un heredero de su nombre y de sus bienes, cambió de conducta: fue menos severo con su hija y pensó seriamente en que mejorase su salud pues día por día, aunque nada sentía de especial, se iba consumiendo y perdiendo sus atractivos y su hermosura.

El conde no pensó en volver a llamar al insolente muchacho que llevó don Remigio, sino que decidió que, costara lo que costara, viniese el doctor Codorniú. Le escribió, ofreciéndole cinco mil pesos por el viaje, y le mandó coche y mozos que lo trajesen a la hacienda.

Llegó el sabio doctor, reconoció y observó a Mariana durante tres semanas, le mandó algunas medicinas que, o no le hicieron efecto o la empeoraron, y al fin se despidió de la hacienda, declarando que lo que tenía la condesita era patema de ánimo; que lo que convenía era distraerla; que hiciera ejercicio a pie y a caballo; llevarla a México; que fuera al teatro y a Bucareli, y, sobre todo, que se casara. Dejó escrito un método para un par de meses, y previno al conde para que le escribiese del estado en que se encontrase su hija para cambiar el régimen.

Empeñado el conde en que Mariana rejuveneciera y sanase, en las temporadas en que permanecía en la hacienda la hacía dar largos paseos a caballo; comía con ella en el chocolatero, pues el comedor grande se cerró al día siguiente del extraño banquete; se encargaba él mismo de darle las bebidas y cucharadas, y la hacía comer más de lo que apetecía; todo ello con ciertas maneras autoritarias que no admitían réplica.

Mariana prefería la soledad y aislamiento en que había vivido, a esta nueva conducta de su padre, que la tenía sobresaltada, contrariada, violenta todo el día, y no descansaba sino cuando se retiraba a acostar y tomaba una bebida narcótica que le había enviado el practicante que la asistió el día del banquete.

Fue durante una ausencia del conde cuando don Remigio le entregó la carta de Juan y ocasionó las amargas recriminaciones que se han leído al principio de este capítulo.

—No hallo qué hacer, don Remigio —continuó Mariana con más calma— y perdóneme usted lo que le he dicho; si abro esta carta y es una mala noticia, no la podré soportar; el corazón se me salta; y si es buena, tendré que tomar la resolución que he estado meditando desde el día fatal en que mi padre mostró en el comedor la furia de su carácter y la aversión que me tiene; en fin, le pediré a Dios consejo, y en la soledad de mi recámara leeré lo que me escribe Juan. Usted lo sabrá todo, don Remigio, al fin soy más bien hija de usted que del conde.

Don Remigio se retiró triste. Toda esta historia fatal de su hijo y de la condesa lo tenían sin vida. Estaba seguro de que si el conde llegaba a saber lo que había pasado, habría una catástrofe y estaba resuelto a matar al conde antes de dejar perecer a Mariana.

En una hacienda de bellísimos campos, de ganados lozanos y valiosos, con un palacio por casa, las caballerizas llenas de magníficos caballos, coches, plata labrada; en una palabra, el lujo y la opulencia más completas, sólo eran felices los peones humildes, que no sabían el drama terrible que se desarrollaba entre aquellas tres personas que reconocían como sus amos.

Mariana guardó la carta en el seno, entró a su recámara y se encomendó a aquella Virgen Milagrosa de las Angustias que le dio vida en la pobre casa del Chapitel de Santa Catarina. Después, tranquila, cerró su puerta, se sentó delante de su bufete y abrió la carta de Juan.

LI. El viaje

A pesar de la oposición del testarudo abogado Rodríguez de San Gabriel, el no menos testarudo don Pedro Martín de Olañeta arregló los asuntos del marqués de modo que pudiese ponerse en camino no sólo con el avío completo, sino aumentado con dos tiros de mulas y provisto, además, de dos cajitas de estilo flamenco de carey y de marfil, llenas de valiosas alhajas, y bastante oro en los bolsillos.

Las cosas en la hacienda del Sauz estaban a poco más o menos como las hemos dejado en el capítulo anterior; Mariana, que ignoraba que se hubiesen cruzado cartas entre su padre y el marqués, comenzaba a tener una vaga esperanza de que desistiría de casarla, o que el marqués no se prestase a un enlace que no había sido precedido por el trato frecuente y el cariño. Como se ve, ignoraba también que el marqués se hubiese decidido a echarse el lazo del matrimonio con el fin de reponer su fortuna, ya muy menoscabada.

El marqués hizo el camino con mucha lentitud. Las jornadas eran cortas, y en las poblaciones de cierta importancia se detenía uno o dos días y esperaba que lo visitase el alcalde y los vecinos principales, a los que daba a entender que iba a ser dueño de las muchas y valiosas posesiones del conde del Sauz. Si alguno se aventuraba a hacer indagaciones, declaraba que se iba a casar con la hija del conde, cuya belleza y fama era conocida en las poblaciones del interior, por donde había transitado muchas veces.

Cuando el marqués estuvo a una corta jornada de la hacienda del Sauz, hizo alto, llamó al mayordomo del avío y le previno fuese a saludar muy respetuosamente de su parte al conde, y a decirle que estaba muy cerca esperando sus órdenes. Manera indirecta de invitarlo a que saliera a su encuentro.

El mayordomo partió a galope tendido, llegó en menos de media hora al Sauz, se hincó, besó la mano del conde y desempeñó su comisión.

—Vuelve y di a tu amo el señor marqués, que no se mueva, que salgo en este instante a recibirlo.

La casa de la hacienda del Sauz era más bien un castillo fortificado. Constituía la fachada una ancha y alta portalería, terminada en cada extremo por dos altos torreones con troneras, que correspondían a otros dos que guardaban la espalda del edificio. Las azoteas estaban rodeadas de almenas, detrás de las cuales se podía guardar perfectamente un soldado; de manera que cerrada la maciza puerta de encino, reforzada con clavos de fierro, era necesario un sitio en forma para tomar el edificio. Dentro de él había pozos de agua fresca y potable y víveres para tres o cuatro meses, armas, municiones y cuanto más era necesario para una defensa.

El interior era un espacioso cuadrado de portalería igual a la de la fachada. Una cerca o barandal de piedra volcánica, cerrando hasta más de una vara de altura la portalería, quitaba la luz a las piezas y la elegancia de las columnas, pero al desfigurar así una arquitectura correcta, hubo seguramente la intención de establecer una muralla o una segunda línea de defensa. Formadas estas fincas de campo en tierras de naciones que no se habían sometido como los mexicanos al dominio de España, los edificios se construían a la manera de las fortalezas, sacrificando a la seguridad, la comodidad interior y las proporciones arquitectónicas. En el patio, que era extenso, podían entrar tres o cuatro coches con sus respectivos tiros de ocho mulas, dar vuelta como en un circo y salir por la puerta del campo. El frente lo componían dos salones que rara vez se abrían, con seis ventanas a la portalería. El ala izquierda estaba destinada a la habitación de don Remigio y las oficinas de la finca. Seguía al gran comedor sombrío y que hemos visitado, un comedor más pequeño, que llamaban el chocolatero, decorado al estilo moderno, muy aseado y alegre, con sus ventanas al jardín; en los fierros de sus rejas solían trepar las madreselvas y las campánulas azules. Dos cocinas, una grande con su campana al estilo flamenco, servía por un torno el gran comedor, y otra pequeña, el chocolatero. Con una gruesa pared terminaba esta parte de la casa. Una puerta, como de capilla, daba entrada a una serie de dobles piezas, que unas recibían la luz por los corredores y otras por las ventanas que miraban al jardín, que se extendía por los costados y espalda de la casa, encontrándose en el más completo desorden árboles frutales, pinos, cedros, fresnos, flores y plantas de tierra fría y algunos naranjos, que era necesario envolver en petates en el invierno para que no perecieran con las heladas; pero este mismo aspecto alegraba las habitaciones, y todo el año había árboles y yerbas verdes y flores silvestres y buen aire sano que respirar.

Este departamento, destinado para los huéspedes, se componía de un salón y de diversas recámaras independientes unas de otras, y provistas de cuanto era necesario para la comodidad y aseo de los que las habitaban. Como solían venir cuando menos se pensaba, ya comerciantes de Zacatecas, ya mineros de Durango, o propietarios, vecinos y amigos del conde, siempre estaban aseadas y dispuestas; pero en esta vez se pusieron en el salón algunos muebles más, y en las recámaras servicios de plata maciza.

Toda la espalda de la casa la ocupaba el conde. Un espacioso salón, muy severo, con pantallas venecianas, con su grande araña de plata de veinticuatro luces, con una mesa de tres varas con plancha de alabastro de una pieza, con sillones de cuero de Córdoba y una alfombra de paño verde oscuro. Otro salón de igual tamaño, destinado al archivo y biblioteca, con armarios pintados al óleo de blanco y oro, llenos de libros forrados con badana encarnada o legajos con sus tarjetas de pergamino. Eran los títulos de los dominios de la casa, los procesos que había seguido sobre tierras y minas y los registros y copias de los escudos de nobleza. Algunos misales y libros muy curiosos con portadas, viñetas y miniaturas pintadas a mano en pergamino, habrían sido envidiados por un bibliófilo; después, multitud de papeles, libros y folletos modernos en desorden. Aunque el conde no se mezclaba en política, era muy afecto a leer cuanto se publicaba, especialmente si era contra el partido yorkino o liberal, pues él, de sangre y de opinión, era borbonista, y no perdía la esperanza de que un día u otro vendría una restauración. Su recámara era absolutamente igual a la del palacio de la Calle de Don Juan Manuel, en México, sin más diferencia, que en las paredes no había más que cuadros de algún famoso maestro italiano, con las batallas de Alejandro, el retrato de su padre con su uniforme de capitán de alabarderos, y el de su madre, una hermosísima mujer, cubierta de encajes, bordados y pedrería. Después seguía un pequeño comedor, un cuarto de baño de azulejos, cavado en el suelo, con cañerías subterráneas que daban a la gran cocina; cuatro o cinco piezas con armazones de madera, donde el conde tenía guardadas más de cincuenta casacas de infantería española, mucha ropa blanca y ornamentos muy ricos, bordados de oro y plata, y que servían en la iglesia de la hacienda los días solemnes.

Cuando el conde estaba en México, esa parte de la casa se cerraba y no volvía a abrirse hasta que regresaba. Si habitaba en la hacienda, nadie entraba sin ser llamado, con excepción de don Remigio, que tenía, como quien dice, la llave dorada y podía penetrar hasta su recámara misma sin previo permiso.

La parte de esta gran construcción, verdaderamente monumental, que se destinó a la difunta condesa y que heredó Mariana, era la más alegre. Casi todas las ventanas daban al jardín, y esa parte era la mejor cultivada. Por allí había bosquecillos de manzanos y naranjos enanos, que las mismas paredes abrigaban de los vientos del norte; las aguas cristalinas de un pozo profundo proporcionaban alimento, por medio de una noria, a unas fuentecillas rodeadas de flores, donde venían a beber agua en las montañas bandadas de tordos y de gorriones. Un salón, una amplia recámara, una asistencia que servía también de comedor, cuarto de costura, baño y gabinete, componían este departamento, adornado por la solicitud y cuidado de Agustina y de don Remigio, de cuantos muebles antiguos y modernos eran necesarios. Agustina aprovechaba sus pocos paseos y salidas para comprar lo que encontraba de útil y de curioso en México, y no tardaba en remitirlo con los arrieros y carros que regresaban a la hacienda. Bajo el punto de vista del aseo, de la comodidad y del lujo, nada tenía que desear Mariana; pero ¿qué es todo esto, sin la alegría del corazón y sin la paz del alma?

—¡Si estuviese aquí mi hijo! ¡Si Juan viviese aquí! ¡Si Agustina gobernase la casa! ¡Si mi padre me amase! —decía tristemente cada día que se levantaba y veía con la luz del alba venir parleras y bulliciosas a las bandadas de tordos y gorriones, que bebían en las claras fuentes y se llevaban en sus picos las briznas de yerba y los pétalos de las flores que el viento de la noche había regado en el suelo.

Nada; monotonía, tristeza letal, esperanzas desvanecidas a cada instante, tiranía insoportable, desesperación y pensamientos a cual más siniestros… Así pasaba la juventud de una de las muchachas más ricas y más hermosas de la nobleza mexicana.

Ya que tenemos una idea general de la suntuosa casa donde van a celebrarse tan rumbosas fiestas, volvamos a ocuparnos del conde, que acababa de despachar de vuelta al mayordomo del marqués de Valle Alegre.

—¿Todo está listo, Remigio? —preguntó el conde a su administrador.

—Todo lo que el señor conde ha mandado esta hecho.

—¿El Monarca ensillado? ¿La escolta de honor dispuesta?

—Montaban en el corral grande.

—Bien; que traigan al Monarca.

Don Remigio hizo una seña, y un mozo de a pie fue a la caballeriza a traer un caballo de siete cuartas, con la piel de oro.

Era el mejor de la hermosísima raza de caballos dorados que se ha criado en México, y que no se ven en ninguna otra parte, y la hacienda del Sauz era, entre otras causas, muy famosa por la cría de esa raza especial.

Jamás vendía don Remigio uno de esos animales en menos de dos mil pesos, y los venían a solicitar desde Nueva York.

El conde, vestido con su uniforme caprichoso de capitán, su bota fuerte y su larga espada toledana, montó en el Monarca, enjaezando más bien a la turca que a la mexicana, y salió de la hacienda, seguido de don Remigio, de veinticuatro rancheros vestidos de gamuza clara con botonaduras y agujetas de plata, su espada debajo de la pierna, tercerolas en las espaldas y reatas en los tientos, montados en caballos retintos de un mismo tamaño, y tan fogosos, que era necesario tenerles la rienda para que no diesen la estampida.

Detrás de la escolta venía el coche de la hacienda con cuatro grandes mulas prietas y dos mozos con dos caballos de sobrepaso, ensillados, por si el conde y el marqués, por capricho o por mayor comodidad, quisiesen cambiar al entrar en la hacienda.

Así, al trote corto y majestuosamente, tomó el conde el camino que conducía al lugar donde lo esperaba el marqués, que era una estancia de ganado mayor de la misma hacienda, que se llamaba San Cayetano. No había allí más que unos cuantos jacales de los vaqueros y un charco de agua pantanosa, a cuyo derredor crecían unos raquíticos sauces llorones.

Tan luego como regresó el mayordomo con la contestación del conde, dispuso su campo el marqués de Valle Alegre para recibir a su futuro padre político, como de potencia a potencia.

Al frente, y también con su uniforme de capitán, estaba montado en su soberbio caballo negro como el azabache, que se nombraba El Emperador. Era también una raza especial, que se llamaba de los azabaches, y que criaban, hacía muchos años los marqueses de Valle Alegre en sus haciendas, situadas en el fértil valle de San Juan del Río.

Dos días de discusión acalorada tuvo que sostener don Pedro Martín de Olañeta con el licenciado don Juan Rodríguez de San Gabriel para salvar al Emperador del embargo.

Al lado del marqués se colocó el mayordomo de avío que habla servido de correo, y detrás veinticinco cuerudos, armados hasta los dientes, con los rostros tostados, el pelo y barbas cubiertas de polvo y que, si de guerra se hubiese tratado, en momentos habrían dado cuenta de los veinticinco criados vestidos de limpio del conde del Sauz.

Este aparato militar no era porque hubiese partidas de ladrones, ni de revolucionarios, ni excursiones de salvajes. El interior estaba tranquilo y seguro, y sólo en las montañas que rodeaban el Valle de México aparecían y desaparecían bandidos, tampoco de una importancia notable, y tan precavidos, que el susto de don Bernardo Couto quedó tan ignorado, que ni su misma familia lo supo. La razón principal de este aparato era el lujo y la comodidad. Estas costumbres de la clase rica de los tiempos coloniales se conservaron muchos años, después de los tiempos de la república, como una de tantas cosas usuales en que no fijaban su atención sino aquellos a quienes interesaba.

Continuemos ocupándonos del espléndido marqués, que quería echar polvo de oro en los ojos de su pariente.

Detrás de los cuerudos, con cuyo aspecto feroz trataba de intimidar indirectamente el marqués a su pariente, estaba el coche de la casa, una gran máquina esférica color azul de cielo, con las armas del marqués en las portezuelas, sostenidas por dos gruesas varas doradas, dos enormes ruedas traseras y dos pequeñísimas delanteras. Se le había quitado la camisa de lona que lo resguardaba en el camino, y se le había sacudido el polvo para que algo luciese el forro de terciopelo rojo, maltratado y chafado con el uso.

Tiraban de ese pesadísimo carruaje, que parecía sacado de algunas caballerizas reales, ocho mulas prietas, dos de tronco, cuatro de centro y dos de guía, gobernadas por dos cocheros vestidos de rancheros, pero de paño grueso oscuro. En ese coche había hecho el marqués el camino, y aun algunas noches había dormido dentro de él, prefiriéndolo a las malas posadas de los ranchos.

Al coche del marqués seguía el de las criadas, por el mismo estilo, pero de menos lujo, más viejo y con su camisa de brin cubierta de polvo y salpicada de lodo. Uncidas a ese carruaje había ocho mulas bayas, que en brío y carnes no eran inferiores de las prietas.

De remuda había ocho mulas retintas, y lo más selecto, lo más valioso, era el tiro de mulas blancas que don Pedro Martín había añadido al avío, y que compró a uno de sus clientes del interior en la ínfima cantidad de dos mil pesos. Valían bien cuatro mil.

Esos tiros de remuda estaban al cuidado de seis u ocho mozos bien montados y con sus reatas en los tientos.

La retaguardia se formaba de un chinchorro de diez mulas, con sus arrieros respectivos, sus aparejos nuevos, adornados con madroños de lana de colores, y en las atarrias un letrero de paño blanco sobre fondo rojo, que decía: Sirvo a mi amo el marqués, y así daba vuelta, engastando vistosamente las ancas redondas de las mulas.

Era este tren soberbio, espléndido, curioso en muchos otros detalles de lujo y adornos vistosos, que sería largo referir. Este avío era realmente una fortuna, y para salvarlo registró más de un libro en latín el abogado de la antigua e ilustre casa de los marqueses.

En medio de un sol abrasador, pues eran ya pasadas las once del día, permanecía en el orden descrito el tren del marqués, sombreado apenas por los árboles torcidos y viejos de las orillas del pantanoso jagüey.

El negro Emperador que montaba el marqués estaba impaciente, tascaba el freno y pisoteaba fuerte para quitarse a las moscas; pero más impaciente estaba el marqués, que temía, conociendo el carácter excéntrico del conde, que lo hiciese esperar de intento un par de horas al rayo del sol; pero pronto cesó esta impaciencia, pues el relincho de los caballos y una nube de polvo anunciaban que se aproximaba la comitiva de la hacienda.

En efecto, quince minutos después, el conde del Sauz, montado en El Monarca, tendía la mano al marqués de Valle Alegre, montado en El Emperador.

Después de los saludos y preguntas de costumbre sobre el camino, la salud, etc., convinieron en enderezar rumbo a la hacienda, a donde llegaron como si fuesen unos príncipes, cerca de la una de la tarde.

LII. Las bodas del marqués de Valle Alegre

A los pocos instantes de haber salido de la hacienda el conde, entraba el practicante que asistió a Mariana, con sombrero de copa, levita negra, pantalón blanco muy arrugado y subido hasta cerca de las rodillas, montado en un caballo manco y flaco, que parecía muy cansado y caminaba a fuerza de cuartazos. Llevaba el muchacho en la mano un botellón de vidrio con una bebida, y tenía gran dificultad para manejar las riendas, arrear al tordillo y no soltar el brebaje; pero al fin, sin ser notado por la comitiva, logró llegar hasta el fondo del gran patio; se apeó, ató de las riendas a su pobre cabalgadura a una de las muchas argollas que había en la pared y penetró hasta las habitaciones de la condesa, la que naturalmente se sorprendió al verlo repentinamente delante, pues ni ella ni nadie lo había oído llamar.

—No hay que asustarse, señora condesa. He venido a galope desde el pueblo, en un malísimo caballo; se me cansó en el camino y creí no llegar a tiempo; pero al fin estoy aquí. Le traigo a usted esta bebida, que es muy a propósito para la situación de usted y no tiene riesgo ninguno, se lo aseguro. Con una cucharada, hará usted dormir tres horas un sueño muy profundo y tranquilo a cualquier persona. Si quiere usted que el conde se duerma, ya verá como en una copa de vino Jerez le hace tomar una cucharada sopera; y si usted misma quiere dormir o fingirse muerta, si le conviene, tómese cucharada y media; es un descubrimiento de mi catedrático en México, que le sorprendí y, a excusas de él, lo aprendí a confeccionar, lo experimenté en mí mismo corriendo el riesgo de morirme en la experiencia; pero salí bien, y después lo he aplicado en diferentes personas que han salido muy bien, y yo he ganado algún dinero. A usted, señora condesa, nada le costará; ya está incluido lo que vale en la cuenta de la curación de usted, que traigo en el bolsillo y que espero que me pagará don Remigio cuando regrese.

El practicante hizo toda esta relación sin que Mariana, que no se reponía de la sorpresa, pudiese responderle; cuando concluyó, puso su botellón sobre una mesa, se sentó en un canapé, y hasta entonces advirtió que no se había quitado el sombrero. Pidió mil perdones a Mariana y quedó un momento en silencio.

Mariana, que se había levantado y escuchado de pie la narración, se dejó caer de nuevo en el sillón donde estaba sentada. Iba a preguntar al practicante qué razón especial tenía para regalarle esa bebida; pero no tuvo tiempo, porque el practicante continuó:

—Está en casa oculto, nadie lo sabe más que yo, porque entró a media noche, me tocó la puerta con las señales que hace tiempo tenemos convenidas, y aunque no lo esperaba, desperté y le abrí.

—Pero ¿quién, quién? —preguntó con agitación Mariana.

—Juan, señora condesa, Juan. ¿Quién otro pudiera ser? Ya se lo había dicho al oído el día que la vine a curar. ¡Qué casualidad y qué fortuna para usted! ¡Cómo fue a dar conmigo don Remigio, en lugar de ir al pueblo de enfrente, donde hay dos curanderos! Verdad es que son curanderos y yo soy estudiante de México, el año próximo me iré a recibir y volveré con mi título de médico cirujano. Me faltaba dinero y por eso no he podido hacer el viaje; pero vea usted qué casualidad y qué fortuna que hubiera dado conmigo don Remigio. Con los mil pesos que le voy a cobrar al conde por la curación de usted, hago mi camino a México de ida y vuelta.

—Pero hábleme usted de Juan —le interrumpió la condesa.

—Y como que sí, pues a eso precisamente venía yo; lo del botellón y la cuenta eran más bien un pretexto por si me encontraba con el conde; pero llegué, gracias a lo malo del caballo, al mismo tiempo que él se marchaba, y aproveché la ocasión para entrarme hasta aquí sin que nadie me lo impidiera, porque quería hablar con usted a solas, y lo he logrado.

Mariana, que había escuchado ruido por las piezas, se levantó y examinó; en efecto, una de las criadas había entrado a componer y a sacudir. Cerró la puerta de comunicación y volvió inmediatamente.

—¿Pero cómo es que Juan está tan cerca —dijo al practicante— cuando hace muy pocos días recibí una carta de un lugar distante como Nacodoches?

—Sé lo de la carta y lo que dice —le contestó el muchacho—; pero no habrá usted reflexionado en la fecha.

—No tiene fecha; tal vez de intento no la puso Juan, o fue un olvido.

—Entonces ya comprendo —contestó el practicante—. Juan, como usted sabe, es perseguido terriblemente por el conde, más que por el gobierno.

—No me dice eso en la carta —interrumpió Mariana.

—Por larga que sea no ha podido escribírselo a usted todo. Su padre de usted, que al parecer no se ocupaba de Juan, no hacía otra cosa, y muchos de los viajes que usted lo habrá visto hacer no eran para negocios de minas, sino para cosas relativas a Juan. El conde sabe que desertó, que fue juzgado en rebeldía y condenado a muerte. Ni la comandancia de México ni el gobierno se hubieran vuelto a ocupar de él, a no ser por el conde, que por manos secundarias y a fuerza de dinero ha logrado que hablen los periódicos, que se manden órdenes estrechas con la filiación de Juan a las comandancias, a las fronteras, a los puertos, a todas partes, aun a los pueblos más miserables, para que se le busque, se le aprehenda y se le remita inmediatamente al coronel Baninelli o a la plaza de México. El conde, además, ha ofrecido quinientas onzas de oro al que entregue a Juan. Ya considerará usted si ha corrido riesgos y si era posible que pudiera habitar en el país y cerca de usted. Tuvo que entrar en el desierto y buscar a las tribus de lipanes de quien es muy amigo desde que estaba de capitán de Presidíales, y allí pasó algunos meses. Pero las tribus estaban en guerra con otras; él no quiso tomar parte, ni le importaba, y al cruzar para Nacodoches se encontró con los chipewais, que querían que los acompañara en la guerra contra los lipanes, que lo cogieron prisionero, lo atormentaron y por poco lo sacrifican. Todavía tiene las rayas moradas en el cuerpo de las cuerdas con que lo amarraron, y anoche mismo me enseñó las llagas, que aún no le sanan, de las quemadas que le dieron con tizones ardiendo.

—Eso me dice a mí —contestó Mariana con una voz profundamente conmovida.

—Ahí tiene usted, señora condesa, explicaba la causa de su silencio durante más de un año. Don Remigio habrá disimulado delante de usted, pero debió haberlo creído ya muerto. Vamos a lo más importante o, mejor dicho, a lo que he venido; siempre será conveniente que cuando regrese el conde con las gentes que vienen de México no me encuentren en las habitaciones de usted; así, acabaré de decir lo que debí haberle contado desde que entré. Juan está enterado y al tanto de lo que pasa, y no cabe duda que don Remigio, no sé cómo, pero es el único que ha podido instruirlo de los acontecimientos. La van a casar a usted, señora condesa, con su primo el marqués de Valle Alegre, que no tardará en llegar aquí; pues bien, Juan me encarga que le diga a usted que no se case, que se deje usted matar o se mate antes de consentir esa unión, que acabaría con las esperanzas que ustedes tienen de unirse un día u otro, y ser tal vez perdonados y sancionado su matrimonio por el conde y por la iglesia, o en caso extremo, huir, ganar el desierto y la frontera de los Estados Unidos; en fin, cualquier cosa, pero una vez casada… se acabó, no hay remedio. Quiere, pues, que le mande decir terminantemente si tendrá usted el valor necesario para resistir. Si lo promete, lo creerá, fiará en su palabra y le comunicará por escrito, por conducto de don Remigio, lo que ha pasado para salir de la situación en que se encuentra. Si no tiene usted valor para resistir a las órdenes y a las amenazas del conde y a las persuaciones del marqués de Valle Alegre, que entonces se lo diga usted con franqueza, y escuche en ese caso lo que hará. A la hora de la ceremonia se presentará repentinamente en la iglesia delante del altar, atravesará con su puñal el corazón del marqués de Valle Alegre y se entregará a la justicia, haciéndole saber quién es y rogando que lo envíen donde se halle Baninelli, que era su coronel, quien lo fusilaría inmediatamente. Que por nada de esta vida tocaría al conde; pero quién sabe lo que podría suceder en el lance. En fin, señora condesa, habrá una catástrofe horrorosa, y todo depende de la respuesta de usted. Ya conoce usted el carácter de Juan y nada tengo que añadirle. Es ya tiempo de que me vaya al patio a esperar a don Remigio para que me pague mi cuenta, pues el conde y el marqués no tardarán. ¿Qué digo a Juan?

Mariana se levantó de su sillón serena y resuelta, tendió su blanca mano al practicante y le dijo con una voz que no denotaba la menor emoción:

—No me casaré. Dígalo usted así a Juan, y él me creerá, cualesquiera que sean las cosas que le digan.

—Lo creo, señora condesa —dijo el practicante—; la manera como me lo ha dicho indica bien que lo hará así. En cuanto a la bebida, yo no sé lo que podrá pasar dentro de pocos días, pero deben pasar cosas muy terribles si usted no se casa, y no sería del todo malo que usted procurara que el marqués, el conde y hasta el obispo durmieran cuatro o seis horas. Al despertar, la cólera se habrá calmado, y usted, con esto, tendrá tiempo de pensar en su situación y de poner en salvo su vida, porque yo no debo ocultar a usted nada de lo que siento y pienso: la vida de usted va a correr más peligro que el día del banquete. Juan lo cree también así. Trata de venir a la hacienda disfrazado, confundirse y mezclarse entre los rancheros y la multitud de gente que se juntará naturalmente el día de la boda, y estará armado y listo para defender a usted y arrebatarla de en medio de sus gentes. Corazón y brazos le sobran para eso. Usted lo conoce, señora condesa.

—Eso no —contestó vivamente la condesa—. Dígale que le prohíbo que venga. Yo me defenderé sola, y tengo tanto valor como él. La víctima sería don Remigio, y ni él ni yo debemos sacrificar al que ha sido y es nuestro único protector. Sería eso indigno de un hijo, y Juan no lo hará.

—También es verdad, señora condesa. Juan no lo hará. Le diré letra por letra lo que he tenido el honor de platicar con la señora condesa y, por lo demás, Dios sólo sabe lo que acontecerá en estos días, porque ni él ni usted, señora condesa, son dueños de los acontecimientos, ni saben en realidad lo que tienen que hacer, ni cómo saldrán del lance terrible que se les prepara. Adiós, señora condesa —añadió con cierta ternura el practicante, tendiendo tímidamente la mano a Mariana—. Adiós. ¿Por qué tan hermosa, tan buena, tan generosa y tan amada de un hombre digno de usted, no permite Dios que sea usted feliz? Enigmas de la suerte que nadie puede revelar. Yo también podía haber sido feliz; pero no lo soy. El conde, con el poder del dinero y de su posición, me ha arrebatado a Catarina; sí, a Catarina, una linda muchacha de veinte años, con la que era mi intención casarme… ¡Vale más!… Era una mujer interesada y sin corazón. Quedan otras en el pueblo. ¡Adiós, señora condesa!

El practicante estrechó la mano de Mariana y salió de la estancia, dejándola absorta y petrificada con todo lo que acababa de oír en tan impensada como extraña conferencia.

El practicante, que era Miguel X…, y que años después fue un famoso médico, salió conmovido hasta llenársele los ojos de lágrimas al ver a esa hermosa mujer, tan gallarda, tan majestuosa, destinada quizá dentro de pocas horas a un sacrificio sangriento. Ella resistiría al mandato del conde, y éste, en uno de sus furores, sería muy capaz de atravesarla con su puñal o con su espada. ¿No valía más que, ya que las cosas no tenían remedio, Juan matase de una vez al conde? Se vio tentado de montar a caballo, regresar al pueblo, volverse con Juan para tomar parte o, al menos, presenciar la tragedia; pero el viejo tordillo no podía dar un paso. Lo desató de la argolla del patio principal donde lo había amarrado, y casi empujándolo por las ancas, logró introducirlo en una de las caballerizas de los criados, donde el pobre animal encontró una pileta en la que sació su sed, y un pesebre con grano y paja que con avidez comenzó a mascar.

Después de esto, se paseó por aquí y por allí, entretenido con el trajín que tenían criados y criadas, y con los grupos de rancheros que comenzaban a llegar, a la curiosidad de las bodas, cuya noticia, sin saberse cómo, se había extendido por toda la comarca.

Los señores nobles no se hicieron esperar, y la nube de polvo y el repique a vuelo de las campanas de la iglesia de la hacienda, anunciaron su aproximación. Habían venido a buen paso; pero a cierta distancia del Sauz y por una orden del conde, transmitida por don Remigio, todo el tren que hemos descrito se lanzó a galope tendido, y El Monarca y El Emperador, queriendo quedar bien, relinchando y mirándose con enojo, emprendieron una verdadera carrera; los caballeros que los montaban, buenos jinetes y con igual orgullo y emulación, lejos de contenerlos les aflojaron la rienda y volaron por aquella ancha y pareja calzada bordeada de árboles, que conducía a la hacienda. El marqués de Valle Alegre ganó, pues fue El Emperador quién entró de un salto a la portalería, mientras El Monarca no acababa de pasar los últimos fresnos que estaban a diez varas de la puerta.

Algo molestó al conde este incidente, y no dejó de hundir las espuelas en los ijares del Monarca; pero nada dijo a su pariente, y antes bien, con muchas atenciones y ceremonias, lo condujo a sus habitaciones, ordenando que le sirviesen en ellas la comida y quedando en visitarlo al día siguiente.

Don Remigio colocó a los cuerudos, a los cocheros, a los criados y a los tiros de mulas y de carga en los lugares convenientes, pues sobraban estancias, cuadras y caballerizas, y se retiraba a descansar, cuando le salió al encuentro el practicante, que todo lo había visto muy bien en la azotea detrás de una almena.

—Don Remigio —le dijo antes de que el administrador pudiese hablarle— aquí van a pasar cosas muy graves y extraordinarias; págueme usted mi cuenta, que aquí está. Son mil pesos: una migaja, una gota de agua para el dinero que tiene el conde.

—¿Pero cómo ha venido usted y desde cuándo está aquí —le preguntó don Remigio— y cómo sabe?…

—He venido en un mal caballo, cojo, que está comiendo en una de las caballerizas, y todo lo sé; además, Juan, su hijo de usted, está en mi casa, y él fue quien me obligó… Ya hablé con la condesita; está impuesta de todo, y usted, don Remigio, que sabe más que todos juntos, pues está en los secretos del conde, sabrá lo que hace cuando llegue el lance… Pero págueme mi cuenta. Se hace noche y tengo que volverme al pueblo, pues Juan estará en la desesperación.

Don Remigio llevó al muchacho a sus habitaciones, cerró las puertas para no ser sorprendido y se enteró de la conversación con la condesa, de los proyectos de Juan y de cuanto más le interesaba en el grave conflicto en que se hallaba; no queriendo que supiese el conde la visita del mediquín, tomó sobre sí la responsabilidad de pagarle su cuenta y lo despachó en un buen caballo, encargándole por todos los santos del cielo que contuviese a Juan; que no le permitiese venir a la hacienda, porque su sola presencia ocasionaría sangre y muertes, y que fiara en la energía de la condesa y en que él obraría también con prudencia y con maña para impedir que se efectuase el matrimonio.

La noche se pasó tranquila en la hacienda; marqués y conde, cansados y estropeados con la fantástica carrera, durmieron bien y se levantaron formando cada uno castillos en el aire. El conde, por fin, iba a establecer a Mariana, a procurar, con todas las probabilidades, un heredero a la antigua casa del Sauz; y aunque sabía el estado de los negocios del marqués y el embargo de la hacienda, esto nada le importaba, pues Mariana era muy rica y él añadiría, con lo que había ganado en las minas, algunos miles de pesos de dote; pero sobre todo, lo que llenaba el contento, es que ese atrevido Juan, que había osado poner sus ojos en una condesa, quedase burlado, entregado a la impotencia y a la desesperación. Así que supiese el casamiento, él mismo se entregaría a Baninelli y sería fusilado en el acto, Baninelli mismo se lo había dicho al conde un día que se encontraron y hablaron de esto.

El marqués, por su parte, estaba loco de contento. El grandioso aspecto de la hacienda, sus potreros fértiles, llenos de ganados reventando de gordos, el orden que desde luego se observaba en la administración de las minas en que tenía parte el conde, de lo que se había informado en el camino, y la buena voluntad con que se le entregaba a Mariana, lo convencían de que su suerte estaba decidida; repondría su fortuna, volvería a comprar, aunque fuese a peso de oro, la hacienda de que lo había despojado Rodríguez de San Gabriel, terminaría las querellas y disgustos de familia y volvería a México a lucir a su mujer cubierta de pedrería en el teatro, en las funciones de iglesia, en las tertulias que no dejaba de haber de vez en cuando en las casas ricas y en las legaciones extranjeras. Y Mariana ¿cómo estaría? No la había visto, ni el conde se la había mentado; llegó aun a dudar que estuviese en la hacienda, y se vio tentado a llamar a don Remigio y hacerle algunas preguntas; pero temió quedar en ridículo, y esperó.

A la mañana siguiente, previo permiso, el conde, vestido de etiqueta, se presentó a hacer una visita a su pariente.

—Desde hoy, primo —le dijo el conde del Sauz— cuente usted esta casa y esta hacienda como suyas. Pasó ya la etiqueta, y ahora entre usted y salga con entera libertad. Coches y caballos (aparte del magnífico avío que usted trae) están a su disposición. La campana anunciará las horas del almuerzo en el gran comedor, y el desayuno y la colación de la noche se le servirán en sus habitaciones. Los dos salones del frente de la casa, el billar y la biblioteca, están a disposición de usted. Cuatro criados y otras tantas criadas estarán dedicados a su servicio, y además, si algo necesita usted o se le ofreciese en cualquier sentido, no tiene sino ordenar a don Remigio, que está advertido de que debe presentarse todos los días a usted para recibir órdenes. ¿Está usted contento?

El marqués se levantó de su sillón y sacudió fuertemente la mano de su primo.

Los dos volvieron a sentarse y continuaron departiendo amigablemente.

—Todos los pasos están dados y los inconvenientes allanados —continuó el conde—. Antes de la comida hará usted su visita a Mariana, que está ya prevenida. Ya la conoce usted, y aunque no la ha tratado íntimamente, tendrá idea de su carácter. Adusta y de pocas palabras; como su madre, algo altanera y engreída, pero es el efecto de nuestra raza; fría e indiferente también como su madre… Pero todo eso irá desapareciendo con el casamiento; las mujeres cambian cuando se casan, aunque la difunta condesa no cambió; puede ser que yo haya tenido la culpa. Usted, primo, es un hombre ya maduro y de mundo, y sabrá pasar por ciertos caprichos y pasioncillas efímeras; ya establecidos en México, serán la honra y la verdadera representación de la nobleza mexicana, que va desapareciendo y confundiéndose con esos advenedizos políticos que ocupan los puestos del Estado y nos gobiernan a su antojo. Mariana lleva, por la parte de su madre, la hacienda del Álamo Blanco, que si usted la atiende, puede rivalizar con ésta, y además trescientos mil pesos de dote, que están en la Casa de Moneda de México y recibirá usted a su regreso después de celebradas las bodas. ¿Está usted contento?

El marqués se volvió a levantar del sillón y sacudió más fuertemente la mano de su pariente diciendo:

—Contentísimo.

Y los dos se volvieron a sentar y continuaron departiendo.

—He convidado al obispo, a los principales propietarios y mineros de Durango y al marqués del Apartado, que está en Sombrerete y hará el viaje expresamente para ser el padrino. Lo espero mañana y será vecino de usted, porque le tengo separadas las piezas que siguen. La madrina será la señora doña Pomposa de San Salvador, la más rica propietaria de estos Estados. En sus haciendas podrían caber España y parte de Francia, y van a dar hasta la provincia de los Tejas. Conque ve usted que he hecho cuanto haría por un rey que se casase con Mariana. ¿Está usted contento?

En esta vez el marqués de Valle Alegre tomó con sus dos manos la del conde, y le dijo:

—¡Encantado! Todo es dicha, contento y felicidad, lo que ha hecho usted sólo se paga con este apretón de manos, como signo de alianza y de amistad eterna entre las dos antiguas, nobles y poderosas casas de los marqueses de Valle Alegre y de los valientes condes del Sauz. Desgraciadamente mis bienes y haciendas no están en el grado de prosperidad que las de usted; pero hay, a Dios gracias, como quien dice para comer una mala sopa. Me permitirá usted, primo, que le haga en este momento un pobre obsequio como testimonio de lo mucho que le agradezco tanta fineza. El avío, con su tiro de reserva de mulas blancas, el coche de mi casa y los veinticinco cuerudos, se quedarán en la hacienda. ¿Espero, primo, que estará usted contento?

—¡Contentísimo! —dijo a su vez el conde levantándose y estrechando la mano del marqués.

El conde, que tenía mulas y caballos magníficos en sus estancias, fijó, sin embargo, su atención en el rumboso avío de su futuro hijo político, y deseaba a toda costa quedarse por lo menos con el nunca visto tiro de mulas blancas, y con los veinticinco cuerudos montados en caballos tan briosos, tan iguales, tan perfectos, que cada uno valía por lo menos media talega de pesos; pero no hallaba cómo manifestar sus deseos al marqués; así que de veras quedó contento y le estrechó sinceramente la mano.

—Es ya hora en que debo presentarme a la hermosa Mariana, ofrecerle mis respetos y mis pobres regalos, que no tienen otro mérito sino ser las antiguas alhajas de familia. Una perla es lo único curioso y de algún valor.

El marqués tomó de sobre una mesa los cofrecitos que contenían las alhajas y se dirigió a las habitaciones de Mariana, hasta cuya puerta lo acompañó el conde.

—Los futuros esposos tendrán mucho que decirse, y la presencia de un padre no es muy oportuna en tales ocasiones. Tengo mil y mil cosas que ordenar todavía, y, entre tanto, muchas felicidades.

El marqués entró en el saloncito primoroso y coquetamente adornado de Mariana, y el conde se dirigió a las oficinas, donde don Remigio lo esperaba.

En todas estas cosas y en los preparativos y solemnidades de las bodas, para nada se había contado con Mariana. El conde se limitaba a darle ciertas órdenes con una severidad que no admitía réplica; don Remigio, desde el regreso del conde a la finca, no se había atrevido ni había podido tener ocasión de explicarse con su ama, y lleno de inquietud y de temores especialmente desde la conferencia que tuvo con el practicante, se limitaba a ejecutar también la voluntad del conde sin replicar, sin preguntar, y no previendo siquiera el desenlace que tendría esta gran festividad, que probablemente terminaría con el sacrificio de su hijo y de Mariana. Se le figuraba que se iba a repetir algo de lo que había leído en la historia de los aztecas, y que la víctima, coronada de flores y acompañada de sacerdotes y de doncellas cantando, iba a terminar en la piedra de sacrificios, donde le arrancaban el corazón. En las oscuridades de su imaginación, salpicadas de luces extrañas, no distinguía claramente si era su hijo o Mariana la que debía perecer. Era igual: a los dos los amaba con la pasión de viejo que no tenía otra cosa en la tierra más que a ellos. Estaba como en otro mundo, y estremeciéndose y disimulando obedecía al conde maquinalmente.

Lo dejaremos ahora ocupado con el conde en disponer lo necesario para recibir al marqués del Apartado, al obispo de Durango, a doña Pomposa y a los curas, y entremos a las habitaciones de Mariana, donde, con sus cofrecitos de alhajas en la mano, la esperaba impaciente el marqués de Valle Alegre.

LIII. Los cofrecitos

—Si es posible, más hermosa que la última vez que tuve la dicha de veros en la casa de la Calle de Don Juan Manuel —dijo el marqués, con voz insinuante, haciendo una reverencia, tendiendo su mano a la condesita, y adelantándose luego que la vio salir de entre los cortinajes que separaban su alcoba del salón.

Mariana, vestida sencillamente con un traje de seda oscuro, con sus dos bandas de cabello negro engastando su fisonomía y sus gruesas trenzas formándole un peinado a la vez gracioso, sin los caprichos, rizos y dibujos que entonces se usaban, bella y majestuosa a pesar de sus penas y sufrimientos, estrechó ligeramente la mano que el marqués le presentaba, le hizo seña de que se sentase en el canapé, y ella lo hizo en el sillón que estaba enfrente.

—¡Quién lo había de decir y cómo los acontecimientos vienen cuando menos se esperan! —dijo el marqués—. En este momento no lo creerá usted Mariana, pero no tendría razón para engañarla: mi único sueño dorado desde joven fue el casarme con usted; pero el conde era tan severo, tan raro aun con sus propios parientes, que no me atreví a insinuarlo… por temor de un desaire. Una negativa habría sido una herida profunda para el orgullo y dignidad de nuestra casa; pero usted, con el instinto de mujer, no dejaría de conocer que mis continuas visitas no eran sólo para pasar el rato… No hay que hablar de eso, que ya pasó, aunque para mí es un recuerdo muy agradable: ahora no hay ya obstáculo para nuestra felicidad.

Mariana bajó los ojos y guardó silencio.

—¿Ningunos recuerdos tiene usted de esa época feliz?

—Recuerdos… sí los tengo; pero la verdad, nada agradables. Mi madre era tan desgraciada, y yo, mirándola morir día a día y encerrada en aquella casa tan triste, esto es lo que puedo recordar, y ya ve usted que no era mucha felicidad la que yo gozaba. Recuerdo, sí, el cariño y los cuidados de Agustina, la cariñosa sumisión de la pobre Tules…

—Sí, sí —interrumpió el marqués—; oí decir algo de un bribón que asesinó a esa criada favorita de usted, con la complicidad de un muchacho perverso y de varias vecinas de una casa de mala fama. Es una causa que ha hecho mucho ruido en México y, según decían, cuando yo salí ya habían encontrado al muchacho y a una llamada Casilda, principales cómplices del asesino, e iban a ser ahorcados en compañía de dos hombres y una mujer que estaban convictos y confesos; pero no hablemos de esas cosas, que son demasiado tristes.

Cuando Mariana oyó esto, sin saber por qué, le dio un vuelco el corazón y quedó como distraída y pensativa.

El marqués se levantó de su asiento y se acercó a la mesa, donde había puesto al entrar los dos cofrecitos. Mariana pensó que la conversación debería seguir ya sobre un tono más serio y positivo, y pasó por su mente la idea de declararlo todo al marqués; de hacerle saber que tenía un hijo y que ella no podía ser su esposa sin cometer una maldad y una felonía; que además y aun cuando, lo que no era creíble, el marqués pudiera pasar por esa falta, ella no le tenía no sólo amor, pero ni siquiera esa simpatía o amistad que pudiese hacerle llevadera una vida común. Pasaron como un relámpago estos pensamientos, porque al mismo tiempo le ocurrieron otros enteramente contrarios. ¿Qué resultaría de aquella confesión en los momentos en que el casamiento estaba ya dispuesto por su padre y convidados el obispo, los curas, los marqueses, los mineros y los hacendados? El conde, con amenazas de muerte, la obligaría a casarse, y el marqués de Valle Alegre tendría que referir el motivo por qué no aceptaba la mano de su prima, resultando un grande escándalo que se sabría por toda la República; y ella, orgullosa, digna, desgraciada, casta y virtuosa, pues su debilidad fue obra no del vicio sino del amor y de la inevitable alucinación de un momento, quería morir honrada, y que el terrible secreto de su vida quedase ignorado de su padre y del común de las gentes. Un instante también tuvo, como en la casa del Chapitel de Santa Catarina, el ánimo de suicidarse, y se levantó y anduvo algunos pasos para entrar en su alcoba y buscar el puñal que había estado bajo la almohada de su madre y que ella había quitado de las panoplias del conde; morir en presencia del marqués y terminar de una vez una situación que no tenía otra salida. Mariana tuvo miedo como en la primera vez; no se consideró bastante fuerte para herirse, y por otra parte, el temor de las penas eternas le quitaba la poca energía que le quedaba. Se decidió en aquel momento a dejar correr los acontecimientos sin fijarse en ninguna resolución. Habría dado cualquier cosa por poder hablar diez minutos con don Remigio, pero imposible; el conde no lo dejaba ni un instante. Mariana, aparentemente tranquila, volvió de la recámara donde había ya penetrado, y se sentó.

—Le repito a usted, hermosa Mariana —le dijo el marqués de Valle Alegre— que no hay que pensar ya en esas cosas. Mucha razón ha tenido usted de sentir y de llorar a esa Tules, que era una criada fiel y adicta a usted; pero eso ya pasó y si era tan buena como todos dicen, estará ya en el cielo, y los asesinos quizá a estas horas habrán expiado su crimen. Vamos, acérquese usted, quizá la vista de estas frioleras distraerá a usted.

Mariana acercó el sillón a la mesa, el marqués hizo otro tanto y abrió los cofrecillos.

Las joyas y diamantes que Mefistófeles presentó a Margarita y que la sedujeron y condujeron a su perdición, eran cualquier cosa comparadas con lo que contenían las arcas maravillosas que el marqués tenía delante, como si las hubiera adquirido de las misteriosas cavernas de Alí Babá. En efecto, las familias ricas de los tiempos anteriores a la Independencia y que generalmente se designaban con el nombre de Títulos de Castilla, iban en el curso de los años reuniendo tales preciosidades y rarezas en materia de diamantes, perlas, piedras preciosas y esmaltes, que con el tiempo llegaron a formar una especie de museo de un valor crecido, que representaba un capital bastante para que una familia viviese con descanso. Zafiros, peinetas de carey incrustadas en oro, con labores y cifras de piedras, verdaderamente una colección maravillosa de adornos y de combinaciones distintas para la cabeza, para los brazos y para los vestidos.

Mariana veía con indiferencia esos tesoros, y sus labios, que querían sonreír para no desagradar del todo al marqués, no podían más que expresar el desdén más completo.

—Todo esto, mi adorada Mariana —se atrevió a decir el marqués— es antiguo. Se montan hoy con más gusto las alhajas de París, pero no he querido tocarlas, para que se conserven tales como las fue adquiriendo la casa; en resumen, no tienen nada de particular. Diamantes, rubíes, topacios y amatistas, como todos, montados en plata y oro sin gusto ni arte; pero lo que realmente es notable y no la hubiera ofrecido ni a la reina de España, es esta perla, que no tiene igual, y que os presento como testimonio de un amor eterno. Todo lo que había de más valor y de más gusto en mi casa, lo he reunido en estos cofrecitos para presentarlo como ofrenda de mi cariño a la que va a ser mi compañera para el resto de la vida.

El marqués sacaba de los cofrecitos sartas de perlas.

—Con éstas entretejía mi madre sus cabellos, y a su vez realzarán lo negro de esas trenzas sedosas y abundantes. Estos anillos —continuaba— también han estado en los dedos de mi madre, que tenía unas manos envidiables, y sólo las de la condesa del Sauz pueden ser más perfectas.

Mariana, con cierta sonrisa de desprecio, escondía sus manos debajo de un pañuelo chino con que se había abrigado el pecho resintiendo en su delicada naturaleza el frío que repentinamente se había experimentado la noche anterior.

El marqués sacó cuantas alhajas contenían los cofrecitos y las colocó con cierto orden en la mesa para dar el golpe final, deslumbrar los ojos de Mariana y excitar la codicia mujeril, que aun sin intención ni malicia se encanta con tan variadas riquezas. Aretes de gruesos diamantes negros, anillos de brillantes y rubíes, collares de esmeraldas, adornos de topacio quemado, aguas marinas y rosas.

El marqués sacó de su bolsillo una cajita de terciopelo azul que contenía un broche de una sola perla, ¡pero qué perla! Más grande que un garbanzo, perfectamente redonda y un oriente que, sin los cambiantes, era superior al de un ópalo.

—Esta perla —continuó el marqués presentando la cajita a Mariana— tiene su historia. Fue pescada en la Baja California, en el Golfo de Cortés. Al subir el buzo que la arrancó del banco de las ostras, fue acometido por un tiburón, que lo destrozó y lo devoró. Los demás buzos, tratando de vengar la muerte de su compañero, persiguieron al tiburón, lograron matarlo, lo arrastraron a la playa, le abrieron el vientre, y entre los brazos casi enteros y los pedazos de piernas de la desgraciada víctima, encontraron una concha y sacaron esta perla que mi abuelo, que estaba entonces viajando por las Californias, compró en cinco mil pesos.

—Por nada de esta vida tendría yo esta perla —dijo Mariana con el mayor desprecio y tirando sobre la mesa la cajita que le había dado el marqués— y no sé cómo le ha ocurrido a usted contarme un lance tan horroroso. Hablando en lo general, las alhajas no me seducen. Las mujeres feas y poco simpáticas, aunque se cubran de alhajas de los pies a la cabeza, se quedan lo mismo. No hay mejores alhajas que una fresca juventud de diez y ocho años, un corazón quieto y un alma tranquila; y yo, que no he tenido ni lo uno ni lo otro, para nada me sirven ni las perlas ni los diamantes; además, tratándose de perlas, la de usted, pienso vale poca cosa comparada con la que me dejó mi madre, y por mera curiosidad se la voy a mostrar a usted. Ha estado años guardada, y hasta mi padre la ha olvidado. Ya verá usted qué poca importancia tienen para mí las joyas.

Mariana entró a su recámara y a poco salió con una cajita de oro, de colores, con relieves exquisitos. Dentro estaba no una perla, sino una maravilla. Era poco más pequeña que una avellana, pero ¡qué oriente, qué redondez, qué aspecto tan apacible, y por decirlo así, amable! Era una perla que enamoraba no por su valor, sino por su belleza; parecía que tenía un alma y una inteligencia, y como que decía que se le colocase en el cuello turgente o entre el cabello negro de alguna belleza.

El marqués se quedó atónito con la vista de esta perla, y confundido, despechado por el marcado desdén con que su futura esposa había visto las riquísimas joyas con las cuales había creído seducirla y hacerla salir de la indiferencia glacial con que lo había tratado desde el principio de la visita. Todo el orgullo de los marqueses de Valle Alegre se le subió a la cabeza y ya iba a estallar, a decir quién sabe cuántas cosas a Mariana y a romper el casamiento, cuando el conde entró seguido de dos criados que de las argollas conducían una gran caja.

—Quizá no hice bien en interrumpirlos. Dos novios próximos a ir al altar tienen mucho que decirse; pero vengo a presentarles una obra exclusivamente mía, y en la que ni don Remigio ha tenido parte. Yo, se puede decir, dibujé el vestido, escogí la tela, di las más minuciosas instrucciones a Agustina y mandé expresamente un coche con el mozo más inteligente de la hacienda, para que luego que estuviese hecho me lo enviase, calculando los días de camino de ida y vuelta. Agustina lo ha hecho perfectamente, como, lo hace esa buena vieja, que gobierna la casa mejor que yo y que Mariana. Ha llegado a tiempo como yo esperaba, y vamos a verlo.

Los criados sacaron cuidadosamente de la caja un maravilloso traje de boda bordado de perlas, de la tela más rica que se pudo encontrar en los almacenes de México.

En efecto: el conde, desde que escribió al marqués la carta que ya conocemos y dio por sentado que el matrimonio se había de verificar, escribió también a Agustina que comprara la más rica tela de seda, que rematara en el Montepío cuantos hilos de perlas hubiera y que, tomando por modelo el mejor traje de Mariana, le mandase hacer bordar de perlas y oro, no parándose en gastos y vaciando, si era necesario, las cajas de cedro.

¡Con qué dolor, con qué repugnancia, con qué tristeza cumplió Agustina estas instrucciones! La desgracia de su querida Mariana iba a consumarse. Este traje rico de boda podía ser una mortaja. ¿Se casaría? ¿Obedecería a su padre? Seguramente que sí, pues que se mandaba ya hacer el vestido de boda.

Y Juan ¿dónde andaba, qué diría, qué haría una vez que supiese que Mariana estaba ya casada? ¿Y la infortunada criatura fruto de ese amor, muerta tal vez, o peor que eso, padeciendo hambres y miserias, de cargador, de mozo de mandados, soldado tal vez, sufriendo los varazos del cabo? Agustina se perdía en conjeturas; hacía tiempo que no sabía nada de cuanto le interesaba, y la carta en que le mandaba el conde hacer el traje cayó como si fuese una gruesa piedra que le hubiese lastimado la cabeza; pero no podía hacer otra cosa más que obedecer; así que compró las mejores perlas, la más rica tela y la llevó a las maestras de la Calle de Medirías, que eran las más afamadas bordadoras, y en el tiempo fijado por el conde estuvo listo cuanto se encargó, y dispuesto para ser enviado en el coche para que llegase oportunamente, como se ha visto que sucedió.

Agustina, cuando estuvo concluido el rico traje, lo hizo llevar a su casita de la Calle de Chapitel de Santa Catarina, y se postró ante la milagrosa imagen.

—Aquí tienes, madre y señora mía de las Angustias, este vestido de boda de la infeliz mujer a quién salvaste en una terrible noche de la muerte y de la deshonra; haz con tu gran poder que este oro, estas perlas y esta seda no se conviertan para la desdichada en una fúnebre mortaja. Tú dispondrás, madre mía, si debe o no casarse, pero de cualquier manera tú la salvarás, y esta humilde pecadora te lo pide por la sangre preciosa del hijo que tienes en los brazos.

Agustina levantó sus ojos húmedos y suplicantes, miró a la sagrada imagen como para obtener una respuesta, y en el semblante y en los ojos llenos de lágrimas de la Virgen no encontró ni la respuesta ni el consuelo que deseaba.

—Hágase la voluntad de Dios —dijo resignada y triste. Suspirando atizó la lamparilla que siempre ardía en el altar, y regresó a la casa de Don Juan Manuel, donde la esperaban los criados y cocheros.

Un cuarto de hora después salía del zaguán un coche con su camisa de lona, cerrado como si fuese un enfermo dentro, y que no contenía más que la caja con el rico traje que presentó el conde a su hija como su última y terrible voluntad.

Mariana sonrió tristemente al ver el traje, y miró a su padre de una manera significativa, como queriéndole decir con los ojos: «¿Cómo, sin consultar mi voluntad ni mi corazón, dispones de mí, y la primera noticia que tengo de mi suerte es el marqués, tratando de seducirme arrojándome un montón de alhajas y tú echándome encima unas galas de oro y perlas que caerán sobre mi cuerpo como un sudario?».

El conde no pudo menos que comprender cuanto le quiso decir Mariana, y respondió con una mirada fija, terrible y feroz.

Mariana bajó los ojos.

—¡Ah, yo creía… —dijo el conde—. Pero no… marqués!… Mariana será una buena esposa que os amará mucho, como la difunta condesa me amó a mí, y no desmentirá la traición de su familia. Dejémosla por el momento en sus quehaceres y vamos a visitar las diversas habitaciones de la casa.

Los dos potentados salieron, dejando el marqués las alhajas esparcidas en la mesa, y el conde el riquísimo traje en un canapé. Mariana se levantó de su sillón y les echó una mirada de odio y de enojo hasta que los perdió de vista; después, juntó las alhajas con movimientos nerviosos, las echó desordenadamente en los cofrecitos, tomó el vestido y, arrastrándolo por el suelo, lo arrojó sobre su cama.

—Yo estoy loca —dijo— no sé lo que va a suceder… ¡Virgen santa, señora mía de las Angustias, socórreme en este trance! —y llevando las manos en la cara se hincó junto a su lecho, apoyó su frente en las almohadas y derramó un torrente de lágrimas.

LIV. El casamiento de Mariana

Todas las habitaciones de la casa estaban abiertas, y los dos salones del frente, que nunca se abrían, llenos de luz que les entraba por las grandes ventanas, lucían sus arañas de plata maciza, sus exquisitas pantallas de Venecia y sus muebles antiguos flamencos del más delicado gusto. El conde enseñaba con minuciosidad al marqués las curiosidades que había por todas partes y lo paseó más de una hora por una serie de piezas, de gabinetes, de retretes y de alcobas capaces de que se alojaran cómodamente en ellas más de cincuenta personas. Aunque preocupado el marqués con ideas de otro género, no pudo menos de admirarse de la magnificencia del edificio y de la variedad de muebles raros que había por dondequiera que se entraba.

Las comidas se sirvieron durante los primeros días en el chocolatero o en el departamento que ocupaba cada persona; pero fueron llegando el obispo, tres curas, dos mineros, cuatro hacendados y, por último, en un tren lujosísimo, el marqués del Apartado y la rica señora doña Pomposa, que debían apadrinar a los novios. Sucesivamente fue el conde mismo instalándolos en sus departamentos, y al siguiente día se abrió el gran comedor, donde concurrían a las horas de costumbre, al toque de la campana, los huéspedes, presididos por el conde, sentado en su regio sillón rodeado de la reja dorada.

Mariana no asistía a esos banquetes, estaba enferma, realmente enferma, hasta el grado de no poder levantarse de la cama. Le dolía no sólo el cuerpo, sino el alma.

Alivióse un tanto, y el conde aprovechó la oportunidad para fijar el día de la boda.

El marqués de Valle Alegre no salió muy contento de la visita que hizo a Mariana, a la que no había vuelto a ver. Frialdad completa, desaires y desprecios. No se necesitaba tener mucha perspicacia para conocer que la condesita tenía la más grande repugnancia por el casamiento, y que era una víctima de las preocupaciones de su padre.

La visita a los salones y a los diversos departamentos, tan bien arreglados y dispuestos, los distrajo un poco, cuando al recogerse en su cama con sus propios pensamientos, no pudo menos de confesarse que cometía un gran disparate en casarse y que su vida iba a ser un infierno. ¡Y lo que es la naturaleza humana! La contradicción había picado su amor propio. Los desdenes de Mariana habían herido su corazón; pero la entereza de la muchacha, su desprecio por las riquezas, su dignidad y compostura a pesar del forzado y mentiroso papel que se le obligaba a representar, le interesaron sobremanera y observó que el tiempo y la vida solitaria que había tenido y quizá los pesares mismos, habían realzado la belleza de su prima y dádole un aspecto como de reina destronada.

—¿Si estaré yo enamorado de mi prima? Serla la última de las desgracias que me pudiera suceder. Sin amor, qué me importará su indiferencia y sus desdenes continuos; ella en su recámara y yo en la mía. Si acaso, un día que otro nos veremos a las horas de comer; una que otra vez también, en el paseo, en coche, y al teatro, para no dar qué maliciar al público… y… ¿Pero si al diablo se le antoja que yo quiera vivir con ella como viven los santos y buenos matrimonios? ¿Si tengo celos, si me exaspera su desdén, si suspiro y me pongo triste como un colegial que acaba de salir al mundo…? ¡Oh, no! ¡Qué vergüenza, qué mengua, qué ridículo para un hombre de mi experiencia y de mi edad, corrido de mundo y cansado de mujeres! Sí, lo mejor será marcharme en la madrugada, dejando una carta al conde. Decidido, y no hay que pensarlo más.

Se levantó, se acercó al escritorio de ébano y marfil que estaba frente a su cama y escribió:


Conde y señor mío:

Mariana me aborrece; no puedo aceptar su mano. Os doy las gracias y os hago un servicio evitando la desgracia de vuestra hermosa hija.

El Marqués de Valle Alegre.
 

No obstante la hora avanzada de la noche mandó con uno de los criados que velaban a su puerta buscar a don Remigio, que no tardó en llegar.

—A las cuatro, antes que amanezca, me hará usted el favor, don Remigio, de que con un tiro de la hacienda esté lista mi carretela, mis dos caballos ensillados y seis mozos que usted escogerá. Mi avío se lo he regalado al conde. Me voy a México, y cuando el conde despierte le entregará usted esta carta.

—Pero, señor marqués… ¿es posible? ¿Lo ha pensado usted bien? ¿Qué dirá el conde?

—Ya sé lo que dirá, y tendremos seguramente un duelo a muerte… Pero lo he pensado bien y estoy decidido; por lo pronto, mucha reserva; y que todo esté listo.

Don Remigio vio el cielo abierto y a Mariana salvada, así que no insistió, y se retiró diciendo:

—El señor marqués será obedecido, y todo estará listo para las cuatro de la mañana.

El marqués dio vuelta y vuelta en la alcoba, y al fin, medio vestido, se echó en la cama y se quedó dormido, hasta que siendo cerca de las cuatro, don Remigio lo fue a despertar.

—¿Qué se ofrece? —dijo sobresaltado y bajando de la cama.

—Van a dar las cuatro, y la carretela está lista fuera de las puertas de la hacienda. Era necesario hacerlo así para que el señor conde no se apercibiese de la marcha del señor marqués.

—He variado de opinión, don Remigio. No quiero desagradar al conde. Me quedo; que no sepa lo que ha pasado.

Don Remigio sintió como si le hubiesen derramado un jarro de agua fría en la cabeza, y tuvo que obedecer.

—Muy bien, señor marqués; nada sabrá el señor conde, y cuando se levante y salga todo estará en su lugar como si nada hubiese pasado.

—¡Qué alucinaciones y qué miedo pueriles asaltan a veces a los hombres que se llaman de mundo!… ¿Tener yo miedo a una muchacha o a una mujer? Porque mi prima ya es una mujer. ¡Qué tontería! Se casará con amor o sin él, porque se lo manda su padre; será mi mujer y yo la dominaré con el tiempo; y si no logro dominarla, peor para ella; se la pasará encerrada en su casa o visitando las iglesias y yo tendré tanta libertad como la que he tenido. ¡Perder trescientos mil pesos que me entregarán en la Casa de Moneda luego que regrese a México! ¡Qué barbaridad tan grande iba yo a cometer! ¡Qué papel haría presentándome ante mis hermanos con las manos vacías! Inmediatamente tendría la discordia dentro de mi misma casa, y más adelante un escandaloso pleito judicial, porque ya me lo habían dicho mis hermanas: si no les doy cuanto me piden y si no sostengo el lujo de la casa bajo el mismo pie, están decididas a consultar con un abogado, como ese mismo Rodríguez de San Gabriel que me ha despojado de mis haciendas. Y don Pedro Martín de Olañeta ¡qué burla me haría! Se bañaría el viejo sabio en agua rosada. No, no hay que vacilar. Una hacienda que produce treinta mil pesos cada año y trescientos mil pesos al contado, valen la pena de hacer un sacrificio. Seguiré tratando a Mariana con dulzura y cariño, sin cuidarme de sus desdenes, que cuando sea mi mujer y estemos solos en nuestra casa, y lejos de este conde feroz y medio loco, ya será otra cosa. ¡Qué necio de haberme desvelado por los dengues de una mujer caprichosa y mal educada!

Y el marqués, abriendo a cada segundo tanta boca y bostezando, se desnudó y se metió en el mullido lecho, y diez minutos después roncaba como un bienaventurado.

Durante una semana no cesaron las fiestas. Las gentes de las rancherías y de los pueblos fueron llegando a caballo y a pie, sin ser invitadas; el conde las dejó, y aun ordenó a don Remigio que les permitiese formar sus campamentos, matar una res y varios cochinos y carneros, y hacer luminarias en la noche, bailar y divertirse.

Los nobles huéspedes eran atendidos al pensamiento, y el almuerzo y las comidas en el gran comedor duraban horas enteras. La mesa siempre cubierta de exquisitos manjares y de postres y dulces, pues además de que las cocineras de la hacienda eran de lo mejor, Agustina, por orden del conde, había mandado en otro coche a una cocinera y a una repostera, que hacían prodigios en la cocina. El practicante aparecía y desaparecía, comía y gozaba bien (sin perder de vista a Mariana), con cualquiera de los grupos que se habían establecido en las inmediaciones y debajo de las arboledas.

Por fin, se fijó el domingo para la ceremonia. Mariana, unas veces aliviada, otras enferma, fue pasando esos días (alegres para la multitud que ocurrió a la hacienda), en una especie de agonía. Asistía a la mesa a ocasiones, platicaba con el obispo, con los curas y, sobre todo, con el marqués del Apartado, que era un hombre de talento, de mundo y de una finura y delicadeza extremas; más de una vez se vio tentada de abrirle su corazón y de rogarle que la salvara, aprovechando la influencia que tenía sobre su padre; pero a nada se resolvió, y llegó la hora tremenda del sacrificio.

La iglesia, porque era una verdadera iglesia, tan grande y tan suntuosa como cualquiera de México, se engalanó con colgaduras y cortinas de terciopelo carmesí con franjas y flecos de oro. En el altar lucían candeleros y blandones de plata y de las bóvedas pendían lámparas y gallardetes.

Los tres curas revistieron en la sacristía sus ornamentos; la misa, cantada, acompañada del órgano; el obispo dispuesto a subir al púlpito y predicar un sermón, y la concurrencia, de gala, y los padrinos, esperaban de pie cerca del altar y al lado de las bancas de cedro.

Ni los novios ni el conde aparecían. Mariana se había encerrado en su recámara a vestirse, pero le era imposible; apenas tocaba el pesado vestido bordado de oro y perlas, cuando le acometía un temblor que la imposibilitaba; tenía horror a la seda que tocaban sus manos y el relumbrar de los bordados le producía extrañas alucinaciones. No le faltaba la voluntad; estaba ya resuelta a ir al altar, pero su sistema nervioso se lo impedía.

El conde se paseaba del brazo del marqués en la portalería inmediata a las habitaciones de Mariana, con cierta impaciencia; pero cuando transcurrió media hora y no salía y el sacristán vino a decirle que los curas estaban ya listos, el obispo bajo su dosel y la iglesia llena, su cólera no tuvo límites; se acercó a la puerta y tocó fuertemente con el pomo de su espada.

—¿A qué horas acabas, Mariana? Todo el mundo está en la iglesia esperando.

Al oír los toquidos y la voz dura de su padre, Mariana cayó de rodillas y buscó debajo de su almohada el histórico puñal.

Don Remigio, que a cierta distancia no perdía de vista al conde, se acercó.

—Señor conde, las criadas me han dicho que la señorita condesa estuvo bien mala anoche y no durmió; si usted me lo permite, tocaré por la puerta del jardín.

—Bien, vaya usted en el acto, y enferma o como esté, que salga sin tardanza.

El marqués, alarmado del gesto feroz del conde y pensando que bien podría estar enferma su prima, trató de calmarlo, mientras que don Remigio corrió a tocar la puerta del jardín. Fue Mariana misma la que le respondió.

—¡Imposible, don Remigio; no puedo, no puedo, por más que hago, ponerme este vestido de luto, de muerte que me va a quemar el cuerpo como si fuese de fuego!

—Señora condesita, piense usted en su hijo, por el amor de Juan… Un esfuerzo, por mí… por mí que sufro tanto como usted… El conde está furioso, he leído en sus ojos inyectados de sangre… Nadie sabe lo que va a suceder… quizá Dios nos salvará; pero pronto, pronto.

Estas palabras ocasionaron una reacción en Mariana. Volvió a colocar debajo de la almohada el puñal que tenía en la mano, y contestó:

—Bien, don Remigio. Allá voy; diga usted a mi padre que se me descompuso el peinado… cinco minutos… diez minutos a lo más; corra usted.

Don Remigio corrió, en efecto; calmó al conde; echó la culpa de la dilación a una de las camaristas.

—¿Vio usted a Mariana? —le preguntó el conde.

—¡Oh, no señor conde! Estaba encerrada en su recámara, acabándose de vestir, y me habló desde la puerta.

Mientras don Remigio y el marqués acababa de calmar al conde, Mariana, en cinco minutos se puso el traje, arregló su peinado, se prendió las alhajas suyas y ni una sola de las que le había regalado el marqués; abrió la puerta de su sala y se presentó blanca, transparente como una muerta, con sus ojos descarriados y mirando a todas partes. El marqués le dio el brazo y, derecha, erguida, fue caminando como una aparición del otro mundo.

Entraron a la iglesia por entre una valla respetuosa que formó la multitud, admirando la belleza de Mariana, que parecía una reina de la Edad Media que iba a recibir el juramento de homenaje de sus vasallos. El aspecto severo y duro del conde, con su uniforme caprichoso de capitán del ejército español, les dio miedo; y el marqués de Valle Alegre, aunque ya de edad, tenía un aspecto agradable y juvenil que les simpatizó mucho.

—¡Qué hermoso par! —decían en voz baja las mujeres—. Tan ricos, en buena edad, con tanto dinero ¡qué felices van a ser!

Tomaron asiento los novios, los padrinos y el conde en los sillones de terciopelo que se les tenían reservados; los curas salieron revestidos de riquísimos ornamentos de tela de plata y oro, y la misa comenzó. Después del Evangelio, el obispo subió al púlpito y con voz dulce y persuasiva pronunció un discurso ensalzando el estado del matrimonio, no como el más perfecto, que para las mujeres era el de la virginidad, según San Jerónimo; pero sí el más acomodado a la vida y a las costumbres cristianas. Se fijó mucho en los deberes de la esposa, en la sumisión respetuosa que debe tener por el esposo, en los cuidados de madre, si Dios disponía que tuviesen sucesión, concluyendo con estas palabras: «Los seres, en la tierra, se unen por la voluntad de Dios. Se empeñarían en balde todas las potestades de la tierra, y no lograrían unir dos almas que no hayan nacido la una para la otra».

Esta oración, que cuadraba bien en la situación de Mariana, la hizo volver en sí, levantó los ojos hacia el santo obispo que bendecía a los fieles que estaban presentes, y los bajó llenos de lágrimas.

La misa fue larga y solemne. Cantores y músicos de pueblos, traídos por los curas, se esmeraron y no quedaron tan mal. Concluidas las ceremonias, retirados los padres a la sacristía, volvieron a poco con sus albas blancas de punto a ayudar al obispo que dispuso lo necesario para el enlace. El marqués de Valle Alegre y Mariana se levantaron de sus sillones y se arrodillaron en el altar. Doña Pomposa a la izquierda y el marqués del Apartado a la derecha. El conde de Sauz, con su uniforme de gala y cosa rara y que toda la asistencia murmuró en secreto, con su espada de cruz y taza ceñida en la cintura, como si fuese a entrar en una acción de guerra.

El obispo leyó en un libro esas páginas elocuentes, tiernas y a la vez terribles, escritas por el Apóstol san Pablo.

El marqués, inquieto, miraba a todas partes y aún volvía un poco la cabeza.

Mariana se inclinaba.

La multitud que llenaba la iglesia se apiñó tan cerca como pudo al altar para ver bien la ceremonia.

El momento crítico se acercaba.

Uno de los curas echó a los hombros de los novios y los cubrió con un paño de lama de plata, y el obispo les pasó una cadena de oro por el cuello.

Mariana en ese momento, y como queriendo inconscientemente quitarse la cadena fría que cayó en su espalda, alzó los ojos y miró al practicante, que, aterrorizado, fijaba en ella una mirada que expresaba su angustia. Una nube sangrienta pasó por la vista de Mariana. Creyó ver a Juan, o lo vio efectivamente detrás del doctor, blandiendo un puñal pronto a arrojarse sobre el marqués, sobre su padre y sobre ella misma, y hacer un sacrificio sobre el altar mismo; sin saber qué hacer y sintiendo que iba a caer postrada rompiendo su frente en las gradas, estrechó fuertemente la mano del marqués, y éste creyó que era la emoción, el amor, la decisión de Mariana en aquel acto, y que su orgullo y su dignidad, ofendida por la fuerza que le imponía su padre, le había inspirado el profundo desdén con que había recibido sus regalos de boda; pero volvió los ojos hacia ella y quedó aterrorizado del semblante cadavérico y del descarrío de sus ojos, que saltaban de sus órbitas.

El practicante no quitaba los ojos de Mariana, y ella también lo miraba a cada instante y volvía su vista al obispo; pero no podía quitarse la visión terrible de sangre y apretaba la mano del marqués.

El obispo, que no se había apercibido de esta escena, continuó la ceremonia.

—¿Recibís por esposa y compañera a doña Mariana de los Ángeles Cecilia, condesa del Sauz?

—Sí —respondió el marqués con una visible emoción que trataba de disimular.

—¿Recibís por esposo y compañero a don Pedro Agustín de Gallegos y Girón, marqués de Valle Alegre?

Mariana miró al practicante y respondió con voz nerviosa, pero firme que se oyó en toda la iglesia:

—¡No!

El conde quedó de pronto estupefacto, pero acertó a decirle al obispo:

—Mariana está conmovida, nerviosa, no sabe lo que ha dicho, ha querido decir que sí; volvedle a preguntar.

—Reflexionad bien, hija mía, en vuestra respuesta; estáis turbada, reponeos un poco —y la miró el obispo dulcemente, animándola y procurando calmarla.

Después de algunos instantes volvió a decir:

—¿Recibís por esposo y compañero a don Pedro Agustín Gallegos y Girón, marqués de Valle Alegre?

Mariana, soltando la mano del marqués, dijo con voz firme:

—¡No!

—¡No! —dijo el conde con acento terrible, poniendo la mano en el puño de la espada—. ¿Te atreverás a desobedecer a tu padre?

Mariana guardó silencio y éste fue general durante algunos minutos entre los espectadores; se podía oír el aleteo de una mosca. Al fin, como haciendo un supremo esfuerzo y mirando con los ojos descarriados alternativamente a su padre y al practicante, exclamó con acento tan doloroso, que debió llegar al corazón de la multitud que llenaba la iglesia:

—¡No! ¡No es posible! ¡No puede ser, no puede ser!…

El practicante, que veía que vacilaba, que en un momento podía escapársele el de sus descoloridos labios, la miraba fijamente, le hablaba con los ojos, le decía que un momento de debilidad sería la señal de la muerte y de la sangre.

Juan, disfrazado sin que lo hubiese notado ni reconocido don Remigio, estaba oculto detrás del practicante, apretándole el brazo con una mano y con la otra apretando también un largo puñal, pronto a herir, matar, a exterminar al marqués de Valle Alegre, al conde, al obispo, a Mariana, a él mismo, hundiéndose el puñal en el pecho después de haber satisfecho su venganza y acabado aun con la vida de aquella mujer mártir del orgullo, de las preocupaciones de la raza y sangre azul y de las tiranías de su padre.

Los cirios ardiendo y despidiendo con el incienso el aroma cristiano; las imágenes de las vírgenes y de los santos en los altares; los ornamentos relumbrantes del obispo y de los curas que decían la misa; los espectadores, las colgaduras de las columnas, todo lo vela al través de un velo rojo y sangriento, y en medio de todo este espanto y esta muerte que tenía en su acero con sólo moverse y alzar su brazo, aparecía la pálida figura de Mariana con su traje blanco y oro, entrelazados los azahares en sus trenzas negras, con sus grandes ojos saltándose de sus órbitas e implorando la ayuda de su brazo y el esfuerzo de su templado corazón. Una alucinación fatal, una pesadilla horrible de hombre despierto.

El practicante sufría con el apretón de los nerviosos dedos de Juan, como si le tuviesen asido el brazo con unas tenazas, y transmitía a Mariana las impresiones, los sufrimientos, las resoluciones supremas de Juan; y Mariana, en esos cinco minutos, lo adivinó todo, y los instantes lúcidos de su atormentado pensamiento le permitiera pasar las consecuencias de su negativa, y las más espantosas si en un momento de debilidad se entregaba para toda su vida al marqués de Valle Alegre.

El conde, temblándole todos su miembros, sacando maquinalmente cada vez más la espada, esperaba, con una cólera que se veía en su semblante lívido y cadavérico, la resolución final de su hija.

El marqués de Valle Alegre, que no obstante las escenas que pasaron entre él y Mariana al entregarle las donas, no pensaba ni remotamente que había de ocurrir tan extraño lance, permanecía de rodillas inmóvil, sin saber qué decir ni qué hacer, estrechando fuertemente la mano de su novia y unido a ella con la cadena de oro nupcial, y envueltas casi sus cabezas en un paño de lama de oro y plata.

El obispo pronunciaba algunas palabras que nadie oyó, y tan turbado estaba que no sabía a quién dirigirlas. Todo esto fue rápido, instantáneo; duró apenas unos cuantos minutos, y fue mucho, porque cada uno de los personajes, por distintas circunstancias, sufrían. Por fin, Mariana echó una mirada que dio miedo a los que estaban cerca de ella, se puso en pie, quitó de su cuello e hizo pedazos la cadena de oro; arrojó el paño de oro y lama a los pies del conde, y exclamó con la voz trémula y confusa de la desesperación:

—¡No! ¡Mil veces no!

Y cayó como muerta en las gradas del altar.

Segunda parte

I. Los granaderos

—Señor gobernador, ya es un escándalo lo que pasa con las diligencias. No hay día que no las roben. La cuadrilla de los enmascarados se ha apoderado del monte y se aumenta cada día. Dicen que ya son más de ciento cincuenta, y a poco va a necesitarse infantería, caballería y hasta artillería para desalojarlos. El capitán de esa feroz cuadrilla es un hombre no sólo valiente, sino temerario; tiene sus rasgos de generosidad, y suele dar a los pasajeros que ve muy afligidos, dinero para que paguen su almuerzo; pero a los que resisten ¡pobres de ellos! Ya sabrá usted lo que le pasó a la pobre doña Cayetana del Prado, señora rica, tan respetada de todo Puebla y prima nada menos de tres gobernadores que han gobernado bien, aunque no mejor que usted; no es adulación, pero desde que entró usted al poder, Puebla, que estaba moribundo, ha resucitado.

Quien decía esto era el secretario del gobernador de Puebla, que tenía media resma de comunicaciones delante y daba cuenta, a la hora del despacho, leyendo algunos oficios para sí y otros en voz alta. La lectura de varios papeles de los alcaldes de los pueblos cercanos al monte dieron motivo a la conversación que se acaba de referir.

El gobernador sonrió al escuchar los elogios de su secretario, y le contestó:

—Aún no me conocen bien los poblanos; les he de hacer muchos beneficios; pero los he de meter en cintura, porque son murmuradores y descontentadizos; mas no ha llegado a mi noticia el lance a que usted se refiere.

—Lo he sabido por una casualidad y con mucha reserva, y con la misma se lo voy a referir a usted —dijo el secretario poniéndose la pluma detrás de la oreja y colocándose cómodamente en su silla—. Si el capitán de los enmascarados llegase a saber que nosotros hablamos del suceso, crea usted que no tendríamos la vida segura. Al salir usted de su despacho sería asesinado por uno de los enmascarados, que no solamente están en el camino, sino que se introducen en las ciudades disfrazados de arrieros o mercilleros ambulantes.

—¡Bah!, eso no será fácil. Mis granaderos dan la guardia en el Palacio y en mi casa, y lo que haré, no por miedo, sino por precaución y por lo que pueda suceder, es que por dondequiera que yo vaya marchen dos granaderos a la vanguardia, dos a retaguardia y usted a mi lado. De esa manera toda tentativa es imposible, y si a pesar de eso se atreviesen algunos de esos bandidos, usted recibiría los primeros golpes… Pero cuénteme en reserva lo que ocurrió a doña Cayetana.

—Pues venía de México —contestó el secretario—, y en el paraje nombrado Agua del Venerable fue detenida la diligencia. Despojaron a los pasajeros de cuanto tenían, pero no los maltrataron. Doña Cayetana del Prado había ocultado en el seno una bolsita de seda llena de escuditos de oro, creía haberla escapado, cuando su desgracia quiso que le saliera por debajo del vestido al bajar de la diligencia, y ¡aquí fue Troya! El capitán, furioso, la amarró de un árbol y la desnudó completamente.

—¿Completamente? —preguntó el gobernador.

—Completamente —afirmó el secretario—; quedó delante de los pasajeros como su madre la echó al mundo.

—Curioso sería el espectáculo —dijo riendo el gobernador—. Tan gorda, tan monstruosa, porque la señora sería hermosa en su tiempo; pero ahora… vamos. ¡Doña Cayetana desnuda!… ¡Se podría pagar por verla!

—Pues todos los pasajeros la vieron, porque así lo exigió el capitán. A la pobre señora le costó una fiebre; en el delirio reveló este secreto delante de las criadas que la cuidaban, y éstas se lo dijeron a mi mujer.

—Pues nada de esto se supo en Puebla —dijo el gobernador.

—Ni en México —le respondió el secretario—. Los pasajeros, amenazados tal vez de muerte por los ladrones, han guardado el secreto hasta la fecha; pero ahora, como decía usted, ya no es un secreto que roben las diligencias que vienen a esta ciudad y la que baja a Veracruz. El público murmura ya, y se dice que don Anselmo va a suspender los viajes hasta que no esté seguro el camino.

—Esto sí que es grave, porque hará mucho daño a Puebla. El gobierno general tiene la culpa de esto, puesto que, según la Constitución, debe cuidar de los caminos llamados reales; es decir, los que parten de la capital para terminar en los puertos abiertos al comercio extranjero. ¿No es eso?

—Creo que sí; pero no estoy seguro de ello —contestó el secretario quitándose la pluma de la oreja.

—Precisamente —continuó el gobernador— ha acertado usted a tomar su pluma. Escriba un artículo muy fuerte, diciendo que el Estado de Puebla se está arruinando a causa de la inseguridad de los caminos; que los hombres que tienen negocios no se atreven a viajar y que de esto se sigue las pocas ventas en el comercio y la paralización de las fábricas, etc., y que el gobierno del Estado reclama enérgicamente que la Federación cumpla con sus deberes constitucionales.

—Voy a escribirlo en el acto —dijo el secretario mojando su pluma en el tintero— para que no se me olvide el acuerdo; ¿pero lo publicaremos en el periódico oficial?

—Por supuesto. ¿Qué miedo le tengo yo al gobierno, que no cuenta con un real para pagar sus tropas? Para esto tengo también mis granaderos, que ya son cerca de quinientos; lo que sucede es que me faltan todavía trescientas gorras, que deberán llegar de París dentro de dos meses.

En efecto, el gobernador había tenido empeño en formar un lucido batallón de granaderos vestidos con mucho lujo y enteramente igual a uno que hubo en México, del que fue coronel el conde de la Cortina. Había encargado a París unas grandes gorras de pelo de oso, iguales a las de los granaderos de Napoleón el Grande, que había visto pintados en la despedida de Fontainebleau y otros cuadros análogos; se creía invulnerable con sus quinientos hombres, y no quería gastar ni un solo peso en pago de escoltas que custodiaran el camino, al menos en el territorio del Estado.

Evaristo, pues, continuaba con entera impunidad asaltando los más días la diligencia de Puebla.

Era la misma escena; las mismas palabras groseras; las mismas amenazas para que dieran los pasajeros el dinero; la misma disposición teatral; los mismos encargos, bajo pena de muerte de guardar el secreto; se podía imprimir el programa, que era invariable.

Llegando a la altura del Agua del Venerable, Mateo moderaba el paso del carruaje hasta que se presentaba Evaristo o su segundo delante, rodeado de cuatro o cinco indios enmascarados.

Mateo contenía sus mulas, apretaba con el pie el garrote, y el sota se ponía ante los animales para mantenerlos quietos.

Evaristo por una portezuela y su segundo por la otra, con pistola preparada y apuntando a los pasajeros, gritaban:

—¡Grandísimos tales! El que se atreva a moverse lo mato. Venga el dinero que traigan en la bolsa y los relojes y alhajas.

Los pasajeros humildemente vaciaban sus bolsillos y entregaban sus relojes y cuanto tenían.

—¡Apéense, grandísimos tales, y boca abajo y sin chistar ni alzar la cabeza!

Tendían a los pasajeros a veces pies con cabeza, como sardinas; los indios enmascarados, con sus palos levantados, los custodiaban y comenzaban el registro de la covacha y del pescante poco más o menos como ya se ha referido, menos los diálogos con el capitán, porque los infelices viajeros no tenían el espíritu y el atrevimiento de Escandón y de Pesado, ni la protección de Mateo.

Con todo esto los negocios no iban de lo mejor para Evaristo, pues los viajeros, seguros de que habían de ser robados, no ponían en su baúl sino la ropa más vieja y en sus bolsillos unos cuantos pesos y monedas lisas y cuartillas de cobre para que pareciese mucho dinero, siendo poca cosa; de modo que había días que el asalto no producía más que ocho o diez pesos y alguna ropa muy usada, que era lo único que se repartía a los indios. Pensó seriamente Evaristo en atacar las diligencias que venían de Veracruz y expedicionar por otros caminos; pero le faltaba gente resuelta, pues sus indios, saliendo del terreno del monte y de los vericuetos donde hacían carbón, nada valían. Ya veremos más adelante cómo se fue engrosando la banda y haciéndose verdaderamente terrible. De pronto, no tuvo Evaristo otro camino, y continuó así.

El artículo que publicó el periódico oficial del Estado de Puebla fue como si hubiesen prendido un cohete en las espaldas del ministro de la Gobernación. Pensó acusar al gobernador de Puebla, denunciar el artículo, escribirle una carta llena de injurias y hasta ponerse en camino para insultarlo personalmente y desafiarlo: en fin, mil absurdos sugeridos por la cólera, que, como todas las pasiones, son ímpetus violentos que nos ciegan, como lo define perfectamente el padre Ripalda; pero, en cuanto al viaje, reflexionó que si no llevaba una escolta podrían robarlo y tenderlo boca abajo en la yerba. Calmado al cabo de un cuarto de hora, no se decidió a tomar ninguna resolución hasta no consultarla con el licenciado don Crisanto Bedolla.

Nada de grave ni de importante hacía el ministro sin consultarlo a Bedolla. El licenciado ranchero de la Encarnación era el que realmente despachaba el ministerio.

Había crecido de tal manera su influjo y ascendiente con el Primer Magistrado de la Nación, que los ministros le tenían miedo, y lo trataban con tal consideración que en cuanto se presentaba se abrían las puertas de par en par y los porteros se esmeraban en hacerle reverencias, que él contestaba graciosamente; porque, ladino como era, decía que el portero es el primer amigo que debe tener el que anda ocupado de negocios en el Palacio. En el Ministerio de Gobernación, además de que participaban del miedo que sus compañeros tenían a Bedolla, lo consideraban como un hombre sagaz a la vez que prudente y sabio.

Bedolla, observando que su condiscípulo Lamparilla era ligero en el pensar y sobrado en la conversación, tomó el rumbo contrario antes de contestar a cualquier pregunta o entrar en una discusión importante; y después, con tono pausado, dejaba caer una especie de sentencias, a veces tan oscuras, que se necesitaba descifrarlas o adivinarlas, como los antiguos oráculos de las pitonisas; cuando pasaban las horas de consulta y de negocios serios, volvía a su tono jovial, sembrado de elogios y adulaciones que hacían ruborizar a sus interlocutores, pero los dejaba hinchados y satisfechos, pues así es la naturaleza humana.

El ministro, con un recado atento y una tarjeta, envió al portero a buscar a Bedolla, y éste no se hizo esperar. Entró sonriendo, apretando cariñosamente con sus dos manos la mano del hombre de Estado, y le preguntó en qué podía serle útil.

Cuando Bedolla leyó el párrafo insolente del periódico poblano y escuchó los proyectos de castigo y de venganza que fermentaban en la cabeza y en el corazón del ministro, tomó un aspecto imponente de seriedad, se puso el dedo en la boca, bajó los ojos, los cerró para concentrarse bien, y se quedó callado y reflexionando. El sistema que había adoptado cuando se le consultaba era envenenar mañosamente las cuestiones y embrollarlas, para después encontrarles una solución y aumentar así cada día su fama de prudente y de sabio.

Diez o doce minutos después abrió los ojos, se quitó el dedo de la boca y dijo:

—Sí, es verdad; siempre orgulloso y exigente ese gobernador, queriéndose sobreponer a la Federación; pero bien pensado, señor ministro, no conviene darle gusto, ni menos que usted forme de este pequeño incidente un negocio personal, ni por ningún motivo vaya a exponer su preciosa vida, tan importante para la patria, ni siquiera corra el riesgo de que su salud se altere y tenga usted cuatro o seis días de cama. Es un negocio oficial como otro cualquiera, y nada más, y no debe dársele otro carácter.

—Perfectamente, amigo Bedolla. Como siempre, acertado en el consejo y mirando los negocios en su verdadero punto de vista. Mis ideas han tomado otro giro. Asunto oficial y nada más. Ésta es la cuestión.

—Por ahora no hay que hacer mucho caso ni darle más importancia que la que tiene. Bastará un piquetito. Veremos después. ¿Si usted me permite?… —Con el mayor gusto.

El ministro se levantó de su sillón y lo cedió a Bedolla.

El licenciado, con mucha gravedad y haciendo una respetuosa caravana al ministro, se sentó, tomó una pluma y un pliego de papel marcado, y escribió:

Mejor sería que el gobernador del Estado de Puebla, en vez de gastar cuatrocientos pesos en cada gorra de pelo para los llamados granaderos, emplease esos fondos en pagar escoltas para que cuidaran el camino. Es una vergüenza que diariamente roben la diligencia en el territorio del Estado, donde nada puede hacer el gobierno federal.

—¿Le parece a usted? —dijo Bedolla presentando el pliego de papel al ministro.

—Un poco fuerte —dijo éste acabándolo de leer—, pero así se necesita. —Lo que sería importante es que saliese en el diario del gobierno.

—¡Oh, por supuesto que saldrá en el Diario Oficial! Si hay alguna crítica en la prensa o cualquier otra cosa de importancia, se les echará la culpa a los editores, y el gobierno se lavará las manos.

Terminado de pronto este asunto, Bedolla se retiró, ofreciendo que estaba dispuesto a seguirse ocupando de él y de cuantos otros se le encomendaran.

Cuando el gobernador de Puebla leyó el artículo del Diario Oficial, le sucedió a su vez lo mismo que al ministro, parecía que le habían prendido un cohete en… las espaldas. Llamó inmediatamente a su secretario y concibió de pronto proyectos a cual más horrorosos, llegando hasta el punto de tratar de pronunciarse, invitar a los otros Estados a que hiciesen lo mismo, y derribar al gobierno; pero una poderosa consideración lo obligó a cambiar de propósitos. Las trescientas gorras de pelo que faltaban, y que en efecto costaban en París 1,200 francos cada una, no habían llegado, y él consideraba que los granaderos sin la gorra de pelo no podían tener ímpetu ni valor para la campaña, y que correrían al primer disparo que les hiciesen las tropas federales llegado el caso de un conflicto. Estaba persuadido de que las gorras, idénticas a las que había usado la guardia de Napoleón, comunicaban al que se las ponía un valor indomable; y aun en el caso de una derrota, contestarían lo que Víctor Hugo aseguró que habían contestado en Waterloo.

Calmado un poco su enojo por las reflexiones de su secretario, se resolvió a dirigir una enérgica comunicación al gobierno, que en el acto dictó, y decía así:


Con el mayor asombro y con el más profundo sentimiento, he leído en el periódico oficial un párrafo en que se ataca y se calumnia al Estado con motivo de la formación de un batallón de granaderos.

El Estado de mi mando es Libre, Soberano e Independiente, y en consecuencia, tiene derecho de emplear sus rentas de la manera que le agrade y crea más conveniente.

Si se ha levantado y puesto sobre las armas un batallón de granaderos, es para defender las libertades públicas, y especialmente para conservar incólumes los derechos y soberanía de los pueblos que componen el Estado, y no por eso desatiende sus demás obligaciones; y en lo que toca a la paz y a la seguridad que se disfruta, como es un hecho, inútil parece ningún género de observaciones; y si las diligencias son atacadas los más días de la semana por una numerosa cuadrilla de enmascarados, esto pasa en el camino real que está al cuidado de la Federación; y a propósito, podría yo permitirme alguna alusión, pero no lo hago por el respeto que merece el alto carácter del Primer Magistrado de la República; pero sí debo decir, con la energía que me da una conciencia libre de todo reproche, que si el Estado es tratado otra vez de la manera que lo hace el Diario Oficial, se verá precisado a reasumir su soberanía y salvar su responsabilidad, por las funestas consecuencias que necesariamente sobrevendrán para la paz de la República.
 

El secretario, por supuesto, no sólo aprobó la comunicación, sino que dijo que estaba redactada con una dosis de dignidad, mezclada con otra dosis de energía, que él mismo no hubiese sido capaz de escribirla en tres días. Puesta en limpio, fue inmediatamente enviada por el correo.

—Lo que me preocupa —dijo el gobernador al secretario— son las gorras de los granaderos, y por eso me he ido con mucho tiento y medido en las palabras, al menos para ganar tiempo por si las tropas federales se nos vienen encima. Es imposible presentar doscientos hombres con gorras de pelo y trescientos con gorras de cuartel y mal vestidos de brin, como reclutas. Estoy seguro que todos echarán a correr, particularmente si Baninelli viene con su cuerpo de infantería de línea mandando la expedición. Es hombre atroz, que no ve pelo ni tamaño. ¿No habrá modo de conseguir aquí en México o en cualquier parte, que nos hicieran esas gorras? Cuando vinieran de París las que encargamos, servirían para otro batallón.

—Imposible, señor gobernador —le contestó el secretario—; como lo sabe usted bien, son de piel de oso, y necesitábamos lo menos trescientos osos. En la sierra de la hacienda de Atlamajac dicen que hay muchos osos; pero nadie los ha visto.

—En cada gorra —continuó diciendo el secretario— entra una piel entera, y no me acuerdo en qué libro he leído que el tamaño de las gorras de los granaderos de Napoleón era parte muy esencial en el éxito de las batallas. Apenas veían los prusianos asomar por una calle las enormes gorras de los granaderos, cuando abandonaban los puestos y corrían a guarecerse donde podían. Unos cuantos balazos y negocio concluido.

Así siguieron discurriendo el resto de la noche, y cuando el gobernador se retiró a acostar a su casa no las tenía todas consigo, y se arrepintió de haber mandado al correo la comunicación, que en la tarde del día siguiente estaba en el bufete del ministro de Gobernación.

El insigne Bedolla fue llamado otra vez con urgencia.

—Lea usted, lea usted, amigo Bedolla, y verá la explosión que ha producido su párrafo. Me lo temía yo. El Estado de Puebla reasume su soberanía, ahora que precisamente estamos amenazados de una coalición. Los Estados de Jalisco, Sonora y Sinaloa quieren reasumir también su soberanía, y si así seguimos, nos vamos a quedar reducidos al Distrito Federal. El país se disuelve; y los americanos que no nos quitan la vista…, ya usted comprenderá, la presa es fácil y segura.

—Ya me lo esperaba también yo —contestó Bedolla con mucha calma y sonriendo—; el piquete le ha dolido.

—¡Caramba, si le ha dolido! Pero no hay que alarmarse; y sobre todo, que por ahora no sepa nada el presidente, porque es capaz de salir en persona con la guarnición de México y caerle al gobernador y hacer pedazos a él y a sus granaderos.

—Yo tengo gran influjo y amistad con el gobernador de Puebla. En el fondo es una persona excelente y un buen patriota. Tiene sólo la manía de sus granaderos. ¿Qué quiere usted? Los hombres no somos perfectos, y cada cual tiene sus ideas favoritas. Creo componer el asunto y si usted quiere…

—¿Cómo no he de querer? Usted, que dio el piquete, debe curar la herida… Mañana mismo váyase usted a Puebla, y en lo confidencial…, que retire la comunicación y todo quedará concluido; dejémoslo en paz con sus granaderos.

—Por servir a usted daría hasta la vida, señor ministro, y espero darle buenas cuentas; pero se necesita una fuerte escolta y algo para gastos, pues es necesario presentarse en la Ciudad de los Ángeles con todo el aparato y la dignidad necesarias.

—Cuando usted quiera. Lo arreglaré todo; esta tarde tendrá usted mil pesos en su casa.

—¿Y mi secretario? Porque es preciso llevar secretario. Representando a usted, no querría yo hacer un papel desairado ni ridículo.

—Bien, dos mil pesos, y a la madrugada encontrará usted en la garita de San Lázaro una diligencia extraordinaria y un escuadrón de caballería.

—¿Será bastante para atacar a los enmascarados si se presentan?

—Buena reflexión —dijo el ministro—; serán dos escuadrones de los mejores regimientos; pero mucha reserva y que no trascienda nada. La tropa saldrá de México y entrará a Puebla con el pretexto de reforzar la conducta, que en efecto salió hace tres o cuatro días; pero estará a las órdenes de usted.

En efecto, al día siguiente, al salir la luz, el licenciado don Crisanto Bedolla como comisionado, y su condiscípulo el licenciado don Crisanto Lamparilla, como su secretario, salían de la garita de San Lázaro seguidos de dos escuadrones de caballería con dirección a Puebla.

Durmieron en la hacienda de la Asunción, donde los obsequió don Mariano Riva Palacio, a quien contaron muy en reserva la importante comisión que iban a desempeñar, y continuaron su camino.

Evaristo, que era un realidad el que ocasionaba el conflicto entre el gobernador de Puebla y el ministro, y que iba a ocasionar el trastorno completo de la República, se puso ese día en campaña: colocó a distancia sus espías, y él mismo, sin máscara, recorrió el camino; y ¡cuál fue su sorpresa ver, antes de la hora acostumbrada, avanzar lentamente una diligencia, seguida de una tropa numerosa! Volvió la grupa, a galope, llegó al campamento del Agua del Venerable, disolvió a sus indios, enviándolos a sus carboneras, y él y don Hilario no pararon hasta el rancho de los Coyotes.

Bedolla y Lamparilla no encontraron ni un alma en el camino, y las cuatro diligencias de Zurutuza hicieron ese día su viaje sin el menor accidente.

II. Misión diplomática de Bedolla

La diligencia extraordinaria que conducía a Bedolla y a su secretario Lamparilla llegó felizmente a la garita y siguió muy despacio por las calles para no llamar la atención. La escolta se quedó atrás y entró después por otra garita. La conducta había, en efecto, salido el día anterior, y el público no se alarmó, porque frecuentemente pasaban tropas de ida o de vuelta a Veracruz, que no se metían para nada con los bandidos y a la que Evaristo, por supuesto, dejaba el paso franco, ocultándose cuando tenía oportuno aviso de sus espías, o fingiéndose caminante pacífico.

Luego que los licenciados Bedolla y Lamparilla se quitaron el polvo del camino y tomaron algún refrigerio en su cuarto, salieron a la calle y se dirigieron a casa de un rico comerciante extranjero que tenía mucha amistad e influjo con el gobernador, y lo instruyeron del motivo de su viaje, añadiendo que el presidente estaba muy indignado, resuelto a hacer una campaña sobre Puebla, y que se disponía una columna de cuatro mil hombres y veinte piezas de artillería, que se pondrían en marcha si en el término de tres días no regresaba él a dar buenas cuentas de su misión; que por el interés del comercio y de la paz pública lo conjuraba a que fuese inmediatamente a prevenir en reserva al gobernador, imponiéndolo del peligro que corría el Estado y pidiéndole una conferencia.

Lamparilla conocía de vista al gobernador; pero Bedolla no sólo no tenía amistad e influjo con él, sino que en su vida lo había visto, y al comerciante extranjero rico lo encontró una vez en el Ministerio de Hacienda y fue presentado por el ministro como una de las notabilidades del interior. Cambiaron un apretón de manos y no pasó más; pero Bedolla, que nada desperdiciaba, se acordó, en el momento en que recibía la misión de pacificador, de que ese comerciante rico podría servirle eficazmente, como en efecto sucedió.

En la noche siguiente, ya tarde, fueron introducidos Bedolla y Lamparilla al despacho del gobernador, que los recibió con la mayor amabilidad y les hizo todo género de cumplimientos, con cuanto tienen de suave y de agradable las costumbres poblanas, y entraron, después de fumar cigarro tras cigarro, en una grave conferencia.

El gobernador se mostró al principio muy quejoso e indignado de la conducta del gobierno; no dejó de exagerar los recursos de dinero que tenía el Estado, el valor reconocido y probado del Barrio del Alto; la disciplina de sus tropas, especialmente del batallón de granaderos, del que aseguró que todos, sin excepción, eran unos verdaderos leones que harían pedazos a cualquier fuerza que se les presentara delante.

Cuando el licenciado Bedolla observó que el gobernador la echaba de valiente y de resuelto, se acercó a él, al mismo tiempo que hizo con los ojos una seña a Lamparilla, el que se levantó como cansado de estar sentado y, esperezándose, sacó un cigarro y se fue, como distraído, a fumar al otro extremo de la pieza.

Bedolla se acercó más, hasta estar muy cerca del oído del gobernador.

—Mi secretario es hombre de toda confianza, y, sin embargo, vale más que no escuche lo que voy a decir a usted en toda reserva y en el seno de la amistad.

El gobernador acercó su silla a la de Bedolla y se puso a escuchar con el mayor interés.

—Soy el amigo íntimo del ministro de Gobernación. Hace años que nos tratamos con la mayor confianza; soy casi su condiscípulo; nada hace de importancia sin consultármelo; y él, que aprecia a usted mucho y lo considera como uno de los mejores gobernadores de la Federación, me ha mandado cerca de usted en la confidencial, y me ha autorizado para que le revele la verdadera situación de las cosas. El presidente de la República, desde el momento en que se le dio cuenta de la comunicación de usted, se puso furioso y dijo que juraba exterminar a usted y a sus granaderos; y añadió que él mismo iba a hacer, con la mayor brevedad, los preparativos para ocupar a Puebla militarmente y declararla en estado de sitio. Mandó llamar a su amigo don Manuel Escandón; y éste, unido con otros ricos a quienes domina tratándose de negocios, va a hacer un préstamo de ochocientos mil pesos al contado, y en la noche misma salió un extraordinario para que viniese la división de Jalisco, que tiene seis mil hombres. En México habrá cosa de unos nueve o diez mil. De pronto, es decir, hoy mismo que estamos hablando, se organizará una fuerza con un batallón de infantería, dos regimientos de caballería y una batería de campaña, todo al mando del coronel Baninelli, quien se situará en San Martín a esperar órdenes. Nada de esto se sabe en la ciudad, pues se ha obrado con la mayor actividad y reserva; pero antes de cuatro días tendrá usted la tempestad encima, y en tan corto tiempo no es posible ni levantar fuerzas ni fortificar la ciudad, ni apelar a los demás Estados. La simpatía que he tenido por usted, aun cuando no tenía el honor de conocerlo, me inspiraron la idea, y sin duda fue inspiración del cielo, de hablar de este negocio al ministro de Gobernación, y me ofrecí para venir a hablar con usted, haciendo gastos y corriendo riesgos en el camino; por casualidad encontré una fuerza de caballería que va a reforzar la conducta, y a eso he debido no ser asaltado y maltratado por los bandidos de Río Frío. Ya usted sabe, pues, lo que pasa, y aquí me tiene a sus órdenes, dispuesto a servirlo en todo y por todo y a sacrificarme, si es posible, por el bien de la patria, pero especialmente por usted, para darle una prueba de que el aprecio que le tengo no es una palabra vana.

La interesante conferencia de Bedolla hizo una impresión profunda en el ánimo del gobernador, y por un momento se le desvaneció la ilusión de sus granaderos y palpó la triste realidad. Las remisiones a París para la compra de las gorras de pieles de oso, los gastos de vestuario, correaje y armamento y, sobre todo, el pago de una fuerza superior a los recursos del Estado, habían hecho un agujero en la Tesorería. Por pocos que se supusieran los recursos del gobierno general, siempre eran superiores a los del Estado, y no era posible resistir a una invasión de cuatro o seis mil hombres.

Vio, pues, como quien dice, el cielo abierto, y consideró que Bedolla venía realmente a sacarlo de una situación comprometida; así es que, haciéndole mil elogios por su abnegación y templando el tono decisivo con que había comenzado la conferencia, le dijo:

—¿Pero qué medio digno y honroso le ocurre a usted, señor Bedolla, para salir de esta dificultad?

—El medio es muy sencillo —contestó el licenciado—. Retirar la comunicación.

—¿Y el párrafo atroz que publicó el Diario Oficial?

—Eso no es nada —se apresuró a decir Bedolla, acercándose de nuevo al oído del gobernador—. Sepa usted que el ministro de Gobernación es buen amigo de usted, lo aprecia mucho y reconoce los servicios que usted presta a la patria en el gobierno del Estado. Se indignó cuando leyó el párrafo y averiguó que fue introducido furtivamente al periódico por una persona a quien sin duda no pudo usted o no consideró digna de ser diputado en las pasadas elecciones; pero se hará una rectificación, y el redactor del diario será reemplazado por otro que sea más cuidadoso.

—Si es así, podemos terminar este desagradable asunto y la comunicación se retirará; gracias, muchas gracias, señor licenciado. Usted ha tocado el punto de la dificultad con un acierto tal, que deja a cubierto el honor del Estado y del gobierno federal. Ya malicio quién pudo ser el autor del párrafo, por el apunte que usted me ha dado. Es un cierto Olivares, intrigante y mala persona, que redactaba aquí un periódico descamisado de oposición y consiguió, no sé cómo, un empleo en México. Tuvo el descaro de escribirme que lo hiciese diputado, y como en su carta deslizó ciertas frases que equivalían a una amenaza, le contesté secamente que nunca me mezclaba en los asuntos de elecciones y que dejaba al pueblo enteramente libre para que escogiese sus mandatarios. Llegado el momento, vino a esta ciudad y a Atlixco a trabajar para lograr su intento; pero ya debe usted suponer que sufrió la más completa y vergonzosa derrota y sacó únicamente dos votos.

—Él mismo, él mismo debe haber sido —dijo Bedolla—. No lo conozco, mas por las señas que usted me da, algo he oído hablar de él. Ya lo vigilaremos.

—Olivares —continuó el gobernador— no pudo salir ni de suplente, pero sí me resolvió las cosas con cartas de recomendación que trajo para distintas personas, y resultaron diputados tres o cuatro que no me gustaron, que no se han portado bien y que ni son hijos del Estado. Uno es de Mascota; el otro, de San Juan del Río; el tercero, de Candela, que ni sé por dónde queda… Ya verá usted qué clase de representantes ha tenido Puebla.

—No hay que andarse por las ramas ni tener escrúpulos, señor gobernador —le interrumpió Bedolla—. Si deja usted al pueblo libre para que elija sus diputados, elegirá lo peor, y tendrá usted sentados en las curules, dándose mucha importancia, a los tinterillos y enredadores de los pueblos más rabones.

—Dice usted perfectamente, y no sucederá así en las elecciones que están ya próximas; dentro de dos meses nada menos; saldrán los diputados de mi entera confianza, de modo que, en los casos que se ofrezcan, defiendan al Estado y le presten servicios, oponiéndose contra la tiranía del gobierno federal. Si yo puedo algo y tengo algún influjo —continuó diciendo el gobernador acercándose al oído de Bedolla—, usted será uno de los representantes.

—¡Tanto honor! ¡Tanta bondad, señor gobernador!… Se lo agradezco a usted en el alma; pero dedicado a la magistratura, a lo que aspiro es a formarme con el tiempo un bufete independiente, que ya lo tendría; pero el presidente y los ministros se han empeñado en que continúe en el juzgado, y ya ve usted…, imposible de desairarles; pero si me atreviese a hacer una recomendación, la haría a favor de mi secretario, el licenciado Lamparilla, a quien ya tuve el honor de presentar a usted. ¡Muchacho más inteligente y más despierto!… Vaya, un tesoro… No lo encontrará usted en toda la República. Acércate, Crisanto, y da las gracias al señor gobernador.

Lamparilla, que había permanecido al otro extremo del salón fumando y registrando los libros de un estante, se volvió al llamado de Bedolla, hizo una desembarazosa caravana al gobernador, y preguntó como si nada hubiese escuchado:

—¿De qué se trata?

—Nada, nada, señor licenciado Lamparilla; no tiene usted por qué darme las gracias —se apresuró a decir el gobernador—. Las elecciones no siempre son seguras y resultan victoriosos los que menos se piensa; pero hombres como ustedes merecen figurar como miembros de la Representación Nacional.

Los dos Crisantos estrecharon la mano del gobernador y le hicieron dos o tres genuflexiones muy expresivas.

El gobernador, contentísimo en el fondo de haber salido del mal paso, estrechó a su vez la mano de los que consideraba como sus salvadores, y los invitó a que volvieran a tomar sus asientos.

—Pienso salir mañana, señor gobernador —dijo Bedolla—, porque la dilación nos puede poner en un grave peligro, y además, yo soy así…, activo… De que cae un negocio en mis manos, no descanso hasta que lo concluyo, mal o bien.

—Lo mismo que yo —dijo el gobernador—. Nos parecemos en eso.

—Lo mismo soy yo —añadió Lamparilla—, sin agravio de usted. Nos parecemos.

—Ya sabrá usted, señor gobernador —añadió Bedolla—, que en momentos, se puede decir, descubrí a los asesinos de esa infeliz mujer camarista de la hija del conde de Sauz, les formé causa, les condené a muerte, y ya estuvieran ahorcados hace tiempo a no ser por empeños y por intrigas; y en la revisión se ha dicho que las pruebas no son plenas…, qué sé yo; en fin, aún están en la cárcel… Pero dejemos eso; ya nadie se acuerda y vamos a lo esencial. ¿Qué digo a mi buen amigo el ministro, que me aguardará impaciente?

—Que salvando el honor del Estado, tiene usted mis amplios poderes. Por mi parte, considero este asunto arreglado y terminado, y en el primer viaje que haga a México tendré el gusto de que el señor ministro y el señor presidente vean mis granaderos, y estoy seguro de que quedarán admirados de ver en México soldados iguales a los de Napoleón el Grande. Eso siempre hace honor a la nación.

Con mil protestas de amistad y apretones de mano se despidieron del gobernador comisionado y secretario, y regresaron a México acompaña dos de su escolta. No encontraron en el camino más que a unos pobres indios juntando en las orillas del bosque las ramas y la madera caída de los árboles secos y viejos.

El regreso de los plenipotenciarios y la conferencia con el ministro de Gobernación fue un triunfo completo.

—Nos encontramos —dijo Bedolla a su excelencia luego que cambiaron los saludos y palabras de costumbre— con que el hombre estaba inflexible, lleno de vanidad y de orgullo; trayendo siempre a la conferencia, conviniera o no, a sus quinientos granaderos; amenazando con levantar al Barrio del Alto; dispuesto a hacer fosos y parapetos en las bocacalles de la ciudad y quién sabe cuántas cosas más. Disparate, por supuesto; pero yo lo calmé, ya sabe usted mi modo. Escuchar…, meditar y reflexionar antes de resolver ninguna cuestión.

—Ya he observado —le respondió el ministro— que no es usted de esos hombres fogosos y ligeros que resuelven al momento cualquiera cuestión sin imponerse de los antecedentes y sin herir en su verdadero punto de vista. Su talento de usted es reflexivo. No sabe usted cuánto he ganado en mundo y en experiencia desde que vino usted a la capital y entró en la política y en los negocios. Yo me alegro infinito de haberle reconocido su capacidad desde la primera entrevista que tuvimos. A mí no se me escapa nadie, amigo Bedolla. Tengo ojo, y yo sé muy bien de la gente que me rodeo. —El ministro dio suaves palmadas en las rodillas de Bedolla y echó una mirada maliciosa a Lamparilla—. En cuanto a este tuno del licenciado Lamparilla, ya somos amigos viejos; vivo, activo, de un talento clarísimo…, pero le falla el aplomo y el reposo del licenciado Bedolla; pero vamos a ver, ¿en qué paró nuestro gobernador y sus granaderos?

—Inútil es decirlo a usted, pues lo ha adivinado ya. Sumisión completa al gobierno general, mejor dicho, a usted, que, aquí entre nos —y el licenciado Bedolla se atrevió a corresponder las palmaditas—, es el alma del gabinete.

—No diga usted eso…; algún influjo con el señor presidente y nada más… Pero cuénteme usted los pormenores, que el asunto que tan feliz desenlace ha tenido, me interesa demasiado; y ya que han pasado las cosas contaré toda esta historia al presidente, sin dejar de decirle la parte tan activa que usted ha tenido.

—¡Qué discusión tan acalorada y qué palabras tan terribles se cruzaron entre nosotros en el curso del debate! Lamparilla se lo puede decir mejor que yo… Pero vencimos al fin. Él amenazaba y yo más; él llegó a levantar la voz, y yo, con entereza y algo de severidad, le marqué el alto, como suele decirse, y después, con calma, le fui conduciendo por la mano al fondo de la cuestión, como le referí al principio.

—Bien —dijo el ministro—, pero ¿cuáles han sido las bases del arreglo?

—Pues nada, no hay bases; sumisión completa. Triunfamos. Retira la comunicación.

—Bien, muy bien —interrumpió el ministro—, pero ¿con qué condiciones?

—Casi ninguna. La rectificación en el Diario Oficial diciendo que el párrafo era extraño a la redacción y que uno de los editores del diario queda separado. Alguno ha de ser la víctima. Al redactor se le da un empleíllo en una aduana marítima, y quedará muy contento. ¿Qué le parece a usted?

Aprobado todo, y escríbale usted mañana mismo al gobernador. Espero que él me dirigirá alguna carta, y la contestaré con la mayor atención; y para usted, amigo mío muy querido, tantas y tantas gracias, lo mismo que a mi antiguo amigo Lamparilla; han quedado muy bien. Se ha evitado un gran conflicto que ha ahorrado mucha sangre a la República.

El ministro estrechó las manos de los dos plenipotenciarios y, acercándose a ellos, les dijo en el oído:

—Repito como gobernante las gracias. Ese diablo del gobernador nos hubiese puesto en grave aprieto con sus granaderos. No hay un peso en la Tesorería; el ministro de Hacienda quiere renunciar y los agiotistas roban más al gobierno que los ladrones de Río Frío a los pasajeros. Si no aseguran un doscientos por ciento de ganancia, no sueltan un peso. Muy en reserva todo lo que ha pasado, y espero que aún nos veremos mañana para dejar redondeado el asunto.

Bedolla y Lamparilla se retiraron y no pudieron contener la risa cuando acabaron de bajar la escalera de Palacio.

—Cada día sube tu reputación y no sé dónde vas a parar —le dijo Lamparilla a Bedolla.

—Probablemente al ministerio, y lo mejor que va a suceder es que me rogarán con el puesto y renunciaré.

—Sería una necedad de que te arrepentirías.

—Ni lo creas; esto me hará más interesante y más grande a los ojos del público. Un hombre que rehúsa un ministerio, es porque vale algo; más adelante podré no sólo obtener un ministerio, sino encargarme de formarlo, es decir, mandar a la nación.

—Puede que digas bien, Bedolla; tienes más mañas que yo. Por lo pronto no nos ha ido tan mal. Una talega de pesos y una diputación, porque de seguro en julio seremos diputados por Puebla.

Los dos amigos se separaron, quedando en verse al día siguiente a fin de almorzar juntos y beber una copa de champaña para celebrar el buen éxito de sus ensayos diplomáticos.

Evaristo estaba lejos de pensar que había puesto a la nación a dos dedos de su pérdida, y de que el juez que lo había condenado a muerte en rebeldía, acababa de desempeñar, por causa de él, una importante misión diplomática que lo había puesto en el camino para llegar a ser uno de los más grandes hombres de la República.

III. La ópera en el monte

Lo que modificó de una manera notable las operaciones de Evaristo y de sus enmascarados, que se habían sistemado de una manera tan regular y arreglada como cualquiera institución política, fue un incidente con que no podía contar ni estar al cabo de ciertas cosas que pasaban en México y que él no sabía.

Hacía bastante tiempo que en el Teatro Principal, pues no había otro, funcionaba una compañía de ópera tan buena y tan completa como no se ha visto otra hasta que vino a México la deliciosa e inolvidable Sontag.

Marietta Albini era una alta y robusta mujer, blanca como la leche, de porte majestuoso, de ojos pequeños pero muy negros y una perfecta nariz romana que le nacía de la frente, como a las estatuas que se ven en los muscos. Albini era una Norma como jamás había pisado el teatro.

Adela Césari era o parecía napolitana, llena de atractivos al mirar, al hablar, al reír, al moverse, al andar, toda ella era gracia y voluptuosidad. Y las dos, una tiple y la otra contralto, ¡qué escuela, qué voz, qué expresión para cantar! Y en el trato y la conversación, ¡qué finas, qué seductoras, qué agradables! La ciudad entera estaba enamorada de ellas.

Después Musatti, un delicioso tenorcillo por el estilo de Nicolini y Sirletti, fogoso y arrebatador; Galli, un bajo profundo que hacía temblar el teatro cuando cantaba el aria del Duque de Caldosa; Supantini, el bufo popular y simpático que tuteaba a todo México, y, para completar el cuadro, la buena y simpática Magdalena y un acompañamiento de partes secundarias y constas graciosas y atractivas hasta más no poder.

Cuando Marietta cantó por primera vez la Norma fue tal la ilusión del público, que se persuadió de que lo que pasaba en la escena era verdad, y no sólo hubo aplausos frenéticos, sino lágrimas, suspiros, apretones de manos, quejidos; hasta los hombres lloraron, y poco faltó para que los espectadores saltaran al foro, libertasen a Norma con todo y sus hijos, se llevasen a Adalgisa e hicieran trizas a Pancho Vivanco y sus coristas, que desempeñaban el papel feroz de sacerdotes de Irmensul.

Cuando la Césari salió al palco escénico en el Condestable de Chester, dejando, no adivinar, sino ver de una manera fascinadora sus admirables formas, estatua de Fidias, el entusiasmo del público no tuvo límites. Se aplaudía no sólo con las manos, sino con los pies, con los bastones, con las bancas, con todo lo que podía hacer ruido, y las mujeres mismas no pudieron resistir la fascinación de la belleza y de las gracias de aquella aparición, como de otro mundo de delicias.

La noche del beneficio de la Albini su cuarto estaba literalmente cubierto de flores y de regalos.

Al fin del segundo acto se presentaron tres lacayos, conduciendo cada uno una talega de mil pesos nuevos, atada con cordones y cintas de seda. Era el obsequio del viejo conde de Regla, que siempre tenía su palco, aunque rara vez concurría al teatro.

La noche del beneficio de la Césari, también su cuarto estaba cubierto de llores y obsequios, y al fin del segundo acto, dos lacayos entraron conduciendo, en una charola de plata, un aderezo de brillantes que valía cinco mil pesos. Era el regalo del conde de la Cortina, que para amores nunca fue viejo.

La Norma, La urraca ladrona, El pirata, El condestable de Chester, La italiana en Argel, Isabel de Inglaterra, La casa deshabitada, eran óperas favoritas del repertorio, que tenían a México en una especie de encanto que no permitía que nadie se ocupase de otra cosa ni hablase más que de la ópera. Los mismos partidos políticos, tan vehementes entonces, se calmaron; las logias masónicas dormitaban; los hermanos preferían irse al teatro, y la tenida quedaba en la soledad, y los triángulos y escuadras vigilados sólo por el ojo del Espíritu Santo, que se cerraba de sueño. Yorkinos y escoceses firmaron una tregua; los que no tenían dinero, empeñaron sus alhajas en el montepío para continuar abonados al teatro, y los empleados de algunas oficinas vendieron sus sueldos a los usureros.

Se formaron dos partidos: Albinistas y Cesaristas, a cual más formidables y entusiastas, y nunca faltaban en las noches acaloradas disputas, pues al entrar y salir del teatro se formaban en el vestíbulo corrillos a cual más intrigantes. Gritos, porrazos, en ocasiones, y a veces duelos serios entre gentes de rango y de posición social. Ni güelfos y gibelinos en Italia, ni yorkinos y escoceses se habían detestado ni armado más ruido y algazara que los albinistas y cesaristas en México. Los albinistas representaban al partido popular. Los cesaristas, al partido aristocrático. Abiertamente el conde de la Cortina, tan sabio como enamorado, se había puesto a la cabeza del partido cesaristas, mientras el conde de Regla se había limitado a enviar a la Albini sus tres talegas de pesos nuevos, y no faltaba una noche cuando ella salía a las tablas; pero todo el mundo daba por sentado que el viejo conde era el jefe del poderoso partido albinista.

Quién sabe cuántos meses o quizá años permaneció la compañía en México deleitando a todo el mundo sin excepción, pues hasta los muchachos de la calle silbaban la Casta diva y el aria del Condestable; pero, como todas las cosas del mundo, tuvo su término, y fue un día de luto cuando miraron salir dos o tres diligencias llenas de artistas y de coristas que, cuál más cuál menos, habían hecho una pequeña fortuna y regresaban contentos a la bella Italia, llevando consigo sus trajes de reinas, de pastoras, de sacerdotisas, de caballeros y de duques. Las monedas, con excepción de un poco de oro para el camino, lo habían remitido en letras de cambio o por la conducta.

¿Robar a esos ruiseñores, a esas calandrias venidas de los jardines de los cielos, tocar a esas beldades escapadas de los museos de Roma? Imposible: Yorkinos y escoceses se pusieron de acuerdo y se dieron pasos, se habló muy seriamente al comandante general y, en consecuencia, el camino se llenó de escoltas de caballería, y los numerosos amigos y admiradores de las virtuosas salieron a acompañarlas hasta el Peñón Viejo.

No obstante el brillante éxito y la notoria habilidad con que desempeñaron su misión Bedolla y Lamparilla, las cosas se pusieron para los infelices caminantes en peor estado. Hubo, en efecto, una reconciliación oficial entre el gobernador y el ministro de Gobernación; pero como los dos tenían una herida en el amor propio, que es más enconcosa que cualquiera otra, quedaron en su foro interno perfectamente enemigos y dispuestos, si no a vengarse, sí a desquitarse. De pronto, para que la responsabilidad de los robos en el camino recayera sobre el ministro, el gobernador mandó retirar las fuerzas pequeñas que había en los pueblos y que servían de algún respeto; y por su parte, el ministro, para que el descrédito viniese a las espaldas del gobernador, hizo de modo que desde México hasta Veracruz no hubiese ni un soldado federal; así, Evaristo quedó tan a sus anchas, que era el soberano absoluto de la montaña. Los pasajeros estaban tan resignados, que en cuanto el cochero detenía sus mulas, los que iban dentro de la diligencia se bajaban, vaciaban sus bolsas en las manos de Evaristo y de Hilario y se tendían humildemente boca abajo. Los bandidos, abusando de esa mansedumbre y enorgullecidos con la impunidad, solían dar de puntapiés a los infelices, dejarlos apenas con la camisa aunque estuviese helando, y si algunas mujeres de regulares bigotes se arriesgaban a atravesar el monte, malas lenguas decían, aunque con mucha reserva, que lo pasaban muy bien o muy mal, porque los enmascarados habían dado en ser un poco aficionados al bello sexo.

Es menester repetir que los amigos de las divas ni remotamente se figuraban que pudiera sucederles el menor percance; pero no contaban con que el comandante general, aunque excelente padre de familia, durante toda la temporada no había pensado más que en la ópera, en las coristas y especialmente en la Césari, y celoso del público entero, que no le quitaba los anteojos cuando salía vestida de condestable, y despechado de no haber alcanzado más que una que otra mirada y tenido conversaciones sin consecuencia, en vez de poner de su parte lo que era necesario para la seguridad del viaje, tuvo allá en sus adentros la maligna intención de que los ladrones hicieran lo que él no había podido alcanzar ni de la más fea o, mejor dicho, de la menos bonita de las seductoras coristas italianas. ¡Qué perversa es la naturaleza humana! Pero así es en ocasiones, cuando no siempre.

Escogió, pues, para las escoltas del camino, unos escuadrones de cívicos mal organizados, peor vestidos y con caballos tan flacos que un viento fuerte que los cogiese en la llanura podía fácilmente derribarlos.

La despedida en el Peñón Viejo de los desdichados adoradores de las bellezas que se iban a tierras lejanas fue muy tierna, pero regresaron tranquilos luego que los dos coches llenos y cargados hasta el techo de sacos, baúles, sombrereras y mil otros accesorios teatrales, enfilaron la calzada de Ayotla, seguidos de veinticinco hombres llenos de brío y de entusiasmo, que azotaban y apaleaban sus pobres caballos para ir al paso de la diligencia y no separarse del lado de las portezuelas. Con mil penas llegaron a Ayotla y allí rindieron la jornada; otra escolta, al mando de otro oficial, continuó el servicio. Ésa sí no pudo seguir los coches, por más que martirizaron hasta con las espadas a los flaquísimos caballos; algunos tropezaron y cayeron con todo y soldado, sin poderse ya levantar.

Los cocheros, por miedo de la multa y porque no les convenía que hubiese balazos y campaña, no querían moderar el paso; el oficial gritaba y trinaba, y, a medida que conjuraba a los cocheros a que se detuvieran, el látigo tronaba y las robustas mulas volaban por entre el polvo del camino. Al fin el oficial se dio por vencido, detuvo los pocos soldados que lo seguían, pues los demás habían quedado rezagados por el camino, y dijo:

—Que se los lleve el diablo, ya que no se quieren detener y me alegro mucho, pues cuatro ladrones bien montados habrían dado cuenta con mi escuadrón, y quién sabe qué suerte habría corrido.

Volvió grupas, se ladeó en la silla, encendió su cigarro y estaba de vuelta en Ayotla a la vez que los viajeros entraban en lo más peligroso del camino, donde ya no había ni asomos de fuerzas.

Al observar que la escolta se había retirado, y la completa soledad del camino, pues por rara casualidad en ese día no había ni recuas de arrieros ni indios con sus hatajos de burros, y sólo siniestros mendigos (espías de Evaristo) se acercaban a la portezuela cojeando y tendían para implorar una limosna mugrosos sombreros de petate, el terror más grave se apoderó de los cantantes, y hacían en su lengua seguramente recuerdos de Fra Diavolo, cuando al entrar en un terreno sombrío escucharon el terrible grito:

—¡Alto ahí, grandísimos…!

Era, como ya se ha dicho, el usual y cariñoso saludo de Evaristo.

Las diligencias se detuvieron, y no sólo los enmascarados los rodearon amenazando con sus garrotes, sino cinco o seis más de a caballo, antiguos conocidos de Hilario, con que se había reforzado la cuadrilla, queriendo ya dar vuelo y establecer más en grande la negociación, que iba decayendo de día en día a causa de los pocos pasajeros y de la escasez de sus bolsas y pobreza de sus maletas.

Giaccomo Vellani era el marido de Marietta Albini. Más alto que ella, que es mucho decir, de un color un poco más subido que trigueño, gran bigote y perilla negra que le cubría hasta muy abajo del labio superior, tenía más de árabe y de griego de las islas, que de italiano, desvió con la mano el cañón de la pistola de Hilario, que apuntaba rectamente a la cara de Norma, y llevó la otra a un largo puñal que tenía en el bolsillo, estando resuelto a vender cara su vida, pero salvar la de su mujer.

Hilario, un poco sorprendido de ese aparato de resistencia, quiso intimidar, retiró la pistola y la disparó al aire.

¡Dio di Dio! —gritaron las bellas italianas, encogiéndose todas, tapándose los ojos y queriendo guarecerse las unas con las otras; pero no fue un grito destemplado, como el de las señoras principales de Puebla, sino una armonía que brotó de aquellas gargantas que continuaban diciendo en italiano quién sabe cuántas cosas, y parecía más bien el ensayo de un coro de Rossini. Evaristo no dejó de notarlo, y retirando la pistola dirigió a Hilario una de esas palabras enérgicas del idioma español, reprendiéndole porque sin necesidad y sobre todo sin su orden había disparado su pistola.

La mulas, que tenían pocas semanas de servicio, se espantaron, y a no haber sido por el sota que estaba delante y los fuertes puños de Mateo, habrían partido a escape y hecho pedazos el carruaje y los que iban dentro.

—Eso no es lo tratado, valedor —le dijo Mateo a Evaristo con mal humor, o, mejor dicho, con grosería—. O semos o no semos, ¿y para qué es comprometerse a lo que no se ha de cumplir? Si no estoy tan prevenido, me matan estas mulas, que son cerreras y relajas (y ya se lo había dicho). ¿Y qué le resultaba de eso? Además son cantantes; tienen menistro como don Rafael, y son cómicos del teatro de México, y le ha de ir mal. Mejor será que los deje dentro del coche y haga que le canten algo. Ya sabe, valedor: me encargaron que cuidara la carga y tengo mis obligaciones en la ciudad.

—Bueno, porque tú te empeñas, Mateo —le respondió Evaristo—. Pero ¿qué traen?

—Pues eso sí no sé; pero vestidos de reyes y de todas clases con galones de oro y de plata. Si quiere, regístrelos, pero breve, porque ya sabe a la hora que tengo que llegar precisamente a Puebla.

Mientras pasaba este corto diálogo entre Evaristo a caballo y Mateo en su pescante, conteniendo con esfuerzo su tiro cerrero de mulas, las italianas se habían recobrado del susto, y los indios enmascarados vaciado la covacha, regando por el camino baúles, maletas y sacos. Mateo se inclinó un poco para hablarles a los de la diligencia, les dijo que entregan las llaves, que no intentaran resistir y que no tuvieran cuidado.

Se acercó de nuevo Evaristo a la portezuela con mejores maneras, les pidió las llaves y el dinero, les aseguró que nada les sucedería si obedecían lo que mandase y no intentaran hacer ninguna resistencia.

Apresuráronse las italianas a dar cuanto oro menudo tenían, y la cosecha de escudos no fue tan mala, con lo que se contentó el bandido sin exigir más, y fue a visitar los equipajes. Entre la ropa de uso se encontraban vestidos y adornos de teatro que no habían podido colocarse en las cajas que días antes habían enviado por la línea de carros. Así Hilario y sus indios habían sacado ya un magnífico traje de reina de Babilonia; el del condestable de Chester, con que la Césari trastornaba las cabezas de los abonados; el de la vestal Adalgisa y otros por ese estilo. Los indios de la sierra de Chalma, que veían asombrados por primera vez aquello, no disimularon su sorpresa, y creyeron que eran ornamentos de iglesia o de personajes tan elevados, que jamás habían pensado que transitarían por un camino donde acostumbraban a ver a los pasajeros con vestidos comunes, sarapes y capototes, y nada de telas finas, de terciopelo y de galones de oro y plata.

—Todo eso es falso, valedor —le dijo Mateo a Evaristo—. Si quema los galones, no sacará más que cobre, y si se roba los vestidos, como son tan conocidos como de cómicos, donde quiera los descubrirán. Déjelos, hágales cantar y despáchenos, que se me va haciendo tarde.

Los cocheros de Zurutuza no eran de ninguna manera cómplices, pero a fin de que la linea pudiese subsistir, y para que no los maltrataran y mataran, habían tenido que transigir, desde tiempos muy atrás, con los bandidos, que a temporadas, a veces largas, aparecían por las montañas de Río Frío, y habían concluido, especialmente Mateo El Yanqui, Juan El Diablo, Marcelino y Ruperto, que servían la línea de Veracruz, por ejercer cierto dominio, logrando la grandísima ventaja de que no los registraran, y de esta manera conducían con entera seguridad cartas de importancia, dinero, relojes de oro y alhajas que entregaban religiosamente a los viajeros a su llegada a Puebla, Jalapa o Veracruz. Esta influencia era más grande respecto de Evaristo. Ladrón se podía decir nuevo, queriendo guardar su reputación de agricultor, todavía sin hombres determinados y valientes que lo acompañasen, y sin estar relacionado para ocultar y vender lo robado, estaba casi subordinado a los cocheros, que lo amenazaban con que si los fastidiaba mucho y ejercía violencia con personas notables y ricas como Escandón, Pesado y otros, se suspendería la línea y quedaría entonces reducido a asaltar arrieros o indios, que también a su tiempo sabrían tomar las veredas del monte.

En cuanto a don Rafael Veraza, no hay ni qué hablar; hacía regularmente su viaje de ida y vuelta a Veracruz. Al llegar a los parajes peligrosos, usaba de su pito de la manera convenida, y a los pocos minutos salían de la vereda del monte dos o tres indios que lo acompañaban con el sombrero en la mano hasta la posta, y las más veces Hilario o el mismo Evaristo, con los cuales tomaba un trago de coñac, encendía su cigarro, montaba en el caballo fresco, y más que corría volaba por los derrumbaderos, azotando a derecha e izquierda las ancas de los rocines, acostumbrados también a piedras, peñascos, zanjas, barro y ladrones.

El amo don Anselmo, cada vez que por los negocios de su casa o por respirar el aire de la mar se le antojaba ir a Veracruz, mandaba poner dobles tiros en las postas, y en coche extraordinario, con Mateo y Marcelino de cocheros, emprendía solo el viaje sin armas ningunas, y lejos de esconderse dentro del carruaje, iba sacando por la portezuela su faz rubicunda y sonriendo a los árboles, a los magueyes y a los campos de cebada. En el tránsito, en vez de ser atacado o molestado, arrieros, indios, rancheros y ladrones, se quitaban el sombrero y saludaban diciéndole: «Buen viaje, amo don Anselmo, y que Dios lo lleve con bien». Cuando las diligencias ordinarias llegaban a Puebla, ya don Anselmo, rasurado, lavado y vestido de limpio, estaba ceremoniosamente sentado en la cabecera de la mesa del comedor de la casa, esperando a los viajeros para dar la señal, con una campanilla, de que se sirviese la sopa.

Tal, o poco menos, era el estado que guardaba el camino de Veracruz en la época en que pasaban esos acontecimientos, siendo inútil decir que aparecían sus partidas, que nada tenían que ver con Evaristo, por el rumbo de Chalco, por el Pinal de San Agustín, en las cercanías de Perote y realmente no se disfrutaba de una seguridad completa sino de Jalapa a Veracruz. Llegó el caso de que la diligencia fuese asaltada y robada cuatro veces.

Sigamos un poco más con nuestras bellas italianas y con los eximios cantantes.

Mateo no consideró suficiente la recomendación que desde el pescante había hecho a Evaristo, sino que entregó por un momento las riendas al sota y descendió a hablar con él y con Hilario.

Compas —le dijo—, traigo de los señores de México un encargo esencial de que el coche pase bien y que no se toque el pelo a los pasajeros que, como les dije, son cómicos y cantantes; lo que ganaron en el teatro ya lo mandaron para su tierra en la conducta que pasó la semana pasada, todo lo cual lo ha platicado el amo don Anselmo en el patio de la casa. Si hay queja del monte, el amo me dijo que suspendía por seis meses el viaje, o hasta que acabara la tropa con ustedes; conque ya saben lo que hacen, y como me han dado una buena gala y soy completo, de mi parte les quiero convidar.

Mateo metió mano a la profunda bolsa de sus calzones de vaqueta, que le servían para el sol y agua en el camino, y sacó cuatro onzas que dividió entre Evaristo y su segundo.

El caso había sido que el conde de la Cortina buscó a Mateo personalmente la víspera, y poniéndole diez onzas de oro en la mano, le dijo:

—¿Me respondes de la seguridad de las gentes que van mañana en tu coche a Veracruz?

—No tenga su señoría cuidado (Mateo nunca se abatía hasta decir su merced, como los indios) —le contestó—; si algo sucede, me puede mandar cortar la cabeza cuando vuelva del viaje, si hay novedad.

—Fío en ti; cuida especialmente a las señoras… Son bonitas…, ¿me entiendes? Que no les toquen ni el pelo.

Mateo sonrió maliciosamente, se guardó el oro en las profundidades de sus chaparreras, y repitió:

—Quede su señoría sin cuidado.

Esto explica el afán de Mateo y su interesante diálogo con el bandido, y para el mejor desempeño de su comisión, supuesto que había ofrecido su cabeza en garantía, él mismo abrió la portezuela del coche y dio respetuosamente a las divas su mano vestida de un sucio guante de gruesa gamuza.

—No tengan miedo, ya estoy arreglado con el capitán, pero si les dice que canten, es menester cantar, que vale más eso que no las desnuden, como ya lo ha hecho con unas señoras principales de Puebla y con otras; el señor conde me encargó mucho… que me dejara matar antes que permitir… Le dije que con mi cabeza le respondía…, bajen sin temblar ni demostrar miedo, al contrario…

Asustadas, sin poderlo remediar, temblándoles un poco las rodillas y las manos con que apretaban la de Mateo, apareció un grupo pintoresco en la calzada sombreada por los frondosos árboles del bosque, en cuyas ramas se mecían ufanos y daban sus trinos al viento los cantores de las selvas.

Fichús de lana roja o azul, mascadas rayadas de colores diversos engastaban las fisonomías un poco pálidas y descompuestas con la duda de la suerte que podían correr, a pesar de las seguridades y buenas palabras de Mateo. Sus expresivos y negros ojos italianos se dirigían inquietos, ya a Mateo, ya a Evaristo y a los horrorosos enmascarados que, conforme a su consigna, mantenían levantados sus garrotes para dejarlos caer a la menor señal sobre la cabeza de los viajeros.

Vellani, revolviendo sus ojos terribles y con el espeso bigote cerdoso erizado, se mantenía altivo en medio del grupo de mujeres, con la mano en el mango del puñal que tenía en el bolsillo izquierdo, pronto a herir al menor indicio de un ataque. Su cabeza y su cara casi negra sobresalían como una extraña aparición, de entre el grupo de colores chillantes que formaban los peinados y abrigos de las cantatrices.

Evaristo y sus indios no pudieron resistir a la agradable impresión que les causaba aquel grupo de bellísimas mujeres vestidas con cierta novedad y fantasía, que no manifestaban temor ninguno, y también les impuso algo la cabeza alborotada y la fisonomía terrible y decididamente resuelta de Vellani.

—El capitán —dijo Mateo—, que es amigote, me ha dicho que no tienen por qué asustarse, que nada les hará, pues que le han dado de buena voluntad el poco dinero que traían.

Evaristo hizo una señal de asentimiento, miró también a los indios, que bajaron los garrotes y se retiraron a cierta distancia.

—Pero el capitán —continuó Mateo— no ha podido ir a la ópera, como se lo pueden figurar, teniendo muchas ocupaciones de día y de noche en el camino; ya les he dicho que todos los que vienen son cantantes y personas muy buenas que ya se van a su tierra… Desea que le canten una o dos cosas de las mejores, y yo se los ruego para irnos, porque se me hace tarde y me costará pagar diez pesos de multa, que nunca perdona don Anselmo a sus cocheros.

Los artistas, ya más tranquilos, se miraron unos a otros y convinieron en que era necesario obedecer a Mateo, que era su salvador, y cantar.

Evaristo les hizo seña que le siguieran y los condujo al grupo de magníficos árboles que ya conoce el lector, donde encontraron una agradable sombra y un césped verde lleno de margaritas blancas y amarillas.

La Césari, que en vez de estar asustada gozaba con esa aventura que tenía mucho de italiana, dio el ejemplo; siguió a Evaristo y les dijo:

—Cantemos, cantemos algo que les deje un recuerdo a estos buenos ladrones. El signor Galli comenzará.

Galli, hombre ya de edad, delgado pero derecho y fuerte y con visibles muestras de la hermosura varonil de su juventud, había permanecido sin miedo y sin jactancia, como silencioso observador; sin decir una palabra, se separó del grupo, salió del recinto de árboles y entró por otro lado, como si estuviera en el foro del teatro, y entonó con una voz poderosa, un aria… ¿Aria del Pirata, de Mahomet II, de Semíramis? ¡Quién sabe! Un aria que le inspiró la majestad del bosque profundo, la soledad del sitio, la situación de unos extranjeros a la merced de numerosos bandidos, amparados y defendidos únicamente por el cochero de la diligencia que los conducía al mar, para lograr, sufriendo los nuevos riesgos del océano, llegar por fin a su deliciosa Italia a descansar y disfrutar de las economías, fruto de una larga y brillante carrera artística. Galli cantó en la selva como jamás había cantado en el teatro. Evaristo, que no tenía idea de estas grandezas del genio, quedó como clavado y sin movimiento en el árbol en que se recargaba. Los enmascarados, inconscientemente, se fueron acercando poco a poco, como atraídos por este nuevo Orfeo.

Luego que acabó Galli, la Césari, dominada, como mujer, más que Galli, por idénticos sentimientos, se presentó en ese foro bellísimo y salvaje, se arrancó los peinados y tocas de seda que le cubrían la cabeza, arrojó al suelo el abrigo de camino que la envolvía y apareció como una maga fantástica, erguida, hermosa, con una túnica de seda azul celeste, ceñida con un cinturón de galón de oro, y comenzó a cantar. ¿Qué cantaba? Lo mismo que Galli, improvisaciones, notas que no había escrito ningún maestro, juegos de garganta y trinos de gorjeos de ave del paraíso que no se habían oído en ningún teatro, maravillas de melodías, cascadas de gotas de oro que salían por los labios voluptuosos y encarnados de aquella reina de la selva, de aquella fugitiva hechicera de las sombrías profundidades de la montaña.

Los árboles se cubrieron de pájaros que escucharon atenta y silenciosamente, y luego que cesaron las armonías volaron en ruidosa algazara a las copas de otros árboles, queriendo imitar y repetir las notas que habían escuchado.

Evaristo, entusiasmado, con un sentimiento más bien de admiración que no sensual, se lanzó a abrazar a la bella Césari, pero ésta dio un paso atrás y presentó su suave y sonrosada mejilla a Evaristo, que imprimió en ella un beso que debieron también escuchar las aves.

Evaristo intentaba algo más. La Césari retrocedió, tendió una mano para contenerlo y clavó con autoridad sus grandes ojos en el bandido.

—Nada más, signor —e irguiendo la cabeza como si fuera el capitán, condujo a los viajeros al coche, y ordenó a Mateo que subiera al pescante.

Al tronar el látigo y partir las mulas, la Césari sacó su redondo brazo por la portezuela y saludó graciosamente al capitán de los ladrones de la montaña.

IV. ¿Qué dirán los extranjeros?

Ya hemos dicho que no pasaba semana sin que en un punto u otro del camino de México a Veracruz fuesen robadas las diligencias; pero como se trataba de pasajeros desconocidos, de gentes que no tenían como Escandón, Pesado y Couto una alta posición social, nadie hacía caso, ni menos los gobernantes, que se ocupaban de asuntos para ellos más graves y provechosos; y cuando la prensa o el comercio alzaban un poco la voz, los funcionarios públicos se echaban la culpa unos a otros, se volvía asunto de Estado y de diplomacia, siendo necesario que, para evitar un conflicto, personas tan dignas y caracterizadas como Bedolla y Lamparilla, intervinieran para que al fin quedasen las cosas en peor estado; pero cuando se trató de una compañía de ópera, de muchachas bonitas y de extranjeros, ya fue otra cosa. Pero tenemos antes que explicar por qué Evaristo se prestó a la extraña fantasía del cochero Mateo, de que cantasen las artistas, recurso que le ocurrió para que no sufriesen ninguna clase de daño y cumplir la palabra que le dio al conde de la Cortina.

Mateo era hombre tal, que si su misión no hubiese tenido buen éxito, habría rogado al conde o a don Anselmo que le cortasen la cabeza, o, cuando menos, devuelto su gratificación de diez onzas. Su vanidad era conducir un coche como nadie, por el peor camino, y dominar a los ladrones, por asesinos y terribles que se les supusiese.

Evaristo, en sus terrenos y jurisdicción señorial de la montaña, no atacaba jamás a las recuas de arrieros, ni a los pesados carros de mercancías, ni a los indios, de los que no podía sacar más que unas cuantas cuartillas de cobre; y a las diligencias las dejaba libres largas temporadas, por varias razones. Tenía que contemporizar con los cocheros, que lo amenazaban frecuentemente con levantar la línea; necesitaba que sus indios trabajaran en el carbón y en el campo, para desviar las sospechas y justificar así su residencia en el corazón de la montaña. Además, necesitaban él e Hilario recibir y pagar a intervalos las visitas del administrador de La Blanca, que cada vez estaba más contento del arrendatario y hacía los mayores elogios de él en los pueblos de Texcoco y Chalco los días de feria en que se reunía con los administradores de las haciendas de la comarca; pero todo esto no era lo principal, sino Cecilia.

No quitaba Evaristo el dedo del renglón, como se dice, y Cecilia era el punto fijo de sus pensamientos; después de revolver mil proyectos en su cabeza, a cual más disparatados, no salía de esta disyuntiva: O ha de ser mía o la mato.

Así, a cada momento buscaba él mismo un pretexto para bajar a Chalco, ya a cambiar un caballo, ya a comprar alguna ropa o herramientas, ya a vender carbón, maíz o cebada. Y, en efecto, el dinero y los negocios no le faltaban; había logrado ver de lejos una que otra vez a Cecilia, cuando llegaba cada semana con su trajinera; pero sin atreverse a entrar a su casa des de la rociada de agua caliente y la tunda de escobazos que le dieron las dos Marías.

Dos o tres ocasiones extendió sus excursiones hasta la capital; disfrazado y en las noches, rondó por la casa de la Acequia, reconoció las paredes, las puertas y ventanas, la altura de la azotea, los escondites en los callejones cercanos, la clase de vecinos (que no todos eran de la mejor conducta) y, a poco más o menos, se enteró del método de vida que seguía Cecilia, que era el trabajar desde las seis de la mañana hasta las siete de la noche en su puesto de la Plaza del Volador, donde se desayunaba y comía, y retirarse en la noche a su casa con sus dos Marías, dando antes un corto paseo por el Portal de las Flores. Cada una o dos semanas hacía el viaje entre Chalco y México; ningún hombre dormía dentro de la casa; ningún sereno cuidaba la puerta ni la azotea, y en el muelle o canal que entraba al patio dormía, dentro de la canoa, un remero, que las más noches tomaba sus fuertes tragos de chinguirito antes de acostarse y dormía la tranca, al grado que alguna de las Marías tenía en la madrugada que tirarle por las piernas y arrastrarlo hasta la mitad de la canoa para que despertase.

Para alguno de los diversos planes que se proponía realizar Evaristo, estas indagaciones eran preciosas. Paredes débiles de adobe. Patio con libre entrada por el canal. Remeros siempre borrachos. Ventanas bajas con rejas de madera. Puertas no muy sólidas. ¡Qué datos tan importantes para un ladrón!

En uno de los viajes en que completó sus observaciones, fue a dar a Chalco muy satisfecho; se preparó a todo riesgo a hacer una visita a Cecilia y afrontar con calma la furia de las dos Marías.

Dio la casualidad de que cuando Evaristo se acercaba al zaguán, Cecilia venía de la parroquia. Aunque Evaristo había cambiado de figura, pues estaba más gordo, rasurado completamente y pelado a peine, y hacía ya tiempo que no lo había visto, lo reconoció al momento, más que todo, por la sensación extraña que le causó el timbre de su voz y su mirada, entre torva, vengativa y amorosa. El lenguaje de los ojos sólo lo comprenden otros ojos que ya se hayan mirado, y queda sin expresión para los indiferentes.

Cecilia experimentaba, cuando se encontraba con Evaristo, una especie de fascinación dolorosa que no se podía explicar, y se sentía a su pesar atraída hacia él como el conejo tímido a la boca de la boa.

Detúvose Cecilia, se estremeció ligeramente, quiso seguir a su casa, que estaba a dos pasos; pero no pudo y quedó como clavada en el suelo.

No escapó a Evaristo la sorpresa y conmoción de Cecilia, y se aprovechó de ella.

—No hay que asustarse, doña Cecilia. No trato de vengarme, como usted podría creer. Por el contrario, vengo a pedirle a usted perdón. Fui muy atrevido al introducirme a la casa de usted y hasta su mismo cuarto donde se estaba bañando; pero ¡qué quiere usted, doña Cecilia!, los hombres no somos dueños de contenernos y hacernos a veces cosas de que tenemos que arrepentirnos; pero eso ya pasó, y usted, que tiene un buen corazón, me perdonará y no será rencorosa. Ya habrá usted sabido que tuve mis dificultades al entrar al rancho abandonado de los Coyotes; pero ya voy bien: las cosechas no han sido malas, el carbón, que despacho en las canoas de los Trujanos, me da qué comer, y quiero estar bien con las gentes de Chalco y de Texcoco como vecino; lo primero que pensé fue en aprovechar la primera ocasión para hablarle y que usted no tuviese nada malo conmigo. Ya soy otro hombre, doña Cecilia, créamelo por su vida; y así, amigos, cada uno en su trabajo y su giro, no tendremos que odiamos.

—Yo ni odio ni me meto con nadie ni en lo que no me interesa —le contestó Cecilia algo repuesta y adelantándose a tocar la puerta de su casa—. Pero lo que no me gusta es que se metan conmigo; mas ya que usted se ha adelantado a satisfacerme y confiesa que no hizo bien, asunto acabado y como siempre, nada me queda aquí.

Cecilia llevó su mano a su pecho, entró en el zaguán e iba a dar a Evaristo con la puerta en las narices, cuando reflexionó que no hacía bien en granjearse un enemigo que, arrepentido, le había pedido humildemente perdón.

—Pase si gusta, descansará y tomará algo —le dijo, haciéndole lugar para que entrara.

Evaristo no esperó que se lo dijeran dos veces, sino que entró lleno de gusto al patio donde la otra vez tuvo que correr vergonzosamente para que no lo matasen a escobazos las dos Marías.

—Tendrá muchos defectos, doña Cecilia; pero su corazón es como una casa. Se lo agradezco, y ya verá que no volveré nunca a molestarla; además, me vivo meses enteros en el rancho, y a Chalco vengo o de paso o a cobrar mis cuentas de cebada y carbón.

—Cómo guste —le respondió Cecilia.

Le hizo seña de que entrara al comedor y se sentara, y ella salió gritándole a una de las Marías, precaución que le pareció necesaria, no obstante las protestas de enmienda y la plácida y resignada fisonomía de Evaristo.

María colocó en la mesa vasos y dos botellas de licor.

—No le hará mal —dijo Cecilia sirviéndole—. Es un licor de canela que me regaló hace tiempo don Muñoz, el de la tienda de la esquina de la calle Real.

—¿Y usted no toma, doña Cecilia? —le dijo Evaristo sirviéndole en el otro vaso.

—Ni gota; mi pulque a las horas de comer y es todo; se lo agradezco.

—Entonces, a la salud de usted —y Evaristo apuró el vasito lleno de licor de canela, regalado por don Muñoz, que tampoco quitaba el dedo del renglón y se moría de amor por Cecilia.

Evaristo estuvo muy comedido; platicó de las ventas de carbón, de maíz, de cebada, de siembras de trigo temporal, de frutas de la Tierra Caliente; pero ni una palabra de amor que hiciese perder a Cecilia la confianza que trataba de ganar.

Echó su último trago y se levantó del asiento para marcharse. Cecilia ya lo deseaba. La presencia de aquel hombre no dejaba de agradarle; pero le hacía daño, la tenía en una situación como la que experimenta una persona que cree que le va a suceder una desgracia.

—Un favor por despedida, doña Cecilia.

—Lo que mande, siendo posible —le contestó ésta.

—En los viajes que suelo hacer a México para cobrar mis cuentas, me ha ocurrido entrar al Montepío en los días de remate, y cuando encuentro alhajitas baratas, pero muy baratas, las compro, porque todo es comerciar; y cuando se encuentran onzas de oro a catorce pesos, es una ganga…, ya ve usted…, ¿qué le parece?

—Bien hecho, y así he comprado las pocas que tengo —contestó Cecilia con naturalidad y no sabiendo a dónde iría a parar Evaristo con esta conversación.

—Pues bien, doña Cecilia, ayer, que fue día de almoneda, lo aproveché, y vea usted la ancheta.

Evaristo puso en las manos de Cecilia un papel atado con una cinta.

—Ábralo usted y vea si hice buena compra, doña Cecilia.

Con esto volvieron a sentarse donde estaban, y Cecilia desató la cinta y abrió el paquete.

Anillos de oro con algunas piedras finas, cigarreras de plata y oro de filigrana y diamantes, relicarios, un hilo de perlas no muy gruesas, pero muy parejas; sartas de corales, rosarios y cucharas de plata y otras cosas de menor importancia.

Cecilia examinó todas estas baratijas, oxidadas y amarradas con listones sucios, con la curiosidad de una mujer; las envolvió en su papel y se las devolvió a Evaristo, diciéndole:

—Hay cosas bonitas y otras feas y sucias, y no sé por qué, pero se me figuran robadas.

Evaristo, al oír estas palabras dichas con la mayor naturalidad por Cecilia, se puso blanco como un papel, y se le figuró que Cecilia sabía ya algo de sus hazañas en el monte; pero procuró reponerse y disimular, y contestó con cierta calma e indiferencia:

—No lo creo, doña Cecilia; pero puede que tenga usted razón. En el Montepío reciben toda clase de prendas, sin averiguar de dónde vienen. ¡Buenos estaban para pesquisas antes de prestar el dinero!

Cecilia, sin maliciar nada, había instintivamente adivinado, quizá también por la manera como estaban atadas y la disparidad de prendas.

Evaristo continuó, ya tranquilo, platicando con Cecilia.

—Precisamente —le dijo— quería pedirle el favor de que me guardase por dos o tres horas estas alhajas. Voy a la Venta de Río Frío a ajustar con el fondista una entrega de carbón, y como sabrá usted que por allí esperan los macutenos a la diligencia, no quisiera ir con estas baratijas en la bolsa. No es que yo tenga miedo a los ladrones, que nunca atacan al que está bien montado y armado como yo, ni conmigo se meten, que no saldrían muy bien, pero nada cuesta una precaución.

—No finja usted ningún pretexto —le contestó Cecilia— para hacerme un regalo, porque ya sabe que no lo he de recibir.

—Ni Dios que lo permita —le respondió Evaristo—, y por ésta —e hizo con su mano la señal de la cruz— le juro que digo la verdad; y si quisiera regalarle sería otra cosa mejor y se lo diría con franqueza, que usted merece más; y además, basta que usted haya pensado que estas alhajas son robadas para quitarme toda intención de ofrecerle alguna. Son para comerciar y nada más.

Evaristo sacó de la bolsa de su chaleco un reloj viejo de plata y dijo:

—Son las nueve; a eso de la una o las dos estaré de vuelta; y si usted tiene que salir o no quiere que la moleste, deje las prendas a una de las muchachas, que ya no me darán de escobazos, y las recogeré; pero hágame el favor de guardármelas por un rato.

Y después de un momento de silencio:

—¿Conque de veras me ha perdonado, doña Cecilia? —continuó dulcificando su voz lo más que pudo—. ¿No le queda nada dentro, a fe de mujer honrada?

—Nada; ya se lo dije, y no hay que hablar más de eso —le respondió sencillamente Cecilia.

—No sabe cuánto se lo agradezco y de veras aquí la tendré siempre por tan buena como es —dijo con cierta emoción, poniéndose la mano en el pecho y tendiéndola después a la trajinera, que ya estaba en pie, deseando que se acabase de marchar Evaristo.

Cecilia dio la mano al bandido; y sin pensarlo, sin quererlo, se la estrechó como si fuese su amante que partía a un viaje lejano; dio la vuelta, echándole también una mirada sin voluntad, sin reflexión, como impulsada de un movimiento nervioso superior a ella; guardó el bultito de alhajas en su seno y entró a sus piezas.

Evaristo quedó un momento como petrificado del placer tan inmenso que le causó este repentino cambio de la indiferencia y del desprecio al amor, al verdadero amor, porque el apretón de mano y la mirada eran los signos evidentes de los que pasaba en el corazón de Cecilia.

A los pocos minutos salió Evaristo lentamente del patio y se dirigió al mesón a buscar su caballo.

—Es mía ya —dijo—. No ha podido resistir más. Desde el momento que puse el pie en su canoa en el embarcadero de San Lázaro, conocí que esta mujer me quería. No sé qué diablos tengo para las mujeres; apenas pongo los ojos en ellas y no pueden resistirme. Lo mismo Cecilia, lo mismo Tules; lo mismo todas las de la pulquería de Los Pelos; por ellas me vi en peligro de ser asesinado por sus queridos. ¡Qué diablos tengo yo! —repitió alegre—. ¡Y qué bien me salió la estratagema de las alhajas! Con el pretexto de recogerlas volveré otro día a ver a Cecilia y la encontraré ya más franca… Ya mordió el anzuelo. Si se queda con las alhajas, tanto mejor; es decir, que ya le puedo seguir haciendo regalos y tendré mucho cuidado en registrar completamente a los viajeros de la diligencia; y si un día quebramos, la tengo cogida como receptadora de prendas robadas. Mía, mía por los cuatro costados.

Y con este alegre soliloquio llegó al mesón, montó en el caballo un poco flaco y flojo con que, de intento, se presentaba en Chalco, y no paró hasta el rancho de los Coyotes, donde lo esperaban ya Hilario y los enmascarados con la noticia de que las diligencias del día siguiente vendrían llenas de pasajeros. Uno de los enmascarados había estado en la casa de diligencias a vender carbón para la fragua.

Evaristo tenía tan buen humor y estaba tan contento que no pensaba más que en Cecilia, y habría prescindido de la expedición al monte al día siguiente, a no ser por la esperanza que tenía de encontrar algunos anillos u otras joyas curiosas que regalar a Cecilia luego que estuviesen establecidas sus relaciones, lo que consiguió, en efecto, pues las italianas, por miedo y por hacerse más gratas al capitano, le dieron algunos anillos de poco valor, pero muy curiosos, como obra de los plateros romanos y florentinos; pero salvo esto, Evaristo tenía tan benévolas disposiciones y hasta tan buen corazón en ese día, que condescendió a todo lo que Mateo le propuso.

La linda Césari y la majestuosa Albini estaban muy distantes de creer que el apretón de mano de una frutera les había salvado de las violencias y quizá de la muerte. Los indios, humildes al principio, se habían vuelto insolentes, y cuando veían mujeres, Evaristo mismo no los podía contener.

V. ¿Qué dirán los extranjeros? (Continúa)

(Continúa)

Sigamos con el hilo de nuestra narración, interrumpida con un episodio que no deja de ser interesante para fijarse en lo que son las cosas de este mundo, y cómo depende la suerte y la vida de las gentes de las circunstancias más insignificantes. Si las dos Marías hubiesen dado otra tanda de escobazos a Evaristo, su cólera habría recaído en las italianas, y en vez de tratarlas bien, admirar su belleza y escuchar su canto, él y sus indios se habrían entregado a las más atroces violencias; y los extranjeros, con mucha justicia, habrían tenido mucho más que decir del país.

¿Cómo, sin que hubiese telégrafo eléctrico ni de ninguna otra clase, se supo el robo al mismo tiempo en México y en Puebla? Hasta ahora no se ha podido averiguar, pero así sucedió.

Mateo y el otro cochero llegaron veinte minutos después de la hora de reglamento, pero con las mulas frescas, que echaban centellas contra las piedras de la calle, y entraron como siempre, con la velocidad del rayo, en el gran patio de la casa de diligencias de Puebla. Una multitud curiosa, que estaba esperando en la calle, se precipitó a las portezuelas y los abonados que vivían en la casa hacían a un tiempo mil preguntas a Mateo.

—¿Conque la cosa estuvo fea? —le decía uno.

—No quedó ni una sola de las pasajeras que no fuese robada —decía otro.

—Pero hasta la camisa les quitaron, y quién sabe cómo podrán bajar del coche y subir a sus cuartos si no les dan alguna ropa para cubrirse sus carnes.

—¡Qué infamia! —decían varios en coro.

—¿Qué van a decir los extranjeros de nosotros?

—La culpa la tiene el gobernador, que cuanto dinero entra en la caja del Estado lo gasta inmediatamente en esos granaderos que se desayunan café con leche y en la comida les sirven hasta camotitos de Santa Clara.

—No es lo peor el robo, sino lo demás que dicen que pasó. ¡Pobres cantantes! ¡Qué apuraciones y qué susto, y qué congoja, y la posición comprometida de los maridos y de los parientes o hermanos!

—Más de ochenta ladrones, todos enmascarados, rodearon las diligencias, y, como siempre, la escolta llegó después de buena hora: cuando los ladrones habían saciado sus apetitos y fugádose a sus madrigueras, donde nadie se atreve a atacarlos.

—Pero ni eso siquiera: aseguran que apenas vio la escolta a los enmascarados, cuando se dispersó, y los soldados aprovecharon la ocasión para desertarse con armas y caballos.

—¿Pero quién vio todo eso y quién lo ha contado, cuando acaba de llegar la diligencia? —dijo uno de los curiosos.

—Toma —le contestó otro—. El que presenció todo fue el administrador del Molino de Santo Domingo, que venía en el techo y se apeó en la garita, donde lo esperaban sus mozos. Entró a la tienda de la esquina de la calle de Morados, y allí contó todo con sus pelos y sus lanas.

—¿Pero qué dice Mateo? Vamos Mateo, cuenta. ¿Es cierto todo esto?

Mateo sonreía maliciosamente y guardaba silencio; pero seguían incitándole, hasta que se enfadó.

—Dejen bajar a los pasajeros —les dijo—, y de mí no han de sacar nada; Mateo cumple con su obligación de conducir el coche y no tiene necesidad de contar nada ni de hablar una palabra.

Al mismo tiempo tiró las riendas a los mozos, entregó su cartera de viaje al administrador, que se presentaba a ese tiempo, y él mismo abrió las portezuelas para que descendieran las hermosas italianas.

Agua se les hacía la boca a los curiosos poblanos, que son más curiosos y afectos a saber pormenores interiores que cualesquiera de las gentes de otros Estados, pues se figuraban que las viajeras, cuya fama de hermosura y habilidad era conocida, estaban a poco más o menos en el traje de nuestra madre Eva, y se les proporcionaba gratis un espectáculo nunca visto en la muy católica y mística población de los Ángeles; pero no fue como lo deseaban. Las italianas, haciendo cabeza Adela Césari, fueron poniendo sucesivamente el pie en el estribo y descendieron a tierra perfectamente cubiertas con sus vestidos de viaje; y en vez de tristeza y lágrimas, sus fisonomías expresaban la satisfacción y alegría naturales por haber llegado sanas y salvas a la ciudad, después de la extraña aventura en el monte de Río Frío.

Con todo y esto, buenos eran los poblanos para hacerlos comulgar con ruedas de molino. Se retiraron, diciendo que las ojeras, el desorden de los cabellos, el mucho polvo en los vestidos, la alegría que trataban de aparentar y el silencio de Mateo, eran otras tantas pruebas de que había pasado en el camino algo horroroso, cosa de taparse los ojos, que todos los pasajeros estaban interesados en ocultar. Las cartas que los comerciantes poblanos escribieron a sus corresponsales estaban llenas de detalles a cual más interesantes.

En México no pudieron los curiosos, como en Puebla, cerciorarse de que, al menos, los cantantes estaban con vida; así, las noticias tenían un carácter de gravedad tal, que se transmitían en los primeros momentos en voz baja y encargando mucho secreto, y concluían siempre con el mismo ritornelo:

—La ropa sucia se lava dentro de casa; vale más que nada se sepa. ¿Qué dirán los extranjeros?

Pero al cabo de dos horas, parvadas de muchachos recorrían las calles del Empedradillo, Plateros y los Portales, gritando:

—La Noticia Extraordinaria de ahora. Relación de los robos perpetrados por los bandidos de Río Frío en las personas de los operistas y de las operistas.

Era una cuartilla de papel, publicada en la imprenta anónima del Callejón de la Garrapata. Valía un octavo, y los que pasaban en la calle se la arrebataban a los muchachos, que corrían por más ejemplares. El efecto fue prodigioso, y el lance, con cuantos horrores le ocurrieron al redactor o impresor, fue sabido desde los niños que entraban o salían de la escuela, hasta los ministros de Estado, las legaciones y el Supremo Magistrado de la Nación.

Se olvidó lo político, los negocios y las funciones de iglesia; la ciudad no se ocupó ese día más que del asalto de las diligencias, y las cartas que llegaron en la noche de Puebla, no hacían más que confirmar lo que tan oportunamente había publicado la Noticia Extraordinaria del Callejón de la Garrapata.

Bedolla y Lamparilla, sin ser llamados, se presentaron en Palacio para tomar lenguas; pero más que todo para procurarse con ese motivo otra comisión que les produjese un par de talegas de pesos y la promesa de otra curul. Los ministros extranjeros aprovecharon la ocasión para molestar al gobierno y hacer valer las fuerzas navales de sus monarcas; se reunieron en junta y acordaron dirigir una nota colectiva, y los diputados de oposición se prepararon para hacer fuertes interpelaciones al gobierno.

Todo esto era poca cosa comparado con la cólera, la indignación y los deseos de sangre y venganza de los albinistas y cesaristas. Todos exclamaron a una voz:

—¡Qué horror! ¡Qué mengua para el gobierno y para la nación! ¿Qué dirán los extranjeros? Ni por todo el oro del mundo volverá a México una compañía de ópera. En un momento han perdido el fruto de años de trabajo y de economías y hasta sus trajes de teatro. Los bandidos no les han perdonado ni la burla, y se han vestido con el traje de condestable de Chester de la divina Adela.

—Y con el traje de Norma de la majestuosa Marietta.

—Y no es eso lo peor, sino… que… —decía otro.

—Puede ser que haya exageración —exclamaba el de más allá.

Especie de junta tumultuosa en el café del teatro, de la que resultó la reconciliación de los dos partidos. Se estrecharon las manos, se dieron de abrazos y decidieron que, pues la ofensa era común, deberían unirse para vengarla, sin hacer caso del gobierno ni de sus soldados, que no servían sino para comerle medio lado a la nación.

La brillante y lucida juventud aristocrática, que en sus briosos caballos caracoleaba toda las tardes en el Paseo de Bucareli, siguiendo los coches de las muchachas ricas, se levantó como un solo hombre y decidió armarse inmediatamente y salir a campaña a perseguir a los bandidos de Río Frío hasta sus propias madrigueras y exterminarlos, no dejando más que uno con vida para que pudiera contar a todos, y por todas partes, el terrible castigo de los que se habían atrevido a ultrajar a las diosas del canto.

Se organizaron, en efecto, y al día siguiente, en fogosos caballos y armados de espadas, pistolas y reatas, salieron por la garita de San Lázaro cosa de cuarenta jinetes. Los enmascarados eran más de ciento cincuenta, pero eso nada importaba. El valor y la justicia de la causa aseguraba el completo triunfo.

Recorrieron el camino, creyendo en cada torno de la calzada encontrar a los enemigos; sacaban las espadas, prendían las espuelas a los caballos y cada uno quería ser el primero en medirse con los bandidos; pero no encontraban más que grupos de indios dando, como de costumbre, palos en las orejas y ancas de sus flacos burros. Después de haber pasado en la venta una mala noche, regresaron al día siguiente a la ciudad en jácara y algazara, dando tajos y reveses a los troncos de los árboles y ramajes de las orillas del bosque, y contando a su llegada maravillas de audacia y de valor. Los bandoleros habían escapado, según contaban, gracias a sus buenos caballos; pero algunos de ellos deberían haber sido heridos, pues casi a quemarropa les dispararon muchos balazos; y según noticias que habían adquirido de algunos pasajeros, toda la banda se dispersó para juntarse en el monte de las haciendas de San Vicente y Chiconcuac, que es muy cerrado, y allí tenían sus cuevas.

Por este estilo, cada uno de los campeones inventaba una historia que contaba a su familia y amigos, lo que aumentaba la curiosidad y el interés del suceso.

El único que sabía la verdad era el conde de la Cortina, a quien Mateo había referido hasta los más insignificantes pormenores del lance, asegurándole que las operistas regresaban a su tierra tan vírgenes como vinieron; que los maridos de las casadas nada vieron de malo, y que el capitán, que tuvo ímpetus de lanzarse sobre la Césari, se contentó con sólo un beso en el carrillo izquierdo. El conde rio mucho al oír esta historia, regaló a Mateo dos onzas de oro y dejó correr las noticias variadas y los cuentos exagerados de la calle.

Evaristo, metido en su monte, en sus carboneras y su rancho, estaba muy lejos de creer que su comportamiento medio romántico y hasta fabuloso con las operistas había levantado una grande polvareda, así es que continuó deteniendo cada dos o tres días la diligencia, tanto de subida como de bajada, volviendo a sus fórmulas y método antiguo, que ya conoce el lector.

El comandante de la plaza de México recibió orden de establecer escoltas en el camino, y que dos soldados de caballería, con sus carabinas y sables, subiesen en el techo de la diligencia y la acompañasen hasta Puebla.

Un día, y apenas habían pasado quince del lance de los operistas, los espías que tenía Evaristo en el camino vinieron corriendo por las veredas del monte y le dijeron que venían soldados en el techo; a pocos minutos oyó el ruido de las ruedas del coche. No hubo tiempo para huir, ni para organizar un ataque, ni pensar en nada. La diligencia fue saliendo del recodo del camino y presentándose delante de los enmascarados. Mateo venía dando una especie de lección a los soldados, aconsejándoles que no hiciesen resistencia; pero éstos, apenas divisaron a los bandidos cuando hicieron fuego con sus tercerolas, que ya tenían preparada en medio de sus piernas. Evaristo e Hilario hicieron fuego al mismo tiempo, y un minuto después los tres indios que estaban armados de los viejos fusiles dejaron ir los tiros sobre el costado del carruaje. Por un momento una nube de humo envolvió el repentino cuadro. Uno de los soldados cayó al suelo herido mortalmente; Mateo sintió un fuerte escozor en la oreja: la bala de la pistola de Hilario le había llevado un pedazo y rozado ligeramente el cuello. El sota, que vio apuntar a Hilario, le aplicó un bijarrazo en la cabeza que le hizo caer del caballo, y del centro de la diligencia brotó un clamor, un grito de dolor y una exclamación terrible: godam. Un inglés, director de la minas de Bolaños, resultó herido en un brazo, y la misma bala de los fusiles retacados de los indios había llevado la punta de la nariz a la esposa del inglés. Todo esto pasó en instantes, en un abrir y cerrar de ojos, como un relámpago. Mateo tronó el látigo, sin hacer ya caso de los gritos ni de los balazos que disparaban desde dentro de la diligencia otros dos mineros ingleses, y las mulas, asustadas y casi desbocadas, partieron como alma que llevan los diablos.

Cuando Evaristo mismo volvió de la sorpresa, porque sorpresa fue para él la llegada de la diligencia con soldados que desde que lo vieron le descerrajaron de balazos, vio al soldado moribundo en medio de un charco de sangre y a Hilario tirado al pie de su caballo, con los ojos cerrados y sin movimiento, a uno de los indios con la mano traspasada, seguramente por una bala de los ingleses, y a los otros escondidos con sus garrotes detrás de los árboles; lleno de furor por la muerte de su segundo, acabó con su espada de matar al soldado, que con voz casi extinguida le pedía misericordia; hizo que levantaran los indios a Hilario, todo descoyuntado y flojo como si fuese un maniquí de trapo, y se apresuró a internarse con él en el monte, ganar las carbonera y después el rancho, temiendo que viniese una escolta, como sucedió; pero llegó al galope tendido y con las espadas desenvainadas cuando todo había concluido y los bandidos estaban en sus madrigueras.

La noticia de este suceso, que se propagó en Puebla y en México con más rapidez que la de los operistas, puso en alarma a la capital, que ya iba olvidando a los cantantes; y en esta vez no fueron sólo cesaristas y albanistas y los jóvenes calaveras de moda los que armaron el ruido y el escándalo, sino el público y los extranjeros dedicados al comercio y a la minería. Los italianos, que eran de diferentes provincias, no tenían representante especial; pero los súbditos de S. M. británica sí tenían a su ministro, que estaba acostumbrado a que los ladrones respetaran y dejaran pasar cada mes su correo, sin más defensa que la bandera inglesa que en la varita de membrillo con que azotaba al caballo solía enarbolar Rafael Veraza cuando temía algún peligro.

Los ministros de Inglaterra, de Francia y de Prusia, sin pedir audiencia, se presentaron al ministro de Relaciones.

—Los atentados que se cometen diariamente en la República —dijeron al secretario de Estado mexicano, después de hacerle graciosas cortesías y de estrecharle afectuosamente la mano— han llamado fuertemente la atención de nuestros gobiernos, y no cumpliríamos con el deber que tenemos de mantener y estrechar las buenas relaciones que tenemos con este país si no manifestáramos el profundo disgusto que nos han causado los dos últimos asaltos a las diligencias, en los que han pasado escenas atroces, siendo violadas y robadas las artistas de la compañía de ópera italiana.

—Debo protestar, señor ministro —dijo el de Relaciones—, contra esos rumores, que son de todo punto inexactos. El señor conde de la Cortina, que ha tenido motivo de saber con exactitud lo que ha pasado, por medio del cochero, se ha acercado a este Ministerio a tranquilizarlo, y el gobierno de la República está seguro de que, en punto a violaciones y a ultrajes… no ha habido más que lo que…

—Yo espero de la cortesía y del buen criterio de Vuecencia —interrumpió el ministro de Francia— que el gobierno no dará más crédito a un cochero que a los ministros de las potencias amigas que están aquí presentes. La rectificación de una especie semejante daría motivo bastante para considerarla como una ofensa que es seguro que no tolerarán nuestros gobiernos.

El ministro mexicano, alarmado con el tono altanero del francés, explicó que no era al cochero a quien se le daba el crédito, sino al conde de la Cortina, que, amigo especial de algunas de las cantantes, había tomado de antemano medidas muy eficaces para que, en caso de asalto, fuesen bien tratados los pasajeros, como en efecto sucedió, y que él y su gobierno ni por un momento habían tenido la intención de ofender a los dignos representantes de las naciones amigas, con las cuales el gobierno de la República deseaba estrechar más y más sus cordiales relaciones.

El ministro francés, con estas explicaciones, se calmó, e hizo dos o tres inclinaciones amistosas desde su silla.

El inglés, a pesar de la tradicional gravedad británica, sonrió al oír la historia de las violaciones y ultrajes, que corría todavía de boca en boca. Él sabía la verdad, pues el conde de la Cortina se lo había contado todo; pero esta sonrisa fue momentánea y casi imperceptible, y volviendo a tomar su aire excesivamente grave, en tono acompasado y solemne dijo:

—Lo que no se puede negar es que en el último asalto ha habido balazos y ataques violentos; que tres súbditos de S. M. británica han sido heridos; que mistress Allen tiene un pedazo menos de nariz, y, aunque la herida no es de gravedad, quedará desfigurada, lo que es quizá peor que la muerte para una belleza inglesa. El gobierno de S. M. británica espera: primero, que los ladrones serán perseguidos, aprehendidos y castigados severamente, y, segundo, que se otorgará una indemnización conveniente por los daños y perjuicios que han sufrido los súbditos de S. M., que después de haber hecho enormes beneficios a México con sus trabajos en las minas, se retiraban pacíficamente a Inglaterra y a Irlanda.

Acabando esta arenga, dicha de una manera decisiva y que no admitía discusión, el ministro se levantó, saludó cortésmente a nuestro secretario de Relaciones y se dirigió a la puerta, donde le siguieron los demás, dejándolo atónito y persuadido de que el lance de Río Frío y el fragmento de narices de mistress Allen no dejaría de costar a la nación dos o trescientos mil pesos. Antes de dar cuenta al presidente de este importante acontecimiento, quiso oír la opinión y tomar el consejo del licenciado Bedolla. Lo mandó llamar, y estuvieron encerrados como dos horas. Lamparilla lo acompañó, pero no entró al gabinete del ministro, sino que se quedó en la antesala esperando; pero esto bastó para que se diese importancia y contase a sus amigos, cuando los encontraba en los juzgados, que el ministro de Relaciones le llamaba a cada momento para consultarle negocios de la más grande reserva e importancia.

Cuando el ministro de Relaciones, después de oír la opinión de Bedolla, subió a dar cuenta al presidente de la visita que había recibido de los embajadores, no sólo sabía con todos sus pormenores el suceso, sino desfigurado considerablemente. El inglés director de las minas de Bolaños estaba agonizando en Puebla, y mistress Allen en el mismo estado, con las narices enteramente perforadas. Don Anselmo le había escrito una carta diciéndole que los cocheros se negaban a hacer el viaje a Veracruz, ni aunque se les duplicara el sueldo, y en consecuencia tenía que suspender la carrera de las diligencias. Los periódicos de todos los partidos y colores, que tenía sobre la mesa, no hablaban de otra cosa que de la violación de las italianas y del asesinato de los ingleses; y el público, según sabía el presidente por relaciones verídicas de sus ayudantes, no se ocupaba de otra cosa y esperaba el remedio de él y nada más que de él, porque los jueces, con excepción de Bedolla, no servían para maldita la cosa; así, el ministro, que lo vio tan irritado, no se atrevió a decirle lo que verdaderamente había pasado, limitándose a referirle que, por ceremonia y por dar gusto al comercio, los ministros extranjeros lo habían visitado, pero que la entrevista había sido de las más cordiales y nada había que temer de las naciones amigas.

—Pronto, pronto acabará esta situación que tiene en alarma a todo el público —dijo el presiente cuando acabó de oír a su ministro—. Lo de las operistas me cayó en gracia, pues el conde de la Cortina me refirió lo que pasó realmente; pero esto de matar a los soldados y de herir a los pasajeros ya es grave y no lo sufriré. Yo me encargo de acabar con los ladrones; no necesitan los ministros poner circulares ni hacer excitativas a los gobernadores, que no hacen caso de ellas. Yo mismo dictaré las medidas que crea necesarias, y ya verá usted el resultado; los embajadores que han visitado a usted me visitarán a mí para darme las gracias. De pronto, es menester ahorcar a estos reos que condenó a muerte y aprehendió el licenciado Bedolla, único juez que conoce sus deberes, y ya tendremos con esto para que se entretenga el público y los ministros extranjeros, mientras surten efecto mis providencias. Sólo me falta que venga Baninelli de Guanajuato, y ya lo mandé llamar. Verán en México lo que es un gobierno enérgico. Conque, señor ministro, póngase usted de acuerdo con el de Justicia, y quedan ustedes encargados de que esos reos sean ahorcados antes de ocho días.

El ministro se quedó estupefacto con el acuerdo, pero no hubo remedio; de la presidencia se dirigió a ver a su compañero, se mandó buscar a Bedolla, que no tardó en llegar, y los tres personajes se encerraron para disponer la manera de que fuesen ahorcados antes de ocho días los reos que hacía meses y meses estaban olvidados en la cárcel de corte.

VI. El triunfo de Bedolla

Apenas había salido Evaristo del zaguán, cuando Cecilia conoció la falta tan grande que había cometido al estrecharle la mano como si fuese su amigo viejo o su amante; pero, sobre todo, en haber consentido en recibir las alhajas. Los relicarios y anillos oxidados, las perlas ensartadas en hebras de pita y con lazos de listón mugrientos, el conjunto todo oliendo a seno sudoso de mujer, le parecían evidentemente robadas; y se figuraba que los envoltorios de trapo negro que las contenían estaban ardiendo y le quemaban las manos; pero no había remedio, había cometido una debilidad de que se arrepentía. Y el recurso de salir y llamar a Evaristo era peor, pues de seguro se figuraría que ella lo buscaba de nuevo, y quién sabe a qué clase de libertades se podía entregar.

Ya hemos visto en los capítulos anteriores cómo esta debilidad de Cecilia salvó la vida y otras cosas más a las reinas del canto italiano, y sobre todo el honor de México, comprometido ante los extranjeros; pero ella, que ignoraba tan grandes cosas, tenía el títere pegado en la cabeza y no sabía qué hacer con aquellas prendas que, un día u otro, le podrían ocasionar un mal. ¿Contarle el caso a Lamparilla? Ni por pienso. Le armaría un escándalo; celoso como estaba desde el primer momento que vio al tornero a bordo de la canoa, creería a pie juntillas que estaba ya en relaciones amorosas, y perdería el apoyo de este buen amigo, por el que tenía, además, un sentimiento que se iba pareciendo mucho al amor. Decidió, pues, consultar con don Pedro Martín de Olañeta y aun entregarle los siniestros envoltoritos negros, y si Evaristo los reclamaba, ya se vería.

En efecto, uno de los días en que don Pedro Martín solía ir al puesto a escoger su fruta y conducirla él mismo a su casa en su paliacate, bamboleando acompasadamente su brazo derecho, con su bastón de puño de oro debajo del brazo izquierdo, Cecilia se esmeró en presentarle las mejores piezas; naranjas con la corteza de oro, mameyes rojos como el carmín, plátanos tiernos y aguacates que eran una mantequilla. Contento el viejo licenciado, amarraba con cuidado las puntas del pañuelo para que no se fuesen a caer, y mientras hacía este trabajo escuchaba las confidencias de Cecilia, que le fueron interesando más y más, hasta el grado que consintió en recibir las alhajas para examinarlas y guardarlas hasta que se las volviese a pedir. Una luz se había hecho en la oscuridad del proceso que tan defectuosamente instruyó Bedolla. El misterioso pasajero de la canoa, el tenaz enamorado de la frutera, era, a no dudarlo, el asesino de Tules y el capitán de los enmascarados de Río Frío, que tanto habían dado que decir en los últimos días.

Para un viejo criminalista como don Pedro, el encontrar un indicio, el escuchar un cuento sencillo que se relacionase con el descubrimiento de un criminal, el tener quizá una prueba en las manos, eran cosas tan importantes como para un anticuario encontrar un ídolo zapoteca de serpentina o una máscara de obsidiana; así, acabó de atar muy contento las puntas de su pañuelo, pues había quedado como enajenado y suspenso con la narración, guardó las alhajas en las profundas bolsas de su levita, tranquilizó a Cecilia con palabras cariñosas, y antes de entrar a su casa se fue al convento de San Bernardo a ver a Casilda. Hacía un mes que ni siquiera pasaba por allí y ya le parecía un siglo. Casilda no se hizo esperar y apareció en la portería, saludando a don Pedro con los ojos, con la boca, con la expresión de toda su fisonomía y, tomándole una mano, se la besó respetuosamente. Con la quietud, los buenos alimentos y el trabajo metódico del convento, los atractivos naturales de Casilda habían subido infinitamente de valor. Era una sorprendente belleza, y además, sus maneras dulces, la fuerza de sus brazos para el trabajo, su habilidad para la cocina, y especialmente para los pasteles y postres, le habían granjeado el cariño, no sólo de la religiosa a cuyo cargo estaba sino de toda la comunidad. Casilda, concluidas sus obligaciones diarias del aseo de la celda y costura, se dedicaba a hacer camotitos, que rivalizaban con los de Puebla, y las famosas empanadas de San Bernardo, que se servían diariamente en la mesa de las casas aristócratas y solariegas de México.

De todo eso platicó don Pedro Martín con Casilda y las religiosas torneras; concluyó por regalarles su pañuelo de la excelente fruta de Cecilia y recibir en compensación media docena de las sabrosas empanadas y cuatro platitos de postre, que en una curiosa cesta adornada de listones rojos, con su limpia servilleta, se encargó de conducir a su casa una de tantas mandaderas que están en las porterías de los conventos. La fruta fue reemplazada en el camino por otra, aunque menos buena.

Nunca las hermanas habían visto a don Pedro de más buen humor; les parecía que se había remozado y que tenía dieciséis años menos. Al sentarse a la mesa recibió una carta que un criado había dejado dos horas antes. Era del marqués de Valle Alegre, en la que le refería la espléndida recepción que le había hecho el conde, la belleza todavía maravillosa de Mariana, lo de los trescientos mil pesos que recibiría de dote, y que estaban depositados en la Casa de Moneda, y, por último, su próximo casamiento y su inmediato regreso a la capital.

Llena el alma de don Pedro Martín de esa alegría que producen los pensamientos amorosos y las esperanzas más o menos lejanas de realizarlos, tomó su café, fumó su cigarro y después pasó a su recámara a echar un pisto como acostumbraba; pero más que todo, a reconstituir con la imaginación la escena que tanta impresión le hizo: no tenía más que cerrar los ojos para ver de nuevo el busto desnudo y opulento de Casilda, engastado en el rico cortinaje carmesí del balcón.

Ese día, sin saber por qué, le había parecido Casilda no sólo más hermosa, sino más seductora. Con el aire modesto y las miradas apacibles, las sonrisas plácidas y las maneras de gente fina que había adquirido con su residencia en el convento, le parecía otra mujer nueva; la posibilidad de que poco a poco se acercase Casilda a la esfera en que vivía le halagaba mucho, y se formaba la ilusión de que un día pudiese decir:

—Casilda es como mis hermanas; iguales maneras, las mismas frases en la conversación, la misma discreción y la misma modestia en el vestir. Diré que es una sobrina que vivía en Zacatecas o en cualquier parte; nadie sabrá su historia y será mi mujer.

Se comprende muy bien el interés con que escuchó las aventuras de Cecilia, pues que lo conducían a descubrir que el capitán de los bandidos era el asesino de Tules; y una vez aprehendido, juzgado y castigado, Casilda quedaba libre de ese perseguidor, cuyo solo nombre le causaba terror y cuyo recuerdo la atormentaba y la ponía triste.

Contento, arrullado así en su cómodo lecho, cerraba los ojos, hasta que se apoderó de él ese agradable sopor que precede al momento en que va a venir un sueño tranquilo y a perderse la conciencia de la vida real.

Destemplados gritos en la calle de muchachos, mujeres y ciegos que voceaban un papel, lo volvieron a la realidad de la vida.

—¡El Diario de los Ahorcados! ¡Relación de los horrorosos crímenes cometidos en la Estampa de Regina!

Y repetían continuamente estos gritos, que se alejaban para dejarse oír otros de los nuevos papeleros que venían de otras calles.

Don Pedro se levantó incómodo, bajó de la cama y tocó la campanilla para que la criada o el portero le comprasen los impresos, y unos pocos minutos después los tenía ya en la mano.

—Son seguramente los reos que ha juzgado Bedolla —se dijo don Pedro Martín—. No pueden ser otros. Ha llegado para mí lo que se llama un caso de conciencia. ¡Y pensar que si por una desgracia hubiese caído Casilda en manos de ese salvaje estaría también sentenciada a muerte!

Se paseó agitado por la recámara, pero al fin se sentó en su sillón y se puso los anteojos.

—Tengamos calma, leamos, y ya reflexionaré lo que debo hacer.

Los papeles eran de una imprenta anónima, con unos caracteres de letra ininteligibles y un pésimo grabado en plomo, que representaba dos hombres y dos mujeres sentados en unos banquitos y el verdugo apretándoles la mascada. Don Pedro, instintivamente, quiso borrar con el dedo las figuras que estaban en el encabezamiento del proceso popular, hizo un gesto y comenzó a leer:


Vamos, a fuer de patriotas y de buenos mexicanos, a imponer al respetable público de los crímenes cometidos en la Estampa de Regina, ese antro negro y profundo de la maldad inspirada seguramente por el demonio; pero la Providencia, que nunca deja sin castigo al criminal por más que se esconda, hizo que viniese a tener en las manos la balanza de la justicia un juez integérrimo, justiciero, el licenciado don Crisanto de Bedolla y Rangel, quien gracias a su actividad descubrió el crimen, y los reos, convictos y confesos, van a satisfacer a la vindicta pública.

Para que el público conozca a estos criminales, a la vez que desgraciados, comenzamos por la más culpable.

Jacinta (alias Tijerina)…
 

Don Pedro, temblándole las manos, recorrió rápidamente el papel, temiendo encontrarse con los nombres de Casilda y de Juan. Afortunadamente, el autor anónimo del Diario de los Ahorcados no se había ocupado de ellos.

—¡Gracias a Dios! —dijo don Pedro Martín suspirando, y continuó su lectura.


Jacinta (alias Tijerina), de cuarenta y cinco años de edad, pelo negro y abundante, ojos garzos, nariz y boca grandes; con todo y esto, se conoce que en su temprana edad no sería fea. Esta infame mujer se casó con un honrado carpintero; el matrimonio tuvo tres hijos, a los que abandonó, lo mismo que al marido, robándole un poco de dinero que había ahorrado y largándose con un arriero. Cuando el arriero se cansó de ella, le dio una paliza y la echó. Entonces ella, sin pizca de vergüenza, volvió a jirimiquiarle al marido, que tuvo la flaqueza de recibirla; pero le dio tan mala vida, que se la quitó a pesadumbres, y volvió a abandonar a sus hijos, que recogió el hospicio. Con el pretexto de ser lavandera, se mudó a la casa del Tornito, donde entabló relaciones ilícitas con un tal Evaristo, de oficio tornero, que vivía en el cuarto principal; pero como este Evaristo dizque era casado con una muchacha bonita que pasaba por hija natural de un conde muy rico que la protegía y le regalaba anillos de oro y otras cosas, la Tijerina y el tornero se confabularon para deshacerse de ella y robarla, como se dirá más abajo.

María Ágata Mendoza (alias La Gatita). Mujer ya como de treinta años, chaparrita, delgada, medio bonitilla y muy zalamera; pero con un alma de demonio. Ya se le había averiguado que se metía en las familias, inventaba chismes y descomponía los matrimonios para quedarse con el marido, con el hermano o con el hijo. Estuvo cinco meses en las Arrecogidas por robo de unos cubiertos de plata en una casa donde se metió de cocinera. Con el pretexto de ser cocinera de casa grande vino a vivir a la casa de Regina. Dizque era casada con un barretero que se iba a trabajar a las minas de Real del Monte, que no venía más que cada mes y le traía polvo de plata envuelto en unos trapitos, y los dos iban a venderlo a los plateros de la Alcaicería; pero luego que se mudó el tal Evaristo al cuarto principal, el barretero desapareció. Se decía que entre Evaristo y ella lo habían matado y enterrado debajo de las vigas, lo que es creíble, pues todavía cuando entra uno al cuarto jiede muy feo. Para no cansar al lector con la relación de los crímenes de esta mujer, diremos que resultó también querida del tal Evaristo, y ella y Jacinta vivían a pierna suelta y se iban a pasear y a emborracharse los lunes a costa de la mujer legítima. En cuando a genio, lo tenía lo mismo que La Tijerina, endemoniado, pero hipócrita; parecía que no sabía quebrar un plato, y por eso en la vecindad le pusieron La Gatita. Fue también cómplice, pues ayudó a matar a la hija natural del conde y a robar las prendas que tenía.

Tiburcio (alias Tejidor), de cuarenta y cinco años, dizque de oficio sastre, casado y enfermo, con siete hijos, su cuñada, su mujer y su tía. En realidad, éste no era más que un vago, pues la mujer y la cuñada, lavando y cosiendo ajeno, lo mantenían. Por escandaloso en las pulquerías ha entrado y salido seis veces a la cárcel, era el compañero inseparable del tornero, y los dos no dejaban de hacer San Lunes, ya en la Viga, ya en Santa Anita.

Mauro (alias El Pedrero), peor de borracho, de maleta y de pleitista que el anterior. Ése también era casado, echó a sus hijos a la calle, y se vino a vivir con su amasia al cuarto número 7 de la casa de la Estampa de Regina. La amasia del Pedrero y la mujer de Evaristo chocaron un día en el baño por cuestión de una piedra para lavar la ropa, se hicieron de razones, se agarraron de los cabellos, y la mujer de Evaristo, que pudo más, la arañó, le mordió las narices y la puso al parto. El Pedrero no quiso decir nada a Evaristo porque le tuvo miedo; pero le cogió una tirria a la rota hija del conde, y juró vengarse; de aquí vino que dos meses después ayudase al asesinato.

Los otros dos sujetos que se han mentado, uno después de otro, son de grande talla, feos, de cabezas mechudas, echadores y baladrones, prietos ellos, y merecen bien la horca a que los ha sentenciado el señor juez Bedolla, por perversos y asesinos.

Vamos ahora a referir el crimen tal como lo vieron sujetos verídicos y dignos de toda creencia. Toda la semana hubo las Posadas en la maldecida casa de la Estampa de Regina. La Nochebuena, muchos escándalos, cohetes, obleas y gritos de los muchachos de las casas vecinas, que se juntaron; de modo que hasta el alcalde del barrio tuvo que ir a que cerraran la puerta, amenazándolos con que los llevaría a la cárcel si no se contenían; pero eso no fue nada, en la Pascua fue lo mejor.

El domingo, cosa de las once de la mañana, salió Evaristo de la casa, acompañado del Tejidor y del Pedrero, y se fueron abrazados como compas a la pulquería de Los Pelos; allí bailaron, bebieron, y regresaron a la casa de la Estampa de Regina medio borrachos; mandaron traer tepache y aguardiente, comenzaron a cantar versos obscenos y abrazar y pellizcar a La Gatita y a la Tijerina. La mujer de Evaristo, naturalmente, no lo pudo soportar, y se les fue encima a mordidas y a los araños a las dos amasias del tornero. Aquí fue Troya. Las otras vecinas, especialmente doña Rafaela, la que hace las jaleas y los ates de mamey, y a quien todos respetan, los puso en paz. La casera, que ha sido la principal encubridora del crimen, cerró su puerta y apagó el cabo de sebo que ardía en el farol, y todo pareció quedar en paz y en silencio. No fue así. El tornero, con sus amigos, se encerraron en el cuarto de La Gatita y allí resolvieron matar a doña Tules. Entró el marido por delante y le buscó pleito, insultándola y diciéndole cosas para que ella saltara las trancas, como en efecto sucedió, pues le tiró una bofetada y le lastimó un ojo; entonces el tornero, de un revés la tiró al suelo, entraron los otros como montoneros, se apoderaron de la Tules, la desnudaron, la amarraron a un banco, y ya uno le da un picotón con una lezna, ya otro con una sierra comienza a cortarle un brazo, ya el marido quería con un formón hacerle un dibujo en una pierna…
 

Don Pedro Martín no pudo aguantar más, estrujó el papelucho y lo tiró al suelo.

—¡Qué horrores, qué infamias, qué calumnias y qué mentiras para sacar el dinero al público! Con razón es una imprenta anónima. Ningún impresor, por malo y ramplón que fuese, podía poner su nombre al pie de ese escrito lleno de disparates y de mentiras del principio al fin; pero lo terrible de todo esto es que, en efecto, esos supuestos reos van a ser sacrificados. El peso de la opinión pública y —a causa de los últimos robos y de la autoridad del gobierno— los magistrados, sin acabar quizá de leer una causa tan complicada de intento y tan irregular, han confirmado la sentencia inicua de Bedolla.

Era ya tarde, nada se podía hacer; así, don Pedro Martín se propuso obrar con actividad al día siguiente. La noche fue para él larga e inquieta. Al dormirse, y aun durmiendo, se le figuraba que leía el disparatado papelucho y que, creídas por el público ligero e ignorante cuantas mentiras decía, le sería difícil obtener la gracia del indulto que estaba decidido a implorar del presidente de la República. Levantóse agitado y hasta calenturiento; luego que fue hora salió a la calle, proponiéndose ver y hablar con esas infelices gentes que iban a entrar en capilla, y después dirigirse al palacio, ver al presidente y pedirle la gracia, aun cuando el magistrado antiguo, orgulloso y lleno de dignidad, tuviese que ponerse de rodillas.

Cuando llegó don Pedro Martín a la cárcel de Corte, encontró una multitud de gente curiosa, que creía que ya iban a salir los reos a la horca y se aglomeraba a la puerta, dándose empujones e injuriándose, y entre estas gentes se hallaban los amigos y parientes de los que iban a ser ajusticiados, derramando lágrimas y exhalando dolorosos lamentos.

—¡Mentiras, mentiras infames las que dice ese papel que gritan los muchachos! Mi hermana Jacinta no era capaz de matar a nadie. Se quitó de cocinera por no matar las gallinas, y tomó el oficio de lavandera. Siempre ha sido buena mujer y buena madre, y ha trabajado hasta reventar por mantener y educar a sus hijos. Su desgracia la llevó a esa maldita casa de la Estampa de Regina donde se cometió el crimen; pero todo el mundo sabe quién fue, menos el juez, que ha condenado a mi pobre hermana Jacinta. ¡Ay! ¡Ay, Dios mío! Esto es imposible, es una injusticia, es un horror, y no hay ni a quién ver, ni a quién rogar. ¡Cómo son malos y crueles estos jueces! ¡Dios los ha de castigar, porque dejan pasearse en la calle a los asesinos y matan a los inocentes! Todos saben que el tornero, que era un balandrón, mató a su mujer en una borrachera, y el muchacho aprendiz escapó por milagro. Doña Rafaela, la que hace las jaleas, lo sabe bien; lo ha dicho, pero no le han hecho caso.

Esta relación, interrumpida a cada momento por sollozos, gritos y lágrimas, la hacía la infeliz hermana de Jacinta a la multitud agrupada, que aumentaba cada vez más; y unos creían que era la verdad, que bastante se probaba con tan ciertos lamentos, mientras que otros creían como un evangelio los horrores que refería el Diario de los Ahorcados, y decían:

—No hay que hacer caso de lágrimas de viejas. Que los ahorquen a lo dos, asesinos y ladrones que no dejan que salga uno seguro después de las diez de la noche. Jueces como el licenciado Bedolla necesitamos; que se amarren los calzones y que no se dejen seducir ni por lágrimas de las viejas ni por las risas de las muchachas; pues que cometieron el crimen, que lo paguen.

Y como respondiendo a esto, los sollozos y las protestas de los parientes y amigos eran más fuertes y más repetidos, hasta el grado que los guardas municipales tuvieron que amenazar y dispersar a la gente.

Don Pedro Martín sacó del bolsillo el paliacate en que conducía la fruta, se limpió los ojos y logró llegar, no sin mucha dificultad, a la puerta de la cárcel. Luego que lo reconocieron los dependientes, le abrieron paso y le facilitaron la entrada. Don Pedro Martín, que tantos años había sido juez de letras, era conocido y respetado de todo ese mundo judicial empleado en los juzgados, en las cárceles y en los presidios. A muchos los había colocado, otros habían estado a su servicio inmediato, y su fama de letrado muy sabio y de juez incorruptible y recto, le había granjeado la consideración general y aun la de personas que sólo lo conocían de nombre. Para los empleados de la cárcel, Bedolla era un advenedizo ignorante, un ranchero con ribetes de cortesano, y apenas daba la vuelta cuando se burlaban de él; cualquiera de los escribientes y tinterillos sabía más que él en materia criminal. Todos decían a voz en cuello, y no importándoles un pito que lo supiese Bedolla, que la causa estaba muy mal formada; que había declaraciones falsas; que el secretario, fiado en que los supuestos reos no sabían leer ni escribir, había puesto lo que le había dado la gana para sacarlos convictos y confesos; que todo esto no era más que una maniobra para que Bedolla, que era un aspirante y un ambicioso, se acreditara como un magistrado superior en saber y en energía a don Pedro Martín, que le había precedido, pero que no era digno ni siquiera de ser su pasante. Bedolla, por su petulancia y su orgullo, cuando se trataba de subalternos y de gente pobre, era generalmente odiado de los curiales, mientras los supuestos reos, condenados y pudriéndose meses y meses en la cárcel, tenían simpatías de todo el que, por el acento de verdad con que hablaban y contaban lo que sabían del asesinato de Tules, quedaban en el acto convencidos de su inocencia.

Luego que Bedolla recibió con los autos la confirmación de su sentencia, tan a propósito para satisfacer a la vindicta pública, contentar al respetable público que de cualquier manera quería cuando menos un ahorcado, y, sobre todo, que los extranjeros dijeran que éramos un pueblo civilizado y digno de figurar en el catálogo de las naciones, mandó llamar a su condiscípulo Lamparilla.

—Yo mismo —le dijo en cuanto lo vio—, rebajando mi dignidad, pues no soy como esos viejos abogados que tienen la despreocupación de venir cargando su pañuelo de fruta, he escogido un guajolote y ordenado a tu amiga y favorita Cecilia que el jueves mande a casa la mejor fruta. Tendremos un buen almuerzo: mole de guajolote, chiles rellenos y lo demás que se pueda.

—No comprendo —le dijo Lamparilla— ni sé por qué…

—¿Dónde se te ha ido el talento, Crisanto? No ves… —y le mostraba los autos—. La sentencia en la célebre causa de Evaristo el tornero ha sido confirmada. Los reos entran mañana en capilla; nuestro triunfo es completo; el Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos es ya mío, y de ahí… ¡quién sabe!… La Presidencia de la República está cerca… No siempre han de ser soldados los que manden y dominen a este infeliz país… Es necesario acabar con el cesarismo.

Se restregó las manos y mandó poner a los reos en capilla, con orden estricta de que estuviesen incomunicados, menos para el confesor. Temía que sus palabras de verdad, que demostraban su inocencia, hiciesen ánimo en algunos y con esto se dudase de la justicia con que los había condenado.

Pero las órdenes de incomunicación no podían en ningún caso referirse a don Pedro Martín, que entraba y salía por las oficinas y juzgados y por las cárceles como magistrado que dominaba con sólo su presencia hasta la misma Suprema Corte de Justicia; así que, apenas indicó sus deseos, fue conducido a la pieza donde estaban las dos desgraciadas mujeres. Antes le informaron que todo ese papelucho que tenía por título el Diario de los Ahorcados era obra de un endiablado tinterillo, que ganaba mucho dinero escribiendo y publicando a cada momento anónimos con cuantas noticias podían alarmar al público, y que había semanas que, entre él y el impresor, ganaban más de sesenta pesos.

Los supuestos reos condenados por Bedolla, y todavía calumniados por el papelucho anónimo, eran gentes pobres, pero sencillas y honradas, que vivían de su trabajo, no habían cometido ningún delito, no tenían antecedentes para haber merecido y ser conocidos con sobrenombres.

Jacinta Tejerina, María Ágata Mendoza, Tiburcio Tejidor y Mauro Pedraza, así se llamaban, y de su apellido había el tinterillo forjado el alias que se aplica a los malvados y ladrones.

Aun cuando no se les había notificado la sentencia, ya sabían la noticia, que los mismos carceleros les habían dado con todas las precauciones y miramientos que se usan en tales casos; pero al fin tuvieron que saber la triste realidad. Confiados en su inocencia, habían soportado con cierta resignación los horrores de la prisión, con la esperanza de que el día menos pensado se les abrirían las puertas, así es que la confirmación de su sentencia de muerte les cayó como una verdadera cuchillada en el cuello.

Jacinta, luego que entre las palabras equívocas que le decían se convenció de que no había ya remedio ni esperanza, y que dentro de tres días debería ser ahorcada, cayó sin sentido, y cuando al cabo de diez horas volvió en sí, una calentura ardiente la devoraba.

Ágata prorrumpió en gritos desgarradores, que terminaban en convulsiones nerviosas. Era todavía joven, dejaba tres hijos de corta edad y no quería salir de este mundo por malo que fuese. Acostumbrados los dependientes de la cárcel a las lágrimas, a las miserias y a los crímenes de tantos reos, no fueron, sin embargo, indiferentes a la suerte de las pobres mujeres, y les prodigaron cuantas atenciones eran posibles; pero, se supone, todo era ineficaz. Es imposible tranquilizar ni persuadir a la conformidad al que va a morir en medio de la plenitud de su vida, y, sobre todo, víctima de la ligereza y de la vanidad de un juez ignorante.

Doña Rafaela la dulcera, que como se ha visto, y debido a su indiferencia y firmeza no cayó en las garras de Bedolla y quedó de casera, había sido siempre huraña y hasta grosera con los vecinos. Permanecía siempre sola y ocupada en su cuarto, preparando su fruta para las conservas y haciendo sus postres de coco y de almendra; cuando salía y entraba apenas les bajaba la cabeza y decía entre dientes algunas palabras, que más parecían gruñido de enojo que no saludo de cariño; pero desde el momento en que fueron declaradas bien presas no cesó de ir casi diariamente a la cárcel y visitarlas, y cuando supo que para mantener a sus hijos y parientes, y para proporcionar se mejores alimentos que los inmundos que les solía dar el contratista de cárceles, habían empeñado y vendido hasta su camisa y agotado sus recursos, sin hacer alarde y sin decirlo a nadie separaba diariamente la mitad de lo que le producía su trabajo y lo distribuía entre los presos y sus familias, y cada vez que iba con su semblante serio y su hablar lacónico y seco, se les figuraba a los pobres presos que veían a una madre, como al único ser que se interesaba y se acercaba a consolarlos en las tinieblas de la prisión.

Cuando don Pedro Martín llegó al cuarto donde estaban las dos mujeres, se hallaba allí también doña Rafaela la dulcera, a quien Bedolla, por un rasgo de generosidad, había permitido la entrada libre.

—Viene a visitar a ustedes —les dijo el director o jefe de la cárcel— el señor licenciado don Pedro Martín, que es juez de letras.

Al oír ese nombre, Jacinta escondió su cabeza entre el rebozo y Ágata exhaló un grito nervioso.

—No, no soy juez, desgraciadamente para ustedes, que no estarían en este amargo trance —dijo don Pedro Martín—, sino un hombre que viene a visitarlas y a procurar hacer cuanto sea posible para salvarlas.

Jacinta descubrió su cara, enclavijó las manos, dirigió al viejo abogado una mirada, y de esos ojos moribundos y casi apagados bajaron dos lágrimas que decían lo que no podía expresar su boca.

Ágata exclamó con un grito doloroso, queriendo arrojarse a los pies de don Pedro:

—¡Por Cristo y Señor Sacramentado que somos inocentes, y nos van a matar dejando en la orfandad y el hambre a nuestros hijos!

Un torrente de lágrimas y de gemidos querían ahogar a la infeliz y no le dejaban decir más.

Don Pedro Martín se hizo fuerte y les contestó:

—No hay que perder la esperanza; calma, calma, ya veremos lo que se hace; bastante sé que son inocentes; el presidente tiene buen corazón. Cuando les notifiquen la sentencia, apelen al recurso de indulto. Yo arreglaré esto; voy a trabajar sin descanso.

Pero diciendo esto y algunas cosas entre dientes tuvo que apelar al paliacate, que por cierto no lo retiró seco de sus ojos.

VII. Los reos de muerte

Don Pedro Martín de Olañeta fue conducido por el jefe de la prisión al separo donde estaban los dos supuestos cómplices de Evaristo. Era una pieza inmunda, con una luz dudosa que le venía por un tragaluz de vidrios verdosos, tan llenos de polvo que, como si fuesen una gruesa nube, interrumpían su camino al sol. Olores de cuanto tiene de desagradable y de sobrante la naturaleza humana, mezclados con humedad y humo, que sin duda venía de alguna cocina, hicieron que el viejo abogado pasase su paliacate de los ojos a la nariz. En un rincón, sobre una tarima, había acostada una figura siniestra, y otra en el otro, sentada en una silla, ya negra de grasa. Eran los dos condenados a muerte, a quienes se condujo allí mientras se les notificaba su sentencia y entraban en capilla.

Don Pedro Martín pidió una luz, porque, entrando de la claridad al patio, no veía más que sombras y borrones. Con la débil y amarillosa llamita de una vela de sebo, que no tardó en traer uno de los presos de confianza que servía de mozo, pudo observar el calabozo y los que lo habitaban.

El uno era gordo, chaparro, casi cuadrado; el otro, alto, muy flaco. Con los mismos alimentos, con los mismos pesares, respirando el mismo ambiente, el uno engordó monstruosamente, mientras el otro había perdido toda su carne y no tenía más que el pellejo y los huesos, lo que se podía notar, porque cuando vio a don Pedro Martín, a quien conocía de vista y de reputación, se levantó, alzó los ojos al cielo y se le figuró que lo venía a salvar. Los dos tenían el pelo crecido, alborotado y erizo; los dos vestían ya andrajos con la mugre y el sudor… Con sólo verlos, don Pedro Martín tuvo que pasar otra vez su paliacate de las narices a los ojos.

Los dos quisieron hablar, pero no pudieron. Don Pedro comprendió cuánto tenían aquellos pechos de rabia, de encono y de despecho contra la sociedad que así los trataba, y contra Bedolla, que los había condenado a la infamia y a la muerte. Se hubieran ahogado, si estos sentimientos juntos hubiera sido posible que saliesen a un tiempo, traduciéndose por las articulaciones del idioma.

—Lo sé, lo sé todo, por una de esas casualidades raras que parecen milagros —le dijo don Pedro en voz muy suave e insinuante—. Persuadido de que vosotros y las pobres mujeres que acabo de dejar sois inocentes, vengo a aconsejaros que cuando os notifiquen la sentencia, apeléis al recurso de indulto, y yo os prometo hacer cuanto sea posible en lo humano, para salva ros. Nada seguro os puedo prometer; pero, al menos, os traigo algún consuelo y una esperanza, aunque remota.

Al oír entre tinieblas esa voz suave y amiga, que venía como a reforzar el hilo de su vida, casi roto, el hombre gordo se agitó como una masa informe en la silla y cayó abrazando las rodillas del licenciado; el otro, que estaba más lejos en la tarima, alzó dos veces sus flacos brazos, como dos aspas de molino y se dejó caer sin fuerzas en la tarima sin poder acercarse al benefactor que repentinamente se les presentaba.

Un momento de silencio solemne. Reos, abogado, mozo y jefe de prisión permanecieron mudos como unas estatuas en aquellas tinieblas mefíticas.

—Nos encuentra usted con vida aquí, señor licenciado —dijo el de los largos brazos con una voz ahuecada por la tisis—, porque Dios es grande, y le he pedido me la conserve para vengarme y por mis pobres hijos. Tengo tres, y todos pequeños. No sabe usted lo que ha hecho mi mujer para vivir, sostenerlos y sostenerme a mí en esta cárcel. Por fortuna estaba en casa de una parienta suya cuando nos cayó la tropa, que si no, aquí estaría también, y condenada a muerte como yo. Como no siempre hay trabajo para los pobres, hoy empeña una prenda, mañana otra, hasta que ha acabado con todo. La última vez que vino a verme ya no tenía más que las enaguas y su rebozo pegado al cuerpo. Estaban para echarla del cuarto; y lo que me puede más es que ya no me habló de mi hijo el más chico. Estaba enfermo y no había para el médico, ni para la botica, y me late que ya se murió y estará tirado en un petate, pues no tendrá con qué enterrarlo. Ya estaría aquí si no fuese por eso; pero Dios es grande y quizá me guardará la vida para vengarme. Si escapo, juro por la Virgen de Guadalupe que he de beber hasta la última gota de la sangre de ese juez Bedolla, que ha condenado a los inocentes, dejando al culpable, que se estará paseando tal vez en las calles.

Con esfuerzo pudo acabar de decir las últimas palabras, alzó de nuevo los largos brazos agitándolos como aspas de molino, y se dejó caer en la tarima, fatigado de este supremo esfuerzo.

Don Pedro pensó que una de las mujeres que lanzaba en la puerta de la calle dolorosos gritos era la del desgraciado preso, y que el hijo enfermo no existiría ya.

—¡Con cuánta razón —dijo para sí— desea este hombre vivir para vengarse!

Pero al momento le vino la reacción de sus sentimientos cristianos, y dijo recio, con cuanta energía pudo:

—No, no hay que tener esos propósitos siniestros; el juez podrá haberse equivocado, la causa no estará bien instruida; pero de seguro, si estuviese persuadido, como yo, de que el único culpable es el tornero, no los habría condenado. Los jueces tenemos que ser severos y a veces crueles; y si persisten ustedes en ideas de sangre y de asesinato, yo, de veras, no me encargaré de salvarlos.

El preso flaco volvió a levantar sus flacos brazos y los dejó caer de nuevo, sin poder hablar, porque la fatiga se lo impedía; pero el preso gordo dijo:

—La verdad, señor licenciado, lo mismo he pensado yo; pero no tuve valor para decírselo. El pobre de mi compañero de cárcel tiene mujer e hijos, y yo tengo a Vicenta. Íbamos a casamos, y esperaba yo hacer unos poquitos de reales en un puesto de chicharrón y tocinería que tenía en la plaza, cuando vino la desgracia. Usted no puede saber lo que ha hecho Vicenta y cómo se ha portado en todo el tiempo que he estado preso. No me ha faltado ni el almuerzo, ni la cena, ni el traguito de aguardiente a que estaba yo acostumbrado a las once. Ella se ha dado maña para todo; pero días y días, semanas y semanas, y lo mismo. Venían señores y licenciados de tiempo en tiempo, dizque a defendernos y no sé con qué otros motivos, y nos prometían la libertad, y nada, ni volvían; y Vicenta, de tanto trabajar, de tanto llorar, de no comer a veces, pues lo poco que conseguía era para mí, cayó enferma y está en el hospital.

Y al decir esto se le escapó un sollozo que quiso reprimir, y las palabras se le anudaron en la garganta.

—Bien, bien —dijo don Pedro Martín, que ya no podía soportar más esta escena, y se ahogaba con la atmósfera viciada del calabozo—. Ya les he dicho que no descansaré hasta que consiga la gracia del presidente; pero no hay que pensar en venganzas ni en tonterías, porque entonces me veré obligado a abandonarlos.

Los presos no podían menos que obedecerle, y le prometieron que si lograban escapar de la muerte y recobrar su libertad no atentarían contra la vida de Bedolla.

Don Pedro salió de la prisión no sólo preocupado, sino casi enfermo a consecuencia de la impresión que le hicieron las escenas que acabamos de referir, que para él no eran nuevas, y más terribles las había presenciado en la cárcel y en su juzgado en los muchos años que había ejercido la magistratura; pero en este caso entraban por mucho las afecciones que tenía por Casilda y por Juan, y el convencimiento íntimo de la inocencia de los que próximamente iban a ser castigados con la pena de muerte.

Sin embargo, en vez de retirarse a su casa, tomar alguna medicina y reposar un par de horas, hizo un acto de energía y se dirigió a Palacio, decidido a no salir de allí hasta no ver al presidente y obtener el perdón de los su puestos cómplices de Evaristo.

—No merecía Bedolla lo que he hecho por él —iba diciendo en voz que hubiera oído cualquiera que hubiera pasado a cuatro pasos de distancia, al mismo tiempo que poco a poco subía las pesadas escaleras de Palacio—. Pero he cumplido con un deber calmando la justa ira de esos hombres despechados y martirizados con cuantos infortunios y dolores tiene la vida humana; que lo sepa o no Bedolla, poco me importa…

—Pensando en mí seguramente venía mi respetable compañero y amigo, pues he creído oír mi nombre en sus labios. Mi sabio compañero, sin duda, tiene la maña de hablar solo como yo. La mayor parte de los hombres estudiosos hacemos lo mismo.

Era Bedolla en persona el que pronunciaba estas palabras, y tendía la mano con fingido afecto al viejo licenciado, que no dejó de sorprenderse con ese brusco encuentro. Bedolla salía de los ministerios, descendía las escaleras e iba precisamente a la cárcel a dar las disposiciones necesarias para que se llenaran los requisitos y formalidades de la ley, y los usos y costumbres carceleros que preceden a las ejecuciones de justicia, de las que tendremos que ocuparnos más adelante con detenimiento.

—Estamos de enhorabuena —continuó Bedolla—, o, mejor dicho, la sociedad de México. Por fin los reos del horroroso crimen de la casa de la Estampa de Regina van a ser castigados. Usted, compañero, conoce esa curiosa y complicada causa, más célebre ella sola que todas las causas célebres francesas, y convendrá usted en que los magistrados (cuyo saber respeto) han andado demasiado lentos, y ha sido necesario que la opinión pública y los horribles asesinatos de los bandidos de Río Frío, que han hasta mutilado a una hermosa y respetable inglesa, los obliguen a confirmar mi sentencia, y ahora sí no hay remedio ni escapatoria. El defensor apeló al recurso de indulto; pero el presidente está resuelto a negárselo y a no ceder ni a ruegos ni a lágrimas. La ley, nada más que la ley.

Don Pedro Martín soltó la mano que Bedolla había tenido entre las suyas durante esta peroración, se lo quedó mirando con un aire terrible y acabó lentamente de subir la gran escalera.

—¡Viejo loco y maniático! —dijo Bedolla bajando de prisa—. ¡Qué mosca le habrá picado! Envidia, sin duda, porque no fue él quien instruyó esta causa. En toda su vida hubiese podido descubrir a los asesinos.

Don Pedro entró a los salones de la presidencia, y, en efecto, lo que se llama la opinión pública estaba exaltada y necesitaba para calmarse una víctima. El presidente mismo estaba, hasta cierto punto, comprometido a usar de una energía extraordinaria para que los extranjeros no dijesen que en México se asaltaba y se asesinaba a los ingleses, italianos y franceses, y los criminales gozaban de la más completa impunidad.

Esperó más de una hora en la antesala, llena de gentes de todas las clases de la sociedad que iban a sus negocios, y que, en lo general, se ocupaban del asunto del día, no cansándose de elogiar a Bedolla.

—Juez como éste necesitamos —decían—. Ése va recto, no se deja ni enternecer, ni cohechar. Para él las faldas y el dinero es lo mismo que nada.

Don Pedro Martín, indignado, descorazonado, casi insultado, pues muchos de los que decían esto en voz alta lo conocían y sabían que había sido juez, se levantó para retirarse; llegaba a la puerta cuando encontró en ella a uno de los ayudantes, joven de muchas relaciones en la sociedad de México, medio pariente del marqués de Valle Alegre, y que no sólo lo conocía, sino que le estaba muy agradecido porque lo había servido en una cuestión de intereses con un montero.

—Supongo que ya vio usted al presidente —le dijo el joven coronel, saludándolo afectuosamente.

—Vine a eso, y me retiraba para volver en la noche. Hay mucha gente, y no he podido ni aun hablar al ayudante de guardia —le contestó don Pedro.

—Verá usted al presidente en el acto —le contestó el ayudante—. Personas como usted no deben hacer antesala.

Lo tomó del brazo, lo condujo por un corredor hasta una puerta excusada, que abrió con una llave que traía en el bolsillo, lo dejó sentado en un lujoso gabinete, y diez minutos después fue el presidente mismo quien entró adonde estaba don Pedro.

—Cuánto lo siento, señor don Pedro —le dijo el presidente—, que haya usted permanecido más de una hora en la antesala. No lo sabía, y para otra vez, hágame favor de prevenirme la visita el día anterior por una carta, y en el acto será recibido; para personas como usted, el Palacio y la Presidencia no tienen puertas.

—Señor presidente —dijo don Pedro levantándose e inclinándose respetuosamente—, si tanta bondad y consideración se extiende a lo que quizá temerariamente vengo a pedirle, mi gratitud no tendrá límites, y mi persona estará siempre a sus órdenes para servirle como quiera y cuando lo mande.

—¿Qué podrá pedir una persona tan independiente, tan honrada y tan digna como usted, que no pueda yo concederle si está en mis facultades?

—Tiene usted la facultad misma que tiene Dios, la de perdonar, de dar la vida al que la va a perder, y yo vengo a pedir el indulto de dos hombres y dos mujeres condenados a muerte, y que van a entrar hoy o mañana en capilla.

—¡Cómo! —contestó el presidente, levantándose del sillón donde se había sentado y mirando a don Pedro Martín con un aire tan severo que le hizo de pronto bajar los ojos—. ¿Cómo, usted, magistrado íntegro, juez inflexible, hombre cuya rectitud es conocida en toda la República, viene a interesarse por la vida de unos miserables asesinos? No, señor don Pedro, Quisiera complacer a usted, pero hasta ese punto no. Caería yo en el más completo desprecio de la sociedad. ¿Indultar y volver a dar vida a unas víboras, echándolas para que devoren a esta sociedad?… No, por ningún motivo. Pídame usted cuanto quiera y yo pueda darle como gobernante; pero no me haga usted cometer un acto de debilidad que comprometería hasta nuestras relaciones extranjeras. Usted sabe cómo las diligencias han sido atacadas; cómo han sido robadas y violadas las cantantes italianas que eran la adoración de México; cómo ha pocos días hubo una verdadera batalla: cuatro o seis soldados muertos, mineros ingleses heridos y, lo que es peor, la mujer del director, una hermosa mujer, por cierto, porque estuvo con su marido a despedirse, quedará desfigurada para el resto de su vida, y no sabemos hasta ahora cómo se compondrá este negocio ni cuántos miles de pesos costará a la nación. He jurado exterminar a los bandidos, y lo haré. Nada me hará variar esta resolución.

—Si el señor presidente me permite hablar —contestó don Pedro Martín con su voz solemne y entera— le diré que su resolución de restablecer en toda su plenitud la garantía de la vida, que es la primera que debe gozar el hombre en todo país civilizado, no puede ser nunca debidamente elogiada. La apoyo con mi débil voz y añado que he dado pruebas de ser inflexible en el cumplimiento de mis deberes en los largos años que he sido encargado de administrar justicia; pero este caso es único y distinto. Las gentes por quienes me vengo a interesar son inocentes, completamente inocentes. No se trata de ataques a los viajeros en los caminos reales ni de violaciones contra los extranjeros. Un simple asesinato en una casa de vecindad por un artesano, tan hábil en su oficio de tornero como borracho, vicioso y malvado; y ese asesino, que no se persiguió oportunamente, estoy seguro de que es el mismo que ha cometido esos horrores en el monte de Río Frío; y los que van a morir, vecinos pacíficos y honrados que vivían en la casa, fueron aprehendidos, acobardados y enredados sin saberlo en la causa, y, por último, condenados a muerte por un juez ligero que me sustituyó, y cuya vanidad se empeñó en sacarlos culpables.

—Pero eso, permítame usted, señor don Pedro Martín, que le diga que puede no ser cierto y que usted está mal informado. El licenciado Bedolla me ha hablado diversas veces de ese asunto, casi me ha contado la causa entera. Bedolla, señor don Pedro, sin agravio de usted, es un sabio, un magistrado respetable, es un hombre activo, perspicaz, enérgico; un hombre, en fin, completo y preciso para un gobierno que lo sabe tratar y aprovecharse de sus brillantes cualidades.

Don Pedro Martín, a riesgo de perder lo que había avanzado en el ánimo del presidente y de comprometer la vida de los que quería salvar, no pudo contenerse, y, poniéndose en pie, con una voz hueca y dura como de profeta, dijo:

—Señor presidente, por el bien de la nación y por la persona de usted, al que tengo la más sincera adhesión y profundo respeto, tengo que decir con toda energía la verdad, la pura verdad. Bedolla es un charlatán, un intrigante y un malvado, que ha logrado sorprender con embustes, con servicios fingidos y con mentiras, la buena fe del gobierno. Estudiante ramplón de un pueblo del interior, hijo de un pobre barbero honrado, ya no lo podían sufrir ni las autoridades ni los vecinos, y el mismo gobernador lo recomendó para sacarlo del Estado, donde revolvía a los pueblos de indios, por un lado, para que invadieran tierras ajenas, mientras instigaba a los hacendados para que se tomaran las que los indígenas poseían desde el tiempo de Cortés. El gobernador lo ha sostenido hasta cierto punto con tal de que no volviese al Estado, pero, en resumen, es el más descarado bribón que yo conozco; y además, repito, malvado y asesino, pues para satisfacer su vanidad y sus aspiraciones manda a la horca a los que él mismo y en el fondo de su conciencia, si la tiene, no está persuadido de que sean verdaderos culpables; y aun cuando lo fueran, conforme a las leyes, no merecían la última pena. Todo lo he sabido por el licenciado Lamparilla, joven abogado a quien yo he protegido, y me ha contado, entre negocio y negocio, e inocentemente, la vida de Bedolla. Señor presidente —continuó don Pedro Martín con un acento todavía más enérgico—, he venido, más que a implorar gracia, a impedir que un general que tantas glorias ha dado a su patria sea realmente, negando el indulto, el miserable cómplice de un asesinato jurídico.

El diálogo había pasado estando los dos personajes en pie. El presidente, cuando acabó don Pedro de decir las últimas y terribles palabras, se dejó caer como descoyuntado y triste en el sillón, se quedó con la cabeza baja y un dedo en la boca, reflexionando. La reputación que tenía don Pedro Martín de sabio, de honrado, de justiciero, y la fuerza y convicción de su alma que había salido por sus labios, no dejaron ya duda al presidente, pensando rápidamente en las escenas que habían pasado entre él y Bedolla con motivo de la prensa, de las elecciones, de las logias y de los chismes que no dejaba de hacerle, con la mayor hipocresía, contra los ministros y contra los jefes de oficinas. Se convenció de que don Pedro Martín tenía razón, de que Bedolla era un falso amigo, aspirante vanidoso y, en una palabra, un redomado bribón.

—Puede ser que tenga usted razón —dijo a don Pedro—. Creemos los hombres tener experiencia, y a la hora misma de la muerte tenemos algo nuevo que aprender; pero volviendo a la cuestión principal, ¿qué pruebas tiene usted de la inocencia de esas gentes?

—La casualidad me las proporcionó, y aunque tenga que revelarle cosas íntimas y de familia, creo que debo corresponder a su bondad y confianza; bastante razón tiene usted, señor presidente, en pedirme las pruebas antes de decidirse a hacer un acto de clemencia.

Don Pedro Martín refirió, sin omitir nada, cómo fueron Juan y Casilda a dar a su casa; cómo platicando entre sí, sin siquiera sospechar que fuesen escuchados, refirieron quién era el tornero y sus antecedentes, y la manera como Tules fue asesinada, sin que ninguno de los vecinos fuese cómplice, ni aun supieran el suceso sino cuando la casera abrió el cuarto.

—¿Cómo es —preguntó asombrado el presidente— que los supuestos reos están convictos y confesos?

—No creo que eso conste literalmente en la causa, que apenas leí cuando estaba concluida; pero es muy fácil. Los que son ladrones y asesinos de profesión estudian sus respuestas, niegan, contestan negativamente a todos los cargos, o declaran de adrede cosas que hacen perder al juez el hilo del crimen. Los que son inocentes se ven, por el contrario, sobrecogidos de un terror pánico delante del juez, ven con horror la cárcel, se turban, se contradicen y suelen resultar, por sus mismas declaraciones, culpables de delitos que no han cometido. Esto evidentemente ha sucedido en este caso; y no sé, en verdad, cómo magistrados tan circunspectos y doctos han aprobado la sentencia de ese inicuo y desatentado Bedolla.

La narración familiar del licenciado Olañeta no sólo calmó, sino que divirtió al presidente, quien no dejó de sospechar que, a pesar de la severidad de costumbres del abogado, había algo de exageración y de entusiasmo al hablar de Casilda. Sereno ya su ánimo, prometió al licenciado que mandaría suspender la ejecución de pronto; que esperaba al coronel Baninelli para que hiciese una correría por el monte y no parase hasta encontrar y castigar a los bandidos; que quería sorprender a la ciudad con el resultado, y que entonces caía bien el que perdonase a los que, aunque fuesen culpables como cómplices de un asesinato, no habían tenido ninguna parte en los atentados de Río Frío.

Don Pedro Martín salió de la presidencia con el corazón ancho, bajó las altas escaleras de Palacio alegre y ligero, como si tuviese veinte años, y voló, con el contento y la satisfacción de quien hace una buena obra, a llevar la luminosa esperanza de la vida a la mefítica oscuridad del calabozo de la cárcel.

Al escuchar los condenados a muerte que el viejo licenciado les traía la vida, el hombre gordo cayó de nuevo en tierra, abrazando las rodillas de su salvador. El hombre enteco y consumido se enderezó con esfuerzo, pronunció una palabra confusa, pero llena de ternura, alzó sus flacos brazos y los removió un instante como las aspas de un molino, y cayó en la tarima para no volverse a levantar, haciendo con sus huesos un aterrador y extraño ruido.

VIII. Tragedia de los enmascarados

—Gracias a Dios, Baninelli; lo esperaba yo a usted con impaciencia. ¿Qué hacía usted?

—Caminar, mi general. Inmediatamente que recibí la orden de usted, mandé buscar un asiento en la diligencia; estaba completa y fue menester dejar en tierra a última hora un pasajero que reclamó, gritó y pateó; pero no hubo remedio, ocupé su asiento y me tiene usted a sus órdenes, aún sin quitarme el polvo del camino. Mi general me perdonará.

—Los oficiales deben ser aseados y vestir el uniforme con propiedad y arreglado a la ordenanza; pero al último, no son unas damas, y el polvo del camino y el olor de la pólvora les sienta siempre bien.

Este diálogo pasaba entre el presidente de la República y el coronel Baninelli, que, en efecto, estaba tan lleno de polvo que al moverse para tomar una silla casi oscureció el lujoso gabinete.

—Siéntese usted, que vendrá cansado —continuó el presidente—, y hablaremos despacio. ¿Ya sabe usted lo que ha pasado?

—¿Lo de las operistas, no es verdad? Ni tiene usted idea de los cuentos que hay sobre este lance. Todo Guanajuato se ha ocupado de esto, y cuidado que los guanajuatenses no hablan más que de minas, de montones y de barras de plata.

—Pues eso no fue nada, aunque mucho ha dado que decir, y yo sé la verdad de las cosas. Lo más grave fue el segundo asalto, donde hubo cuchilladas y balazos, y salió herido un minero y su señora lastimada gravemente en la nariz. El ministro inglés ha estado a hacerme una visita, se ha quejado muy moderadamente; pero si no se ponía remedio ni se procuraba perseguir a los ladrones y hacer un castigo ejemplar, S. M. la reina Victoria se vería obligada a mandar a Veracruz buques de guerra para cuidar de la vida y de los intereses de sus súbditos. Ya ve usted, esto sería una vergüenza, alteraría notablemente las cordiales relaciones que existen entre México y la Gran Bretaña, y no tendríamos su apoyo para calmar a Francia, cuyo ministro, más exigente que el inglés y el prusiano, y a veces altanero, nos amenaza con sus navíos de guerra, con la cólera de Luis Felipe, con los invencibles soldados franceses y con no sé cuántas patrañas, no obstante que ningún francés ha sufrido ningún ataque y que los peluqueros están tan quietos y seguros como si estuviesen en París. Pero, qué quiere usted: en el fondo tienen razón para exigir que haya seguridad en los caminos y en las ciudades. Yo he prometido solemnemente al ministro inglés que los bandidos de Río Frío serían perseguidos, aprehendidos y castigados. Quiero dar una sorpresa a México, y usted va a hacer esa hazaña, que es cualquier cosa para usted, que las ha visto mayores en Tampico y otras partes.

—Mi general tiene razón en todo lo que dice, y lo que yo puedo prometerle es que perseguiré a los ladrones, que registraré el monte de aquí a Puebla y que haré cuanto pueda, pero en cuanto a aprehenderlos, es difícil, quizá están a muchas leguas de aquí y han ido a refugiarse a las montañas del interior.

—Nada de eso; aquí están, es decir, en sus madrigueras de Río Frío, robando como siempre las diligencias; fiados en que no se les persigue, y yo los he dejado todo ese tiempo para prepararles un buen golpe definitivo que nos quite para siempre esa canalla que interrumpe, como si fuese una potencia, la circulación del principal camino de la República. Conque ahí los tiene usted, se los he reservado precisamente para que ensaye uno de esos golpes rápidos que sabe usted dar.

—Siendo así, mi general, quizá le daré cuenta con un buen resultado —contestó Baninelli—. Pero me dejará obrar y me dará cuantas facultades sean necesarias.

—Toda las que usted quiera, y las tiene desde este momento. Escoja la tropa que le agrade, organice su expedición con la mayor reserva y de manera que nos dé el resultado; por todo lo demás que pueda ocurrir, aquí me tiene usted a mí para apoyarlo y defenderlo, como lo hago con los soldados valientes y leales como usted.

—No quiera el diablo, mi general, que me vaya a suceder lo que con la desgraciada expedición contra Gonzalitos; pero mi general sabe bien que a causa de la deserción de Robreño, con cuyo valor y obediencia contaba, se desbandó la fuerza y no pude darle el golpe que le tenía preparado.

—¿Y qué ha sucedido con ese oficial, en el que tenía yo tantas esperanzas y que tan buenos golpes daba a los indios bárbaros en la frontera? —preguntó con interés el presidente.

—Mi general sabe que fue condenado a muerte por el consejo de guerra… Sabe Dios dónde anda prófugo ese desgraciado…, uno de los mejores oficiales que he conocido, y además amigo íntimo; pero se lo previne, y el día que lo encuentre, identificando su persona, tendré que fusilarlo. Mi general sabe cómo soy tratándose de las ordenanzas y del servicio.

—Bien, Baninelli, bien; dejemos eso y no perdamos tiempo. Váyase usted a ver con el ministro de la Guerra, que ya tiene mis instrucciones, y no vuelva a presentárseme sino cuando haya acabado con los bandidos, me haya limpiado todo ese monte y dejado a los pueblos en completa seguridad nombrando en los distritos hombres de a caballo y de resolución que vigilen por la seguridad de los habitantes y viajeros. Ya verá México cómo en una semana hacemos lo que no pueden hacer en años jueces como ese pícaro charlatán de Bedolla, que ha condenado a muerte a cuatro inocentes y el culpable precisamente es el jefe de los bandidos. Le recomiendo a usted lo persiga sin descanso, y si logra cogerlo lo fusila en el acto sin más averiguación.

Baninelli saludó respetuosamente a su general, que le tendió la mano, y pasó a la Secretaría de Guerra para organizar su expedición.

Baninelli era oficial educado en la buena y rígida escuela antigua que produjo generales como don Mariano Arista, don Gabriel Durán, don Juan Andrade y don Pánfilo Galindo, y coroneles como Barberi, Pepe Oñate y Pepe Carrasco.

Le repugnaba el oficio de cuico, como se les decía generalmente en ese tiempo a los que estaban encargados de perseguir a los ladrones; pero tuvo que obedecer, porque nada podía negar al jefe de la nación, que lo distinguía de una manera particular y era como quien dice su favorito para las empresas más difíciles y arriesgadas.

Una vez resuelto a obrar, formó capricho y asunto de amor propio y puso sus cinco sentidos en organizar la batida del monte, de modo que le diera un resultado completo. Estaba, además, seguro de que si lograba su objeto tendría un ascenso y la doble estimación y confianza del general presidente.

Si el favorito del presidente era Baninelli, el favorito de Baninelli era el cabo Franco, con el que más adelante haremos amplio conocimiento.

—Escucha, Franco —le dijo el coronel tan luego como llegó al cuartel, después de haber arreglado lo necesario con el ministro de la Guerra—, vamos a hacer una cosa que hasta hoy no habíamos hecho; buscar una madriguera de ladrones.

—Es verdad, mi coronel; pero en el mundo fuerza es saber de todo. Mi coronel me ordenará lo que a mí toque —le contestó Franco, quitándose la gorra de cuartel y poniendo en la frente los dedos de su mano derecha.

—Toma la mitad de la primera compañía, la disfrazarás de indios, mejor dicho, de peones de esos que van a las haciendas a trabajar; no tienes necesidad más que de que salgan con el calzoncillo blanco, una frazada y sombrero de petate, que muchos tenemos de los reclutas, y algunos instrumentos de zapa. Te largas con los soldados y pian piano llegan hasta donde estén los ladrones de Río Frío. Si son detenidos y robados, tanto mejor, y para eso llevaréis en cobre el sueldo de cuatro días; si les hacen preguntas, responderán que son peones de los peajes que van a trabajar a la Olla. En esa expedición haz por explorar las veredas, barrancos y cuevas; te quedarás tú y algunos para mirar cómo roban la diligencia, qué armas tienen, cuántos son los ladrones…

—Ya entendí, mi coronel; no me diga más… Sé lo que tengo que hacer. ¿Cuándo debo marchar?

—Mañana martes, en la madrugada, y estarás aquí de vuelta, con todas las noticias, el jueves o viernes en la noche. Un día más o menos no hace al caso, con tal de que veas, de la manera que puedas, robar la diligencia.

—Muy bien, mi coronel; voy a disponerlo todo, y al toque de diana estaré ya en la garita con mi gente.

Baninelli sabía que pocas palabras tenía que decirle a Franco para ser perfectamente comprendido.

En la noche hizo salir Baninelli un escuadrón de caballería por la garita de Candelaria, con orden de que, sin pasar por el camino real, fuese a situarse a la retaguardia del monte de Río Frío, sobre el camino de San Martín, para cortar la retirada a los ladrones de a caballo que intentasen escapar por ese rumbo, y dio órdenes terminantes al oficial para que aprehendiese a todo sospechoso.

El cabo Franco regresó de su expedición y refirió a su coronel cuanto deseaba saber. Los enmascarados estaban en quieta y pacífica posesión del monte, y se habían reforzado con bastante gente de a caballo, armada con machetes y pistolas. Efectivamente, los rancheros sin colocación en las haciendas del Estado de México, y los vagos y viciosos de los pueblos de la comarca, habían hecho su madriguera en Tepetlaxtoc, donde tenían acobardados a los vecinos honrados, y venían de cuando en cuando a reforzar la cuadrilla de Evaristo, que les pagaba un par de pesos diarios, y les convidaba un poquito de lo que producía el robo. Cuando unos se iban otros venían a presentársele, y así, Evaristo había hecho conocimiento con toda la mala gente del rumbo, sin que esa mala gente, de quien desconfiaba, conociese ni frecuentase el rancho de los Coyotes, ni supiese que su propietario era al mismo tiempo capitán de los enmascarados. Eran más bien ladrones ambulantes del monte, que obraban por su propia cuenta cuando podían, o con Evaristo para tener un diario asegurado; y cuando acababan su trabajo se marchaban a sus pueblos o dormían en el monte, envueltos en sus jorongos, dejando sogueado su caballo para que comiese la grama y no se extraviase. Todo esto no lo pudo saber el cabo Franco, pero sí calcular el número de gente, la disposición que tenían en la montaña, las veredas por donde podían escapar, el punto del camino real donde detenían el coche y los procedimientos de que usaban, que eran a poco más o menos los mismos que ya conoce el lector; en una palabra, el vivaracho cabo, como si fuese un jefe de Estado Mayor, reconoció bien al enemigo y el campo donde debía darse la batalla.

Evaristo, por su parte, desde el último lance, había modificado mucho su plan de campaña, temiendo que viniesen soldados en el techo y pasajeros armados dentro de los coches, y no se limitaba ya a presentar sus indios enmascarados y con garrotes, sino un pelotón de gente montada en muy buenos caballos, con pistolas en mano, que rodeaba la diligencia, imponía silencio y estaba dispuesta a sostener cualquier ataque; pero no había llegado ese caso, porque, según orden expresa de la comandancia de México, habían continuado las cosas como estaban antes, es decir, ni escoltas en el camino, ni soldados de caballería en el techo del coche.

Los sábados y domingos, por lo común, el camino estaba solo y seguro. Evaristo hacía su raya y sus cuentas, repartía el dinero ganado en la semana y daba licencia a la mitad de la cuadrilla para que bajase al pueblo a beber su tlachique; y el domingo, tanto los indios como los de Tepetlaxtoc, no perdonaban la misa en la parroquia de Texcoco, donde a la hora en que el cura, revestido de su casulla de tela de oro, levantaba la hostia y el ayudante daba vuelta a la rueda de la campana, se les veía de rodillas, dándose bárbaros golpes de pecho que hacían resonar las bóvedas de la iglesia.

Baninelli no estaba al tanto de esto; pero fuese por casualidad o porque quiso completar sus noticias y disposiciones, un lunes a las diez de la noche salió un escuadrón por una garita de la ciudad, precisamente opuesta a la del camino de Puebla; y poco a poco ganó el camino, calculando llegar al lugar del peligro y con absoluta precisión a la hora oportuna. No hay para que decir que la retaguardia sobre el camino de Puebla estaba ya cubierta con piquetes de caballería.

A las cuatro de la mañana del mismo lunes, los pasajeros para Veracruz llegaron al Callejón de Dolores envueltos en sus capototes y jorongos, y con sus maletas y bultos en la mano. Entraron al coche, y ya iba Mateo a tronar el látigo cuando se presentó el cabo Franco, que estaba al acecho hacía una hora, y presentó una orden de la Comandancia General. Los pasajeros tuvieron, de grado o por fuerza, que salir, y en su lugar entraron el cabo Franco y ocho soldados armados hasta los dientes, otros dos, sin uniforme y con sus Fusiles, fueron colocados en el techo.

Así partió el carruaje echando chispas, y Mateo contentísimo de que Evaristo e Hilario, que restablecido de la pedrada había vuelto a presentarse más altanero e insolente, llevasen su merecido. El sota hizo en el camino una buena provisión de piedras para aprovechar el momento de acertarle a Hilario en la frente o en la boca, de modo que no se volviera a levantar o perdiese los dientes, las muelas y hasta las quijadas. La diligencia caminó a un paso, calculando dar el tiempo preciso a Baninelli; encontró en el tránsito a varios viajeros, ya a pie o ya a caballo, y Franco les intimó la orden de no seguir adelante sino después de una hora. A varios indios que Mateo le dijo que bien podían ser espías, los internó un poco al monte y los amarró sólidamente a los árboles.

El cabo Franco iba provisto de cuerdas para amarrar y para ahorcar; de armas de fuego para fusilar; de instrumentos de zapa para abrir zanjas y sepulturas o destruir palizadas y fortificaciones; de botiquín, de hilas y vendas para los heridos, y de un par de camillas para conducir heridos o muertos. Era un magnífico equipaje con el que se iban a encontrar los ladrones. Baninelli todo lo había previsto y quería hacer una campaña definitiva.

La diligencia venía ese día como un poderoso castillo, lleno de proyectiles de toda especie y con gente que les había de cantar a los bandidos de Río Frío otra canción muy diferente de la que oyeron a los operistas.

Evaristo había bajado a Chalco y había logrado ver salir de la tienda de don Muñoz, y atravesar la plaza, a Cecilia, vestida con unas enaguas de raso azul oscuro, calzado negro de seda y un fino rebozo de Tenancingo arrebujado graciosamente, andando con esa cadencia natural y garbosa que tenía locos a todos los de Chalco, desde el cura hasta el prefecto. Hilario, muy aliviado de su pedrada, se había quitado la venda y parche que tenía en el chichón; los macutenos de Tepetlaxtoc habían despojado a un mozo de Coxtitlán de una castaña de vino Jerez añejo, de quesos finos extranjeros, de bizcochos, pan fresco y otras cosas exquisitas, que don Juan María Flores mandaba de regalo a su administrador don Antonio Palomo. Todo eso los tenía locos de contento, así que se propusieron almorzar en grande, hacer un verdadero día de campo mientras venía la diligencia y, si venían mujeres, estaban decididos a divertirse alegremente con ellas. Con una poca de cecina y guajes con aguardiente, gordas de elote que siempre tenían los indios enmascarados y las provisiones de Palomo, improvisaron un banquete, encendieron una lumbrada para calentar la comida y comenzaron a beber, a reír y a cantar canciones obscenas, queriendo imitar y remedar a los operistas. Unos conservaban su máscara, otros se la quitaron y tiraron al suelo, diciendo que eran muy hombres y no necesitaban disfrazarse, y que bastante los conocían ya en Texcoco, en Chalco y en Tepetlaxtoc; y con las estrepitosas carcajadas, el bullicio y la alegría que les inspiraba el Jerez seco y el aguardiente de Cuernavaca, no oyeron la diligencia, que cuando menos lo pensaron se les presentó delante.

Apenas Evaristo, montado en el magnífico caballo del ranchero que encontró muerto en el monte, se puso de un salto al frente y marcó el alto con su ordinaria y soez amenaza de costumbre, cuando del coche, como si fuera un castillo, brotó una llamarada, cuyo humo denso envolvió por un momento toda la escena. La sorpresa de los ladrones fue tal que ni dispararon sus armas, y tanto los que estaban a caballo como los de a pie, corrieron aturdidos por un lado y por otro; pero Evaristo les gritó, echando horribles juramentos, y pronto se rehicieron y rodearon el carruaje. Ya el cabo Franco y sus soldados habían salido de él, formándose en parapeto con las ruedas y con la caja, cargaban sus fusiles y se prepararon a la defensa, porque los enemigos eran tres veces más numerosos.

Evaristo estaba muy lejos de creer que eran soldados; tan aturdido estaba que se le figuró que eran mujeres, y que sólo algunos pasajeros, como en la vez pasada, habían hecho fuego.

—¡Ríndanse con mil demonios, grandísimos cobardes, o mueren todos! ¡Aquí estamos, no les tenemos miedo a sus pistolas! ¡Boca abajo en el suelo, o no queda uno con vida!

El cabo Franco y sus soldados, que se iban haciendo conocer a medida que se despejaba el humo, desengañaron a Evaristo de que en vez de mujeres tenía que arreglar sus cuentas con las gorras azules de cuartel, que divisaba por entre los rayos de las ruedas y detrás de los cortinajes negros de cuero de la diligencia.

—¡Fuego, muchachos! —gritó Franco; y los muchachos dispararon tan bien sus fusiles que dos de los de Tepetlaxtoc cayeron muertos al suelo, fugándose sus caballos.

—¡Fuego y matarlos a todos! —contestó Hilario; pero Evaristo, que en el fondo era un cobardón, en vez de avanzar se guareció en un grupo de árboles, y desde allí disparaba sus pistolas.

Los de Tepetlaxtoc, valientes y excitados con el vino de Jerez y el aguardiente, dispararon sus pistolas sobre los soldados, sacaron las espadas y machetes, se alzaron la lorenzana del sombrero, y jurando como diablos se lanzaron sobre los once soldados, pues los del techo habían descendido para reunirse con sus compañeros.

De los soldados, unos voltearon los fusiles por la culata, otros sacaron también sus rifles y sus bayonetas, y se trabó una horrorosa pelea. Mateo, con bastante esfuerzo, contenía las mulas para no privar de la defensa que proporcionaba el carruaje a los soldados, mientras el sota trataba de acertarle una pedrada en la cabeza a Hilario.

Todo esto pasó en instantes; los lances y las escenas se sucedieron sin interrupción y una tras otra, desde que llegó la diligencia hasta el punto en que, alrededor de ella, más de treinta hombres daban golpes y trataban de matarse con toda clase de armas. Los gritos de rabia, de venganza y de dolor de los heridos se podían haber oído por lo menos a media legua de distancia. Los indios garroteros enmascarados, deslizaron como unas culebras entre la yerba y no pararon hasta la carbonería, donde inmediatamente encendieron sus fraguas y se pusieron a hacer carbón como lo tenían de costumbre, para que por si acaso llegaba allí alguna fuerza, se convenciesen de que nada tenían ellos de común con los ladrones.

Cinco de los soldados estaban ya fuera de combate; los de Tepetlaxtoc, frenéticos, querían acabar con ellos y vengar a sus dos compañeros, tendidos y muertos allí cerca. El cabo Franco no cejaba.

—¡Los soldados del coronel Baninelli no se rinden nunca, c…! ¡Allá va!

Y descargó un golpe con la culata de su fusil a uno de los de a caballo, que lo derribó al suelo con todo y la bestia. Entre tanto otros vinieron por detrás del coche, estaban ya matando a cuchilladas a dos de los soldados, y quién sabe cómo habrían pasado las cosas cuando asomaron por un recodo del monte los morriones y las capas amarillas de los dragones, a cuya cabeza venía el coronel Baninelli.

—¡Aquí estamos, mi coronel; ya hemos doblado a cuatro de ellos! —gritó el cabo Franco, blandiendo de nuevo su fusil, cuya pesada culata hizo pedazos un costado del coche, pues el bandido a quien iba dirigido el golpe lo evitó.

Baninelli, el primero, se lanzó espada en mano sobre el grupo, que vaciló, se hizo remolino, se defendió débilmente, y organizándose en filas de a tres y de a cuatro echaron todos a correr a escape, y los dragones tras ellos, al mando del capitán. Baninelli se quedó allí, con sus ayudantes y una escolta, para averiguar lo que había pasado y dictar sus disposiciones. Esperaba que las fuerzas que estaban a retaguardia detendrían a los fugitivos y que, entre dos fuegos, tendrían que rendirse o morir sin remedio.

Había un caballo muerto y cuatro cadáveres de los macutenos de Tepetlaxtoc. El cabo Franco estaba herido de una mano y perdía mucha sangre; cuatro soldados estaban también lastimados más o menos, pero ninguno de gravedad. Mateo, que aguantó impasible toda la refriega y dominando su pescante, tenía traspasado el sombrero de tres balas; al sota le había dado el mismo Hilario, en contestación de las pedradas en el sombrero, una cuchillada tremenda, que le rebanó las chaparreras de chivo, pero apenas le tocó la pierna; el carruaje, hecho pedazos, y todo aquel terreno regado de sangre. Inmediatamente dispuso Baninelli que el practicante hiciese las primeras curaciones. Se sacó de la covacha el botiquín, las provisiones y los instrumentos de zapa, y se improvisó una tienda de campaña, donde se colocó a los heridos. Un ayudante, con unos dragones, fue a hacer un reconocimiento al monte y encontró el campamento de los ladrones con la lumbre todavía encendida, la cecina caliente, la castaña y los guajes con algún licor, una jaranita, tortillas y gordas, y las máscaras que se habían quitado y tirado al suelo los de Tepetlaxtoc.

Baninelli se propuso, luego que terminaron las curaciones y regresaron los dragones, sestear en el mismo campamento de ellos y regresar a dormir a la Venta de Río Frío.

—¿Enterramos a estos bandidos, mi coronel? —le preguntó el cabo Franco a Baninelli.

—Mejor será que te estés quieto, y si puedes, duerme un rato, que tu herida no es cualquier cosa.

—Casi nada, mi coronel; ya me vendó bien el doctor; se ha contenido la sangre y no tengo dolor alguno —respondió el cabo, que, en efecto, tenía ya su mano curada y sostenida por una venda que le pendía del cuello.

Baninelli hizo, sin embargo, retirar al cabo, y mandó que a los bandidos que estaban tirados los colgasen en los árboles mismos debajo de los cuales estaba la diligencia. Antes los registraron, y les encontraron instrumentos de lumbre, cigarros y poca cosa de dinero.

Los soldados, afanosos, riendo y contentos, como si se hubieran sacado la lotería, pasaron unas reatas al cuello de aquellos cadáveres con los ojos todavía abiertos y vidriosos, y brotándoles sangre por una parte y por otra, los arrastraron hasta el pie de los oyameles, echaron en los brazos más gruesos las reatas, tiraron del otro lado de ellos e izaron los cadáveres flexibles y descoyuntados, que se balanceaban y movían las piernas con el chiflón de viento que venía de cuando en cuando de las cañadas de la montaña.

En éstas y otras volvieron los dragones, fatigados y cubiertos de polvo, sin haber podido aprehender ni uno solo de los bandidos, porque uno tomaba por la izquierda del monte, otro por la derecha, otro se perdía de vista por la ligereza de su caballo; y como los perseguidores eran caballería pesada y los bandidos caballería ligera se fueron desapareciendo y liquidando, de modo que, a las tres leguas, ya no se veía ninguno, y la fuerza que estaba a retaguardia ya nada tuvo que hacer y regresó en unión de la vanguardia al campamento.

Baninelli se puso furioso; tronó, gritó y pateó; pero los oficiales le dieron tales razones que tuvo que convencerse. Cuatro de los hombres colgados en los árboles no eran nada para contentar al presidente y al público; además, la agarrada que se dieron junto al carruaje sus soldados y los bandidos era más bien una derrota que una victoria. Él, Baninelli, el brazo derecho del presidente para las cosas difíciles de la guerra, no podía volver así a México; en fin, por lo pronto, como la luz iba faltando, la tropa y los caballos estaban cansados, resolvió irse a la Venta, pasar allí la noche, y al siguiente día hacer él mismo una excursión en la montaña y en los pueblos de la comarca.

No hay para qué decir que el famoso Evaristo y su segundo Hilario fueron los primeros que escaparon; gracias al conocimiento del terreno y a la ligereza de sus caballos, llegaron al rancho de los Coyotes ligeramente contusos con las pedradas del sota, que se había propuesto matarlos así, porque, sin saber por qué, les tenía un odio particular.

Al toque de diana, Baninelli movió su campo, dividió sus fuerzas de infantería y caballería designándoles el terreno que debían recorrer y dándoles cita para el mismo lugar donde el día anterior se había librado el combate. La diligencia, con la caja hecha un arnero y desquebrajada con los culatazos y machetazos, regresó a México, dándole instrucciones a Mateo para que entrase de noche y no contase lo sucedido más que a don Anselmo. Baninelli quería, en persona, dar cuenta de lo ocurrido, y esperaba, sin saber por qué, que obtendría un mejor resultado.

Los pasajeros que se quedaron el día anterior salieron a la hora de costumbre, sin saber lo que había pasado y resignados a ser robados. Encontraron el camino enteramente solo; la refriega del día anterior había ahuyentado a los indios traficantes de las cercanías. Estas gentes del campo y de la montaña parece que reciben las noticias de los pájaros. Y algo hay de eso, por el graznido de los aguiluchos y cuervos, de los ganados espantados y de los perros que ladran de noche; pero el caso es que ellos lo saben todo.

La sorpresa de los pasajeros aumentó cuando, al llegar al grupo de árboles del Agua del Venerable, observaron en el aire cuatro figuras horrendas, como de osos, balanceándose acompasadamente y dándose una contra otra con los pechos y las espaldas, como si estuviesen peleando en el aire. Eran los macutenos de Tepetlaxtoc, que tenían todavía sus chaparreras de chivo y sus cotonas de pelo, pues así había querido Baninelli que los colgaran. Mateo y el sota, señalados y odiados ya por toda la gente mala del rumbo, cambiaron ese día de línea, y en adelante hacían el servicio entre Querétaro y Guanajuato. Ya nos volveremos a encontrar con ese tipo singular de cochero.

Los diferentes pelotones de tropa que, como hemos dicho, salieron en la madrugada, caminaron cuatro o seis horas en diversas direcciones, en el interior de la montaña, subiendo y bajando cuestas, cruzando barrancos y registrando veredas, mirando por aquí y por allí, sin encontrar más que conejos, liebres y venados que pasaban muy cerca, tranquilos y confiados, pues no hay, como en Europa, nobles y aun coronados cazadores que cada año hacen una fiesta y una gala con la traidora matanza de esos inofensivos y tímidos animales.

Cansados y aburridos los jefes de estas pequeñas partidas, de no encontrar ni traza de bandidos, fueron regresando y reuniéndose en el lugar de la cita, donde Baninelli, que tampoco había encontrado nada, los esperaba impaciente.

El cabo Franco, con los soldados heridos, no habían quedado ociosos. Sus heridas no eran graves; el practicante los había curado bien, y esa gente de la tropa mexicana es fuerte y resistente como si fuese hecha de cuero más bien que de carne; así, poco a poco, hicieron su deber, y llegaron los últimos al campamento; pero también sin ningún resultado.

A Baninelli, cuando se ponía furioso, apenas se le podía hablar; pero cuando se ponía triste y bajaba la cabeza, era peor, ninguno se atrevía a dirigirle la palabra, era que se quería dar un tiro o dárselo al primero que le dijese algo.

Sentóse en una piedra, debajo de unos de los árboles del Agua del Venerable sin hablar una palabra, y todos sus subalternos, silenciosos y en pie alrededor de él, no se atrevían a darle cuenta del resultado de su comisión. Ni lo necesitaban; bien había visto el jefe que venían con las manos vacías.

Iba cayendo la tarde y poniéndose aquel lugar sombrío como el alma de Baninelli.

Las diligencias de ida y vuelta habían pasado sin novedad.

La noche estaba cercana.

Nadie hablaba. Nadie se movía. ¿Qué hacer? Baninelli estaba resuelto a no regresar a México. Si en el rato de la noche no ocurría algo que modificara la situación, en la madrugada estaba resuelto a darse un tiro.

El cabo Franco, enseñándole su brazo vendado, se atrevió a hablarle.

—Mi coronel —le dijo—, creo haber encontrado la pista, y es menester que la sigamos antes que se haga de noche.

—Aunque tú no quieras, si lo que dices es verdad y encontramos a los bandidos, dentro de una semana serás el capitán de la segunda compañía —le respondió Baninelli, levantándose muy animado.

—Si mi coronel quiere venir…

—Cómo que no, en el acto —y los dos entraron en una vereda, seguidos de una escolta de infantería con los fusiles cargados y bayoneta calada.

—Las máscaras negras que encontré tiradas en donde los ladrones estaban comiendo llamaron mi atención —dijo el cabo Franco a Baninelli— y me puse a andar y a registrar; y como a cien varas me encontré otra, y más adelante otra, y así, aquí tengo tres. Siguiendo la pista de estas máscaras tenemos que llegar a la madriguera.

Baninelli pareció algo desconcertado. Buscar en un monte enmarañado, por sólo una que otra máscara olvidada en la carrera y en el susto, no era cosa fácil; pero en el fondo reconocía que el cabo tenía razón y que era necesario seguir la exploración. Así continuaron andando y registrando todo; cuidadosamente descendieron por una barranca poco profunda, porque les pareció ver algo negro como una máscara. No era nada; pero encumbraron al otro lado, y allí sí: el mismo Baninelli levantó otra, y dijo con el mayor entusiasmo:

—Ya los tenemos, muchachos; mucho cuidado y ojo a todos los lados, que cuando menos lo pensemos nos van a descerrajar de entre las yerbas una descarga de balazos.

A los cien pasos el bosque estaba más despejado, y pudieron notar una humareda que no distaba mucho.

—Están haciendo carbón por aquí cerca, mi coronel —dijo el cabo—. Pero si a usía le parece iremos allá, porque podríamos encontrar alguna gente que nos podría dar noticias.

En esto encontraron otra máscara; Baninelli no vaciló, y a los quince minutos estaban ya en la carbonera de Evaristo. Encontraron a los carboneros, los unos dormidos o fingiendo dormir, envueltos en sus frazadas; otros, cortando retoños de madroño; pero todo en la mayor tranquilidad y calma. Unas cuantas chozas pequeñas de piedra suelta y ramajes, montones bien ordenados de carbón labrado, algunas vigas, ramajes e instrumentos de monte y labranza tirados en el suelo. Las chozas vacías y por todo mueble un petate, un cántaro, y en alguna, un metate y trastos ordinarios. El sitio era apartado, cercado de árboles de un verde que tiraba a negro; parecía más bien un pedazo de monte vestido de luto y propio para un camposanto. Sólo disminuía algo la tristeza el ruido juguetón y sonoro de una fuente clara que corría por allí cerca, y donde ansiosos y cansados fueron a apagar su sed los soldados de Baninelli.

Los indios carboneros ni se movieron ni se alarmaron a la llegada del coronel y de los que lo seguían, sino que cada cual siguió haciendo su trabajo, o acostado, sin levantar siquiera la cabeza. Eran mañas y lecciones que les habían enseñado Hilario y Evaristo para cuando llegara el caso, y, además, el carácter del indio montañés es así: hosco e indiferente.

—¡Ea, salvajes! —les gritó colérico Baninelli—. ¿No saben hablar? Ven que llegan gentes y ni siquiera levantan la cabeza. Levántense, brutos, y todos los que haya aquí a formar y a responder a las preguntas que les voy a hacer.

Al decir esto, recorría rápidamente la especie de plaza que constituía la fábrica y despertaba a puntapiés a los que estaban en el suelo acostados y envueltos en sus frazadas, mientras el cabo entraba en las chozas para ver si encontraba máscaras, armas u otras cosas que pudieran darle pruebas de que allí estaba la madriguera de los bandidos.

Los indios se fueron levantando perezosa y humildemente, con el sombrero viejo de petate en la mano, agrupándose cerca de donde Baninelli había hecho alto, sentándose en un grueso tronco de árbol, de esos que se destinan para partir la carne, y de los que había varios por allí, que Evaristo vendía a muy buen precio.

—¿Han oído anoche balazos por el monte?

—No, pagresito; como trabajamos tanto de día, nos dormimos en la noche y nada oímos.

—Qué pagresito ni qué… —le dijo Baninelli—. Yo soy coronel, que les ha de dar muchas cuchilladas si no me dicen la verdad; y no se les figure que están hablando con uno de esos curas tan animales como ustedes. Mi coronel, y nada más; mi coronel, así deben decir. ¿Ha pasado alguna gente a pie o a caballo ayer tarde o en la noche por aquí?

—Ni un alma, mi coronel —contestaron en coro.

Por ese estilo, y echando ternos y juramentos, les siguió haciendo varias preguntas, a las que contestaron siempre negativamente. Por más amenazas que les hizo Baninelli no pudo sacar más, y volvió a decaer su ánimo.

—Estos indios han debido oír los tiros —le dijo a su ayudante—, pues por el aire, no están muy lejos del camino real; han de saber perfectamente dónde está la madriguera de los bandidos y los han de conocer; pero se dejarán matar antes de decir algo…

—Ya los tenemos y no hay que dejarlos escapar, mi coronel. Ya he encontrado otra máscara y estos dos fusiles ocultos debajo de unas ramas; tropecé con ellas por casualidad. Con estos fusiles se ha hecho fuego ayer; no se necesita ser soldado para conocerlo. Vea usted, mi coronel.

Baninelli examinó los fusiles y no le cupo duda. Llamó inmediatamente a los soldados que estaban junto a la fuente de agua, y con la bayoneta calada rodearon a los indios para que no pudiesen escaparse: uno de ellos había permanecido acostado junto a unas vigas, envuelto en su frazada. El cabo Franco le dio un puntapié, le arrancó bruscamente la frazada, y el indio, al levantarse y ajustarse sus calzoncillos blancos, dejó descubrir, enredada en la cintura, alguna cosa blanca que relumbraba y que quiso cubrir, lo que no se escapó a la perspicacia del cabo. Lo condujo a donde estaban los demás, y, registrados, se descubrió que cada uno tenía un cinturón dorado de los druidas. El día que los cantantes fueron asaltados, mientras Evaristo e Hilario estaban entretenidos en las conferencias con Mateo y el canto maravilloso de la Césari, los indios pudieron apartar y ocultar un bulto que contenía varios objetos de teatro, que por ser de galones finos llevaban los viajeros entre su equipaje. Todas estas baratijas doradas tenían mucha importancia para los indios, pues les parecían como vestidos de santos, y se les figuró que, teniendo esos cinturones atados a su cintura, no les sucedería ningún mal; así, más por superstición que por codicia, no pudieron prescindir de robárselos.

—No hay que andar ni que buscar más —dijo Baninelli a Franco—. Éstos son los ladrones. Con las máscaras que nos han guiado aquí y las prendas pertenecientes a la compañía de ópera tenemos suficientes pruebas Has ganado bien las presillas de capitán. Amarren codo con codo a esa canalla y regresemos al campamento.

Dicho y hecho, fueron amarrados como un cohete, y entre dos filas marcharon custodiados por Franco al lugar fatal donde habían cometido sus depredaciones.

Ya entre tinieblas y silbando por entre las ramas de los árboles un viento frío, pudieron, sin extraviarse, merced al instinto natural para guiarse del cabo Franco, llegar al Agua del Venerable, donde estaban acampados los dragones, el resto de la infantería y los soldados heridos.

Se encendieron unas lumbradas, y a la vacilante y humosa luz de los ocotes, Baninelli formó una breve sumaria.

Preguntó a los indios sus nombres, y todos respondieron que se llamaban José.

—¿De qué tierra?

—De ninguna —contestaron.

—¿Qué profesión tenían?

—Carboneros.

—¿De cuenta de quién trabajan?

—De ellos mismos, que hacían su carbón y lo cargaban en las espaldas y lo iban a vender a México.

Insistió mucho Baninelli en que le dijeran quién era el capitán. Los amenazó con ahorcarlos, les rogó, les prometió perdonarles la vida, les ofreció dinero; todo fue inútil, a nada contestaron, y sólo agachaban la cabeza y querían rascársela, pero no podían porque estaban atados por los codos.

—¿Hace meses que están ustedes robando en este camino?

—Haciendo nomás carbón, mi coronel —respondió el menos obstinado.

—¿Dónde cogieron esos cinturones que tenían enredados en la cintura?

—Los encontramos entre las yerbas del monte.

—¡Cáscaras! —dijo Baninelli—. ¡Qué obstinación, qué audacia y qué sangre fría la de estos indios! Yo les quemaría, no las plantas de los pies, sino hasta los huesos; tal rabia da que nieguen lo que se está mirando. Jamás dirán quién es el capitán de ellos, porque toda banda tiene un capitán y gente de a caballo que se supo escapar a tiempo. Ya la buscaré en los pueblos. Por ahora, Franco, es asunto concluido; que enciendan más hogueras, pues apenas vemos, y vamos a colgar en los árboles a toda esta canalla. Bien distribuidos, lo más alto que se pueda, para que los pasajeros de la diligencia los vean bien mañana.

Franco y sus soldados comenzaron a trabajar, escogiendo los árboles, subiendo como monos por el tronco hasta alcanzar un brazo, pasando las cuerdas, cortando ramas de ocote y encendiendo lumbreras cuya luz siniestra alumbraba a intervalos las negras profundidades del bosque. No costó poco trabajo esta previa operación, que concluyó cerca de las doce de la noche.

Se había tocado retreta con todas las formalidades de ordenanza, y la tropa había continuado el servicio y la fajina, sin omitirse las patrullas que recorrían el camino y los costados del bosque para evitar una sorpresa, pues Baninelli pensaba que bien podían los de a caballo volver al abrigo de la oscuridad y, por lo menos, disparar tiros y matarle alguna gente; pero nada de eso hubo. Evaristo e Hilario fueron despertados por el único enmascarado que pudo escapar, y que les contó que todos los carboneros habían sido amarrados por la tropa, y que él, que estaba cortando leña, pudo ocultarse entre el ramaje, ver lo que pasaba y correr después hasta llegar al rancho. En cuanto a los de Tepetlaxtoc, se hallaban muy tranquilos durmiendo en sus casas.

A las doce de la noche Baninelli dispuso que se diese a la tropa algo de comer de las provisiones que había llevado el cabo Franco, y un trago de aguardiente. La tropa se formó después, y uno a uno fueron colgados en los árboles los enmascarados, que se dejaban conducir sin hablar una sola palabra. Al caer el cuerpo y estrecharse en el cuello el lazo corredizo, solía oírse una especie de crujido de carne viva que se rasga, o un quejido ahogado, y, bien o mal ahorcados, se estremecían en el aire con horrorosas convulsiones.

Se exageraban y aparecían más siniestras las figuras con los destellos rojos, la humareda de las hogueras y el ventarrón nocturno, que arrancaban las hojas de los árboles y silbaba entre las ramas.

A la mañana siguiente, Baninelli se puso en marcha con su tropa en dirección a los pueblos más cercanos, con el fin de buscar entre la gente honrada de ellos personas que quisiesen hacerse cargo de levantar partidas, para cumplir así con las instrucciones que había recibido. Estas fuerzas, con corto número, serían pagadas por el gobierno federal mientras no se restableciese la seguridad; la persona que los mandase, tendría en cada demarcación el título de capitán de rurales, y las facultades necesarias para catear casas, registrar las haciendas y ranchos, persiguiendo, en una palabra, de todas las maneras posibles a los bandidos, fusilándolos o ahorcándolos sin compasión ninguna, una vez identificada su persona. Estas facultades eran reservadas. En lo público, debían sólo rondar los caminos, acompañar la diligencia y coches, y situarse en los puntos boscosos o difíciles donde hubiese peligro de que los viajeros fuesen robados impunemente.

En vez de seguir el camino real, quiso el coronel hacer su última exploración en el monte y entró en él, guiado por Franco, que no tardó en extraviarse, preocupado por encontrar acaso más máscaras u otros indicios para descubrir una nueva madriguera, y por poco sucede, pues pasaron a muy poca distancia del rancho de los Coyotes. Los detuvo una barranca poco profunda, pero difícil para la caballería; siguieron una vereda ancha a la izquierda, y sin quererlo ni saberlo fueron a dar a la Hacienda Blanca, donde los recibió el administrador con el miedo y respeto que se tiene en el campo a las tropas en marcha, y rogó al coronel que descansase un rato, le ofreció de almorzar y un refrigerio para sus soldados.

Baninelli pensó que, además de la necesidad que tenía de comer, como quien dice, algo caliente, podía aprovechar la oportunidad para tomar informes de las personas que podrían ser a propósito para capitanes de rurales.

Bien que mal, el administrador de La Blanca se dio trazas para que la mesa no fuese del todo mala, y el jefe de la expedición se puso de buen humor, almorzó con apetito y platicó largamente con el buen hombre. Contóle, por supuesto, que había colgado la noche anterior en los árboles del monte de Río Frío a quince bandidos, y que todo aquel rumbo estaba ya muy seguro; pero para que continuase así era necesario encontrar un hombre resuelto que quisiese ser capitán de rurales y levantar una fuerza de quince o veinte hombres de a caballo, que el gobierno pagaría bien y puntualmente por algunos meses, y que, restablecida la seguridad, se retirarían a su casa o continuarían, si era su voluntad, en la caballería de línea.

—Muy difícil, señor coronel, es encontrar el hombre que usted desea. Las gentes de los pueblos están acobardadas y no quieren mezclarse en esas cosas. Ya ve usted: se aprehenden ladrones, se les manda a México. Allí no se les hace nada, y siempre tienen testigos que abonen su conducta. Están unos cuantos meses en la cárcel, salen y vuelven a sus pueblos a vengarse.

—Pues amigo —dijo Baninelli—, yo no me voy de la hacienda sin que usted me indique una persona. Piénselo usted bien, y le tendrá cuenta, porque son los hacendados los que primero deben estar interesados en la seguridad de los caminos; y si ustedes no ayudan, ¿qué quieren que haga el gobierno federal?

El administrador se quedó callado y pensativo, y Baninelli impaciente y moviendo sus pequeños y chispeantes ojos, esperando la respuesta.

—Ya tengo mi hombre, señor coronel; ya lo encontré, que ni mandado hacer. ¡Qué tonto soy! ¡Cómo no me había ocurrido! El arrendador del rancho de los Coyotes, don Pedro Sánchez. Hombre valiente, de a caballo, tenaz, y que ha limpiado de la mala gente toda esa parte del monte que pertenece a esta finca. Cuando tomó el rancho en arrendamiento, era una ruina y una madriguera de animales feroces y de hombres más feroces todavía, y quisiera yo que lo viese usted hoy: todo seguro, bien cultivado… Vaya, como le decía yo a usted, ni mandado hacer.

—¿Y dónde está ese don Pedro Sánchez? —preguntó Baninelli.

—Pues debe estar en su rancho.

—¿Y está muy lejos de aquí?

—Por el camino real, muy lejos; pero por la vereda, muy cerca.

—Pues en el acto mándelo usted llamar, y mientras, me permitirá que duerma una siesta, pues anoche no pegué los ojos. No crea usted que nos costó poco trabajo ahorcar a tanto bandido.

Baninelli despachó su tropa a Texcoco, quedándose con una escolta de caballería, entró a dormir y, entre tanto, el administrador despachó un propio a caballo, con orden de traerse precisamente al don Pedro Sánchez, pues con ese nombre recordará el lector que se hizo conocer Evaristo desde que desembarcó en Chalco después del horroroso naufragio de la trajinera de Cecilia.

Cuando el mozo entregó la carta en que el administrador de La Blanca le decía que en el acto montase a caballo y viniese a presentarse a Baninelli, creyó llegado el último día de su vida, y se le figuró que detrás del mozo venían ya los soldados a aprehenderle. Ensilló inmediatamente su caballo, pensó fugarse y ganar el monte de Chalma; pero tenía ya dinero, semillas y animales en el rancho; era ya un rico de pueblo, y fugándose todo lo perdía, se condenaba él mismo a una vida errante que no podía tener otro término que la cárcel y la horca el mejor día.

—Lo que ha de suceder más tarde que suceda hoy, lo mismo da —dijo, y se resolvió a seguir al mozo y a presentarse ante Baninelli.

Llegó al pardear la tarde a La Blanca, y en la puerta de la casa se encontró con el administrador y el coronel, que lo habían divisado y lo esperaban.

—Gracias a Dios —dijo el administrador— que llegó usted, amigo don Pedro; el coronel estaba ya impaciente. Aquí tiene usted, señor coronel, a la persona de quien hemos hablado, y espero que no se rehusará a servir al gobierno, recibir el nombramiento de capitán y levantar la gente necesaria, lo que le será muy fácil, pues tiene muchas relaciones con todos estos pueblos.

Evaristo se desvaneció de la sorpresa que le causó este lenguaje del administrador. Creyó que se burlaba de él o que lo engañaba para que no arrancase a correr y se fugase, pues no había podido apearse del caballo.

—Baje del caballo, amigo —le dijo Baninelli—. Entraremos y hablaremos.

Evaristo se apeó del caballo y entró con miedo al despacho del administrador; pensó que le habían tendido hábilmente una red, y que ya no era posible escapar; pero a poco, el tono hasta cierto punto afable y persuasivo en que continuó hablando Baninelli lo persuadió de que aquello era cierto; no se podía ni explicar cómo había escapado de la refriega, y cómo, en vez de estar colgado en los árboles en compañía de sus indios, se le nombraba por el gobierno capitán para perseguir a los bandidos y se le daba derecho de vida y muerte sobre los habitantes de los pueblos de la falda de la montaña.

Incoherencia constante de las cosas humanas.

El don Pedro Sánchez (alias el Tornero) recibió provisionalmente el título de capitán, firmado por Baninelli, el que de pronto le dio las más amplias y terribles facultades, prometiéndole que recibiría su despacho del Ministerio de la Guerra luego que avisase que había reunido quince o veinte hombres. ¿Qué no prometería Evaristo? Inútil es decirlo.

En la misma tarde marchó Baninelli con su escolta a Texcoco, y al día siguiente entraba a México, sin ruido de tambor ni de trompeta, y sin quitarse el polvo del camino se presentaba al presidente de la República.

—Ninguna novedad mi general —le dijo después de saludarlo respetuosamente—. Cuatro heridos de mi regimiento y diecinueve bandidos colgados en los árboles.

Durante diez o doce días los enmascarados estuviéronse meciendo en sus cuerdas con el recio viento de la montaña, hasta que los aguiluchos y gavilanes los acabaron de devorar.

Las mujeres que pasaban en la diligencia se tapaban los ojos, y los indios se quitaban el sombrero y rezaban un credo.

Los reos condenados a muerte por el licenciado Bedolla y Rangel salieron en libertad, menos el de los largos brazos, al que condujeron al camposanto en el sucio ataúd de la cárcel.

Su mujer y tres muchachos casi desnudos iban detrás, llorando e implorando la caridad pública.

IX. El cabo Franco

Los asuntos del gran Bedolla y Rangel iban de mal en peor. La sorpresa que le causó la providencia que suspendía la ejecución de los reos que él había condenado a muerte, fue tal, que se retiró a su casa con basca y desvanecimientos, y en tres días no pudo asistir al juzgado; tuvo que llamar al médico, que lo puso peor, y de vergüenza y de rabia no se dejó ver más que de su condiscípulo Lamparilla.

Restablecido y sacando fuerzas de flaqueza, se decidió, buscando siempre un pretexto, a ir a Palacio a continuar sus visitas y adulaciones. Con su aire de superioridad, entre afable y orgulloso, sus grandes pasos majestuosos y estudiados, penetró en los salones de la presidencia, bajó la cabeza para hacer un saludo protector a los que esperaban la audiencia, y tendió una amistosa mano al ayudante de guardia, que era su antiguo conocido y el que, de preferencia, le facilitaba el acceso hasta la alta persona del Primer Magistrado de la República. El ayudante, con cierta seriedad, en vez de estrecharle la mano, le presentó dos dedos tiesos y fríos, que Bedolla oprimió con susto y cólera. Entróse el ayudante a anunciarlo, y salió al momento, diciéndole con voz que pudieran oír los que estaban cerca:

—El señor Presidente dice que no puede recibir a usted por las urgentes ocupaciones que tiene en este momento; pero que si algo se le ofrece, puede usted dirigirse por escrito al ministerio respectivo.

Bedolla se puso como un muerto, dejó caer los brazos, y con la boca sin saliva se le pegaron los labios y no pudo hablar.

El ayudante lo dejó plantado y pasó a revisar a los muchos que esperaban, ya sentados en los sillones y sofás, ya de pie platicando en los rincones de las ventanas.

—¿El señor licenciado Rodríguez de San Gabriel?

—Aquí presente —contestó éste, saliendo de entre un grupo de diputados.

El ayudante y Rodríguez de San Gabriel desaparecieron detrás de la puerta del salón presidencial, y Bedolla y Rangel, con la muerte en el alma, tomó un corredor y la puerta excusada que ya conocía, para no pasar una triste revista ni saludar a las personas que habían sido testigos del clásico desaire del Presidente.

Al descender las escaleras recobró un poco el ánimo y se decidió a visitar a los ministros. Quizá podría aclarar el misterio y recobrar por medio de alguno de ellos la amistad y la influencia perdida. Comenzó por el de Justicia. El portero se puso enfrente de la puerta-vidriera con el picaporte en la mano.

—El señor ministro ha dado orden de que nadie entre.

—¿Ni yo? —le dijo Bedolla con cierto tono de despecho.

—Nadie, más que los ayudantes de la Presidencia.

En ese momento llegó don Pedro Martín de Olañeta, que pasó sin apercibirse de que su compañero Bedolla estaba allí.

—Pase usted esta tarjeta al señor ministro —dijo Pedro Martín.

El portero entró con la tarjeta y salió al mismo momento diciendo:

—El señor licenciado puede entrar —y, en efecto, la vidriera se cerró detrás del viejo abogado.

Bedolla estaba a punto de volverse loco; ya no le cabía duda de su completa desgracia. Sin embargo, no se dio por vencido y pasó a ver al Ministro de la Guerra, con el que creía tener estrecha amistad. La casualidad quiso que al mismo tiempo que él llegaba, el ministro salía un poco aprisa. No hubo remedio, tuvieron que hablar.

—El presidente no está muy contento que digamos de usted, amigo licenciado —le dijo el ministro, continuando su camino y sin darle la mano.

—No sé en qué he podido desagradarlo, señor ministro, y precisamente venía yo…

—Ya ve usted, en tres días hemos limpiado el camino de Río Frío, mientras usted dilató meses y meses en una causa de uno de tantos asesinatos que se cometen por borracheras y por celos, y resultó que el capitán de los bandidos de Río Frío era nada menos el asesino que no pudo usted encontrar y, para quedar bien, condenó usted a muerte a unos pobres diablos que ya están en libertad. Dispense la franqueza, licenciado; pero los militares somos así; estamos acostumbrados a hablar claro; ya verá que cosas como éstas no deben de ser muy del agrado del Presidente… Cuídese usted mucho, y lo que se le ofrezca, ya sabe que soy su amigo.

Diciendo esto bajó las escaleras, y dejó a Bedolla en el corredor con un palmo de narices.

El gran Bedolla quiso apurar hasta la última gota del amargo cáliz, y bajó al ministerio de Relaciones, decidido a tener una explicación, a amenazar con la prensa si era necesario; a suplicar y a humillarse si no había otro remedio; pero esta enérgica resolución no tuvo efecto. Bedolla, gracias a que el portero estaba descuidado, pudo penetrar hasta la antesala, y desde allí oyó la voz del ministro, que reía y platicaba con el Oficial Mayor o con alguna otra persona. Al cabo de un cuarto de hora apareció el portero con la caja de correspondencia.

—Si le avisa usted al señor ministro me haría un gran favor —le dijo al portero con la voz más amable que pudo—. Ya me conoce usted, soy Bedolla, el amigo del señor ministro; no quise entrar, porque creo está en el acuerdo.

El portero entró con la caja de caoba llena de cartas y dio el recado.

—Dígale usted a ese licenciado —respondió en voz tan alta que Bedolla no perdió una palabra— que no estoy ni en mi casa, que salí fuera de México y que no se sabe cuándo regresaré. Es un compromiso —continuó dirigiéndose al Oficial Mayor, con quien acordaba en efecto—, pero el Presidente ha dado orden de que no se le reciba en los ministerios.

Bedolla no esperó a que saliese el portero y le diese el recado. Era el colmo. Bajó la escalera, no sólo con basca y desvanecimientos, sino mirando ruedas verdes, rojas y de todos colores; tomó un coche de sitio, porque ya se caía, que lo condujo a su casa, y en tres días no pudo concurrir al juzgado. Su médico le dijo que lo que tenía era recargo de bilis.

La desgracia de Bedolla no dejó de traslucirse en el público al cabo de pocos días, y se le veía en el despacho del juzgado tristón y pensativo. Durante su privanza había vivido como un gran señor, comprando buenas alhajas y plata labrada en casa de Soriano, muebles forrados de brocatel, y, como le regalaron un par de mulas, muestras de gratitud por haber librado de la cárcel a un chalán que había vendido cuatro caballos mañosos y lacrados a doña Dominga de Arratia, tuvo que echar coche, pero todo esto al fiado o en abonos y tapando agujeros; con los recursos extraordinarios que por un motivo o por otro sacaba de la Tesorería, la iba pasando bien. Repentinamente cesaron las comisiones, las subvenciones para periódicos, los gastos para las elecciones y hasta el pago de su sueldo, pues recibía de tarde en tarde prorrateos de diez a quince pesos. La alarma se propagó, el propietario de la casa en que vivía le notificó que se mudase, y las cuentas llovían desde que amanecía Dios hasta las cinco de la tarde, y cuatro o seis acreedores lo esperaban en la puerta cuando regresaba del juzgado.

Pero no era esto lo peor, sino que el negocio capital de la restitución de sus bienes a Moctezuma III, en el que habían trabajado sin descanso él y Lamparilla y que estaba a punto de resolverse en su favor, vino completamente abajo. El ministro declaró que, en efecto, las haciendas pertenecieron al poderoso emperador de los aztecas, Moctezuma I, y que los Melquiades eran unos detentadores y además revoltosos incorregibles; pero que, en virtud de nuevos documentos, esos cuantiosos bienes, con la adición de los volcanes, pertenecían a un duque poderoso que residía en Madrid, descendiente directo de Moctezuma, y no faltaba para ponerlo en posesión más que una fe de bautismo, que su apoderado en México había ofrecido presentar de un momento a otro.

Lamparilla no tenía coche ni el lujo de Bedolla, y se sostenía regularmente con las migajas de su condiscípulo y con los negocitos que le daba don Pedro Martín de Olañeta, esperando siempre, con una paciencia y constancia ejemplares, que terminase el ruidoso negocio de los Melquiades para entrar en posesión de las hermosas fincas de la falda del volcán y fijar de un solo golpe su fortuna, casarse con Cecilia y raparse una vida de ranchero rico, abandonando los chismes y los disgustos del foro. En cuanto a Bedolla, otras eran sus ideas para cuando fuese rico. El dinero le facilitaría el camino para llegar a la silla ministerial; pero de pronto renunciaría el juzgado, gastaría cuando dinero fuese necesario para que, ayudado y protegido por el gobernador de Puebla, saliese de diputado; tomaría una casa de primera orden en el Empedradillo o en la Calle de Plateros; en vez de un coche tendría dos; daría cada semana una comida a los periodistas y hombres políticos, y buscaría, por último, una muchacha rica y de la aristocracia con quien casarse. Ya le había echado el ojo a la más joven de las hermanas del marqués de Valle Alegre, y la seguía a la iglesia, al paseo, al teatro, a todas partes. Trató de indagar qué fortuna tendría la que llamaba ya su futura mujer, y no obstante el embargo de las haciendas, que naturalmente supo, lo tranquilizó Lamparilla diciéndole que la casa de los Valle Alegre era muy rica y poderosa; que cada una de las hermanas tenía su capital separado, que pasaría de cien mil pesos y que, además, el marqués de Valle Alegre había marchado a casarse con la condesa del Sauz, que tenía más de dos millones de duros.

Crisanto Lamparilla y Crisanto Bedolla y Rangel (pues ya se había añadido este segundo apellido) almorzaban juntos los domingos; platicaban largas horas; bebían champaña y se forjaban ilusiones a cual más doradas y halagüeñas; contaba con ganar cada uno lo menos trescientos mil pesos. Allá como cosa extraña y olvidada hablaban del pobre Moctezuma III de doña Pascuala y de su hijo, que era nada menos que ahijado de Lamparilla. A toda esa gente la contentarían con un rancho. Las mejores haciendas serían para ellos.

Pero todo este magnifico castillo de naipes vino a tierra en el momento menos pensado.

Sin dañada intención, sin animosidad personal, guiado únicamente por un sentimiento de caridad y de justicia, el licenciado don Pedro Martín de Olañeta había logrado coger en un buen cuarto de hora al jefe Supremo de la Nación y había derribado el débil pedestal en que había logrado encaramarse el ya engreído y orgulloso Bedolla, que en su caída arrastró a su satélite y amigo el licenciado Lamparilla.

Los dos Crisantos tuvieron un día una conferencia muy seria sobre la situación financiera que guardaban, que no podía ser peor, atendidos los crecidos gastos que tenían que hacer para sostener su rango ante el público, y que su desgracia en Palacio no se hiciera popular y cayesen en el más completo desprecio.

—No nos queda más remedio ni podemos encontrar nuestro modo de vivir más que en la revolución —dijo Bedolla.

—¿Pero cómo diablos quieres que hagamos una revolución que pueda echar abajo al gobierno? —le contestó Lamparilla—. Somos demasiado insignificantes; estamos completamente aislados; y si nos metemos a valientes, te expones a perder tu juzgado, que por aquí y por allá, te da siquiera para comer, y yo la amistad del licenciado Olañeta, que me proporciona negocios, y gracias a eso vamos viviendo.

—Ya se deja entender que nosotros no podemos hacer nada; pero otros lo harán. El tirano de Palacio me ha tirado el guante y es menester recogerlo; no hay enemigo chico, y ten presente que mientras este ministro esté en el poder, no tenemos ni la más remota esperanza de ganar el pleito de los Melquiades y ponernos nosotros en posesión de los bienes de Moctezuma III.

Por este estilo siguieron platicando y formando diversos proyectos, que a poco abandonaban por absurdos o difíciles; por fin, resolvieron de cualquier manera el comenzar a trabajar, y de pronto comenzaron, en efecto, por los anónimos. Lamparilla tenía una maravillosa facilidad para imitar toda clase de escrituras, hasta el grado que la misma persona cuya letra falsificaba afirmaba que era suya.

Convinieron, en vez de ir al teatro, encerrarse en la noche en casa de Lamparilla y despachar su correo.

Anónimos a dos o tres Gobernadores, imitando la letra del Ministro de Gobernación, diciéndoles que la revolución se falseaba; que se pretendía entronizar la dictadura; que dos de los ministros estaban en favor y dos en contra, e iban a renunciar sus carteras. Este anónimo recibía su confirmación en un suelto de algún periódico, que sugerían por diversos caminos a alguno de los diarios de oposición.

Anónimo a un coronel de un cuerpo, imitando la letra del Ministro de la Guerra, diciéndole que el Presidente desconfiaba de él y lo iba a separar del mando.

Anónimo al Gobernador de Puebla, imitando la letra del comerciante su amigo, asegurándole que se formaba secretamente una fuerza, para caerle el día menos pensado y disolverle sus granaderos.

Por este estilo discurrían todas las noches las más atroces mentiras que tenían visos de verdad, y se esmeraban en dirigir esta correspondencia a los Estados del interior, donde menos podía averiguarse la verdad. Al principio fue trabajo perdido, pues los que recibían los anónimos, o no hacían caso, o los rompían y no se volvían a acordar de ellos; pero poco a poco la desconfianza fue grande en Guadalajara, donde sobraban los motivos de descontento. El Comandante General escribió al Presidente que no veía muy clara la marcha de las autoridades del Estado; que amenazaba, sin saberse exactamente por qué, una revolución, y que estando los regimientos en cuadro por la deserción diaria, necesitaba reclutas y algún batallón de toda confianza para que, en caso ofrecido, se pudiera reprimir cualquier intentona.

Como de cajón, Baninelli, que estaba entonces por la costa de Veracruz, fue llamado para marchar a Jalisco con su batallón y conducir trescientos o cuatrocientos reclutas; y como de cajón también, fue el cabo Franco el comisionado por su coronel para coger leva y marchar a la vanguardia.

Ya que hemos hecho conocimiento con el cabo Franco en el monte de Río Frío y en las carboneras de los enmascarados, diremos algunas palabras más sobre él. Sus padres eran de humilde nacimiento. La madre costurera, el padre sacristán. Los dos de color oscuro y pelo negro. El hijo muy blanco, rubio y de ojos azules. El padre y la madre muy quietos, tímidos y devotos, y el hijo vivo, sagaz, turbulento y atrevido. Mientras estuvo en la escuela, donde aprendió a leer y escribir bien en la mitad del tiempo que cualquier otro muchacho, no había día que no riñese y golpease a alguno de sus condiscípulos; el mismo maestro le alzaba pelo, hasta que al fin se hizo el ánimo y lo despidió de la escuela. El día que los padres lo quisieron poner en un colegio, se largó de su casa, se fue a presentar a un regimiento y sentó plaza de pito.

¿Por qué se fue al regimiento y sentó plaza de pito? La explicación es muy fácil. Así como Lamparilla tenía particulares aptitudes para enredar los negocios e imitar cualquier letra, Francisco, que por abreviatura le llamaban Franco, la tenía para golpear y vencer a cualquiera que se le ponía delante, y para tocar cualquier instrumento de viento. Con un carrizo hacía una flauta y tocaba como cuentan que, allá en remotos tiempos, tocaba Apolo; con un pedazo de papel hacía una corneta, y como además era aficionado en extremo a los soldados, no desperdiciaba ocasión de seguir a los guardias que se relevaban en Palacio ni de asistir al ejercicio de fuego que hacía la tropa en los potreros, acompañando con los instrumentos de papel y madera que él mismo fabricaba, los toques de ordenanza. Concluyó por conocer y trabar amistad con los muchachos de las bandas, y entraba y salía a los cuarteles como si fuera su casa. Todo esto lo ignoraba el inofensivo sacristán, y no se enteró de ello sino cuando fue a reclamar a su hijo al cuartel. Ya estaba filiado, rapado y con su uniforme, y no hubo remedio; el coronel fue inflexible y el muchacho, que tocaba admirablemente el pito, se quedó de soldado. No tardó en tener una camorra con los otros pitos. Tuvo miedo a la vara del cabo, y se desertó, se refugió en su casa, y su padre el sacristán lo escondió en la iglesia, donde estuvo más de dos meses durmiendo en los confesionarios y en las tarimas de los altares. El día menos pensado se escapó y se fue a presentar a otro regimiento y lo perdonaron, en atención a su edad y a lo bien que tocaba los instrumentos de bronce.

En el curso de dos o tres años se desertó como veinte veces, y otras tantas se volvió a presentar; hasta que fue a dar al regimiento de Baninelli, que había oído hablar mucho de él a los jefes y oficiales de los otros regimientos.

—Yo sé la casta de pájaro que eres —le dijo Banineli tirándole las orejas—. Te voy a admitir cerrando los ojos sobre tus muchas deserciones; pero conmigo no juegas; a la primera vez que faltes del cuartel, te mando dar veinticinco palos, y si consumas deserción, te busco aunque te ocultes en los profundos infiernos, y de allí te saco y te fusilo. Piénsalo bien; ya no eres un muchacho, sino un hombre. Si no te agrada, vete, nada te sucederá, te lo aseguro y procuraré tu licencia absoluta para que ninguno te pueda perseguir.

Franco se quedó pensativo unos cinco minutos y después respondió:

—Mi coronel me gusta su genio de usted; me quedo y convenido; el día que me deserte, hará usía bien de fusilarme. No diré ni esta boca es mía.

Desde ese momento Franco ganó la confianza y el cariño del coronel, y no pasó mucho tiempo sin que lo ascendiese a cabo y le dispensase toda su confianza. Lo más difícil, lo más peligroso y lo más atrevido se encomendaba a Franco, y ya hemos visto cómo se portó en la expedición contra los bandidos de Río Frío.

Baninelli le cumplió la palabra que tan ligeramente le dio en la montaña. No era fácil que de un salto pasase de cabo a capitán, y no le costó poco trabajo.

Cuando Baninelli dio el parte oficial de su campaña y platicó largamente de ella al Presidente, éste le dijo:

—Ha hecho usted más de lo que yo esperaba; la ciudad está contenta y el prestigio del gobierno ha subido un ciento por ciento. Los ministros extranjeros me han hecho una visita, y las narices de la inglesa, que ya está casi buena, nos han costado una friolera. Crea usted que llegué a temer un rompimiento formal con las potencias extranjeras. Usted, pues, ha prestado un servicio distinguido a su patria, y voy a ordenar al Ministro de la Guerra que extienda a usted su despacho de general de brigada, le mandaré bordar una banda verde y se la regalaré.

—Mi general —le respondió Baninelli— admito la banda, la guardaré como una reliquia y me la ceñiré el día que la gane, como gané mis estrellas de coronel, peleando en Tampico contra los españoles, pero una campaña de una semana, contra unos miserables indios, no vale la pena. Lo que pido a mi general y no me lo negará, son las presillas de capitán para Franco. Él lo ha hecho todo. Si no lo llevo a la expedición, me vuelvo como fui; mejor dicho, no vuelvo; me habría pegado un tiro.

El Presidente insistió en que Baninelli fuese general de Brigada, y Baninelli en que fuese Franco capitán, asegurándole que los oficiales de su regimiento no se darían por ofendidos, porque él les explicaría las circunstancias particulares del caso.

Baninelli ganó, y Franco, que había comenzado pito de la banda, a pesar de sus calaveradas y deserciones se plantó el uniforme que le regaló Baninelli y las presillas de capitán.

Terminada esta precisa digresión, pues que Franco volverá a figurar en esta famosa e histórica novela, volvamos a ocuparnos de nuestros amigos los licenciados.

El que al cielo escupe, a la cara le cae, y no hay refrán más cierto. Ni Lamparilla, ni Bedolla y Rangel, por más que escribían, que intrigaban, que chismeaban y que mañosamente hacían deslizar parrafillos subversivos en los periódicos, veían el resultado práctico de sus trabajos revolucionarios; las cosas políticas seguían en el mismo estado y el gobierno, con el golpe que dio Baninelli a los ladrones de Río Frío, y el acertado nombramiento de Evaristo para capitán de rurales, parecía más firme y seguro que nunca; pero lo que se hallaba en un estado pésimo eran los bolsillos de los dos condiscípulos y amigos. El propietario de la casa que habitaba Bedolla (muy cara de renta), y Soriano, a quien le había comprado muchas alhajas, habían ya visto a don Pedro Martín de Olañeta para que se encargara de esos negocios y demandara a Bedolla. Por compañerismo y consideración, había llamado Olañeta a Lamparilla, para advertirle y aconsejarle que procurase que Bedolla se compusiese amigablemente con sus acreedores, y que él no procedería a la demanda, sino cuando ya no hubiese otro remedio.

Platicaron sobre esto los dos Crisantos, y agotando expedientes y recursos, no encontraron otro sino recurrir a doña Pascuala, sin sospechar siquiera que por causa de sus intrigas, maquinaciones y anónimos, habían preparado una formidable tempestad sobre la persona misma de quien esperaban sacar recursos.

Lamparilla, lleno de esperanza, mejor dicho, persuadido que obtendría de su comadre los recursos necesarios para salir de la situación extrema en que se encontraban él y su amigo, ensilló su caballo una mañana muy temprano, y a todo galope se dirigió al rancho de Santa María de la Ladrillera.

La mañana, con el sol radiando en un cielo despejado y azul, más bien estaba tibia que fresca. Al acercarse Lamparilla al rancho que hacía mucho tiempo no visitaba, hirieron sus ojos los bien cultivados campos, donde a impulsos de un viento suave se balanceaban las airosas y verdes cañas de maíz, que se doblaban y parecían quebrarse con el peso de los grandes elotes, que ya dejaban ver sus tornasolados cabellos; las tablas de cebada con las espigas cuajadas de granos, los asnos gordos y los caballos lustrosos y bien cuidados que pastaban en el cerro. Se acercó más, y la casa pintada de nuevo de colores vivos, con su pequeño y florido jardín delante de las ventanas y los perros y corderillos blancos corriendo y saltando por allí cerca, presentaban un aspecto tan apacible y tan encantador que parecía otro rancho distinto del que tuvo ocasión de conocer el lector con motivo de la enfermedad de doña Pascuala y de las visitas que le hicieran las brujas. Todo esto era el resultado visible del trabajo de los que habitaban el rancho. Doña Pascuala engordaba cochinos y hacía morcillas y chicharrones; esto, su manteca blanca y limpia y su carne salada y conservada, le daban un producto muy regular, sin contar con que hacían quesos, requesones y mantequilla. Juan se dedicaba a llevar las cuentas, a medir la cebada, a formar las barcinas de paja, y Moctezuma III y Pascual, enseñados por doña Pascuala, eran unos buenos agricultores que labraban bien la tierra, muchas veces guiando personalmente sus yuntas de bueyes. Uno u otro iban los más días a la ciudad a comprar instrumentos de labranza, ropa para los peones y lo demás que necesitaban para el servicio de la finca.

Lamparilla moderó el paso para dar resuello a su caballo, y habría llegado sin ser sentido hasta la sala de la casa si no hubiera sido por los perros, que en grupo salieron a encontrarlo, a ladrar y hacerle fiestas, pues ya lo conocían desde que nacieron y eran sus amigos.

Doña Pascuala salió de su cocina, donde preparaba una gran vasija de leche para convertirla en quesos y requesones. Los muchachos aún no venían del campo, y don Espiridión, más gordo, con el bigote más cerdoso y más parado, y el labio inferior más grueso y más morado, se levantaba en ese momento. Estaba más aliviado y con el habla más expedita.

El licenciado se apeó, entregó las riendas de su caballo a un peón, y su comadre, más fresca y más robusta, como si no hubiesen pasado días, meses y años sobre ella, le tendió los brazos con sincero cariño y lo introdujo en la sala.

—Cómo se da usted a desear, compadre —le dijo—. Ni por la enfermedad de Espiridión, ni siquiera por venir de cuando en cuando a almorzar unas quesadillas con su comadre, se le ve a usted la cara. Me las tiene usted que pagar; el Cardillo me ha dicho que no se ocupa usted más que de Cecilia y que semanas enteras se está usted en Chalco.

—Verdad es, comadre, que suelo ir a Chalco; pero más que por los asuntos que tengo entre manos de Cecilia, hago el viaje por los de usted, porque allí adquiero noticias de cómo manejan las haciendas los Melquiades, del maíz y trigo que venden y, lo que es más importante, de los manejos que ponen en planta contra nosotros. Le aseguro a usted que nos están robando como quien dice, año por año, unos veinte o treinta mil pesos.

—¡Dios que nos valga, compadre! ¿Tanto así?

—Tanto así, comadre, y precisamente eso me trae aquí. Hemos sufrido un pequeño trastorno. El ministro me iba a dar la orden para tomar posesión de las fincas y arrojar a los Melquiades de ellas y hasta del pueblo de Ameca, y contaba yo con que el Comandante General me diese la fuerza armada necesaria; pero le digo a usted que hemos sufrido un pequeño trastorno. El ministro ha tenido un disgustillo con mi amigo el Juez Bedolla, por causa de unas cuentas que no se han podido pagar. ¿Qué quiere usted? ¡Cosas de la política, misterios de Palacio que no puedo revelar a usted y que acaso no entendería, porque sólo los que andamos en negocios los entendemos!… Para no cansar a usted, necesitamos unos tres o cuatro mil pesos. Ya sabe usted que cuando tengo dinero, lejos de cobrarle honorarios le suplo a usted cuanto necesita ¿no es verdad?

—Y como que así es, compadre, y si no fuese por el arreglo que usted me hizo con el licenciado Olañeta, ya el pobre de Espiridión y yo con mi hijo y con Moctezuma III estaríamos en la calle pidiendo limosna. Dios nos ha favorecido. Ya ve usted como está este rancho, que ya es hacienda, y hacienda grande y buena que produce plata harta. Ya pagué a Jipila lo que tomamos prestado, y con eso le he comprado del otro lado del cerro un tierrita y unas casas donde vive muy contenta. Ya tiene siembras y magueyes, y es, como quien dice, rica; pero no abandona su oficio de herbolaria y ella es la que me cuenta las cosas de usted y de doña Cecilia. No deja usted de ser un buen bribón, compadrito.

La buena de doña Pascuala pasó suave y afectuosamente la mano por debajo de la barba de Lamparilla, el que por esta demostración consideró que su negocio estaba ganado y que no dilataría mucho en sacar de doña Pascuala más dinero del que necesitaba.

Poca cosa hay en el baúl que usted conoce, compadre, porque, como le acabo de decir, pagué ya a Jipila; pero hemos hecho una troje nueva, pintado la casa que estaba muy triste, la cocina tiene brasero, las caballerizas pesebre, y de cuenta del rancho se ha compuesto una parte de la calzada. Ya notaría usted la diferencia: carretones y coches pueden venir hasta la puerta; pero ya veremos qué se hace, no ha de faltar; y si en eso consiste que ganemos el pleito de Moctezuma III, se hará un sacrificio… Me ocurre…

A ese tiempo, y antes de que doña Pascuala le dijera a Lamparilla lo que le ocurría, hicieron una repentina irrupción en la sala los tres muchachos; es decir, Juan, Moctezuma III y Espiridión. Venían del campo y del cerro, donde cada uno trabajaba, y siendo hora del almuerzo y teniendo mucha hambre, venían a urgir a doña Pascuala, que a los tres los quería como hijos.

Lamparilla los encontró muy guapos, los abrazó, les hizo muchos elogios por lo bien que se portaban y el buen estado en que tenían la finca, y mientras ellos salieron a ver los caballos y jugar con los perros, Lamparilla continuó su conferencia que era lo que más le importaba.

Doña Pascuala, al fin, con la buena voluntad con que se prestaba a cuanto quería Lamparilla, al que consideraba como el único hombre sabio que había en el mundo, le prometió que en el momento que vendiera su cosecha de maíz podría disponer de dos o tres mil pesos, que, entre tanto, registraría el baúl y le daría lo que pudiera, quedándose sólo con lo muy preciso para sus rayas y gasto.

Lamparilla vio el cielo abierto, pues con esa suma él y su amigo Bedolla cubrirían de pronto sus compromisos, y después Dios diría. La revolución podría estallar de un momento a otro, el ministerio caer y reanudarse el negocio de los bienes de Moctezuma III. Tampoco sería difícil una reconciliación con el Presidente, y ya discurrían el modo de adularlo, de prestarle un nuevo servicio y de volver a su gracia. Lleno de alegría y de ilusiones con esos nuevos castillos en el aire, que reemplazaban hasta cierto punto el edificio de naipes recientemente demolido, salió a recorrer las milpas y se cercioró de que en efecto, la cosecha debería ser abundantísima. La mayor parte de las cañas tenían dos elotes y algunas tres y cuatro. El grano había cuajado y las heladas no podían hacerle ya daño. Volvió a la casa, donde doña Pascuala, también muy contenta con la visita de su compadre, había preparado el almuerzo. Iban a sentarse todos a la mesa cuando escucharon un concierto lejano de pitos y tambores. Lamparilla subió a la azotea, y entre una nube de polvo pudo descubrir una tropa de infantería que avanzaba a paso redoblado en la dirección del rancho. Al batallón seguía una cuerda de doscientos hombres custodiados por caballería, y después una recua cargada con parque, vestuario y el depósito del regimiento. Lamparilla se figuró que pasarían de largo, tomarían cuando más una poca de agua, y bajó a decirle a doña Pascuala que mandase preparar unos cántaros de agua fresca. Por precaución y para no tener que ofrecerles de almorzar a los oficiales, entre todos quitaron la mesa, escondieron el pan, el pulque y el vino, y volvieron a la cocina los guisados que estaban ya servidos.

No terminaba este rápido movimiento cuando entró hasta en medio de la sala un sargento seguido de cuatro soldados. Descansaron con estrépito sus fusiles, rajando los ladrillos con las culatas.

—Alojamiento y raciones de carne y maíz para mi capitán, su tropa y oficiales, doscientos reclutas, los arrieros y su recua —dijo bruscamente el sargento poniéndose más bien por costumbre que por respeto los dedos de la mano derecha en la frente.

—¡Santo Dios! —dijo doña Pascuala—. ¿Cómo hemos de alojar a tanta gente en este rancho, que es tan chico como una cáscara de nuez?

—Imposible, sargento —dijo Lamparilla con cierto tono de autoridad—. ¿Dónde está el comandante de la fuerza? Voy a hablar con él.

El sargento, sin responder, mandó echar armas al hombro y salió; pero casi inmediatamente y mientras Lamparilla buscaba su sombrero, el comandante de la fuerza se presentó. Era el cabo Franco, a quien continuaremos llamando así, aunque ya, como hemos dicho, vestía su uniforme nuevo, todo empolvado, y estaba guapo, gallardo y simpático, con su pelo rubio, sus colores frescos en los carrillos y sus grandes ojos de un azul claro.

—No hay remedio; como se pueda tienen que darnos alojamiento —dijo al entrar y dirigiéndose a doña Pascuala y a Lamparilla que, asustados de esta repentina irrupción, no sabían qué hacer—. Ya tengo mucha experiencia; en los pueblos —continuó Franco— nada se encuentra y tiene uno que andar a vueltas con los alcaldes, mientras en los ranchos nunca falta una res o un carnero que matar, y en cuanto a maíz y cebada, siempre sobran.

Al decir esto se sentó sin ceremonia en el canapé, se limpió el sudor y dijo al sargento que con sus cuatro soldados había vuelto a entrar:

—Que lleven mi caballo, los de los oficiales y los del piquete de caballería a la caballeriza y les echen cuatro cuartillos de cebada a cada uno; que la tropa se aloje en las trojes; que los reclutas vayan al corral, y las mulas de carga échenlas a las milpas para que coman caña, que está muy verde y muy fresca. Y usted, patrona, porque supongo que usted es la dueña de este rancho, disponga que nos den de almorzar bien; somos cinco oficiales; que maten una res para la tropa y los reclutas y que entreguen a los arrieros una carga de maíz para que hagan sus tortillas. Si tiene usted, que sí tendrá, un poco de chile colorado, tanto mejor; ya sabe usted que dándoles a nuestra gente tortillas y chile están de lo más contentos.

—Está bien, mi capitán —dijo el sargento, y salió con sus cuatro soldados a cumplir las órdenes que acababa de escuchar.

—Pero capitán —dijo Lamparilla— eso es arruinar completamente esta finca. No puede ser, se dará maíz y cebada; res no tenemos, nada más las yuntas y algunas vacas de ordeña.

—Tanto mejor —dijo Franco— con un par de vacas de ordeña me basta. La carne será mejor. Pero a todo esto, ¿quién es usted y qué papel representa?

—Soy el licenciado Crisanto Lamparilla.

—¿Es usted el dueño de este rancho?

—No, señor, sino…

—Pues entonces en nada tiene usted que meterse. ¿La señora es la dueña?

—Si, señor capitán —contestó doña Pascuala.

—Pues entonces con usted me entiendo y ese licenciado puede irse a su casa, pues nada tiene que ver aquí. Conque vaya usted a dar órdenes. ¡Eh! El maíz, una vaca, pastura para los caballos y el almuerzo para nosotros; pronto, que apenas nos hemos desayunado. Estaremos aquí dos o tres días, porque aguardamos al coronel con el resto de la fuerza.

Doña Pascuala, dominada por el tono decisivo del cabo Franco, fue a la cocina a disponer que volvieran a la mesa los sabrosos guisos que había preparado para su compadre, para que almorzaran los oficiales; los muchachos se dirigieron a las trojes para entregar el maíz, y al corral para que instalasen la cuerda de reclutas, y Lamparilla, azorado, quedó en la sala, a donde salió don Espiridión, revolviendo sus saltonas pupilas, con el labio inferior colgándole y dando evidentes señales de un terror profundo. Lamparilla pudo sostenerlo para que no se cayese al suelo y lo instaló en el canapé.

—Licen… cen… ciado… me han echa… echa… echado de mi recá… cá… cámara.

Era la verdad. El cabo Franco tomó de los hombros al pobre don Espiridión, que al ruido de los tambores se había levantado con mucho trabajo de su cama y trataba de saber lo que pasaba. En un abrir y cerrar de ojos la tropa se había apoderado enteramente del rancho, sin pedir permiso y sin miramiento de ninguna clase.

Los arrieros hicieron su hato en un costado de la casa, y las mulas, viéndose libres, se dirigieron sin que nadie se lo dijera, a las milpas, dando respingos, tirando patadas de alegría, revolcándose y arrancando con sus fuertes y blancos dientes las mazorcas de maíz y quebrando cañas a diestro y siniestro. A las mulas siguieron los caballos, conducidos por los asistentes; cuatro o seis dragones, a pretexto de espantar las mulas, se metieron a caballo por los surcos a recoger elotes y calabacitas. En menos de quince minutos, tan hermosas tablas de maíz quedaron aniquiladas.

Por el corral y las caballerizas las escenas eran no menos lastimosas. La vaca más bonita y más lechera, que era todo el querer de doña Pascuala y que se llamaba La Consentida, estaba en tierra amarrada de pies y manos y con una profunda herida en el cuello, de donde manaba un chorro de sangre, y así, medio viva, le cortaban la piel los soldados cocineros y le sacaban los mejores trozos de carne.

Dos borregos y un chivo que gritaba dolorosamente, estaban también amarrados y heridos. A los caballos de la hacienda los habían echado a la calzada, y puesto en el pesebre los del cabo Franco y sus oficiales. Los asistentes metieron en la recámara de doña Pascuala el baúl, la montura, las armas del capitán y oficiales; la sala fue declarada cuartel, se nombró y montó la guardia, y realmente de las piezas de la casa no quedaron expeditas más que el comedor y la cocina, que el mismo cabo Franco había reservado para poder almorzar con descanso él y los suyos.

Los reclutas, amarrados en mancuernas, fueron instalados a varazos en el corral, pues los cabos, para no dejar descansar a su vara, hacían uso de ella sin motivo, descargándola sobre los traseros y espaldas del montón que iba entrando. En seguida se encendieron unas lumbradas con la leña que doña Pascuala tenía en su cocina, y se les arrojaron a los reclutas unos trozos de carne como a fieras, y se les distribuyeron los cántaros de agua que Lamparilla había mandado preparar, creyendo que era lo único que tenía que dar el rancho.

Como todo esto sucedía en momentos y eran los destrozos simultáneos, los tres muchachos corrían aquí y acullá, uno espantando las mulas y haciéndoles salir de las milpas; otro acudiendo a la troje para que no desperdiciaran y derramasen el maíz; el otro recogiendo las vacas y encerrándolas en una caballeriza para evitar que corrieran la suerte de La Consentida, y Moctezuma III, con cierta energía, conteniendo y peleándose con los arrieros y soldados, sin lograr que le hicieran el menor caso, pues decían que no reconocían más autoridad que la de su capitán.

Ya el cabo Franco, dos tenientes y dos subtenientes estaban sentados en la mesa y comenzaban a saborear los guisados servidos, cuando doña Pascuala supo que su vaca Consentida había sido matada y repartida su carne a los soldados y reclutas. Soltó la cazuela de frijoles que tenía en la mano y dando gritos se dirigió al comedor, diciendo sin miedo ni miramiento las palabras más duras contra el capitán; salió afuera de la casa, enterándose con una sola ojeada de los destrozos que había hecho la tropa, con lo que su cólera no tuvo límites. El cabo Franco se rio al principio a carcajadas; pero continuando doña Pascuala llamándole ladrón y asesino y saqueador y maldito, se formalizó y la amenazó con mandarla amarrar y taparle la boca con un pañuelo para que no siguiese hablando. Los muchachos, que entraban en ese momento a quejarse con el capitán de los desmanes de los arrieros y de los soldados, tomaron la defensa de doña Pascuala y quisieron echarla de valientes.

—Qué buena ocasión y qué buenos reclutas —dijo el cabo Franco—. Valen más estos tres que los doscientos que están en el corral; ya dentro de cinco minutos no hablarán tan gordo. Les voy a mandar cortar el pelo a peine conforme a ordenanza, a ponerles una gorra de cuartel y a pasarlos por cajas.

Y dicho y hecho. Hizo sentar sucesivamente a Espiridión, a Juan y a Moctezuma III, amenazándoles con que los mandaba fusilar si se movían. Los raparon, les pusieron su gorra de cuartel, y amarrados codo con codo, fueron conducidos al corral a formar parte de la cuerda.

—Es una precaución para que no se me escapen; que si se portan bien y saben escribir, llegarán pronto a ser cabos, como yo he sido muchos años, y ya me ven ustedes: ahora soy todo un capitán.

Del furor pasó doña Pascuala a las lágrimas. Sollozaba que daba lástima. Quería abrazar las rodillas del cabo Franco y le prometía darle todo el rancho con tal de que le dejase a los muchachos.

Lamparilla intervino también; suplicó al capitán, trató de convencerlo con mil argumentos de que debían dejar libres a los muchachos, y en compensación no se quejarían ni reclamarían los daños que su tropa había hecho a la finca; pero notando que el cabo Franco era inflexible y se sonreía como única contestación a sus discursos, tuvo la tontería de amenazarlo y decirle que el Ministro de la Guerra y el Comandante General eran sus amigos y que se quejaría, y contaría, y comprobaría con testigos los daños que había hecho y los desmanes que había cometido, hasta el grado de llevarse presos a los dueños del rancho.

—Vea usted lo que son las cosas —le contestó el cabo Franco con la mayor calma y acabándose de beber un vaso de pulque—. Las lágrimas de la patrona me habían hecho impresión; al fin le hemos matado su vaca y esos brutos arrieros dejaron ir la mulada a la milpa; quería darle un susto por las injurias que me dijo y soltarle a esos muchachos; pero ya que me amenaza usted, ahora me los llevo de veras y quiero ver lo que sucede. Tengo orden de reclutar el batallón y no han de ser únicamente los indios los que hagan el servicio. Yo mandaré un oficial a mi coronel dándole parte y diciéndole que ya los pasé por las cajas y usted quéjese a quien quiera. Ustedes los licenciados han sido siempre enemigos del ejército. Con razón el Presidente no los puede ver ni pintados. En cuanto a usted, monte a caballo y váyase a hacer el chisme, porque si está usted dos horas aquí, lo mando pelar y pasar por las cajas, y trabajo le costará salir del cuartel.

Lamparilla, indignado, pero lleno de miedo al mismo tiempo, reconoció su imprudencia, montó a caballo y salió del rancho a escape, asegurándole a doña Pascuala que iba a mover cielo y tierra y que al día siguiente volvería con la orden para poner en libertad a los muchachos.

—Ya lo ve usted, compadre —le dijo doña Pascuala, enjugándose los ojos— arruinada en un momento; imposible de auxiliar a usted; del maíz que ha quedado en pie no se sacarán ni 500 pesos; pero haga lo que pueda, empeñe el rancho, con tal que me consiga la libertad de estas criaturas.

El cabo Franco, cuando acabó de almorzar, tomó su café, que doña Pascuala le sirvió para tenerlo grato y ver si conseguía ablandarlo; puso algún orden en su tropa, pero ya sin resultado. El daño estaba hecho. En la noche dejó el comedor libre y allí se acomodaron doña Pascuala y don Espiridión, que con los ojos saltones y como imbécil había presenciado toda la tragedia, queriendo pronunciar alguna palabra, quedándose con la boca abierta sin poderlo conseguir. Los muchachos, a ruegos de doña Pascuala, fueron desatados y vinieron a dormir a la troje con centinela de vista.

Lamparilla, por interés propio y por hacer un nuevo servicio a su comadre y tener motivos para cobrarle honorarios, luego que llegó a México se puso en campaña. Con mil trabajos logró ver al Ministro de la Guerra, al que contó las escenas casi salvajes que habían pasado cerca de la capital.

—La tropa es así ¿qué quiere usted? —le contestó fríamente el Ministro de la Guerra—. En resumen, yo no veo nada grave: una vaca matada para alimento de los soldados y reclutas y unas cuantas cañas de maíz quebradas, cosa de cuarenta o cincuenta pesos. Daré orden para que de gastos extraordinarios se le paguen a la dueña del rancho; pero en cuanto a los muchachos cogidos de leva, es cosa de la Comandancia General y del coronel del cuerpo. Véalos usted; pero si están pasados por las cajas, no hay remedio. Cuando el batallón llegue a Guadalajara, véame usted para ver lo que se puede hacer.

Lamparilla logró al día siguiente hablar con el Comandante General.

—Ya sé lo que me va usted a decir. Imposible. Ya el coronel me dio parte. Todos los reclutas que tiene están pasados por las cajas.

Al coronel Baninelli no lo pudo encontrar, porque en la mañana había salido con dirección a Querétaro con el resto del batallón.

Montó Lamparilla a caballo y se dirigió al rancho.

El cabo Franco con sus soldados, sus arrieros y su cuerda, habían salido a la media noche para Cuautitlán, llevándose como reclutas, ya vestidos de soldados, con sus fusiles al hombro, al hijo de doña Pascuala, a Juan Robreño y a Moctezuma III.

Lamparilla, desde que se aproximó y tomó la calzada que conducía a la casa, notó no sólo los desastres que había causado la invasión del día anterior, sino la más completa soledad. Los mozos y peones habían huido en la misma noche por temor de ser cogidos de leva; los caballos, burros y vacas, dentro de las milpas, acabándolas de destrozar; los perros, moribundos a causa de los palos y pedradas que les habían dado los arrieros.

Desolación y soledad. Las puertas de la casa abiertas y las rejas de las ventanas torcidas. Penetró hasta la sala.

Don Espiridión, tirado en el suelo, muerto, con los ojos saltados y la boca abierta como amenazando al cabo Franco.

Doña Pascuala desmayada en el canapé, y Jipila en un rincón exhalando dolorosos gemidos.

X. El capitán de rurales

Los valentones de Tepetlaxtoc no quedaron muy contentos de la conducta de Evaristo en el ataque que sufrieron por las fuerzas del coronel Baninelli. Decían en la pulquería del pueblo que era un gallina, un collón, un sinvergüenza, que se había juído en cuanto vio las capas amarillas; que si él, como capitán que era de la cuadrilla, se hubiese puesto a la cabeza de ellos, se habrían zumbado redonda a la caballería de línea y hasta cogido preso al coronel.

De los indios enmascarados decían blasfemia y media. De cobardes y animales no les bajaban un punto, y se alegraban de que los hubieran colgado en los árboles, como se cuelga a los coyotes y a las zorras para que sirvan de espantajo en las milpas; y como tenían a deshonra que cuatro de los muchachos de Tepetlaxtoc estuvieran colgados en los árboles en compañía de tan miserables brutos, a la noche siguiente de la derrota montaron a caballo, llegaron a las tres de la mañana al camino de Río Frío, descolgaron a sus compañeros, hicieron una sepultura en el monte, los enterraron, después se hincaron de rodillas, les rezaron un padrenuestro y un avemaria por el descanso de sus almas; volvieron a montar a caballo y antes del mediodía iban entrando, uno a uno, en el pueblo; de modo que los pasajeros ya sólo miraban, balanceándose en el aire, las piernas prietas y desnudas de los enmascarados ya medio comidos por los gavilanes y aguiluchos.

Evaristo, añadían, no se había portado bien dejando abandonadas a esas gentes para que se las comieran los zopilotes; repetían que a la mejor se había rajado; y se proponían cuando viniese Evaristo al pueblo, convidarlo a tomar pulque y buscarle camorra, provocarlo y pelearse con él para saber si cara a cara y hombre a hombre era capaz de sostenerse y si no se iría para atrás como un gallina.

Evaristo, no obstante esta mala disposición de la gente de Tepetlaxtoc, que no ignoraba, porque Hilario, que los oyó, pocos días después se lo había contado, se presentó en el pueblo y los convidó, como tenía costumbre, a tomar un vaso del Tlamapa fino de la hacienda de don Manuel Campero.

—Ya saben —les dijo— que soy capitán de rurales, y don Juan Baninelli me ha dado facultad para levantar fuerzas y perseguir a los ladrones, no sólo en el monte, sino en los pueblos, sacarlos de noche y colgarlos en los árboles, como él nos hubiera colgado a todos si nos hubiera agarrado; pero quiero que seamos amigos y compas hasta la pared de enfrente; conque vénganse conmigo con sus armas y caballo, ya nos dará el gobierno nuestro sueldo y veremos después cómo arreglamos nuestro modo de vivir. Ya de los indios, que para maldita la cosa me servían, no me queda más que uno, y tengo ahora otros que no saben nada de lo que ha pasado, trabajan en el campo como cristianos, y san se acabó… Conque ¿qué tienen que contestar?

—Pues compas y nada más —respondieron los valentones y se estrecharon y sacudieron las manos sucias y callosas, bebieron hasta más no poder el pulque fino de don Manuel Campero, y la compañía de rurales para custodiar el camino de Veracruz quedó formada.

Evaristo tuvo la audacia de ir a México, y con el nombramiento provisional de Baninelli y las instrucciones que le había dado se presentó a la comandancia, y en menos de una semana arregló cuanto era necesario y volvió con su despacho de capitán y la orden para que le abonaran las aduanas de Texcoco y Chalco haberes para veinticinco hombres a un peso diario cada uno. El gobernador del Estado de México se había entendido con el gobierno general, estaba muy contento de que hubiese una fuerza que cuidase su Estado y fuese pagada por la Federación, y se adelantó hasta escribir una carta muy afectuosa a Evaristo, llamándole Estimado amigo y diciéndole que confiaba en su patriotismo y valor para que pronto se viese restablecida la seguridad personal en esa parte del Estado. Con todo y esto, los vecinos honrados de Texcoco, de Chalco y de Tepetlaxtoc, y aun el mismo administrador de La Blanca, que lo había recomendado, fueron atando cabos y casi no tuvieron duda de que Evaristo no era extraño a los acontecimientos de Río Frío, pues que resultaron pruebas contra los carboneros que trabajaban por su cuenta, y además la amistad que tenía con la mala gente de Tepetlaxtoc daba mucho que decir, aun cuando él había tenido cuidado de contar a todo el mundo que se llevaba con aquellas gentes porque, hallándose solo y casi aislado en el Rancho de los Coyotes, valía más tener amigos, que no verse robado y asesinado la noche menos pensada.

Pero sea lo que fuere, los que así sospechaban tenían tanto miedo, que ni a su sombra se atrevían a contar lo que pensaban. Evaristo, un cobardón vicioso pero afortunado, había logrado fama de valiente en la comarca que habitaba, y se había hecho temer, lo mismo que Bedolla, en su línea de político y de intrigante, se había captado la amistad y la consideración de los ministros, magistrados y gente principal de la capital. Un par de personajes insignificantes, aparecidos repentinamente en la sociedad, habían sido causa de singulares acontecimientos, hasta el grado de poner en peligro inminente las relaciones de México con las naciones poderosas de Europa. ¡Misterios humanos, que cuando se cuentan en la simple forma que van pasando, se parecen mucho a una novela!

La seguridad del camino de Veracruz se restableció en lo aparente; pero los pasajeros de la diligencia no dejaban de llevar sustos en la parte boscosa de la calzada ni de dar, aunque en otra forma, bastante dinero.

Cuando menos lo esperaban, ya en un pueblo, ya en otro, salían de la espesura de las yerbas y de los árboles diez o quince hombres montados en buenos caballos y armados hasta los dientes, que rodeaban la diligencia, y alguno de ellos que fungía de jefe se acercaba a la portezuela, se quitaba el sombrero y decía con voz hueca y frecuentemente aguardentosa:

—Buenos días, caballeros. Es la escolta del camino.

Pero las fisonomías de toda la escolta eran tan sospechosas y patibularias, que a los pasajeros, y especialmente a las pasajeras, les brincaba el corazón. Galopaba así la escolta una media hora junto al coche, haciendo sonar los sables y tercerolas y levantando una polvareda espesa, y cuando les daba la gana, el jefe volvía a saludar y decía:

Se retira la escolta.

Y uno a uno de los que la formaban iba sucesivamente tendiendo su sombrero e introduciéndolo hasta dentro diciendo:

Lo que gusten dar, caballeros.

Llovían pesos y pesetas en los sombreros hasta que no quedaba ni polvo en el bolsillo a los pasajeros. En seguida metían espuelas a los jacos, y como demonios desaparecían en el recodo de la montaña. El gobierno estaba muy satisfecho y contento, y los que tenían que hacer el viaje a Veracruz llevaban por lo común dos pesos para almorzar, dos pesos para lo que se pudiera ofrecer, y dos o tres pesos para las escoltas, pues a veces se repetía tres o cuatro veces la escena en Amozoc, en el Pinal y al llegar o salir de Perote.

Evaristo dejó el cuidado inmediato de las escoltas a Hilario; y él, con un par de valentones detrás, recorría los pueblos, indagando la vida y milagros de todo el mundo, tratando de trabar conocimiento y relaciones con las muchachas que le parecían más fáciles y bonitas, amenazando a todos los pueblos; y bajo pretexto de purgar al país de bandidos, imponiendo su autoridad aun a los alcaldes y regidores, de modo que unos porque algo tenían que les remordiera la conciencia y otros por miedo de ser calumniados y perseguidos, lo recibían con el sombrero en la mano, le daban de almorzar de balde, y ya le regalaban un manojo de gallinas, ya un guajolote, ya una burra lechera y hasta caballos de algún valor. De vez en cuando venía a la capital en busca del coronel Baninelli, a quien logró ver una vez, y de las autoridades civiles y militares, con las que estaba en relaciones por motivo del desempeño de su comisión, les contaba mil mentiras y exageraba su constante trabajo de vigilancia…

Una vez un barillero que llevaba su papelera de cristal con alfileres, bolitas de hilo, estampitas de santos y otras baratijas, fue robado y asesinado por el rumbo del Molino de Flores. Evaristo quiso imitar a Baninelli y se echó a buscar al autor del delito; pero imposible que lo encontrase. El lance había seguramente pasado en la noche; el barillero estaba tendido en medio del camino, en calzoncillos blancos, cubierto de sangre, con seis u ocho puñaladas y la papelera hecha pedazos a poca distancia. Esto era todo. Evaristo no se dio por vencido; espió al primer indio que pasase solo con sus burros. A los dos días de observación, un desgraciado que había conducido ladrillo a la fábrica de hilados, fue aprehendido por el mismo Evaristo y sin más ceremonia lo colgó en un pirú; despachó con uno de los valentones los burros al rancho, y él se fue en el acto, seguido de otros dos, a dar personalmente parte a México.

—Nos van a dar malos ratos los periodistas —le dijo el Mayor de Plaza— pero desgraciadamente no hay otro medio de acabar con los ladrones. Ya veremos; pero pierda cuidado, que se le sostendrá, pues basta que sea amigo del coronel Baninelli.

—Verdaderamente es un barbaján —dijo el Mayor.

Y desde ese día corrió la voz en México, de que ese barbaján de don Pedro Sánchez, que andaba por el monte, era que ni mandado hacer para acabar con los ladrones. En los pueblos donde se supo el caso, unos lo elogiaban y otros le cogieron más miedo. De cualquier manera, el prestigio de Evaristo aumentó considerablemente.

Un día, montado en un caballo soberbio que le habían regalado en la hacienda de Chapingo, y seguido de sus dos valentones, se presentó en Chalco y tocó en la puerta principal de la casa de Cecilia, la que salió a abrir, pues se hallaba en el patio en aquel momento ayudando a regar y barrer a María Pantaleona, entretenida con unas macetas que tenían flores, y encantada con sus queridas golondrinas, que hacían sus preparativos para marcharse y dejar sus nidos arreglados para la primavera siguiente. Como sucedía siempre que veía a Evaristo, se estremecía y se turbaba, pero se repuso inmediatamente y no pudo menos que saludarlo de buena voluntad y decirle que se apease, descansase un rato y tomase café, chocolate o un trago de mezcal.

Evaristo no esperó a que se lo dijera dos veces; se apeó, dejó su caballo en manos de sus satélites de fisonomías siniestras, y cinco minutos después estaba frente a frente de Cecilia en la consabida pieza donde comió y bebió tres días seguidos después del naufragio.

Cecilia estaba en ese momento como de dentro de casa. Unas enaguas comunes de indiana, fondo blanco y dibujos y flores rojos; un rebozo del Portal de las Flores; el pelo un poco alborotado; las trenzas a medio hacer, atadas con listones amarillos, y la cara con gotas pequeñísimas del sudor que brotaba de sus poros a causa de la fatiga de barrer, sacudir y pasar las macetas de un lado a otro; pero sus ojos tenían el brillo y expresión de siempre, y las gotitas de sudor, con el reflejo y los rayos del sol parecían pequeños diamantes incrustados en su piel rosada y sedosa. Este singular aspecto, nuevo para Evaristo, le produjo una exaltación más exigente y activa que en las diversas ocasiones que había platicado con la encantadora frutera. Se la quedó mirando con unos ojos de tempestad terrible que no presagiaban nada bueno. Cecilia sintió como si se le hubiese tocado la espalda con una varita de acero, o como si pasase una corriente de alfileres por su cuerpo. Singular fenómeno nervioso que cualquiera de los lectores habrá experimentado cuando ha tenido una sorpresa o una fuerte sensación de amor y de miedo.

Evaristo, con el carácter de capitán de rurales y con el mando absoluto y, podía decirse, el dominio entero de casi una provincia, se había hecho la ilusión de que ya era no sólo hombre de bien, sino un personaje importante en la milicia; y continuando así, quién sabe si con el tiempo iría a dar a coronel y hasta a general, con el mando de un Estado. Su carrera era más que equívoca, y sus aspiraciones muy semejantes a las de Bedolla. Cada uno, en su línea, quería clavar la rueda de la fortuna.

Bedolla, casándose con una rica heredera de la noble y antigua casa de Valle Alegre. Evaristo, enlazando su vida para siempre con la más rica y más guapa trajinera de Chalco, y de las fruteras del mercado mayor de México.

El destino y la carrera del hombre, cualquiera que sea su nacimiento y el lugar que ocupe en la sociedad, las más veces se decide por el influjo del amor o del desdén de una mujer; y Evaristo, aparte de sus instintos salvajes y su propensión al asesinato y al robo, desde que vio a Cecilia a bordo de la canoa acabó su pasión por Casilda y ya no tuvo más idea fija que apoderarse de Cecilia por cuantos medios le sugiriesen las circunstancias. Ningunas más favorables se le presentaban, desde el momento en que, en vez de haber sido ahorcado por el terrible Baninelli, había recibido de él mismo la investidura de capitán de rurales. Por otra parte, el rancho pocos años antes desierto e inculto, se había convertido en una finca productiva, y podía alegar a Cecilia que, si ella con sus canoas y su fruta ganaba buen dinero, él, con sus siembras, al fin del año utilizaba quizá más. No le cabía duda de que con tales condiciones sería aceptado por Cecilia, y ya una vez casado y establecido, se iría poco a poco deshaciendo de sus cómplices, exponiéndolos a un lance, sembrando la discordia entre ellos, emborrachándolos para que se peleasen y se matasen entre sí como fieras, reemplazándolos con rancheros y mozos honrados de las haciendas, concluyendo por organizar una fuerza disciplinada y buena que de veras persiguiese a los ladrones. Él robaría los fondos de su misma tropa, se haría regalar cada vez cosas más valiosas de los hacendados y vecinos ricos que tienen su dinero enterrado, y la vida no le costaría nada. Caballos, mulas, gallinas, verduras, carneros, todo lo tendría de balde, y lo más importante, el favor y el apoyo del coronel Baninelli. Era un cambio casi de frente, pero todo dependía de Cecilia; y en esta vez ella iba a decidir definitivamente del curso de su vida.

Con estas y otras ideas análogas, a cual más lisonjera, entabló Evaristo la conversación.

—Doña Cecilia —le dijo arrimando su silla hasta tocarle con la rodilla— ya sabrá usted que soy capitán de rurales; que mando en todos estos pueblos y que no hay quien me tosa ni se me quede mirando. ¿Quién le había de decir a usted que ese pobre desconocido a quien le dio pasaje en su trajinera, y que no tenía sino cuatro o seis onzas amarradas a la cintura, sería hoy un rico hacendado y además capitán del gobierno?

—Mucho me alegro —le contestó Cecilia retirando su silla, cambiando de postura y envolviéndose la cara con su rebozo azul.

—Siempre es usted conmigo despegada y desconfiada —continuó Evaristo aproximando más su silla—. Si le digo que soy capitán, y que si no soy rico al menos tengo cuatro reales, como quien dice, es porque todo es por usted y para usted.

—Se lo agradezco —respondió Cecilia volviendo a retirar su silla con cierta impaciencia— pero cada uno está dedicado a su trabajo y gana lo que Dios le da. Le repito que me alegro, y si continúa trabajando será coronel y más rico. ¿Qué más da?

—Para qué andarnos con rodeos, doña Cecilia; ya que se hace usted la desentendida como todas las mujeres, le hablaré clarito y sin que se me quede nada dentro. Me quiero casar con usted y de esto venía a hablar, y por eso le vuelvo a decir que usted será la capitana; usted será la dueña del Rancho de los Coyotes y usted hará de mí lo que quiera; no vaya a decir ahora que es por interés; para nada quiero ni sus canoas ni su fruta; lo que quiero es su persona y nada más.

Evaristo, orgulloso con su autoridad de capitán y creyendo que su elocuente peroración había producido efecto, tiró a un lado el sombrero que tenía puesto y se atrevió a echar el brazo al cuello de Cecilia. Ésta, con un movimiento de cabeza, se escapó y se puso en pie.

—Siempre ha de ser usted atrevido —le dijo con enojo—. Ya sabe que de nadie sufro llanezas. Siéntese y hablemos en razón.

—Tiene usted muchísima razón, doña Cecilia; no se me quita lo majadero por más que hago, ni a usted lo linda, que provocaría a un santo.

—Yo no provoco a nadie. Dios me hizo como soy y no tengo la culpa si los hombres son atrevidos. Siéntese.

Los dos volvieron a sentarse.

—Voy a contestarle sin rodeos, como usted dice, y vale más no engañar. Yo no me he de casar con usted ni con nadie. Me gusta mi trabajo, mi libertad; hacer mi voluntad y gastar mi dinero sin tener que darle cuenta a nadie.

—Si eso es nada más, será usted tan libre como ahora, doña Cecilia. Trabajará o no, como quiera; vivirá aquí o en el rancho; gastará su dinero, sin que yo le tome cuenta, que al cabo es suyo y no mío; hará lo que quiera de mí, menos…

—¿Por quién me toma entonces? —le contestó Cecilia con viveza—. Ya ve que empezamos aun antes de ser casados. Precisamente por eso no quiero perrito que me ladre. Si soy mala o buena, a nadie le importa; y si entro y salgo, tampoco. Ya le dije y para qué es hablar más; y pues será la última vez que nos veamos, tenga presente que no he de ser ni su querida ni su mujer. Si quiere que nos separemos amigos, mejor tome un trago y váyase, que precisamente por ser ya capitán es mayor el escándalo dejando el caballo en la puerta con los dos que trae de soldados o de mozos.

Cecilia fue al armario, sacó una botella de mezcal y unas copas, las llenó y presentó una a Evaristo.

—Crea, doña Cecilia, que en lo que llevo de vida nadie me ha tratado como usted, y otra que hubiera sido, habría ido a recoger los dientes al suelo.

—Y no habría usted ido por la respuesta a Roma. Si no lo sabe, es menester que lo sepa. De nadie me he dejado tocar en la vida desde que tenía seis años. Siéntese, beba y acabemos, que tengo que recibir unos arrieros y arreglar mi trajinera para que salga en la tarde para San Lázaro.

Evaristo, contrariado visiblemente, pues se figuraba que nadie podía oponerse a la voluntad de un capitán de rurales, tuvo, sin embargo, que obedecer; se sentó, y sin ser ya invitado comenzó a echarse en el vaso buenas raciones de mezcal. Cecilia apenas mojaba los labios.

—No se canse usted, doña Cecilia —le decía chupándose los labios y tronando la lengua— un día u otro ha de ser mía. No sé qué tiene para los hombres que una mujer se les resista, y mientras más se nos hace beata e hipócrita, más nos gusta y más nos empeñamos en tenerla; ya sabe usted también que quien porfía mata venado, y este venado lo he de matar —y al acabar su frase y apurar el vaso hasta la última gota, se acercaba más a Cecilia, le tomaba la barba redonda con sus dedos y quería hacerle cosquillas en el gracioso hoyito que un poeta había dicho que era el nido de amor.

Cecilia estaba ya violenta; se retiraba a medida que Evaristo se acercaba, y así fueron dando vuelta a la mesa.

—Oiga, Don —le dijo Cecilia, marcando con esa palabra su desprecio y sin quererle llamar don Pedro Sánchez— ya ha durado mucho la visita y crea que me va encamorrando. Déjeme en mi quehacer y usted váyase dizque a coger ladrones, que el ladrón que coja me lo clavan en la frente.

Evaristo tuvo un relámpago de cólera que salió por sus ojos, y Cecilia por un momento tuvo miedo y creyó haberle dicho demasiado.

—Doña Cecilia —gritó Evaristo cogiéndole el brazo y apretándoselo fuertemente hasta dejarle un cardenal morado— por lo que tiene de mujer y de cristiana, no me diga más si no quiere tener la suerte de…

Iba Evaristo a pronunciar el nombre de Tules, cuando pensó que se perdía, y con una aparente calma y soltando el brazo de Cecilia continuó:

—La suerte de un cobarde que se atrevió a medirse conmigo en cierta mañana, y todavía está en el hospital de San Andrés.

Cecilia, sorprendida por este brusco ataque, no pudo de pronto responder, y lo que hizo fue sacudir su brazo y rechazar a Evaristo con la otra mano.

María Pantaleona, desde que Evaristo entró a las habitaciones de Cecilia, había estado en observación y escuchando la conversación, fingiendo o tratando efectivamente de componer una losa grande del patio, y alternativamente usaba para levantarla y colocarla, de una barreta de fierro y de una pala. Cuando notó que la conversación iba convirtiéndose en un pleito y que Evaristo pasaba a las vías de hecho, se presentó en la puerta con su barreta en la mano.

Las dos Marías eran como los perros. Su único amor, su único pensamiento, su Dios, para decirlo de una vez, era Cecilia. Huérfanas, sin saber quién había sido su padre, y habiendo perdido a su madre cuando eran pequeñas, querían a su ama más que lo que hubiesen querido a su madre, y ambas, sin vacilar, se habrían arrojado a una hoguera por salvarle la vida; pero mientras la una era un poco tímida y excesivamente cariñosa, pues siempre estaba besando y acariciando a Cecilia, María Pantaleona era despegada en la apariencia, pero muy resuelta y capaz de cualquier cosa. Como la mayor parte de los de su raza, no conocía la sensación nerviosa que se llama miedo.

No hay loco que coma lumbre; Evaristo, a pesar de su soberbia humillada y de su lujuria vencida, recordó la tanda de escobazos que le propinaron las dos criadas, y se contuvo y cambió de tono, dijo algunas palabras incoherentes y se sentó en su silla con una aparente tranquilidad.

—¿Se le ofrecía algo a doña Cecilia? —dijo María Pantaleona mirando fijamente a Evaristo.

—Nada —respondió Cecilia—. Continúa tu trabajo; ya Don se va a marchar y se estaba despidiendo.

María Pantaleona se retiró, pero sin perder de vista desde el corredor el lugar donde pasaba la escena que se acaba de contar.

—Oiga, Don —continuó Cecilia, dirigiéndose a Evaristo— no he querido hacer un escándalo como el de meses pasados. Váyase en paz y prométame no volver ni mezclarse para nada conmigo, que yo haré lo mismo, y acabemos.

—Bueno, doña Cecilia, pues usted lo quiere, acabemos; pero acabemos como amigos, y eso le tendrá más cuenta. Devuélvame mis alhajas que le di a guardar, y así acabemos de una vez.

Cecilia se turbó, y en aquel momento se arrepintió de haberlas confiado a don Pedro Martín de Olañeta, de haberle contado ciertas historias secretas, recibiendo al mismo tiempo las confidencias del abogado, que no faltaba un solo día en acudir al mercado y recoger su fruta en su ancho paliacate.

—Las prendas que usted me dejó a fuerza a guardar, apenas las vi; pero como había perlas y diamantes viejos, las llevé a México para que estuvieran mas seguras, y las di a guardar. Se las tendré aquí dentro de tres días, y María Pantaleona se las entregará.

—No sé si tal cosa es mentira o verdad, pero no me importa; es igual. Siéntese cinco minutos, doña Cecilia, hablemos en razón, y le probaré que es imposible que se me escape, y que usted ha de ser mía por bien o por mal.

—Eso lo veremos; le vuelvo a repetir que no me conoce bien, y que lo que tiene que hacer es largarse, y pronto.

—Siéntese, le digo, y óigame dos palabras.

Cecilia, que ya no sabía qué hacer, compuso con cólera sus enaguas, se embozó bien en su rebozo y se sentó.

—Soy capitán de rurales.

—Ya lo sé.

—Soy capitán de rurales —continuó Evaristo— y el coronel Baninelli me ha dado facultad para perseguir a los ladrones.

—¿Y eso qué me importa a mí? —le contestó Cecilia.

—Y mucho que le importa, y se lo voy a decir. Ahorita mismo entran mis soldados, la amarran codo con codo, lo mismo que a esa c… de criada, que me he de vengar de ella, y las mando o las llevo a caballo o en canoa, o como pueda, y las meto en la cárcel, acusándolas como cómplices y encubridoras de los ladrones, y ya tendrá que entregar las alhajas y decir de dónde las cogió.

Apenas acabó de escuchar Cecilia estas palabras, cuando gritó a Pantaleona:

—Cierra la puerta con el cerrojo y ven con tu barra.

—Es usted Don —le dijo encarándose resueltamente con Evaristo— tan pícaro y tan desalmado como animal. ¡Acusarme a mí de ladrona y de cómplice! En ese caso, cómplice de usted, que me entregó las alhajas.

—La animal es usted, doña Cecilia. ¿Cómo le habían de creer semejante cuento? Yo soy capitán de rurales y usted una frutera ordinaria. Yo cuento con el coronel Baninelli, y usted con ese zaparrastroso y cobarde licenciado que ya he sabido que se llama Lamparilla, que de una bofetada lo tiendo muerto en el suelo; parece que usted no conoce ni sabe lo que pasa: mientras se averiguan las cosas, si cae usted en manos del juez Bedolla o de otro, que todos son lo mismo, se pudrirá en la cárcel, teniendo que condescender con cuantos quieran, y lo que es la honra, como usted dice, no se la vuelve ni Dios. Escoja ahora mismo entre eso y ser la mujer de un hacendado, de un capitán de rurales y de un hombre completo y valiente que la traerá en las palmas de las manos… No sea tonta, no sea cabezuda… En lugar de acabar… entendámonos. Déme siquiera una esperanza; me marcharé al momento y seré su amigo.

Cecilia, cuando escuchaba esto, no podía contener su rabia; la cólera la ahogaba, y se desbordó en injurias de tal manera, que estuvo a punto de perder la razón.

—Me quiere coger este grandísimo… por la fuerza, y eso no será —dijo Cecilia echando espuma por los extremos de su boca—. Usted no me conoce a mí, y yo lo conozco a usted y lo entregaré a la horca, que es lo que merece. Usted, Don, no se llama Pedro Sánchez, sino Evaristo, tornero de oficio y ladrón de profesión; usted es el asesino de su pobre mujer, que se llamaba doña Tules, y usted es capitán de los ladrones que han estado robando y matando en Río Frío. ¿Cree usted que no se saben las cosas? Pues en la plaza del mercado todo se sabe, hasta lo que sueñan las gentes cuando duermen en casa. Las alhajas están en poder del licenciado Olañeta, que ha averiguado que las robó usted a una señora de Puebla, hermana de un gobernador… Conque, ande, aquí estoy; amárreme codo con codo y lléveme a la cárcel si se atreve.

Cecilia, con los ojos echando rayos, las mejillas encendidas, el abundante cabello en desorden, que le caía por la frente y las espaldas; el rebozo terciado, que dejaba descubierto en parte un seno que se agitaba como si dentro hirvieran las lavas de un volcán, se encaró con Evaristo, poniendo sus manos en la cintura, como las andaluzas que van a pelear y a hundirse el puñal, y le repitió:

—Amárreme, cobarde. Atrévase, si es hombre, a acusarme de ladrona.

Evaristo se sintió perdido. Esa mujer sabía su nombre, su historia, su vida entera, lo mismo que si hubiese sido su mujer. Era Tules que, bajo otra forma de mujer robusta, hermosa, pero resuelta y terrible, se le aparecía de improviso para arrastrarlo a la cárcel y a la horca. Y no era la frutera pobre y aislada, sino que detrás de ella estaba un personaje poderoso de México que tenía las pruebas en su poder, y que había hecho ya sus pesquisas e indagaciones. Sí, Cecilia, parte por casualidad y parte porque en la plaza del mercado se sabe cuanto pasa en la ciudad; él, por su doble carácter de agricultor, forrado en un ladrón, había procurado imponerse de muchas cosas y conocer a muchas gentes, y conocía y sabía lo que pasaba en la ciudad: quién era Bedolla, quién era Lamparilla, y quién era don Pedro Martín de Olañeta; así Cecilia tenía gente que la sacaría de cualquier dificultad, y sus declaraciones serían creídas, y el juez Bedolla encontraría la oportunidad de acreditarse condenando al verdadero culpable.

Las reflexiones y pensamientos que hacen las gentes, parecen minuciosas y largas cuando se escriben, y sin embargo, pasan como un relámpago en esa admirable e incomprensible máquina que se llama cerebro; y así pasaron rápidas en el de Evaristo.

No tenía más remedio que matar a Cecilia para que su vida estuviese segura; además, el sentimiento de amor se había cambiado en el de venganza contra la mujer que lo había insultado y despreciado… No había otro camino. Ya sabría aprovechar el miedo que le tenían en los pueblos y el concepto que gozaba en el gobierno como capitán de rurales, para inventar un cuento, decir que Cecilia y su criada habían sido asesinadas por los ladrones para robarlas, y buscar uno o dos infelices inocentes a quienes colgar en los árboles, como había colgado a uno por el asesinato del barillero. Después de matar a Cecilia mataría a esa india pequeña y débil a quien, con una patada en el vientre, le reventaría las tripas. Ilusiones y proyectos de bandido caído en una red, que le vinieron también como relámpago.

Cuando Cecilia se le encaró y lo provocaba con los ojos y con enérgicas interpelaciones, Evaristo se quedó por el momento mudo, pero revolviendo los ojos centelleantes y pasando convulsivamente sus manos crispadas por su cuerpo para buscar un arma. Su espada la había dejado colgada en la silla del caballo. Cargaba siempre su puñal, pero en aquel momento se le figuró que lo había dejado olvidado y no lo encontraba… Lanzarse a la lucha cuerpo a cuerpo con Cecilia, no era fácil; la trajinera tenía un cuerpo admirable de diosa antigua, pero constituida como Hércules, y además vendría Pantaleona y sería vencido por las dos mujeres… Los instantes en que buscaba por su cuerpo el arma sin encontrarla, fueron una agonía rabiosa… Estaba perdido, y no le quedaba más que pedir perdón a Cecilia, implorarlo de rodillas y salir como un cobarde… no podía resolverse a este trance… Por fin encontró en el bolsillo izquierdo de su chaqueta el puñal, enredado con el pañuelo, los cigarros y los puros. Le costó un poco de trabajo; su mano convulsa no acertaba…

—¡Oh! ¡Oh! —gritó sonriendo de una manera siniestra—. Ya está aquí…

Lo sacó, levantó el brazo y saltó sobre Cecilia… Le habría entrado en el corazón, no sólo el puñal, sino el mango y hasta el puño de Evaristo.

María Pantaleona, desde que comenzó la escena, arrastrándose como una culebra y aprovechando el momento en que ni Evaristo ni Cecilia la veían, preocupados como estaban, entró al cuarto y se ocultó tras el respaldo de un sillón.

Con la misma rapidez con que habían pasado los pensamientos criminales por el cerebro del bandido, así pasaron también por el de Pantaleona. Salvar a su ama y matar a Evaristo. Salió como una aparición terrible de detrás del sillón, y con la barreta levantada con las dos manos, la dejó caer sobre la cabeza del bandido.

Dos líneas más, y la cabeza habría quedado hecha pedazos; pero el puñal que iba a traspasar el turgente seno de la frutera cayó al suelo, y Evaristo lanzó un grito de dolor: sus dedos y su puño seguramente estaban desquebrajados. Sin embargo, quiso lanzarse sobre Pantaleona para desarmarla, pero Cecilia recogió el puñal del suelo, se lanzó sobre Evaristo, lo arrinconó contra la pared, le apretó el cuello con la mano izquierda y levantó la derecha armada del puñal.

—¡Miserable asesino, alma negra y hedionda de sapo, vas a pagar lo que hiciste con tu mujer!

—¡Doña Cecilia! —gritó Pantaleona conteniéndole el brazo—. No lo mate usted; seremos perdidas entonces; déjelo que se vaya, ya escarmentará; Dios lo castigará. Al fin y al cabo nosotras no tenemos miedo a nadie.

Con esta reflexión dicha con calma, con una especie de simplicidad, como si hubiese pasado una escena insignificante, despertó a Cecilia de esa especie de paroxismo de rabia y de furor.

—Dices bien; sabandijas como ésta se les machuca con el pie. Lárguese pronto —le dijo Cecilia dándole un puntapié en el trasero—. Y ya me conoce; le repito que no le tengo miedo. Lo desafío donde quiera y como quiera.

Evaristo quería hablar, volverse, luchar; pero Pantaleona tenía su barreta y Cecilia el puñal.

Así que estuvo en la puerta principal, Pantaleona le abrió lo muy necesario para que pasase, y Cecilia le dio otro puntapié.

Las mujeres suelen hacer esfuerzos viriles; pero cuando llegan a cierto punto son vencidas por la naturaleza misma de su delicada organización. Pantaleona cerró la puerta, y Cecilia apenas tuvo tiempo para atravesar el patio, llegar a su recámara y caer sin sentido en su cama.

—¡El indino! —dijo Pantaleona con calma cuando vio a su ama en tal estado—. Puede ser que hubiera sido mejor haberlo matado.

Pantaleona con verdadero cariño de hijo atendió a Cecilia con friegas de yerbas aromáticas y otros remedios; pero no fue despertando de ese sopor repentino que congestionó su cerebro sino muy entrada la tarde.

La reacción femenina era completa. Del valor intrépido y de la cólera pasó a las aprensiones y al miedo.

—Nada, Pantaleona —le dijo— no te ocupes de despachar la canoa; que se quede como está, y ya le encargaré mis negocios a don Muñoz. Vámonos ahora mismo, aunque sea en la chalupa, porque ese hombre va a volver esta noche con sus bandidos y nos asesinará sin remedio.

A toda prisa arreglaron las cosas de la casa y se embarcaron en una chalupa donde apenas cabían las dos.

A la medianoche, casi a la misma hora del naufragio, y con la luna llena, se deslizaba entre ondas y rieles de plata, con la velocidad de un cisne, la pequeña embarcación que conducía a México a las dos mujeres que habían luchado y vencido al terrible bandido de Río Frío.

XI. Los almacenes de fruta

El canal cenagoso e infecto donde flotaban hojas de lechuga, troncos de col y a veces zanahorias y rábanos enteros, que penetra en la ciudad y que no hace muchos años llegaba hasta la puertecilla secreta del costado de Palacio, fue seguramente en los tiempos anteriores a la conquista el lugar más concurrido y alegre de Tenoxtitlán, pues era como el puerto que comunicaba a los reinos de Chalco y de Texcoco con la capital del imperio de Moctezuma. Sin embargo de haberse trastornado todo durante el largo sitio que puso Cortés a la ciudad, y demolido después intencionalmente el templo mayor y las hermosas calles que desembocaban en la plaza, la acequia conservó su importancia, y ya hemos visto que durante muchos años, y hasta hoy, ese rumbo, aunque desaseado y extraño por sus casas y construcciones, que parecen más bien formar un pueblo separado, es el más comercial, el más activo y el más bullicioso de los barrios de la gran capital moderna.

A lo largo del canal, viejas construcciones de uno y otro lado, con sus fachadas amoratadas de tezontle o pintadas de cal o de colores fuertes, con sus balconerías irregulares de fierro, sus ventanas con rejas gruesas, forman una calle comunicada por puentes, que no deja de tener su novedad, especialmente en ciertas horas del día, en que las aguas turbias de la acequia están casi cubiertas de chalupas y de canoas cargadas de maíz, de cebada, de legumbres, de frutas y de flores, y como allí se van a surtir de primera mano los revendedores de fruta que andan en la calle y se sitúan en los zaguanes y esquinas por toda la ciudad, y como las indias e indios visten a poco más o menos sus trajes primitivos, no sólo para los extranjeros, sino aun para los mismos mexicanos ilustrados y parisienses que habitan el centro, tiene cierta novedad antigua, más interesante todavía para el que estudia las costumbres populares.

El piso bajo de las casas está ocupado con tiendas y comercios de la más desagradable apariencia; pero todos de lo más esencial e importante para la vida, tanto que podría llamarse ese barrio el gran almacén de la alimentación de los hombres y de los animales.

Tocinerías con una instalación singular, que aparte la grasa y el olor no muy agradable, presentan un aspecto único en su género y que no se encuentra en Europa, ni aun en las ciudades de España, que tanto se parecen a las nuestras. En un mostrador semicircular que entra un poco en la pieza, barnizado y lustroso con la misma grasa, se ostentan tres o cuatro sartenes de hojadelata, llenas en forma de pirámides blancas y bruñidas, de la manteca de puerco, adornada con labores de hojillas de amapola y de rosa. Otras sartenes de las mismas dimensiones contienen tostadas hechas con la piel de cochino, y que llaman chicharrones; otras idénticas con trocitos de carne frita, que nombran carnitas. En el corto espacio que queda libre del mostrador, está una tabla gruesa de fresno, donde pican, parten la carne y hacen el despacho. Pero lo más importante y vistoso es el tapanco o coronamiento del mostrador. En el centro hay siempre un cuadro de madera dorado, con la imagen del Divino Rostro o de algún santo de la devoción del dueño, alumbrada constantemente por dos o cuatro velas, colocadas en elegantes arbotantes, con sus mamaderas de cristal. De los lados de la imagen parte una especie de balaustrada calada y vistosa, formada con panes de jabón blanco adornado con flores rojas de papel y banderitas de oro volador, y en la orilla de esta balaustrada cuelgan guirnaldas de longaniza y chorizo, alternando con jamones que sirven como de grandes borlas a esta decoración que incita el apetito dejos que pasan, quienes nunca dejan de detenerse en la puerta y concluir por comprar una cuartilla de carnitas o de longaniza y, sobre todo, de chicharrón, condimento indispensable para el chile y los frijoles.

Las pulquerías son otra tentación muy peligrosa por las riñas que resultan. Una robusta muchacha pintada en el centro de la pared, con las mejillas coloradas y redondas, su penacho de plumas y vestida de una ropa ligera salpicada con figuritas de esmalte de colores, preside la pulquería y parece que incita a los parroquianos dejándoles ver sus abultados pechos, sus gruesas pantorrillas y sus pies pequeños calzados con cacles. Es la América en persona, que tiene por fuerza que figurar y ser la soberana de esas singulares tabernas donde se expende el licor que descubrió la hermosa Xóchitl. Ya hemos hablado al principio de esas pulquerías al aire libre, resguardadas únicamente por un tejado; pero las casillas, como se les llama oficialmente, situadas en diversas calles, presentan un aspecto todavía más característico en el Puente de la Leña.

Otro de los comercios casi exclusivo de esa parte de la ciudad, son las Pajerías. Una pequeña barcina de paja colgada en el centro de la puerta y flotando en el viento, indica a los cocheros el lugar donde deben abastecerse y adquirir a costa de las mulas y caballos que cuidan, un diario mayor que el sueldo que ganan. De uno y otro lado de la puerta una fila de costales abiertos de cebada, de maíz y de semilla de nabo, y a veces de frijoles, ocupan toda la acera. El interior es un verdadero almacén, la mitad ocupado con paja y la otra con sacos de maíz y de cebada que, en pilas simétricas, llegan hasta el techo.

Las carbonerías son no sólo puntos, sino manchas negras que resaltan en las fachadas blancas con sus mochetas azules o amarillas y sus sacas de carbón hechas con un zacate áspero y cortante; en la puerta, amontonados, canastillos copados de carbón, y sentados en unos banquillos, el carbonero y la carbonera, tiznados, más negros que los negros de África, con grandes cabezas enmarañadas y unos ojos ribeteados de encarnado, semejándose a los monstruos increíbles que inventan las nodrizas y cocineras para asustar a los niños e impedir que hagan travesuras.

En cuanto a leña, se encuentran amontonadas rajas formando zontles, pero también había otros montones integrados por tablas viejas de las casas; en una palabra, carbón, leña, tablas, maíz, cebada, legumbres, flores y frutas, son los artículos que abastecen a los trescientos o cuatrocientos mil habitantes de la ciudad.

Hay un día del año en que este barrio, desdeñado de la aristocracia, se transforma y presenta un delicioso aspecto: este día es el Viernes de Dolores. Las más lindas muchachas, vestidas con ricos trajes de seda negra, con sus mantillas costosísimas de punto francés o de Barcelona, ostentando en sus peinados y dedos diamantes y rubíes, descienden de sus carruajes en la Calle de la Acequia, y con ese garbo natural y encantador de las mexicanas, suben y atraviesan los puentes y se pasean por las dos orillas del canal, admirando la multitud de chalupas llenas de rosas de Castilla, de azucenas, de espuela de caballero, de amapolas y de claveles, pero con tal profusión, que las aguas desaparecen para dar lugar a una especie de gran jardín flotante, cuyos vivos colores destierran los miasmas desagradables que se desprenden de las tocinerías, carbonerías y pajerías que se han descrito.

El vecindario del barrio corresponde con galantería a esta visita anual. Las calles, muy barridas y regadas con hojas de rosa; los viejos y negros balcones de fierro, adornados con cortinas blancas o de damasco de China; arcos de tule con las grandes flores amarillas del zempasúchil y girasol, adornan las puertas de las accesorias; los tocineros doran y platean los jamones; los pulqueros pintan de nuevo sus tinas; la gente se viste de limpio y hasta los carboneros se sacuden el polvo negro, se mudan camisa, y en las pajerías aparecen manojos de amapolas y de verde y fresca alfalfa.

Limpian el canal recogiendo los desperdicios, basuras y yerbas; se colocan a un lado y a distancia las pesadas trajineras, para no estorbar a las chalupas que van y vienen, y las inditas que las conducen, muy aseadas y peinadas, tienen cierta gracia que da idea de que en el reinado de Moctezuma pudo haber bellezas notables, que llamaban la atención, como la llamó en la corte de España la famosa doña Isabel.

El vecindario es también característico y adecuado a la localidad. La base o cuadro se compone de viejos y de viejecitas de setenta, de ochenta y no pocos de cien años, desmintiendo con esto los preceptos de la higiene. La humedad, las emanaciones de la acequia, el ningún aseo de las calles, debían influir activamente en la duración de la vida. Nada de eso; los pulqueros y tocineros son en lo general de una salud envidiable y de una gordura monstruosa, y los carboneros se conservan por eternidades exentos de toda corrupción, con el polvo que tragan y de que están cubiertos. Otra parte de los vecinos son más bien de Chalco, de Texcoco, de Ameca, de Cuautla, de Amilpas. Tienen su comercio de granos y fruta, y en vez de hacer continuos viajes en las trajineras, concluyen por tomar una habitación en el Puente de la Leña y tener, como las grandes casas de comercio, el despacho en la capital, conservando en su pueblo la casa materna, como hemos visto que lo hacía Cecilia.

Y todo ese barrio de gente descuidada, mal vestida, de aspecto pobre, es, por el contrario de los ricos, no como los aventureros y agiotistas, que sacan su fortuna de la Tesorería General, sino ricos por el trabajo de la tierra y del comercio.

Muchos de esos carboneros que se veían sentados en la puerta de su almacén comiendo carnitas con chile verde y tortillas, hacían compras en las haciendas por cuatro o cinco mil pesos de leña y carbón; y cuando don Antero, el de Zoquiapan, tenía algún apuro para sus cajas, siempre encontraba con facilidad una o dos talegas de pesos, sin usura ni libranzas, sino bajo la garantía de pagarles en leña, maíz o carbón.

Los Trujanos tenían una flota entera de trajineras, y en sus almacenes nunca faltaban mil o dos mil cargas de maíz y otras tantas de cebada. Don Sabás, el jefe de la casa, era conocido y respetado en el Puente de la Leña, como don Gregorio en la calle de Santo Domingo. Su firma era pan bendito y su palabra mejor que una escritura hecha ante el escribano Cueva.

Los Melquiades, los malévolos Melquiades, detentadores de la inmensa fortuna del pobre Moctezuma III, encontraban siempre dinero con los comerciantes del Puente de la Leña, para gastarlo y dilapidarlo en comilonas, toros y fiestas de iglesia, que promovían de intento para ganar popularidad, y que los indios y rancheros se sublevasen si algún día venían a despojarlos por la fuerza de lo que se habían malamente apropiado.

De Cecilia, ni se diga. Pasaba en toda la vecindad, lo mismo que en Chalco, por una de las más ricas trajineras; y si hubiera necesitado reunir cuatro o cinco mil pesos, no habría dilatado cinco minutos, dirigiéndose a los Trujanos o a los tiznados carboneros. Además, la querían bien porque era mujer honrada y trabajadora y no decía más que lo que le salía del corazón; y a estas buenas cualidades se añadía que era guapa, simpática y caritativa. Los cojos y lisiados siempre tenían una tortilla que comer y algo en cobre que no dejaban de utilizar para echar en los tendejones su trago de aguardiente.

Pero de los comercios de que se ha dado una ligera idea y de otros que omitimos por no alargar el capítulo, el más curioso es el de los almacenes de fruta. Se cree generalmente por los que comen fruta en sus bien abastecidas mesas de México, que el trabajo consiste únicamente en cortarla y traerla a vender al mercado. Nada de eso. La fruta, particularmente la de Tierra Caliente, se compra por los comerciantes que se dedican a ese ramo, a los cultivadores o dueños de huerta a un precio ínfimo y en grandes cantidades. Éstos, ya por los canales o ya por el camino real, la conducen al Puente de la Leña, y allí las fruteras del mercado, que, como Cecilia, comerciaban en grande, la compran de segunda mano a más precio, la depositan en sus almacenes y la van vendiendo diariamente al menudeo a las fruteras de las esquinas y fruteros ambulantes, que desde las diez de la mañana recorren las calles pregonando las diversas clases que contienen sus apetitosos y pesados canastos, que con facilidad y desembarazo llevan en la cabeza.

Hablaremos del almacén de fruta de Cecilia, y con esto se tendrá idea de los demás. El frente daba a las orillas de la acequia, y por la espalda a una calle sin empedrado ni alumbrado en las noches, en cuyo centro había un caño aún más inmundo que los del Callejón de la Condesa y Chapitel de Santa Catarina, que ya conoce el lector. La tal calle estaba formada de casas en ruina y de cercas de adobe ya casi negro, que permitían ver por los derrumbes, que eran extensos corrales donde de noche se encerraban las vacas y burros mediante una corta retribución por cabeza. El vecindario se componía de misteriosos personajes que permanecían la mayor parte del día encerrados en unos cuartos lóbregos y húmedos, pues levantando algunas de sus vigas podridas, se encontraba el terreno lleno de agua turbia y sucia producida por filtraciones del canal. De noche se veían salir, uno a uno, hombres y mujeres envueltos en sus frazadas y rebozos, de fisonomías siniestras y de andar sospechoso, como queriendo ocultarse o como si temieran ser sorprendidos. Si estas gentes tenían la honrosa profesión de despojar a sus prójimos, no se puede decir con certeza; pero lo que sí se puede asegurar es que ese conjunto de callejones y de corrales que se comunicaban con la calle principal y con el Callejón de la Trapana, y que en conjunto formaban un pueblo escondido detrás de las casas altas que tenían su frente al canal, era el rumbo más tenebroso y al mismo tiempo el más seguro de toda la capital. Jamás se oía decir nada de robos, de asesinatos, de pleitos ni heridas, y el músico Sayas, que habitaba en una casa de vecindad de la Trapana, se retiraba del teatro a las doce de la noche y a la una de la mañana, seguido de un muchachito que cargaba el violonchelo, y en diez años no había tenido ni siquiera amagos. Los personajes equívocos y misteriosos que solían encontrarlo, le decían:

—Buenas noches, señor Sayas —metían en la cerradura de sus casas una llave que no hacía ruido al manejarla, y desaparecían como si fuesen maniquíes de una comedia de magia.

En algún capítulo hemos hablado del interior de la casa de que era propietaria Cecilia en la capital; necesitamos, por lo que va a pasar en ella y por dar una idea de los almacenes de fruta, hacer una descripción más minuciosa.

La fachada medía cosa de cuarenta varas de largo. En el centro había un zaguán alto y ancho, que, aunque viejo, se había conservado bien por ser de madera de cedro. Del lado izquierdo del zaguán había tres ventanas con gruesas rejas de hierro, y del derecho una puerta pequeña y varias ventanillas y ojos de buey que daban una escasa luz a los cuartos interiores. El primer patio era inmenso, empedrado con grandes piedras redondas de río, y podrían haber entrado a él cómodamente cuatro o seis coches; pero en lugar de coches, entraban canoas trajineras, pues Cecilia había hecho cavar un canal que llegaba hasta el fondo, donde había un cobertizo de tejamanil para depositar el azúcar, la miel y el aguardiente de que venían cargadas sus canoas. En tiempo de lluvias, cuando se desbordaban las lagunas y la acequia se llenaba, las aguas penetraban hasta el canal de la casa, y las canoas podían entrar cómodamente, y, cerrada la puerta, flota y mercancías quedaban tan seguras como en el mejor muelle. En tiempo de secas no era esto posible, y las canoas y chalupas quedaban en seco y la gran puerta entreabierta, pues la seguridad de ese barrio era tal, que Cecilia había perdido completamente el miedo a los ladrones; sin embargo, por precaución siempre dormía un remero en una de las canoas, encendiendo antes de recogerse un farolillo con una vela de sebo, que duraba hasta las once o las doce de la noche. Después todo quedaba en silencio y en la oscuridad.

El patio con el canal en el centro y el cobertizo en el fondo, estaba rodeado de cuartos en los que guardaba la fruta. Dos o tres estaban ocupados con naranjas amontonadas en los rincones, otros con racimos de plátanos pendientes de cuerdas fijadas en uno y otro extremo de la pared, otro con chicozapotes, chirimoyas y mangos, que, como frutas delicadas, estaban formadas en fila en el suelo en tablones y separadas unas de otras para evitar el que se pudriesen; en fin, otro y otros llenos de limas, de piñas y de cocos, de granada roja, de jícamas, de zapote amarillo, de papayas, de calabazas; de cuanto produce de aromático y de azucarado la Tierra Caliente, y para que no faltase el surtido, había también manzanas, perones, duraznos y otras frutas de tierra fría.

La visita a los diferentes almacenes era realmente una novedad. El amarillo dorado de las naranjas aglomeradas más que en cientos, en millares; el verde tierno y suave de las limas, los plátanos que iban madurando y tomando los colores y cambiantes del carey, los cocos con su vestido de barbas de color indefinible, entre carmelita y amarillo; las granadas con sus chapas de color, rojas sobre el fondo blanquecino o amarillo pálido; las calabazas enormes con su arrugada corteza; toda esa variedad, en fin, de producciones de la naturaleza, recreaba la vista y el olfato con exceso, hasta producir desvanecimientos, y llamaba la atención por la gran cantidad reunida de tantas frutas en la estación del invierno. Algunos extranjeros que visitaban los grandes almacenes de Cecilia, no podían creer lo que veían sus ojos. Las naranjas en Inglaterra están cuidadosamente envueltas en papel de China y valen una libra esterlina la docena; en Francia, las legumbres y la fruta se venden por peso, y no imaginaban tal profusión ni el ínfimo precio a que se vendían.

De día estos depósitos estaban abiertos de par en par, y los regatones entraban y salían desde las seis de la mañana para examinar el estado de las frutas y hacer su provisión surtida de cuantas encontraban. A las diez terminaba la venta. Cecilia atendía a veces este negocio, otras lo dejaba a una de las Marías, y ella se iba a presidir el puesto del mercado.

De este gran patio, siempre impregnado de tan distintos y fuertes olores que neutralizaban los muy desagradables que por las tardes suelen venir de las lagunas y pantanos que rodean la ciudad, se entraba a un callejón que conducía a un extenso corral, donde Cecilia tenía gallinas, guajolotes, una puerca con seis u ocho marranitos que gruñían desde que salía el sol, y dos vacas que le daban leche sobrada para la casa. A este corral seguía otro, con su cerca de adobe muy alta, que formaba parte de la sucia y extraña calle que se ha descrito. La extensísima construcción era toda de adobes, de cascajo, de piedra suelta, de tezontle, vieja, cayéndose aquí, presentando grietas profundas en las paredes, necesitando sostener con madres y puntales los techos de los cuartos y tapar los agujeros y destrozos que hacían los aguaceros en las paredes y cimientos. Cecilia hacía las reparaciones que eran necesarias, pero componerla radicalmente le era imposible. Los sobrestantes le habían dicho que necesitaría quince o veinte mil pesos, y no era tan rica para eso.

Las piezas que ella y las Marías habitaban, eran lo menos ruinoso del gran almacén de fruta. Una cocina amarilla del humo y no escasa de hollín, con un brasero de extremo a extremo, muy limpio, lo mismo que el suelo, de ladrillos flojos y gastados; sartenes, ollas, cazuelas, cedazos y diferentes trastos de barro vidriado, en tal abundancia, que no había lugar desocupado en la pared para colgarlos. Seguía una pieza donde dormían las dos Marías en unos colchones que enrollaban cuando se levantaban y los ponían sobre otros viejos y manchados que pertenecían a la canoa trajinera y que se lavaban y rellenaban a medida que se necesitaban, y en una cuerda fijada en uno y otro extremo de la pared, colgadas las enaguas y ropa de las criadas. La pared descascarada y dejando descubrir sobre las diferentes manos de cal que había recibido, el friso curioso que había adornado esa pieza ochenta o cien años antes. A ésta seguía otra muy grande, ocupada con baúles, cajas antiguas y diferentes muebles inútiles, y de esta pieza se entraba a la recámara de Cecilia, que era lo mejor. El piso con vigas nuevas y pintadas, al menos cada mes, con sacatlascale, las paredes con una pintura de cal azul pálido, y las vigas viejas, pero limpias, sostenidas por dos gruesas maderas forradas de papel dorado, lujo extraordinario que había costado diez o doce pesos a Cecilia. La cama de banco verde con su rodapié y cabecera, charoladas color de café no tenía el lujo de almohadones, encajes y sobrecamas que la de Chalco; pero no presentaba mal aspecto, cubierta con un jorongo encarnado y blanco de San Miguel y dos almohadas largas de sangalete, con sus fundas muy limpias. Un canapé y una docena de sillas de tule, hechas por los remeros bajo la dirección de Cecilia, formaban el estrado, y por alfombras, gruesos y lustrosos petates de Xochimilco. Junto a la cama había un mueble que resaltaba y formaba contraste con la sencillez de los demás. Era un ropero flamenco del tiempo de Carlos V, y no era temerario pensar que pudo, acaso, haber estado en alguno de los palacios del célebre y guerrero emperador. Cuando se abrían las puertas, era más bien que ropero un grande y admirable tríptico. Sobre fondo rojo, que no había perdido nada de su fuerza, estaba pintada en las puertas la adoración de los reyes magos con sus trajes fantásticos recamados de oro y pedrería, completando el espacio de las puertas los camellos y la servidumbre. En el fondo la cuna con la Virgen, San José, el Niño Dios, el buey y la mula, pero todo de mano maestra, con cierto gusto bizantino por el recargo del dorado; pero las figuras como si Alberto Durero o Francisco Francia las hubiesen pintado. Allí, sucio y cubierto de telarañas encontró este mueble Cecilia cuando compró la casa, lo limpió y lo destinó para guardar su ropa, y más adelante descubrió, por casualidad, que en el fondo había secretos cajoncitos tan bien disimulados, que el más escrupuloso registro no hubiese bastado para descubrirlos. Se aprovechó de su descubrimiento y los iba llenando de pesos y escudos, fruto de sus economías. Los viernes, cuando no estaba en Chalco, a las ocho de la noche, abría el tríptico, e hincadas de rodillas ella y las dos Marías, rezaban la corona. Fuera de esto, la recámara no presentaba nada de particular más que unas cuantas estampas de santos clavadas en la pared con tachuelas doradas y una mesa de madera de pino que servía para comer, planchar y cuanto se ofrecía.

Tal era el almacén de fruta de Cecilia, y como él había seis u ocho, poco más o menos parecidos, en ese célebre barrio de la Acequia, de que hemos tratado de dar una idea.

Evaristo, como la mayor parte de los agricultores de Chalco y Texcoco, tenía sus relaciones de comercio con los Trujanos, con los carboneros y con los dueños de tendejones, a los que vendía granos, leña y carbón; pero no le había convenido hacerse conocer personalmente, y hacía sus tratos y cobros por conducto del administrador de La Blanca. Podía, pues, presentarse en esas calles sin inconveniente y pasar desapercibido como uno de tantos.

Desde que fue arrojado por Cecilia y herido en la mano, se propuso resueltamente acabar con ella y con sus dos criadas. Dejó por unos días el mando de la escolta a Hilario, y él se vino de incógnito a establecer a México, con el objeto de madurar un golpe decisivo y seguro. Tomó un cuarto en un mesón de Tezontlale para vivir aparentemente en él, y una accesoria con dos piezas en el Callejón de la Trapana, donde fijó su residencia y puso una carbonería a cargo del enmascarado que había escapado del desastre de Río Frío, y con el cual podía contar enteramente.

Cuanta rabia, despecho y desesperación puedan tener los condenados en el infierno, tanta así hervía en su negro corazón. Las ilusiones de vida quieta y pacífica al lado de Cecilia, si hubiera condescendido a casarse con él, habían desaparecido, y aun los sentimientos puramente brutales que despertaban en su ansiosa y loca imaginación la vista de tantos atractivos y de tanto donaire natural, se convirtieron en un odio rabioso, añadiéndose a esto el miedo que le causaba la mujer que lo conocía, que sabía sus secretos y que lo podía perder a la hora que se le antojase. Durante muchos días temió ser llamado por el Comandante General o aprehendido y fusilado en el acto por el coronel Baninelli; pero cada uno había guardado su secreto y su amenaza. Cecilia a su vez, llena de terror, guardó el más profundo silencio y se limitó a no volver a Chalco, y él, casi seguro de que una delación en contra de la trajinera no tendría ningún resultado, se limitó a callar, contando a Hilario y a los que lo encontraban, que su caballo tropezó y que él, al caer, se había lastimado la mano; pero tal estado de cosas no podía durar y no había alternativa. Cecilia y él no cabían ya en la tierra. O él o Cecilia debían morir, y se resolvió a jugar el todo por el todo. Ya hemos dicho en otros capítulos que Evaristo acostumbraba espiar a Cecilia y rondar su casa, tratando de conocer las entradas y salidas, la situación interior de las piezas y las costumbres y hábitos domésticos de esa aislada familia que vivía en el almacén de frutas; pero desde que se ratificó en su designio, era una especie de araña maligna que esperaba la mosca para asirla con sus tenazas y chuparle la sangre. La situación de la accesoria que ocupaba en el callejón de la Trapana, le proporcionaba observar cuanto pasaba en el almacén. Se tiznó la cara, vistió una camisa ordinaria de cambaya azul, unos calzones de cuero y un sombrero de petate, y despachaba a los marchantes alternando con el indio. Varias veces vio entrar a Cecilia por el zaguán chico, por donde se manejaba. Ímpetus le daban de arrojarse sobre ella y coserla a puñaladas; pero lo que quería era la venganza, al mismo tiempo que la impunidad. Tenía pensado que, para alejar hasta las más remotas sospechas, la misma noche que consumara el crimen apareciese dando una batalla descomunal en el monte a imaginarios ladrones, lo que le era muy fácil, poniéndose de acuerdo con Hilario. Cecilia sería asesinada a la media noche, él tendría apostado a Hilario con caballos fuera de la garita, saldrían a la madrugada, y galopando recio llegarían al monte a las diez u once de la mañana, fingirían un encuentro, y colgarían de los árboles a los dos o tres primeros infelices que encontrasen, para que los viesen los pasajeros de la diligencia, y él dirigiría el parte a México firmando en Río Frío a las doce de la noche.

Pensando en éste y otros planes pasaba el día y la noche. Mientras el indio se dormía, él entreabría la puerta, apagaba el farolito con el cabo de sebo que ardía hasta las ocho de la noche y se ponía a observar atentamente lo que pasaba en el barrio. A las seis de la tarde estaba muy concurrido, indios e indias, criados, mozos y cargadores iban y venían con sus mandados, entraban y salían a los almacenes de fruta, tendejones y pajerías; pero a las ocho de la noche todos se retiraban, las calles aparecían como desiertas, y el último tendejón que se cerraba y que hacía contraesquina con la casa de Cecilia, era el de don Joaquinito, que tenía una mujer ya anciana. Dando las nueve de la noche, se metían a acostar y no le abrían a nadie hasta las siete de la siguiente mañana. Los vecinos honrados se retiraban cuando más tarde a las diez, en que se cerraban las casas de vecindad, y los personajes equívocos de que hemos hablado, salían de sus escondrijos a las once de la noche y no volvían hasta las cuatro o cinco de la mañana.

Entre las doce y la una de la mañana se oían sonar unos tacones por el empedrado; luego nada, y a poco aparecía, como un fantasma, la figura gorda y pequeña, casi cuadrada, del músico Sayas, seguido de su muchacho cargando el violonchelo. Una vez que entraban a la casa, que estaba a muy poca distancia de la carbonería, todo aquel rumbo quedaba en la más completa oscuridad, pues no había un solo farol y el silencio no era turbado sino por los ladridos lejanos de los perros, el mugido de las vacas de los corrales y el canto de los gallos.

Evaristo se aseguró que desde la una de la mañana hasta las tres o cuatro, él sería la única persona despierta en el barrio, y era más de lo que necesitaba. En las noches oscuras, luego que el músico Sayas entraba, él salía con unos instrumentos que de intento mandó hacer, y sin ruido y lentamente iba quitando las piedras y cavando un agujero por donde cupiese un hombre, en la parte baja de la casa de Cecilia y en el lugar que había calculado, por sus observaciones, que daría a la pieza intermedia entre las recámaras donde dormían Cecilia y las Marías. Cuando había profundizado algo, volvía a colocar las piedras con mucho arte para que nada se notara en el exterior, se retiraba y cerraba su carbonería. Así continuó su trabajo, que cuidaba de examinar durante el día, y cuando estuvo seguro de que sólo necesitaba retirar con la mano una piedra chiluca para poder penetrar cómodamente al interior, resolvió dar el golpe.

Su plan era entrar él por el agujero y después el indio, los dos armados de puñales. El indio se dirigiría a la pieza de la izquierda, donde dormían las criadas, y sin hablarles una palabra les daría de puñaladas. Él tomaría la recámara de la derecha y haría lo mismo con Cecilia, y tendría el doble placer de hacerla desaparecer, siguiendo una escena que podría, si resucitase, envidiar el célebre marqués de Sade.

Escogió una de esas noches lóbregas y tempestuosas, en que se suceden los aguaceros, las calles parecen ríos, y los serenos, que no había uno a quinientas varas de distancia, se meten en los zaguanes, de modo que, aunque haya gritos y vocería dentro de una casa, no los escucha más que Dios. Poco antes de las nueve comenzaba con una corta lluvia, nubes gruesas y relámpagos lejanos, a presagiar lo que sería el resto de la noche. Evaristo salió de la carbonería y se dirigió en busca del indio remero que se quedaba de velador en una de las canoas. Ese remero los más días era tertuliano de la carbonería. Los dos carboneros, pero especialmente Evaristo, lo convidaban a comer en los tendejones pambacitos con chipotle y tragos de chinguirito; por él había sabido cuantos pormenores necesitaba, y estaba seguro de no haber equivocado el punto preciso de la horadación y de penetrar al cuarto intermedio, que siempre estaba alumbrado con una mariposa que ardía en un vaso de aceite, en una repisa colocada delante de la imagen de una Virgen de los Dolores, de la cual era muy devota María Pantaleona.

Rondó Evaristo como media hora y ya desesperaba de encontrar al remero, cuando lo vio venir con un farolito encendido, trastabillando, pues había absorbido ya cuatro o cinco vasitos de chinguirito. Era lo que precisamente se necesitaba; pero no contento con esto, lo convidó a que fuesen al tendejón de la contraesquina, que no se cerraba sino hasta las diez. Vaso tras vaso, no cesaban de hablar del precio del carbón y de la patrona Cecilia, que era muy rica, y de su casa y de un ropero colorado que abría a las nueve de la noche y se hincaba de rodillas a rezar el rosario; y el remero y el carbonero, muy tiznado y con crecido cabello, bebían y decían que estaban prontos a dar la vida por Cecilia y servirla hasta de balde, y don Joaquinito el tendero, que la conocía, decía lo mismo y les servía aguardiente en los vasitos, de modo que estaba ya vacío su grande frasco cuadrado. Pero Evaristo no bebía, sino que al disimulo derramaba el líquido y después se empinaba el vaso y lo dejaba caer con estrépito en el mostrador, fingiéndose el borracho. Dando las diez, don Joaquinito los echó; Evaristo tiró en el mostrador un puñado de cuartillas de cobre, y remero y carbonero, del brazo, salieron a la calle tambaleando y haciendo zetas, a tal grado, que el tendero creyó que a pocos pasos caerían sin sentido en el suelo; pero, él había vendido su chinguirito compuesto con agua y alumbre, y poco le importaba, así es que cerró su puerta diciendo:

—Ya se los llevará el diablo o el sereno.

Evaristo condujo casi en peso al remero hasta la canoa y lo dejó acostado y sin sentido, con el farolito para que no llamase la atención a alguno que pudiera pasar y estuviese acostumbrado a verlo encendido hasta las once o doce de la noche.

Fuese en seguida a la carbonería, apagó su luz, entreabrió la puerta y se puso en observación. El indio, acostado en unas sacas de carbón, dormía profundamente.

Las nubes cargadas de electricidad se iban acercando más y más a la ciudad, los relámpagos menudeaban y una lluvia fina había empapado las siniestras calles y formado charcos y lodazales.

Oscuridad profunda: ni un alma en la calle. Los vecinos misteriosos de la casa de la Trapana y de las otras contiguas comenzaron a salir, envueltos en sus frazadas, y a desaparecer entre aquella multitud de vericuetos y de angostos callejones. Cuando pasaban cerca, Evaristo cerraba su puerta apenas entreabierta.

Las once sonaron en los relojes de varias iglesias.

A las once y media, aguacero tras de aguacero, relámpagos sin cesar que iluminaban el canal lleno de canoas trajineras; los puentes, las torres y cúpulas de las iglesias, todo tomaba el aspecto fantástico de una ciudad ardiendo como Gomorra con un fuego azufroso. Dos o tres rayos se desprendieron y uno cayó muy cerca. Evaristo oyó un grito de espanto, ruido y vocerío de gentes que se acercaban. Cerró enteramente su puerta y espió por un agujero. Eran unas familias del barrio que regresaban del teatro en medio de aquella turbonada; las mujeres empapadas, con la ropa arriba de las rodillas, y los hombres con los paraguas volteados al revés y hechos pedazos con la fuerza del viento. El rayo que cayó a corta distancia los asustó; las mujeres arrojaron un grito, pero se repusieron pronto, y como era gente alegre, rieron a carcajadas de su miedo, hablaron del teatro, de lo que les costaba por el daño que habían recibido sus vestidos y sombreros, y llevando en paciencia su mala ventura, fueron alejándose y perdiéndose sus voces y personas entre las profundas tinieblas de la noche. Veinte minutos después, nuevas voces y nuevos pasos. Era el músico Sayas que regañaba a su muchacho porque no había puesto la funda a su violonchelo y temía que hubiese entrado agua por las rendijas de la vieja caja en que lo guardaba. Llegó a la puerta de su casa, introdujo la llave, y él y su acompañante, a quien aplicó un buen coscorrón al entrar, desaparecieron, volviendo el silencio y las tinieblas, cada vez más espesas.

Evaristo estaba ya en aptitud de obrar; nadie debería ya pasar por todo el barrio de la Acequia. Los serenos, muy lejanos, estaban sin duda abrigados y dormidos en casa de sus amigos los tenderos.

Cerró su puerta, despertó bien al indio; sacudiéndolo fuertemente, le hizo tomar un trago de aguardiente, y le dio dos puñales muy largos y afilados.

—Escucha bien lo que te voy a decir. Sígueme. Voy a entrar por un agujero que hay ya hecho en casa de la trajinera. Tú entrarás tras de mí. Te diriges en silencio a la pieza que yo te señale, y entrarás hasta el rincón del fondo. Allí encontrarás en la cama, dormidas, a dos mujeres; antes de que puedan despertar y gritar, dales muchas y fuertes puñaladas por la cara, por el pecho, por todas partes, y no ceses de herir hasta que las mates. Si no obedeces, te mato yo esta noche.

El indio, que era el más bruto y el más cruel de los que formaron la cuadrilla de los enmascarados, cogió los puñales, se los colocó en la faja de la cintura, se envolvió en su frazada negra del polvo del carbón, y contestó lacónicamente:

—No tenga cuidado, mi capitán.

Cerraron la carbonería y salieron con precaución, disimulándose contra las paredes, y así llegaron hasta la horadación. La reconoció Evaristo con cuidado y la encontró a satisfacción; no se necesitaba más que quitar las piedras ya flojas y el cascajo, retirar la tapa de chiluca y entrar sin necesidad de hacer ruido. Si las mujeres, que probablemente dormían muy tranquilas, despertaban y daban gritos pidiendo auxilio, nadie las oiría; si se defendían, y era lo más probable, emprenderían él y el indio una lucha a puñaladas, y la victoria era segura; pero aun cuando no lo fuera, algo se había de arriesgar. Evaristo se proponía, luego que acabase con Cecilia y sus criadas, matar por detrás al último de los enmascarados, para que nadie pudiese ser testigo de su crimen.

Había ya vaciado con mucho tiento y cuidado el cascajo y piedras y se disponía a quitar la piedra chiluca para entrar, cuando se acordó del indio remero que había dejado en la canoa, y reflexionó que la lluvia y el fresco de la noche podían haber disipado la borrachera, y se levantaría tal vez buscando el farolillo o le daría la gana de rondar por la casa, como era su obligación y se lo había encargado su ama. Dejó al último de los enmascarados cuidando el agujero, encargándole que no se moviese, y él se dirigió a la canoa, que, como se ha dicho, estaba en el patio de la casa, a poca distancia de la puerta principal que estaba entreabierta. Las aguas de la acequia, crecidas con las lluvias, entraban a esa especie de muelle y hacían flotar la canoa.

Evaristo, con el agua hasta cerca de la rodilla, penetró al patio, subió a la canoa y examinó el estado del remero. Roncaba estrepitosamente en medio de un charco de agua con lodo, basuras y paja; pero se removía de un lado a otro, de tiempo en tiempo exhalaba una especie de rugido, decía palabras incoherentes y llamaba a doña Cecilia. Decididamente la influencia de alcohol iba a terminar, y si había gritos y lucha, el remero los oiría, pues el agujero estaba en el costado de la casa a corta distancia.

Evaristo no vaciló, se acercó al remero, le buscó con la mano izquierda el corazón, así que lo sintió latir, con la derecha colocó la punta de su largo puñal y, aprovechando la rápida luz de un relámpago, se lo hundió hasta el mango. No contento con esto, hizo picadillo la cara del remero, después limpió el puñal en las húmedas mechas de la víctima, y con precauciones de gato montés que se siente perseguido, más bien arrastrándose entre el lodo y charcos, dio la vuelta a la casa y regresó al agujero. Por el cobarde asesinato que acababa de perpetrar o por otros pensamientos siniestros, tuvo miedo y no se atrevió a entrar, pero sí quitó la piedra chiluca y le dijo a su indio:

—Entra tú primero y yo te sigo.

El indio, con repugnancia, meneaba la cabeza y no quería aventurarse; pero Evaristo lo amenazó con su puñal, y tuvo que obedecer y se tendió en el suelo.

—Si ves que hay luz encendida, oyes ruidos en las piezas o ves gente despierta, retiras inmediatamente la cabeza; si todo está quieto y oscuro, me lo dices y yo entraré inmediatamente.

El indio no contestó, pero introdujo la cabeza y casi al mismo tiempo el resto de su cuerpo, hasta que desaparecieron sus pies en la oscura tronera. Una voz indefinible dijo desde dentro, muy quedo:

—Puede entrar. Todo está oscuro y quieto.

No dejaron de llamar la atención a Evaristo los términos regulares y pulcros del llamamiento; pero no obstante se tendió en el suelo y comenzó con precaución a introducir su cabeza; no había penetrado aún el cuello, cuando se sintió asido de las melenas de la frente por una mano fuerte que lo tiraba para introducirlo adentro, y al mismo tiempo sintió la punta de un puñal. Quiso retirarse inmediatamente; pero otra mano se apoderó de otro mechón, y su esfuerzo fue inútil.

—¡Ah, maldita Cecilia! Siento tus manos fuertes de arriera y de trajinera, y tu venganza de infierno, pero no te has de salir con la tuya; mis gentes están aquí y ahora mismo rompo las puertas de tu casa, entro, te llevo presa y te ahorco en el monte… Suelta, suelta, demonio… Suelta… te prometo no decir nada… suelta… Jamás te volveré a ver ni a acercarme a una legua de donde tú estés… Suelta, por el alma de tu madre…

Evaristo, formando palanca con sus brazos apoyados contra la pared, trataba de retirar su cabeza, amenazando unas veces, jurando y pidiendo perdón otras. Imposible; la persona que lo tenía asido de los cabellos en el interior del cuarto, formaba también palanca poniendo los pies contra la pared. Esta lucha terrible duró menos de cinco minutos.

La persona que tenía asida a Evaristo cayó de espaldas en el cuarto, quedándose con un mechón de cabellos, con todo y la piel del casco en la mano, mientras el bandido se revolcaba de dolor entre el cascajo y los escombros de la tétrica calle.

XII. El tumulto

La puñalada que María Pantaleona dio al último de los enmascarados en la arteria carótida, ocasionó que se vaciara completamente, y el cuarto estaba inundado de sangre. La escasa luz de la mariposita que ardía delante de la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, y el rápido y fantástico reflejo de los relámpagos que entraban por las altas claraboyas y por el agujero, daban momento a momento a ese cuarto, con sus paredes húmedas y salpicadas de manchones pardos y negros, un aspecto el más aterrador. Los barriles vacíos, amontonados en los rincones, parecían animarse y moverse; los palos y trastos viejos tomaban extrañas figuras; las ratas salían en gran número de sus escondites, miraban con sus ojillos azorados el cadáver monstruoso del indio, nadando en una sangre negra; querían acercarse, pero no se atrevían y huían espantadas. La imagen misma de la Virgen parecía más consternada y llorosa; María Pantaleona no tenía en cuenta este aspecto siniestro y permaneció sentada junto al agujero, con su largo puñal en una mano y el mechón de cabellos de Evaristo en la otra.

A la tormenta de la noche había seguido, como es común en México, una mañana clara y fresca. Luego que entraron por las claraboyas los primeros rayos del sol, Pantaleona se dirigió a la recámara de Cecilia que, contra su costumbre, dormía a causa del mucho trabajo del día anterior, en que había recibido y despachado dos trajineras cargadas de azúcar y piloncillo.

—Doña Cecilia, despierte usted, que van a dar las seis —le dijo María— que ya hay mucha gente y mucho trajín en la calle —y al decir esto abrió las ventanas.

Cecilia se sentó, se limpió los ojos, miró a Pantaleona y dio un grito…

—¡Señora mía de los Dolores! ¿Qué es esto, qué ha sucedido, mujer, que estás como si te hubieses bañado en una tina de sangre?

—No se asuste, doña Cecilia, ya le contaré; no es nada, y yo no tengo ni siquiera un araño; levántese y venga.

Cecilia se puso violentamente unas enaguas, metió sus pies en sus zapatos de raso, se envolvió en un rebozo y siguió llena de susto a María, no pudiendo conjeturar lo que había acontecido.

Los rayos del sol de la claraboya, formando una ancha banda llena de ese polvo de oro que se mueve, que sube que baja, que forma iris cambiantes como si volaran millones de microscópicos animalillos de esmalte de colores, venían a terminar en la cara deforme y sangrienta del indio asesinado, cuyos ojos abiertos y desencajados amenazaban todavía a Pantaleona. Por las desigualdades del suelo mal enladrillado, corrían hilos de sangre que terminaban en morados manchones coagulados. Cecilia pisó aquí y allá sin saber lo que hacía, empapó su calzado claro, sintió frío en sus pies y piernas y retrocedió.

—¡Qué horror! —exclamó tapándose los ojos—. ¿Qué has hecho? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido mi sueño tan pesado que nada he sentido? Dime pronto, que me vuelvo loca. ¿En mi casa un asesinato? ¿Qué va a ser de nosotras? Vámonos de aquí; yo no quiero mirar ese hombre que, muerto como está, parece que nos quiere matar.

Entraron a la recámara, y Cecilia, conmovida y nerviosa hasta el extremo, tiró en un rincón el calzado empapado en sangre, se lavó los pies y las piernas y cayó anonadada en la gruesa estera que le servía de tapete.

María Pantaleona la tranquilizó, le acabó de enjuagar los pies y le contó lo que había pasado.

Hacía más de quince días que había oído a ciertas horas, desde su recámara, un ruido, como el de un animal que escarbaba el suelo o la pared. Al principio creyó que eran las ratas; pero dos días después se propuso escuchar con atención para darse cuenta de lo que pasaba. El ruido, las carreras y los pleitos de las ratas ya los conocía, y se fijó también en que el que ella oía comenzaba poco más o menos desde las dos hasta las tres o cuatro de la mañana, cesando siempre antes de amanecer. A los ocho días de esta observación, se convenció de que el ruido procedía de la calle y que la horadación que se trataba de hacer vendría a dar al centro del galerón donde se guardaban los barriles y huacales vacíos y palos viejos. Recorrió un día el exterior de la casa antes de irse al mercado, y vio las piedras flojas y colocadas después con cuidado, no sin dejar algún polvo y cascajo.

—¿Para qué decir a usted nada, doña Cecilia? —continuó Pantaleona con mucha calma y como si nada de funesto y de grave hubiese pasado—. La habría asustado en balde. Yo luego me pensé: o son los ladrones que se tratan de meter para robarnos, o es ese demonio de don Pedro Sánchez, que se querrá vengar de la zurra que le dimos, y se ha atrevido a agujerear la pared para entrar y matarnos; pero también me dije que lo primero que metería era la cabeza, y que si lo cogía de los cabellos y le atravesaba el pescuezo con el cuchillo con que se destroncan las piñas, no diría ni pío, y a mi nada me podía hacer. Dicho y hecho, doña Cecilia: a la tercera noche que me quedé en vela junto al agujero, pues que no faltaba más que quitar la última tapa de chiluca, cátate que veo que un cabezón se va apareciendo, lo cojo de las greñas y zás, le metí el cuchillo, que creo lo degollé… Ni chistó. Lo jalé para dentro y dije muy quedito: «Entre, que todos duermen», o no sé qué cosa más, y al instante apareció otra cabeza con unos pelos sobre la frente que daban miedo; que lo agarro, que se retira para salirse, pues conoció la trampa; que jalo yo otra vez con las dos manos, temiendo que se me fuese; que jala él y empieza a echar por esa boca desvergüenzas y después a prometer y a juiliarse, y jalo yo más fuerte, poniendo los pies contra la pared y con mi cuchillo en la boca; ya aburrida le iba a dar una buena en el cogote, cuando se me queda en las manos el mechón de cabellos, con todo y el casco… Aquí está, es de don Pedro Sánchez; y con esto y que le vean la cabeza, nos lo merendamos, doña Cecilia, y nos quitamos de este demonio que no nos deja sosiego en la vida.

María Pantaleona enseñó a Cecilia un gran mechón de cabellos, adheridos a un pedazo de piel ligeramente teñida de sangre.

—Hemos escapado; y si no ha sido por ti, muchacha, a estas horas yo soy la que estoy nadando en sangre, en mi cama —dijo Cecilia, atrayendo contra su seno a Pantaleona y abrazándola fuertemente—. ¿Pero cómo tuviste valor?

—Pues nada ¿qué me había de suceder? El hombre, metido entre la pared, sin poder moverse, y yo con mi cuchillo, y piedras, y la barreta cerca…

—¿Qué hacemos ahora?

—Pues yo no sé, doña Cecilia, usted determinará; pero lo mejor sería llamar al licenciado Lamparilla.

—Corre, corre, dices bien; lávate y múdate de ropa y te vuelves con él. Es temprano y no se ha de haber levantado todavía.

María Pánfila, que nada había sentido, se levantó como de costumbre a las cinco de la mañana, se puso a barrer su recámara, a lavar el brasero y disponer el recaudo para el almuerzo, y después salió al patio a abrir los almacenes, pues ya era la hora en que acostumbraban venir los regatones.

El desgraciado remero asesinado vivía en una choza de zacate en el pueblo de Santa Anita. Su mujer, su hermana y su hija, que tenía doce o catorce años, cultivaban la tierra y venían todos los días a vender sus cebollas, rábanos y nabos, y cualquiera de las tres surtía en la casa de Cecilia una canasta, la cargaba en la cabeza y se echaba por la ciudad entrando en los patios de las casas y pregonando con esa especie de cadencia chillona, que es la delicia de los muchachos, todas las diferentes frutas.

En la mañana, antes de arreglar su fruta y legumbres, compraban su atole, y con las gordas de elote untadas de chile, hacían en compañía del remero un alegre desayuno en la canoa, cuando estaba flotando, o en un rincón del patio de la casa. Después cada uno se marchaba por su lado a buscar su vida, y a la tarde se juntaban allí mismo y se embarcaban en su chalupa a la chinampa. El remero, ya de guardia en la casa, o ya en servicio a bordo de las trajineras, ganaba dos reales y medio diarios, y las mujeres, vendiendo las legumbres y fruta, bien hacían diariamente un par de pesos. Como las inditas eran enredadas, y todo el vestido del remero se componía de una camisa, unos calzoncillos de manta, un sombrero de petate y una frazada, no sólo eran felices, sino ricos.

Esa mañana, en cuanto atracaron su chalupa, compraron su atole y entraron al muelle de la casa de Cecilia, muy contentas con sus grandes jarros de atole echando vapor, y saludando al remero con sus tiernas y amorosas palabras aztecas, cuando, en vez de encontrarlo sentado, envuelto en su frazada, vieron horrorizadas un cadáver flotando entre el agua lodosa y enrojecida. Soltaron los jarros de atole y comenzaron a dar lastimosos gritos y a arrancarse los cabellos diciendo en su lengua quién sabe cuántas cosas dolorosas que el llanto atoraba en su garganta. La pobrecita muchacha, sin cuidarse del agua, se arrodilló y besaba la cara desfigurada y hecha picadillo de su padre, queriendo con sus manos acomodarle y pegarle los pedazos de carrillo y de nariz que le colgaban, figurándose tal vez que con esto le volvería la vida. María Pánfila acudió a los gritos cada vez más fuertes y dolorosos de las indias, y en un instante acudieron las demás inditas que estaban en la acequia con sus chalupas; los remeros, los regatones, los vecinos, las placeras que venían a comprar, los que pasaban; un mundo, en fin, de gente, que llenó el patio de la casa; que se puso a vociferar, a empujarse para ver de cerca lo que pasaba, a llorar y a gritar, porque los de Santa Anita que allí se hallaban eran parientes o conocidos del remero asesinado con tan refinada crueldad por Evaristo.

La sorpresa de María Pánfila, que, al contrario de la otra, era impresionable y algo tímida, se asustó al grado de no poder ni hablar cuando, entrando a la lóbrega bodega en busca de su ama para imponerla de lo que había visto y explicarle la causa de los gritos y sollozos, tropezó con el cadáver del último de los enmascarados.

Ya reunidas las tres, hablaron, se explicaron y pensaron en lo que deberían hacer, y decidieron que María Pánfila iría a llamar al alcalde del barrio; que María Pantaleona correría en busca de Lamparilla, quedándose Cecilia en la casa para explicar lo mejor que pudiese el suceso a los numerosos curiosos, lo que ya era necesario, pues no sólo continuaban entrando al patio, sino que invadían sus piezas y querían ver al otro indio matado, y el agujero por donde se había metido.

Llegó a poco el alcalde, que pudo, con mucha dificultad, acercarse hasta donde estaba Cecilia, rodeada de mucha gente; la llamó a su recámara y la interrogó.

Cecilia le contó lo ocurrido sin mentar para nada a Evaristo ni decirle las sospechas o casi certidumbre que tenía de que el capitán de rurales había sido el autor del asesinato del remero y el que había hecho la horadación.

—¿Y dónde está María Pantaleona, que tuvo ese valor increíble y que, en verdad, no me explico bien? —dijo el alcalde.

—María Pantaleona —le contestó Cecilia— ha ido en busca de mi licenciado, que es el que dirige mis negocios, y ya ve usted que en este trance tengo más que nunca necesidad de él.

—¡Ya lo creo! —dijo el alcalde con cierta intención maligna—. Porque ¿quién quita que se haya hecho el agujero de intento para disimular el crimen?…

—¿Cómo? ¿Se atrevería usted a creer —le interrumpió Cecilia poniéndose roja de cólera— que mis criadas han cometido un crimen acabando con este ladrón que venía a matarnos en nuestra misma cama? ¡Era lo único que faltaba!

—Yo ni creo ni dejo de creer, doña Cecilia. Aquí, dentro de la misma casa de usted, encuentro un hombre muerto y otro en la canoa; yo no sé quién los mató, ni cómo; mi deber es únicamente hacer las primeras averiguaciones y suponer con fundamento, que todos son culpables o cómplices, y llevarme a la cárcel a los muertos y a los vivos. Allá el juez de turno sabrá a quienes suelta y a quienes pone incomunicados. Conque, por de pronto, doña Cecilia, vístase bien, porque así no está usted para salir a la calle, y prepárese a acompañarme a la cárcel. Por mucha consideración y por mucho que la quiero a usted, lo más que haré será mandar por un coche de sitio, acompañarla y entregarla al juez.

El alcalde del barrio era efectivamente uno de los muchos aficionados que tenía Cecilia; la perseguía y le había hecho diversas proposiciones, aunque ninguna de casamiento. No era del todo despreciable. Tendría unos treinta y cinco años, de no mala figura, con sus zapatos de gamuza amarilla, sus calzoneras con cachirulos del mismo color y su buen sombrero jarano blanco, con toquillas de galón de oro. Daba su pala, y no era desdeñado de las recamareras y de las muchachas de los tendejones de la vecindad, y, además, era primo de los Trujanos, tenía una pajería bien surtida y hacía sus viajes en la trajinera de Cecilia o a caballo, para rescatar maíz en Chalco los días de feria; pero Cecilia, enteramente refractaria a los amores ligeros, no había hecho caso de las atenciones y pláticas del alcalde; y éste, un poco picado, aunque no tanto como el bandido Evaristo, no dejó de aprovechar la ocasión para imponer su autoridad y ejercer una pequeña venganza.

—¡Bonita es la justicia de México! —dijo Cecilia muy colérica—. ¡Conque después de que agujeran la pared y se meten en mi casa a la madrugada para cogerme dormida y matarme, todavía se quiere que acompañe uno al muerto y vaya a la cárcel!

—No hay que enfadarse por tan poca cosa, doña Cecilia —contestó con mucha calma el alcalde—. No sé de qué se asombra usted, que está cansada de ver todos los días pasar los muertos y detrás los reos. Es la costumbre.

—Pero yo no soy rea —le interrumpió Cecilia— y por lo demás no me saque argumentos, don Tomás, porque primero me hará usted mil pedazos que dejarme llevar a la cárcel. ¿Qué sería de mi puesto de fruta, de mis intereses en Chalco, si me sumieran en la cárcel cuatro meses o cuatro años? ¿Quién querría hablar conmigo ni darme siquiera los buenos días? ¡Mi ruina y mi desgracia para toda la vida! Ya verá, don Tomás, que estoy resuelta…

Cecilia dio algunos pasos, abrió el tríptico y sacó un puñal, el mismo que hemos dicho que cargaba en su cintura para hacerse respetar de remeros, arrieros y verduleras con quienes siempre tenía que andar a vueltas.

—Mire, don Tomás —continuó Cecilia con acento resuelto y sacando el puñal de una curiosa vaina bordada de oro y arrimándoselo a la cara— por el alma de mi madre le juro que, antes de salir de aquí entre soldados, me hundo este puñal en el corazón y acabamos; pero no iré entre filas.

—Pues no irá usted entre filas ni se hundirá usted el puñal en ese seno que pide besos y caricias y no heridas ni sangre, que bastante hay ya aquí.

Por un movimiento rápido que no aguardaba Cecilia, don Tomás le quitó el puñal, y blandiéndolo y levantando el brazo, amenazó a Cecilia y dijo riendo:

—¿Quién es el que manda ahora? No sea tonta, doña Cecilia; ya le dije que no iría entre filas, sino que la llevaría en coche; alístese pronto, porque ya se junta mucha gente y, aunque yo no quiera, me veré obligado a pedir auxilio al cuartel de la Santísima.

Viéndose Cecilia tan repentinamente desarmada, y notando en la fisonomía del alcalde que lo que quería era únicamente mortificarla, se resolvió a sacar el mejor partido de la posición difícil en que se encontraba.

—Mire, don Tomás —le dijo— me ha jugado usted una traición, y eso no hacen los hombres como usted. Deme mi puñal y no haré más que guardarlo; la cólera lleva a uno a donde no quisiera ir. Esperemos que venga mi licenciado e iré, no digo entre filas, sino al infierno si él me lo manda. De otro modo, no logrará usted que vaya.

Cecilia tenía ya algo más que afecto por Lamparilla, y además lo consideraba como un prodigio de sabiduría, como un hombre superior que lo podía todo, hasta el grado de haber quitado de la administración de la plaza al temible masón San Justo.

Cecilia y doña Pascuala, en su interior, tenían la misma admiración y rendían igual culto al licenciado Lamparilla; pero el poderoso Lamparilla, a quien había ido a buscar María Pantaleona, no aparecía y, en efecto, cada vez era más numerosa la gente. Era ya un verdadero tumulto.

—Estoy conforme —contestó el alcalde— y ya verá con esto que le doy una prueba de lo mucho que la quiero, aunque usted no me corresponde ni hace maldito el caso de mí. Prométame no moverse de aquí, y voy en busca de los ayudantes de acera para que sosieguen a esta gente y busquen unas escaleras para llevar a los muertos.

—Lo prometo, y yo misma voy a cerrar mis puertas, que para los que están en el patio no hay remedio, aunque vengan los ayudantes de acera.

Don Tomás salió abriéndose camino a codazos y empellones y Cecilia dijo a los que estaban ya en sus piezas que tenía que cerrarlas por orden del alcalde, como en efecto lo hizo.

Lamparilla no llegaba, ni María Pantaleona tampoco, y sin embargo ya era tiempo. La situación no podía prolongarse más. La gente se atumultaba y ya trataba de echarse sobre las puertas para ver dentro de la casa al indio matado por la valiente Cecilia, pues para la multitud ella era la heroína y no su criada, lo cual había hecho que aumentara el prestigio que tenía adquirido en todo el barrio.

Mientras el alcalde don Tomas se dirigía a buscar a los ayudantes de acera y cerrar su comercio, que momentáneamente había dejado al cuidado de un muchacho que le servía de dependiente, la cocinera del licenciado Bedolla, que acostumbraba hacer sus provisiones en el Puente de la Leña, se dirigió a pasos precipitados a la casa, refiriendo a su amo que una mujer había matado a su amante dentro de su casa, y el amante había matado antes a un remero, por celos, y que el barrio se estaba levantando; que había tumulto y otras cosas por el estilo; que le habían arrebatado la canasta y el dinero del gasto, y que no podía hacer de almuerzo más que huevos estrellados y los frijoles que habían sobrado de la cena de la noche anterior.

La astuta cocinera aprovechó la ocasión para apropiarse los doce reales que le daba diariamente Bedolla (que a eso estaba reducido) inventando un cuento que, sin embargo, cogió el juez al vuelo. Se le presentaba la ocasión de desplegar su energía y su actividad y reparar el malísimo resultado de la célebre causa de los supuestos asesinos de Tules. No hizo maldito el caso de la pérdida de la canasta y del dinero; sacó los últimos dos pesos que le quedaban por el momento, se los dio a la cocinera para que fuese a comprar lo necesario para el almuerzo y comida del día; pero antes hizo diversas preguntas, que le fueron contestadas con las más clásicas mentiras y exageraciones. Se acabó de vestir y sacó el reloj. Era justamente la hora en que el secretario acostumbraba ir a platicarle, a contarle los chismes de la noche anterior, a tomar sus órdenes para el despacho y lo que tendría que hacer si algo ocurría de grave mientras él digería el almuerzo y llegaba al juzgado, que siempre era lo más tarde posible.

—Tenemos tumulto en el Puente de la Leña. Una mujer ha asesinado a su amasio y el amasio ha asesinado a un remero. La cocinera lo ha visto todo; perdió los doce reales del gasto, pero eso no importa, mejor; es una fortuna para el juzgado —dijo Bedolla luego que vio entrar al secretario—. Corra usted, pida auxilio en el cuartel más cercano, y usted mismo sosiegue el tumulto, que no ha de ser gran cosa; aprehende usted a la amasia y a los cómplices; en fin, a cualquiera, porque es necesario que detrás de las escaleras de los muertos venga el reo; un reo cualquiera. ¿Usted me comprende? Sin reo no podemos hacer nada.

El secretario quería responder, pero Bedolla no se lo permitió.

—Corra usted, corra usted, ya tendremos tiempo para platicar; yo me voy inmediatamente al juzgado. ¡Qué fortuna que me haya tocado hoy el turno!

El secretario diez minutos después estaba en el cuartel de la Santísima; dijo al oficial de guardia su nombre y empleo, le pidió auxilio, obtuvo cuatro hombres y un cabo, y a la cabeza de esta respetable fuerza penetró entre la multitud, que cada vez era más bulliciosa y compacta, llegó hasta el almacén de fruta de Cecilia.

Ya el alcalde venía por otro rumbo con tres o cuatro ayudantes de acera, y seis u ocho cuicos habían aparecido por allí con sus espadas desenvainadas, repartiendo cintarazos a diestro y siniestro a los curiosos y a los mozos y criadas que, como la cocinera de Bedolla, acostumbraban comprar sus legumbres y fruta en ese barrio. Todas estas fuerzas reunidas dispersaron de pronto la multitud y rodearon la casa de Cecilia. Fue naturalmente el secretario del juzgado el que se hizo cargo de las primeras diligencias. Papel, tintero y una pluma se encontraron en la casa de Cecilia. El secretario se puso a dictar y el alcalde a escribir. Examinaron al remero asesinado y al indio casi degollado; reconocieron la horadación; recibieron las declaraciones de varios testigos que inventaron cuentos por decir algo, e interrogaron a Cecilia. Como el último de los enmascarados estaba negro con el carbón y la sangre, no se necesitaba mucha perspicacia para calificarlo de carbonero; acudieron a la carbonería de enfrente, que estaba cerrada, rompieron la puerta y no encontraron más que unas cuantas sacas de carbón, unas cuartillas de cobre y unas frazadas viejas y mugrientas. El secretario hizo constar todo esto en las diligencias; y como tanto el cadáver del remero como el del indio apestaban a chinguirito, le ocurrió preguntar cuál era el tendejón más inmediato; no faltó quien respondiera que el de la Santísima, añadiendo que era el más escandaloso y que vendía aguardiente hasta pasadas las once de la noche. El secretario mandó traer a don Joaquinito, el que no tuvo dificultad en declarar que los dos carboneros, que eran sus parroquianos, habían efectivamente estado bebiendo hasta cosa de las nueve de la noche, hora en que, conforme a la licencia que tenía del gobernador, había cerrado su puerta echando a empujones a la calle a los dos borrachos.

Considerando el secretario que con las diligencias que había practicado bastaba, a reserva de continuarlas en el juzgado, determinó que Cecilia, la criada María y don Joaquinito debían ser conducidos presos a la Diputación, precediéndoles los muertos, cada uno amarrado en su respectiva escalera, y que la casa de Cecilia quedaría a cargo y bajo la responsabilidad de don Tomás, el alcalde.

Los cuicos comenzaron a ejecutar esta determinación, que fue notificada a Cecilia.

Mientras esto pasaba, la gente se había vuelto a aglomerar en el patio, en las puertas, en la horadación, en los puentes, en el espacio que forma una angosta calle entre el canal y los edificios, y comenzaban chiflidos y gritos, especialmente de la multitud de chicuelos que en vez de entrar a la escuela lancasteriana del barrio, se habían quedado en la calle para ver a los dos matados, y correr por aquí, por allá, robarse las naranjas y las limas de los puestos de fruta y arrebatar las canastas a las cocineras, tirando al suelo los garbanzos, los cominos, el azafrán, las tortillas, tortas de pan y velas de a tlaco.

Uno de tantos muchachos que, oculto detrás de la puerta escuchó la disposición del secretario del Juzgado, salió de su escondite, se hizo paso entre la multitud y comenzó a gritar con un chillido agudo y acompasado:

—¡Ya se llevan presa a doña Cecilia!

Con la rapidez de la electricidad se propagó la noticia por las calles y puentes del canal. Los pulqueros, los carboneros, los de las pajerías y tendejones salieron a las puertas, dejaron sus comercios abandonados por un momento o al cuidado de los dependientes y se acercaron al almacén de fruta. Los gritos aumentaban y toda la muchachería reunida gritaba:

—¡Que se llevan presa a doña Cecilia!

Y tiraban troncos de col, de naranjas, limas y zapotes prietos que se estrellaban en la cara de los cuicos, que trataban de asustar y dispersar a los muchachos, ya divididos en bandos, que giraban con velocidad, formaban remolinos y escapaban con facilidad a las persecuciones de los policías que los querían coger por los cabellos o por el cuello.

A poco se juntaron a los muchachos los pelados y los remeros de las trajineras, que brincaban a la orilla armados con sus largos y gruesos remos. Entre toda esa gente, lo mismo que entre las indias de Santa Anita e Ixtacalco, era muy popular Cecilia, y el grito de los muchachos y la horrible injusticia que se cometía en llevar presa entre filas a una mujer del rango de Cecilia, que había tenido el arrojo de matar a los asesinos y ladrones que entraron en su casa, despertaron el odio instintivo a la policía, y la verdadera cólera popular se manifestó. Los CUICOS sacaron otra vez sus largas espadas, los hombres, en bandadas también, sustituyeron a los muchachos y comenzaron a llover piedras sobre los desgraciados policías, haciéndoles huir, descalabrados y magulladas las espaldas.

El tumulto estaba en toda su fuerza y desarrollo. El cabo no podía separarse de la casa de Cecilia; dos soldados estaban junto al remero asesinado y dos guardaban las puertas de la casa y la horadación. El cabo consideró, además, que sus fuerzas eran insuficientes, y lo que hizo fue ponerse a cubierto él y sus soldados, lo mejor posible de las pedradas que ya andaban cerca, los otros dos soldados se metieron a la casa de Cecilia y cerraron bien las puertas.

Entonces ya no tuvo límites el furor popular. Los pelados se echaron sobre un tendejón y en instantes lo dejaron vacío. Las indias de las chalupas lloraban y se lamentaban a gritos en idioma azteca, no sólo porque se llevaban presa a doña Cecilia, sino porque algunas de esas mujeres atrevidas y de rompe y rasga del barrio, se habían aprovechado del tumulto para sacarse de las chalupas, sin pagar, los manojos de verdolagas, romeritos, zanahorias y cebollas. Los pulqueros y dueños de tiendas volvieron a sus comercios, invadidos por pelotones que gritaban:

«¡Mueran los cuicos y viva doña Cecilia!». Y pedían con insolencia pulque y aguardiente para emborracharse.

El tumulto con toda su gritería y actividad febril avanzaba e invadía el barrio de la Santísima; las puertas de los zaguanes y accesorias se cerraban, las familias enteras ocupaban los balcones y mandaban preguntar a los aguadores de la fuente el motivo de tanto alboroto, y cuentos y versiones diversas circulaban sin que nadie acertase con la verdad.

Fue en estos momentos cuando apareció Lamparilla, acompañado de Pantaleona; llegó a la iglesia de Santa Inés y siguió a pasos precipitados por el Callejón del Amor de Dios. No le cupo duda que el drama que se había desenlanzado sangrientamente en casa de Cecilia era la causa de la conmoción, y tembló con la idea de que algo malo hubiese pasado a la guapa mujer de quien cada día estaba más enamorado. Cuando llegó Pantaleona a su casa, Lamparilla estaba todavía durmiendo, y por mucha prisa que se dio, no pudo acabar su toilette tan pronto como el caso requería. Se le pasó por la mente que en el lance deberían haber tenido parte, o el siniestro pasajero de la canoa, que los acompañó en el naufragio, o el masón San Justo, que arrojado de la portería de la logia andaba en compañía de mala gente, echándola de Marat y amenazando con su venganza a él y a la frutera. Considerar a Cecilia herida o muerta, fue para él un pensamiento que lo hizo materialmente correr hasta el cuartel, donde contaba con el teniente coronel y varios oficiales que eran sus amigos. En dos brincos y dejando atrás a Pantaleona, llegó, en efecto, y por fortuna estaba el teniente coronel, que, alarmado con la bulla y gritos que hasta allí se oían, había mandado formar la guardia, esperando que alguno de los soldados que fueron con el secretario del Juzgado volviese a dar razón de lo que pasaba. Consiguió Lamparilla un refuerzo de veinte hombres al mando de un teniente, y con esta fuerza, marchando a paso veloz, con el arma blanca al brazo, penetró con brío, como si fuese a asaltar una fortaleza, a lo más intrincado y espeso del tumulto. Los soldados despejaban a derecha e izquierda, con el fusil tendido, a la gente que les impedía el paso, y Lamparilla, con el teniente, ordenaba estuviese quieto todo el mundo, pues de lo contrario haría uso de la fuerza; pero nada, cada vez más compacta la multitud, emplearon mucho tiempo en atravesar el puente y pasar a la calle angosta que quedaba entre las casas y el canal.

El teniente, que era un verdadero muchacho que comenzaba su carrera y no aguantaba muchas pulgas, le dijo a Lamparilla:

—Licenciado, ya estoy perdiendo la paciencia con esta gente, y si pasamos por esta calle tan angosta y mal empedrada, pueden muy bien envolvernos y echarnos al agua.

Algunas coles, zanahorias y también terrones y piedras, cayeron sobre la tropa al descender del puente.

—¿Ya lo ve usted, licenciado? Se burlan de nosotros como de los cuicos. Es necesario disparar unos tiros al aire, y si no se aquietan, les echo bala y los disperso a bayoneta. Yo no me he de dejar burlar.

Mandó disparar, en efecto, cuatro o seis tiros al aire, y como en una suerte de teatro que hubiese hundido debajo de la trampa a un ejército entero, la calle y los puentes quedaron despejados y solos; los pelados, al huir, arrojaron de lejos su última descarga de piedras, que ya no llegó a los valientes soldados a cuyo frente se hallaba el no menos valiente Lamparilla, que no dejó de recordar la situación análoga en Ameca, cuando fue asaltado por los Melquiades.

El licenciado penetró ansioso y latiéndole el corazón hasta la recámara de Cecilia y la encontró muy tranquila sentada en una silla, los centinelas en la puerta, con el arma al brazo, pero muy respetuosos con la propietaria de la casa. La otra María cuidaba los almacenes de fruta que no habían sido invadidos; no faltaba ni una sola piña ni una naranja ¡tanto así era el cariño y la consideración que todos le tenían a la frutera!

—¡Cecilia! ¡Cecilia! —le dijo Lamparilla, queriendo arrojarse en sus brazos—. ¿No estás herida? ¿Te han hecho algo? ¿Por qué este alboroto y este tumulto en todo el barrio?

Cecilia tenía en la camisa, en el rebozo y en las enaguas de indiana de color negra algunas manchas de sangre.

—No, nada tengo, licenciado, y bendito sea Dios que vino pronto —le respondió Cecilia dándole un apretón de mano—. Esta sangre es del indio asesinado que está degollado en la otra pieza, y el tumulto lo han ocasionado los cuicos, que me quieren llevar a la cárcel; pero se lo dije clarito a don Tomás, el alcalde: me habrían llevado a la cárcel muerta, pero viva… ¡cuándo! ¡Ni con todo el regimiento que está en el cuartel de la Santísima!

—Bien hecho; ni por qué te habrían de llevar, cuando tú has debido ser asesinada, a no ser por Pantaleona que me lo ha contado todo.

En esto fue entrando Pantaleona, que no había cesado de seguir a Lamparilla, pero que envuelta en el tumulto, no pudo seguir su camino sino cuando al estallido de los tiros se despejó la calle.

—Pensando en Cecilia te había olvidado —dijo Lamparilla—. Pero ven acá, tú eres una mujer fuerte de la Escritura, te daré un abrazo; tú has salvado a tu ama y tampoco irás a la cárcel.

—Venga y verá, señor licenciado —le dijo Cecilia a Lamparilla tomándolo de la mano y entrando con él en una especie de galera siniestra.

Lamparilla retrocedió aterrorizado al contemplar aquel indio deforme, con la cabellera negra como de gruesas cerdas, los ojos grandes saltados de sus órbitas y la cabeza con una plasta de sangre coagulada, casi separada del tronco. El oficialillo, que entraba en aquel momento y que había sido en el camino instruido del suceso, no dejó tampoco de horrorizarse y de retroceder un paso; pero en el mismo momento se repuso y dijo:

—Bien hecho; lo aseguro, y ya no volverá este monstruo a entrar por otro agujero. Venga esa Pantaleona y le daré un abrazo.

Pantaleona, indiferente y fría, se dejó dar cuantos abrazos quisieron Lamparilla y el oficial y se encaminó a la cocina para ver de preparar algo de comer para su ama, que suponía que no había probado bocado desde la terrible madrugada.

—Pero el alcalde ¿dónde está? —preguntó Lamparilla.

—Sépalo Dios, y mejor que se haya ido —contestó Cecilia— porque para echarlo a perder, con uno basta.

El alcalde, el secretario y los ayudantes de acera, en cuanto vieron que el tumulto tomaba alarmantes proporciones, se deslizaron y se escondieron quién sabe dónde; pero desde el momento en que con los disparos de la tropa quedaron casi solas las calles y puentes, aparecieron echando bravatas y pretendiendo que Cecilia, sus dos criadas, los remeros que habían tomado parte en el tumulto y aun las inditas de las chalupas fueran conducidos a la cárcel. Acalorada discusión entablóse entre todos estos personajes en cuanto se reunieron en la casa de Cecilia; cada uno quería mandar y disponer a su antojo; pero por fin Lamparilla, con el apoyo del valiente oficialillo, dominó y se hizo respetar del alcalde del barrio, que era el más obstinado e insolente.

—Licenciado, yo haré lo que usted quiera —dijo el secretario— pero es necesario que presentemos un reo. Es imposible que vayan dos muertos delante sin que vaya también el reo por detrás. ¿Qué dirá el público?

—Tiene usted razón —contestó Lamparilla— y además, Bedolla necesita alguno a quien tomar declaración y sumir de pronto en la cárcel. ¿Qué averiguaciones ha hecho usted?

—He averiguado que los autores del crimen son dos carboneros; el uno se metió por la horadación y lo mató Cecilia la frutera.

—¡Eso es mentira! Lo mató la criada Pantaleona; pero ni Pantaleona ni Cecilia irán por ningún motivo a la cárcel. Están bajo mi protección y Bedolla no dirá esta boca es mía.

—Parece que el dueño del tendejón de la esquina, donde bebieron aguardiente los dos carboneros, es cómplice, pues se trataba de robar la casa.

—Ya tenemos reo —le contestó Lamparilla— vaya usted al tendejón y tráigalo de una oreja.

Mientras pasaba este diálogo en un rincón del fondo de la pieza, y el secretario, acompañado de dos soldados, se dirigía a la tienda de don Joaquinito, el alcalde del barrio, don Tomás, disputaba en la puerta de la calle con el teniente que mandaba el piquete de tropa. De palabra en palabra fueron acalorándose y subiendo de tono, hasta el grado de insultarse mutuamente con los epítetos más groseros. Don Tomás, fanfarrón y orgulloso con el cargo que ejercía, quiso dominar e imponerse al oficial, que era muy joven, delgado, afinado y que, a primera vista, aparecía como débil e incapaz de resistir a la fuerza hercúlea del alcalde y a los argumentos con que sostenía que era el único que en esos momentos debían mandar y disponer lo que pareciese conveniente. Estaba encaprichado en que a Cecilia y Pantaleona se les atasen las manos y fuesen conducidas así por las calles hasta la Diputación, y además seis u ocho remeros por lo menos, cuatro indios de las chalupas y seis u ocho pelados que él conocía y habían sido causa del tumulto; en una palabra: treinta o cuarenta presos, pues con esto pensaba acreditar su celo, captarse la voluntad del gobernador y de los jueces de lo criminal, afirmarse en el poder y desquitarse así de los desdenes de Cecilia.

El oficial, por su parte, alegaba que él nada tenía que ver con los alcaldes de barrio, y que no obedecía más órdenes que las del licenciado Lamparilla, pues era él quien había sacado el auxilio del cuartel. Sin cejar ni el uno ni el otro en sus opiniones, continuaban la disputa.

El alcalde de barrio le dijo al fin:

—Yo me tengo la culpa de disputar con mocosos malcriados, que en vez de mandar las armas podía mejor ir a la escuela a aprender a leer.

Nunca hubiese dicho estas palabras, pues el oficialillo lo agarró por el pescuezo con una violencia y fuerza que el insolente funcionario no sospechaba, y lo sacudió como si fuese un muñeco.

El alcalde quiso libertarse y metió el puño cerrado en el pecho del oficialillo. Éste lo soltó del cuello y, enarbolando el brazo, le largó tan soberbia cachetada, que lo hizo dar tres pasos atrás; y como el alcalde veníasele encima, sacó su espada y le habría atravesado el vientre a no haberlo impedido Lamparilla, que había escuchado las últimas palabras de la cuestión y acudió en ese momento y contuvo al oficial.

—A la cárcel este insolente, que no tuvo valor para aquietar el tumulto —dijo Lamparilla— y se atreve a insultar a la autoridad.

—Él es quien me ha insultado, ateniéndose a la fuerza —gritó el alcalde.

—¡Silencio y que lo amarren! —dijo el oficial—. Ya iba yo a hacer una trastada matando a este miserable.

A una señal del oficial acudieron dos soldados a sujetarlo por los brazos, mientras otro buscó un cordel, que no le fue difícil encontrar entre los chismes de la casa, lo amarraron fuertemente con las manos por detrás y lo consignaron a un rincón del patio, con centinela de vista, sin cuidarse de sus vociferaciones.

La gente curiosa se iba reuniendo y trataba de averiguar si, en efecto, se llevarían presa a Cecilia; pero Lamparilla los tranquilizó, diciéndoles que, en vez de llevarse a Cecilia, el alcalde era el que iba preso por haberle faltado al oficial. Los muchachos, que habían vuelto a salir de sus escondites, chiflaron y aplaudieron con las manos y con gritos destemplados, y aprovecharon la oportunidad para tirar al alcalde algunos naranjazos, que se estrellaron en su cara roja y furiosa. El alcalde tenía muy mala fama en el barrio y era detestado por su tono altanero, especialmente de los muchachos, que se atrevían a cogerle en la puerta de su pajería unas ramas de trébol o un puñado de cebada, y a los que propinaba, cada vez que los veía, fuertes chicotazos en los pies desnudos.

El secretario llegó a ese tiempo con don Joaquinito del brazo, que venía azorado y no sabía lo que le pasaba. Sin decirle una palabra lo amarraron los soldados con las manos por detrás, a pesar de sus lamentos y súplicas, y lo colocaron con centinela de vista en el otro ángulo del patio.

—Ya tenemos dos reos —dijo Lamparilla al secretario—, Bedolla va a ponerse muy contento.

XIII. La procesión de Lamparilla

—Se va juntando mucha gente y es preciso que organicemos la procesión —dijo muy alegre Lamparilla al oficial.

—Como usted quiera —le contestó—. Estoy a sus órdenes.

Lamparilla estaba como una aleluya; había triunfado de todos los obstáculos, mandaba en jefe, había logrado prestar a Cecilia un señalado servicio y contaba con que en la primera vez que pudiera hablar con ella, o renovar sus sabrosos almuerzos en Chalco, la persuadiría a que fuese su esposa, pues estaba decidido a casarse con ella y no esperaba más que la oportunidad de enderezar el delicado negocio de los cuantiosos bienes de Moctezuma III, para realizar sus deliciosos sueños de ventura y establecerse en las cercanías de Ameca como rico hacendado, en compañía de la mujer que, cada vez que la veía, le formaba nuevas y punzantes ilusiones. Si Cecilia se hubiese prestado a la más insignificante caricia, es claro que habría resfriado mucho el entusiasmo de nuestro licenciado. No había descuidado tampoco los intereses de su comadre doña Pascuala. Al día siguiente de la funesta invasión del cabo Franco, volvió a la Ladrillera, dispuso el entierro de don Espiridión y condujo a doña Pascuala (enferma todavía a causa de la cólera, del susto y también del pesar de la muerte de su marido, que al fin la había acompañado tantos años) a una casa del pueblo de Tlalnepantla, al cuidado de la familia del administrador de la Hacienda de los Ahuehuetes, que se prestó de buena voluntad a acompañarla y a consolarla en su gran infortunio. Jipila quedó encargada y como dueña del rancho, y como india inteligente y honrada, trató de reparar en lo posible los daños de la invasión de los militares. Tampoco había olvidado Lamparilla a los muchachos que se llevó de leva el cabo Franco; pero sus esfuerzos habían sido inútiles hasta entonces. Rondando del ministerio a la comandancia y de la comandancia al ministerio, lo más que había obtenido era que el Oficial Mayor de Guerra escribiese una carta expresiva a Baninelli; más como este jefe caminaba por aquí y por allá, según las instrucciones distintas que recibía por cada correo del gobierno, no había podido obtenerse contestación.

Lamparilla, además, estaba como una sonaja, porque el día anterior, a fuerza de tanto subir y bajar las grandes escaleras de Palacio, y de moler a mañana y tarde al Ministro de Hacienda, había obtenido quinientos pesos a cuenta de réditos de los bienes de Moctezuma III, de los cuales se proponía dar cien pesos a doña Pascuala, cien a Bedolla y aplicarse trescientos a cuenta de honorarios, con los cuales podía salir de algunos compromisos y comprar una sarta de perlitas para regalársela a Cecilia. Ya de paso hemos dado algunas noticias de nuestros antiguos conocidos del rancho de Santa María de la Ladrillera, volvamos al Puente de la Leña y a la casa de Cecilia.

El secretario del Juzgado fue, con la aprobación del oficial, el encargado de organizar lo que Lamparilla llamaba alegremente una procesión. Los curiosos que estaban más cerca y que no se habían querido quitar, no obstante los culatazos que de cuando en cuando les repartían los soldados que rodeaban la casa, fueron materialmente agarrados por el cuello y obligados a hacer lo que se les mandaba. Poco se perdía. Eran ensabanados sin oficio ni beneficio, y quizá algunos de los personajes misteriosos que salían de noche de las casas del Callejón de la Trapana a hacer sus excursiones y fechorías por los otros barrios de la ciudad. El oficial, con espada en mano, los amenazaba con la vista, y resignados y sin replicar comenzaron a trabajar.

Al indio enmascarado lo sacaron arrastrando por los pies por la misma horadación, pues Cecilia no quiso absolutamente que pasase por las otras piezas ni por el patio.

Pantaleona, al verlo salir así, con una perfecta calma, dijo:

—¡El indino! Todo lo merecía este nahual.

Al salir del agujero tropezó la cabeza del enmascarado con una piedra y se le rasgó más la herida profunda que le había hecho Pantaleona en el cuello.

Siguieron tirándolo de los pies, y la cabeza monstruosa iba dando saltos al chocar con las piedras redondas de la calle. Así llegaron hasta donde estaban las escaleras. Lo amarraron en una de ellas por los pies y por el pecho y lo recargaron contra la pared del patio. La cabeza, chorreando sangre todavía, colgaba y pendía de un pedazo de pellejo. En seguida sacaron al remero con los retazos de cachetes y de narices colgándole y empapado en agua sangrienta, lo colocaron y lo amarraron de la misma manera en la otra escalera y lo arrimaron a la pared junto al otro muerto.

Lamparilla y el oficial no quisieron ver los monstruos sangrientos, volvieron las espaldas, sacaron lumbre con sus instrumentos, y se pusieron a fumar. El secretario del juzgado, acostumbrado a estos espectáculos, daba sus órdenes y apresuraba el trabajo con la más grande indiferencia.

—Tápenlos bien donde se debe y amárrenlos fuerte, no se vayan a voltear en el camino; tengan cuidado con la cabeza del indio, que ya se le cae y es necesario que llegue entero al juzgado.

Lamparilla entró a la casa a despedirse de Cecilia y de las criadas, les aseguró que no serían molestadas, y que para las nuevas declaraciones él vendría por ellas en coche y arreglaría con Bedolla que fuesen a hora en que hubiera menos gente, si era posible, de noche.

Terminados entre tanto los trabajos preparatorios, Lamparilla organizó su procesión:

Delante, un piquete de soldados; en seguida, las dos escaleras con los muertos; detrás, el infeliz don Joaquinito y el alcalde, amarradas las manos. Don Joaquinito marchaba con dificultad, vacilando y tropezando en las piedras, con la cabeza agachada para que no lo viesen; el alcalde, por el contrario, con la cabeza erguida, el paso firme, protestando de la arbitrariedad que se cometía con él y diciendo que iba a acusar al oficial y a Lamparilla y que ya verían lo que se les esperaba. Seguían a los reos otro piquete de soldados y el oficial. Lamparilla se había adelantado y tomado la acera. Seguía una multitud de gente detrás y en los costados, que con dificultad separaban el resto de los soldados, formando una fila de cada lado. Así caminaron por la Santísima, Santa Inés, la Moneda y costado de Palacio. El cadáver del remero iba dejando un rastro de agua sanguinolenta e infecta que chorreaba, que atraía a los perros callejeros que entraban y salían por entre la gente y las filas de los soldados, y que iban olfateando y se retiraban a poco, como un visible disgusto, haciendo gestos y levantando las narices para que les entrase el aire y disipase los miasmas que habían respirado. La cabeza del enmascarado tanto colgaba de un lado como de otro, siguiendo el movimiento y compás del menudo trote de los que cargaban la escalera; al fin, en uno de esos meneos lúgubres y amenazantes que asustaban y hacían retirar del balcón a las niñas curiosas que salían al escuchar el rumor insólito de la calle, la cabeza se desprendió del último pellejo que la sostenía y rodó por el suelo con una especie de violencia y de rabia, como si tuviera todavía vida y quisiese vengarse de Pantaleona. Enfrente al baluarte de Palacio se detuvo la procesión, como decía Lamparilla. La cabeza del último de los enmascarados fue perseguida en su fuga, agarrada por los cabellos erizos y cerdosos, colocada sobre la barriga del cuerpo con unos cordeles que le arrebataron a uno de los cargadores que estaban en la esquina. Volvió a ponerse en marcha la horrible y sangrienta procesión y, seguida de un concurso numeroso, llegó a la Diputación.

Las escaleras, con sus muertos, fueron colocadas en la banqueta del palacio municipal, fuera de la arquería y frente a unas dos docenas de coches redondos, pesados y viejos, con sus mulas flacas, devoradas por los moscones y tábanos.

Bedolla, sentado en un sillón de vaqueta, esperaba lleno de majestad el resultado de la comisión que dio a su secretario, al saber por el seguro conducto de su cocinera el tumulto del Puente de la Leña.

El secretario, con lo que había visto, tuvo lo bastante para sentar las primeras diligencias. Se tomó declaración al oficial, a dos sargentos y a Lamparilla, y llegó su turno a don Joaquinito y a don Tomás, el alcalde del barrio, a quienes se hizo subir las escaleras del Palacio amarrados como habían venido, y entre dos espesas filas de curiosos que formaban valla. Don Joaquinito relató su vida y milagros, protestó que era tan inocente como el día en que lo habían bautizado; pero el alcalde del barrio, rabioso y no sabiendo con quién desquitarse, lo interrumpía y acriminaba, diciendo que era un receptor que admitía prendas robadas y vendía aguardiente hasta las once y doce de la noche.

Concluida la declaración de don Joaquinito, que dijo cuanto pudo en su defensa, pero que el secretario no sentó sino lo que le dio la gana, siguió el alcalde, que se manifestó insolente, insultó de nuevo al oficial y a Lamparilla llamándoles entrometidos, y concluyó por pedir que se le desatara, se le pusiese en libertad y se le diese una satisfacción.

Bedolla, después de una madura reflexión, de hablar algunas palabras en voz baja con el secretario y de guiñar el ojo a Lamparilla, decretó lo siguiente:

—«Cítese a la trajinera Cecilia y a su criada Pantaleona. Los reos, y el uno (alias Joaquinito), el otro, Tomás, alcalde del barrio, serán reducidos a prisión y puestos inmediatamente incomunicados en un separo hasta tanto termina la presente sumaria. Cítese a los dos carboneros, presuntos autores del atentado cometido en la casa de Cecilia (alias La Trajinera), haciendo una horadación por la pared de la calle e introduciéndose por ella con el designio de robar y matar a la dicha trajinera y sus dos criadas».

Bedolla se levantó de su sillón y salió en compañía de Lamparilla y del oficial. Los dos presuntos criminales, a pesar de sus protestas, fueron llevados a la cárcel y puestos incomunicados en unas piezas negras, infectas y llenas de sabandijas.

Los muertos fueron llevados a la Acordada a continuar de pronto su eterno sueño a la banca fría y sangrienta; el oficial se retiró con su tropa al cuartel, y los cuicos que, huyendo del tumulto, se habían reunido en la Diputación, dispersaron a la multitud haciendo prodigios de valor y amenazando con sus largas espadas desnudas a todos los que pasaban.

Cecilia y las dos Marías, tan luego como la gente se dispersó y volvió a sus ocupaciones, y la fúnebre procesión organizada por Lamparilla se alejó tomando el rumbo de la Plaza Mayor, se ocuparon activamente de reparar los desastres tapando con tierra y piedras la horadación y echando cántaros de agua a los suelos manchados con sangre del último de los enmascarados. Concluido este tráfago, aseadas y vestidas de limpio, y seguras de que mediante la protección de Lamparilla no serían molestadas, se sentaron a saborear como si nada hubiese pasado los excitantes guisos de chile, queso, aguacate y tortillas calientes. Lamparilla se presentó al caer la tarde, les contó que el alcalde y el llamado don Joaquinito habían quedado presos e incomunicados, que él, firmando el signo de la cruz, había hecho ante el juzgado las declaraciones necesarias, y que en la ciudad no se hablaba de otra cosa, elogiando y admirando el valor que habían tenido, castigando con la muerte a los ladrones que habían intentado robarlas.

Cecilia se dejó dar un beso en un carrillo y abrazar fuertemente por Lamparilla, diciéndole:

—Ahora menos que antes, señor licenciado. ¿Qué dirán las gentes de una mujer que fue causa de un tumulto y estuvo en un tris de ser llevada entre filas a la cárcel? Se avergonzaría usted y me aborrecería, y yo me arrojaría de cabeza al canal para no salir ya nunca de él.

—Nada importa todo esto —respondió Lamparilla entusiasmado, pretendiendo besar los labios gruesos y encarnados de la frutera—. Deja que gane el negocio de los bienes de Moctezuma III, y no habrá obstáculo. Tendremos grandes y hermosas haciendas, tú las manejarás y dejarás tu puesto, tus canoas y tus casas a Pantaleona, que bien lo merece, pues que te ha salvado la vida.

Cecilia no sólo estaba agradecida por el servicio que le había prestado Lamparilla librándola de las garras del alcalde del barrio, sino preocupada ya con el sentimiento tierno, que no puede evitar cualquier mujer cuando se persuade de que es sinceramente amada, y en el fondo estaba decidida a entregarse enteramente al licenciado si, ganando el pleito de los Melquiades, lograba entrar en posesión de las haciendas. Ella sería muy útil trabajando y dirigiendo las fincas, y el licenciado, viviendo con ella en el campo, no tendría motivo de avergonzarse ni le vendría la idea de aborrecerla. Entraba también por mucho la necesidad de tener un hombre que la defendiese de la obstinada persecución de Evaristo. Realmente sentía que no se hallaba segura ni en su casa de Chalco, ni en el almacén de fruta, ni en el puesto mismo de la Plaza del Volador. Un día u otro Evaristo mandaría un asesino, que fingiéndose borracho, la mataría de una pedrada o de un trancazo en la cabeza. Como todo esto y algo más pasaba por su mente cuando Lamparilla la acariciaba, sin reflexión ni voluntad propia dejó entreabiertos y abandonados sus labios como la flor roja de los jardines que abre sus hojas en las mañanas de primavera y la arranca el primero que pasa, y Lamparilla, entusiasmado, pudo gozar por un instante de ese suave contacto y aspirar el perfume que exhala la mujer limpia, sana y en el pleno desarrollo de su edad.

Cecilia no volvió la cara a otro lado ni rechazó a Lamparilla. Habría sido una ingratitud desairar y causar un pesar al que acababa de evitarle la vergüenza y los ultrajes a que trataron de sujetarla pocas horas antes el secretario del Juzgado y el alcalde del barrio; por el contrario, clavando sus brillantes ojos un poco húmedos en Lamparilla, le preguntó con interés:

—¿Cuándo cree usted ganar ese pleito de que tantas veces me ha hablado?

—Quizá muy pronto, dentro de dos meses, dentro de dos o tres semanas tal vez —le contestó Lamparilla muy contento, pero algo turbado y conmovido por la victoria que acababa de obtener—. Depende de una noticia que espero de Guadalajara y no tardará en venir. ¿Quién más interesado que yo en terminar un asunto que va a hacerme feliz, como ningún hombre lo será, si tú consientes en acompañarme?

—Bueno, bueno, y yo me alegraré mucho —contestó Cecilia—. Pero ya veremos cuando llegue el día en que me avise que todo está arreglado. Por ahora ¿para qué pensar en cosas que tienen tantas dificultades y puede que nunca se realicen?

Así, de estas y otras cosas y del suceso del día continuaron hablando Cecilia y el licenciado hasta que se hizo de noche. Lamparilla le aseguró que nada tenía que temer del alcalde don Tomás, pues no saldría en muchas semanas de la cárcel; que sería reclamado por la autoridad, acusado de conato de homicidio en la persona de un oficial en servicio, juzgado en Consejo de Guerra y condenado tal vez a ser pasado por las armas.

Luego que partió Lamparilla, Cecilia se vistió con ropa modesta y oscura y, acompañada de María Pantaleona, se fue a la casa del licenciado don Pedro Martín de Olañeta, a quien encontró leyendo una carta de Casilda, de la que nos ocuparemos en su lugar. La muchacha había aprovechado su tiempo en el convento; además de su especialidad para los postres, bordaba y cosía perfectamente, escribía una letra pequeña y clara, y sus cartas parecían dictadas por una persona de talento y fina educación. Don Pedro Martín estaba muy contento, recibió a Cecilia perfectamente, la hizo sentar y referir el asunto con todos sus pormenores, que ya sabía muy desfigurados por los alcances de los periódicos y noticias extraordinarias que los muchachos gritaban en las calles.

—No tenga usted duda, señor licenciado —le dijo Cecilia cuando concluyó su narración— es él, y nada más que él. Aquí tiene usted el mechón de cabellos con un pedazo de casco que se quedó en manos de Pantaleona. Conozco sus mechas negras y espesas, como si fuesen las mías. Desde que tuve la desgracia de darle pasaje en mi trajinera, se me grabó su figura de tal manera, que parece que la estoy mirando dé día y de noche, ya con bigote y espesas patillas o sin esto y rapado como un fraile, pues cambia a cada momento; lo conozco y lo señalaría entre mil. Este hombre ha jurado acabar conmigo, y concluirá por salirse con la suya si Dios no lo remedia, señor licenciado, o yo aburrida y desesperada no me resuelvo un día a acabar con él, y salga lo que salga hacer un disparate, pues que las mujeres, una vez que nos decidimos, no nos contiene ni el Puente de la Leña.

—No hay nada que hacer por lo pronto, Cecilia —le dijo don Pedro Martín, cogiendo con dos dedos y con una especie de horror la mecha de Evaristo y guardándola en una caja vieja de cartón—. Ya vendrá su tiempo cuando menos lo esperemos. ¿Qué vamos a hacer ahora contra un capitán de rurales en quien el gobierno ha puesto su confianza, protegido por el coronel Baninelli, que lo juzga como el hombre más valiente de la provincia de Chalco? Todo lo sé, y sigo desde mi casa la pista de ese bandido. Mucho cuidado y mucha precaución, Cecilia y no hay que decir ni una palabra a nadie de estas cosas. Te complicarías en una causa que no terminaría nunca y, abandonando tus intereses, concluirías por arruinarte, si antes no te mataba ese hombre.

Don Pedro despidió cariñosamente a Cecilia, la que le prometió mandarle al día siguiente la mejor fruta. Las hermanas, que vieron entrar a la frutera, se quedaron detrás de las mamparas y escucharon parte de la conversación.

Fue tanta la curiosidad y el interés que despertó en México el drama del Puente de la Leña, que hasta las señoras de saya y mantilla entraban a la plaza y se acercaban al puesto para conocer a la valerosa mujer que sin recurrir a la policía, sin alborotar el barrio y sin más auxilio que el de Dios, no sólo se defendió, sino que castigó terriblemente a los ladrones y asesinos, porque se decía que Cecilia había sucesivamente tirado por los cabellos a seis ladrones, matándolos después como a corderos, en su propia recámara.

La frutera, en efecto, al día siguiente fue a dirigir su puesto al mercado, no pensando volver ya a Chalco en mucho tiempo; escribió a don Muñoz, que ella siempre insistía que era el Visitador de México, para que le comprase o se encargase a medias de sus negociaciones. Fue tanta la gente que concurría a comprar la fruta, que en una semana quedaron vacíos varios de los almacenes; los marchantes, sin exceptuar a don Pedro Martín de Olañeta y a los magistrados de la Corte, no cesaban de concurrir a llenar sus pañuelos y de hacerle los más exagerados elogios por su valor, y, por más que les repetía que ella dormía profundamente cuando aconteció el suceso, no la querían creer y se quedaban mirando con cierta admiración mezclada de miedo a la robusta y guapa heroína, cuya hazaña se recordaba todavía algunos años después.

Cecilia y las dos Marías volvieron a su vida habitual, sin más diferencia que pusieron un velador en la azotea de la casa y otro en la calle con su farolito, su chuzo y su pito para pedir auxilio en caso de necesidad. Un detalle todavía más importante: Lamparilla, disfrazado, esperaba a Cecilia en las cercanías de su casa. En una de sus sabrosas pláticas y en una noche lluviosa y cargada de electricidad (y sin duda mucho influyó esto) Cecilia le dijo:

—Pues que usted lo quiere, licenciado, me casaré con usted luego que gane el negocio del rey Moctezuma III; lo quiero a usted bien y de todo corazón.

Lamparilla, casi loco de entusiasmo, fue a participar a Bedolla su buena suerte, rogándole terminara la causa para que la frutera y sus Marías no tuviesen necesidad de ser ya citadas al juzgado.

Bedolla, de pronto, declaró bien preso a don Joaquinito y entregó a la autoridad militar al insolente alcalde, el cual, mientras se le formaba juicio por conatos de asesinato en la persona de un oficial en servicio, fue enviado a la fortaleza de Perote.

XIV. Terrible combate en Río Frío

Evaristo medio aturdido, mojado, sangrándole el casco y furioso como un perro atacado de hidrofobia, tuvo, sin embargo, la serenidad suficiente para tomar sus precauciones. Se dirigió a la carbonería, cogió un sombrero de petate, cerró la puerta, y echándose la llave en la bolsa, se deslizó arrimándose a las paredes por el laberinto de callejones fangosos y solitarios y se alejó de aquel rumbo, temiendo ser perseguido y alcanzado por las terribles mujeres que habitaban el almacén de fruta. La noche negra y todavía lluviosa lo favoreció, y sin encontrar más que algunos serenos dormidos, llegó a la garita de Guadalupe a esperar que la abriesen a la llegada de los hatajos de pulque. Salió a la calzada sin ser notado y caminó de prisa hasta la llanura árida y solitaria de Zacoalco, descansando en los jacales ya arruinados donde vivieron las brujas, y allí al amanecer un día nebuloso y húmedo lo fue a encontrar Hilario con una parte de los soldados que formaban la escolta. Montó a caballo y más bien corriendo que galopando llegaron todos sin novedad al Rancho de los Coyotes, donde estaba el resto de la escolta y además muchos de los valentones de Tepetlaxtoc.

—Amigos —les dijo Evaristo, ya que se había lavado y cambiado el traje mojado y sucio de carbonero por el vistoso y plateado de capitán de rurales— hoy, en vez de escoltar, tenemos que asaltar las dos diligencias que se reúnen en la venta de Río Frío, pues un viejo alemán ha puesto una nueva fonda y los pasajeros almuerzan todos allí, y después cada uno sigue su camino.

—Como usted quiera —respondieron en coro los de Tepetlaxtoc— aquí estamos para rifarnos.

—No se necesita tanto —contestó Evaristo— y por el contrario, no correrá sangre. ¿Cuántos somos?

Hilario se puso a reflexionar y a contar los presentes.

—Treinta y uno que están aquí, cinco en el Agua del Venerable y diez que andan en el camino de Ayotla a la venta, son en junto cuarenta y seis, y el capitán y yo; como quien dice cincuenta hombres, pues nosotros valemos por dos y hasta por cuatro; así, la verdad es que somos cincuenta y dos, y naide se nos para delante.

—Sobra con eso —dijo Evaristo—. Oigan bien lo que les voy a decir: quiten las balas lueguito a las paradas de cartuchos, y vámonos a galope y por las veredas para llegar a tiempo. La mitad seremos ladrones que asaltarán las diligencias, luego que los pasajeros estén montados y el cochero haya remudado las mulas, y la otra mitad seremos escolta que defenderá las diligencias y atacará a los ladrones; pero todito de mentiras, muchos balazos sin bala, muchos sablazos y caballazos sin lastimarse. Los ladrones al fin serán vencidos y escaparán a uña de caballo, y la escolta ganará de modo que los pasajeros vean todo y puedan dar razón; en seguida me iré yo a México a dar parte y sacar los haberes, pues la aduana de Texcoco no tiene ni un real, y nos debe, como quien dice, dos meses que se cumplen pasado mañana, y ya saben que se ha vivido de lo que nos dan los pasajeros. Conque ya saben, todito de mentiras, pero bien hecho.

Los de la escolta y los de Tepetlaxtoc percibieron la malicia del capitán, que trataba de darse importancia sin exponer el pellejo; pero sin sospechar siquiera el verdadero motivo de este simulacro, prometieron que se portarían bien y que el capitán quedaría contento, y riendo a carcajadas, picando los ijares de los caballos y haciéndolos caracolear y saltar, partieron a galope tendido, tomando las diferentes veredas que conocían con los ojos cerrados y que iban a terminar en el camino real.

Como mediante las escoltas y la fuerte contribución que exigían a los viajeros ya hacía tiempo que no se oía decir ni una palabra de robos ni de asaltos, las diligencias iban y venían llenas, y los pasajeros, sin la menor desconfianza, preparados únicamente a echar algunos pesos en los sombreros de los rurales.

Llegaron, pues, sucesivamente a la venta de Río Frío las dos diligencias a eso de las doce y media del día que siguió a la tenebrosa tragedia de la casa de Cecilia; los pasajeros descendieron, almorzaron con apetito, saborearon despacio los guisos medio franceses y medio alemanes que les sirvió el nuevo fondista, y limpiándose labios y dientes, se acomodaron bien en los coches para echar un pisto y concluir la jornada.

No bien habían subido los cocheros al pescante, y los postillones se disponían a soltar el tiro, cuando se escucharon por el monte unos disparos de fusil; un grupo de hombres a caballo salió del bosque, marcó el alto y, rodeando los carruajes, notificaron con las rasposas palabras de costumbre a los pasajeros que entregaran sus relojes y dinero y se dispusieron a bajar y abrir sus baúles y maletas.

Pero no pasaron diez minutos sin que bajara del lado puesto otro grupo numeroso, a cuya cabeza se presentó Evaristo gritando con una voz estentórea:

—¡Aquí está la escolta del gobierno, grandísimos collones, y no tengan cuidado, señores, que aquí está Pedro Sánchez!

Y sonó una descarga cerrada de tercerolas y de pistolas sobre la diligencia, de donde salió un solo grito desgarrador y lastimero, como de muerte, que lanzaron los pasajeros, que creyeron que era el último día de su vida. A la descarga de los fingidos soldados de la escolta, contestaron con otra los forajidos o, más bien dicho, los verdaderos ladrones, y así estuvieron batiéndose durante media hora, envolviendo a la diligencia en un espesa nube de humo azufroso hasta que acabaron las paradas de cartuchos sin bala que les había repartido Evaristo. Cesó el fuego y comenzó el ataque al arma blanca. Sacaron los contendientes las espadas y Evaristo, seguro de que nada le habían de hacer, fue el primero en atacar a los contrarios, lanzando su brioso caballo, el mismo que pertenecía al ranchero de Tula asesinado en el monte, que era su favorito y montaba en las ocasiones solemnes en que pensaba correr. Fue una de caballazos, de carreras, de choques de espadas que rechinaban y echaban chispas como si fueran piedra y eslabón; y su entusiasmo en este simulacro fue tal que muchos cayeron al suelo y fueron pisoteados por los caballos, y Evaristo mismo recibió, en la misma mano que le lastimó Pantaleona, una cuchillada que poco faltó para que le dividiera los dedos. Al dolor que sintió, tiró un tajo al que tenía más cerca, le partió el carrillo derecho, y echando por esa boca juramentos y maldiciones, se metió de recio y de veras. Los que hacían el papel de ladrones echaron a correr, y Evaristo y los suyos, al alcance y a carrera tendida, azotando sus caballos y gritándose insolencias. Por fin, pensó en que la farsa debía cesar, y regresó a la venta.

Las pasajeras estaban sin sentido y como muertas; una de ellas, en estado interesante, dio a luz un robusto niño, que en vez de llorar y de ser atacado de alferecía, parecía divertirse con el estruendo de los tiros y la vocería de los bandidos, entreabría sus ojillos y agitaba sus manecitas. La madre, con el amor de tal, que le daba valor y fuerzas, cubría con su cuerpo al angelito que había venido al mundo en tan fatal momento, y que anunciaba que sería a los veinte años un hombre impávido y terrible como Osollo o como Miramón; mistress Allen, completamente curada de sus narices, que regresaba a su país en compañía de su marido y confiaba en la absoluta seguridad del camino, fue de nuevo herida en una oreja. La única bala que por descuido quedó en algún cartucho, debió haberla matado. Le pasó muy cerca del cerebro y le llevó un pedacito de oreja con todo y el arete de oro y diamantes. En esta vez no había motivo de queja, pues que las escoltas del gobierno se habían batido valientemente y puesto en fuga a los ladrones. El director de las minas de Bolaños era testigo de la lucha de más de media hora, y creyendo injusta e inútil cualquiera reclamación, lo que hizo fue forrar de tafetán la oreja de mistress Allen y continuar su camino con propósito, si llegaba con vida a Londres, de no volver a México aun cuando todo el cerro de Bolaños fuese de oro macizo.

Evaristo, desangrándose de la mano, volvió de la persecución encarnizada que hizo a los fingidos ladrones, y los pasajeros, no sólo pudieron ver su herida, sino que sacaron sus pañuelos, restañaron su sangre, y el director de Bolaños le dio un pedazo de tafetán inglés y le vendó la mano con un pañuelo que la buena de mistress Alien sacó de su maleta de viaje. Con retardo de más de una hora las diligencias continuaron su camino.

Evaristo era de una constitución de hierro, acostumbrado a la fatiga y al trabajo desde que ejercía honradamente el oficio de tornero, soportaba las más grandes fatigas y concluía por sufrir los dolores físicos y sobreponerse a ellos cuando la necesidad lo exigía. Bebía licor para darse ánimo; pero no era borracho consuetudinario; era osado, violento y atrevido, pero cobarde en el fondo, y desde que asesinó a Tules, la sangre no le causaba horror y veía con la más completa indiferencia la muerte o el sufrimiento de sus semejantes. Tenía pasión por los caballos, porque le eran útiles; pero odiaba a los demás animales; aun a los perros, que le eran necesarios en el rancho, los pasaba de parte a parte con su espada cuando le incomodaban y buscaba otros que corrían la misma suerte; así en esta ocasión, a pesar de estar herido, de haberse desangrado y de estar amenazado de un cáncer en la cabeza a consecuencia del tirón que le había dado Pantaleona arrancándole un pedazo de pellejo del casco, hizo un esfuerzo, considerando que era su salvación, y, dejando el mando a Hilario, se dirigió con diez hombres escogidos a México, a presentarse al Gobernador y Comandante General y dar él mismo el parte de la batalla, que comprobarían con su testimonio los pasajeros de la diligencia. Temía que Cecilia lo hubiese denunciado y que el licenciado don Pedro Martín de Olañeta estuviese ya en Palacio imponiendo a las autoridades qué casta de pájaro era don Pedro Sánchez, capitán de rurales. Un rasgo de audacia semejante al que tuvo cuando lo llamó Baninelli, lo salvaría, y si en esta vez salía triunfante, ya pensaría cómo un día u otro, ya personalmente o de cualquier manera, haría desaparecer de la tierra a la trajinera y al viejo licenciado. A Lamparilla no le temía y lo despreciaba.

Hilario levantó el campo. De los valentones de Tepetlaxtoc tres habían sido lastimados en el simulacro. Uno que cayó contra una peña, estaba muerto, con el cerebro hecho pedazos; los otros dos con las costillas rotas; los caballos se habían escapado.

Hilario mandó formar unas parihuelas con ramas y jorongos, colocó a los lastimados en ellas, y obligando a los indios que pasaban por el camino a que los cargasen, los mandó con una escolta a México al hospital de San Andrés, para que, al mismo tiempo que los curasen, fuesen una prueba irrecusable de la reñida batalla. Al muerto lo mandó desnudar y colgar de un árbol, para que los pasajeros de la diligencia lo viesen. Él, con el resto de la gente, marchó a Texcoco, donde entró en triunfo a galope tendido hasta la Prefectura. Informó verbalmente de lo ocurrido al prefecto, exagerándole el número de ladrones con que tuvieron que combatir, pues según noticias, procedían de las bandas del cerro de la Malinche y del Pinal de San Agustín. En seguida se dirigieron al Rancho de los Coyotes y toda la noche fue de borrachera y de cena, de modo que acabaron con las provisiones de la despensa de Evaristo.

Éste, con calentura y casi cayéndose del caballo, llegó a México cerca de las diez de la noche, apenas pudo entrar al mesón del Chino, alojar su tropa y dejarse caer en una de esas camas de ladrillo, sucias y llenas de chinches, que por todo mueble tenían los cuartos de estos hospitalarios hoteles. La calentura se aumentó y toda la noche fue presa de pesadillas horrorosas. Veía a Cecilia con su linda cara, ya convertida en una furia, con los ojos inyectados de sangre, dándole de puñaladas; va conducido a la cárcel por una docena de cuicos a quienes mandaba don Pedro Martín; ya conducido, con los ojos vendados, a la plazuela de Mixcalco, donde lo esperaba el verdugo. Amaneció Dios y con la luz se disiparon los fantasmas que lo habían acosado en la noche; la calentura desapareció y, triunfando su fuerte constitución, se quitó el polvo, sacudió sus vestidos, se lavó en la pileta del patio y el huésped le proporcionó vendas de trapos viejos y un pañuelo con el que se envolvió bien la mano.

Después de un buen desayuno de café aguado y pambacitos calientes, de que participó la escolta, montaron a caballo, y a galope por las calles, no pararon hasta la puerta grande del Palacio Nacional.

Va se sabía por los pasajeros, la reñida y sangrienta batalla de la venta de Río Frío; así, en cuanto se anunció en el Ministerio de la Guerra que el capitán Pedro Sánchez se presentaba en persona, las puertas se le abrieron de par en par, el ministro lo hizo sentar y escuchó muy atentamente la narración que le hizo del suceso.

Pedro Sánchez, haciendo ver al ministro, como quien quiere y no quiere, su mano envuelta en el pañuelo blanco que tenía manchas de sangre, le refirió con aparente sencillez y como si fuese un veterano acostumbrado a las batallas y al fuego, que había tenido noticias, por sus exploradores, de que una reunión considerable de malhechores se hallaba en la falda de la Malinche, reforzada con toda la mala gente de Amozoc y del Pinal de San Agustín, formando una cuadrilla muy numerosa, con el designio de sorprender las escoltas del gobierno, pasarlas a cuchillo, enseñorearse de la montaña y seguir después, sin que nadie se lo pudiese impedir, robando coches, carros, diligencias, arrieros y caminantes de a pie y de a caballo, sin perdonar a alma viviente, matando a todo aquel que opusiera la menor resistencia; que él, enterado de todo, reunió toda su gente, que aumentó con varios vecinos de los pueblos, que por ser sus amigos le ofrecieron ayudarle, y que con tales elementos pudo prepararles una emboscada, dejó llegar a la numerosa cuadrilla hasta la venta de Río Frío, y cuando menos lo pensaban y se preparaban a despojar a los pasajeros de las dos diligencias, salió del monte con las escoltas, les cayó encima, los hizo pedazos y los derrotó, haciéndolos huir vergonzosamente. Que la batalla, pues verdadera batalla hubo, duró cerca de una hora; que de su gente salieron ocho lastimados y un muerto; pero que los ladrones tuvieron muchos heridos que se llevaron, y como diez muertos que mandó enterrar en el monte, colgando uno solo en los árboles para escarmiento de pícaros; que él había sido herido en la cabeza (que tenía envuelta en una mascada roja) y en una mano, y que aunque sentía agudos dolores, no hacía caso de ellos, y tenía, por el contrario mucho gusto en dar un testimonio de la fidelidad con que llenaba el encargo que le confirió el gobierno; que, por último, nada pedía para él, pero consideraba muy justo que a sus rurales se les diese un mes extraordinario de haberes.

El ministro le contestó que había oído con satisfacción el relato; que lo felicitaba a él y a sus valientes voluntarios; que extendiera el parte por escrito, pues quería tener la satisfacción de presentarlo a Su Excelencia el Presidente, quien tendría mucho gusto de conocer a tan bizarro oficial, y probablemente lo mandaría incorporar en el ejército de línea y aun lo haría su ayudante.

En efecto, el ministro se levantó de su sillón y, atravesando el ancho corredor, se introdujo seguido de Evaristo a los salones de la presidencia. Un ayudante, el jovencito amigo de don Pedro Martín, salió a pocos momentos e introdujo a Evaristo al suntuoso gabinete del Presidente, que estaba junto a una mesa, majestuosamente sentado en su sillón.

Cuando vio la figura siniestra de Evaristo, más extraña con el pañuelo de seda rojo que le cubría hasta cerca de la frente, y realzaba más lo negro de sus ojos feroces y malignos, se movió un poco en el sillón, cambió de postura e hizo un gesto que manifestaba claramente su disgusto.

—¿Usted es Pedro Sánchez (no le concedió el don) el capitán de rurales recomendado por Baninelli? —le dijo secamente.

—Sí, señor respondió Evaristo.

—General-Presidente —le interrumpió y pues es usted militar al servicio del gobierno, debe comenzar por dar el tratamiento a las autoridades.

—Mi general… —murmuró Evaristo desconcertado, temblando en su interior y no pudiendo sostener la mirada fija e indagadora del Primer Magistrado de la Nación—. Yo fui, mi General-Presidente, el que derrotó a los bandidos de Río Frío… en el monte… y maté y me mataron… y…

Evaristo, aterrorizado con la fisonomía severa del Presidente, que por primera vez veía, se turbaba, no sabía qué decir y se le figuraba que sus miradas penetraban en el fondo de su ser, que conocía sus crímenes y sus supercherías y que, informado por don Pedro Martín de Olañeta, en vez de otorgarle un premio iba mandarlo fusilar.

—Lo sé, lo sé todo —le interrumpió el Presidente— ya me ha dado cuenta el señor Ministro de la Guerra. Ha cumplido usted con su deber, y puede retirarse.

Evaristo, sin saber por qué puerta salir y aturdido y corrido con la áspera recepción, tuvo el tonto atrevimiento de querer estrechar la mano del Presidente. Éste se retiró con desprecio y con una mirada de autoridad le indicó que saliese.

El Ministro de la Guerra tuvo necesidad de tomar a Evaristo y conducirlo hasta la salida.

—Este hombre no me agrada —dijo el Presidente al ministro luego que se cerró la puerta tras de Evaristo—. Creo que Baninelli se equivocó en su elección, como yo me equivoqué con la de ese licenciado Bedolla, y cuidado que yo he vivido mucho y conozco a los hombres con sólo hablar con ellos y mirarlos un cuarto de hora.

—Él, sin embargo, es valiente y ha dado pruebas en esta ocasión; salió herido y no sería malo darle una recompensa —dijo el ministro.

—Cualquier cosa, lo que usted quiera, señor ministro; por mi cuenta lo mandaría fusilar, y esté seguro de que la mitad de lo que ha contado es mentira. Estos rancheros son malos y ladinos, como Bedolla. Este Bedolla lo tengo entre ceja y ceja. ¡Haberme engañado a mí!… Es menester que vea usted a don Pedro Martín de Olañeta, que lo persuada, que le ruegue vuelva al juzgado; no es posible tener más tiempo a Bedolla en un puesto público. Preferiría a su amigo Lamparilla. Al menos, es más joven, simpático y un poco travieso… No me disgusta esta clase de hombres.

El ministro siguió dando cuenta de sus negocios, mientras Evaristo salió del Palacio; se presentó por deber al Gobernador, que tampoco fue amable con él, y de allí al mesón, a echarse en el camaranchón con más calentura que el día anterior, y en su rabia infernal no cesó de meditar cómo mataría no sólo a Cecilia y a don Pedro Martín, sino al Presidente de la República.

Al día siguiente se levantó un poco mejor, escribió el parte de la célebre batalla, y él mismo lo llevó al Ministro de la Guerra.

—El señor Presidente —le dijo el ministro— estaba un poco indispuesto ayer y de mal humor; pero ya lo he calmado y ha consentido en que yo dé a usted el grado de teniente coronel. Se dará a usted una buena contestación, y se publicará todo en el Diario Oficial.

Evaristo respiró; un gran peso se le quitó del corazón. Ni Cecilia ni don Pedro Martín lo habían denunciado. —Pero mientras vivan —se dijo— no podré estar tranquilo.

Evaristo regresó a las tierras de su mando, ostentando en los pueblos pequeños del tránsito y aun en el mismo Texcoco su triunfo y su insolencia; exigiendo caballos para la remuda de sus rurales y recibiendo gallinas y guajolotes que los vecinos le daban por miedo, y que conducían atados en los tientos los satélites que lo seguían.

XV. Revolución más formidable que el tumulto

Las semillas revolucionarias que sembraron Lamparilla y Bedolla no fueron del todo estériles. Puebla, Jalisco y Sinaloa, han sido siempre Estados que han dado muchos dolores de cabeza a los presidentes de la República. El uno con sus granaderos y sus valientes tejedores del barrio del Alto, el otro con su refrán guerrero y popular de: Jalisco nunca pierde, y el último con su aduana de Mazatlán, que por mucho tiempo fue nido de contrabandistas amparados con banderas extranjeras, han conservado cierta preponderancia y mantenido cierto orgullo local, que ha ido disminuyendo gradualmente y que ha terminado del todo con la construcción de los telégrafos y de los caminos de fierro; pero sigamos nuestra novelesca historia, colocándonos en la época, relativamente atrasada y oscura en que pasaron los acontecimientos que desde el principio hemos referido.

Un cierto Valentín Cruz, de mucha fama en Guadalajara, especialmente en el barrio de San Pedro, era corresponsal de Bedolla. Este Valentín Cruz tenía una historia interesante. Arriero desde que tenía veinte años, hacía viajes de Guadalajara a San Blas y de Tepic a Guadalajara, pero nunca se le encontraba en el camino real ni entraba a las poblaciones con la luz del día. Era arriero contrabandista. Los buques alijaban en alta mar, descargaban en las costas sus lanchones, y Valentín recogía los fardos, los cargaba en sus mulas y los descargaba sin que lo vieran las aduanas, donde les convenía a los comerciantes. A los treinta años, Valentín era dueño de dos buenas recuas de mulas de siete cuartas, de lazo y reata y el ojo derecho de los comerciantes y de las gentes de la costa, interesadas en su mayor parte en el contrabando, que mal que bien les producía algo.

Cuando había en las aduanas empleados y resguardo celosos, Valentín suspendía sus viajes, ponía su mulada en los potreros o en caballeriza, y los pueblos y rancherías se veían reducidos a una pobreza tal, que muchos de los vecinos no tenían más recurso que meterse a ladrones, organizar una o más cuadrillas y echarse a robar por los caminos, entre Jalisco, Zacatecas y Sinaloa.

Valentín Cruz, como ya era rico (es decir, rico de pueblo) concluyó por cansarse de estas alternativas; vendió sus recuas en la feria de Lagos, y con esto y lo que ya tenía guardado en casa de uno de sus patrones, compró unas tierras, unos corrales, unas casitas y se resolvió a vivir como un gran señor, sin trabajar más. Entró en la buena vida, abandonando las queridas que tenía en cada pueblo por donde pasaba en sus viajes misteriosos, casándose con una muchacha de San Pedro, que con su madre y hermano era propietaria de dos casas en la ciudad. Los primeros meses vivieron no sólo bien, sino en medio de delicias y placeres a su modo. Almuerzos y comidas con amigos y amigas, viajes a la laguna de Chapala, a Tepic y a la cascada de Juanacatlán, y en esto gastando dinero en grande. Las cosas cambiaron antes de que concluyese el año de luna de miel. Valentín dio en encelarse de los mismos amigos que él convidaba a sus festines, y su mujer a preferir los amigos al marido.

Después del almuerzo, pleito; a la madrugada, al concluir un fandango, palabrotas y golpes que la mujer devolvía; por último, un día Valentín aventó una botella llena de mezcal, con tan buen tino, que se estrelló en la frente de la desgraciada esposa, que cayó bañada en sangre y falleció a los cuatro días. Valentín fue conducido a la cárcel, se le formó causa y al cabo de seis meses salió bajo fianza y se le echó tierra al asunto.

El cuñado estaba en México, y cuando regresó y se enteró que su hermana no había muerto a consecuencia de una caída, como se lo había escrito Valentín, sino matada por él, trató de vengarse, y en la primera ocasión lo provocó, se hicieron de razones, vinieron a las manos, y Valentín, que estaba armado, mientras el cuñado lo tomaba por los cabellos y le sacudía trompones en la cara, le hundió el puñal en el estómago y lo dejó muerto en el sitio. Nueva causa y nueva prisión; pero antes de tres meses volvió a salir bajo fianza, pues pudo justificar que había obrado en defensa propia. Se le echó también tierra a la causa. Medio arruinado, con lo que le quedó, puso una tienda en San Pablo, donde vendía licores y prestaba sobre prendas; se dedicó a la bebida y a la política, convirtiéndose en una especie de tribuno con quien era preciso contar para las elecciones, para los pronunciamientos, para todo. No se movía una hoja del árbol sin la voluntad de Valentín. La muerte, de los dos hijos acabó en breve con la vida de la pobre madre; pero estos verdaderos asesinatos, hechos realmente con alevosía y ventaja, realzaron el prestigio de Valentín entre el populacho: Don Cruz no se deja de naide, decían los chinacos; y con esto fue bastante para declararlo valiente y reconocerlo por caudillo.

La influencia y autoridad de Valentín humillaba y pesaba como un plomo sobre el gobernador, y había ya intentado varios medios para quitarlo de Guadalajara, pero todos sin resultado. Se resolvió, pues, contando con los magistrados, a removerle las causas pendientes y aconteció esto a la sazón que Bedolla, caído de la gracia del Presidente de la República, se metió a conspirador.

Con motivo de los viajes y contrabandos que hacía Valentín, había estado en el pueblo donde nació Bedolla, había trabado amistad con él, y aun le había ayudado, porque estaba en armonía con sus especulaciones contrabandistas, a sublevar a los pueblos de indios e invadir las haciendas, como había sucedido ya a la de San Leonel. Bedolla, desde su elevación rápida en la capital, se había carteado con sus amigos del interior, y muy especialmente con Valentín; y las cartas de recomendación que obtuvo de los ministros en favor de su amigo, influyeron mucho en dar al olvido las causas que se le formaron por los crímenes que ya hemos referido.

El Gobernador de Jalisco, fijo en su idea de quitarse semejante estorbo, y creyendo que no era extraño Valentín a los rumores que circulaban de un próximo pronunciamiento, dio orden de prenderlo y entregarlo a los jueces para que prosiguiesen las causas que aún estaban abiertas. Súpolo Valentín por una indiscreción que valió diez pesos al escribiente del juzgado, y no tuvo ya más arbitrio que pronunciarse, contando con que Bedolla y Lamparilla le ayudarían con los poderosos elementos que él creía tenían estos personajes.

La noche menos pensada, la tienda de licores y prendas del barrio de San Pedro se convirtió en cuartel general, donde sé reunieron cerca de trescientos chinacos. Mal armados, pero decididos, valientes y algo tomados con algunas botellas de mezcal de la tienda, comenzaron a gritar mueras al gobernador.

La noche se pasó en bola y alegría, y la primera noticia que tuvo el gobernador al levantarse, fue una proclama de Valentín, que apareció fijada en algunas esquinas y regada en las calles.

Hela aquí:


JALISCO NUNCA PIERDE

Jalisciences:

La tiranía ha llegado al colmo, y los pueblos libres de la República no la pueden ya tolerar. Recobran su soberanía y apelan a la revolución como la única tabla que salvará las instituciones y las libertades de los ciudadanos.

Cuento con los valientes tapatíos, que bastan para conquistar el resto de la República y subyugar a los Estados rebeldes; pero no será necesario llegar a esos extremos, pues estoy cierto que dentro de un mes contaré con los ocho millones de habitantes que tiene la heroica nación mexicana.

Por estas y otras consideraciones que omito, y que expondré en un largo manifiesto luego que haya ocupado la Capital de la República y esté en posesión del Gobierno, he resuelto tomar las armas y proclamar el siguiente plan:

Jalisco nunca pierde

Art. lo.—Cesan en sus funciones las autoridades del Estado.

Art. 2o.—Serán puestos en libertad inmediatamente los presos por delitos políticos y los de delitos leves.

Art. 3o.—Las contribuciones onerosas del Estado quedan reducidas a 50 por 100.

Art. 4o.—Serán ocupadas las rentas del tabaco y el Estado entrará en adelante en la posesión de la fábrica y estanquillos.

Art. 5o.—Cesan en sus funciones, desde esta fecha, los ministros de México, y las providencias que dicten serán nulas y de ningún valor.

Art. 6o.—La aduana marítima de San Blas pertenecerá al Estado, que establecerá el arancel liberal que crea más conveniente.

La persona del Presidente de la República será respetada y continuará en el mando si se adhiere al presente plan; y lo mismo sucederá con los gobernadores y comandantes generales de los Estados.

Cuartel General de San Pedro, a las doce de la noche del mes de diciembre de 18…

Jalisco nunca pierde.

Conciudadanos, vuestro general y amigo,

Valentín Cruz.
 

Este plan se lo había dado el mismo escribiente que le avisó que se trataba de encerrarlo en la cárcel, y al escribiente se lo dictó el jefe de una casa de comercio que esperaba en esos días un buque procedente de Europa, cargado hasta la cubierta. Se trataba de un ahorro de derechos y de aprovechar la asonada de Valentín para hacer la descarga en la playa.

Valentín había comenzado por nombrarse general (como más tarde se nombró, con sólo el voto de su ayudante, Presidente en Córdoba un célebre personaje de la intervención), por ocupar los estanquillos, cogerse los tabacos y dinero, y decretar una contribución de doce pesos mensuales a todos los varones de más de diez y ocho años bajo la pena, si no le pagaban al tercer día, de ser condenados por el resto de su vida al servicio de las armas. Valentín, además, era un financiero terrible. De las diversas sugestiones y planes que le había enviado Bedolla en papelitos sueltos y con la letra al revés, añadió al plan que se acaba de leer el artículo relativo a la remoción de los ministros. Era el tema favorito e invariable de Bedolla y de Lamparilla. Con otro ministerio tenían, por lo menos, noventa probabilidades de ganar el negocio de los bienes de Moctezuma III y aniquilar a los Melquiades, haciéndolos fusilar si era posible.

No tardó en propagarse la alarma en la extensa ciudad de Guadalajara. La gente, ociosa e inquieta, circulaba en bandadas por las calles; como de costumbre, las puertas de las tiendas se cerraban y en el Palacio se agolpaba la gente, tratando de indagar noticias y pretendiendo saber lo que se haría para sofocar el pronunciamiento. Algunos se adelantaron a decir que no pasaría una hora sin que las fuerzas de Valentín Cruz, que eran ya de miles de hombres, se presentasen a tomar el Palacio a fuego y sangre, y que lo mejor era que el gobernador, que al mismo tiempo era el Comandante General, celebrase una capitulación honrosa, seguro de que el dicho Valentín Cruz, que era tan valiente como generoso, le perdonaría la vida y lo dejaría salir libre de la ciudad, así como a las autoridades que no quisiesen adherirse al plan, para que fuesen a México y persuadiesen al Presidente y a sus ministros de que serían respetados sus bienes y vidas a condición de no mandar fuerzas para combatir y asesinar al pueblo.

El gobernador se vestía a toda prisa, daba al mismo tiempo sus órdenes a los ayudantes, y al escuchar el relato de lo que se decía en la calle, montaba en cólera y echaba rayos y centellas.

—Primero me dejaría freír en aceite que capitular con ese arriero asesino, a quien han dejado tomar ínfulas en Jalisco por las recomendaciones que le ha procurado ese licenciado Bedolla de México, que será otro pícaro.

—Sólo hay parque para ocho tiros —dijo un ayudante que entró precipitadamente.

—Se lo tenía dicho hace un mes al Ministro de la Guerra. Me ha dejado sin artillería, sin parque, sin tropas. Apenas entra un regimiento, cuando a los tres días lo mandan salir, ya para Zacatecas, ya para Sinaloa, y no dejan más que los piquetes y los reclutas. Y este Baninelli que no acaba de llegar; parece que vienen los soldados en tortugas. Si los hubiese hecho andar veinte leguas diarias, habrían llegado hace una semana, y este bandido de Valentín Cruz no se hubiese atrevido a nada.

Jurando y refunfuñando, el gobernador se ciñó la espada y él mismo colocó en las puertas de Palacio una batería de piecesitas de a cuatro con sus ocho tiros, formó la guardia y pasó a los cuarteles para organizar una columna con los piquetes y reclutas mal vestidos que componían la guarnición, que en total no excedía de 500 hombres. Estaba al principio decidido a marchar a San Pedro y atacar en su cuartel general a Valentín Cruz; pero temió que en el camino se le desertaran los reclutas y los pocos soldados de línea con que contaba; así, decidió quedarse a la defensiva y resistir a todo trance si era atacado, hasta que Baninelli llegase, que no podía tardar.

La ansiedad crecía por momentos; la gente brava de los barrios, más brava que los tejedores de Puebla, se hacía remolinos y comenzaba a repetir el refrán o divisa tapatía: Jalisco nunca pierde, y el frente del Palacio se llenaba de gente sospechosa. La comunicación con San Pedro y las demás salidas de la capital de Jalisco, estaban cortadas; los víveres encarecieron en el mismo momento, como si se hubiese pasado un sitio de seis meses, y en las panaderías vociferaba la gente porque el pan se había acabado, con lo que el descontento de los habitantes se manifestaba claramente, y la posición del gobernador se hacía a cada hora más difícil.

El general Valentín Cruz contaba ya con cosa de seiscientos hombres. El mezcal de su tienda se estaba agotando, y daba ya órdenes para que se ocupasen (sin pagar) los licores que existían en las demás.

Pero Baninelli no llegaba, y ya perdía la esperanza el gobernador.

Sin embargo, Baninelli caminaba a marchas dobles, y el nuevo general Valentín Cruz ignoraba que con anticipación se había decidido en México enviar fuerzas para evitar una asonada en Jalisco.

En efecto, desde San Juan de los Lagos, Baninelli arregló su plan de campaña con el capitán Franco, o mejor dicho, con el cabo Franco, pues así continuaremos llamándole, así le llamaba Baninelli, y así le gustaba a él que lo llamasen.

—Mira, cabo Franco, te adelantarás un poco con tu compañía, escoges los mejores muchachos de la segunda, me ocupas San Pedro y me esperas allí, que no tardaré en llegar. Si hallas resistencia, ya sabes, una descarga de diez pasos, y a la bayoneta; no me dejas uno con vida. Tomas lenguas por el camino y acuérdate del monte de Río Frío; quizás tendrás en esta campaña el grado de teniente coronel.

—Muy bien, mi coronel.

Baninelli había caminado a marchas forzadas desde que salió de Cuautitlán, y jornada hizo que pasó de quince leguas. El cabo Franco con dos compañías se separó desde San Juan del grueso de la fuerza, y tan astutamente tomó lenguas con los que encontraba en el camino, que supo el pronunciamiento de San Pedro, el nuevo general que lo acaudillaba, las fuerzas que tenía, el lugar preciso donde estaba la tienda y el desorden en que se hallaban los llamados libertadores. Obró en consecuencia y llegó sin ser sentido, cosa de las once de la noche, a las cercanías de San Pedro. Allí dio una hora de descanso y un trago de aguardiente a su tropa, formó su columna y les echó esta corta arenga, tan eficaz y sublime como la del gran Napoleón delante de las Pirámides:

—Muchachos, no hay que rajarse. Fuego cuando yo lo mande, y después a la bayoneta.

—¡Viva nuestro capitán! —gritaron los soldados.

—No hay que hacer ruido. Adelante y mucho silencio.

Se pusieron inmediatamente en marcha.

Los partidarios del general Valentín, seguros de que el gobernador, que estaba a la defensiva, no los atacaría, bebían mezcal, reían, cantaban versitos picarescos y taconeaban jarabes y tapatíos con las chinas venidas de la ciudad.

Repentinamente una descarga cerrada. Algunas de las parejas de baile cayeron a tierra heridas, muertas o simplemente asustadas, y después una de bayonetazos y de golpes con las culatas de los fusiles sobre los grupos compactos, que aquello que creían mentira, pues lo menos que esperaba era un ataque, parecía el día del juicio. Las fogatas se apagaron, las calles quedaron regadas de muertos y solas completamente, pues toda la multitud se había escapado y desaparecido en instantes.

El cabo Franco ocupó el cuartel general, es decir, la tienda de Valentín, donde encontró todavía algún repuesto que en el acto repartió a sus soldados, los que pasaron ya muy alegremente la noche con un abundante rancho y sus buenos tragos de mezcal.

A la madrugada llegó Baninelli. El cabo Franco marcó el alto a la fuerza y recibió con las formalidades de ordenanza a su jefe.

—Ninguna novedad tiene usted, mi coronel. El enemigo, en completa dispersión, ha huido rumbo a Mascota, dejando en el campo algunos muertos y muchos heridos. Por nuestra parte, tres lastimados.

Los tres lastimados, ¡funesta casualidad!, eran Moctezuma III, herido de un garrotazo en las espaldas; el hijo de doña Pascuala, cojo, porque cayó al suelo, sin duda de susto, y lo pisó un caballo (porque Valentín Cruz había reunido un escuadrón compuesto sólo de veinte hombres, que fueron los primeros en emprender la fuga), y el pobre Juan con un sablazo en la cabeza que le había partido el pellejo, pero no le había interesado el cráneo.

El cabo Franco, observando en el camino la docilidad de sus tres reclutas, así como su fuerza muscular y la facilidad con que hacían sin fatigarse diez y doce leguas, les había tomado cariño, agregado a lo que él llamaba su Estado Mayor, y querido que, en la primera ocasión, recibiesen el bautismo de fuego para que en lo de adelante fuesen unos verdaderos veteranos, proponiéndose recomendarlos para cabos, pues sabían escribir.

Animado de tan buenos sentimientos, les echó una de las arengas napoleónicas que acostumbraba.

No hay que arrugarse y adentro —les dijo dándoles de plano con su espada en las espaldas; los empujó en las tinieblas y él mismo, poniéndose a la cabeza de su fuerza, se echó como una fiera sobre la masa de revoltosos y los derrotó en pocos minutos de la manera que se ha referido.

Baninelli ocupó y registró minuciosamente la casa de Valentín Cruz, encontrando un paquete de papeles; dispuso que los heridos fuesen distribuidos en las casas particulares y los muertos se enterrasen donde se pudiese, e hizo inmediatamente su entrada solemne en Guadalajara, haciendo resonar su alegre banda de pitos, clarines y tambores, y tocando su bien adiestrada charanga las mejores piezas de moda.

Cuando el gobernador menos lo creía, estaba ya la fuerza delante de Palacio, y Baninelli se apeaba de su cabello sudoroso y cansado, y le daba un abrazo, pues eran íntimos amigos.

Diez minutos después las campanas repicaban a vuelo, y las gentes alegres y curiosas circulaban en las calles. Los contrabandistas de Tepic y de San Blas, encerrados en sus escritorios, eran los únicos tristes y cabizbajos.

XVI. Víctima del despotismo

Baninelli dirigió al Gobierno el parte con el mismo laconismo y sencillez que acostumbraba el cabo Franco hacer sus arengas y proclamas a sus soldados en los momentos de peligro.

Llegué a marchas forzadas cuando menos se esperaba —decía el parte de Baninelli—. Mi vanguardia derrotó completamente a los revoltosos en la media noche del 8 de … de 18… Incluyo el estado de muertos y heridos. En las tropas de mi mando hubo tres heridos. Uno de ellos se llama Moctezuma, y dice ser descendiente del emperador de México. Recomiendo el comportamiento del capitán Franco y de los tres reclutas heridos. Cuartel General en San Pedro, etc.

También envió directamente al Presidente, y sin leer, las muchas cartas que contenía el paquete que encontró en la casa de Valentín Cruz, y permaneció en San Pedro esperando órdenes.

Por extraordinario recibió la respuesta:

Persiga usted al enemigo sin descanso. A los cabecillas y oficiales que coja los fusila usted en el acto, y a los soldados los incorpora a su regimiento.

A la llegada del parte de Beninelli, el Ministro de la Guerra, o más bien sus aduladores o pegadizos, corrieron ellos mismos a la calle y mandaron repicar a vuelo las campanas de la Catedral y demás iglesias, y una batería de artillería hizo una salva delante de Palacio, de quién sabe cuántos cañonazos. Un taco acertó a pegar en el hombro a uno de tantos muchachos curiosos, y fue ésta la mayor desgracia que ocurrió en tan célebre campaña, pues el tal muchacho, que cayó como si hubiese recibido la bala en la cabeza, fue conducido al Hospital de San Andrés y no salió sino al cabo de dos meses y con un hombro más alto que el otro.

El Presidente, con tanta felicitación como recibió y tanto adulador que aprovechó la ocasión para pedirle dinero y empleos, dejó como olvidado en su mesa el paquete y no fue sino hasta ocho días después cuando tropezó con el pliego, mandó al ayudante que cerrase las puertas, que nadie lo interrumpiese y se puso a examinar uno por uno los documentos que contenía. Eran cartas y papelitos sin firma, de diversos caracteres de letra; los unos incomprensibles, pero que daban a entender que entre Valentín Cruz y los corresponsales o correspondientes de México había relaciones anteriores e íntimas, no de asuntos privados, sino absolutamente políticos. Otras cartas estaban firmadas y se reducían a negocios de agricultura, comercio y arriería; pero en las fórmulas y frases se adivinaba que contenían una clave que el Presidente reconoció desde luego; pero que era imposible descifrar. Por ejemplo, se decía: Tendré listas mil pacas de algodón para conducirlas a Guadalajara, y usted disponga de ellas.

¿Quién diablos había de mandar mil pacas de algodón a Guadalajara cuando no existía ninguna fábrica de tejidos? Así, evidentemente, lo que significaba esta carta era que irían mil soldados, o mil revoltosos, o mil indios. También podrá conjeturarse que se mandarían mil pesos, o mil pesetas para fomentar con esta suma un tumulto, una sublevación o un pronunciamiento en forma, como sucedió.

Pero ¿quién era el que tenía listas las misteriosas pacas? Anda vete, imposible de adivinar; el Presidente leía otro papel y se perdía en conjeturas. Después de recorrer rápidamente tal género de documentos, si no pudo descifrarlos, sí adquirió el convencimiento de que se tramaba una grande conspiración en toda la república, cuyo centro era el Estado de Jalisco, en su capital o en alguno de sus pueblos, como en efecto aconteció en San Pedro; ya no le cupo ninguna duda y pensó, con razón, que Valentín Cruz era uno de tantos agentes o quizá el principal; pero que en México existía el Directorio, compuesto de personas de categoría y de importancia.

En este examen, que había ya durado más de una hora, llamó particularmente su atención la diversidad de caracteres de letra; algunas se parecían a las de sus ministros, y eran, como maliciará el lector por lo que antes hemos dicho, obra de la sorprendente habilidad de Lamparilla, escritas con más precauciones y misterios de los que eran necesarios, para el caso ya previsto de que si caían en manos de la autoridad, las sospechas recayesen en los elevados funcionarios que estaban cerca de la persona del Presidente, y a quienes otorgaba su entera confianza.

Inquieto, disgustado y cansado el Presidente y dolíendole la cabeza, se disponía a clasificar las cartas ya leídas y a colocarlas en su cubierta, cuando observó que había en el suelo dos o tres papeles que se habían caído sin que lo hubiese notado. Uno de ellos era una carta firmada.


Enterado de todo. Apresure usted los negocios, porque urge. Mándeme, si le es posible, dinero, que necesito con urgencia para seguir los trabajos. Más de una semana he estado enfermo, y por eso no le he escrito.

Sabe de corazón que soy su amigo.

Licenciado Bedolla.
 

—Me la va a pagar este pícaro —dijo el Presidente luego que acabó de leer la carta—. Lo voy a secar en una prisión hasta que no me descubra el hilo de esta revolución; más adelante lo mandaré fusilar. Estoy rodeado de malvados y traidores, y mis mismos ministros son los primeros que conspiran contra mí. Con razón me decía Basadre que si me echaba en manos de los monarquistas, correría la misma suerte de Guerrero. Ya veremos; los tengo entre mis manos.

El Presidente clasificó cuidadosamente los interesantes papeles, los colocó en una cubierta, los ató cuidadosamente con una cinta, las guardó en un armario, lo cerró, se guardó la llave en el bolsillo y dijo muy satisfecho, tocándose el pantalón:

—Aquí los tengo a todos presos, y no saldrán sino a la horca o al destierro. Este Baninelli vale la plata. Cuando acabe su campaña y vuelva a presentárseme, lo recibiré con la banda de general de brigada. Me ha quitado de encima una guerra extranjera batiendo a los bandidos de Río Frío, y ahora una formidable revolución que me hubiera lanzado quizá de la silla presidencial. A los tres reclutas los haré oficiales y al capitán Franco teniente coronel.

Cuando los ministros entraron al Consejo, el Presidente estaba muy alegre y los recibió con más afabilidad que los días precedentes. Las inocentes criaturas no sabían lo que se les esperaba.

Durante algunos días les dictaba acuerdos muy largos, que guardaba dizque para rectificarlos, y era para comprobarlos con las cartas y papeles de Valentín Cruz, hasta que adquirió la más perfecta convicción de su culpabilidad, menos la del Ministro de Hacienda, no habiendo encontrado semejanza de su letra en ninguno de los papeles que había registrado.

En la noche llamó a los jefes del partido moderado y convino con ellos un nuevo Ministerio. El periódico oficial dijo al día siguiente:


NUEVO GABINETE

Habiendo renunciado por razones de conveniencia pública y a causa también de su quebrantada salud, los señores ministros de Relaciones, Justicia y Guerra, Su Excelencia el Presidente, con mucho sentimiento, ha tenido a bien admitírselas, disponiendo que queden los oficiales mayores encargados interinamente del despacho, hasta que se forme un Ministerio en que estén representados todos los partidos y se satisfagan las justas aspiraciones de la nación.
 

El Presidente ordenó a un ayudante que fuese a la casa de don Pedro Martín de Olañeta y, quisiese o no, se lo trajese en el acto.

—Señor don Pedro —le dijo en cuanto se lo presentó el ayudante— me va a prestar un servicio, o mejor dicho a la nación. Va usted a hacerse cargo del juzgado. He separado a ese bribón de Bedolla, y ya verá la suerte que le espera.

—Señor general, me honra usted mucho, pero necesitaría antes…

—Será después —le interrumpió el Presidente—. Tendrá usted mi apoyo y se llenarán por el gobierno los deseos de usted para el buen servicio. No necesito recordarle lo que me ofreció cuando…

—Es verdad; en vez de replicar, lo que debo es agradecerle su confianza. Acepto y quedo a sus órdenes.

—Ya podrá usted hacer algo, don Pedro —le dijo el Presidente sonriendo maliciosamente y estrechándole la mano— por esa buena muchacha Casilda, acabando por descubrir a su perseguidor y aplicarle la ley como merece.

Don Pedro se mortificó y se puso encarnado; pero estrechó a su vez la mano del presidente, no pareciéndole mal, en el fondo, que el Primer Magistrado de la Nación se permitiese con él estas amistosas confidencias.

Cuando don Pedro se retiró, tocó la campanilla y el ayudante entró.

—Tome usted un coche, va en él a la casa del licenciado Bedolla, o al juzgado, a donde lo encuentre usted, lo aprehende, lo conduce a la prisión militar de Santiago, lo entrega al comandante con orden de que lo ponga incomunicado, y no vuelva a presentarse aquí hasta que todo esto quede hecho.

El ayudante salió haciendo una respetuosa reverencia, dando a entender con esto que las órdenes serían fielmente cumplidas.

—Lo que es por ahora está conjurada la tormenta —dijo el Presidente dejándose caer en el sillón—. Ya veremos lo que sigue. En sustancia a la nación la gobernamos. Yo, dirigiendo la política; Baninelli, derrotando a los pronunciados, y ese bandido de Río Frío ahorcando ladrones en el camino, aunque no sé por qué se me ha clavado la idea en la cabeza de que él es el primer bandolero y el primero que debía ser ahorcado. Lo dejaremos, pues por ahora me es útil, mientras yo mismo aclaro las cosas. Sea como fuere, lo que es en este momento la tormenta revolucionaria ha concluido. Mañana veremos.

Una tempestad en un vaso de agua.

No es nuestra idea el ocuparnos a cada momento de política y de periodistas, pero no podemos dispensarnos de aprovechar la ocasión para hacer un justo elogio de los adelantos de la prensa y de poner de manifiesto el juicio, el tacto, sea dicho de una vez, la filosofía con que trataban las más espinosas cuestiones los mismos escritores que al principio de esta historia publicaron tan voluminosos artículos relativos al caso raro del rancho de Santa María de la Ladrillera, y llamaron justamente la atención del gobierno y de los doctores de la Universidad sobre el fenómeno digno de estudiarse que presentaba el vientre de doña Pascuala.

La edad, la experiencia y el estudio habían dado a sus artículos cierto aplomo y solidez de que antes carecían, y, sobre todo, no escribían una línea sin estar absolutamente seguros de la verdad. El lector podrá juzgar por el artículo siguiente, publicado en el famoso diario que redactaban, y que por un efecto de modestia le habían puesto el título de La Sabiduría:


DIOS SALVE A LA REPÚBLICA

Retiramos el editorial que teníamos escrito sobre las importantísimas cuestiones de la contrata de carros nocturnos y limpia de las atarjeas, para dar noticia a nuestros lectores de los graves acontecimientos de estos últimos días, que han conmovido profundamente a los ilustrados habitantes de esta grandiosa ciudad de los palacios, como la llamó el riquísimo y noble italiano conde de Beltrami, que la visitó hace cuarenta años. Asesinatos, robos, asaltos, combates, pronunciamientos y quién sabe cuántas cosas más. Vamos por partes, aunque de verdad son tantas las ideas que se agolpan a nuestra frente, que no sabemos ni por dónde empezar.

Era una noche de las más tenebrosas que hemos tenido en la temporada, y el bello cielo de México se convirtió en una inmensa carpeta de terciopelo negro que se iluminaba a cada minuto con la pálida luz de los relámpagos. Cayeron rayos, no sabemos cuántos; pero nosotros, que no quisimos dormir para poder dar, si era necesario, en La Sabiduría una descripción de la tempestad, contamos siete, de los cuales uno cayó en la torre de San Agustín, dos en la de Santo Domingo, bajando por la pared, haciendo una cuarteadura y llevándose la reja de una ventanilla; de los demás no sabemos a punto fijo, pero fueron por el Puente de la Leña y la Soledad de Santa Cruz. Fue esa noche tremenda la que escogió una banda de ladrones para llevar a efecto el horroroso atentado que hacía semanas meditaban. Se trataba de robar y asesinar a una mujer muy rica, que conoce todo el que tiene afición a las variadas frutas que produce nuestro fértil suelo, y que se llama Cecilia la Trajinera, porque tiene canoa y comercio en Chalco. Esta trajinera vive sola (porque nunca se ha querido casar) con dos criadas y dos o tres remeros, que hacen de noche el oficio de serenos, en una casa muy vieja pero muy grande, situada por el Callejón de la Trapana, y que se comunica con la acequia.

El plan de los ladrones era meterse por unas ventanas que tenían rejas de madera ya apolilladas; pero como Cecilia compuso la casa y cambió las rejas de madera y puso otras de hierro, se les frustró su primitivo plan, y entonces apelaron a hacer una horadación, lo que llevaron a efecto sin costarles trabajo, porque las paredes, aunque gruesas, se están desmoronando. Se proponían matar primero a los remeros, entrar después por el agujero, apoderarse de Cecilia y de las dos criadas, amarrarlas, asesinarlas y después robar cuanto pudieran, pues Cecilia es muy rica y tiene guardado mucho dinero en oro en un ropero colorado, antiguo y con pintarrajos por dentro (que nosotros hemos visto), cargar en seguida una canoa con todo el robo, y ellos, haciendo de remeros, dirigirse a Chalco, forzar las puertas de la casa (pues, como hemos dicho, Cecilia es muy rica y tiene una magnífica casa en Chalco, aunque muy aislada) robarla también y largarse a tierra caliente, tomando el rumbo de Acapulco, donde es imposible toda persecución, pues la tropa o policía que se atreve a pasar el Mexcala es víctima de los pintos y del mal clima.

¡Qué plan tan diabólico, pero qué bien combinado! Pero el de Cecilia fue mejor. No sabemos cómo se puso al tanto de lo que maquinaban los ladrones; el caso es que se calló la boca, los dejó hacer la horadación, y estuvieron ella y sus criadas velando durante ocho días. La noche del aguacero y de los rayos oyeron un ruido como de ratas que escarban y roen, se armaron de unos cuchillos muy afilados y se pusieron al lado de la horadación. Pasadas las doce sintieron pasos en la calle, oyeron que varios hablaban en voz baja, y a poco fue presentándoseles la cabeza de una ladrón que penetraba como la culebra en su nido. Agarraron las mechas de la cabeza; tiraron al ladrón para adentro, y antes de que pudiera gritar y advertir a los que estaban fuera, lo cosieron a puñaladas. Se presentó otra cabeza, y el mismo método, y así hasta siete; el octavo, noveno y décimo, pues la banda se componía de diez, se escaparon y huyeron sin que se sepa a dónde se han escondido. ¡Qué valor de mujeres! Pero también ¡qué refinamiento de crueldad con las infelices víctimas! Nosotros mismos, hombres vigorosos y resueltos y que hemos andado en campaña, no hubiéramos tenido valor ni corazón para estar tirando de los cabellos a tanta cabeza, para inmolar después a hombres ya dados e indefensos, y como decía el esclarecido poeta Delille: De la Justicia a la venganza no hay más que un paso.

Concluida la matanza, la trajinera y sus criadas se pusieron a cenar sin lavarse siquiera las manos, y después durmieron tranquilamente hasta que amaneció y fueron a dar parte al alcalde, el que por pronta providencia quiso mandar a la cárcel a las culpables, pero ellas se resistieron, y a cosa de las diez de la mañana los barrios de la Soledad de Santa Cruz y Puente de la Leña se habían levantado y amenazaba cundir la sublevación por los otros barrios de México. La trajinera es una mujer que goza de mucha popularidad, y el pueblo se oponía a que se la llevaran presa. Apedrearon a la policía y la vinieron persiguiendo hasta la Diputación; mirándose ya solos los vagos y ladronzuelos que abundan por esos rumbos, se echaron sobre cuatro o seis tendejones, los saquearon y lastimaron a los dueños, algunos de gravedad, que fueron después conducidos al Hospital de San Andrés. Como el tumulto crecía y le avisaron al coronel del regimiento que ocupa el cuartel de la Santísima, mandó en el acto dos compañías, que echaron una descarga de bala rasa sobre el pueblo, y así pudo penetrar hasta la casa de Cecilia, que se había encerrado; ella y sus criadas, con puñal en mano, estaban completamente resueltas a hacer una desesperada resistencia.

México y sus beneméritos habitantes han escapado en una tabla. El peligro ha sido inminente, y nada faltó para que se repitieran las dolorosas escenas del año 1828: pero el valor y la energía de nuestros sufridos soldados han evitado a la ciudad daños de mucha trascendencia y, lo que es más, el vergonzoso espectáculo delante de los extranjeros, de una populosa ciudad indefensa y entregada a la voluntad de las turbas.

Hubo un incidente curioso, que no debemos pasar desapercibido. El oficial que mandaba la tropa se hizo de razones con el alcalde por cuestiones de jurisdicción. El oficial que sí, el alcalde que no, hasta que llegaron a las manos. El alcalde sacó un puñal y por poco mata al oficial, y el oficial sacó su espada y por poco mata al alcalde; pero al fin ni uno ni otro se hicieron nada, porque metió la paz el secretario del juez en turno, que había sido enviado expresamente por el licenciado Bedolla.

Sosegado el tumulto, fueron conducidos a la Diputación, entre filas, los cadáveres y los reos (que nosotros hemos visto con nuestros propios ojos) y el licenciado Bedolla comenzó a instruir la causa con la actividad que le es característica. Aunque amigos de este célebre criminalista, a fuer de imparciales, tenemos que hacer la observación de que en esta vez no se ha manejado con la energía que desplegó cuando instruyó la causa del asesinato de la hija natural del conde del… y de los escándalos de la casa de vecindad de la Estampa de Regina; y si los reos no pagaron su crimen, fue debido a la clemencia del Primer Magistrado de la Nación, que los indultó.

Tanto Cecilia la Trajinera, como sus criadas, debieron haber sido presas, juzgadas y sentenciadas. Nada de esto ha sucedido y han quedado en la más amplia libertad, mediante la influencia de personas cuyo nombre no queremos mencionar, porque nos ligan con ellas relaciones de parentesco o de amistad que, como nuestros lectores lo conocerán, son sagradas. Bien que Cecilia y cómplices obrasen en propia defensa y hayan acabado una verdadera hazaña, propia de los tiempos fabulosos de la Edad Media, debieron en el momento que sospecharon que iban a ser robadas, haberse dirigido al gobernador, al juez, al alcalde, en fin, a cualquiera autoridad, porque nadie tiene derecho a hacerse justicia por su mano. ¿Dónde iríamos a dar si todos hicieran lo que Cecilia y cómplices? Acabarían las garantías más preciosas, los derechos del hombre serían letra muerta y la sociedad se convertiría en un caos insondable y oscuro. Aunque parezca una paradoja o un contrasentido, los criminales, por lo mismo que son criminales, tienen derecho a las garantías que otorgan las leyes a los ciudadanos de un país libre que rescató de la tiranía de trescientos años el héroe de Dolores. Estos siete cadáveres inmolados por unas verduleras rabiosas y sedientas de sangre, piden justicia, y, no lo deseamos, pero el sueño tranquilo del licenciado Bedolla ha de ser turbado muchas noches con siniestras apariciones.

Mientras pasaba en medio de la tenebrosa noche el drama sangriento que fielmente hemos referido, se fraguaba en lo más intrincado de nuestras elevadas montañas una conjuración contra la vida y propiedad de los viajeros. Malhechores y gente perdida de los cuatro puntos cardinales de la República, se habían dado cita en un lugar inaccesible cercano a Río Frío, y efectivamente llegaron a reunirse cosa de doscientos, bien montados y armados. Su objeto principal era dar un golpe a la conducta que debía salir de México el día… Por no sabemos por qué motivo se transfirió su salida para la semana siguiente, y eso la salvó, y salvó también de su ruina al sufrido comercio de esta capital, agobiado con enormes contribuciones.

Por fortuna nuestra, o más bien dicho del comercio, hay en la montaña un hombre activo, resuelto y de un valor que raya en temeridad. Tal es don Pedro Sánchez, rico hacendado de por Texcoco o de por Chalco, no sabemos bien. Es rico, le sobra con qué vivir sin necesitar de nadie; pero tiene tal odio a los ladrones, que ha aceptado del gobierno el empleo de capitán de rurales, por el solo placer de batirse con ellos y perseguirlos. No hay que jugar con él: bandido que cae en sus manos de seguro que amanece colgado en los árboles.

Don Pedro Sánchez, como decíamos, se hizo el desentendido; dejó reunirse a los ladrones, les puso una emboscada, y cuando ellos salieron para atacar las diligencias, les cayó como un rayo, los desbarató completamente, no sin que se trabase una verdadera batalla y quedase el campo cubierto materialmente de muertos y heridos. El mismo capitán Sánchez recibió varias heridas graves en la cabeza y en las manos, y uno de nuestros colaboradores lo vio entrar al patio del Palacio, a la cabeza de cincuenta de sus valientes rurales, pues él mismo quiso dar personalmente el parte y presentarse al Presidente de la República, el que lo recibió con la mayor benevolencia y no pudo menos de estrecharle la mano y elevarlo al rango de coronel, con el mando de los distritos de Texcoco, Chalco y Tierra Fría.

Pero grave como es lo que hemos referido, son tortas y pan pintado comparándolo con el estado de nuestra política. Los elementos explosivos y variados fermentan de una manera espantosa en la caldera revolucionaria. Una vasta conspiración, como una red, abraza los más poderosos y ricos Estados de la República. Abortó en la capital de Jalisco; pero el gobernador estuvo quince días sitiado en el Palacio, hasta la llegada del coronel Baninelli, que por casualidad pasaba cerca de San Pedro, pues su verdadero rumbo, según sabe también uno de nuestros colaboradores, era Zacatecas. Entre los pronunciados de San Pedro se trabó una lucha más terrible que la del monte de Río Frío; la suerte estaba indecisa, Baninelli propuso una capitulación, y el denodado y pundonoroso general Valentín Cruz, en obvio de derramamiento de sangre, la aceptó, y con tambor batiente y banderas desplegadas se retiró rumbo a Mascota. La revolución, pues, está en pie, y lejos de acabar es ahora cuando comienza.


¡Dios salve a la República!

ALCANCE A ÚLTIMA HORA
 

Impreso ya nuestro diario, hemos adquirido nuevas noticias, y tenemos que hacer algunas rectificaciones. Los asesinados del Puente de la Leña no fueron siete, sino uno dentro y otro fuera, que era remero. El principal culpable, llamado El Joaquinito, ha sido aprehendido y está incomunicado.

El capitán don Pedro Sánchez entró a Palacio, no con cincuenta, sino con cinco hombres de escolta.

El denodado general Valentín Cruz no capituló, sino que fue batido, y merced a su sangre fría y valor pudo escapar a uña de caballo.

Loor a nuestros valientes soldados.

¡Dios salve a la República!

A ÚLTIMA HORA
 

Vuelven las nubes encapotadas a cubrir nuestro horizonte político. La casa del licenciado Bedolla ha sido allanada a deshoras de la noche y él, desnudo, arrebatado de su sueño tranquilo y conducido a la fortaleza de Santiago. Esto es muy grave. La prisión de un personaje tan importante como el señor Bedolla y Rangel, es un verdadero acontecimiento en la capital. Mucho tememos que tan distinguido ciudadano sea una víctima de la tiranía; con razón tenemos que exclamar al terminar nuestro artículo:

¡Dios salve a la República!

Redactores
 

XVII. Cambia la escena

El licenciado don Crisanto de Bedolla y Rangel era un hombre muerto. La prisión lo resucitó. Desde que, a no dudarlo, se supo por el acreditado periódico La Sabiduría que no cabía duda de que estaba incomunicado en uno de los lóbregos y sucios cuartos del antiguo convento de Santiago, convertido en prisión militar, el público, es decir, el público que se ocupa y vive de chismes de política, y que esperan mejorar de fortuna con uno o más cambios de personal en el ministerio, lo consideró como un personaje gigantesco y sobrenatural, que tenía en su mano cerrada la suerte y los destinos de la República y que no tenía más que abrirla para que saliera, según su voluntad, un enjambre de desgracias o una lluvia de oro que vendría a fertilizar las profundas bolsas vacías y secas de los partidarios y del partido vencido o caído que hacía la oposición al gobierno existente.

Durante una semana permaneció Bedolla incomunicado, durmiendo en un petate, sin una silla en qué sentarse ni una mesa en qué comer, y ni Lamparilla mismo obtuvo permiso para verlo, ni se le permitió que le llevasen cama y los muebles más indispensables. Se hacía cruces el licenciado; pensaba día y noche y no podía acertar con la causa que había determinado al Presidente a tratarlo tan cruelmente. Su conciencia le acusaba en verdad; pero jamás había escrito una carta con su letra, ni menos se acordaba de haber firmado nada que pudiera comprometerlo. Sus sospechas recaían contra don Pedro Martín de Olañeta, que, por ocupar su puesto, lo había denunciado y aun llegó a dudar de la amistad de su tocayo y condiscípulo Lamparilla.

—Bien mirado —decía Bedolla sentado en su petate, en un ángulo de la celda que ocupaba vale más que el tirano se haya descarado, porque de esta manera mi situación política quedará bien definida, seré jefe de partido y lucharé frente a frente con el poder. ¡A cuántos hemos visto que tal vez de esta misma celda que ocupo han salido para el Palacio a ocupar un ministerio! Si consiguiera Lamparilla que me trajesen mi cama, mi sillón, un canapé, la comida de mi casa y me dejaran dar un paseo por los corredores, sería relativamente feliz. Llevo tres noches de no dormir; la detestable comida de los bodegones de Santa Ana me ha estragado el estómago. Tres o cuatro semanas más, y no saldría vivo.

Bedolla, de estas reflexiones pasaba a la tristeza y al abatimiento, y al cuarto o quinto día pensaba de otra manera; sufría tanto de los insectos, del insomnio y de la soledad e incomunicación, que se tiraba de los cabellos y las lágrimas le venían a los ojos. Un sentimiento indefinible, que podría llamarse remordimiento, lo atormentaba. ¿Los infelices vecinos de la casa de la Estampa de Regina eran verdaderamente culpables? ¿No fue ligero, vanidoso, cruel y hasta asesino al haberlos hecho sufrir meses en la cárcel, condenándolos a muerte y aun contra el tenor mismo de las leyes, que no señalan iguales penas para los asesinos que para sus cómplices? Casi se alegraba de que el Presidente los hubiese indultado, porque los espectros sangrientos de sus víctimas se le habrían aparecido en las altas horas de la noche en el sombrío calabozo que ocupaba.

La esperanza y la luz del día borraban estas ideas y decía:

Al fin hice bien; esas gentes ordinarias y viciosas no son lo mismo que yo. Ellas viven a poco más o menos en cuartos tan lóbregos e infectos como éste. No pensemos más en estas patrañas. Ya me la pagará ese viejo hipócrita y malvado de don Pedro Martín. Arrieros somos y en el camino andamos. Su día le ha de llegar, y los martirios que estoy sufriendo los ha de pagar bien caros, hasta con la vida.

Al fin de la semana, el mismo ayudante se presentó en la prisión, y sin saludar a Bedolla, le dijo secamente:

—De orden del Presidente, está usted comunicado.

El Presidente había estado durante la semana pensando qué haría, sin resolverse a nada. La carta que lo obligó a mandar poner preso a Bedolla no era un juicio, una prueba suficiente; así, cuando fuese juzgado como conspirador por la autoridad militar, tendría que ser absuelto y el ridículo caía sobre el Gobierno. Además, fueron tantas las cartas y recomendaciones verbales en favor del presunto culpable, que no pudo resistir. El primer momento de cólera había pasado, Baninelli había destruido al enemigo, y el nuevo Ministerio opinaba que debían adoptarse medidas de conciliación y no de rigor; pero el razonamiento que influyó más en su ánimo fue el de uno de sus más íntimos y allegados partidarios y amigos, que le dijo:

—Está usted haciendo, sin saberlo, un héroe a Bedolla. No es más que una de esas notabilidades de provincia que vienen a darse importancia en la capital; no tiene más mérito que ser hombre de acción, y si ha medrado algo desde que está en México, es debido a la protección de usted. Tenerlo preso equivale a confesar que se le tiene miedo y que vale algo. El desprecio del Gobierno lo reducirá a la humilde condición que tenía en su pueblo.

El Presidente se limitó de pronto a levantar la incomunicación.

Desde que se supo que ya se podía hablar con el personaje que había excitado la cólera del Presidente, y que éste se había declarado su perseguidor y enemigo personal, el prestigio de Bedolla aumentó un ciento por ciento. Desde las once de la mañana hasta las cuatro de la tarde no cesaban las visitas de personas de todos los partidos que aprovechaban la ocasión para saludar al que había sido influyente para sublevar al Estado de Jalisco y hacer vacilar en su solio al tirano que se había encaramado en el gobierno.

Ya Bedolla tenía un catre y un colchón con su ropa de dormir, un canapé, una mesa y unas cuantas sillas; le traían en un portavianda su almuerzo y su comida, y pasaba los días en tertulia, como un príncipe destronado que un día u otro puede volver al poder; pero él, con suma modestia y haciéndose la víctima, no dejaba de referir a los que él titulaba sus leales y buenos amigos, los sufrimientos de los primeros días de su prisión, la falta de urbanidad del ayudante y el rigor del comandante de la fortaleza.

—Si no hubiera sido por los soldados, me muero de hambre y de frío. Ellos, los pobres, me han convidado de su escaso rancho; ellos, los pobres, me han prestado sus jergas para taparme. Podría enseñar a ustedes las espaldas, donde todavía tengo grabadas las labores del petate.

—¡Pobre licenciado Bedolla, víctima del despotismo! —se decían unos a otros en voz baja, tratando de sacar en limpio la causa que había originado su prisión y los pormenores del grave choque que tuvo con el Presidente, de quien meses antes era el favorito.

En este punto Bedolla era más modesto, y aseguraba que él jamás había faltado en lo más leve al respeto y a la amistad; que la verdad era que diferían en algunos puntos de política y que él le había aconsejado, pero que no habiéndose llevado de sus consejos, había estallado la revolución en Jalisco, donde el sanguinario Baninelli había hecho horrores; que él ponía la mano en su corazón y se consideraba completamente inocente; que suponía que su prisión la había originado alguna calumnia de los muchos enemigos que tenía, porque en el cumplimiento de sus deberes ni andaba con contemplaciones, ni transigía con nadie.

De verdad o de mentira, muchos de los que lo visitaban le ofrecían sus servicios, le estrechaban la mano y salían diciendo para sí:

—¡Qué talento tiene este licenciado! Se hace un poco la mosca muerta, pero a pesar de eso no puede negar que es hombre de acción. Quién sabe adónde iría a dar, y bueno es que le hayamos hecho su visita. Nada cuesta estar bien con todos los partidos.

Bedolla se llenaba de orgullo, correspondía los apretones de manos y daba gracias a Dios (aunque no creía mucho en él) de que le hubiese ocurrido al Presidente ponerle preso, con tal de que las cosas no pasasen adelante.

Cuando le dejaban solo las visitas, aprovechaba la oportunidad para contestar las cartas que recibía y echar sus tiempos a ciertas personas ricas.


Muy respetable y estimado amigo:

Privado de mi empleo y de mis bienes y reducido a una estrecha prisión, aunque con mortificación ocurro a la generosidad de usted, suplicándole me haga el favor de prestarme doscientos pesos, que le devolveré tan luego como me halle libre y reciba de mi tierra fondos, que espero de un momento a otro, procedentes de las rentas de mis fincas.

Dándole las gracia de antemano, quedo a su disposición como su más atento S.S.Q.B.S.M.,

Licenciado Crisanto de Bedolla y Rangel.
 

En su estrecha prisión de la fortaleza de Santiago Tlaltelolco.

Así escribía diariamente cinco o seis epístolas, que Lamparilla hacía llegar a su destino. Unos contestaban de acuerdo, y remitían el dinero; otros se excusaban, y el mayor número queriendo más bien perder el amigo que el dinero, le devolvían la carta con otro sobre-escrito, y no volvían a aparecer a visitarlo.

Sin embargo de estos desdenes, que eran otros tantos desengaños de lo que son las gentes tratándose de dinero, Bedolla había reunido unos dos mil pesos, sin contar lo que Lamparilla a título de honorarios o agencias, se aplicaba sobre las cartas que, como ellos decían, surtían efecto.

Durante tres semanas era un verdadero jubileo. Una fila de coches estaba siempre en la puerta, y una fila de gentes subía y bajaba por las viejas escaleras. Los ociosos y descontentos habían formado una especie de punto de reunión para hablar de política y tomar el sol en los corredores.

El comandante de la prisión llegó a molestarse, puso en conocimiento del Gobierno lo que pasaba, y el Presidente se decidió a hacer cesar tal estado de cosas.

Una mañana se presentó el mismo ayudante, regañó de parte del Presidente al comandante de la prisión por su tolerancia, echó a la calle groseramente a las visitas, y cuando Bedolla estuvo solo, sin saludarlo le dijo secamente:

—De orden del Presidente, prepárese usted para salir dentro de cuatro días para la Isla de los Caballos, y entre tanto, queda usted incomunicado.

Bedolla se puso como muerto, quiso decir algo al ayudante; pero éste había ya salido sin siquiera volver la cabeza. Bedolla le era muy antipático por haber sentenciado a los vecinos de la Estampa de Regina, y lo trataba lo peor que podía.

Lamparilla, como tenía de costumbre, visitaba a su condiscípulo los más días, a la hora que se lo permitían sus amores y sus ocupaciones, entre las que contaba la muy importante de dar los buenos días a Cecilia, hablarle algunas palabras y preguntarle si algo se le ofrecía.

Lamparilla estaba medio loco de alegría después que Cecilia (al revés de lo que siempre acontece y toca al hombre) le había dado palabra de casamiento, y revolvía en su cabeza mil proyectos, hasta el de transar y reconciliarse con los Melquiades, con tal de terminar el complicado negocio de los cuantiosísimos bienes de Moctezuma III. Sin concluir ese negocio, el casamiento era imposible; Cecilia se lo había repetido. No quería ella ponerse en el más completo ridículo viviendo en la capital y vistiendo el traje de las señoras ricas, que no sabía llevar, a la vez que con el de china y mujer del pueblo era la admiración de cuantos miraban su pie desnudo, terso y rebosando un trozo lustroso de su empeine sobre el calzado fino de seda.

A la pregunta de estampilla, Cecilia respondió un día al licenciado:

—Se me ofrece, señor licenciado…

—¿Por qué no me dices Crisanto? Te lo he suplicado —le interrumpió Lamparilla.

—Eso será después y cuando se gane ese pleito, que nunca se ganará —le respondió Cecilia—. Aun entonces quién sabe si lo podré hacer, pues los pobres siempre tenemos respeto a los decentes y a los ricos como usted.

En esos momentos Lamparilla no tenía diez pesos juntos, y se le figuró que la frutera se burlaba de él; medio enojado, le dijo con seriedad:

—Vamos, acaba ¿qué se te ofrece?

—Se me ofrece, señor licenciado —continuó Cecilia sin notar la seriedad de su pretendiente— que las cosas no pueden quedarse como están. No me parece que sea culpable el viejecito del tendejón de la esquina, pero no me quiero meter en eso, sino en lo que me toca. Nada tengo que hacer con la justicia; todo el mundo, y el primero usted, sabe lo que pasó. ¿Por qué no se me deja quieta y no que cada rato con lo que ustedes dicen que se llaman diligencias tengo que firmar abajo de lo que escriben, en un papel tan malo, que trabajo me cuesta; la verdad, no sé lo que firmo, y un día firmaré mi sentencia de muerte? Pues que usted dice que es tan amigo del juez, que se me ofrece que me dejen en paz, y es cuanto… y no me parece mucho.

—Quedarás servida y pronto. Dejaré para mañana la visita de don Pedro Martín; me voy en el acto a buscar al juez y tratar de que se termine, en lo que a ti toca, el negocio.

—¿Y a Pantaleona, qué le toca más que a mí?

—Por supuesto, y no hay ni para qué decirlo. Dentro de una semana, cuando más, concluirá —le contestó muy contento de poder prestar a su idolatrada frutera un nuevo servicio.

De la casa de Cecilia, donde había tenido lugar esta corta conferencia, Lamparilla se dirigió a la de Bedolla, sólo que la que iba a tener con él debería ser más larga y de doble interés. La asonada de Jalisco, si no se propagaba y triunfaba, por lo menos desorganizaría el Ministerio, y con otras personas en esos puestos, quizá resolverían favorablemente él y Bedolla la cuestión del dinero que les faltaba; ya habría una reconciliación con el Presidente; sobre todo, volverían a enderezar el negocio de los bienes de Moctezuma III, que en esos momentos era enteramente favorable a los reclamantes de España.

Ni Lamparilla ni Bedolla se creían autores de la revolución; pero sí sospechaban que sus intrigas, los anónimos enviados con profusión a multitud de personas y las cartas con sentencias y palabras equívocas y misteriosas imitando la letra de ministros, coroneles y oficiales, habían surtido efecto, y que, sin que ellos mismos supieran, se había organizado una conspiración de importancia. Verdad es que Valentín Cruz no había escrito más que una vez a Bedolla; pero había recibido por el correo unos diez ejemplares del plan en que figuraba el artículo importante de pedir la separación de los ministros. Con estas y otras ideas análogas, llegó a la casa de su amigo y subió las escaleras. El portero quería hablarle, pero no le hizo caso, se entró en la recámara, que encontró en el más grande desorden, registró las piezas y no encontró ni aun a la cocinera. Fue entonces cuando hizo caso al portero que lo seguía, y supo por él que Bedolla había sido arrebatado tan violentamente durante la noche, que ni los calzoncillos ni los calcetines se pudo poner; y, en efecto, estaban tirados en el suelo.

El primer sentimiento de Lamparilla no fue indagar dónde había sido llevado su amigo para socorrerlo e interesarle por él, sino cuidar por su propia persona, marcharse de la casa y esconderse. Estaba seguro de que la conspiración había sido descubierta y que la vanidad o la imprudencia de Bedolla los había comprometido. Ordenó al portero que recogiese y guardase la ropa esparcida por las piezas, que despidiese de pronto a la cocinera cuando regresase, que cerrase la casa, y que él volvería al día siguiente. Dadas estas disposiciones, volvió a bajar las escaleras con precaución y mirando de un lado a otro, evitando los conocidos para no detenerse en hablarles; así llegó al convento de San Francisco, donde pidió hospitalidad y asilo al padre Pinzón (del que nos ocuparemos en su lugar), el que no tuvo dificultad en concedérsela y le destinó una de las celdas más apartadas. Allí fue sabiendo sucesivamente lo que pasaba. La noticia de la derrota de Valentín Cruz lo abatió a tal grado, que el padre Pinzón lo creyó enfermo. ¡Y a fe que había razón para ello! Sus esperanzas de un próximo casamiento se desvanecían como el humo, y los bienes que él codiciaba, porque los consideraba como suyos, olvidándose del heredero y de doña Pascuala, se repartirían en definitiva entre los Melquiades y los de España, y él quedaría reducido a los negocios que le proporcionaba don Pedro Martín de Olañeta, sin probabilidades de hacer una fortuna que le permitiese comprar una hacienda.

La noticia del cambio de ministros, entre los que contaba uno que podría ayudarlo en sus asuntos, y la vuelta de don Pedro Martín al juzgado, le volvieron el ánimo y casi se alegró de que Bedolla estuviese preso.

—Este Bedolla —dijo, como si alguno lo escuchara— tiene más presunción que talento; su amor propio lo pierde; si no fuera por mí, no habría sido ni alcalde de barrio. Alguna de sus cartas ha caído en manos del gobierno, o ha hecho por pura vanidad una tontera. En cuanto a mí, estoy seguro que no he escrito a nadie con mi nombre, y desafío al más consumado maestro de escuela a que descubra que yo he escrito las cartas que se parecen a la letra de los ministros. ¡Claro, ya tengo la clave! Por eso han abandonado sus sillas los ministros, y no sería extraño, ¡tanto se ve en nuestro país!, que los ahorcarán en unión de Bedolla. ¡Me alegraría, por bestia!

Fortalecido con tal género de reflexiones, se atrevió a salir a la calle; creyó que era mejor afrontar la situación de una vez, presentarse en la prisión de Bedolla tan luego como estuviese comunicado y llenar, aunque fuese en apariencia, los deberes de la amistad. Lo hemos visto prestando diversos servicios a Bedolla en su desgracia y aprovechando la ocasión de sisar algo de los dineros que colectaba por medio de las cartas de que se ha dado muestra.

Cuando Lamparilla fue a visitar a don Pedro Martín y a darle la enhorabuena, ya este magistrado había puesto en libertad al desgraciado don Joaquinito y terminado la causa en lo relativo a Cecilia y a Pantaleona, declarando que la primera no era culpable de la muerte del ladrón, pues que el suceso había pasado mientras ella dormía; y que en cuanto a Pantaleona, había obrado en propia defensa, todo lo cual estaba bien probado por las diligencias que había practicado su antecesor y las que él había continuado y constaban en la causa, la que quedaba abierta contra el autor o autores que habían practicado la horadación para introducirse a la casa, robarla y asesinar a los que la habitaban, como habían hecho con el remero que estaba en la canoa.

Aprovechó la oportunidad para hablar a don Pedro Martín del asunto pendiente de Moctezuma III.

—Registrando unos papeles antiguos del marqués de Valle Alegre —le contestó don Pedro— me he encontrado una real orden del emperador Carlos V relativa a los terrenos que reclaman como suyos los antecesores del actual marqués, y que lindaban con los que pertenecían a los reyes aztecas, y la cuestión está claramente resuelta en favor de los herederos de Moctezuma. Seguramente era la real cédula que debe encontrarse en el Ayuntamiento de Ameca y que usted fue a buscar. Con razón los Melquiades se opusieron y prefirieron matar a usted antes que permitir que registrase el Archivo. Con esta real cédula tiene usted ganado redondo el punto a los de Madrid, y no falta sino la fe de bautismo del ahijado de doña Pascuala, que usted llama Moctezuma III, para que el Gobierno haga la declaración terminante y ponga al legítimo heredero en posesión de los bienes, que de veras son cuantiosos. Yo sé mejor que usted cuáles son, pues que he leído todos los voluminosos títulos del marquesado de Valle Alegre, y se hace mención de la mayor parte de ellos con motivo a linderos y a concesiones de tierras hechas por Carlos V y la reina doña Juana.

Lamparilla no acabó de escuchar a don Pedro Martín, sino que prorrumpió en exclamaciones desacordes y se atrevió a abrazar al magistrado, no obstante el respeto que por gratitud y por su saber le tenía.

—Usted, señor don Pedro, que ha sido mi protector, va a ser el patrono de este negocio; será para usted una fortuna, que bien merece por sus años de estudio y de servicios a la patria. Renuncie hoy mismo al juzgado y dedíquese a este negocio justo y legal, según usted mismo lo ha calificado; sus honorarios serán una hacienda, donde irá usted a descansar, a reponer su salud y a vivir feliz e independiente por el resto de la vida.

Don Pedro Martín sonrió tristemente. Se le paseó por la cabeza que bien podría realizar, en compañía de Casilda, ese idilio pastoral que con tanto entusiasmo le proponía Lamparilla. El negocio presentaba por todos lados buen aspecto; la fe de bautismo de Moctezuma III podría fácilmente encontrarse en una de las parroquias de México o de los pueblos del valle, quizá en Ameca mismo. No era obra más que de paciencia y de gastar algún dinero. Se quedó un momento con la cabeza inclinada y reflexionando. Después de unos momentos, contestó con una sonrisa amarga:

—Imposible. He admitido el juzgado y no volveré a separarme sin la voluntad del Presidente. Me concedió la vida de los infelices que la torpeza o maldad de su amigo de usted, Bedolla, había condenado a muerte, y en cambio le ofrecí mis servicios. Cuando me ha ocupado, he cumplido mi palabra, usted habría hecho lo mismo ¿no es verdad?

Tiene usted razón; pero creo que el servicio del juzgado no impedirá que se ocupase usted de un asunto enteramente ajeno y distinto de los que se versan…

—Consejos y nada más puedo dar a usted, y cuando juzgue que es oportunidad de continuar el negocio, no creo habrá dificultad de que un escribano saque copia de lo contundente, que se halla contra los títulos de la hacienda de Coxtitlán, que perteneció al marqués de Valle Alegre; pero le escribiré al marqués, sin cuyo consentimiento nada puedo hacer.

Lamparilla no quedó muy contento con esta cortapisa; pero al fin, confiado en la bondadosa protección que le dispensaba el licenciado, se retiró, deshaciéndose antes en agradecimientos y estrechando varias veces la mano de don Pedro Martín. No es necesario decir que en el acto, y sin pensar en comer ni menos en ir a visitar al preso, se fue en busca de Cecilia, a la que anunció que el negocio estaba ganado, que antes de un mes estaría en posesión de los bienes, que dispusiera todas sus cosas, vendiera las canoas y las casas de México y Chalco, o dejase sus negocios a cargo de Pantaleona y dispusiese lo necesario para la boda.

Cecilia no se hallaba segura ni en Chalco, ni en su casa de México, ni aun en el mismo puesto de la plaza, lleno constantemente de gente y cercano a Palacio. Se le figuraba que Evaristo personalmente la acechaba a todas horas, y en cada gente desconocida que pasaba cerca de ella creía ver un asesino que le hundiría por detrás un puñal. Tenía bastante energía y valor para luchar personalmente con Evaristo; pero la acobardaba el asesino invisible; así, las proposiciones de Lamparilla fueron muy bien acogidas, cerró los ojos sobre los inconvenientes de un matrimonio desigual, con tal de tener una persona que la protegiera y de abandonar México y Chalco y vivir encerrada, pero segura en una de las haciendas de que iba a ser dueño Lamparilla.

No eran de igual naturaleza las impresiones y pensamientos de don Pedro Martín. La asonada de San Pedro y su pronta y aparente conclusión había modificado o cambiado las escenas de la vida de nuestros personajes. Bedolla, sentenciado a destierro de quién sabe cuántos meses o años en la mortífera Isla de los Caballos; Lamparilla en vísperas de hacerse dueño de valiosas y pintorescas haciendas; los tres muchachos habitantes de Santa María de la Ladrillera, con las jinetas de sargentos, pues Baninelli, informado por el cabo Franco, los había hecho sargentos en el mismo campo de batalla y el Gobierno lo había aprobado; don Pedro Martín vuelto al despacho de su juzgado, y en la más crítica y difícil situación. Sabía y tenía las pruebas de que el capitán de rurales que en tan pocos meses había logrado una fama de honrado y de valiente, no era otro más que el asesino de Tules, el jefe de los bandidos de Río Frío y el autor de la horadación de la casa de Cecilia, ¿pero podría al mismo tiempo ser acusador, testigo y juez?

Imposible. ¿Inducir y obligar a Cecilia a que fuese acusadora? Tampoco. Era perjudicar y complicar en una causa a una mujer cuyas prendas conocía y estimaba y entregarla a la venganza de Evaristo, si éste no era, por cualquier motivo, castigado con la pena de muerte o con cadena perpetua. ¿Hacer conocer en lo particular al Presidente la clase de persona que era el famoso capitán de rurales? Era lo más práctico; pero el papel de denunciante le desagradaba y también temía que por los servicios reales o fingidos que había prestado en los últimos días, el Presidente no diese mucha importancia a esta confidencia, o cerrase el ojo de pronto, atendiendo el estado incierto de la política y los rumores que circulaban de una próxima y formidable revolución, no obstante la derrota de Valentín Cruz y el cambio del Ministerio. Aconsejar, instigar al Presidente a que mandase a Baninelli (puesto que ya no era necesaria su presencia en Guadalajara) para que sorprendiese a la fingida escolta, que no era más que una banda de ladrones, y colgase en un árbol al capitán de rurales, era lo más fácil y definitivo; pero no cabía en el carácter y en los sentimientos religiosos de don Pedro Martín un proceder semejante, así fuese con el más detestable asesino, como lo era Evaristo. Desechó este extremo como mal pensamiento y los otros como difíciles y sembrados de inconvenientes en la práctica, se limitó de pronto a lo legal y posible en la causa del ataque a la casa de Cecilia, y se reservó a cavilar para tratar de dar una solución a lo demás. Era, pues, don Pedro Martín, un hombre desgraciado, tolerando a sabiendas que, mientras era juez, fuese jefe de la seguridad del camino más concurrido de la República el asesino condenado a muerte por su mismo antecesor. No tenía más que decir una palabra; pero esa palabra no la podía decir. Aumentó más su disgusto y las turbaciones de su conciencia el artículo del interesante y popular periódico La Sabiduría, que ya conocen los lectores, y del cual recibió seis ejemplares. Después de la grande y solemne frase ¡Dios salve a la República! inventada un día 16 de septiembre por uno de nuestros grandes políticos y hombres de Estado, había un suelto, asaz capcioso, que decía:

Para sustituir en el Juzgado al inteligente y enérgico abogado señor don Crisanto de Bedolla y Rangel, el Ministerio respectivo ha nombrado al antiguo licenciado Pedro Martín de Olañeta, que lo había desempeñado antes.

En cuanto a Evaristo, su comportamiento desde que regresó a lo que él llamaba ya sus tierras, con el grado de teniente coronel, fue de los más irregulares y arbitrarios (se entiende con los indios y gente pobre e indefensa) exigiendo ya sin disimulo la contribución semanaria de pollos, quesos, mantequillas, legumbres y cuanto más podía; de manera que vivía en medio de la abundancia; pero atormentado con la idea de ser denunciado por Cecilia, por don Pedro Martín de Olañeta y aun por el mismo Lamparilla, a quien miraba con desprecio, pero que llegó a temer. Resolvió, pues, matar a los tres, juntos o separados, a una misma hora o en distintas épocas. El caso era destruirlos, y hacer recaer las sospechas sobre cualquier persona, para alejarlas de él.

Determinó que Cecilia sería muerta a pedradas en su mismo puesto de fruta de la plaza del Volador; que don Pedro Martín moriría envenenado por la misma Cecilia, y Lamparilla asesinado por sus mismos mozos en uno de los viajes que hacía a Chalco.

Esto era fácil o difícil, Evaristo, durante días y noches, fácil o difícil, resolvió que se había de hacer en el más corto tiempo posible.

XVIII. Juan fusila a su padre

Baninelli recibió por extraordinario violento la orden para perseguir a Valentín Cruz hasta exterminarlo. En la misma noche salió su vanguardia al mando del cabo Franco, y él, dejando el depósito de los cuerpos y una compañía de infantería al cuidado del gobernador, marchó al día siguiente.

Fue una correría fantástica, que dejaba azoradas y consternadas a las pequeñas y pobres poblaciones por donde pasaban los pronunciados que huían y las tropas de línea que los perseguían sin parar.

Llegaba Valentín Cruz con su chusma. Lo primero que hacía era llamar al alcalde o al prefecto, exigirle en el término de una hora raciones, bagajes, y dinero, bajo la pena de ser fusilado. El alcalde hacía lo que podía, ejerciendo a su vez su autoridad sobre los vecinos más pudientes. Quién daba un caballo flaco, quién una carga de maíz picado, tres o cuatro pesos, o cuando menos una mula llena de mataduras: cualquier cosa, lo peor que tenía a la mano, con tal de librarse de ir a la cárcel o concitarse la mala voluntad del alcalde. Los partidarios de Valentín Cruz, que se aumentaban con los vagos y malas cabezas del pueblo, entraban a las tiendas o la tienda, pues en algunas partes no había sino una sola, bebían, se comían el queso y el pan sin pagar nada, y a poco salían precipitadamente y dejaban a los vecinos temblando, aunque daban por bien empleada la forzada contribución con tal de que no volviesen.

Al día siguiente aparecía el cabo Franco y su tropa y a pocas horas Baninelli, con el grueso de la infantería y la caballería. Nueva requisición. El cabo Franco (es preciso no olvidar que era capitán) mandaba reunir al Ayuntamiento entero, al alcalde primero o al prefecto, y les decía en su lenguaje conciso:

—Me voy a llevar a todos presos por traidores al gobierno. Ayer o antier han estado aquí los pronunciados y el pueblo todo los ha acogido con entusiasmo, dándoles dinero, víveres y buenos caballos. Me la van a pagar. Si no me dan raciones para mi tropa y caballos de remuda (les dejaré los cansados) y una buena recua de mulas para cargar el parque, el depósito y el archivo de la Comisaría de guerra, los amarro codo con codo, los hago filiar en el regimiento y todos marchamos a batir al enemigo.

El Ayuntamiento, el alcalde o prefecto protestaban que eran inocentes; que forzados bajo la pena de muerte por Valentín Cruz, le habían dado en dinero una friolera que no pasaba de cincuenta pesos, y en cuanto a bagajes, unos cuantos caballos viejos y lacrados y tres o cuatro mulas inservibles y llenas de mataduras; y aunque todo lo que hicieron para nada les servia, ni aun eso le habrían facilitado a no ser por fuerza, porque temieron que Valentín Cruz, llevando a efecto sus amenazas, cometiese una arbitrariedad (como si no fuesen bastantes las que cometía) fusilando a uno, dos o tres inocentes.

El cabo Franco no entendía por ese lado; sordo de las dos orejas, ningún valor daba a las mil excusas del género que hemos indicado, y sostenía sus órdenes con la más decidida energía diciéndoles:

—Cuidado con darme gato por liebre, mis amigos, que yo soy suave y amante como una doncella; pero cuando me engañan, un tigre hambriento es manso cordero comparado conmigo cuando se me sube a la cabeza todo lo Franco; conque a obrar, no hay tiempo que perder; antes de que amanezca tengo que seguir mi camino y dejar preparado todo para cuando llegue el coronel, que no tardará.

El cabo Franco, que no se andaba con contemplaciones ni cumplimientos, se instalaba en las Casas Consistoriales o en la del prefecto; comía y bebía él y su tropa, preparaba todo para cuando llegara el coronel Baninelli y salía a deshoras de la noche, de modo que cuando los habitantes despertaban, se encontraban con el pueblo desocupado, pues ya él llevaba vencida una buena parte de la jornada.

Valentín Cruz al huir de su cuartel general de San Pedro, fue seguido de una docena de los suyos que estaban a caballo; los que no lo tenían, que eran los más, lo siguieron a pie o se dispersaron o se escondieron; pero en los pueblos y haciendas por donde pasaba, lo primero que hacía era apoderarse de los mejores caballos y de las armas que podía, montaba su gente de a pie y continuaba su marcha. Cuando llegó a Mascota, relativamente tenía mucho mejor y más gente que en San Pedro.

Por precipitada que fuese la marcha del cabo Franco, la de Valentín Cruz lo era más y no pudo darle alcance. En Mascota se detuvo para organizar sus fuerzas; pero apenas tuvo noticia de que las tropas de Baninelli, reunidas y con una pieza de montaña que había sacado de Guadalajara se acercaban, cuando dio la estampida tratando de ganar la sierra, donde no podía ser fácilmente atacado, o, si lo era, se defendería mejor o disolvería sus hombres, dándoles cita para otro lugar, si le convenía. Baninelli creyó dar fin a la campaña, pedir instrucciones a México y situar entre tanto su cuartel general en Mascota, desde cuyo punto protegía a los Estados de Jalisco, Zacatecas y Durango. Como su comisario tenía regulares fondos enviados de México, el cabo Franco no tuvo necesidad de continuar sus atrocidades ni de arruinar ranchos, como lo hizo a su salida de México con el de Santa María de la Ladrillera; y ya que recordamos a esta pintoresca propiedad donde comenzaron las escenas de nuestra historia, diremos que los tres muchachos que fueron filiados en el regimiento de Baninelli eran los favoritos del cabo Franco, que los quería verdaderamente; pero era lo que podría llamarse un amor militar. Prendado de su buen carácter y fijando su atención en su constitución vigorosa que resistía el sol, las aguas, el hambre y la continua fatiga que ocasionaba la persecución de un enemigo que parecía más bien cabalgar en venados que en caballos, y que los obligaba a caminar doce y catorce leguas sin tomar a veces ni el rancho sino cuando vencían la jornada, se propuso educarlos para soldados; así es que los tenía a su lado, los colocaba de avanzada, los mandaba como espías antes de entrar él a los pueblos, y cuando había lances de guerra, como en San Pedro, los hacía entrar los primeros, y siempre iban como cien varas delante de la tropa que mandaba, de suerte que eran la vanguardia de la vanguardia.

Los muchachos, rabiosos al principio y pensando atrocidades para vengarse del cabo Franco, concluyeron por calmarse, por conformarse a su situación y aun entusiasmarse por la carrera militar cuando se vieron con sus jinetas de sargento y con mando y autoridad sobre los mismos reclutas que habían visto amarrados en el corral del rancho. De esa gente, una parte desertó en las marchas, otra se enfermó y se fue quedando en los pueblos, y el menor número fue incorporado en diversas compañías. Entraba por mucho la esperanza que tenían de que el licenciado Lamparilla haría algo por ellos y de un momento a otro llegaría la orden para su libertad. Ignoraban la muerte de don Espiridión y la grave enfermedad de doña Pascuala, y pensaban, también, que gastaría cualquier dinero para buscarles reemplazos y volverlos a su lado. A los veinte años se acepta cualquier situación y se saca partido de la misma desgracia. Juan, por su parte, pensaba en Casilda; a imitación del cabo Franco se proponía, cuando la ocasión se le presentase, distinguirse y ejecutar verdaderas hazañas para llegar a ser oficial, merecer el aprecio de su jefe y servir siempre bajo sus órdenes. Baninelli, desde que fue informado por Franco del valor con que los tres reclutas se manejaron en San Pedro, repartiendo culatazos y golpes a diestro y siniestro hasta poner en fuga a los enemigos, y que cayendo heridos todavía peleaban y se defendían, los había distinguido asistiendo a su curación y llamándolos los mejores soldados de su regimiento. Esto les medio voló la cabeza y estuvieron a punto de olvidar su rancho, su libertad y las comodidades de que disfrutaban en su casa. Para Juan, el hijo adoptivo de señá Nastasita, era una fortuna. Él no era ni dueño de Santa María de la Ladrillera, ni heredero de Moctezuma I, sino simplemente un huérfano, sin más apoyo que el del licenciado Olañeta, en cuya casa volvería a servir como criado, y nada más. ¡Qué diferencia de un criado a un teniente, a un capitán! Más adelante, con esta posición y estas ínfulas, se casaría con Casilda, que probablemente, como él, era una huérfana sin más protección que la del licenciado y, como él, criada, recamarera o cocinera, lo mismo da. ¡Qué diferencia entre una sirvienta y la esposa de un capitán! Fuerte y decidido por este género de reflexiones, aprovechó una oportunidad para acercarse al coronel y manifestarle que, lejos de abandonar el regimiento, aun cuando llegase la orden de México, estaba decidido a seguir la carrera militar y servir toda su vida a las órdenes de un jefe tan valiente; que le rogaba lo pusiese en los lugares de más peligro, porque quería imitar el valor de su capitán Franco y llegar a ser como él, un oficial apreciado y considerado por su coronel. A Baninelli le gustaba mucho este proceder; y el cuadro de su regimiento, que contaba siempre 1,200 plazas, estaba compuesto de gente de esta clase. Los reclutas indígenas se desertaban tan luego como podían; pero los soldados voluntarios y viejos, aun cuando los derrotaran, volvían a su cuartel, como lo habían hecho varias veces al cabo Franco y otros muchos.

Baninelli dio una palmada en el hombro de Juan y le dijo:

Tú has hecho, a poco más o menos, lo que el cabo Franco; tienes vocación de soldado y yo te protegeré; te haré soldado de veras, y adelantarás. Quítate el vestido de soldado y te vas con el Emperador (porque ya toda la tropa le decía riendo Emperador a Moctezuma III) y, disfrazados de paisanos viadantes, me recorren los pueblos de las cercanías, miran lo que hay, indagan si hay cerca o lejos pronunciados o ladrones; en fin, quiero saber lo que pasa, no por los alcaldes y vecinos, sino por mis propios soldados, y como si yo lo viese. Franco les dará instrucciones. Desde hoy eres mi protegido y te llamaré, como una distinción, el sargento Juan, como llamé y llamo todavía cabo a Franco, aun cuando es capitán.

Juan, muy contento, fue a contar lo ocurrido al cabo Franco, tomó sus instrucciones y al día siguiente salió a su correría en compañía del Emperador, disfrazados de paisanos viandantes. Podrían haberse desertado y no lo hicieron. Tenían ya cariño al regimiento y una especie de orgullo por las heridas, aunque leves, recibidas en su primera campaña. Baninelli quiso, más que inquirir, hacer una prueba. Si volvían al cuartel general a los tres días que les había señalado, podía estar seguro de ellos y contar con dos mocetones adictos, fuertes y voluntarios como él quería que fuesen los 1,200 hombres de que se componía su regimiento.

Entretanto recibía Baninelli instrucciones del Gobierno, no descuidaba la disciplina de sus tropas ni la vigilancia en el país a diez o quince leguas de distancia. En las tardes sacaba a sus soldados a hacer ejercicio de fuego, y otras veces, con una corta escolta de caballería, recorría distancia especialmente por los rumbos donde se le decía que podría haber partidarios y agentes de Valentín Cruz.

Una tarde regresaba ya al anochecer a su cuartel general y atravesaba una cañada estrecha en los momentos en que la luz del día luchaba con las tinieblas de la noche, cuando vio venir un caballero envuelto hasta los ojos en un jorongo y montando un arrogante caballo que traía a media rienda. En tiempos tranquilos, nada hubiese tenido de particular este encuentro y habría dejado pasar al jinete; pero en la situación en que se hallaba el país, invadido por las chusmas que, de grado o por fuerza había levantado Valentín Cruz, creyó deber marcarle el alto.

El caballero picó su caballo con las espuelas y, desembolzándose, sacó la espada. Baninelli hizo otro tanto y los dos se acercaron y estuvieron a punto de comenzar una lucha. Un rayo de sol que se hizo paso por el abra de una montaña iluminó la Figura del caballero, pues, al sacar la espada, había caído el jorongo de un lado y quedó descubierta su Fisonomía varonil, que una barba negra, cerrada, hacía más resuelta.

—¡Juan! —exclamó Baninelli.

—¡Juan! —exclamó también Robreño.

—¿Qué has venido a hacer por aquí, y por qué me has encontrado? Desgraciado de ti, me vas a dar el más gran disgusto que espero pasar en mi vida —le dijo Baninelli deteniendo el caballo y envainando la espada.

—Te buscaba, Juan —le respondió Robreño— y he andado leguas y leguas antes de encontrarte. Luego que vi la escolta supuse que eras tú, y si saqué la espada fue en la desconfianza de que fuese otro jefe y me acometiese, juzgándome como uno de los muchos sublevados que andan por estos caminos; pero, te repito, te buscaba, y cualquiera que sea mi suerte, me he alegrado de encontrarte.

—Ven —le contestó Baninelli— vamos al pueblo donde tengo mi cuartel general, y allí te diré lo que te espera y lo que me obligas a hacer por tu imprudencia. Yo no te he buscado y he procurado olvidar que por ti quedé por primera vez en mi vida en el más completo ridículo. Ese miserable del Gonzalitos, que no es ni cabo de escuadras, se burló de mí y se me escapó, cuando debía haberlo cogido y fusilado.

Juan Robreño no contestó nada. Envainó su espada, se embozó hasta los ojos en su jorongo y así continuaron caminando en silencio al lado el uno del otro, hasta que llegaron a la casa del pueblo que servía de habitación y de cuartel general a Baninelli.

Apeáronse y entraron en la sala que ocupaba Baninelli, llena de baúles, armas y estorbos de todo género, teniendo por todos muebles un catre de campaña, una mesa de madera de pino, tres o cuatro sillas y un cabo de vela de sebo puesto en el cuello de una botella a guisa de candelero.

Los asistentes sirvieron una frugal cena, que los dos comieron en silencio y con poco apetito. Una botella de vino Jerez era lo único digno de mencionarse. Baninelli llenó dos vasos pequeños y presentó uno a Juan Robreño; éste lo aceptó y quiso tocarlo con el del coronel.

—Eso no —dijo Baninelli— no puede ser. Equivaldría a una traición y a una burla. No puedo brindar contigo. Ya puedes figurarte lo que te espera y no puedo brindar por tu próxima muerte.

—Es verdad, tienes razón. Era una prueba que quería hacer. Bebo porque tengo sed nada más.

Juan Robreño, un poco pálido, pero sin temblarle la mano, bebió el vino y depositó el vaso vacío sobre la mesa.

—¿Me querrás decir ahora por qué desertaste en los momentos mismos en que era más necesaria tu presencia? Hubieses esperado cinco, seis horas, un día más; yo te habría dado el permiso, y hoy de seguro serías coronel como yo, y mandarías una brigada como yo.

Juan Robreño sacó de su bolsa un papel envuelto en un sobre, algo sucio y maltratado.

—Saca la carta que contiene y lee —le dijo a Baninelli, tendiéndole el sobre.

Baninelli leyó con mucha atención.

Era la carta de Mariana, la carta que escribió delante de la milagrosa Virgen de las Angustias, medio borrada con sus lágrimas, en los momentos supremos en que iba a dar a luz al recluta protegido en esos mismos momentos por el cabo Franco.

Cuando observó Robreño que el coronel había terminado la lectura, le preguntó:

—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar?

—Lo mismo que tú: desertarme —le contestó devolviéndole la carta.

—¿Entonces?… —le preguntó Robreño con algún interés.

—Habría volado al socorro de mi mujer o de mi querida y en seguida, presentándome a mi superior para que se formara la causa, defenderme yo mismo y ser absuelto o condenado a muerte y caminado al lugar de la ejecución firme, sin temblar, como no debe temblar jamás un soldado. Tú no has hecho eso. Quizá te habrías salvado; has cometido una falta, y muy grande, y debes recibir el castigo.

—Tenía, de una manera o de otra, que hacer saber la causa de mi ausencia momentánea, pues no fue deserción, y el honor de Mariana, y mi padre, y el conde… un escándalo… En fin, perdí la razón, hice lo que hubiese hecho un loco; pero… ya estoy aquí. Mi padre, que está en la hacienda en una posición tan crítica que un día u otro tiene que matar al conde o dejarse matar por él, me ordenó me pusiese en camino para México y aprovechase la proximidad de una fiesta nacional para pedir indulto; conseguido éste y libre y con dinero (pues mi padre tiene más del que necesita) pedir la mano de Mariana al conde, lo que conseguiría con el apoyo del marqués de Valle Alegre. Éste es el compendio de la hasta ahora funesta historia, que sería larga de contar; pero antes quise buscarte en Zacatecas; me informé de tus campañas, de tus victorias sobre los revoltosos de Jalisco y el lugar probable donde podía encontrarte para pedir indulto primero a ti y después al jefe de la República…

—Segunda falta, otro error perjudicial; debías haberte dirigido primero a México. Perdonado por el Presidente ¿qué podría yo hacerte? En tanto que ahora… Ya recordarás lo que convinimos cuando entraste a servir a mis órdenes. No puedes retroceder ni relajar la disciplina. Si mis oficiales saben, como llegarán a saberlo algún día, que he dejado deliberadamente impune tu delito de deserción, no podré contar con ellos; desertarán también a la hora que les dé la gana, y me dejarán solo al frente del enemigo. Para qué hablar; me conoces que soy inflexible.

—Es verdad, tienes razón, y yo tengo la culpa de todo. Por lo menos, no seré débil ni cobarde a la hora suprema.

—Te prometo una cosa para que veas que no he cesado de ser tu amigo ni por un solo momento. Monta esta noche en tu caballo, lárgate y no te me presentes otra vez; haré cuenta que no te he visto desde nuestra despedida en las montañas de Toluca.

—No acepto la vida así; para nada me sirve. Estoy a tus órdenes.

—Bien; entonces ve a alojarte con el cabo Franco al cuartel.

Juan se levantó de su asiento sin aparente emoción y tendió la mano a Baninelli.

—No, tampoco; no me conviene; no puedo estrecharte la mano; ¡sería una villanía! Ve y dile al cabo Franco, o mejor dicho, al capitán Franco, pues es ya capitán por su valor y por su subordinación, que se presente en el acto.

Juan inclinó respetuosamente la cabeza para dar a entender que cumplía sencillamente una orden de su jefe, se dirigió al cuartel, que estaba a poca distancia, se constituyó prisionero y comunicó la orden a Franco, el que inmediatamente se presentó al coronel.

—Raras veces me he arrepentido en mi vida de haber adoptado la carrera militar. Es mi vocación, me lisonjea el mando, no me cansan ni el servicio ni los caminos, y perseguir y batir al enemigo me llena de orgullo. Preocupaciones todas, Franco —le dijo el coronel antes de saludarlo— pero en casos como éste, maldigo hasta la hora en que nací y el momento menguado en que mi padre me hizo cadete de su regimiento. Tú no puedes comprender todavía. Tengo que mandar fusilar a Juan Robreño; era mi mejor oficial, tú lo sabes, y es todavía, y en estos momentos más que antes, el amigo que más quiero. Tú no puedes comprender esto, te lo repito. Es preciso que se cumpla lo que manda la Ordenanza y no hay remedio; pero al mismo tiempo me duele aquí —continuó señalándose el corazón— como si me hubiesen ya dado de balazos; tú sabes tu deber. Puede que tenga que escribir o que encargarte algo. Trátalo bien; que beba y que coma lo que quiera. No le pongas centinela de vista, no digas que va a ser fusilado. Si se fuga, tanto mejor para mí; pero no lo hará estoy seguro de ello, aun cuando se lo dijeras. Retírate; que a no ser por una cosa muy urgente, nadie me vea hasta que me des cuenta de lo que haya pasado para mandar el parte a México.

El cabo Franco, no obstante ser capitán, tenía tanto respeto a Baninelli como cuando era cabo, y el respeto estaba también mezclado con un cariño sincero, pues le debía sus adelantos y su carrera y no ignoraba, porque se lo habían contado los oficiales, que rehusó la banda de general, con tal de conseguir para Franco las presillas de capitán. Sin dar señal ninguna de ternura ni permitirse ninguna observación, respondió llevándose los dedos de la mano derecha a su frente como si fuese soldado:

—Está bien, mi coronel. Sé lo que tengo que hacer —y se retiró en silencio.

Baninelli, que jamás bebía más que vino y en poca cantidad, pidió al asistente un vaso de mezcal, bebió la mitad de él, cerró su puerta y se arrojó con una especie de rabia en su catre.

El cabo Franco no se dirigió directamente al cuartel, sino que salió fuera de las casas del pueblo y buscó un sitio solitario y apartado, donde había unos cuantos jacales arruinados y vacíos y tres o cuatro árboles torcidos y muriendo a causa de lo seco del terreno.

—Aquí —dijo— está de lo más propio para la ejecución. Los tiros los puede oír en su recámara el coronel. Las órdenes que me ha comunicado las entiendo perfectamente, y aunque no las entendiera, no había yo de ser el verdugo de este oficial tan guapo y tan valiente. Quizá sé su historia mejor que el coronel. Sus asistentes me han contado sus amores con una muchacha muy linda, hija de un conde. Creen las gentes que nada saben los inferiores y los pobres, y nada se nos escapa. Cosas de mujeres y nada más. ¡Qué idea del coronel! Debió en vez de mandarlo fusilar, recomendarlo al Ministro de la Guerra para que le concediera el indulto; pero tratándose de la Ordenanza, tiene caprichos el coronel que no le quita ni Dios Padre. Veremos cómo puedo arreglar las cosas, y si algunas resultas hay, de algo me ha de servir el exponer el pellejo todos los días. El coronel brincará y echará por esa boca, pero después se alegrará. Lo conozco bien.

Acabado este monólogo escogió el más grueso de los raquíticos árboles, y dijo:

—Aquí será fusilado.

Durante el día pocas palabras se atravesaron entre el cabo Franco y Juan Robreño, el que permaneció en el cuarto de prevención, sentado, inmóvil en un banquillo, con la cabeza entre las manos. Comió poco y fumó mucho. Los soldados lo veían con respeto, no sabían lo que iba a pasar y no se atrevían a hablar una palabra.

Franco nombró para su servicio especial a siete hombres y un cabo, cargó él mismo los fusiles sacando la bala a los cartuchos. Los siete hombres se componían de los tres reclutas del rancho de Santa María, y de indígenas que apenas sabían tomar el fusil. Todo esto era muy irregular; pero el cabo Franco estaba autorizado para hacer lo que le diera la gana y en campaña y cuando no lo sabía Baninelli, se relajaban mucho los usos y costumbres militares. El caso era también extraordinario y especial. A eso de las cuatro de la mañana, el cabo Franco entró al cuarto de bandera y despertó a Juan Robreño que, sentado en un banquillo y envuelto en su jorongo, dormitaba recargado en el rincón de la pared de adobe.

—Mi capitán —le dijo Franco— si viniese usted a mi alojamiento tendría mucho gusto en que tomásemos un trago juntos. Querría yo que todo estuviese concluido antes del toque de diana y cuanto más pronto mejor.

Juan Robreño se restregó los ojos, se levantó del banquillo y siguió con paso firme al cabo Franco, hasta que llegaron a una casa baja de adobe, de pobre apariencia, como la mayor parte de las casas del pueblo; pero amueblada con una comodidad y decencia relativas. Franco sabía escoger y procurarse el mejor alojamiento en los pueblos donde debía permanecer algunos días.

Sentáronse delante de una pequeña mesa, donde había dos velas de sebo encendidas, unas botellas de mezcal y unos vasos.

—Los militares, mi capitán —dijo Franco, que se consideraba todavía cabo y nunca quería creerse igual a los que habían sido sus jefes— tenemos la vida vendida, como dicen muy bien las mujeres. A la hora menos pensada, un balazo o una lanzada en el pecho, y se acabó; así, lo mismo es una cosa que otra. Echemos un trago, y mi capitán no me querrá mal ni… porque es duro, pero ya lo sabe usted, tengo que cumplir las órdenes del coronel.

Juan Robreño tomó el vaso lleno de licor, bebió unos tragos y se sentó con tranquilidad.

—No vayas a figurarte que tengo miedo —le contestó Juan Robreño sentándose con aparente tranquilidad en la silla que le ofreció— sino que el hombre deja en la tierra, cuando le viene la muerte, algo que quisiera llevar al otro mundo; por lo demás, mi vida es tan mala, tan extravagante, tan sin remedio posible, que estoy por agradecerle a Juan que haya puesto término a ella, porque las esperanzas que tenía yo en el indulto eran muy remotas, y después del indulto, si lo hubiera conseguido, seguía la lucha y las dificultades invencibles… Qué diablos vale más concluir; dices bien; cuanto más pronto mejor. No me andes con medias palabras; vamos…

—Otro trago, mi capitán… no urge tanto, tenemos tiempo —le respondió Franco llenándole el vaso— la diana se toca a las seis.

Juan Robreño, aunque animoso de suyo y desesperado por su mala suerte, tenía, como todos los hombres, el instinto de la conservación, y la esperanza, que vive en el corazón hasta el último instante, le presentaba cuadros a cual más halagüeños para el porvenir. Quiso sin duda darse valor y apuró el vaso que tenía ya en la mano. Era lo que quería el cabo Franco.

—¿Le ocurre a usted, mi capitán, hacerme algún encargo?

—¿Tienes tinta y papel?

—Y como que tengo todo lo necesario.

Buscó tintero y papel en una caja que contenía el archivo o papelera del regimiento, y los puso sobre la mesa.

Juan Robreño escribió:

¡Mariana querida! ¡Adiós!

Juan
 

—Si algún día vas por la hacienda del Sauz, o tienes una persona de tu entera confianza a quien confiarle esta carta, haz que llegue a manos de la condesa.

—Descuide usted, mi capitán, me daré traza de que llegue, y pronto, a manos de la señora condesa… Vaya y que llegará. Yo mismo se la entregaré. Pediré al coronel que me dé licencia, que me encargue una comisión, y quién sabe si persiguiendo a Valentín Cruz iremos a dar allá; pero siéntese usted, mi capitán. Platíqueme, desahóguese conmigo, que lo he querido como al coronel, y bebamos el último trago.

Juan Robreño le contó algo de lo que en su lugar sabrá el lector, y entre tragos y cigarros llegó la hora que creyó el cabo Franco oportuna para la ejecución, atendido el estado intermedio entre la razón y la embriaguez a causa del licor bebido por Robreño.

—Vamos —le dijo Franco— deme usted el brazo. El sitio escogido es solitario y muy a propósito. Hay un árbol para que se recargue, mi capitán, y no se azote contra el suelo. Los soldados que he escogido son los mejores tiradores. Cinco, ¡qué cinco! Un minuto y todo estará concluido. Deme el brazo, mi capitán, y en marcha.

—No, no lo necesito. Franco, dices bien, menos de un minuto y tal vez, y si la vida es dura como la mía, de nada sirve. ¡Vamos!

Franco tomó el brazo a Juan Robreño, que no resistió, y caminaron en la oscuridad de la noche al sitio solitario que había escogido.

—Aquí está el árbol que le dije. Es un triste árbol que apenas tiene hojas, pero forma con una de sus ramas una especie de respaldo en que puede recargarse cuando los muchachos hagan fuego, y así no caerá al suelo. No tiene usted idea, mi capitán, de lo que me puede el ruido que hace el fusilado cuando da un zapotazo en el suelo. Es lo que me da lástima. Ya he fusilado un oficial y sus soldados, y siempre lo mismo. Acomódese usted bien, que el pelotón está listo.

Juan Robreño no contestó; pero siguió el consejo del cabo Franco y se acomodó en esa especie de respaldo que formaba el tronco torcido y las ramas del árbol viejo, que en efecto tenía una que otra hoja seca que caía con el viento frío del invierno que soplaba todos los días en la madrugada.

El cabo Franco se acercó a Juan Robreño y le dijo al oído:

—Si mi capitán quiere fugarse, es todavía tiempo. Su caballo y armas están listos, no tiene más que montar y ojos que te vieron ir. Cuando amanezca ya se habrá tragado algunas leguas.

—No, no, te lo agradezco —respondió Juan Robreño buscando la mano del cabo Franco y estrechándosela con efusión—. No me conviene. He dado mi palabra desde el monte de Toluca a Baninelli, y tengo que cumplirla. Despacha pronto, estoy ya bien acomodado.

—¿Quiere mi capitán que le vende los ojos?

—Ni lo vuelvas a decir otra vez. Me daría un disgusto y creería que no eres mi amigo. Despacha.

El cabo Franco se dirigió al pelotón de reclutas que estaba esperando órdenes desde las cuatro de la mañana, detrás de los abandonados jacales de paja.

—Muchachos —les dijo— tenéis que cumplir, lo mismo que yo, con un deber muy penoso. Entrar en una acción, recibir el fuego del enemigo, oír silbar las balas y repartir golpes por todos lados, no es nada; lo acabamos de hacer en San Pedro; pero fusilar un hombre a sangre fría, es un sacrificio, y más cuando se trata de un oficial valiente y amigo querido de nuestro coronel; pero la Ordenanza antes que todo… Conque, adelante, armas al hombro y en marcha…

—Mi capitán —dijeron Moctezuma III y Juan— preferimos ser fusilados antes que fusilar a ese oficial, que sin duda es el que vimos ayer en el cuarto de banderas.

—El mismo —respondió el cabo Franco— y nadie lo puede querer como yo… No hay que discutir ni que replicar; la Ordenanza manda al soldado obedecer, sin que pueda replicar ni hacer observaciones a su superior… Conque adelante… al hombro… en marcha.

Ninguno replicó más, y el cabo Franco condujo al pelotón a veinte pasos de distancia del árbol donde Robreño estaba inmóvil recargado contra el tronco.

Juan había entrado, antes que ninguno, a San Pedro; se le habían venido encima cuatro, cinco, quién sabe cuántos enemigos con palos, con espadas con puñales. Él, por la propia defensa, había resistido descargando su fusil sobre el grupo, y después, volteándolo por la culata, había repartido golpes con tal furia y vigor, que en menos de cinco minutos puso en dispersión a los que lo atacaban, quedando libre a costa de un garrotazo que recibió en las espaldas. No había tenido miedo; pero matar a un hombre indefenso, verlo caer ensangrentado y hecho pedazos, lo llenó de terror, y recordó la noche sangrienta de su lucha desesperada con el tornero de la Estampa de Regina. Estuvo a punto de tirar su fusil y correr, correr, como había corrido por las calles de México hasta refugiarse en el mercado; pero cuando iba a ejecutar este movimiento nervioso reflexionó que era inútil.

—Al fin han de matar a este oficial, pero no será la bala de mi fusil la que lo hiera. Tiraré muy alto y quizá tendré fuerzas para no caer, como el infeliz caerá… adelante —y marchó a la voz imperiosa del cabo Franco.

Formóse el pelotón frente a Robreño. El cabo Franco, dijo:

—¡Firmes! ¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!…

Una descarga cerrada, como si la hubieran ejecutado los mejores soldados del regimiento, asustó a los gallos que cantaban y a las urracas y pájaros que despertaban y comenzaban sus alegres gorjeos, y volaron lejos de las ramas desnudas del árbol torcido, donde se había reclinado Juan Robreño para terminar su fatigosa vida.

El horizonte comenzaba a pintarse con una rayita amarilla y luminosa; y a esta media luz triste, el cabo Franco vio, cuando se disipó el humo, tendido en el suelo el cuerpo de Robreño.

XIX. Aventuras de los tres reclutas

Se acercó el cabo Franco, y su mano se tiñó con la sangre caliente que brotaba de una herida que tenía en la cabeza cerca de la frente el desgraciado.

—¡Maldita sea mi estampa! —gritó metiendo mano a sus cabellos y arrancándoselos con rabia—. He matado al capitán. Soy un bruto y un salvaje. Seguramente dejé una bala en alguno de los cartuchos, y debe ser el tiro de Juan el que le ha pegado, pues estaba precisamente en línea recta, y estos reclutas, que no saben ni disparar, han aprovechado el único cartucho que tenía bala, pero… yo soy el recluta y el que tengo la culpa. ¿Qué voy a decir al coronel?…

Se acercó más, tentó y registró el cuerpo de Robreño. No tenía más que esa herida; su corazón latía y su respiración no era trabajosa. El cabo Franco recogió su kepí, que había votado al suelo, y llamó a Juan el recluta.

—Mira, Juan, entre tú y El Emperador, que sois mozos fortachones me cargan con mucho cuidado al capitán, que todavía respira y que es necesario que salvemos; caminen a la casa del cura. Ya los sigo.

Mandó retirar al cuartel el resto del pelotón, y Juan y El Emperador, que en efecto tenían unas fuerzas de Hércules, levantaron con cuidado y facilidad, como si fuese una pluma, al capitán herido, y se encaminaron a la parroquia, mientras Franco corrió a su alojamiento y tomó del botiquín las vendas y medicinas que creyó más propias e indispensables para la primera curación. Era ya práctico en la cirugía, pues frecuentemente, después de una acción, ayudaba a los médicos y practicantes del regimiento.

Las campanas de la pequeña torre de la iglesia tocaban el alba, el sacristán abría las puertas de la iglesia y preparaba los altares y ornamentos para la misa de cinco, que tenía costumbre de decir el cura y a la que acudían la mayor parte de las gentes del pueblo.

El cabo Franco, sin ceremonia, se introdujo en la iglesia, seguido del Emperador y de Juan, que sostenían el cuerpo de Robreño, el uno de la cabeza y espalda, y el otro de la cintura y piernas, colocado de tal manera que parecía que le habían formado con sus brazos una hamaca. Siguió el grupo por la sacristía, y de allí hasta la sala del curato, donde encontraron ya al cura dispuestos a bajar y decir su misa.

El cura era un viejo clérigo de cosa de sesenta años, corrido de mundo en su juventud, sabio, bueno, caritativo y filósofo en su mayor edad. Había visto muchas y extrañas cosas en las revoluciones y en la política; conocía íntimamente a Valentín Cruz, a Baninelli, a este general, al otro coronel, a muchos jefes, en fin, que habían pasado o estacionádose en el pueblo de Mascota, donde llevaba cerca de doce años de ser cura. Ningún asombro le causó ver entrar al cabo Franco seguido de los soldados que conducían un herido. Había escuchado entre sueños tiros de fusil lejanos, que tampoco llamaron su atención. Pensó que se había acercado alguna partida de pronunciados y que todo se había reducido a una escaramuza, puesto que en la plaza y en las calles cercanas había silencio y tranquilidad y los vigías de la torre no habían dado aviso con ciertos toques de campana que había ordenado el comandante de las fuerzas.

—En mi cama, en mi cama. Ésa es la caridad y es mi deber —le dijo al cabo Franco, antes de saludarlo y de preguntarle por qué llevaba allí al herido, teniendo en el pueblo cuartel y hospital militar.

El mismo cura retiró un colchón, sacó de un ropero almohadas y ropas de cama, y Juan y El Emperador colocaron cuidadosamente al herido y se marcharon a una señal que les hizo su jefe.

—Me voy a confesar con usted, señor cura, pues lo que voy a decirle es bajo el sigilo de la confesión, y entonces comprenderá por qué no he conducido a este capitán, que creo gravemente herido, al cuartel o al hospital de sangre, y he venido, pasando por la iglesia, a depositarlo en la casa de usted, más bien a entrégarselo, y ya traeré, luego que le haya hecho la primera curación, su caballo, sus armas y su ropa. Todo es un secreto.

Refirióle lo que sabía de más señalado e importante de la vida de Robreño, especialmente el lance de la ejecución de justicia que acababa de pasar, explicándole que su jefe, el coronel Baninelli, se había encontrado entre su deber de cumplir la Ordenanza y sus sentimientos de amigo íntimo, y que habiéndosele confiado la ejecución, él había creído adivinar la idea dominante de su jefe, de cumplir con la fórmula fusilándolo y salvándole realmente la vida, y que la herida era causada por una bala que inadvertidamente había quedado en un cartucho.

—Haga usted de cuenta, señor cura, que me he confesado con usted; pero lo que importa en este momento es curarlo; algo entiendo en esto, haciendo años que soy militar y he practicado con los médicos, cuando las circunstancias me lo han permitido.

Con asombro y duda escuchó el cura esta extraña narración, y tan pronto se le paseaba por la cabeza que era una venganza política, como se inclinaba a creer un rarísimo acto de clemencia. Para el cura, Baninelli pasaba por uno de tantos militares atrabiliarios que cuentan por nada la vida humana y están familiarizados con las desgracias y la sangre; pero dejó para más tarde ampliar en su mente estas reflexiones, y dijo al cabo Franco:

—Pierda usted cuidado, que lo que me ha contado será como si lo hubiese encerrado en una tumba; serviré a este infortunado como si fuese yo su padre; porque efectivamente debo ser el padre de los necesitados y desvalidos; pero dejemos por ahora todo esto, que ya bastante sé, y procedamos a la curación.

Juan Robreño respiraba; a pesar de lo tostado por el sol, se notaba la palidez de su semblante, y su desmayo se parecía un poco a la muerte.

El cabo Franco creyó de pronto que no duraría media hora; pero lavó la cara y los cabellos del paciente con agua fresca y con alcohol, y notó que la herida no era grave. La bala había seguido la curva del cráneo sin fracturarlo, y sólo había un surco sin carne ni cabellos. Lavó la llaga, le aplicó ungüento y vendas, y seguro de que Robreño no moriría, se marchó recomendándolo al cura, porque escuchó el toque de diana.

Baninelli no había dormido en toda la noche, y oyó los tiros. Temía que el cabo Franco no hubiese comprendido bien sus órdenes y estaba inquieto.

—Ninguna novedad, mi coronel —le dijo siguiendo sus antiguos hábitos de soldado—. El capitán ha sido fusilado a las cuatro y media de la mañana como usted mandó.

Baninelli se lo quedó mirando fijamente.

—Entendido, mi coronel. Una herida leve, por inadvertencia; no es nada. En una semana estará bueno. Lo entregué al cura.

—Bien —le contestó Baninelli—. Tenemos que marchar dentro de una hora. Acabo de recibir un extraordinario de México.

—Listo, mi coronel, a la vanguardia, como siempre.

Acabada la diana, Baninelli mandó dar el primer toque de marcha. El cabo Franco llevó a la casa del cura el caballo, las armas, la tagarnina y una bolsita de seda llena de oro. Robreño no había vuelto en sí; pero en su rostro era fácil reconocer que la curación le había hecho provecho.

—Señor cura, le entrego a usted a un hombre que ha muerto para el mundo; cuando resucite, que resucitará, tomará un nuevo nombre, inventará parientes o no los inventará, nadie lo perseguirá ya; pero tampoco nadie lo reconocerá. Es lo más singular que he visto en los años que tengo de vida y de servir en la carrera de las armas. Usted, señor cura, lo auxiliará, le dará sus consejos. Si sigue mal, haga que lo vea el médico más cercano. Con el oro que hay en este bolsillo sobra para sus gastos y su curación, porque vivirá, y mucho que sí; es como yo, fuerte, robusto y habría aguantado bien los siete balazos. Yo me marcho con la tropa; dejamos al pueblo tranquilo, que se alegrará al ver que nos alejamos, quizá para no volver.

No daban las siete de la mañana cuando el cabo Franco a la vanguardia, y Baninelli con sus infantes, caballos y comisaría, ambulancia y trenes, salían de Mascota rumbo a Zacatecas.

Cada día, como hemos dicho, era mayor el afecto que el cabo Franco tenía por los tres reclutas. Su exactitud en el servicio, su aspecto ya casi marcial, el buen humor que tenían siempre y la robustez y fuerza muscular, le llamaban mucho la atención. Caminaban siempre a su lado; mandando alternativamente la descubierta, los ocupaba como escuchas y exploradores, y para estos servicios les había dado caballos, de los muchos que recogían a título de requisición en las haciendas y pueblos por donde transitaban.

Juan ni remotamente podía sospechar que había fusilado a su padre, que la bala que lo hirió era de su fusil y que lo había llevado en sus brazos hasta la casa del cura de Mascota; pero estas escenas le causaron una impresión quizá todavía más profunda que la del asesinato de Tules. Esta memoria, como un corolario preciso, le traía la de la pobrecita trapera que lo libró de las mordidas de los perros; la de la trajinera Cecilia, que lo recogió; la del sabio abogado don Pedro Martín, que lo escondió en su casa, y no hay para qué decir que Casilda bailaba siempre en su imaginación, mezclándose, viniese o no al caso, en todas estas escenas. La afección y el buen modo con que lo trataba el cabo Franco lo consolaba, y, no obstante la fatiga de la campaña, se consideraba feliz; pero temía que cambiase de suerte, porque siempre que llegaba a conformarse con la vida y a sentirse bien relativamente, venía un suceso inesperado a cambiar su existencia. Espiridión y El Emperador, como le decía el cabo Franco a Moctezuma III, lo querían también, estaban frecuentemente juntos, y no pudiendo aspirar a más, se consideraba dichoso de continuar en la carrera militar. Así iba pensando cuando salieron de Mascota y caminaban por las ardientes y tortuosas calzadas rumbo a Zacatecas.

Las marchas y contramarchas de la brigada ligera de Baninelli fueron idénticas a las que ya hemos descrito. Bagajes, alojamientos, raciones; por aquí cogen un caballo, por allí una mula, dejando en el camino las bestias cansadas o lastimadas con el mal trato de los arrieros. Unos alcaldes eran hostiles y negaban a la brigada todo género de auxilio; otros, que eran partidarios del Gobierno, exprimían a los vecinos y daban a la tropa más de lo que necesitaba y pedía. Así pasaron muchos días sin que Baninelli pudiese alcanzar un resultado final. Valentín Cruz huía, aumentando o disminuyendo sus fuerzas, sin hacer alto sino unas cuantas horas, y sin presentar batalla, lo que ocasionaba una fatiga inútil a la brigada, que cada día iba a menos por la deserción y por la absoluta falta de recursos, que no podía remitirle el gobierno a pueblos pequeños, donde el comerciante más rico no tenía quinientos pesos juntos.

Valentín Cruz, a su paso, como si fuese un pequeño Atila, no dejaba ni yerba, de modo que cuando Baninelli llegaba, apenas tenía unos cuantos sacos de haba seca o de frijoles, para dar un escaso rancho a la tropa. El que no conozca al soldado mexicano apenas podrá creer cómo con escasísimos alimentos, puede caminar por senderos ásperos y quebrados diez o doce leguas diarias, y, si se ofrece, batirse con brío y denuedo como si acabase de comer bien y echar buenos tragos de aguardiente. Sin embargo, el sufrimiento humano tiene sus límites, y la brigada de Baninelli no podía ya más, lo que causaba que su jefe estuviese de un humor de todos los diablos. Nadie más que el cabo Franco se atrevía a hablarle y era bien recibido, y vamos a explicar el motivo de esta preferencia. En primer lugar, Franco era el niño mimado del coronel; pero no era eso lo principal, porque con todo y ello solía Franco aguantar terribles tempestades de rayos y centellas, de las que no hacía caso, pues pasaban con la misma rapidez con que venían, sino los cuidados y mimos de que disfrutaba el coronel, a pesar de la desolación de los pueblos por donde transitaban. El cabo Franco hacía dos o tres años que había adquirido una alhaja de inestimable precio. Esta alhaja era una cocinera. Mujer de más de cuarenta años, fea hasta no producir tentación alguna ni en campaña, pero robusta, sin ser gorda, muy limpia hasta donde se lo permitía su escaso equipaje y el polvo del camino, y, sobre todo, activa y de inagotables recursos para sacar partido de las malas situaciones. Caminaba con la brigada en un caballo robusto y cuidado con esmero por ella misma; con la cara envuelta en un pañuelo de modo que apenas se le veían los ojos; con un ancho sombrero de petate con su barboquejo para que no se volara; con su jorongo embrocado y rodeada de cacerolas y cubos colgados en la silla. No se cuidaba si estaba cerca o lejos del enemigo; entraba la primera a los pueblos y se dirigía a la mejor tienda o a la plaza, si era día de tianguis. Compraba lo necesario con dinero al contado, y en el acto, en un cuarto o patio del mesón, o en la plaza debajo de un árbol, o donde encontraba sombra, descendía con facilidad y presteza, descolgaba del caballo, como si fuese un tinajero, su batería de cocina y disponía lo necesario para un buen almuerzo o comida, según la hora en que se vencía la jornada. Mientras se encendía el fuego, se calentaba el agua y se cocían las legumbres que había adquirido y, si no las había, los garbanzos, arroz y frijoles, acomodaba su caballo en algún corral, lo limpiaba, lo hacía revolcar, le daba agua y lo dejaba en el pesebre, bien provisto de hojas de caña o de cebada, y cuando no había otra cosa, de zacate o de paja. Se daba el título de Cocinera Mayor del General en Jefe, y echaba con profusión pesos y pesetas en el mostrador; todos, como quien dice, se quitaban el sombrero delante de ella y la servían al pensamiento. La riqueza y, podría decirse, opulencia relativa, prevenía de que desde que el cabo Franco ascendió a capitán, era la depositaria de los haberes de la compañía; llevaba la cuenta con mucha exactitud con granos de maíz, y por mucha que fuera la falta de haberes, siempre tenía en caja más de cien pesos. Cuando, no obstante el dinero en mano, no encontraba nada para su cocina, se metía en los sembrados de parte de Dios, que puede más que nadie. Cosechaba calabacitas, quelites y verdolagas en las milpas, y de los corrales extraía por entre las cercas de palo o por encima de las de piedra, dos y hasta cuatro o seis gallinas por medio de un aparato de su invención. Ataba bien a la cuerda un pedazo de carne y la lanzaba en medio del corral. Las gallinas acudían, y tragaba la carne con todo y cuerda la polla más lista y más gorda. Entonces Micaela, que así se llamaba esta excelente mujer, tiraba suavemente, atrayéndose a la gallina, y así que la tenía a mano le torcía violentamente el pescuezo. Si el tiempo se lo permitía y no era observada, repetía la pesca, y así se retiraba con tres o cuatro de las mejores gallinas sin que costaran ni un tlaco, regresando a su lumbre, que estaba ya bien encendida y el agua hirviendo en las ollas.

Cuando la tropa, cansada y hambrienta, apenas tenía por todo rancho arroz sin sal, cocido en agua tibia, habas duras y unas cuantas tortillas frías untadas con chile, Baninelli almorzaba un arroz blanco con ajo, unos frijoles bien fritos y una gallina cocida con una buena salsa de tomate, debido esto al cuidado de Micaela. Cuando terminaba su colación el coronel, seguía el banquete del cabo Franco, en el que se encontraba jamón, mantequilla, chorizos fritos, gallina guisada, quesadillas de flor de calabaza, comprado o adquirido por la astucia de la excelente cocinera. Mal que bien caminaron así nuestros amigos, siempre con ánimo esforzado y deseando por la noche encontrar al enemigo, al día siguiente batirse con él y terminar gloriosamente la campaña; pero no fue así, y sus deseos y su bizarría eran completamente ineficaces; las marchas del enemigo eran tan rápidas, que por más esfuerzos que hizo la vanguardia de Baninelli, jamás lo pudo alcanzar, y en los mesones y posadas dejaban los pronunciados escritas con carbón en las paredes atroces insolencias contra las tropas de línea y el gobierno de Jalisco.

Uno de tantos días la jornada fue difícil y fatigosa. Lomas erizadas se sucedían unas a otras; interminables subidas y bajadas a la caballería; una que otra mota de yerbas malsanas de un verde tirando a negro, seguramente venenosas, pues las mulas de carga las olían y se apartaban sin querer morder ni una yerba; polvo, calor y sed devoradora. El terreno se prolongaba así, monótono y triste, hasta un horizonte que parecía interminable, pues mientras más se caminaba más se alejaba, sin cambiar su incansable uniformidad. Baninelli estaba furioso; cualquiera que se le hubiese presentado, con excepción del cabo Franco, lo hubiese mandado fusilar.

Así, andando, subiendo y bajando, se acabó la tarde y vino la noche calurosa y negra, sin que se vislumbrara ni la luz de una ciudad ni la fogata de una cabaña. Hombres y caballos caían cansados en aquel polvo blanco y ardiente, y el cabo Franco y los reclutas confesaron que, si dentro de una hora no encontraban un pueblo o una hacienda, no continuarían más aunque el coronel Baninelli se lo mandase. Era una rebelión completa, causada por el hambre, la sed y el cansancio. Por fin, y cuando menos lo esperaban, se encontraron en la plaza de una población que, por el aspecto de aquélla, de la iglesia que estaba enfrente y de las casas que la rodeaban, parecía ser de alguna importancia; pero esa población estaba desierta. Encontró la brigada alojamiento de sobra, porque todas las casas, sin excepción, estaban abiertas y abandonadas; pero ningunos víveres ni recursos. La única tienda, vacía completamente. La cocinera Micaela agotó sus recursos e industrias, que nunca le faltaban, sin poder encontrar ni una mazorca de maíz, ni una legumbre, ni un puñado de chícharos, ni una gallina que pescar. Esa noche los soldados, que no habían comido al medio día, no tuvieron ni una tortilla que cenar en la noche, y Baninelli, el cabo Franco y los tres reclutas tuvieron que conformarse con unos mendrugos de pan duro que Micaela había guardado para espesar y condimentar las salsas. Después de buscar agua por todas partes, dieron con un pozo que tenía su cubo de cuero y su larga cuerda pendiente de una garrucha y pudieron extraer a la profundidad de cincuenta varas un agua clara, pero salada al punto que produjera náuseas a los que la bebían con avidez y a poco dolores y descomposición de estómago.

El cabo Franco tuvo que arengar a su vanguardia:

—Muchachos, no hay que rajarse ni beber más agua. Mañana encontraremos qué comer y el agua de un río. Yo he andado otra vez por estas malditas tierras. ¡A dormir!

Baninelli ni bebió un trago de agua ni quiso comer los mendrugos duros que le presentó Micaela. Echó a la cocinera y al cabo Franco unos cuantos ternos, se envolvió en su capotón militar y, como última palabra, dijo:

—Si alcanzo a Valentín Cruz no le doy ni cinco minutos. A las tres de la mañana el primer toque, a las tres y media el segundo y a las cuatro en marcha.

El cabo Franco y los tres reclutas se repartieron como hermanos dos tortillas duras y un pedazo de cecina, y pudieron, a fuer de la fatiga que los tenía hechos pedazos, dormir un par de horas.

A las cuatro y cuarto la brigada estaba en marcha por senderos todavía más difíciles y ásperos que los del día anterior. Por fortuna encontraron los exploradores un charco de agua rodeado de árboles, y allí sestearon, agotaron el agua hasta el grado de chuparse el lodo; pero esto les dio la vida y pudieron llegar también, ya de noche, a un pueblo que encontraron igualmente abandonado. Micaela se echó en busca de gallinas, de carneros y de legumbres. Nada: las chozas vacías; los campos secos y con rastrojo de la reciente cosecha, de modo que los caballos y las mulas fueron los mejores librados. Aguas frescas en abundancia de un arroyo cercano, que se derramaba y se perdía en el agujero de un río subterráneo. Concluyó Micaela por encontrar en un jacal un depósito de mazorcas de maíz y oyó gruñir a un desgraciado cochino que estaba encerrado en el corral inmediato. Ya los soldados habían escuchado este gruñido, que para ellos era la vida, pues llevaban treinta y seis horas de ayuno. Sin cuidarse de la disciplina y sin temor a la severidad de Baninelli, se habían desbandado, hecho pedazos la cerca del corral y precipitándose sobre el cochino dándole sablazos, bayonetazos y puñaladas hasta hacerlo un picadillo, a pesar de los gritos desgarradores del infeliz animal. Micaela pudo traerlos a la razón prometiéndoles guisar el cochino y aprovechar hasta la última gota de su sangre. En efecto, cargaron dos soldados con el animal, hasta el campamento de Micaela, la que hizo una buena lumbrada y, rodeada de cacerola, antes de dos horas había hecho tantas y tan sabrosas preparaciones, que bastaron para saciar el atrasado apetito de los hambrientos militares. En un jacal había encontrado un soldado sal y jitomates. El Emperador, que con calma recorrió una a una las chozas, ajos y unas bolsas de masa de maíz preparadas el día anterior, con las que pudieron hacerse tortillas. El Emperador fue aclamado por toda la brigada, y mereció el honor de ser llamado por Baninelli y de una sonrisa, pues el jefe, ante un rimero de tortillas calientes y un trozo de tocino asado, había desarrugado el ceño.

—Ya le haremos pagar muy caro a Valentín Cruz estos trabajos. Cuento contigo, Emperador, y si continúas portándote bien, pronto serás capitán como el cabo Franco.

XX. Derrota del cabo Franco

Al salir la brigada del pueblo, o más bien dicho, de la ranchería, donde por una gran fortuna les dio materialmente la vida el desgraciado cochino que fue víctima del furor de más de doscientos soldados hambrientos, atravesó ya con buen ánimo un cañón fresco, pues corría en el centro un arroyuelo paralelo clarísimo, y mariposas y pájaros volaban y casi cubrían el ramaje de las plantas silvestres. Un hombre, sudando como si acabase de salir de un baño de vapor y con el caballo que apenas podía andar, no obstante tener los ijares destrozados y chorreando sangre, se presentó al coronel Baninelli. Era un extraordinario del gobernador de Jalisco. El correo traía en la suela de unos gruesos zapatones un pequeñísimo papel que el coronel desenrolló y leyó:

Está usted rodeado de enemigos y va a caer en una emboscada al salir del Cañón de Cinco Señores. Si no tiene mucho cuidado y si las tropas no se baten hasta morir, será usted derrotado y perdido para siempre. Ánimo, compañero, y decisión para exterminar de una vez a los bandidos.

Baninelli llamó al cabo Franco y al Emperador, les enseñó la comunicación del gobernador y les dio sus instrucciones. La brigada toda, que caminaba en desorden, se organizó a las voces de mando de su jefe como si tuviese ya el enemigo al frente, y así caminó todo el día sin comer, y al caer la tarde salió sin novedad del Cañón de Cinco Señores sin haber visto a alma nacida. Cerca de las nueve de la noche, entró en un pueblecillo que, a primera vista, presentaba el mismo aspecto que los anteriores. Se estableció de pronto el campamento en medio de una plazoleta, y Micaela, el cabo Franco y El Emperador fueron los primeros en explorar los jacales que partían en línea recta de la plaza y formaban una larga calle que terminaba en una capilla y dos casas de alto y de piedra con unos miradores o jaulas de madera avanzadas como una vara sobre las fachadas. Eran el curato y la casa municipal, cerradas, sin una luz en los balcones, silenciosas, como si nadie viviese en ellas. A su regreso por la angosta calle, escucharon ya en una choza, ya en otra, gemidos dolorosos como de personas que han sido heridas y se figuraron que Valentín Cruz había atacado la población, y que, resistiéndose los habitantes a darle dinero o víveres, los había maltratado. No quisieron entrar en aquellas oscuridades, donde podrían muy bien haberse ocultado los enemigos; regresaron a la plaza y refirieron al jefe lo que habían visto. Baninelli dispuso que toda la noche estuviese la tropa sobre las armas, y él mismo, montado a caballo, rondó por las cercanías, hasta que amaneció. Hizo entonces un cauteloso reconocimiento. En la calle única de que hemos hablado, unas chozas estaban vacías, otras con dos o tres muertos, y en las más, gentes tiradas en el pavimento húmedo de tierra, retorciéndose, revolcándose y exhalando dolorosos ayes a causa de los calambres que les retorcían las piernas y brazos hasta darles la figura de esas columnas torneadas que llaman salomónicas. Se retiraban consternados de una choza y entraban en otra, donde se repetían las mismas escenas. Muchos de esos desgraciados parecía que habían hecho un esfuerzo para salir y buscar socorro, y faltándoles las fuerzas, estaban agonizantes en las puertas o muertos a poca distancia de su domicilio. Así caminaron hasta el curato. La iglesia estaba abierta, y en las gradas del altar mayor, el sacristán, oprimiéndose el estómago con las dos manos, y dando gritos cada vez que le atacaban los dolores y las náuseas. Subieron por fin al curato, y no encontrando a nadie que los recibiera, penetraron por las piezas de la casa hasta la recámara del cura, al que encontraron en cama, desfigurado y cadavérico; pero en un estado relativamente mejor que el de los demás que habían visto en las casas.

Luego que el cura vio a los que de rondón se introdujeron hasta su lecho, hizo un esfuerzo para sentarse y reclinarse en las almohadas. Baninelli, que era feroz y hasta inhumano en el calor de las batallas, después que terminaban era el primero en atender a los heridos, aunque fuesen del enemigo; infinidad de ocasiones él mismo los sostenía en sus brazos, mientras los cirujanos y practicantes les cortaban las piernas y los brazos. Con lo que había visto en el pueblo tenía ya motivo para estar disgustado; pero el espectáculo del viejo cura muriéndose en el abandono y aislamiento de una casa de paredes de adobe negro, sombría y medio arruinada, le impresionó, y casi inconscientemente tomó al cura por los brazos y lo ayudó a acomodarse contra la cabecera.

—No venimos a hacer daño alguno al pueblo, ni mucho menos a usted, padre cura; muy por el contrario, tenemos médicos y un botiquín bien surtido, y auxiliaremos a usted y a los pobres del pueblo.

—Creo que por misericordia de Dios he escapado ya —respondió el cura con una voz tan débil, que era necesario acercarse mucho a él para entenderlo— pues que ustedes han venido a salvarme. Lo que tengo ahora es hambre y sed. Creo que los habitantes del pueblo han huido o se han muerto. He agotado el vaso de agua que está en esta mesa, y no he tenido fuerzas para ir a la cocina a llenarlo. Agua, una gota de agua por el amor de Dios, que siento que me quemaré por dentro si no la tomo.

Juan, apenas oyó esto, cuando fue a la cocina y volvió con un vaso lleno de agua cristalina que el cura, a pesar de su debilidad, arrebató de las manos de Juan, lo apuró hasta la última gota y cayó en seguida en una almohada, como si en vez de agua hubiese tomado un tósigo. Baninelli y los que lo acompañaban creyeron que había expirado.

—Al menos murió —dijo Baninelli— después de haber saciado su sed.

El Emperador, sin que nadie se lo hubiese ordenado, bajó en dos brincos la escalera del curato y corrió a la plaza en busca de los médicos y de las medicinas.

Volvió con los practicantes y cargando el botiquín, antes de que Baninelli hubiese podido salir de la estupefacción que le causó el inesperado espectáculo de un pueblo convertido en un cementerio.

Pasó pronto la crisis que causó al cura el gran vaso de agua, y recobró las fuerzas con una copa de vino y unas pastillas sustanciosas que habla entre el surtido del botiquín, precisamente para dar fuerzas a los heridos después de las operaciones y en los casos en que hubiesen pasado muchas horas sin alimento.

Cuando ya pudo platicar, refirió a Baninelli que Valentín Cruz había pasado rápidamente hacía tres días por el pueblo, y que, enojado porque no se le dieron los recursos que pedía, se llevó preso al alcalde a pie, habiéndole robado el caballo que le mandó su hijo político; que al día siguiente de la salida de Valentín Cruz se había presentado en la mañana un caso de cólera morbo fulminante, y en la noche como cincuenta, de los que murieron más de la mitad. Los habitantes, presos del pánico, habían huido, dejando abandonadas sus casas y sus intereses del campo; que el sacristán y él, personalmente, hicieron cuanto su deber les ordenaba, asistiendo y consolando a los enfermos y enterrando los muertos para evitar el contagio; pero que, atacados ellos mismos de la enfermedad, ya no pudieron salir del curato, y suponía él que era la única persona viva que quedaba, puesto que el sacristán no se le había presentado.

Baninelli, que no necesitaba de la narración del cura, pues desde luego había comprendido que una terrible epidemia había invadido al pueblo, le ofreció que se lo llevaría en una ambulancia para no dejarlo perecer, y se dirigió a su campamento para ordenar la marcha inmediata. En el camino encontrarían algo de comer; pero, en todo caso, no era cuerdo permanecer en ese lugar apestado ni una hora más. Juan, El Emperador, el hijo de doña Pascuala y el cabo Franco, antes de seguir a Baninelli entraron a la cocina y bebieron jarros de una agua cristalina y fresca que estaba en un barril. Entraron a la iglesia; el sacristán había muerto. Su cara estaba azul como si la hubieran pintado de añil, y su cuerpo retorcido como un sacacorchos.

A su llegada a la plaza, donde, como se ha dicho, estaba el campamento, se enteró con espanto Baninelli de que más de cien hombres de su tropa habían sido atacados y cerca de la mitad estaba a punto de morir.

Micaela, la cocinera, llegó con unas mazorcas de maíz, un cordero, algunas gallinas y guajolotes que había encontrado en las casas abandonadas, y el cabo Franco, El Emperador y Juan, tomaron el rumbo del campo y volvieron a poco con un buey viejo y flaco. Baninelli suspendió la marcha, no queriendo dejar abandonados a los enfermos, y el rancho a mediodía, preparado por Micaela, no fue del todo malo.

La noche siguiente fue para Baninelli más terrible que cuantas había pasado durante los años de su carrera militar. Sus soldados, que sufrían las operaciones más crueles sin chistar y mordiendo un pañuelo, lanzaban, sin poderlo evitar, quejidos lastimosos con los calambres y se retorcían en el suelo de la plaza, empedrado con pedazos de peñascos agudos y filosos. Los que estaban buenos y ayudando a curar a los enfermos, repentinamente llevaban las manos a su estómago y caían en tierra. De los atacados del día anterior habían muerto cosa de cuarenta. Al salir la luz del tercer día, el espectáculo era horrible. La pequeña plaza estaba sembrada de muertos, y casi todos con las facciones contraídas y la piel de la cara, brazos y piernas de un color azul verdoso. Los que con las diversas medicinas que les aplicaban los médicos, más bien por hacer algo, pues nunca se ha sabido cuál es el mejor sistema para preservarse del cólera, y para curarlo, lograban algún alivio, eran conducidos contra la pared para que no cayeran a causa del hambre y de la debilidad. Juan, El Emperador y Espiridión, que hasta ese momento estaban sanos y fuertes, cargaban a los enfermos, les daban agua y una pequeña ración de vino e iban y venían de la casa del cura a la plaza para vigilar y prestar sus servicios en esa especie de línea militar que se había establecido. La disciplina, que necesariamente se relajaba durante el día, se restablecía en la noche, y con la tropa sana y disponible se montaba la gran guardia y hacían exploraciones más o menos largas para evitar una sorpresa. Baninelli no se decidía a continuar la marcha dejando abandonados a sus enfermos; pero, por otra parte, las defunciones continuaban; cada día era mayor el trabajo de Micaela y el del cabo Franco para proporcionarse víveres, y veía que iba a ser completamente derrotado por ese traidor y terrible enemigo invisible al que era imposible combatir.

Una noche oyeron tiros de fusil en las lomas medio boscosas que formaban por el lado del pueblo la salida del Cañón de los Cinco Señores. Baninelli y su tropa arrojaron un grito de alegría. Una acción contra las chusmas de Valentín Cruz era tal vez su salvación. El calor de la acción sería acaso el remedio contra la frialdad, que impedía la circulación de la sangre y que era uno de los síntomas del cólera; el humo de la pólvora se llevaría la peste y podrían, después de la victoria, continuar su camino y llegar a una población de más recursos y que no estuviese infestada, y de allí volver al socorro de los enfermos y heridos.

Como de costumbre, el cabo Franco organizó su vanguardia y, seguido de los tres reclutas, que eran como sus ayudantes, se lanzó en busca del enemigo, que, en efecto, apareció en la falda de las lomas; pero a los primeros tiros huyó. La mayor parte era caballería, que de un galope se perdió de vista. Los de a pie entraron al Cañón de los Cinco Señores, donde el cabo Franco no los quiso seguir, temiendo una emboscada. Durante el día no se presentó el enemigo, ni tampoco hubo ningún caso nuevo de enfermedad, y solamente fallecieron seis soldados.

En la noche el cabo Franco volvió a situarse frente a las lomas, y dispuesto al combate. El campamento allí era más fresco, y seguramente sano, pues su tropa estaba bien y muy animada. Dos vacas que estaban en un corral, seguramente de alguno de los riquillos del pueblo, sirvieron para dar a la brigada un rancho excelente. Micaela era incansable y más valerosa que toda la tropa junta. No tenía miedo ni a la guerra ni a la peste, y le importaba poco el calor y el frío. Absorbida absolutamente en su misión de cocinera, su familia la formaban dos soldados viejos que la ayudaban como galopines; su ocupación era arreglar y lavar sus ollas y cacerolas, y su alegría llegaba al colmo cuando se apoderaba de un carnero, de una vaca o de unas gallinas, y podía ofrecer a su coronel y al cabo Franco un regular almuerzo en medio de las calamidades de que estaban rodeados. Era la Providencia de la brigada.

Después de haber cenado el cabo Franco y los tres reclutas un buen trozo de carne asado en unas brasas de leña de mezquite, que abunda en el país, nombró a Juan escucha por dos horas. Eran cosa de las doce de la noche. Debería volver a las dos de la mañana.

Juan tomó sus armas, y con cautela y poco a poco se dirigió por el rumbo por donde los enemigos se habían presentado. Reinaba el más completo silencio, la noche estaba clara, tibia y serena, y la luz de las estrellas permitía ver hasta las profundidades de un bosque de árboles pequeños y de tupidos ramajes, que terminaban en la boca del Cañón de los Cinco Señores. Juan se sentó en un peñasco, procurando alcanzar con la vista cuanto terreno podía descubrir a su alrededor. Nada; todo estaba quieto y completamente mudo y solitario. Siguió a poco avanzando y registrando cuidadosamente, sin encontrar indicios de que el enemigo estuviese por allí. Tranquilo y casi seguro de que no serían atacados, creyó que no debía alejarse más y volvió a sentarse debajo de un mezquite para esperar la hora de su relevo y dar cuenta de su guardia al cabo Franco. No pudo evitar el entregarse a una serie de reflexiones sobre los acontecimientos de su vida y el extraño destino que lo había conducido a adoptar la carrera de las armas. La manera brutal con que lo había tratado el cabo Franco cuando lo filió de soldado en el rancho de Santa Marta de la Ladrillera, lo había indignado, al grado de haber pensado muchas noches en asesinarlo, desertarse y reunirse con una partida de ladrones para vengarse robando y matando, y castigar así a una sociedad que no lo había admitido en su seno sino para martirizarlo; pero el cambio de conducta de su tirano había cambiado también sus ideas. Era el preferido del cabo Franco; más bien dicho, su camarada y amigo; y él, huérfano y solo en el mundo, se figuró que Dios le había concedido en el regimiento de Baninelli una familia y un amparo, y decidido a continuar en la carrera militar, pensaba que un día u otro no sólo podría recompensar, sino servir de una manera eficaz al licenciado Olañeta y a la buena frutera Cecilia, que consideraba había reemplazado a su madre después de la muerte de la vieja Nastasita. No olvidaba a doña Pascuala; y a Espiridión y a Moctezuma III los quería como si fuesen sus hermanos. Era Juan de una buena naturaleza y no cabían en su corazón más que sentimientos benévolos.

Haciendo este género de reflexiones y medio dormitando a causa de la fatiga y del trabajo ocupado del servicio militar, y atendiendo además al cura, a los soldados enfermos y ayudando a Micaela a procurarse provisiones, se apoderó de él una especie de sopor, como si hubiese bebido licores con exceso o tomado algún narcótico. Repentinamente sintió dos brazos de hierro que lo sujetaban por la espalda, a la vez que otra persona le ponía un trapo en la boca y se lo ataba fuertemente al cuello para impedir que gritase. En menos de un segundo, y sin darle tiempo para que hiciese uso de sus armas, le ataron fuertemente brazos y piernas, lo levantaron en peso y cargaron con él, tomando, según lo pensó, la dirección del Cañón de los Cinco Señores.

Juan, por supuesto, no apareció en el campamento. El cabo Franco, que, por la costumbre, calculaba con exactitud las horas de servicio sin necesidad de reloj, entró en una gran inquietud, redobló sus precauciones y se entregó a toda clase de conjeturas.

—Juan ha caído en una emboscada o se ha desertado —dijo a Moctezuma III.

—Ni lo uno ni lo otro —le contestó Moctezuma— lo conozco bien. Pertenece, como yo, al regimiento, y no es capaz de abandonarlo. Si se tratara de Espiridión, tal vez… pero Juan… ni por pienso, mi capitán.

El cabo Franco movió la cabeza con una especie de incredulidad, y dijo a Moctezuma III:

—Si dentro de dos horas no se presenta en el cuartel general, lo declaro desertor al frente del enemigo, y donde quiera que lo encuentre, identificada su persona, lo mandaré fusilar; pero de otra manera distinta… tú comprendes; no se salvará como el capitán Robreño.

Moctezuma trató en vano de desvanecer las sospechas del cabo Franco; pero éste meneaba la cabeza y decía:

—¡Lástima, tan buen soldado! Pero ha consumado la deserción, no por miedo al enemigo, sino por miedo al cólera.

Espiridión, que había tenido especial cuidado de llevar alimentos y asistir al cura, que no podía aún moverse de su recámara, pidió permiso al cabo Franco para ir a verlo, y afectado con la ausencia de Juan y también algo preocupado con la peste, sintió dolor de estómago, desvanecimientos y náuseas; pero no dijo nada y tomó el camino del curato; cuando llegó, el cura mismo le conoció en el lívido semblante que estaba herido de muerte.

El cabo Franco, con una especie de desconsuelo, de desaliento, de cobardía tal vez, que jamás había sentido en su vida, se disponía a marchar al cuartel general a dar personalmente el parte de lo ocurrido a Baninelli, cuando oyó un rumor extraño como el de la estampida de un ganado salvaje y a poco tiros de fusil. Una chusma furiosa se arrojó sobre su tropa desvelada, enferma, diezmada por la enfermedad, pues durante la noche más de la mitad estaba atacada por la epidemia y apenas podía sostener el fusil.

—¡Rayos y centellas! —gritó el cabo Franco a sus soldados—. Vale más morir matando que no como unas viejas cocineras, deponiendo el estómago y encomendándose a Dios. ¡Adentro, muchachos!

Sólo quedó en el campo Moctezuma III, con unos cuantos indios reclutas, precisamente de los que sestearon amarrados en el corral del rancho de Santa María de la Ladrillera. Había oído hablar tanto de su antecesor Moctezuma I, le habían metido en la cabeza desde que tuvo uso de razón que él era el sucesor y heredero legítimo del monarca azteca, y estaba tan persuadido que todo esto era una verdad, que en esos momentos se creyó capaz de salvar, no sólo al cabo Franco y a Baninelli, sino a toda la nación, y recobrando toda la tenacidad y el valor de la raza india noble, se encaró con la docena de indios reclutas que lo seguían y les gritó:

—¡A libertar al capitán Franco y a matar a todos esos hijos de un demonio! ¡Soy el emperador y el dueño de México; el que no sea cobarde, que me siga, y a morir como mueren los indios valientes, sin quejarse ni pedir misericordia!

Con espada en mano se lanzó sobre la multitud, repartiendo tajos formidables, sin cuidarse de las balas que silbaban cerca de sus orejas.

Su actitud enardeció a todos.

Los reclutas dispararon sus fusiles, los voltearon por la culata y se arrojaron en medio de los enemigos, repartiendo porrazos tan tremendos, que quebraban quijadas y cabezas y rompían piernas y brazos como si se tratase de muñecos de alfeñique. Esta resistencia inesperada desconcertó a los asaltantes que, a su vez, echaron a correr dejando tirado en el suelo al cabo Franco, que había sido traspasado por una bala y perdía sangre por la ancha herida que le había hecho una de calibre de a onza.

—Aún no estoy muerto, Emperador —le dijo el cabo Franco—. Te has portado como un hombre; quiero que Dios me dé vida sólo para contarle al coronel cómo te has conducido y recomendarle que seas mi sucesor. Es la peste la que nos ha derrotado y no estos collones.

Moctezuma III, sin contestarle y haciéndole seña de que no hablase, lo tomó delicadamente en sus brazos, lo colocó sobre sus hombros, y seguido de sus valientes reclutas se encaminó poco a poco al cuartel general.

Todo esto fue obra de instantes, de modo que Baninelli tuvo conocimiento del ataque y de la derrota a un mismo tiempo. Por más que con su energía habitual quiso organizar una columna y volar al socorro de su vanguardia comprometida, le fue imposible. Ya no era una brigada, sino un cementerio y un hospital. Apenas podía reunir sesenta hombres capaces de llevar el fusil. Más de cien muertos estaban revueltos con los enfermos. De los médicos sólo uno estaba en pie, y de los oficiales las dos terceras partes estaban enfermos y se habían refugiado en los jacales vacíos.

XXI. Hambre y peste

Derrotado Valentín Cruz en San Pedro, hemos dicho que huyó para Mascota con unos cuantos hombres de a caballo. Permaneció allí unos días y no pudo avanzar gran cosa. Entonces se dirigió a este pueblo y al otro, huyendo siempre de la persecución de Baninelli; pero sublevando al país, dando despachos de capitanes y de coroneles a los más perdidos y viciosos de los pueblos, y estos capitanes y coroneles improvisados, reclutaban a su vez gente de la peor especie para obrar por su propia cuenta, obedeciendo a Valentín Cruz de pura fórmula, recorriendo el país y cometiendo en los ranchos y haciendas toda especie de arbitrariedades y demasías. Fue éste el motivo que decidió al gobernador de Jalisco mandar a Baninelli el correo extraordinario que lo alcanzó en el Cañón de los Cinco Señores. Baninelli hubiese dado cuenta fácilmente con todos esos improvisados oficiales derrotándolos y dispersándolos, pero el cólera morbo se anticipó a dispersarlo y derrotarlo a él primero que a los otros.

Atacada y vencida la vanguardia que mandaba el cabo Franco, las diferentes partidas reunidas y concentradas para destruir a Baninelli no se atrevieron a atacarlo; pero sí lo rodearon y establecieron un sitio en forma.

Cuando Baninelli vio llegar al Emperador cargando en sus espaldas al cabo Franco, que perdía sangre en abundancia y estaba pálido como la muerte y a punto de desmayarse, tuvo un movimiento de ternura muy ajeno a su carácter, pero del que no pudo prescindir. Él mismo, manchando de sangre sus vestidos, ayudó al Emperador a depositar al herido en su propio catre y bajo su tienda de campaña, y una lágrima que se atrevió a asomar a sus ojos, la limpió de pronto y con la manga de su uniforme.

—Me han matado —dijo— no solamente a mi mejor oficial, sino al amigo más querido. ¡Y no poder vengarlo! ¡Veremos!

Los médicos y practicantes rodearon al cabo Franco, restañaron de pronto la sangre y le hicieron la primera curación. La bala había pasado cerca del corazón sin interesarlo, y si dentro de dos horas podían extraerla, respondían de su vida. El cabo Franco volvió de su desvanecimiento y con semblante alegre y casi chanceando dijo a Baninelli, como de costumbre:

—Ninguna novedad, mi coronel. El cabo Franco herido levemente y salvado por El Emperador. Los dos reclutas, Espiridión y Juan, han consumado deserción al frente del enemigo y he prometido que serán fusilados en el momento que se les encuentre. Si el cabo Franco muere, El Emperador lo reemplazará, y ruego a mi coronel que lo distinga y que lo quiera como a mí.

El cabo Franco cerró los ojos y no pudo decir más. Los médicos le dieron con la pistera un poco de vino generoso y uno de ellos quedó de guardia a su cabecera, mientras los otros fueron a buscar a su campo los instrumentos necesarios para extraerle la bala.

—Si me lo matan en la operación, ya pueden componerse; los fusilo como hay Dios —les dijo Baninelli— y ya sabrán otra vez aprender bien en la Escuela de Medicina.

Y recobrando su energía y su actividad dictó las órdenes convenientes, no sólo para defenderse, sino para organizar una columna y atacar a los pronunciados que, indecisos, habían quedado en su puesto sin atreverse a penetrar en la plaza del pueblo.

—Irás a mi lado —le dijo Baninelli a Moctezuma III—. Te has portado bien y te repito que si no me matan, serás capitán como lo fue ese pobre cabo Franco.

—Mi coronel —respondió el muchacho— desde que abrí los ojos, mi madre, porque considero a doña Pascuala como mi madre, me ha dicho que yo soy el descendiente del Gran Emperador de México Moctezuma I, y el licenciado Lamparilla, que es nuestro apoderado, me ha dado un libro de historia de don Carlos María Bustamante, que he leído y casi sé de memoria, y aquí en la brigada me llaman El Emperador. Pues bien, mi coronel, un Emperador de México no tiene miedo, como mi coronel no lo tiene, cualquiera que sea el número de los enemigos, y ya vieron que no los dejé que cogiesen prisionero a mi capitán y se los quité de sus garras. Quiero volver a mi rancho cuando pueda y probar a doña Pascuala que la raza del Emperador de México no ha degenerado, y que yo no me dejaré engrillar de los españoles ni matar de una pedrada. Lo que usted quiera, mi coronel; no hay sino mandarme.

A pesar de la peligrosa posición en que se hallaba Baninelli, no pudo menos de escuchar con interés el singular y extraño discurso de Moctezuma III. El cabo Franco había concluido por indagar y saber la historia de los tres reclutas que tan arbitraria y violentamente había sacado del rancho de Santa María de la Ladrillera, y en el camino la había referido al coronel; así, Baninelli había fijado su atención en estos tres robustos muchachos, y desde el ataque de San Pedro eran como quien dice sus favoritos. En ese momento supremo consideraba a Moctezuma III como el mejor soldado de su brigada, y el valor con que rechazó a los enemigos y recogió al herido, llamaron fuertemente su atención.

—No hay que perder tiempo —dijo a Moctezuma III estrechándole la mano y cortando la conversación que no tenía trazas de concluir—, se formará una columna y atacaremos a esa canalla antes de que se atreva a entrar al pueblo; pero ¡qué diablos!… ¿Por qué estás solo y han consumado la deserción tus compañeros?

—No lo creo, mi coronel. Algo les habrá sucedido, pues de no ser así, estarían conmigo. Desde que fuimos filiados, juramos no separarnos. Los tres tenemos que correr la misma suerte, y el día que mi coronel lo determine, regresaremos a nuestra casa a cuidar de nuestros intereses, y a doña Pascuala que es nuestra madre, que está ya vieja y ha de haber tenido mucha pesadumbre cuando nos vio salir con la tropa.

Baninelli no acabó de oír lo que platicaba El Emperador y dio sus órdenes para formar una columna… pero ¡imposible! Era un hospital y no había ni cien hombres capaces de llevar las armas y sostener un combate. La tropa que no había sido atacada de la enfermedad, estaba completamente desmoralizada, y Baninelli pensó que no era prudente dejarse derrotar y aniquilar; prescindió de su primera idea y se limitó de pronto a establecer algunas fortificaciones pasajeras y organizar una fuerza que en el momento posible saliese a buscar víveres. Este servicio lo encomendó al Emperador.

Los médicos se decidieron a hacer la operación y extraer la bala; el cabo Franco la sufrió con tal valor, que no lanzó ni un solo quejido y ayudó él mismo a tener las hilas, vendas e instrumentos de los médicos.

Así pasaron cuatro días. Las pocas mazorcas de maíz y gallinas que podían conseguirse costaban un combate, y el día que logró El Emperador apoderarse de una vaca, le mataron dos hombres y le hirieron a cuatro. La situación era insostenible, pues el cólera, aunque con menos intensidad, no dejaba de hacer sus víctimas. La resolución única que tenía Baninelli, que era la de retirarse a Mascota y de allí a Guadalajara, no se decidía a llevarla a cabo a causa del orgullo militar, que más bien le sugería defenderse hasta morir; pero los mismos enemigos le hicieron mudar de propósito. Una noche se decidieron a acabar con Baninelli y cayeron todos a la vez sobre él. Gracias a las fortificaciones que habían hecho, y a que sin duda carecían de parque, pues el fuego de fusilería no era muy nutrido, fueron rechazados con grandes pérdidas. Persuadidos de que no podían tomar la plaza donde se había fortificado el jefe de la brigada, establecieron un sitio en toda forma, y así estaban seguros de que se rendirían por el hambre y tendrían la gloria de hacer prisionero a uno de los jefes más intrépidos del ejército de línea.

Baninelli se sostuvo el primer día con las provisiones que tenía reservadas la valerosa Micaela; el segundo no se pudo distribuir más que una ración de dos tortillas por soldado; el tercero, El Emperador no se sabe cómo se apoderó de un cochinito que se distribuyó con la mayor economía entre toda la fuerza; el cuarto nada… nadie comió, y hubieron de contentarse con beber el agua cristalina de la fuente del curato; el quinto día, ni esperanza, y varios convalecientes murieron de hambre. Micaela les hacía un caldo de agua, sal y unas verdolagas y yerbas que cogía en el cementerio. Les hacían un daño visible; pero el sexto día, ni aun eso, las verdolagas que nacían de la barriga de los muertos enterrados hacía años en la parroquia, se habían agotado; los enfermos pedían por favor que se les matase; los soldados viejos del regimiento apenas podían levantar el fusil; las mulas de carga comían tierra y estiércol seco, y los perros de la tropa ladraban de hambre y roían los cueros de los aparejos. Baninelli, los médicos y los oficiales habían consumido las reservas del botiquín, de trigo y de maíz, de tapioca y de arrorut y un par de botellas de Jerez seco; quedaba un frasco de alcohol, y esto era todo.

Micaela se presentó ante Baninelli.

—Mi coronel —le dijo— estoy resuelta a marcharme al anochecer. Yo, que hace quince años que soy cocinera, no quiero morir de hambre. Aquí le traigo a usted las seis últimas tortillas que me quedan, le puedo hacer una sopa sin sal, porque hasta la sal se me ha acabado. Yo veré si me como un pedazo de barriga de esos condenados; pero me voy con permiso de usted. Ya procuraré escapar, y si me matan, tanto mejor. Ya soy vieja y algún día he de morir.

Este corto discurso hizo mucha impresión en el ánimo de Baninelli.

—No tenemos más remedio, Micaela, que morir matando; no te vayas, nos iremos todos esta noche —le contestó Baninelli—. Haz la sopa sin sal, tráemela y mañana, o estaremos cenando en la eternidad o tendrás surtida la cocina como para un día de mi santo. Si logro llegar a San Dieguito, pueblo que yo conozco y no dista mucho de aquí, ya verás ¡que legumbres y qué carneros! ¡Hasta flores tendremos!

Baninelli estaba alegre y se chanceaba, primero, porque se habla ya fijado la resolución de romper el sitio y tomar la dirección de un pueblerino donde habla estado diversas ocasiones y recordaba que era muy fértil y comerciante, y sus labradores llevaban sus semillas, frutas y legumbres hasta la misma ciudad de Guadalajara, que no estaba muy cerca; y, segundo, por la sopa de tortillas duras sin sal, que le había prometido la buena Micaela. Hacía treinta horas que ni él ni los oficiales habían tomado más que una copa de Jerez de la última botella, ya agotada. Micaela volvió a cosa de una hora con una olla despidiendo un oloroso vapor. Había encontrado en una bolsa de brin, donde echaba cuanto desperdicio encontraba, y que en esta vez fue muy útil, cabezas de ajo, sal, tomillo, mejorana, cabezas de cebollas, mendrugos de pan, un trozo de queso de La Barca, un armazón de pollo; en fin, tesoros por este estilo. Con todo esto y las tortillas duras y agua a discreción, compuso una sopa abundante, y muy ufana y contenta la presentó al cuartel general.

Baninelli separó una poca para los enfermos, y el resto la comieron él, sus oficiales y los médicos.

Fue el más delicioso banquete de su vida. Confesaron que jamás habían gustado nada tan exquisito; y se admiraron de que una mujer de carne y hueso hubiese podido guisar tal maravilla. Le llamaron la sopa de los ángeles; y, en efecto, la mayor parte de los enfermos que la comieron recobraron las fuerzas y cobraron ánimo para marchar, pues el coronel declaró formalmente que en la noche rompería el sitio y tomaría la dirección del pueblo de San Dieguito, y que si lograba llegar, lo que quedaba de la brigada se salvarla.

Gracias a su práctica militar y al conocimiento que tenía de los caminos, pues que años antes había hecho una campaña por esos rumbos, se proponía romper el sitio, tomar el camino con dirección a Mascota para engañar al enemigo, y cortar a la izquierda por una vereda que atravesaba una sierra pequeña, en cuya falda opuesta se hallaba el pueblo de San Dieguito, lugar, en efecto, de abundantes recursos y apartado del camino real. Prescindiendo de su categoría de jefe y de su genial orgullo, quiso consultar con Moctezuma III y lo llamó aparte.

—Te ha bastado esta campaña —le dijo— para hacerte un buen soldado. ¿Qué harías tú si estuvieses en mi lugar?

—Mi coronel, en vez de morirme de hambre, buscaría la manera de salir de aquí, engañando al enemigo o dándole de golpes hasta acabar con él o que él acabase con nosotros.

—Pues precisamente es lo que voy a hacer esta noche —le contestó— y tú reemplazarás al cabo Franco e irás a la vanguardia.

—Como mi coronel ordene —contestó Moctezuma—. Sólo que…

—Sólo que… ¿Rehúsas obedecerme? —le interrumpió el coronel con enojo.

—Sólo que —prosiguió Moctezuma— si mi coronel me deja escoger a los indios reclutas, le prometo que dejaré a los enemigos tan escarmentados, que le permitirán que pase muy despacio con sus enfermos y heridos, y sobre todo con mi capitán Franco, que si no hay otro modo, yo mismo lo llevaré cargado en las espaldas.

—Concedido; escoge tu vanguardia.

—Esos indios, mi coronel, ya saben que soy su emperador y se dejarían matar uno a uno antes de abandonarme; si otro oficial los manda echarán a correr y se desertarán. Los indios somos así. El que nos trata bien y no nos desprecia, puede contar con nosotros; no somos cobardes ni ingratos, y si mi coronel…

Moctezuma, que había heredado sin duda de su antecesor la manía de los discursos (según el verídico historiador Solís) era interminable una vez que soltaba la lengua. Lamparilla le daba lecciones de retórica y elocuencia cuando iba al rancho de Santa María, mientras doña Pascuala preparaba el almuerzo, y además lo había instruido perfectamente en la historia de su antecesor; de modo que sabía de memoria la ingratitud de Cortés mandando prender al gran Moctezuma I después que le había comido sus tamales y tortillas; lo de la tremenda pedrada que le dieron en la frente sus mismos súbditos; la retirada del conquistador y sus lágrimas debajo del ahuehuete de Popotla; por último, el sitio de México y su destrucción; el viaje a las Hibueras y el fin trágico del Mártir de Izancanac (que la baronesa de Wilson ha resucitado).

Esto y mucho más hubiese referido Moctezuma, no obstante lo apremiante de la situación; pero el carácter de Baninelli no era propio para escuchar largos discursos ni lo permitía el grave conflicto en que se encontraban; así, le interrumpió en lo mejor de su peroración y se limitó a decir con el aire de autoridad que acostumbraba:

—Bien, bien; entiendo. Te formaré tu vanguardia como deseas, y si te portas bien, ya serás capitán; pero si sucede lo contrario y nos derrotan estas miserables bandas de ladrones, cuenta con que te mando fusilar con los cuatro hombres y un cabo que me queden.

—Como usted quiera, mi coronel —contestó simplemente Moctezuma y se mordió los labios, disgustado de que no le hubiese permitido el coronel decirle cuál era su plan y el resultado que se prometía.

Baninelli estaba en la más desastrosa situación; no tenía más arbitrio que rendirse sin condiciones a esa siniestra reunión de bandoleros que lo habían sitiado; pero su carácter tenaz y su orgullo de soldado veterano lo sostuvieron, y no influyó poco en su resolución de intentar a todo riesgo una retirada, la confianza y serenidad de Moctezuma III. Restableció, en tanto que pudo, la disciplina y servicio conforme a la Ordenanza, de la gente que le quedaba; mandó formar con los fusiles inútiles y las mantas de los soldados muertos unas camillas para conducir a los heridos y enfermos de la peste, destinando la más cómoda para el cabo Franco, que se encontraba muy aliviado después de la extracción de la bala; organizó, finalmente, con los reclutas indígenas que habían sobrevivido, la vanguardia, y confirió el mando a Moctezuma, nombrándolo capitán, a reserva de la aprobación del gobierno. Concluido el terrible trabajo de organización, con una brigada de muertos (moralmente) y de agonizantes y estropeados, Baninelli montó a caballo, mascó un pedazo de cecina con que lo obsequió Moctezuma, y esperó el momento favorable. La noche había cerrado oscura y cargada de nubes; la vocería de los enemigos acampados en las cercanías venía de cuando en cuando con las bocanadas de aire, y los que podían llamarse más bien esqueletos que soldados, preferían la muerte en el combate que la inacción en que estaban.

Moctezuma habló con sus indios:

—Si caemos en manos de esas bandas que son más bien de ladrones que de pronunciados, seremos matados a palos y a balazos como perros hambrientos; si nos abrimos paso por en medio de ellos, escaparemos casi todos. Yo soy el emperador de México, vuestro emperador, y además, capitán; me acaba de nombrar el coronel Baninelli; así, yo os mando e iré por delante. No hay que tirar, pues apenas tenemos cartuchos. Andar juntos con dirección al enemigo, arrastrarnos por el suelo si es necesario, para no ser vistos, y cuando estemos cara a cara, voltear los fusiles y dar golpes hasta que no quede ni uno. Ya veré si sois verdaderos indios y si dais la victoria al emperador y capitán Moctezuma III.

Otro de sus flacos era querer a los curas. Educado cristianamente por doña Pascuala, los curas eran para él unos semidioses, y les daba más importancia que a Lamparilla; así, no quiso dejar el pueblo sin saber la suerte del cura, dio un brinco al curato, que no estaba lejos, y cuál fue su sorpresa al encontrarse con Espiridión tendido en el suelo inmóvil y verde como una figura oxidada de Pompeya. Con un visible esfuerzo abrió los ojos y echó una lastimera mirada a su amigo y compañero, sin poder hablarle una palabra. Al entrar al curato a llevarle algunas provisiones al eclesiástico, había sido atacado violentamente del cólera y caído a los pies de la cama, sin poderse ya mover ni, por consecuencia, regresar al campamento. El cura, por su extrema debilidad, no había podido prestarle auxilio ninguno, y en aquel momento los dos estaban convalecientes. El monstruo asiático los había perdonado; pero el hambre se los llevaba más que de prisa.

Moctezuma, que, como su antecesor, era espléndido, la había pasado menos mal que el mismo comandante de las fuerzas, y desde su salida de Guadalajara llevaba enredadas en la cintura algunas varas de cecina y una bolsa de pinole; y estas provisiones las renovaba constantemente, debido en parte a la amistad íntima que tenía con la que llamaremos cantinera Micaela. Lo primero que hizo fue dar de beber agua cristalina en abundancia a los enfermos, dejarles una ración de pinole y de cecina, infundirles ánimo y marcharse; y ya era hora, pues Baninelli había movido las riendas de su caballo, y esa reunión de espectros iba entrando lentamente en las profundidades de una noche oscura.

XXII. Triunfo del «Emperador»

Por muchas y minuciosas que fueran las precauciones que tomó Baninelli para poder hacer su fuga, más bien que su retirada, fue sentido de los enemigos que lo rodeaban, y comenzaron a moverse, a vociferar injurias y amenazas y a disparar sus fusiles sin orden ni concierto ni resultado, pues pudo salir de la plaza, atravesar una calzada de órganos y nopales que conducía al camino real y organizarse en la falda de la loma que tenía que atravesar, para internarse en la vereda estrecha que conducía al pacífico y apartado pueblecillo donde esperaba encontrar su salvación.

Fue este momento el que aprovechó Moctezuma para obrar y portarse en el campo de batalla con tanto brío y acierto como si hubiese sido el más famoso de los viejos emperadores aztecas.

Marchó con sus reclutas indígenas directamente hacia donde los gritos, las injurias y las amenazas de muerte eran más perceptibles, suponiendo por esto que allí debería encontrarse el grueso del enemigo o, más propiamente dicho, «el cuartel general». Ocultándose en las filas cerradas de órganos, no fue sentido de los contrarios sino cuando estuvo encima de ellos.

—¡Con las culatas y hasta acabar con ellos —dijo a los indios— que va delante el Emperador!

Y se lanzó, en efecto, disparando su fusil; los demás hicieron lo mismo; voltearon en seguida las armas por la culata y comenzaron a repartir a diestro y siniestro tan formidables golpes, que crujían los huesos de las quijadas de los sublevados y caían al suelo despedazada la cara y derramando sangre. No esperaban tan vigoroso ataque de parte de las fuerzas del Gobierno, y continuaron arrojando maldiciones y resistiendo a su vez cuanto tiempo fue posible; pero Baninelli, con el viejo cuadro de soldados que le habla quedado, que no pasaba de cien hombres, acudió con brío y con espada en mano en auxilio del Emperador, y en momentos se dispersó esa nube espesa de enemigos, mal armada y sin ninguna organización, de modo que pudo ya fácilmente tomar la vereda, encumbrar la loma y descender al lado opuesto sin ser perseguido; pero dejando en el tránsito un reguero de enfermos, de heridos en los combates anteriores y de gente que, por el hambre y la fatiga, no podía caminar y se quedaba debajo de los nopales, abandonada a su propia suerte.

Al amanecer divisó Baninelli el pueblecillo como hundido u oculto en un parque de altos y frondosos árboles; apenas la veleta de la torre de la iglesia, que sobresalía entre la verdura, indicaba que allí había una población; un curso irregular de agua, que provenía tal vez del ojo del curato, y que brincaba de piedra en piedra para formar más lejos un riachuelo, indicaba la causa de la fertilidad de esa pequeña parte del país, en lo general árido, desolado y triste, con la sola vegetación de los órganos, nopales y pequeños magueyes, de los que se extrae ese alcohol que se llama mezcal, bebida favorita de los habitantes de ese rumbo.

Baninelli, antes de entrar en esta especie de oasis, hizo alto y pasó revista. Cerca de mil hombres con que salió del rancho de Santa María de la Ladrillera, no le quedaban más que cien útiles y cosa de doscientos heridos o enfermos. De su tren de mulas que eran como cuarenta, le habían quedado tres, que cargaban la papelera y la comisaria; dos para equipajes y una para el botiquín. Las demás, muertas de hambre o rezagadas; los arrieros, muertos de la epidemia o desertados. Vestuario, armamento, parque y cuanto más trae una brigada, quedó abandonado por no poderse conducir. De esta desastrosa campaña sin resultado, insignificante si se quiere, y a la cual la historia no consagrará ni una línea, y que costó como seiscientas víctimas, sólo tres personas parecía que no habían sufrido y conservaban sus fuerzas y su aspecto habitual, y eran Baninelli, El Emperador y la cocinera Micaela.

Ya entrado el día, Baninelli penetró en el pueblo. Sus recuerdos no lo habían engañado. El alcalde, con algunos del Ayuntamiento y muchos vecinos, lo salieron a recibir, y quedaron asombrados con la breve narración que les hizo de su desgraciada expedición. Distaba el pueblo apenas diez leguas del lugar de los sucesos, y nada sabían. Ni pronunciados, ni bandas de ladrones, ni el cólera, ni ninguna cosa que turbara la tranquilidad habitual de los moradores, afectos la mayor parte al gobierno de Jalisco. Ricos relativamente, pues poseían tierras cercanas, cultivaban con inteligencia y esmero, nunca se habían mezclado en pronunciamientos ni rebeliones de ningún género, y se limitaban, cuando eran atacados, a defenderse, hasta que recibían auxilio del gobernador de Jalisco o del de Zacatecas, pues estaban en el límite de los dos Estados.

El salón del Ayuntamiento fue convertido en hospital; la mejor casa fue cedida para que la habitaran el jefe y sus oficiales, y la tropa alojada en una capilla arruinada; pero no había otro local y relativamente prestaba ciertas comodidades. Al Emperador, cuya categoría supieron inmediatamente el alcalde y regidores, porque el mismo Baninelli se lo dijo, añadiendo que era el héroe de la jornada y le debía su salvación, se le alojó en la casa misma del alcalde, en compañía del cabo Franco, que estaba muy mejorado; hecho todo esto, en menos de dos horas se le sirvió a la tropa, a mediodía, un rancho de carne fresca, y de arroz y un almuerzo relativamente opíparo al jefe y a sus oficiales, y con esto se efectuó como por milagro la resurrección de los que se creían ya como muertos de hambre, de sed, y de cansancio.

Baninelli envió, por medio de un correo que facilitó el alcalde, el siguiente parte al gobernador de Jalisco, para que lo transmitiera al gobierno.

El enemigo, vencido y rechazado. La brigada de mi mando completamente derrotada por el cólera morbo. El capitán Franco herido gravemente. Recomiendo el comportamiento del capitán Moctezuma. Necesito orden para regresar a México, reponer las bajas y reorganizar la brigada.

Con la poca fuerza que le quedaba, se fortificó en el hospitalario pueblecillo y esperó la contestación.

Los enemigos que sitiaban a la tropa expedicionaria del Gobierno, vueltos en sí del brusco ataque de Moctezuma III, se arrojaron como si fuesen partidas de salvajes fronterizos, resueltos a vengarse y llevarlo todo a fuego y sangre. Lejos de sospechar la marcha oblicua de Baninelli, que le proporcionó ocultarse entre las barrancas y arrugas de las lomas antes de un cuarto de hora, creían que había retrocedido y que los esperaba en la plaza, y así asaltaron por todos lados la población, excitados por el licor, pues en la noche habían hecho prisionero a un arriero que traía en una mula dos barrilitos de mezcal. No encontrando resistencia, penetraron hasta la plaza y se encontraron que no habían más que muertos, heridos quejándose dolorosamente y convalescientes del cólera, que infundían terror por el color azulado de sus caras y por las contracciones y gritos que les hacían dar los calambres y náuseas.

Más furiosos todavía por no haber encontrado con quién desquitarse, unos prendieron fuego a algunas chozas de palma o de pencas de maguey, mientras otros traían una vaca amarrada por los cuernos, que se resistía a andar y la obligaban picándola con las espadas y dándole fuertes palos. Aquellos hombres, locos con el alcohol, hicieron una hoguera frente a la casa que acababa de dejar Baninelli y arrojaron a la vaca viva a las llamas, al mismo tiempo que le metían la espada por todas partes, hasta que el animal, que se defendía y daba furiosos saltos y bramaba de dolor, sucumbió y no pudo moverse. Entonces le quitaron la piel, cortaron trozos de lo mejor y los echaron a la hoguera.

Como una hora duró este banquete salvaje de carne medio cruda, que hacían entrar a fuerza a sus estómagos, con tragos del mezcal que les había quedado. No tardaron en experimentar los efectos de esta asquerosa comida entre muertos y apestados. El cólera, que había disminuido dos días antes de la salida de la brigada, apareció de nuevo con una intensidad terrible, y como si fuese el instrumento vengador de la Providencia, indignada de tanto exceso, atacó mortalmente a la mayor parte de esas chusmas de mala gente que creían haber obtenido una victoria y hecho huir a los soldados aguerridos de Baninelli. Uno tras otro fueron cayendo en el lugar mismo en que acababan de comer, presa de dolores y de convulsiones horrorosas. Se levantaban, querían huir; pero a pocos pasos caían para no volverse a levantar. Los que no fueron atacados, montaron a caballo y huyeron a galope tendido en todas direcciones.

Un viento fuerte que comenzó a soplar revivió el fuego casi apagado de las chozas incendiadas y de las hogueras, y pronto se comunicó a la plaza, casi llena de los que acababan de enfermar y que, arrastrándose aterrorizados, querían huir de las llamas sin poderlo conseguir.

El cura y nuestro amigo Espiridión, que pudieron alargar un poco la vida con el escaso alimento que les había dejado Moctezuma III, escucharon los gritos, las vociferaciones amenazadoras y el fuego graneado de fusil. El peligro les dio fuerzas sobrehumanas, y trataron de huir, pero imposible; caían a cada paso que querían dar, y apenas lograron llegar a la cocina, tomar agua fresca y asomarse al mirador, contemplando con terror el incendio, que rápidamente se extendía con dirección al curato. Próximos a morir de hambre y de debilidad, a no ser por el inesperado auxilio de Moctezuma, en ese momento estaban irremisiblemente condenados a morir quemados vivos.

Por fortuna para ellos al viento fuerte siguió un huracán que cambió de dirección y las chispas y llamas se dirigían con una rápida celeridad hacia la plaza, que se convirtió a los quince minutos en una inmensa hoguera. Los cajones de parque que había dejado Baninelli, estallaron convirtiendo en ruinas las casas cercanas; los sacos de vestuario ardieron; las llamas, alimentadas con la grasa de los cadáveres y de las mulas muertas de hambre, lamían la superficie del suelo y abrasaban a los moribundos, que lanzaban gritos de dolor y de desesperación que llegaban hasta los oídos del cura y de Espiridión, que, mudos de espanto, no despegaban su cara de las vidrieras del balcón.

Pasaron una parte de la noche en la más cruel agonía, temiendo que cambiase el viento y, llegando naturalmente las llamas al curato, fuesen abrasados sin remedio alguno para escaparse; y, por otra parte, aún cuando hubiesen podido salir ¿a dónde ir? El pueblo más cercano distaba diez o doce leguas y el estado en que se hallaban no les permitía ni aún bajar la escalera.

Amaneciendo un día turbio y tristísimo, como si la naturaleza hubiese también tomado parte en la catástrofe. El huracán había disminuido y soplaba en la misma dirección, y el fuego, habiendo devorado cuanto tenía que devorar, apenas se distinguía por una que otra pálida llamarada producida por la pólvora y los cartuchos esparcidos por el suelo. Había algunos moribundos que, no habiendo sido quemados lo bastante para perecer, se quejaban y pedían socorro. Poco a poco se fueron extinguiendo esos ecos dolorosos y el solemne silencio completó el pavor de esa escena, en que la peste y la guerra se unieron para hacerla más horrorosa. No quedaban en el pueblo más que el cura y Espiridión, y si Dios no les enviaba un auxilio, no contaban sino algunas horas más de vida.

Por este tiempo salió una misión del Convento Grande de Nuestro Seráfico Padre San Francisco, de México, y se dirigió a Querétaro, donde hizo sus predicaciones y dio una semana de desagravios; de esta ciudad tomó el rumbo de Jalisco, pero sin detenerse en poblaciones grandes, sino visitando pueblos pequeños de indígenas, a los que bautizaba y enseñaba la doctrina cristiana. Muchos de los indígenas no recordaban haber sido bautizados, y en la duda, recibían las aguas sagradas e ingresaban en la comunión cristiana. En cambio de estos buenos oficios, los religiosos recibían abundantes provisiones que ya no cabían en sus sacos, y sobrándoles para su alimento, repartían lo que les quedaba a los pobres que encontraban en el camino o en miserables rancherías. Eran cuatro robustos y valerosos frailes, animados de un espíritu evangélico, a los que no arredraba ningún género de dificultad ni de peligros; últimos restos quizá de los doce célebres y con justicia renombrados apóstoles que tantos beneficios hicieron a la raza indígena, ejercían su ministerio consagrándose a instruir a los ignorantes, a socorrer a los pobres y a mitigar las penas de los desgraciados. De vereda en vereda, después de caminar cosa de quince leguas sin encontrar alma viviente, llegaron al lugar que acababa de ser presa de las llamas, y quedaron espantados del aspecto de las casas reducidas a cenizas y de los cadáveres insepultos y rezagados por las calles o carbonizados en la plaza. Recorrieron el pueblo y registraron las pocas casas que quedaban en pie, sin encontrar a nadie, pues hasta las ratas y las sabandijas habían huido; por último, se dirigieron al curato. Un momento más, y habrían encontrado dos cadáveres. La fe de que serían socorridos por Dios cuando menos lo pensaran, dio fuerzas al cura y a Espiridión, y prolongaron su vida bebiendo el agua cristalina y saciando así la sed devoradora que los atormentaba.

Los mismos misioneros, que tenían bien provistas sus alforjas de medicamentos, los atendieron con esmero, les administraron las medicinas que tenían a mano y que creyeron mejores; les prepararon alimentos sencillos, y a los dos días, estando capaces de caminar, salieron todos del horroroso lugar. Tomando casualmente la misma vereda que Baninelli, fueron a dar al ameno pueblo de San Dieguito.

Baninelli no recibía aún respuesta del Gobierno; tanto mejor; su fatigada tropa se reponía visiblemente; la herida del cabo Franco cicatrizaba, y él mismo sentía recobrar su ánimo para hacer su marcha a la capital, reorganizar su regimiento y quedar en pocos días expedito para emprender otra expedición, no le importaba dónde, si el Presidente se lo ordenaba. Recibió perfectamente al cura, a los misioneros, y distinguió especialmente a Espiridión, llamándole valiente y tendiéndole la mano. El recluta la tomó, la estrechó entre las suyas y le dijo que habiendo hecho voto, si quedaba con vida, de entrar en el convento y hacerse fraile, le pedía que le diese su licencia absoluta.

Baninelli rio mucho de la ocurrencia, trató de disuadirlo y de persuadirlo de que era mejor la carrera de soldado que la de fraile; pero no hubo remedio. Espiridión insistió, no obstante las súplicas de Moctezuma III, que no quería separarse de él. Baninelli se dejó persuadir, teniendo en cuenta que le había ya dado de baja como desertor o como muerto del cólera; le prometió que, cuando llegase él a México, le conseguiría su licencia.

Pasaron los días absolutamente necesarios para la ida y vuelta de los correos en tan largo camino, y Baninelli recibió cartas muy satisfactorias del Ministro de la Guerra, en las que lo autorizaba para regresar a México por la vía más corta, y le enviaba libranzas pagaderas por las administraciones de tabacos. San Dieguito tenía un encargado que surtía las haciendas y pueblos cercanos y colectaba regulares fondos. Baninelli pudo, pues, cubrir los gastos que había hecho su tropa durante su residencia, y resistir con ventajas a las partidas diseminadas en el Estado de Jalisco, que intentaron impedirle la marcha; pero sin atacarlo formalmente. Supo en su tránsito que el valiente recluta Juan no había consumado deserción, sino que al hacer su servicio de escucha había sido sorprendido y capturado por una temible partida que mandaba Bueyes Pintos.

Baninelli resolvió hacer su última jornada en el rancho de Santa María de la Ladrillera, para avisar desde allí al Presidente su llegada, reparar hasta donde le fuese posible los daños que había causado el cabo Franco en su primera expedición, y conocer a la propietaria que servía de madre a los tres muchachos que tan valientemente se habían portado.

Espiridión emprendió su camino por rumbo opuesto, en compañía del cura y de los cuatro misioneros; y como hacía cinco meses que hablan salido, regresaban ya al Convento Grande de Nuestro Seráfico Padre San Francisco. Su propósito era el de descansar unos días y emprender nuevamente sus trabajos apostólicos por el rumbo de Chalco, Texcoco, Tepetlaxtoc, La Blanca, el Rancho de los Coyotes, Ameca y Cuautla. La intención de Espiridión era de aprovechar los días de descanso de los religiosos para ver a sus padres, entrar en seguida de lego y seguir a los misioneros.

Al día siguiente de la llegada de Baninelli se presentó en el rancho de Santa María de la Ladrillera el jefe del Estado Mayor del Presidente y le entregó una carta, en la cual el Primer Magistrado le decía muchas palabras afectuosas, ordenándole al mismo tiempo que hiciese su entrada de noche, para que el público no viese el estado deplorable en que venía la brigada y que en la madrugada pasase a San Ángel, donde permanecería para que convalecieran los enfermos, se hicieran nuevos reclutas y recibiese vestuario y sus haberes atrasados. El jefe del Estado Mayor Presidencial, con quien comenzaremos a hacer conocimiento, era un hombre de más de cuarenta años; con canas en la cabeza; patillas y bigote que se teñía; ojos claros e inteligentes; tez fresca, que refrescaba más con escogidos coloretes que, así como la tinta de los cabellos, le venían directamente de Europa; sonrisa insinuante y constante en sus labios gruesos y rojos, que enrojecía más con una pastilla de pomada; maneras desembarazadas y francas; cuerpo derecho, bien formado. Era, en una palabra, un hombre simpático y buen mozo, aun sin necesidad de los afeites. Vestía con un exagerado lujo, pero sin gusto ni corrección; colores de los vestidos, lienzo de las camisas, piel de las botas, todo finísimo, pero exagerado, especialmente en las alhajas, botones o prendedores de gruesos diamante, que valían tres o cuatro mil pesos; cadenas de oro macizo, del modelo de las de Catedral, relojes gruesos de Roskell, botones de chaleco de rubíes; además, lentes con otras cadenas de oro más delgadas; en fin, cuanto podía poner de piedras finas y de perlas, permitiéralo o no la moda, tanto así se ponía. Era notable su colección de bastones con puño de esmeralda, de topacio o de zafir; era la admiración y la envidia aún de los generales cuya fortuna permitía rivalizar con él. Por esa extravagancia y lujo en su persona, el agudo y malicioso ciego Dueñas le llamaba Relumbrón; otros lo conocían con el apodo de Ocho Duros, porque no se le caía de la boca este ritornello. Si se trataba de cualquier objeto, por valioso que fuera, ofrecía siempre ocho duros por él; si daba un cigarro habano a un amigo añadía: «Es un puro magnífico; vale ocho duros el ciento»; si concurría a un café y convidaba a los amigos y pagaba por ejemplo dos pesos, sacaba ocho duros de la bolsa y los tiraba sobre la mesa, diciendo al mozo:

—¡Págate!

El mozo se pagaba y le devolvía lo sobrante, y la exageración de esa palabra no tenía límite. «¡Ocho duros! ¡Qué bonita muchacha! ¡Ocho duros! ¡Qué golpe me he dado en la rodilla! ¡Ocho duros! ¡Qué bravos estuvieron los toros el domingo!» Y así, siempre que hablaba.

Vestido con su uniforme militar, y haciendo su servicio al lado del Presidente, era un hombre enteramente correcto. Ni refrán, ni ritornello alguno, ni joyas, ni exageración en el vestir, ni la pintura en los carrillos y labios. Un día que el Presidente lo miró con atención, dijo como si tratara de generalidades:

—Los militares que se pintan, se acicalan como mujeres y se ponen corsé, son indignos de pertenecer al gobierno. El aseo y el vestido conforme a la Ordenanza, y es todo. Los refranes —añadió— son de gente ordinaria.

Relumbrón se corrigió; pero el sobrenombre se le quedó: pocos sabían pormenores de su familia. En su oportunidad seguiremos hablando de este singular personaje.

Baninelli y el jefe del Estado Mayor pasaron juntos el día y parte de la noche en el rancho de la Ladrillera, siendo obsequiados por Moctezuma III y especialmente por nuestra antigua conocida Jipila, que muy inteligente en materias de campo y conociendo la historia y usos de cada planta y la manera de cultivarlas, había puesto sus cinco sentidos y reparado las pérdidas que ocasionó la irrupción del cabo Franco. Las tierras estaban todas sembradas; los potreros con un pasto verde y fresco; la casa aseada y compuesta, y una colonia de indios de Zacoalco y San Cristóbal, conocidos antiguos de las dos brujas, hacían las labores y servicio de una manera regular, sin flojear ni robarse ni un elote. Doña Pascuala, con la llegada de Moctezuma, que fue a verla a Tlalnepantla con su uniforme de sargento, y de Espiridión, que llegó poco después acompañado de los frailes franciscanos, recobró de una manera milagrosa el uso de la palabra, pues desde el día memorable en que el cabo Franco se llevó a los tres muchachos, tenía mucha dificultad en expresarse y guardaba el mismo estado de imbecibilidad que don Espiridión.

Doña Pascuala fue conducida al rancho y tomó de nuevo posesión de su aseada recámara, de su abastecida cocina y de sus burros, vacas y perros, que no la habían olvidado y le demostraron su cariño con fiestas, ladridos y saltos. Espiridión partió con los frailes al Convento Grande de Nuestro Seráfico Padre San Francisco, lo que fue muy del gusto de la madre, y Moctezuma III marchó con Baninelli, el que pagó largamente los gastos que hizo su destrozada tropa.

Relumbrón alojó en San Ángel a su amigo el coronel en una casa lujosa de su propiedad, y la tropa y enfermos fueron a dar al convento del Carmen, con gran disgusto de su prior, el esclarecido y sabio fray Manuel Nájera.

Esta penosa y difícil campaña, en la que los verdaderos héroes fueron los tres reclutas del rancho de Santa María de la Ladrillera, apenas fue conocida en la República. Los editores del famoso periódico La Sabiduría se limitaron a poner el siguiente párrafo:


Anoche entró a esta capital y siguió para San Ángel, procedente del rumbo de Jalisco, la brigada del coronel Baninelli. Sorprendida por el cólera morbo, ha tenido que retirarse batiendo en su tránsito algunas partidas de revoltosos. Un descuido del guardaparque ocasionó un incendio en el pueblo de los Amoles, donde estaba situado el cuartel general. El fuego se propagó en momentos, y la mayor parte de las casas fueron presa de las llamas. El cura, que estaba enfermo en el lecho, fue quemado vivo, y sólo escapó un muchacho que recogieron unos padres misioneros. Esta catástrofe ha sido muy útil y provechosa para toda la nación, pues que purificó la atmósfera y ha preservado a Guadalajara y a esta hermosa capital de la visita del monstruo asiático. Salvo el tifus que ataca en los barrios a la gente pobre y desaseada, el estado sanitario no puede ser más satisfactorio.

Felicitamos al coronel Baninelli, que en pocos días se repondrá en el florido pueblo de San Ángel.
 

En el mismo periódico apareció un suelto que decía:


A ÚLTIMA HORA

El licenciado don Crisanto Bedolla y Rangel ha sido sacado anoche de su prisión y conducido con una fuerte escolta (suponemos) al Puerto de Acapulco.

Omitimos toda especie de comentarios.
 

XXIII. Panzacola

Parecerán increíbles las escenas que acabamos de describir; pero lejos de eso, son de la más rigurosa exactitud. México es un país singular como no hay otro. Mientras en una población reina la peste y es destrozada por esa gente nómada que circula a pie y a caballo por el país, sin oficio ni beneficio y en busca de ocasiones para habilitarse, en otra, muy poco distante, se disfruta de una paz y de una seguridad completa. Llega el jefe de tropa a un rancho, hacienda o pueblo pequeño, dispone de la fortuna y aun de la vida de los habitantes, se hace servir por los alcaldes y regidores como si fuesen sus criados, se apodera de los caballos y a veces de las más bonitas muchachas, y se marcha dejando a los habitantes en la más grande consternación, a la vez que otro jefe, que camina por otro rumbo, se encuentra sin tener ni quien le proporcione una gallina; tiene precisión de pagar todo a precio de oro; deja en ese pueblo cuanto dinero tiene en caja, y sale a toda prisa para no ser víctima de la hostilidad de las gentes que lo habitan, que favorecen la deserción de la tropa, se hacen pagar muy caro los más insignificantes auxilios, le roban los caballos y mulas, y lo extravían en su ruta. Esto, que parece no común, se repite frecuentemente; y Baninelli, que ha visto de todo, ha tenido a veces esas contrariedades, no obstante su carácter enérgico y poco sufrido.

Pero donde se pueden marcar bien tales contrastes es en la capital misma. Llegada la temporada de San Ángel, ya no se piensa en otra cosa. Que la República arda por el sur o por el norte, que el Ministerio cambie, que los generales se pronuncien, que las pagas de los empleados anden escasas, que el Gobierno caiga; todo esto y más todavía es completamente indiferente para los habituados a la temporada de San Ángel.

No les falta razón. Es un pueblo tan tranquilo, tan bello, de una dulce temperatura y tan sano, que muchos enfermos, aun de gravedad, con sólo el aire que respiran logran la salud en menos de dos meses. Situado a cosa de 72 varas de altura sobre el nivel de la Plaza Mayor de México, el aire no está impregnado de los miasmas deletéreos producto de los desechos de una numerosa población, y el oxigeno de los pinos de la montaña y el perfume de las flores de los jardines influyen en reconstruir el organismo de una manera tan rápida, que parece fabulosa. Ninguno puede dar mejor testimonio de ello, que el simpático y tiernísimo poeta Casimiro del Collado, que prefiere su castillo y sus extensos y aromáticos jardines de San Ángel a los espléndidos y decorados salones que habitaba en un barrio aristocrático de París, en la calle que tiene el nombre de uno de los más célebres escritores franceses (Rue de Balzac).

El pueblo, solitario más de la mitad del año; las casas, cerradas; los pocos vecinos, vegetando más bien que viviendo, en una especie de calma y soñolencia apacible, de la que despiertan un momento el domingo, con el tianguis y con la llegada en su coche o en el ómnibus de algún propietario que, teniendo, como los Gargallos y Collados, sus casas dispuestas y amuebladas, van a descansar del trabajo y fastidio de la semana.

Pero apenas se comienzan a sentir en la capital los calores del verano, se habla de casos de disentería o de tifus en algunos de los barrios pobres y desaseados, cuando se arrebatan, como quien dice, las casas, y más de la mitad de los que las solicitan en arrendamiento, se quedan sin ellas. Ya a fines de junio, la animación, el movimiento y la alegría no conocen límite, no sólo en el pueblo, sino desde la garita del Niño Perdido. Coches y carretelas elegantes, pesadas máquinas antiguas que se conocían con el nombre de coches a la Bombé, carros y carretones de dos ruedas, burros cargados y caballeros galopando en buenos corceles, llenan la calzada, especialmente los sábados. Es más bien un paseo de tres leguas que no un camino transitado sólo una parte del año por los carros que conducen la leche y por los hortelanos que van a vender frutas y flores a la capital.

Antes de llegar al pueblo de San Ángel se encuentra un río poco caudaloso en las secas; pero bien surtido de agua en la estación de las lluvias, las más veces cristalina, y ruidoso por su lecho de piedras sueltas y redondas, con sus orillas siempre tapizadas de flores silvestres amarillas, rojas y azules. Termina esta calzada con un viejo y vasto edificio de una fachada sucia con el polvo y las aguas, y al parecer arruinado; pero disminuye su aspecto sombrío con el matiz verde de unos fresnos gigantescos que forman fresca bóveda antes de penetrar a los patios interiores.

Este edificio se llama El obraje de Panzacola, porque, en efecto, se construyó, o se adaptó por lo menos, en tiempos muy anteriores, para una fábrica de paño que nunca pasó de ser muy ordinario y de malísima calidad, que se destinaba, en competencia con el paño de Querétaro, para vestir a la tropa de línea.

Cerróse la fábrica y quedó por algunos años abandonado el caserón al cuidado de un jardinero y de algunos peones, destruyéndose día por día y siendo, según malas lenguas, el refugio de ladrones; de manera que, al llegar a Panzacola, los paseantes y viajeros tenían miedo de ser asaltados, sacaban sus pistolas y apresuraban el paso, y no se consideraban seguros sino cuando pasaban la capillita en la gran y pintoresca calle de Chimalistac, que por esa parte parece el término de la llanura y el principio de la sierra frondosa que circunda al Valle de México. Está formada esa calle recta por una serie de casas de campo con jardines y amplias huertas cerradas con muros de piedra, sobre los cuales se derraman, en graciosos festones, las rosas enredaderas amarillas y blancas, las campanillas azules y las ramas de los perales y manzanos.

En una de esas casas, formando chaflán, su portada elegante adornada con dos altos pinos al frente, fue donde Relumbrón instaló a su amigo Baninelli.

La calle principal de Chimalistac termina en lo que se llama El Arenal, y desde allí se descubre, como elevado expresamente a la manera de los jardines de Semíramis, el pueblo de San Ángel, dejándose apenas ver, entre las verdes y frondosas copas de los fresnos, las relucientes cúpulas de azulejos del convento del Carmen. Allí estaba alojada la destrozada brigada; y allí, haciendo su servicio con la mayor inteligencia y puntualidad, nuestro antiguo amigo Moctezuma III.

El Arenal es una calzada o, mejor dicho, la continuación de la Calle Real de Chimalistac. En el lado izquierdo, viniendo de México, está la famosa huerta de los carmelitas, limitada con una alta muralla de piedra volcánica que permite, sin embargo, ver las copas de un cerrado bosque de peras y manzanas; y si se vuelve la vista por la derecha, se recrea con el panorama que forman las lomas, que suave y gradualmente conducen a lo alto de la montaña, en cuyo pie parece estar situada la hacienda de Guadalupe, como una isla rodeada del mar verde que remedan las espigas del trigo y de la cebada cuando el viento pasa sobre ellas y las agita, ocasionando una verdadera tempestad. El Arenal es penoso para las mulas flacas de los coches pesados y para los caballeros que han galopado desde la garita y tienen que vencer con trabajo y a paso lento el fin de la jornada; pero quedan sobradamente indemnizados con el ambiente suave y perfumado de la montaña, con la alegría de un cielo azul y limpio, de un suelo verde y florido y con la dulce sombra de los copados fresnos del atrio del convento.

Estamos ya en el San Ángel de la temporada. Las casas ocupadas, alegres, abiertas de par en par puertas y ventanas desde las seis de la mañana, dejando ver sus patios y jardines; las más bonitas muchachas, vestidas de trajes ligeros de colores fuertes y variados, entrando y saliendo a la iglesia, cuyas campanas sonoras llaman a la misa y a la festividad dominical; niños corriendo y saltando, jóvenes elegantemente vestidos de verano, y señores graves y mayores con sus bastones de puño de oro y sus levitas de piqué blanco, revisando y fijando sus lentes en las devoradoras criaturas que tienen ocasión de lucir su garbo y destreza en manejar sus rebozos de seda; y todo este moviente cuadro variado con las indias cargadas de fruta y de legumbres que se dirigen al tianguis, con los ómnibus que salen o vienen de México, y con los coches que llegan llenos de gente de buen humor y de convidados a una casa o a otra a pasar un día de campo.

En la tarde paseos a Chimalistac o a Tizapán y al Cabrío. Las señoras en burro, los hombres a pie o a caballo, y los músicos detrás de la caravana, para improvisar un baile debajo del primer grupo de árboles que encontrasen al encumbrar la montaña. No hay para qué decir que los tamalitos cernidos, el atole de leche y los chongos son todavía el elemento indispensable de estos paseos, en los que el amor, con todos sus graciosos y multiplicados incidentes, tomaba una parte activa; no pocos casamientos se concertaron en el Cabrío y en las huertas frescas y floridas de Tizapán.

Imposible mencionar a San Ángel sin recordar tiempos que pasaron y que, como las golondrinas de Bécquer, no volverán. Un capítulo sería poco para describir las variadas escenas de una Temporada; y la pluma más fácil y valiente haría siempre descripciones pálidas de esa naturaleza, que, sin ser lujuriosa y exuberante como las de las tierras calientes, tiene todo el año su alegre vestido de verdura salpicado de flores, donde se encuentra un clima templado y dulce, y una serenidad y calma como la de los Campos Elíseos de los antiguos griegos. Basta, pues, con estos renglones, y volvamos a Panzacola para no interrumpir el hilo de nuestra narración.

Un contratista de vestuario (porque desde años atrás los contratistas de vestuario, entendiéndose con algunos oficiales poco escrupulosos y sisando hasta las hebras de hilo a las infelices mujeres que cosen ropa de munición, han hecho grandes fortunas, y muchos de ellos han ingresado a la aristocracia) compró esa grande finca casi en ruinas, donde se decía que espantaban, desde que la policía descubrió a unos fabricantes de moneda falsa que huyeron, dejando en circulación su imperfecta moneda y sus sombras para asustar durante la noche a los que pretendieron habitar la desmantelada casa. El contratista, que era un viejo corrido de mundo, no se arredró por esto; obtuvo la finca por menos de nada, se propuso restablecer la fábrica de paños y reconstruyó de pronto el frente de la casa con todas las comodidades, para habitarla en las temporadas de verano. En la fachada, que tenía vista a la calzada de los viejos fresnos, construyó un extenso salón o mirador de cristales; a éste seguía otro salón decorado de blanco y oro, con una balconería en cada costado, desde la cual se descubría, de un lado la ciudad de México con sus cien torres y cúpulas y como terminando en el pequeño cerro del Tepeyac con su capilla en la cumbre, y, del otro, el caserío de San Ángel y la pintoresca gradación de lomas sembradas de trigo, que sirven como de una grande escala que termina en la alta montaña sombría, cubierta de un bosque de pinos. Seguía una serie de piezas destinadas para alcobas, más o menos bien decoradas, pero amplias y cómodas, que terminaban en el comedor que cerraba el cuadro y tenía también un mirador de cristales que daba al campo. Lo demás del edificio, que sirvió para fábrica de paños y de moneda falsa, guardaba el mismo aspecto ruinoso y sombrío, esperando que su nuevo propietario u otro cualquiera lo destinasen a una industria honesta y útil: pero esto no llegó a verificarse, pues el contratista, que, como dicen, estaba en fondos, encontró que el juego podría ser un negocio mejor que el de fábrica. Y dicho y hecho: apresuró cuanto pudo la conclusión de los trabajos de reparación, amuebló y adornó la casa con un lujo de hombre ordinario y sin gusto, y un domingo convidó a sus amigos, a los hombres de dinero y a todos los demás que podían perder quince o veinte onzas. En el gran mirador de cristales apareció una mesa con su carpeta verde, sus dos velones y sus dibujos para designar el lugar de la talla, y en el comedor una mesa aún más grande que la del juego, donde cómodamente podían sentarse cien convidados. La concurrencia fue mayor que la que esperaba y la sesión de medio día le produjo doscientas onzas libres de todo gasto; la de la noche, trescientas. Una utilidad a poco más o menos de ocho mil pesos cada semana, o treinta y dos mil al mes, le quitó de la cabeza toda idea de ser industrial, y se dedicó a ser montero.

La talla del mediodía comenzaba entre doce y una y terminaba a las tres y media de la tarde. A las cuatro, la mesa del comedor estaba cubierta de guisados, de más de treinta frutas diversas, de antes, postres, jaleas, tortas y pasteles, como entonces se usaba; vino a discreción, nada de ordinarieces; chile y pulque, ni olerlos. El rico contratista se había procurado uno de los raros cocineros franceses que había en la ciudad, y, el viejo Paoli, con su exquisito beefsteak contribuía no poco a hacer que el banquete dominical fuese espléndido. La talla de la tarde comenzaba a las seis y duraba hasta las once de la noche. La mesa se cubría de nuevo con carnes frías, té, chocolate, helados y pasteles, y todos los concurrentes a la carpeta verde, y aún los que no lo eran, tenían plena libertad para entrar y salir al comedor; inútil es decir que tal modo de conducir la negociación producía los mejores resultados. Cada domingo era más numerosa la concurrencia, y muchos no cenaban o se ponían a dieta el sábado, para llenar el estómago el domingo y darse gusto hasta más no poder. Unos pagaban bien caro la fastuosa hospitalidad, y les costaba cien o doscientos pesos la comida; otros comían bien y se retiraban en la noche con media docena de onzas en el bolsillo; los dependientillos de almacenes y los muchachos que comenzaban sus excursiones al campo en caballos alquilados, ni se acercaban al salón de juego; comenzaban a comer de todo y por su orden, y no cesaban hasta medianoche, en que regresaban a México en camada, sin haber perdido ni un centavo.

El negocio caminaba así viento en popa, hasta un domingo en que apareció por Panzacola nuestro conocido Relumbrón (así continuaremos llamándole) que era, en el fondo, rival del viejo contratista y, en la apariencia, amigo. Lo iba a visitar, pues hacia más de dos meses que no lo vela, y aprovechaba la ocasión, con motivo de la residencia en San Ángel de su amigo el coronel Baninelli; pero su verdadera intención era probar fortuna. Por todo capital efectivo le quedaban veinte onzas y un par de cientos de pesos que había dejado en su casa para el gasto. Relumbrón, sin embargo, tenía casas en México, una hacienda, una huerta en Coyoacán, la casa que había cedido a Baninelli en Chimalistac y muchos otros negocios, y ganaba dinero por aquí y por allá; pero al mismo tiempo hacía cuantiosos desembolsos: pagaba libranzas por efectos comprados a crédito; sostenía tres casas con lujo; prestaba a los amigos y no les cobraba; hacía frecuentes regalos de valor a los personajes influyentes; en una palabra, ningún dinero le bastaba, y desaparecía de sus manos como si un prestidigitador se lo quitase en uno de sus pases de destreza. No tenía ni orden ni contabilidad; un dependiente le llevaba meros apuntes en un libro de badana encarnada, y eso cuando estaba de humor de darle los datos. Lo que sí llevaba con mucha puntualidad era un registro, que cargaba en su bolsa, de la fecha en que debía pagar las libranzas que había aceptado. Ya tendremos ocasión, y pronto, en que él mismo nos cuente su vida y sus negocios.

La semana que precedió a su excursión a Panzacola, parece que habían llamado con campanita a sus acreedores: sastre, costureras, rentas de las casas de las odaliscas de su serrallo, letras vencidas, la mar… Fue para él una semana magna, que ocupó toda en pagar, no quedándole el sábado a las seis más que las cantidades que ya hemos dicho; pero era un hombre de expedientes y no se abatía cuando la fortuna se le presentaba un tanto huraña. ¿Pedir dinero? Ni por pienso. Tenía seguridad de que con cuatro letras a cualquiera de los agiotistas a quienes conocía, habría tenido en el acto dos o tres mil pesos; pero eso acababa con su crédito. Él siempre la echaba de rico y decía frecuentemente, viniese a no al caso: «¡Ocho duros! ¡Nunca me faltan en mi caja mil o dos mil onzas…!». ¿Hipotecar las fincas que tenía? Tampoco; eso era largo a causa de las formalidades que son necesarias, y, además, algunas las había comprado al crédito y todo lo debía; así, alegre delante de su familia, pero, sin poderlo remediar, un poco alarmado, pues estaban próximas a vencerse otras libranzas por compra de cuatro mil cargas de maíz que no podía vender sino perdiendo la mitad, resolvió dar un golpe decisivo en Panzacola, y si le salía mal, vendería el maíz en cualquier cosa, empeñaría sus alhajas y ya vería lo que le ocurría para completar.

Mandó poner el carruaje más elegante de los cuatro o cinco que tenía y el mejor tronco de caballos; se vistió de verano, sin dejar de cubrir su pechera y puños de camisa con diamantes; se echó en la bolsa un grueso cronómetro con la leontina más escandalosa, una verdadera cadena de presidiario, de oro y rubíes; y como seguro de su buena estrella, fue fumando habaneros por todo el camino y sonriendo como si estuviese haciendo la corte a una hermosa dama. Fuese derecho al cuartel del Carmen, donde estaba seguro de encontrar a su amigo el coronel, que no se despegaba de su tropa, deseoso de reconstruir lo más pronto posible su derrotada brigada. No lo encontró; había, en efecto, trabajado desde las cinco de la mañana y acababa de retirarse a su casa, o mejor dicho, a la de Relumbrón. En menos de cinco minutos sus briosos caballos lo condujeron a ella.

Después de los saludos de costumbre y apretones de mano, los dos amigos entraron en conversación.

—Almorzará usted conmigo —le dijo Baninelli—; almuerzo de soldado, pero bien hecho. Micaela, mi cocinera, está como en la gloria con tanta legumbre, frutas y carne como hay en este pueblo. Me contenta con dos o tres platos, pero a cual mejor.

—No prosiga usted; ya sé qué casta de cocinera tiene usted, y vale oro, especialmente en campaña, que cuando todo el mundo se muere de hambre le sirve a usted un banquete; otro día aceptaré; lo que es hoy, los dos almorzaremos o comeremos en Panzacola. He venido con el propósito firme de derrotar a ese viejo ordinario que usted sabe se enriquece cada día más a costa de los soldados del ejército mexicano…

—Como que yo… —interrumpió el coronel.

—No diga usted más; ya sé que usted ha hecho proposiciones para que su tropa misma, en la que cuenta sastres y cortadores, construya el vestuario por la mitad de lo que se le paga al contratista; pero no le han hecho a usted caso, ni le harán.

—¿Y cómo sabe usted tantos pormenores, aún los de mi cocinera? —preguntó Baninelli.

—¿Y cómo un soldado viejo como yo no sabría estas y otras cosas, siendo además jefe del Estado Mayor del Presidente? Él ha referido delante de mí anécdotas muy curiosas de las campañas de usted, y ¡ocho duros! lo que más gracia me cayó fue lo relativo a Micaela y los ingeniosos medios de que se vale para apoderarse de las gallinas, palomas, cochinos y de cuanto encuentra; pero dejemos eso. Vístase usted de paisano y venga conmigo a Panzacola, allí pasaremos un día muy divertido, y será usted testigo de una batalla como jamás la ha visto usted desde que es soldado.

—Y bien que la he visto —le contestó Baninelli—. Campaña de albures. Perdí una vez hasta la camisa, y ahora me alegro; aproveché la lección. Juré no volver a jugar en mi vida; van veinte años, y he cumplido mi palabra; pero eso no importa, lo acompañaré a usted y me divertiré con las caras de los jugadores; eso sí me gusta, y me alegro mucho de ver las ansias de los que pierden; así las pasé. Se quedó el montero con lo poco que tenía yo en Tampico, y hasta ahora no le he vuelto a recobrar… Vamos.

Baninelli comenzó a cambiar su uniforme militar, con el cual nunca dejaba de presentarse en el cuartel, por el traje de paisano.

—Creo —le dijo Relumbrón— que usted me traerá la fortuna aconsejándome, pues los jugadores desengañados siempre aciertan. Yo soy jugador viejo, he ganado mucho dinero, como usted lo sabe, y me he pasado noches enteras haciendo cálculos y llenando cuadernos enteros de ceros y de números, combinando proyectos, a cual más brillantes, en el papel solamente, y ensayando jugar, lugar y chicas y grandes y cuanto usted puede imaginarse, y cada vez estoy más convencido de que en el juego de albures no hay más que dos extremos: o la fortuna o la droga; pero tengo, además, mis supersticiones para atraer a la fortuna. Quisiera hoy tener a mi lado una persona que nunca hubiese jugado en su vida. Le darla media onza para que jugase, y yo, quitándome de las preocupaciones y de las reglas de los jugadores, seguiría su elección. Le repondría la media onza aunque la perdiese ocho o diez veces, y a la primera carta que acertase le seguiría a la dobla. Así estaría seguro de no dejar ni un escudo a ese pícaro viejo. Hoy talla González, que es el hombre más honrado que hay entre la canalla de tahúres, y se puede apostar sin riesgo de ser engañado.

Baninelli se quedó pensando un corto rato, y después dijo a Relumbrón.

—Amigo, nada es más fácil; en el cuartel tengo un valiente muchacho a quien llaman El Emperador, porque se dice descendiente de Moctezuma, y lo creo un verdadero inocentón. Lo cogió el cabo Franco de leva en un rancho, y nos ha salido excelente.

Baninelli gritó al ordenanza y le dijo que fuese a decir a Moctezuma que vistiese su traje de paisano y viniese en el acto.

Mientras los dos amigos platicaban de una cosa y de otra, llegó Moctezuma muy aseado y guapo, con un traje nuevo de paisano que había comprado con sus ahorros, pues la brigada recibió una buena suma a su llegada a México.

—¿Sabes lo que son albures? —dijo Baninelli a Moctezuma, luego que lo vio llegar.

—Sí mi coronel. He visto jugar a la baraja, muchas veces en Tlalnepantla y en Cuautitlán. Siempre que hay fiestas hay juego, y a ocasiones en la casa del alcalde.

—¿Y has jugado tú?…

Moctezuma se sonrió y contestó ingenuamente:

—Me han dado tentaciones, mi coronel, pero nunca me he atrevido; se habría enojado doña Pascuala.

—Éste es mi hombre —interrumpió Relumbrón.

—¿Y jugarías si yo te lo permitiese? —le preguntó Baninelli.

—Por mi gusto, no, con perdón de mi coronel, porque perdería lo poco que tengo, y sabe Dios cuándo me devolverán mis bienes los Melquiades de Ameca, que por poco matan a mi tutor el licenciado Lamparilla. Me lo ha contado todo; usted lo salvó, y por eso daré la vida cuando mi coronel me la pida, y haré lo que mi coronel mande.

—¡Es mi hombre, es mi hombre! —dijo Relumbrón sonando las manos—. Ahora estoy más seguro que nunca… Vamos, que se acerca la hora de la talla y es necesario coger buen lugar y no desperdiciar ni un albur. En el camino le daremos las instrucciones a este buen muchacho.

Baninelli, deseoso de presenciar esta campaña y de ver el resultado de capricho de Relumbrón, acabó de vestirse en pocos minutos, y los tres bajaron la escalera y montaron en el carruaje. El Emperador, con todo y su desembarazo y su título que ostentaba entre los indios reclutas, estaba como avergonzado y confundido de verse en un carruaje tan lujoso, frente de su coronel y de un señor tan rico.

—A Panzacola —grito Relumbrón.

Era el día de la fiesta del Carmen. La calzada estaba como nunca, completamente llena de carruajes y de gente a caballo y a pie. Las plazas de San Ángel rebosaban de tanta gente, que el coche de Relumbrón transitaba muy lentamente y con dificultad; pero al fin llegó a Panzacola y penetró al patio mismo del que podía bien llamarse palacio. Como no entraban coches más que de amigos íntimos, el viejo contratista salió al corredor a ver qué amigo era el que llegaba. Relumbrón subió de dos en dos los escalones, y cuando el coronel y El Emperador, que le seguía, llegaron, ya él había estrechado la mano del contratista y le había dado un abrazo tan sincero como el de Judas. ¡Quién sabe que mal presentimiento tuvo el viejo que recibió de mal talante a su amigo (en el fondo lo consideraba como su enemigo) que no le correspondió el abrazo! Sin embargo, no pudo menos de decirle:

—Vaya, vaya, Relumbrón, ya se divertirá usted o soltará algunas onzas de oro.

A Baninelli le hizo esmerados cumplimientos con su estilo ordinario, y a Moctezuma se lo quedó mirando como con desconfianza y cólera; sin dirigirle la palabra, echó a andar, y le siguieron al salón del tapiz verde nuestros personajes.

Hacía diez minutos que había comenzado la talla. González tenía en la mano las cartas; el oro, manejado por los gurrupiés que pagaban y los puntos que recogían, dejaba oír ese sonido seductor que no se parece a ningún otro sonido del mundo. El canto de las aves, la voz de una cantatriz, el cristal, la plata, nada es comparable con las monedas de oro cuando al contarse por una mano diestra chocan unas con otras y van despertando las más lisonjeras ideas de los placeres y comodidades que se pueden disfrutar con ese que algunos necios, y seguramente muy pobres, han llamado vil metal.

Como Relumbrón y Baninelli eran personas muy conocidas y respetadas en la sociedad, el uno por ser muy rico y el otro por ser muy valiente, la mayor parte de los puntos se pusieron en pie, ofreciéndoles asiento, concluyendo por acomodarse él y Moctezuma, pues Baninelli, que no jugaba, prefirió permanecer en pie. González barajó con mucha limpieza y dirigió a Relumbrón una mirada y una sonrisa como diciéndole: «No tengas cuidado, en mis manos nunca han andado las barajas de peque, y si tienes suerte te llevarás el monte». Relumbrón dejó pasar tres o cuatro albures sin apostar. Cuando lo creyó conveniente, puso media onza en manos de Moctezuma, y le dijo:

—Puedes apostarla a la carta que te salga de inclinación.

Moctezuma, como todos los muchachos y jugadores noveles, era aficionado a las figuras, y en la mesa había un rey de bastos y un tres de copas; por supuesto, y sin vacilar, puso su media onza al rey.

A las pocas cartas, dijo González:

—Tres de bastos, viejo.

Moctezuma no pudo menos de sentir latir su corazón más fuertemente que la noche del asalto de San Pedro. Lanzó un suspiro y se quedó mirando triste y tímidamente a Relumbrón.

—¡Ánimo y no tengas miedo! —le dijo éste—. Toma otra media onza.

González echó sobre la carpeta un seis y un cinco. Moctezuma no apostó. Relumbrón no le hizo ninguna observación y lo dejó obrar a su voluntad.

Siguió una sota y un siete. Moctezuma arrimó la media onza a la sota y la perdió.

Relumbrón volvió a darle otra media onza, y a decirle otra vez:

—No hay cuidado, sigue jugando las cartas que te agraden, que dinero sobra aunque pierdas todo el día.

—A mí solo me gustan las figuras —le contestó Moctezuma— y como siempre pierden, es seguro que voy a quedar mal, y mi coronel se enfadará.

—Ni lo pienses —le dijo Baninelli, que estaba de pie detrás de las sillas, muy empeñado en ver el resultado de la experiencia, que hasta aquel momento pintaba muy mal— haz lo que el señor te ordene, y nada más.

—Yo no le ordeno —contestó Relumbrón— sino que lo animo, y suceda lo que sucediere le dejo que siga su voluntad; si le gustan nada más las figuras, vengan o no vengan, que apueste a ellas; estoy resuelto a hacer la experiencia hasta la última media onza.

En esto González había vuelto a barajar y un caballo y un as estaban sobre la mesa. Moctezuma arrimó su media onza al caballo. El as vino a la puerta. Relumbrón, que hasta ese momento había estado jovial y chancero, sin jugar y platicando en voz baja con los que tenía a su lado, comenzó a desconfiar y a ponerse serio. Sin decir una palabra sacó otra media onza, pues había cambiado sus onzas en menudo, y se la dio a Moctezuma, que, tranquilo, porque estaba seguro de que el coronel no lo reñiría, seguía su capricho, apostando sólo a las figuras; así fue perdiendo un albur tras otro; y cuando Relumbrón metió mano a la bolsa no tenía más que la última media onza. Hacía calor y mucho en aquel salón de cristales lleno de gente; el tiempo, además, estaba pesado y las nubes espesas y bajas hacían una presión que sentían aun los menos nerviosos.

Relumbrón, sin embargo, sudaba frío. Sacó su pañuelo y se limpió la frente. Nadie había fijado su atención en Moctezuma, completamente desconocido en aquella reunión, que apostaba una insignificante media onza y la perdía tontamente apostando a las figuras, cuando ganaban constantemente las cartas blancas; sólo Baninelli, que estaba en el secreto, observaba lo que sufría Relumbrón y la desesperación pintada en su semblante cuando sacó la última media onza y se la dio al funesto muchacho, a quien, en ese momento, detestaba con toda su alma.

—Juega, juega lo que te dé la gana; no necesito repetirlo.

Moctezuma tomó la media onza, lo miró y no pudo menos de notar lo demudado de su cara; no obstante, estaba decidido a seguir su capricho.

—Espero un rey —le dijo— y en nombre de Moctezuma mi antecesor voy a ponerle esta última media onza; si gano, no jugaré más, y ya me duele perder el dinero aunque no sea mío.

Mientras esta escena extraña para los demás concurrentes pasaba a media voz, el monte había tenido una actividad como ninguno de los domingos anteriores. Las personas más ricas y más caracterizadas de la capital habían venido a San Ángel con motivo de la popular y célebre función anual de Nuestra Señora del Carmen, y les había servido de pretexto para llenarse las bolsas de oro y dar su paseo a Panzacola. La partida habitualmente era de dos mil onzas de oro; ese día era de tres mil: dos sobre la mesa y una debajo para reponer en el acto las pérdidas y tener siempre completas las dos tablas formadas de montones de veinte onzas, que brillaban a derecha e izquierda de González.

La fortuna, hasta el momento en que Moctezuma esperaba la salida de la imagen de su antecesor (al menos él se lo figuraba así), estaba toda de parte del monte. Se habían atravesado apuestas de doscientas, trescientas y hasta setecientas onzas; pero los que se habían puesto a jugar a la dobla, al tercero o cuarto albur sucumbían, los gurrupiés de González juntaban con su varita, verdaderamente mágica, montones de oro en onzas y menudo. Relumbrón no había puesto tampoco cuidado en esto, preocupado con su proyecto.

Salió al fin un monarca a la carpeta verde y le siguió un caballo. Era un compromiso para Moctezuma; pero fiel a su familia y a su raza, botó con una especie de orgullo la última media onza que cayó en el centro del rey de oros.

Relumbrón, que pocas veces se conmovía, suspendió el resuello.

A las cuatro cartas, rey de copas.

Relumbrón respiró ampliamente con todos sus pulmones.

Moctezuma se quedó como si tal cosa. Estaba seguro que iba a ganar.

Siguió la talla con un momento de interrupción, mientras González tomó una copa de Jerez y un Bizcocho que le sirvió uno de los muchachos criados.

Volvió a salir un rey, y no hay para qué decir que Moctezuma volvió a apostar a él y ganó así sucesivamente cinco albures a la dobla. Cuando tuvo delante dieciséis onzas. Relumbrón tomó quince y comenzó a jugar.

—Sigue apostando —le dijo a Moctezuma— a la carta que te agrade y la suma que tú quieras, yo voy a comenzar, y seguiré tu lección.

González, contentísimo por la suerte que ese día había tenido la partida, pero con su seriedad y calma habitual, echó dos cartas sobre la mesa y dijo:

—Caballo y seis, todo nuevo.

Moctezuma arrimó su onza al caballo y Relumbrón las quince onzas. A las tres cartas, caballo de bastos.

González miró al soslayo a Relumbrón y pensó desde luego, pues ya lo conocía, que tenía al frente un enemigo poderoso, pero sin desconcertarse barajó con mucha calma y echó a la tentadora carpeta verde un caballo y un as.

Relumbrón puso las 30 onzas, y El Emperador solamente una.

Volvió a ganar el caballo y detrás de él los tres caballos juntos, lo que llamó la atención de la numerosa concurrencia.

—¡Qué caprichos tiene la baraja! —dijeron varios en coro—. Si no estuviese en manos de González se diría que en Panzacola se amarraban los albures.

Siguieron a este albur otros de cartas blancas.

El Emperador no apostó, ni Relumbrón tampoco.

González no quitaba la vista de éste, que muy contento cuchicheaba con Baninelli, que estaba detrás de él y parecía ver con indiferencia el juego.

Apareció en la mesa un caballo y un rey. Moctezuma pareció vacilar, y teniendo su mano en el aire, no sabía dónde dejar caer dos onzas que tenía. Fiel a su raza como lo hemos ya dicho, las puso al rey. Relumbrón arrimó las 60 onzas.

El viejo contratista que rondaba y vigilaba la mesa, se acercó a González.

—¿Cómo vamos? —le preguntó al oído.

—Mal —le contestó— ese muchacho, que creo que es la primera vez que juega, es enteramente aficionado a las figuras, y a su oreja apuesta el coronel Relumbrón.

En efecto, a las dos cartas vino el rey. Relumbrón retiró 120 onzas. El contratista gruñó y dijo entre dientes algo que no se puede escribir. El monte perdió una gruesa suma, pues muchos seguían también el juego del Emperador.

Nueva talla y un caballo y un dos sobre la carpeta.

Moctezuma puso tímidamente una onza al caballo y Relumbrón las ciento veinte.

—Caballo a la segunda, viejo —dijo González.

Relumbrón retiró las 240 onzas, hubo un murmullo en la concurrencia que se aumentaba más y se apiñaron cabezas sobre cabezas, formando dos filas alrededor de los que ocupaban las sillas, interesados todos en esta lucha homérica entre el monte y el atrevido punto.

El señor y dueño de Panzacola se paseaba de un lado a otro del salón echando ternos entre dientes; y no sabiendo qué hacer para evitar una catástrofe, se resolvió a una media suprema, y se acercó a la mesa.

—Señores, a almorzar, la mesa está servida y tengo unos vinos que acabo de recibir de Francia. Por ser el día de la Virgen del Carmen, me he esmerado en obsequiar a los amigos. González, levante usted la baraja, a la tarde continuaremos, y en la noche gran baile, todas las familias de San Ángel están convidadas.

Relumbrón se puso en pie y sacó el reloj.

—Amigo mío —le dijo con voz enérgica y decisiva— la talla debe concluir a las tres y media, usted la ha fijado así, y no son más que las tres. Falta, pues, media hora.

—Es verdad —le contestó sacando también su reloj—. Pero este día es de festividad extraordinaria, y sobre todo, yo soy el dueño de mi casa, es mi dinero y haré lo que se me dé la gana.

—Usted no hará lo que se le dé la gana, sino lo que debe hacer —exclamó Relumbrón furioso, dando una palmada en la mesa que hizo temblar y resonar las onzas de oro de que estaba cubierta— yo no le permitiré semejante cosa y se las habrá usted conmigo ahora mismo.

Y a este tiempo tomó su silla para lanzarla a la cabeza de su amigo el contratista, pero las gentes que estaban junto a él lo contuvieron.

—Este intruso que ha venido aquí no sé de dónde —dijo el contratista, señalando a Moctezuma III— es el que ha venido a descomponerlo todo, yo no lo he convidado a mi casa, y, por lo menos, tengo el derecho de lanzarlo. ¡Afuera, afuera! —repitió con cólera y queriendo tomarlo del brazo.

—Su casa de usted —dijo Baninelli— desde el momento que pone usted el monte, es una casa pública, y este intruso es un oficial de mi brigada que ha venido en mi compañía. Déjese usted de voces y groserías y que continúe el juego hasta la hora convenida. Yo ni soy jugador ni he apostado ni una sola onza; pero si continúa usted con ese modo soez que acostumbra usar con todo el mundo, lo castigaré a usted severamente.

El tono decisivo de Baninelli impuso al viejo contratista más que la amenaza de Relumbrón, y dijo con una especie de desprecio:

—Tengo dinero para tapar a todo el mundo; pero que diga González.

—Sí, que diga González —apoyaron dos o tres de los concurrentes.

Hubo un momento de silencio. González sacó su reloj, miró la hora, lo volvió a guardar y dijo:

—Creo que lo decente y lo justo es que continúe la talla hasta las tres y media.

Un rumor de aprobación se escuchó en toda la concurrencia que estaba aglomerada hasta la puerta de entrada; la calma se restableció y González, inmutable, tomó un nuevo paquete de barajas, las revisó de modo que todo su público viese que estaban completas, las barajó un minuto más que de costumbre y presentó en la mesa un caballo y un cinco.

Moctezuma, que había permanecido callado y tranquilo durante el incidente, puso con mucha modestia una simple onza al caballo. ¿Desconfianza? De ninguna manera. Simplemente no era jugador y no sabía aprovecharse de la suerte.

Relumbrón, que hizo ya poco caso de las groserías del contratista una vez que consiguió que siguiera el monte, contó con calma las 240 onzas que tenía delante y las puso del lado del caballo; otros muchos lo siguieron, de modo que el cinco quedó casi solo.

A las pocas cartas aparecieron las patitas del caballo de espadas, de modo que González no quiso acabar de descubrir y lo anunció a su público, los gurrupiés tuvieron que pagar además de las 240 onzas de Relumbrón, apuestas de ochenta, de cien, de ciento cincuenta onzas.

El Emperador había ganado hasta ese momento unas quince onzas, pero habla sido, y continuaba siendo, el azote de la hasta entonces afortunada partida de Panzacola.

González siguió barajando con calma, pero la fortuna le era contraria y las cartas caprichosas, y volvió un caballo de oros contra una sota de copas.

Los puntos se descompusieron y titubearon, menos Moctezuma III, que hizo un acto de arrojo mayor que cuando libertó al cabo Franco de las garras de sus enemigos, y puso quince onzas al caballo. Relumbrón lo siguió con las 480, y los demás puntos con diversas cantidades cubrieron literalmente al caballo y dejaron a la sota con su ancha cara, enteramente sola.

—¿Responde el monte? preguntó alguno.

—Responde —contestó sencillamente González.

Relumbrón pidió la baraja para correr el albur.

González se la dio de tal manera que nadie pudiese ver la puerta, y el coronel jugador comenzó a correr el albur sin temblarle la mano. Hubo un instante de un silencio profundo. A las siete cartas apareció el caballo, y a la carta siguiente una sota descolorida y avergonzada de su derrota, con una boquita chocante y diminuta como acostumbran pintarla los fabricantes de naipes.

Un murmullo de esos inexplicables que significan triunfo, alegría felicidad, un desahogo que no ha imitado ninguna música y que denota que el corazón se ha descargado de algún peso, se hizo escuchar hasta la calle, a pesar del bullicio de la multitud y de los carros y carruajes que no cesaban de transitar. Hasta los que no apostaron se alegraron, pues los banqueros son siempre odiados.

El viejo contratista estaba detrás de González, fijo como una estatua, con las quijadas colgándole materialmente como si se le hubieran desprendido y los ojos fijos en la carpeta verde.

González, impasible, sacó el reloj: faltaban diez minutos.

—Señores, el último albur.

—¿Responde el monte? —volvió a preguntar alguno.

González consultó con el señor de Panzacola y contestó:

—Responde.

El contratista pensó que se agotarla la vena del intruso muchacho y que Relumbrón y los demás que lo seguían perderían en el último albur lo que habían ganado y su triunfo sería completo; y, bien mirado, era lo único que le quedaba por hacer.

González barajó de nuevo, y echó dos caballos a la carpeta. Decididamente se salían de la baraja y no abandonaban a los que los seguían. Volvió, pues, a barajar y salieron caballo y siete.

—Si las reglas no me engañan —dijo González al oído del contratista— el siete debe venir a la tercera o cuarta carta. Vamos a recoger doble de lo que hemos perdido.

Moctezuma, ya azorado y no queriendo perder lo que había ganado, puso únicamente una onza y se guardó lo demás en el bolsillo. Relumbrón, un poco tembloroso, arrimó las 960 onzas; los demás no jugaron precisamente a la dobla, pero apostaron fuertes cantidades; de modo que en esta vez la mesa estaba materialmente cubierta de oro.

—Corre —dijo González.

En esta vez el silencio profundo lo interrumpía el leve e imperceptible latido de los corazones, pero leve como era, alguno que hubiese fijado su atención lo habría escuchado.

Una, dos, tres, cuatro, cinco cartas y ningún indicio.

Relumbrón, al parecer muy tranquilo, clavaba las uñas de su mano derecha en los barrotes de su silla, y con la izquierda jugaba con la pesada leontina de su reloj.

Diez, quince cartas y nada.

Allá en lo profundo de la baraja apareció el caballo de copas, que causó la ruina del monte. Por mera curiosidad de tallador, siguió corriendo González la baraja. Detrás del caballo de copas estaban los de espadas y bastos, el de oros estaba en la mesa. En seguida de los caballos venían los tres siete juntos.

En esta vez fue un grito de triunfo, y Relumbrón, que sin sentirlo se había ido levantando de la mesa mientras se corría el albur, cayó a plomo en su silla.

Entretanto pasaba esto, se había formado una tempestad en la montaña, que caminó en momentos en la dirección de San Ángel y Panzacola, y truenos y rayos, y no gotas sino cántaros de agua que caían del cielo, dispersaron la concurrencia de la calzada, que se refugió debajo de los árboles o en las casitas vecinas y ofuscó el vocerío de los jugadores del salón.

El contratista, furioso como un tigre, mandó cerrar el salón del comedor, diciendo a gritos:

—¡A comer a la calle, aquí no hay comida, no hay nada! ¡Mal rayo me parta por dar hospitalidad a los que vienen a llevarse mi dinero!

Y al mismo tiempo, criados más groseros que él cerraban las puertas y casi empujaban a los concurrentes hacia la escalera.

Todos, aturdidos de esta brusca conclusión, no se atrevían a responder; los que tenían carruajes se apresuraron a tomarlo, y los que no lo tenían tuvieron que salir en medio de los aguaceros que no cesaban. Cuando el contratista se aproximó a donde estaban Baninelli y Moctezuma III, Relumbrón le dijo:

—Aquí tiene usted mil novecientas veinte onzas, que me pertenecen. Mañana ocurriré por ellas a su escritorio.

—Yo no guardo dinero de nadie, y sobre todo, si lo quiere dejar, no respondo.

—Perfectamente —contestó Relumbrón—. Me lo llevo.

Relumbrón, Baninelli y Moctezuma llenaron sus bolsillos y pañuelos de oro, y con mucha dificultad pudieron retirar la cantidad total del tapiz verde. Montaron en el carruaje y, bajo torrentes de lluvia, se dirigieron a su casa.

XXIV. Caprichos de la fortuna

Relumbrón y El Emperador durmieron como unos bienaventurados. El uno tenía proyectos colosales para triplicar en pocos meses la suma que había ganado; el otro jamás había visto tanto oro junto, aunque no fuese todo de él, y se proponía, con lo que le había tocado, comprar una carretela y un buen tronco de mulas para que doña Pascuala, que, aunque aliviada, experimentaba alguna dificultad para andar, pudiese desde el rancho ir los domingos a la misa del cura de Tlalnepantla y, en caso ofrecido, hiciera un viajecito de recreo a México, donde hacía años que no ponía los pies.

Baninelli durmió mal. En unas cuantas horas su compañero, el coronel Relumbrón, que no habla ni olido la pólvora, era dueño de una fortuna bastante para hacer la felicidad de una familia, mientras él, que había consumido su juventud en los caminos y en los cuarteles y con el cuerpo lleno de heridas, no tenía por todo capital más que doscientos pesos y cinco a seis mil que le debía la Comisaría General y que probablemente no le pagaría nunca. Él jugó una vez y perdió. ¿Por qué este capricho de la fortuna? Él, a fuerza de años y de campañas, una tras otra, había ganado sus ascensos, mientras Relumbrón sentó plaza de capitán, sin saberse cómo, y de la noche a la mañana subió a coronel, con el grado de general de brigada. ¿Qué razón para justificar este otro capricho de la fortuna? Estas comparaciones, que no podía menos que hacer mirando desde su cama el montón de oro que había quedado en la noche sobre la mesa, lo hacían desgraciado y lo ponían de un humor de todos los diablos, viniéndole también a su memoria las miserias y las penas que acababa de sufrir en la última desgraciada campaña; pero, en compensación, algo sentía en su interior que le decía que él, pobre y simple coronel, pues había rehusado el grado de general porque el Presidente consintiera en hacer capitán al cabo Franco, era muy superior y valía mucho más que el ridículo y hasta cierto punto misterioso personaje que había sido el vencedor en el juego del contratista de vestuario.

Relumbrón, no obstante haberse acostado muy tarde, despertó a la madrugada, se lavó, se peinó, se puso encima cuantas alhajas de oro y brillantes tenía y entró hecho una sonaja al cuarto del coronel Baninelli, el que, esperezándose y de mal gesto, hacía en su lecho las reflexiones que acabamos de apuntar.

—¡Arriba coronel! Vamos a hacer el balance para saber el resultado de la campaña de ayer. Fue tan completa la victoria que me encontré además de lo que hay sobre la mesa, con algunos escudos rezagados en los bolsillos de mi guandanbur —y diciendo y haciendo fue echando sobre la mesa puños de doblones—. Inútil es decirle, amigo Baninelli —continuó— que antes de que contemos puede tomar a discreción lo que quiera, pues al último usted me acompañó a esta peligrosa expedición, y desde que entré en su casa estuve casi cierto de que usted me daría la fortuna, y me la dio, en efecto, con este muchacho que usted llama El Emperador y que promete ser uno de los tunos más notables de México. Su ninguna experiencia le impidió ganar tanto como yo; entre los dos nos habríamos levantado el monte en menos de una hora.

En seguida se puso a contar las onzas sin que Baninelli hubiese contestado si admitía o no su oferta. La parte del Emperador estaba separada y arreglada en montoncitos de onzas y escudos en una esquina de la mesa. Importaba menos de tres mil pesos; la de Relumbrón cerca de treinta y siete mil.

—No es mal pico, amigo Baninelli. Con esto hay para almorzar bien el día de mi santo, que es el jueves próximo. Está usted convidado desde ahora. Ya sabe usted, entre las doce y la una…

—Convenido —le contestó Baninelli— si el servicio me lo permite y no ocurre algo de extraordinario.

—De todas maneras, el cubierto estará sobre la mesa… Pero no me ha contestado usted el ofrecimiento que le hice. El oro está contado sobre la mesa, separe usted lo que quiera.

—Espero que no será más que una chanza —le respondió Baninelli con seriedad y mirándole fríamente— pero ya que usted se empeña, deje una friolera para darle a mi tropa un buen rancho el jueves, y celebrará el santo de usted.

—Feliz idea; no he hablado de chanza, y esperaba que no correría un desaire a un amigo… pero no hay que hablar más y me conformo.

Relumbrón entregó cuarenta onzas a Baninelli, así como lo que correspondía al Emperador, metió su dinero en las talegas que al salir le dio González, se despidió muy afectuosamente, y a riesgos de que se le desfondara su coche, montó en él con su tesoro y tomó el camino de México.

En la capital el lunes no se hablaba de política, ni de negocios, ni de ninguna otra cosa más que de Relumbrón y del contratista de vestuario y su derrota.

Relumbrón —decían— desmontó en Panzacola. Relumbrón ganó cincuenta mil pesos. Ya era muy rico, porque es hombre que se mete en todos los negocios, pero hoy es más, y les dará tantas vueltas a los cincuenta mil pesos, que dentro de dos meses tendrá doscientos mil más.

Estas y otras cosas parecidas y a cual más exageradas se platicaban en los cafés, en los teatros y en las calles, y a decir verdad, la mayor parte de las gentes se regocijaban de la ruina de Panzacola. El propietario era tan mal querido, que los mismos que los domingos comían de balde en su mesa, salían hartos de buen vino y de exquisitos guisados, criticándole por el más insignificante motivo.

Relumbrón llegó sin que se le desfondara el carruaje, y bien temprano por cierto; pero ya lo esperaban en la puerta más de veinte personas, unas para pedirle el barato y otras para proponerle negocios.

Los jugadores cuando ganan son por demás generosos: así, Relumbrón dejó contentos a los que le pidieron el barato, y prometió ocuparse en la semana de los asuntos de los proyectistas; entre ellos había uno que tenía un secreto segurísimo para ganar siempre al juego, aunque la suerte le fuese contraria. Por muestra le dejó una baraja compuesta para que la examinara durante ocho días, y si le encontraba defecto, o más bien dicho, el secreto, perdería ocho onzas que sacó del bolsillo y que trataba de darle a Relumbrón para que las mantuviese en depósito.

—¡Ocho duros! —le contestó éste—. ¿Dónde diablos quiere usted que guarde sus onzas, si tengo tantas que no sé en este momento dónde ponerlas, porque mi caja está repleta? En cuanto a las cartas, ya debe usted pensar que no nací ayer y que he visto infinidad de barajas mágicas, pero a mí me gusta jugar a la buena.

—Como apunte, pase, pues no puede usted hacer otra cosa —le contestó el proyectista— pero un día u otro le dará la gana ser montero, y entonces esta baraja vale una fortuna. No importa como quiera jugar, eso es cuanto de usted. Mi secreto vale doscientas onzas y es barato. Quédese con estos dos paquetes, regístrelos con cuidado, haga las pruebas que quiera, y dentro de una o dos semanas nos veremos. Estoy seguro de que haremos negocio.

El proyectista, sin hacer caso de la respuesta, le dejó los dos paquetes de cartas y se marchó con cierta indiferencia.

Relumbrón estaba de prisa, tenía muchas cosas que hacer, entre otras, ver a su compadre; pero no pudo resistir a la curiosidad, y cuando el proyectista desapareció detrás de la puerta de su despacho, abrió los paquetes de cartas; eran de la fábrica nacional, con el sello de la administración, absolutamente nuevas. Las examinó una a una con el mayor cuidado, las restregó con los dedos, especialmente por los extremos, y las encontró sin el más pequeño defecto.

—Nunca he querido jugar con cartas compuestas. La fortuna me ha sido favorable y me ha bastado —se dijo— y he temido, además, que si un día u otro se descubría, perdiese yo la reputación que tengo de calavera honradísimo e inteligente. A esto debo la elevada posición que tengo, la confianza del Presidente, el respeto de mi mujer, el amor de mi hija, de mi hija, que es lo único que quiero en el mundo, y a la que a la vez respeto. Si ella supiera un día que su padre se había enriquecido por medios ilícitos, me miraría con desprecio en el fondo de su corazón, y tal vez llegaría a perderme el cariño. Para mí sería esto la muerte; pero si en efecto hay un secreto en esto que sea imposible que descubra el más consumado jugador, bien vale las doscientas onzas y se puede adquirir, manejándose con tino y prudencia, una renta segura y módica para no llamar la atención. Una partida que asegura una utilidad neta, siquiera de ciento cincuenta o doscientas onzas cada mes y donde talle González dos veces por semana para infundir confianza al público, sería un bonito negocio. Pensaré mucho en esto, hablaré con el pillastre, y con la mitad de lo ganado en Panzacola se puede hacer un ensayo.

Examinó por sexta vez las cartas, pero el reloj dio las diez.

—¡Canario! Mi compadre se va a la misa de once al altar del Perdón y no tendremos tiempo de hablar.

Guardó las cartas en su ropero, se vistió más modestamente, entró a las piezas interiores a saludar a su mujer y a su hija, y a poco rato tocaba el aldabón de una de esas casas pequeñas de la Alcaicería, que pertenecieron a la sucesión de Hernán Cortés, y desaparecía tras una puerta grasosa, pintada de color verde oscuro hacía lo menos treinta años.

El interior de la habitación correspondía al exterior pintado, también hacía años, de cal y almagre, lleno de telarañas y de manchas negras dejadas por la iluminación de candilejas con sebo, que no faltaban en la novena de Guadalupe y en la mayor parte de las festividades religiosas en que había luces. En una sala muy pequeña, con muebles antiguos de ningún mérito y recompuestos y vueltos a recomponer con piezas de madera de diferentes colores, llamaba sólo la atención un gran nicho de plata lleno de adornos de cristal y oro, con una Purísima Concepción de la renombrada escultura guatemalteca. Las hermanas del Marqués de Valle Alegre habían ofrecido tres mil pesos por ese nicho, y su dueño había sonreído diciéndoles que el conde del Sauz le había rogado que se lo diera en cuatro mil y que había rehusado porque era como una alhaja de familia que venía de padres a hijos. En la recámara, unas cuantas sillas de tule, un aguamanil y una mesita de la Calle de la Canoa; pero la cama era plata maciza, no sólo imitando, sino mejorando la construcción de las camas inglesas de metal dorado, que eran rarísimas entonces. El comedor, muy aseado, con mesa y sillas de palo blanco, pero a la hora de la comida, la criada sacaba de un armario la vajilla y los cubiertos de plata. Sin embargo, el amo de esta curiosa casita comía en cazuelitas vidriadas de Cuautitlán, que la cocinera colocaba en las macizas y bien cinceladas fuentes de plata que parecían obra cuando menos de un discípulo de Benvenuto Cellini.

Por último, la cocina toda, de arriba abajo, así como el brasero, de azulejo blanco y limpia y propia hasta la exageración, lo mismo que la cocinera, que era una mujer de más de treinta años, de color algo más subido que trigueño, pero guapetona, con buenos ojos, un poco de bigotillo fino en el labio superior, principio de patillas, y por el estilo y corte de Cecilia, de la que era conocida, pues le compraba para su amo la mejor fruta y las pocas pero muy escogidas legumbres que vendían nuestras antiguas amigas, La Trajinera y las dos Marías. Ño hay para qué decir que guisaba de chuparse los dedos, y que el propietario de la casa de la Calle de la Alcaicería era un gastrónomo de primera fuerza.

—Temía no encontrar a usted, compadre —dijo Relumbrón sacando el reloj—. Faltan cinco minutos para las once y debía usted estar en la Catedral. He encontrado en la calle tantos impertinentes que me han felicitado, que me ha sido imposible llegar antes. Ya sabrá usted mi campaña de ayer… Ya la fortuna se reía a carcajadas con nosotros, ya volveremos a ser ricos.

—Nada sé, compadre. Cogí anoche un resfriado al salir de la Profesa, tomé al acostarme una infusión muy calientita de flores cordiales, me quedaré hoy en la cama y no bajaré a la platería, a pesar de que estoy muy atareado con la obra de la custodia para la capilla del Rosario, que los señores de la cofradía quieren que se estrene el Jueves Santo.

—Ya comprendo por qué nada sabe usted, porque en toda la ciudad no se ocupan más que de nosotros, es decir, de la ganancia loca que hice ayer en Panzacola. Desmonté al avaro y grosero D. X… y probablemente se muere hoy de la pesadumbre y del colerón que hizo ayer. A poco más o menos, treinta y siete a treinta y ocho mil pesos, de los cuales, según hemos convenido, toca a usted la tercera parte, como en todos mis negocios, y poco es, con relación al dinero que usted me da cada vez que lo necesito.

Un rayo de alegría brilló en los ojos del compadre, un tanto opacos y llenos de legañas, a causa del catarro que habla cogido en la puerta de la iglesia de la Profesa; pero trató de disimular, se abrigó con su capa y dijo simplemente:

—¿En oro?

—¡Oh, en oro, por supuesto! Ya sabe usted que en Panzacola no se admite la plata.

—Viene ese oro, compadre, como mandado por Dios; lo emplearemos en la custodia y haremos un ahorro, porque en la Casa de Moneda cuesta muy caro, y las onzas, corren con cuatro reales de premio, pero me decía usted, compadre, hace un momento, que la fortuna nos sonríe y que ya volveremos a ser ricos. ¿Pues qué no lo éramos?

—Sí y no —contestó Relumbrón acomodándose lo mejor que pudo en el canapé—. El dinero va y viene, eso bien lo sabe usted, y hacia ya largos meses que era contraria la fortuna y no he tentado cabeza que no me salga calva… Nada le había dicho para no afligirlo, pero cambió el domingo y ahora le puedo contar cuanto quiera y responder a cuantas preguntas me haga.

—Usted —dijo el compadre— ha hecho algunas contratas de vestuario, y ese negocio solo es una fortuna.

—Un grave error, compadre, lo mismo creía yo, pero me he llevado un gran chasco. La falta de experiencia. He perdido no sé cuántos miles de pesos queriendo dar gusto al Presidente y derrocar completamente al viejo de Panzacola; le he dado la ropa más barata y de mejor clase; le he regalado dos vestidos completos y magníficos de paño fino, para la música y la banda del batallón de granaderos, y he pagado a las costureras dos reales y medio por camisa, real y medio por cada calzoncillo y así lo demás; una verdadera ruina. Pero ya se enmendará eso; por ahora todo es meter y meter dinero.

—¿El juego, entonces?

—Ha acertado usted, compadre todo ha sido perder en más de dos semanas, no sólo en las partidas, sino en el tresillo.

—¿Y el descuento de libranzas?

—Protestadas más de veinte. Empleados drogueros y faltos de vergüenza que venden tres veces sus sueldos a los usureros, y es menester prorrogarles los plazos y no demandarlos, porque sirven en los muchos negocios que tengo con el gobierno.

—Y supongo, compadre, que esos negocios, de los cuales me ha referido usted, algunos irán bien, ya que todo lo demás está mal.

—Se equivoca usted, compadre; andan de todos los diablos. No sé qué se le ha metido en la cabeza al Presidente de cuatro meses a esta parte. El mismo manda hacer los pagos, distribuye el dinero y no cree que hay otra cosa que pagar más que a los soldados, sin acordarse de las contratas de mulas, de carros, de vestuario de cañones y otras en que tengo más o menos parte. En lo que va corrido del año no he podido lograr más que un abono de mil pesos, y tenemos sólo en esos negocios un capital improductivo, o tal vez perdido, de más de cien mil pesos.

—Las haciendas no estarán mal, el tiempo no ha podido ser mejor y la cosecha de maíz debe ser muy abundante —observó el platero.

—Precisamente —prosiguió Relumbrón— a causa del excelente tiempo, el maíz ha bajado a un grado tal, que por mayor no se puede vender ni aun a tres pesos la carga. Es necesario guardarlo y esperar la ocasión. Otro capital improductivo de cerca de treinta mil pesos, teniendo que gastar más de diez mil en reponer la presa; y es cosa urgente, pues de lo contrario no habrá agua para regar el trigo el año entrante.

—¿Y las fincas? —dijo tristemente el compadre.

—Se ha gastado más en composturas que lo que han producido de rentas.

—¿Es decir, que todo va mal?

—Muy mal, de todos los diablos, ya se lo dije a usted al principio, y no me pregunte más, si no quiere seguir oyendo lástimas. Decididamente, soy un tonto o, mejor dicho, un completo imbécil que no sé manejar los cuatro reales que tenemos, a la vez que los gastos son cada día mayores.

—Pero… pudiera usted moderar… —aventuró a decirle tímidamente el compadre.

—¡Imposible! ¿No ve usted que es necesario mantener el aparato y la representación? El día que esto acabe, tendremos que pedir limosna, al menos yo, que usted, viviendo económicamente y con el trabajo de su platería le sobra para vivir y morirse rico. Y luego… ¿quiere usted que eche a la calle a Luisa, y a Rafaela, y a Juana? ¡Imposible! Primero me muerdo un codo; y ni se dejarían; armarían un escándalo que llegaría a los oídos de Severa, lo sabría también mi hija, y era yo hombre perdido… Por mi hija lo hago todo… Decididamente yo no nací más que para jugador, y eso de apunte, y gracias a esto he ido saliendo de tanto compromiso. Por esto, ya desesperado y aburrido con tanta contrariedad, me decidí ayer a dar un golpe de juego que hiciera ruido, que causara escándalo, y lo di, compadre; mi casa está llena de oro, este oro traera más, y le repito: volveremos a ser muy ricos, como hace dos años, en que todos los negocios marchaban en prosperidad. No tiene usted idea, compadre, de la multitud de proyectos que tengo en la cabeza a cual más atrevidos. Ya platicaremos despacio; por ahora me basta el ser yo el primero que le haya dado noticia de mi campaña de ayer. Le daré el oro que necesite para su custodia, y me devolverá el importe en plata, porque todavía tengo más picos que la custodia que está haciendo, y sobre todo procederé a la reparación de la presa de la hacienda. Hasta más ver, y oiga usted lo que oyese de mí, no haga caso, que yo le informaré la verdad en el momento que nos veamos, y no pasará de una semana.

Estrechó la mano un poco calenturienta de su compadre, y se marchó a Palacio a hacer su servicio ordinario. Ya se deja entender que fue recibido como en triunfo por los ayudantes y demás personas de la servidumbre.

Haremos un más amplio conocimiento con el compadre de Relumbrón.

¿Quiénes fueron los padres de éste que podríamos llamar un artista imitador, sin saberlo, de Benvenuto, al que de seguro ni había oído mentar?

—¡Quién sabe! Ni importa saberlo.

Los antiguos vecinos del Callejón de la Olla y de la Alcaicería, decían que hacía años que lo conocían en la misma casa y trabajando en su platería, que tenía instalada en la accesoria. En la puerta había una especie de mesa alta o mostrador angosto que estaba cubierto con un abultado color de chocolate, sobre el cual adhería las láminas o piezas de oro y de plata, y desde las ocho de la mañana hasta las cinco o seis de la tarde, con interrupción de la hora de comer, estaba con un pequeño martillo dando a los cinceles golpes acompasados y secos que se escuchaban en toda la calle. En el fondo había una fragua con su fuelle, a los costados de la pieza dos mesas de cada lado, pintadas de negro, de igual forma, en las que trabajaban, bajo su dirección, los oficiales. Las paredes estaban ennegrecidas con el carbón de la fragua, y cubiertas todas con moldes fijados con clavos y alcayatas. En la puerta y al lado del mostrador, donde trabajaba el maestro de este taller, se colocaba un aparador con cristales verdosos, lleno de dedales y milagritos de plata, de anillos de oro y de sartas de corales y de perlas pequeñas, alguna que otra mancerina de filigrana, y de tarde en tarde algún anillo o fistol de diamantes; pero todo esto de una hechura muy común, y sin ningún aparato, y más bien parecía viejo, pues con el tiempo las piezas de plata, que eran casi siempre las mismas, se habían manchado y oxidado. Esta platería, por lo demás, era idéntica a otras que había en la misma calle y de las que quedan ya muy pocas.

El platero se llamaba don Santos Aguirre. Había comenzado hacía años como aprendiz, ascendiendo después a oficial y, finalmente había, no sólo sucedido a su maestro en el taller, sino comprado la casa; pero todas estas mudanzas se contaban por años y años, y de los vecinos y parroquianos pocos se acordaban ya del nombre del primitivo dueño de la platería y del inquilino que ocupaba los altos de la casita. Por esto se puede concebir que don Santos Aguirre, que era conocido por don Santitos, no era un niño. ¿Qué edad tenía? ¡Quién sabe! Tampoco le importaba a nadie el saberlo. Trabajaba lo mismo que el primer día, era metódico y hasta maniático; dormía bien y comía lo mismo; así, aunque viejo, representaba menos años que los que realmente tenía.

A las ocho de la mañana, menos cuando tenía resfrío o catarro, que padecía frecuentemente, bajaba y abría él mismo la platería, distribuía el trabajo a los oficiales, que ya esperaban en la calle; hacía a veces algunas fundiciones en la fragua, y en seguida tomaba su martillo y no cesaba de cincelar y labrar hasta pocos minutos antes de las once. De un brinco se ponía en la Catedral, oía su misa con mucha devoción y recogimiento, y volvía al taller hasta las dos de la tarde, en que se cerraba para dar tiempo a que pudiesen comer los oficiales. Él comía poco de cada uno de los cinco o seis sabrosos platos que le servía la cocinera, dormía media hora la siesta, y a las cuatro se volvía a abrir la platería, para no cerrarse sino cuando absolutamente era de noche y el sereno encendía el farol que estaba fijado en su pie de gallo, precisamente entre el zaguán de la casa y la accesoria.

Las noches que había Ejercicios en la Profesa, no faltaba. Tenía ya su disciplina en propiedad, con estrellitas de fierro poco afiladas. Cuando, después del sermón y los rezos, se oscurecía la iglesia, se aplicaba en las espaldas algunos disciplinazos con bastante moderación y de modo que no le hicieran daño. De una manera o de otra, a las diez cenaba invariablemente una cazuelita de sopa de ajo, un cuarto de pollo muy bien frito y unas hojas de lechuga. A las once, dormía profundamente. Esta vida, sin más variación que ir algunos domingos a la Alameda, había durado muchos años; don Santitos se conservaba perfectamente, y las gentes que lo conocían y trataban con él, decían: «No pasan días por don Santitos; siempre lo mismo que lo conocimos hace quince años».

¿Don Santos Aguirre era rico? Unos decían que sí, que era muy rico, pero muy avaro: jamás se le había visto dar un medio a un pobre, y añadía que en lo interior, de su casa se trataba como un miserable; otros, por el contrario, aseguraban que hacía caridades muy en secreto y que sólo tenía para vivir con desahogo, y salvo la cama y la vajilla de plata, no tenía otra cosa más.

¿Don Santos había sido casado y tenido familia? Nadie lo sabía. Los unos le creían viudo, la mayor parte soltero, y varios se avanzaban a decir que era padre de un hijo logrado, que disfrutaba de una elevada posición social. En resumen don Santitos era un misterio que el público no había podido penetrar.

La verdad es que don Santitos era muy rico, y para alcanzar esa buena posición había contado con dos poderosos elementos: los frailes de San Francisco, y una doña Viviana corredora muy acreditada.

Una semana le mandaba hacer un copón, otra una custodia, el mes siguiente la imagen de algún santo de oro y plata maciza. No eran solamente las obras del convento de San Francisco, sino que los padres, que lo estimaban mucho, le procuraban las de los conventos de monjas y aun las de la Catedral; el caso era que todo el año, él y cuatro o seis oficiales, estaban ocupados en la construcción de vasos sagrados, a cual más preciosa por su forma y por las labores y figuras cinceladas con primor. Los frailes y las monjas se encantaban con las piezas que salían del taller de la Alcaicería; pero su fama no pasaba de ese círculo religioso, ni tampoco pretendía él más, ni lo necesitaba; ni siquiera tenía él mismo conciencia de su habilidad.

Pero el producto anual que le proporcionaba la corredora excedía con mucho al que le pagaban las iglesias. Doña Viviana tenía relaciones intimas con la aristocracia de la ciudad. ¿Tenía alguna marquesa algún apuro que no podía confiar a su marido, a su padre o a su hermano? Mandaba buscar con cualquier pretexto a doña Viviana y le confiaba sus alhajas, para que las llevase al montepío. ¿Se ofrecía a algún conde o a su presunto heredero, hacer el día del Carmen o de Guadalupe un regalo a excusas de su familia? Era doña Viviana la que compraba la alhaja y la llevaba a la casa de la belleza que le indicaban. En las bodas, doña Viviana figuraba constantemente. Anillos, tembeleques para la cabeza, hilos de perlas, aretes, abanicos, pulseras, cuanto era de gusto y de valor, se encargaba a doña Viviana.

Se ocupaba también de vender alhajas en abonos semanarios, y siempre tenía treinta o cuarenta casas a quienes servir o complacer. Recogía mil y hasta dos mil pesos semanarios, y los repartía entre los plateros que le habían proporcionado aderezos, clavillos y perlas, guardándose su comisión, que ella misma fijaba a su antojo, pues por comprar al fiado, pagaban los clientes el doble de lo que valían los efectos que recibían.

Pero la principal ganancia de la corredora, que era ya rica, consistía en comprar oro, plata y piedras preciosas, a los pobres infelices, como ella les decía. Tenía dos casas: una buena vivienda con balcón en la Calle Ortega, y otra interior y en piso bajo en la Casa de Novenas de la Soledad de Santa Cruz.

En la calle de Ortega hacía su comercio con la gente rica y pudiente de la capital; recibía a las amas de llaves y lacayos y aun a las mismas señoras y duques y marqueses que necesitaban hablarle a solas y comunicarle sus asuntos con la mayor reserva. En el barrio de Santa Cruz recibía a los pobrecitos, envueltos a veces en una simple frazada y otras con buenas calzoneras con botonadura de plata, que también vendían y compraban joyas de valor. En la Casa de Novenas era conocida con el nombre de doña Mónica. En la Calle de Ortega, donde no se sospechaba la existencia de doña Mónica, ya hemos dicho que se hacia llamar Viviana, y que pasaba por un modelo de actividad y de honradez; sobre todo, como mujer a quien se le podía fiar un secreto. Esto la hacia muy estimable, y por esto y por todo lo demás gozaba de mucho crédito.

Pues bien, doña Viviana y don Santitos eran dos seres distintos, y todavía lo más grave: de distinto sexo, en una sola persona. La mayor parte de los negocios los hacia doña Viviana con el platero de la Alcaicería. Unas mismas utilidades, una misma responsabilidad, las más hábiles mañas y un secreto inviolable.

Entraba los más días doña Viviana y a cualquier hora, en el taller, saludaba a don Santitos y a los oficiales por su nombre y con mucho afecto y zalamerías, siempre riéndose y enseñando una dentadura blanca y unos labios encarnados, hubiese o no motivo para risa.

—Necesito cuatro milagritos para Nuestra Señora de la Soledad, unos anillos de oro, una sarta de perlitas y dos o tres aderezos de piedras finas y diferentes precios para enviarlos a doña Ana y a doña Dolores. Ya veremos lo que coloco en la semana, y si tiene usted otras cosas bonitas y baratas, vengan.

Don Santos correspondía al saludo riendo también, viniera o no el caso; abría su aparador y surtía el pedido de la corredora. Los oficiales, acostumbrados a esto, correspondían a sus saludos llamándola doña Vivianita, y continuaban su trabajo de fundición o de labrado, sin fijar la atención en su patrón, ni había para qué. Eran los negocios diarios y el giro de la platería con doña Viviana y con cuantos marchantes se presentaban, y por cierto no faltaban, especialmente los días de Corpus, de Guadalupe, de la Ascensión, de San José y de los demás santos célebres y populares.

Al recibir doña Viviana el surtido y el apunte de lo que valían las prendas, deslizaba entre las manos de don Santos uno o más papelitos pequeños y cuidadosamente atados con seda, y le decía al oído:

—Todo esto por doscientos pesos. Si le gustan, los pagaremos el sábado.

Guardaba el platero en su bolsillo los bultitos, acababa de despachar a la corredora y a los demás que entraban a comprarle algo, y seguían él y sus oficiales trabajando como si tal cosa. En la noche, cuando volvía de la Profesa después de haberse azotado suavemente, abría el papelito. ¡Maravillas! Un anillo con un diamante como un garbanzo, una sarta de perlas netas y parejas, un alfiler de rubíes, una sortija antigua de rosas, una cadenita de oro sin el reloj (jamás doña Viviana ni el platero admitían relojes), una perla suelta, un arete de coral, y todo por doscientos pesos; lo que, vendido barato, valía dos mil. El platero sonreía, volvía a envolver las alhajas y las guardaba en un armario pequeño de ébano que estaba junto a su cama y donde tenía siempre el valor de cien mil pesos en joyas a cual más ricas y preciosas. Cuando volvía la corredora, le entregaba con el mismo disimulo los doscientos pesos en oro y recibía o no otros ataditos, y así iba esta clase de comercio, que se extendía a objetos diversos de plata.

Don Santitos tenía una regla que dicen que es jesuítica: No tengo que mezclarme en la conciencia y en los negocios de mi prójimo sino cuando me convenga para el servicio de Dios, y deducía esta consecuencia: Si lo que me venden me conviene, lo compro, no tengo que averiguar su origen, ni nada importa esto para el servicio de Dios. La responsabilidad será para doña Viviana.

No hay para qué decir que don Santos personalmente desmontaba las alhajas, fundía el oro y la plata y hacía con las piedras, añadiendo otras, joyas cinceladas admirables, y surtía a la corredora, la que las vendía a subido precio, quizá a los mismos a quienes se las habían robado. Al cabo del año, este comercio producía miles de pesos, de los que Viviana tomaba una buena parte, según la recta conciencia de don Santitos. Ya era rica, tenía oro guardado y refundido donde ni ella misma lo sabía, y había comprado dos casas de vecindad en el Puente de la Leña, precisamente limítrofes con el almacén de fruta de Cecilia.

Caprichos de la fortuna (Continúa)

(Continúa)

Tales eran los compromisos y el enredo de los negocios de Relumbrón, que el producto de la ganancia del domingo desapareció en momentos de sus manos. Como se dice, tapó algunos agujeros para abrir otros nuevos; reservó un fondo para sus gastos diarios, para su lujo de alhajas, que no cesaba de comprar, ya en el montepío o ya en la platería de su compadre, ya para hacer frente a los primeros gastos de las atrevidas especulaciones que tenía proyectadas.

Como era su costumbre desde hacía algunos años, siguió concurriendo a reuniones donde se jugaba tresillo de a peso el tanto, y de veinte pesos plato hecho, y a partidas de gran tono, donde con reserva jugaban los personajes más distinguidos de la política y solían también verse algunos propietarios y a veces comerciantes ricos. La fortuna fue varia para Relumbrón en un par de semanas, y hecho el balance, en cifras redondas resultó que había perdido entre el tresillo, el monte y el billar (pues también echaba sus partidos de mil reyes en La Gran Sociedad), cosa de unos doce mil pesos. Eran para su situación, no un simple agujero, sino un ancho boquete que tenía urgencia de cerrar, pues de lo contrario, podía irse por allí su fortuna y su crédito.

Resolvió, pues, para llenar nuevos compromisos, y pagar letras que se vencían próximamente, hacer una nueva campaña en Panzacola. El domingo siguiente al de su ruidosa ganancia, todos los puntos habían perdido, y la partida había recobrado una buena parte de lo que Relumbrón se había embolsado.

En su brillante carruaje con un tronco de mulas cambujas de siete cuartas, se dirigió a San Ángel, y lo primero que hizo fue buscar al coronel Baninelli. En la mañana había salido con su tropa para México, dejando en el convento del Carmen una corta guardia con el depósito y algunos convalecientes. Moctezuma había marchado con la vanguardia, comisaría y parque, desde la tarde anterior. Esta contrariedad puso de mal talante a Relumbrón, pues se había propuesto convidar a esas personas y repetir el ensayo que tan buen resultado le dio.

Durante una hora fue presa de una cruel vacilación, pues tan pronto salía de la casa para montar en el carruaje que estaba todavía en la puerta y regresar a México, como volvía a entrar para esperar, leyendo periódicos o cualquier cosa, la hora de la talla en Panzacola. ¿Qué iba a hacer a México? Tenía que pagar en la semana lo menos veinticinco mil pesos, la mayor parte, de letras que no podía dejar protestar. Una de sus deidades tenía empeño en un aderezo de brillantes que había visto en el montepío, que valía tres mil pesos; su virtuosa señora, de la que hablaremos en su lugar, necesitaba lo menos mil pesos para que el novenario de la Merced fuese muy lucido; otra de las diosas quería mudarse de casa, pues junto a la que habitaba vivían mujeres escandalosas; en fin, picos por aquí, picos por allá y los más gordos sin poderlos aplazar para la semana siguiente. Resolvióse, pues, al peligroso viaje a Panzacola: mandó hacer un almuerzo ligero a su cocinera, que se lo sirvió debajo de los manzanos del jardín, y a la hora oportuna la emprendió para Panzacola, a donde llegó estrepitosamente, penetrando su carruaje hasta en medio del patio.

El contratista y González, que iba ya a sentarse delante de su carpeta verde, lo recibieron bien, pero con una especie de temor y de esperanza que no trataron de disimular.

—Amigo Relumbrón —le dijo el dueño de la casa— tiene usted mil onzas en la mesa y otras mil quinientas debajo. No se las doy a usted para que le cueste trabajo ganarlas; pero las considero como perdidas. Dispense mi mal humor del último domingo; pero me cargó, no usted, sino ese coronel altanero que estaba detrás de usted y, sobre todo, ese muchacho, especie de salvaje que se burlaba de mi cada vez que me veía. Ahora estamos solos y vamos a ver quién vence. Dinero no falta, gracias a Dios —concluyó diciéndole con una especie de estilo sarcástico y burlón; le dio un par de palmadas fuertes en el hombro y se dirigió al comedor, mientras González, sin decir ni una palabra, tomó pesesión de su silla delante de la carpeta verde; la concurrencia, que era numerosa y lucida, fue acomodándose en las sillas, y detrás una fila de parados, y el juego comenzó.

Relumbrón comenzó a jugar; pero le faltaba el aplomo, el plan, la resolución que tuvo cuando ganó, de seguir la inspiración de Moctezuma, y durante una hora apostaba dos, tres, cinco, seis onzas, perdía un albur, ganaba otro, y en resultado salía a mano o ganando o perdiendo un par de onzas. Como la talla acababa a hora fija y quería regresar a buena hora a México, se decidió por fin a jugar de veras. Llevaba bastante oro y se proponía no pedir caja.

Salió una figura contra un seis. Se propuso jugar como le gustaba a Moctezuma, puso veinte onzas al rey y ganó, lo que llamó la atención de los puntos, que habían asistido a la lucha pasada y que se figuraban que debía repetirse.

González barajó más tiempo de lo ordinario, y salió una sota y un dos.

Relumbrón arrimó las cuarenta onzas a la sota. Casi todos los puntos arrimaron también montones de oro a la sota. A las tres cartas vino la sota. Un murmullo de satisfacción se escuchó. El propietario de Panzacola, que rondaba la mesa, gruñó y dijo algo entre dientes contra Relumbrón.

González, a pesar de su experiencia y de su sangre fría, paseó su vista por el auditorio y comenzó a temer una pronta catástrofe, porque los puntos se habían propuesto seguir a Relumbrón, y bastaron tres albures para que desaparecieran la mayor parte de las onzas que tenía delante el monte.

Barajó, pues, González, con el mayor cuidado, como queriendo evitar que saliesen figuras; pero imposible, echó a la carpeta otra vez una sota contra un siete. Los puntos se quedaron mirando unos a otros. ¿Cómo era posible que repitiera la sota? Esperaron que se apuntara Relumbrón, el cual, sin vacilar, puso con mucha calma y en orden, cuatro montones de a veinte onzas, en los pies de la valiente sota de espadas, que parece lo miró con unos ojos alegres. Los puntos se atropellaron por poner todo lo que tenían delante de la sota. La carta contraria quedó con unas miserables dos onzas que tiró uno de los que estaban en pie, que dijo:

—Vamos a ver lo que me sucede por ir contra la corriente.

Carta y carta, y nada… Por fin, para calmar la ansiedad de los que se ahogaban, vino la sota vieja, honda, muy honda.

González tuvo un momento de despecho y tiró un poco fuerte la baraja sobre la mesa; pero después la tomó sonriendo, para disimular, y comenzó a separarla y alejar las figuras unas de otras.

—Corre —dijo y cayeron sobre la mesa un caballo de oros y un as de copas.

Relumbrón, sin vacilar, puso sus ciento sesenta onzas al caballo: los puntos, sin vacilar tampoco, arrimaron su dinero, y el caballero desapareció cubierto de oro, y el punto que estaba de pie, dijo echando sus cuatro onzas al as:

—Contra la corriente siempre.

El caballo vino a las tres cartas. A pesar de la decencia, calma y moderación ejemplar con que se juega en las partidas de gran tono, un murmullo más estrepitoso que de costumbre se dejó oír hasta el patio y la calzada. Todos se felicitaban mutuamente, y Relumbrón era el dios fabuloso, marido de la Fortuna (que hasta entonces se había tenido por doncella) que llenaba el salón y atraía por su audacia la atención de los numerosos concurrentes. González tuvo, para pagar las apuestas, que ocurrir a las mil y quinientas onzas del fondo de reserva que estaban debajo de la mesa. Hecha la liquidación y ordenado el oro, el silencio se restableció, y con el más profundo recogimiento, esperaron que barajase González, y apareció una sota y un seis de oros.

Gravísimo compromiso para todos. Esperar que ganase la sota, era tentar a Dios de paciencia.

Relumbrón, sin embargo, puso todo lo que tenía delante a la sota, y lo mismo hicieron los demás puntos, sin más excepción que el individuo que había jugado contra la corriente.

—Un momento, señor González —dijo—. ¿Me haría usted favor de darme trescientas onzas?

—Con el mayor gusto —le contestó González, sacando un papelito de debajo de la carpeta y haciendo con su lápiz el correspondiente apunte.

—Contra la corriente siempre —dijo el individuo—. Gracias, señor González —continuó— hágame favor de poner las trescientas onzas al seis.

—Juegan —dijo González.

—¿Corre? —preguntó un gurrupié dirigiéndose a los concurrentes.

—¿Puedo cambiarme? —preguntó Relumbrón a González.

Estupefacción general. ¿Cambiarse Relumbrón y abandonar la sota que le había dado la fortuna?

—Puede usted hacer lo que guste. No se ha visto la puerta —le contestó González.

—Pues me cambio al seis de oros; lo estoy mirando a las pocas cartas y hasta puedo decir el palo. Es imposible que repita la sota.

Hubo un murmullo general. Voces contra Relumbrón, diálogos, vacilaciones.

—Jueguen ustedes con libertad, mis amigos —les dijo— y no me echen la culpa si pierden: yo, cuando juego, tengo caprichos extraños, y en este momento no es cuestión de cálculos, ni de reglas, es lo que se llama una corazonada, el seis debe venir.

Continuaron los murmullos y las discusiones, y los que habían seguido la buena suerte de Relumbrón y no sabían a qué carta poner su dinero, se retiraron con lo que habían ganado, y fue lo mejor que pudieron hacer.

—Pues el coronel Relumbrón ha cambiado, voy a hacer lo mismo. Yo he de apostar contra la corriente y quiero ver lo que me sucede. Las trescientas onzas van a la sota.

—Juegan a la sota —contestó González.

Nuevos murmullos y nuevas conferencias en voz baja y zumbona; entre unos y otros se trataba ya de una especie de desafío entre el individuo desconocido en lo general, que jugaba por capricho contra Relumbrón, y éste, que afectaba una superioridad, como jugador viejo y lleno de experiencia.

—Va a dar la hora, y en cuanto suene el reloj, levanto el monte y me retiro —dijo González.

Con esta amenaza los puntos se dieron prisa, contaron y arreglaron en las manos su dinero e hicieron sus apuestas.

El seis de oros se cubrió de monedas, pues en lo general se decidieron todos a seguir la suerte de Relumbrón. Era una corazonada, y fuera de esta superstición de jugadores, que casi nunca se realiza, la repetición de la sota tantas veces gananciosa, era de todo punto imposible.

—¿Me daría usted cien onzas más de caja? —dijo el singular personaje que apostaba contra Relumbrón.

González hizo con la cabeza un signo afirmativo; sacó de nuevo su papel e hizo su apunte.

—A la sota si me hace usted favor, señor González.

—Juegan —contestó González.

Resultó en definitiva que la sota tenía únicamente las cuatrocientas onzas de la persona que apostaba contra la corriente, y que el seis de oros estaba tapado con las onzas, que en total representaban cerca de cuarenta mil pesos. Jamás se había visto en Panzacola una lucha tan terrible.

González, antes de voltear la baraja que tenía en sus manos y enseñar la puerta, recorrió con la mirada la concurrencia y la carpeta, y dijo con cierta solemnidad:

—El monte paga con lo que tiene en la mesa.

Un murmullo de desaprobación se escuchó, pero Relumbrón no lo dejó continuar.

—Yo pago lo que le falte al monte y juegan por mi cuenta las cuatrocientas onzas que la sota tiene encima.

—Juegan —dijo González; y como el individuo que las apostó no hizo ninguna observación, González dijo:

—¿Corre?

—Corre —contestó un gurrupié.

Un silencio solemne reinó, y González comenzó a correr tupidito, dejando ver solamente el borde de las cartas.

—El seis de copas —exclamaron en un coro de ópera los que estaban al frente de González, y habían visto asomar como una línea del dibujo de las copas.

—Quería saber lo que me sucedería por ir contra la corriente, y ya lo sé, perdí mis cuatrocientas onzas —dijo el individuo con tranquilidad dirigiéndose poco a poco a la puerta.

González acabó de correr la carta, y con una voz lastimera, el coro de jugadores dijo:

¡Era el cuatro!

—¡Ah! Entonces todavía hay esperanzas —dijo el misterioso individuo, volviéndose a acercar a la mesa.

González siguió corriendo las cartas muy despacito.

A las pocas cartas apareció la sota de oros.

Relumbrón se dio una palmada en la frente, que le quedó tan encarnada como si se hubiese puesto un sinapismo; los demás puntos, en su mayoría, hicieron un esfuerzo para contenerse, pero no dejaron de increpar a Relumbrón, que consideraron como la causa de su ruina, por haberse cambiado al seis.

El desconocido personaje, que era un rico propietario de San Luis, que había venido a dar un paseo a la capital y estaba recomendado por la casa de Amoategui al propietario de Panzacola, dijo:

—Borre usted la caja, señor González, y hágame favor de mandar mañana a don Pedro las cuatrocientas onzas que me pertenecen.

El reloj apuntaba la hora en que debía terminar la talla. González y sus ayudantes recogieron el oro de que estaba llena la mesa y se levantaron.

Relumbrón perdió lo que llevaba, que era mucho, lo que había ganado y las cuatrocientas onzas que tuvo que pagar al propietario de San Luis, que fue el que lo desconcertó y al que echaba la culpa de su mala fortuna en el último albur. Después de reflexionar que hizo muy mal delante de tanta concurrencia de darse tan soberbia palmada en la frente, procuró disimular, y con una risa nerviosa y forzada respondía a los que hablaban y hacían comentarios sobre su fatal corazonada; pero la música estaba por dentro, y su interior era una verdadera caldera donde hervían cuantas pasiones juntas puede tener un hombre.

El propietario de Panzacola y González, que por el contrario estaban muy contentos, lo convidaron a comer en el comedor privado y le instaron para que se quedara a la talla de la tarde y de la noche, y como él trataba de desquitarse, fácilmente consintió. Comió de todo y mucho con excitación, y regando los platos con copas, una tras otra, de diversos vinos. Entre una y otra conversación, versando todas sobre los caprichos del juego y el riesgo que corre un monte cuando la fortuna favorece a un punto atrevido y que sabe jugar, Relumbrón dijo a González.

—¿Cuánto debo de caja?

—No gran cosa, ya se hará la liquidación esta noche y mañana nos veremos en su casa a eso del mediodía; pero no se preocupe por eso, pues no sabemos lo que pasará esta tarde.

—Pase lo que pasare, ya sabe usted, González —le contestó Relumbrón— que soy muy exacto en mis pagos, y en este momento no tengo bastante dinero en oro para pagar la liquidación. Vamos a hacer una cosa si le parece.

—Lo que usted quiera —interrumpió el propietario de Panzacola— lo que tengo está a su disposición, y cuidado que no falta oro debido a la corazonada de usted.

Relumbrón se mordió los labios y contestó con amabilidad:

—Gracias, pero me gusta jugar con libertad. Tengo casas, fincas de campo, valores y alhajas. Vamos fijando el valor de cada casa, y una vez de acuerdo, me darán caja hasta el precio que se convenga. Si pierdo y no puedo pagar a las veinticuatro horas en oro, cubriré la liquidación con las fincas, y mandaré en el acto tirar la escritura a favor de quien se me diga. Si gano, nada hay qué hacer.

El propietario de Panzacola, que estaba seguro de que la suerte sería contraria a Relumbrón, no quiso desperdiciar la ocasión de ganarle algunas buenas fincas o, en último caso, de quedarse con ellas por la cuarta parte de su valor; hizo una corta y débil resistencia, debatió los precios, protestó que sólo por la amistad consentía en una cosa semejante, y al fin llegaron a una conclusión.

El propietario, de gruñón que era de costumbre, en ese domingo dichoso para él se convirtió en un terrón de azúcar; dio amistosas palmadas en las espaldas de su amigo Relumbrón y lo condujo a una bien amueblada recámara para que descansase mientras era hora de que volviese a comenzar el juego.

En vano quiso Relumbrón recobrar la tranquilidad y conciliar un rato de sueño en aquella fresca alcoba desde donde se veían por las ventanas árboles frondosos y apacibles montañas azules; la comida y los vinos fermentaban en su estómago, y las ideas de su segura ruina, si no lograba reponerse, turbaban su cerebro. Así, se reclinó, ya en la cama, ya en un sofá, se levantó, se volvió a sentar, se paseó de uno a otro lado, se asomó a las ventanas para recibir el aire fresco; nada, imposible de calmar este ardor febril, y en tal estado lo vino a encontrar el propietario de Panzacola, que lo tomó del brazo, como su viejo y querido amigo, y lo condujo al salón del tapiz verde, sentándolo en el mejor lugar.

Relumbrón estaba loco, tonto, imbécil; corrido de mundo jugador viejo, hombre de sangre fría y de expedientes, jamás le había sucedido una cosa igual. Decididamente el propietario de San Luis, con sus apuestas en contra de la corriente, le había echado un sortilegio fatal; no se reconocía, y los puntos los gurrupiés, González y el propietario, que no cesaba de rondar la mesa, se le convertía en figuras ridículas o feroces que no le quitaban los ojos de encima y le hacían perder el juicio. Tentado estuvo de retirarse y regresar a México con la fresca de la tarde; pero el deseo de desquitarse lo tuvo clavado en la silla.

Ya hemos descrito las escenas de juego. Ninguna cosa particular hubo en esta última talla. Relumbrón jugó con suerte varia, pero al último apretó, y al sonar la hora, había perdido casas, haciendas y hasta los botones de brillantes de su camisa. Ya entrada la noche, regresó en su carruaje a México.

El lunes, Relumbrón se levantó tarde, con la cabeza pesada, los ojos inyectados de sangre, los miembros todos de su cuerpo doliéndole como si le hubieran dado una paliza.

—¡Valor, valor y audacia! —dijo sacando con trabajo las piernas de entre las sábanas—. De pronto un baño de agua fría me hará bien o me dará pulmonía que acabe conmigo, y valdría más.

Pasó en el acto al cuarto de baño y se sumergió en una tina de agua fría. A los diez minutos salió temblando como un azogado; pero se frotó con cepillos y toallas, vino la reacción y comenzó a vestirse.

—Veamos lo que tengo que entregar de aquí a las seis de la tarde. Las deudas del juego son sagradas, y al día siguiente, antes de que se ponga el sol, deben estar liquidadas. En dinero, es decir, en oro, porque no me admitirían ni plata, diez mil pesos. El rancho de Xaltenango, las dos casas de la Calle del Esclavo, la casa de Chimalistac con sus muebles, los créditos contra el gobierno, la casa y huerta de San Agustín de las Cuevas… En fin, todo, hasta los botones de mi camisa; no me queda ni para darle el gasto la semana entrante a mi mujer. ¿Y qué haré para mudar de casa a Rafaela? ¡Vaya una aventura! Jamás me había sucedido. Soy un verdadero bruto y me fui de bruces, como si hubiera acabado de salir de la Escuela de Ingenieros. No hay que vacilar. Hacer frente a la situación y desafiar la fortuna, o matarse. Por ahora prefiero lo primero; bien mirado, me alegro de lo que me ha sucedido, porque me ha quitado toda especie de escrúpulos, ya no vacilo y estoy resuelto a llevar adelante mi vastísimo plan. Una vez que logre que mi compadre esté de acuerdo, ya no tendré obstáculo ninguno; así, lo primero es hablar con él y hablarle con franqueza e imponerlo sin exageración de la desesperada situación en que estamos.

Concluyó su tocado, sin dejarse de poner un solitario en su camisa de Cambray y un reloj de repetición con una gruesa cadena de oro y rubíes en el bolsillo del chaleco, y los dedos con anillos de diamantes, como si fuese una mujer.

La noticia de su derrota en Panzacola se difundió por la ciudad con más velocidad que la de su triunfo; así, no dejó de encontrar en su tránsito varias personas que lo detuvieron, y que con semblante queriendo afectar tristeza se condolían de su mala suerte; pero él, con la fisonomía rebosando de alegría (también fingida), les decía:

—No ha sido cosa, exageran mucho; perdí menos de la mitad de lo que había ganado, y esto es todo. El domingo próximo recogeré lo que he dejado en Panzacola, como quien dice a guardar.

Así, entre uno y otro imprudente que trataba de detenerlo exigiéndole que le contase los pormenores, pudo llegar a la Alcaicería. Encontró a su compadre más aliviado de su catarro y en momentos de bajar a la platería para concluir la famosa custodia que le había encomendado la Archicofradía del Rosario.

—Un momento, compadre, ya tendrá usted tiempo de trabajar. Siéntese, que tenemos que hablar muy detenidamente. Estamos arruinados —continuó— no tenemos nada, ni para el gasto de la casa. He preferido hablarle con franqueza. Conociendo que es hombre cristiano, soportará el golpe y se coformará con la voluntad de Dios, me ayudará con todos sus recursos para que ganemos, no sólo lo perdido, sino mucho más y de una manera fija y permanente.

El compadre se puso blanco como si hubiese recibido un repentino baño de cal en la cara, se le aflojaron las corvas y se dejó caer como un plomo en el canapé.

—Pero ¿cómo ha sido eso, compadre? El juego, el maldito juego; se lo había yo dicho a usted mil veces; pero nunca me ha querido hacer caso.

—No, el juego no, compadre; yo siempre he ganado y con sólo eso he mantenido el lujo de mi casa; sino yo mismo, que soy un verdadero imbécil. Pude haberme retirado ganando trescientos onzas; pero González con algunas palabritas, picó mi amor propio, hice la barbaridad de no seguir con valor el juego de figuras con que me hizo ganar ese oficial del regimiento de Baninelli, perdí la cabeza, me volví casi loco, loco de remate, y he aquí, nuestra ruina completa. Asómbrese usted: perdí todo el oro que tenía, después el rancho de Xaltenango, que vale sesenta mil pesos, por diez mil; las casas de la Calle del Esclavo, por cuatro mil cada una, y valen cuarenta mil, y así lo demás ¿para qué es recordarlo? Un verdadero desastre, no tenemos nada, nada; ni para amanecer como el último limosnero de la esquina.

El compadre se agarraba la cabeza con las dos manos, le parecía que era presa de una pesadilla y decía con una voz sofocada:

—¡Increíble, increíble! En tantos años que hace que nos conocemos, nunca había sucedido esto.

—Es verdad, compadre; jamás había tenido esa especie de vértigo que me acometió el domingo. Con la mayor sangre fría he perdido y he ganado albures de quinientas onzas, y me he sabido retirar a tiempo. Y lo que quizá no sabe usted, compadre, es que, además de estar cargado de deudas y de compromisos, todo el patrimonio de mi mujer se ha hundido en este pozo sin fondo. Esto es lo más fuerte. Severa y mi hija me creen el mejor de los hombres, así como muchas otras gentes; sólo usted me conoce, compadre, y eso no enteramente; pero quizá dentro de media hora me mostraré a usted tal como soy.

—Pero ¿qué hacer, compadre? —exclamó el platero, que no había fijado su atención en el último razonamiento de Relumbrón.

—La respuesta sería muy fácil y terminaría con nuestros infortunios personales; matarnos, y ya escogeríamos el modo más fácil y menos doloroso.

—¡Qué horror! —exclamó el platero volviéndose a coger la cabeza con las manos.

—Pero eso no está en los principios religiosos de usted, ni en los míos, porque soy cristiano, aunque mal cristiano; así, apartemos ese pensamiento y procedamos con orden y calma. En primer lugar pagar y liquidar antes de las siete de la tarde. Aquí tiene usted todas mis alhajas, creo que usted mismo las ha valuado en treinta mil pesos. Necesito sobre dieciséis mil pesos para pagar la caja, dar mil pesos a mi mujer para un novenario a no sé qué virgen y otros mil para un aderezo que tengo que comprar hoy… Ya sabe usted; compromisos de honor que nunca faltan. Busque usted, pues, a la corredora, y que vaya al montepío; añada usted algunas piedras que tiene en el misterioso cajoncito, o dinero si tiene usted, el caso es salir de los compromisos urgentes.

—La corredora no debe tardar —dijo el compadre, tomando la cajita de manos de Relumbrón.

—Pues viene como de molde. He citado a González para las dos de la tarde para que liquidemos.

—Bien, compadre, tendrá usted el dinero…

Relumbrón no pudo contenerse y abrazó a su compadre, que para tomar la cajita de las alhajas había cambiado de posición.

—Usted, compadre, es mi salvador, mi único y buen amigo, y le aseguro que si continuamos en sociedad, en muy poco tiempo volveremos a ser ricos: de pronto, deme mil pesos para ir en el acto a comprar el aderezo, y mande mil a mi mujer y antes de la una vendré en mi coche por el resto… en oro, todo en oro.

—¿Y después? —preguntó el platero con desconsuelo, desviando suavemente los brazos de Relumbrón, que rodeaban su cuello.

—Después —contestó éste muy contento— voy a comprar haciendas y fincas, pues que he vendido las que tenía.

—¿Con qué dinero? —preguntó el platero—. El que tengo apenas bastará para tantos compromisos.

—No se necesita por ahora sino muy poco dinero; bastará la audacia y el modo… que con modo se consigue hasta el cielo. Precisamente, al estarme vistiendo, recorría los periódicos y en el oficial leí un aviso en que el cual se anuncia la venta de una de las haciendas del marqués de Valle Alegre, que compró hace pocos años, por el rumbo de San Martín. Se llama Arroyo Prieto, tiene una gran existencia de trigo y de maíz. Si logro comprarla a reconocer, el trigo y el maíz, aunque sea vendido a menos precio que el de plaza, me dará un producto de veinte a veinticuatro mil pesos, y con esto marcharemos adelante, abriendo, como de costumbre, unos agujeros para tapar otros, hasta que se sistemen nuestros asuntos de la manera que explicaré a usted a su tiempo. También se vende un molino de Perote, molino que es absolutamente indispensable para mis proyectos. El apoderado es don Pedro Martín de Olañeta, y con una recomendación del licenciado Chupita, marido de su hermana Clara, es negocio hecho. Ya ve usted compadre, que no hay necesidad, y además, hará buen efecto en el público, que la semana misma de mi pérdida en el juego compre haciendas valiosas; y servirá también de pretexto ese negocio para tirar la escritura de la hacienda y casas que debo entregar al propietario de Panzacola.

Con estos proyectos, la frente del platero se desarrugó y, aunque en pocas palabras, porque era de suyo de escasos razonamientos, le prometió ayudarlo y que él mismo estaría antes de la una en su casa con el dinero suficiente para pagar la caja.

Relumbrón, muy contento y formándose un mundo de oro en su cabeza, fue al montepío, compró en mil pesos el aderezo codiciado y lo llevó a Luisa, sin entretenerse en muchas ternezas, pues tenía los minutos contados para concluir sus negocios antes del anochecer. De la casa de Luisa fue a la del marido de Clara a pedirle una recomendación, que obtuvo en el acto, y siguió a la casa del licenciado Olañeta, el que se excusó de intervenir en negocio alguno mientras desempeñase el cargo de juez; pero lo dirigió con una buena recomendación al licenciado Lamparilla, a quien, como hemos dicho, encomendaba varios negocios cuando él mismo no podía ocuparse de ellos. A las dos de la tarde González había recibido el importe de la caja y el escribano Orihuela estaba ya encargado de tirar las escrituras de las haciendas y casas a favor de la persona que designara el propietario de Panzacola.

Relumbrón entregó sin sentimiento, sin emoción, sus valores y su dinero. Estaba seguro que dentro de pocas semanas los volvería a adquirir en un albur o de cualquier otra manera; pero quedó como si le hubiesen quitado una piedra que le pesaba en el pecho, cuando hubo pagado la caja. Para los jugadores de México es un punto de honor pagar la caja antes de veinticuatro horas, y raro es el caso en que alguno ha dejado de hacerlo. Tal género de deudas no se pueden cobrar judicialmente; pero al que falta, como quien dice, se le cierra la puerta, y jamás puede presentarse en ninguna partida sin que oiga un rumor sordo y hasta desagradable para él.

Relumbrón, muy jovial, entró a las habitaciones de su mujer y le entregó mil pesos en oro para que, a su antojo, los distribuyera en los gastos del novenario.

Doña Severa era enemiga del juego, y por esta causa había tenido graves y frecuentes disgustos con Relumbrón; pero convencida de que era incorregible, se había propuesto no decirle ni una palabra; sin embargo, como no pudo dejar de saber por las visitas que recibía y por los criados las campañas de su marido en Panzacola, se limitó a preguntar secamente al recibir el oro y colocarlo metódicamente en su costurero:

—Por fin ¿has perdido o ganado?

—A mano poco más o menos, así, así —contestó con indiferencia.

—Entonces ¿este oro?

—Ya lo sabes, eso es aparte. Nunca toco tu dinero, que está en poder de mi compadre. A él pedí ayer los mil pesos, y él mismo me los trajo temprano.

—Bien está —y desvió la cara cuando Relumbrón quiso darle un beso en la mejilla.

—Te daré gusto —le dijo el marido con mucha amabilidad— te prometo no jugar más ni en Panzacola ni en México. Voy a dar otro giro a mis negocios. Fincas de campo, es lo mejor; ya verás qué magníficas haciendas voy a comprar, si me admiten en cambio las casas de la Calle del Esclavo, que apenas dan doscientos pesos al mes.

—Dios me oiga y te haga bueno —dijo sencillamente doña Severa; cerró su costurero, se puso en pie, besó la frente de su marido más con el cariño tierno de madre que con el entusiasmo de la mujer que llevaba años de casada.

Relumbrón, que no quería prolongar más la conversación, se dio por satisfecho de que terminara así, entre él y su mujer, la averiguación de sus ruidosas aventuras de Panzacola; pretextó la urgencia de atender asuntos importantes de Palacio, y, en efecto, en su despacho lo esperaba mucha gente; la mayor parte eran, o acreedores de picos pequeños o pobres vergonzantes que, no obstante su pérdida del domingo, venían a perdirle dinero. Pagó a los unos y medio contentó a los otros, y se desembarazó de tan importuna concurrencia.

En la puerta del zagúan lo esperaba una criada, que le dio una cartita perfumada, que decía:


Ven a cenar esta noche, chatito mío. Te espera sin falta.

Tu Luisa.
 

Aún no llegaba a la esquina, cuando lo detuvo otra criada y le entregó un bulto pequeño y un papelito azul enrollado como un cigarro:


Ya encontré una casa muy bonita. Te mando el pañuelo con tu cifra de mi pelo. Ven esta noche, cenaremos un pollo asado que tanto te gusta; pero no faltes, porque me enojaré, y arreglaremos lo de la mudada. Ya se me acaba el dinero.

Tu Rafaela.
 

Relumbrón se quedó como un bobo en la esquina, pensando cuánto le faltaba que pagar, qué mentira inventaría para que no se enojase doña Severa y dónde iría a cenar. De esta situación lo vino a sacar uno de los ayudantes del Presidente, que lo tomó del brazo y ambos caminaron rumbo a Palacio.

XXVI. Amor casual

El compadre platero había tenido sus veinte años, ¿quién que ha llegado a cuarenta o cincuenta no los ha tenido? Lo que quiero dar a entender con esto, es que a los diez y nueve, a los veinte y aun a los treinta años, Santos Aguirre era derecho, bien conformado, con ojos insinuantes y lascivos, con una abundante cabellera negra, la que con sólo lavarse con agua natural se le rizaba, y metiéndose la mano en lugar de peine, se formaban aquí y allá rizos graciosos que le caían bien por la frente y hacían a su fisonomía muy simpática. A los veinte años era ya un oficial, y un hábil oficial que su maestro distinguía mucho, le confiaba las obras más delicadas y las comisiones en que se trataba de enseñar piedras preciosas, de cobrar cuentas de valor, de comprar plata y oro en la casa de moneda, de acompañar a las señoras a otras platerías o almacenes cuando no encontraban en la del patrón las alhajas o efectos que deseaban.

Al taller de la Alcaicería venía, de tiempo en tiempo, una señora rica del Estado de Michoacán, que poseía una serie de ranchos productivos y hermosos en las cercanías del lago de Pátzcuaro, que se llamaban Los Laureles, sin duda por el mucho laurel que crecía por dondequiera, hasta el punto que tenían que arrancarlo para que no perjudicase a las siembras o a otras plantas del jardín. La señora habitaba indistintamente en uno u otro de los ranchos, pues cada uno de ellos tenía una cómoda y bonita casa.

Por lo menos dos veces en el año venía a México, y su primera visita era a la platería de la Alcaicería. Gustaba de alhajas curiosas, pero de poco valor. Raras veces compraba un diamante o un zafiro. En cambio, hacía un consumo exagerado de milagritos de plata, de sartas de coral y de perlitas, sin duda para regalar a la gente de sus ranchos. Como en los primeros viajes no era muy práctica en las calles de la ciudad, rogaba al patrón que alguno la acompañara, y Santos, como oficial de más confianza, era escogido, y así pasaba largas horas en la calle y en los almacenes, y si por casualidad se quedaba la señora el domingo, iban por la tarde al Teatro Principal. El maestro sabía que era una viuda rica, y no tenía inconveniente en fiarle quinientos y mil pesos y aun darle dinero cuando le faltaba para otras compras.

El aspecto de esta señora, que no tendría treinta años de edad, era, sin ser bonita, de los más agradables. Una boca fresca y con luz, pues cuando se habría para reír, y reía frecuentemente, enseñaba la garganta, iluminando no sólo las encías, sino todo el aparato húmedo, de esa carne fofa y rosada por donde pasa el espumoso champaña y las tiernas pechugas de gallina, y que absorbe también los besos ardientes del amor. Sus ojos grandes y color de aceituna tenían una expresión tranquila, y el conjunto de su semblante revelaba un alma buena y sencilla. El gracioso acento moreliano o el dejo, como se le llama en la capital al hablar de los provincianos, añadía mucho a la gracia de su boca y al sonido de su voz. Vestida con propiedad, pero sencillamente, con su cabello dividido en dos bandas, retenida su gruesa trenza por una peineta de carey y embozada en un tápalo de color modesto, era una de tantas personas que transitaban por las calles, sin nada notable en el traje ni el modo de andar y de mirar que fuese digno de llamar la atención. Ni el maestro de la platería, ni Santos, ni nadie sabía dónde se alojaba; tal vez sería en casa de una amiga íntima o de una parienta; permanecía cuatro, seis y hasta quince días en México, y el día menos pensado desaparecería sin despedirse del maestro ni del oficial, y no volvía sino a los tres o cuatro meses, trayendo el dinero suficiente en oro para pagar lo que le había fiado en la platería y en algunas otras tiendas.

No había dejado de llamar la atención de Santos la naturalidad, la gracia y la sencillez de esta mujer, pero no se había atrevido a decirle, salvo algunos cumplimientos, nada de formal; en primer lugar, por no disgustar a su patrón si lo llegaba a saber, y, en segundo, porque su humilde posición de oficial de una platería, lo alejaba de una mujer seguramente rica y de familia distinguida de Pátzcuaro; así es que pasaron meses y meses sin que las relaciones avanzaran del punto que hemos indicado; es decir, un compañero atento que guiaba en la capital a la señora rica en las compras y asuntos que se le ofrecían, en guardarle a ocasiones dinero, efectos y alhajas, empaquetarlos y llevárselos hasta el mesón de Balvanera, de donde salía cada semana un coche para Morelia.

En uno de los viajes, la señora de Los Laureles, como la llamaban en la platería, tuvo gana de pasear por la Alameda, entre tanto regresaba a su casa una costurera que vivía en Corpus Christi y a la que mandaba hacer sus trajes cada vez que venía a México. Sentáronse en una de las bancas de piedra que cercan las fuentes, platicaron del fresco delicioso de aquel sitio, y se divertían mirando bajar y subir un limón colocado en el chorro de la fuente. De repente, y con la mayor naturalidad y sencillez dijo la señora de Los Laureles a Santos Aguirre:

—Vea usted qué idea tan rara. Me casaría con usted de buena gana.

Santos no se sorprendió y creyó que era una broma.

La señora se lo conoció en el semblante.

—De veras —continuó diciéndole— no es chanza. Usted es un buen muchacho, muy hábil en su oficio, y las alhajas de plata y oro que usted hace no tienen igual en México. Además, lo creo muy hombre de bien, pues su maestro le confía alhajas que valen miles de pesos, y aunque diga usted que no tengo vergüenza, me parece usted muy guapo, y sus ojos y su cabello me encantan.

Santos se rio a carcajada tendida.

—Hace usted bien en burlarse de mí, por haber sido franca y haberle dicho lo que sentía, pero todo es inútil; soy viuda y libre, completamente libre; no quiero a nadie, ni me gustan los hombres, pero no me puedo casar.

—No me he reído por hacer burla a una señora que tanto favorece a mi maestro y a mí, sino porque me he figurado que me quiere usted volver loco, y vale más reír que no tomar a lo serio estas cosas. Que, ¿no sabe usted que es bonita y graciosa sin pretenderlo, y así como usted cree que soy hombre de bien, yo estoy seguro de que usted es muy buena? Con razón dice usted que no se puede casar, ¿ni cómo usted, tan rica, se había de casar con un oficial de platería que no gana más que un par de pesos diarios? Tendré reunidos unos trescientos pesos, y eso es todo mi capital.

—¡Rica! —interrumpió la moreliana—. Sí, muy rica en verdad, y por eso precisamente no me puedo casar, ya se lo explicaré otra vez.

La moreliana se levantó, y ambos se dirigieron al Montepío hablando de cosas indiferentes y como si nada hubiese pasado.

El resultado de conversaciones como la que acabamos de referir vino a ponerse de manifiesto tiempo después, en que volvió, como de costumbre, a hacer sus compras. Su talle había engrosado visiblemente y su fisonomía era más abierta y luminosa. Estaba verdaderamente bonita y llamaba la atención de los que pasaban junto a ella. Caminaron por las calles más solas y llegaron a la misma glorieta de la Alameda.

—Es la ocasión —dijo la moreliana— de que te explique ahora por qué no me puedo casar contigo. Desde la primera conversación que tuvimos hace años, en este mismo sitio y sentados en esta misma banca, concebí, no un capricho, sino un cariño tan grande por ti, que no podía olvidarte por más que quería. Los días se me hacían muy largos, las semanas años, y con gran gusto de tu maestro, mis viajes eran más frecuentes. Mañana desapareceré por dos meses, y nadie sabrá dónde los pasaré. Vas a saber por qué. Mis padres me casaron muy joven, casi niña, con un señor riquísimo que tenía muy bien sus setenta años. Yo no supe lo que hice, ni mi marido tampoco; pero como yo era una inocente y no conocía más que los ranchos de Los Laureles que mi padre tenía en arrendamiento, vivía contenta, sin deseos, sin ambición, sin tener siquiera idea de cómo era una ciudad, pues no conocía más que el pueblo a donde me llevaba mi padre los domingos a la misa. Al cabo de cuatro años de casada murió mi padre, y fue tan grande la pesadumbre de mi madre, que a los tres meses lo siguió, seguramente al cielo, pues los dos eran cristianos. Cuando esto sucedió, sentí el peso del matrimonio, y mi marido, que había sido, si no bueno, así, así, se volvió imprudente, regañón y además enfermo, ya de un brazo, ya de una pierna, ya de la cabeza, de modo que me pasaba los días y las noches curándolo y vendándolo. Cada semana venía el médico de Pátzcuaro y le ordenaba tanta medicina, que el criado iba en seguida a la botica, volvía con una canasta llena de ungüentos, de botellas de todos tamaños y con cajitas de píldoras de todos colores. Duró dos años esta fatiga, y estaba yo lo que se llama aburrida; pero lo disimulaba, tanto porque mi carácter es tolerante, como porque pensaba que no podía hacer otra cosa. Cuando mi pobre marido se vio ya muy grave de una enfermedad que ni él ni el médico conocieron, me llamó a su cabecera, me rodeó el cuello con el único brazo que podía mover, se puso a llorar como un niño, me pidió perdón y me dijo: «Te dejo mis ranchos de Los Laureles y mis demás bienes, pues no tengo herederos forzosos; pero con una condición que tú sabrás a su tiempo. Tengo hecho en toda forma mi testamento en Pátzcuaro, y te lo vendrán a notificar nueve días después de mi muerte». A los pocos días de esta confidencia murió y, según su voluntad, fue enterrado pobremente en el cementerio del curato del pueblo. A los nueve días justos vinieron de Pátzcuaro un escribano y un licenciado a notificarme. Ni puedes imaginarte lo rica que soy, y un día te daré una lista de todo lo que tengo. El albacea que dejó mi esposo es don Cayetano Gómez, la persona más rica y más honrada de Morelia. Yo manejo los ranchos de Los Laureles, y don Cayetano, por medio de sus dependientes, los otros ranchos, haciendas y casas. Me da cuanto le pido; en nada de mis asuntos se mezcla; yo entro y salgo y hago mi santa voluntad, sin tener que darle a él cuentas ningunas, y antes bien él me las da a mí cada seis meses; pero por costumbre y porque así me conviene, le doy cuenta de todas mis acciones y no doy un paso sin su aprobación.

—Aún no me has dicho todavía la causa por qué no te puedes casar —dijo el oficial de platero, no pudiendo recobrarse del asombro que le causaba el extraño carácter de esta mujer, a la que cada día iba queriendo más, habiendo comenzado por amores pasajeros que, desgraciada o afortunadamente, tuvieron consecuencias más serias.

—Es verdad, no te he dicho la causa por qué nunca podré ser tu mujer, y por eso debí haber comenzado. La cláusula del testamento que me leyó el escribano, parece que la tengo impresa en el cerebro y no le falta ni un punto ni una coma. Te la voy a decir: «Hago mi testamento en mi sano y entero juicio, y como hasta este momento mi esposa doña… ha sido muy fiel y, además atenta y cuidadosa conmigo, como si hubiese sido mi hija, la instituyo heredera de los ranchos de Los Laureles, donde deseo que viva retirada el resto de su vida, y no teniendo herederos forzosos, la instituyo también heredera de mis demás bienes, cuyo inventario está en poder de mi albacea, pero con la condición de que no se volverá a casar. Si alguna vez se casare, no importa el marido que escoja, aunque fuese un rey, o si tuviese sin casarse un hijo, o hiciere mala vida en el rancho o en otra parte cualquiera, perderá el derecho a todos mis bienes, que pasarán a los que pretenden ser mis herederos, cuya lista está igualmente en poder de mi albacea. Llegado ese caso, conservará únicamente en Los Laureles el rancho donde nació, y una pensión de cincuenta pesos mensuales, que le será ministrada por mi albacea». Ya ves que larga como es esta cláusula, la sé de memoria. El resto del testamento no tiene importancia. Misas por su alma, limosnas para los pobres, un legado para el cura del pueblo y una cantidad para la función anual de la parroquia. Los herederos no forzosos, son más de cuarenta, y desde que supieron, no sé cómo, el contenido de la cláusula que acabo de referir, se han constituido en otros tantos espías para cogerme en un renuncio y poder reclamar y repartirse los bienes; pero hasta ahora no han podido agarrarse de lo más mínimo, pues vivo sola con mis criadas en el mejor de los ranchos, y mis cortos viajes a México los hago con conocimiento y previa licencia de don Cayetano Gómez, el que me conoció muy niña, me tiene cariño y mucha confianza en mi conducta. Las chucherías que compro en la platería son para hacer regalos a mis criados y criadas, y también a varias personas que detestan a los supuestos herederos y me sirven para destruir las redes que no han dejado de tenderme, concluyendo por cansarse y tomar cada uno por su rumbo. Aquí en México existe una familia que fue muy amiga de mis padres. Vive cómodamente con una pensión que le doy cada mes, y primero les arrancan la vida, que vender cualquiera de mis secretos. Las criadas me conocen con un nombre supuesto y paso por ser vecina de Toluca. Es en esa casa donde he habitado las cortas temporadas de mis viajes, y es en esa casa también donde daré a luz el fruto del único amor que he tenido en mi vida. Las criadas serán despedidas antes del acontecimiento, y no habrá más que la familia para asistirme cuando el lance llegue. Ya comprenderás la importancia del secreto. En el momento que se descubriese, vendrán veinte o treinta pleitos encima, y por mucha que fuese la influencia de don Cayetano, como la cláusula es terminante, me quedaré de la noche a la mañana en la miseria, y este hijo, que es la recompensa de un amor sincero, será, cuando crezca, un pordiosero.

—Eso no —dijo el oficial de platería—. Lo que yo gane y lo que yo ahorre será para él; pero reconozco, sin embargo, la importancia del secreto y lo guardaré como si estuviese depositado en un sepulcro. Tengo en ello tanto interés como tú.

—Bien, perfectamente bien y no esperaba menos de ti. Voy delante —dijo la moreliana levantándose— sígueme tú, procurando no llamar la atención, y la casa en que yo entre, en la Calle de la Estampa de Santa Teresa la Nueva, es donde vendrás a verme cuando recibas una carta mía. Di a tu maestro que partí para el rancho de Los Laureles, y que a mi regreso, dentro de dos meses, le pagaré los doscientos pesos que le resto, según su cuenta con la que estoy conforme.

La moreliana y Santos, después de esta conversación no se volvieron a ver, en efecto, sino a los dos meses y ocho días, en que recibió la carta prometida y ocurrió a la cita en la casa de que se ha hablado. Allí encontró un niño sano y robusto que prometía, cuando se desarrollara y acabase de respirar bien el aire del mundo, ser un primor de gracia y de hermosura. La madre había partido a su rancho, visitando de paso en Morelia a su protector don Cayetano Gómez, el cual se manifestaba cada vez más satisfecho de la conducta hasta ejemplar que observaba la que él decía que era como una de sus hijas.

Las relaciones entre Santos y la Moreliana cesaron con el nacimiento del niño. Continuó haciendo sus apariciones en México de cuando en cuando, comprando siempre objetos en la platería, sin necesitar ya (ni le convenía) de la compañía de Santos. La última vez que habló con él a solas, y evitando las caricias que trataba de hacerle, le dijo:

—Nada, nada de palabras ni menos de caricias; yo no soy como todas las mujeres. Te quiero como el primer día; pero si el cariño y la naturaleza (porque nunca fui de veras casada) me precipitaron a cometer una falta, no caeré en la segunda, que pondría en peligro el porvenir de nuestro hijo.

Como Santos quería hablar, ella le tapó la boca con la mano, y continuó diciéndole:

—Nada, nada… desde hoy, tú no eres más que el oficial de la platería que acompañaba a la señora de Morelia cuando venía a surtirse de alhajas en casa de tu maestro.

Santos no insistió, las cosas quedaron en el mismo estado que la primera vez que vino a México la misteriosa moreliana, y los presuntos herederos no tuvieron ni aun la menor sospecha de la estupenda droga que les hizo. ¡Lo que son las mujeres! El diablo les tiene miedo; con llorar cinco minutos, son perdonadas de sus flaquezas, como la Magdalena, y todas se van al cielo. El infierno debe estar doblemente triste con la falta absoluta de la bella mitad del género humano.

El afortunado niño se crió sano y guapo entre esa familia, que se componía de una viuda y dos niñas casaderas, abrigado este personal con las canas de un tío que dormía catorce horas, empleando el resto en comer y rezar en la iglesia de Santa Teresa. El secreto fue fielmente guardado, como se supone, pues en caso de descubrirse por alguno, perdía la amplia mesada que con la mayor exactitud les ministraba la moreliana.

El maestro de Santos murió y le dejó en herencia su taller y su clientela. La moreliana compró la casa de la Alcaicería y se la regaló a Santos, con lo que quedó bien establecido y ganando el dinero que quería con su habilidad en el noble arte de la platería.

Cuando el niño tuvo la edad conveniente se le puso en una escuela y después en el seminario. Consultándole sobre la carrera que quería seguir, respondió que la militar, en consecuencia, se le trasladó del seminario al Colegio de Ingenieros, que justamente se acababa de establecer en el antiguo edificio de los Betlemitas.

Pasaba por ser huérfano de padre y madre. Su padre, al morir, le había dejado un regular capital y al cuidado de la familia donde se crió y de don Santos Aguirre, en cuyo poder estaba su dinero. En esta creencia y sin hacer muchas averiguaciones, había crecido este ser misterioso que conocemos en esta verídica historia, con el nombre de Relumbrón, porque así le llamaban muchos amigos y por no confundirlo con don Santos Aguirre, cuyo apellido llevaba.

XXVII. Algo de la vida íntima de «Relumbrón»

Algo de la vida íntima de Relumbrón

Durante algún tiempo. Relumbrón fue uno de tantos oficiales del ejército que no llamó la atención del público, y su círculo estaba reducido a tres o cuatro de sus compañeros de colegio, a las relaciones superficiales que le proporcionaba el platero, que era conocido por su habilidad y por las exquisitas piedras y diamantes con las que deslumbraba a sus marchantes. El género de industria que ejercía y lo acreditado del taller de la Alcaicería, que contaba años de existencia, lo ponían en contacto tan pronto con Cecilia, que le compraba sartas de corales, como con el marqués de Valle Alegre, que le mandaba hacer un aderezo de zafiros, o con el prior de Santo Domingo, que exigía para el día solemne de la función de iglesia un juego de candelabros de plata. El influjo que ejercía y las relaciones que en el transcurso del tiempo adquirió con personajes muy elevados, lo empleaba todo en favor de su hijo y se complacía, lo mismo que la moreliana, en guardar el secreto y en ver cómo el fruto de un amor que pasó como fuego fatuo, se desarrollaba, progresaba con asombro y envidia de la mayor parte de los militares, e iba tomando un buen lugar en la sociedad mexicana. Cuando lograron por estos manejos en que no entraba por algo, sino por mucho, el dinero, que no escaseaba la propietaria de los ranchos de Los Laureles, que fuese admitido como Ayudante del Presidente, cambió mucho su posición, y lo que se llama público en mayor o menor número, comenzó con más seriedad a ocuparse de él. Decían unos que era hijo natural del marqués de R…, que a su muerte había dejado una cantidad muy fuerte de dinero en poder de don Santos. Otros, aseguraban que era uno de los noventa o cien hijos del conde de J…, y que como ese hijo lo había tenido en una señora muy ilustre y rica de Saltillo, había sido entregado al platero para que le diese una educación muy esmerada que lo hiciese lo que podía llamarse un hombre de importancia, para lo cual daba cuanto dinero era necesario. Por este estilo se formaban cuentos y novelas a cual más interesantes respecto al origen de Relumbrón, sin que ninguno, hubiese llegado a penetrar el misterio que sólo sabían la moreliana, el platero y la familia en cuya casa nació, de la que sólo existía ya el viejecito enfermo y sordo como una tapia. La madre había muerto y las dos muchachas, bien casadas con la dote que les dio la moreliana, habían seguido a sus maridos, establecidos en el interior de la República.

A esta protección decidida, como se ha dicho en el capítulo anterior, se añadió el carácter fácil y la viveza natural de Relumbrón y su casamiento con una persona rica de la mejor reputación. Con tales elementos, el círculo de sus relaciones se ensanchó; concluyó por conocer y tratar a las personas más notables del comercio del foro y de la Iglesia. El Presidente lo distinguió, lo elevó a un grado superior y le dispensó su confianza, con lo que pudo proporcionarse negocios de esta y de la otra naturaleza. Entonces el platero, con el consentimiento de la moreliana, celebró con él una compañía con la más grande reserva y únicamente con la fe de la palabra, para entrar en otra clase de negocios en que él tendría una tercera parte, Relumbrón otra tercera, y la restante para una persona que ministraría cuanto dinero fuese necesario, pero que quería ocultar su nombre. No hay que decir que esa persona era la moreliana, que, sin necesidad de pedir dinero al albacea de su difunto marido, dedicaba el crecido producto de los ranchos de Los Laureles al fomento de las empresas de su hijo, que no sabía cuáles eran, ni le importaba ganar o perder, y ni siquiera trataba de indagar, las veces que venía a México.

En tal estado estaban las cosas, cuando hemos presentado a nuestros lectores estos nuevos personajes, dejando olvidados a otros que ya han figurado y aparecerán cuando sean mezclados, más o menos, a nuevos acontecimientos.

Mas para dar una idea de las relaciones sociales de Relumbrón y espiar, aunque sea un momento, la vida íntima de este singular personaje, bueno será que le consagremos algunas horas más. Relumbrón tenía en arrendamiento en la calle de… una casa habitación alta con dos salas, ocho o diez recámaras y gabinetes, azotehuela, una amplia cocina y, en los bajos, local bastante para los coches y caballos; en el fondo todavía un corral y un jardín; en resumen, un verdadero palacio a la antigua, con mamparas de lienzo, puertas irregulares, pesadas mochetas, ventanas altas y bajas en todas las piezas, con rejas de fierro, pero en el conjunto, aunque no brillante y bien decorado, era muy cómodo y podían vivir dos o tres familias.

Doña Severa, la esposa de Relumbrón, era mayor que él, su figura y sus costumbres guardaban perfecta analogía con su nombre. Era delgada, derecha, muy blanca, con una nariz afilada y grande, boca pequeña y seria, cuyos labios más bien se recogían que no se desplegaban para sonreír. Risa franca y abierta jamás la tuvieron, pues siendo el carácter adusto y triste, las carcajadas alegres y francas nunca se oyeron, ni aun cuando era joven, en las habitaciones de doña Severa.

La mirada de sus ojos, de azul oscuro, no era soberbia, ni altanera; pero si severa como su nombre, y cualquier desmán en el hablar o en las acciones de los que tenían trato con ella, lo contenía su mirada, en la que se reflejaba el desagrado. Cuando no había nada que chocara con sus costumbres y modo de pensar, esa mirada era benévola y un tanto insinuante para las personas a quienes estimaba y dispensaba su confianza y amistad.

Cada sábado, doña Severa y su hija se ponían su saya y su mantilla trapeada, y a las ocho de la mañana se iban a la iglesia de la Encarnación, donde las esperaba su confesor; las seguían sucesivamente las criadas de la casa, y todas juntas el domingo muy temprano iban a comulgar al Sagrario. En las noches se rezaba el rosario en coro y se concluía con la estación cuando sonaba en la iglesia cercana la plegaria de las ocho. Con los cocheros y demás criados era un poco indulgente; pero no dejaba de exigirles en Cuaresma su cédula de confesión, y si no la entregaban en la semana de Dolores, eran invariablemente despedidos. Poco después de las ocho comenzaban a entrar las visitas de confianza, tomando el chocolate en el comedor y después pasaban al gran salón que describiremos a su tiempo.

El casamiento de doña Severa y de Relumbrón fue obra exclusiva del platero y de la moreliana; no precedieron ni citas, ni cartas perfumadas, ni apretones de manos, ni besos furtivos y ardientes. Relumbrón visitó la casa de doña Severa un par de meses, lo que era bastante para tratarse, nunca pasó de darle la mano al despedirse y menos le habló de amores; la conversación era más bien de funciones religiosas que de otra cosa, pues los dos estaban entendidos que, si después de tratarse confrontaban, se casarían.

Confrontaron y doña Severa se casó, porque desde que le presentaron a Relumbrón concibió, como si fuera una Julieta de diez y seis años, un violento amor por él; pero se guardó muy bien de confesarlo, ni siquiera de demostrarlo, y tuvo la fuerza de voluntad bastante para aparecer ante él más severa de lo que era.

Relumbrón se casó porque le gustó la novia y, en efecto, la compostura y severidad de Severa con su fino cabello negro, su dentadura completa y sus carnes todavía frescas y blancas, tenía quizá más atractivo para los hombres que los labios pintados, las muecas y risas forzadas de una coqueta. En efecto, era solicitada no sólo de Relumbrón, sino de tres o cuatro pretendientes más, con quienes se hubiera podido casar, pero no le simpatizaban. Además, Severa tenía dinero, una reputación sin tacha, ningún pariente: era una ganga. Para establecerse sólidamente en la sociedad, necesitaba Relumbrón una familia. ¿Qué mejor medio podía escoger que casarse con una persona que no tenía más defecto que su modesto y regular modo de vivir, observando su religión y cumpliendo con sus deberes de mujer de casa y de excelente madre? Porque, a poco más de un año de casada nació su hija que llevó a bautizar el platero a la parroquia del Sagrario, y a la que se puso el nombre de María Amparo. He aquí por qué Santitos era padre y compadre de Relumbrón.

Desde los tiempos en que la moreliana rica hacía sus visitas a la capital, hasta los acontecimientos que referimos, habían pasado algunos años. El maestro platero no era ni sombra del guapo oficial que escuchó en la glorieta de la Alameda la intempestiva declaración de amor de la señora de Los Laureles. Rayando en los setenta, aunque representando poco más de cincuenta, el continuo trabajo agachado en su mesa, cincelando custodias y cálices, lo habían encorvado; sus ojos nada tenían de seductores y hasta habían, en su revestimiento, cambiado de figura a fuerza de aplicarlos al lente para reconocer las piedras preciosas, y su modo de hablar y sus maneras, más bien parecían de una persona educada en un convento de frailes. Su carácter moral había sufrido también notables modificaciones. Se había vuelto devoto con exageración, así como hipócrita, misterioso y reservado, aun para las cosas más insignificantes, a la vez que se había desarrollado en él una avaricia y un deseo de acumular oro y piedras preciosas, que no podía resistir. Tenía en éstas y en oro más de cien mil pesos, sin contar con lo que le producía su trabajo diario y los negocios de Relumbrón; de modo que aunque éste perdiese la camisa, nada le importaba, y sin embargo, quería tener y guardar más y más. Por esta tonta pasión, había prescindido de sus escrúpulos cristianos y formádose una moral especial, comprando piedras y alhajas robadas.

Los años no habían pasado para la moreliana. Con todos sus dientes, sin una cana, un poco más gruesa, pero fresca, amable, simpática como el primer día que vino a la platería de la Alcaicería a comprar los milagros y las sartas de perlas.

Cuando venía a México, ya sin sobresalto y sin tener que ocultarse de los presuntos herederos, tratando al platero como a un amigo viejo, los dos se complacían en ver cómo, ayudándoles la fortuna, habían hecho de Relumbrón un personaje notable; cómo lo que habían logrado militares cubiertos de heridas, como Baninelli, había alcanzado su hijo; cómo habitaba una gran casa; cómo se había casado con una señora rica y principal, y cómo de ese matrimonio, que ellos habían hecho, resultó una adorable criatura graciosa, bella, amable y buena, como lo eran la madre y la abuela. Era Amparo el encanto de la madre, que había puesto sus cinco sentidos en educarla, y también el encanto de Relumbrón, que nunca se había ocupado de ella, pero que la quería entrañablemente; y ese amor era el único punto luminoso en el corazón oscuro de este hombre, absorbido en el juego, en los negocios, en la sed insaciable de guardar dinero, mucho dinero, pues nunca le bastaba.

Lo espacioso y cómodo de la casa le permitía tener una habitación independiente y separada de la de su mujer, y en ella recibía sus visitas, trataba sus negocios y obraba con tanta libertad como si fuese un soltero. Su mujer hacia otro tanto, y ella y su hija, viviendo en su habitación como si no tuvieran ni marido la una ni padre la otra, recibían también visitas de amigas, de clérigos, de priores y padres graves de conventos, y seguían el método de vida que mejor les acomodaba. Pocas veces se reunían a las horas de comer, pues el jefe de la casa, por el servicio en Palacio, por sus negocios o porque siempre tenía invitaciones aquí y allá, raras veces asistía al comedor a las horas de costumbre.

El gran salón era el que reunía invariablemente los jueves a la familia y a los amigos. Era la pieza más grande y también la más curiosa de la casa. Dos grandes balcones a la calle, dos puertas a los costados que comunicaban a las recámaras y dos enfrente de los balcones, que conducían al interior de la habitación, y esas seis puertas con grandes cortinas de damasco franjeadas de galón amarillo, del corte y hechura de las cortinas de iglesia. Efectivamente el damasco de china de ese rojo morado que ha vuelto a entrar en moda, provenía de uno de los conventos de frailes, que lo había regalado a doña Severa en cambio o como gratitud por las largas limosnas que acostumbraba hacer a las iglesias.

En el frente del salón había un nicho de ébano y cristales con un Señor atado a la columna, casi del tamaño natural, y el nicho bajo un dosel, también de damasco rojo con colores amarillos. Delante del nicho, dos magníficos jarrones de China, de la más remota antigüedad, y de cada lado, dos sillones dorados con vestidura de terciopelo. Esa parte del salón tenía el aspecto de una lujosa sacristía. Entre los dos balcones, un piano o forte piano, como se le llamaba entonces; es decir, un instrumento tan bueno como podía encontrarse en México y en Europa. En medio del salón, una mesa de bálsamo con su tapa de tecali de Puebla, y en el centro de la mesa una gran jarra de plata, que nunca dejaba de tener un ramo de olorosas flores naturales. El macizo que quedaba entre las dos puertas que comunicaban al interior, estaba dedicado al estrado, compuesto de un canapé, sillas y sillones distribuidos contra la pared en líneas rectas y simétricas, donde se sentaba el ama de la casa y recibía a los concurrentes a medida que iban llegando. El conjunto presentaba un aspecto singular, pues entre los adornos y objetos que podrían llamarse místicos, se mezclaban muebles exquisitos que Relumbrón había hecho venir a gran costo de París. En los días ordinarios, el salón estaba alumbrado por dos velones de cera, colocados en unos pequeños blandones de plata delante del Señor de la Columna, y una gruesa vela de sebo en un candelabro, también de plata, con su platito de despabiladeras que iba de la mesa de tecali a una y otra rinconera. Cuando acudían más visitas, se traían dos o tres velas más. Delante del nicho era donde doña Severa, con su hija y sus criadas, rezaba todas las noches su rosario y demás devociones, y no pocas veces las visitas de confianza que entraban más temprano eran invitadas a participar de estos piadosos ejercicios.

Pero los jueves era otra cosa. Una lámpara de plata con doce arbotantes y seis pantallas de Venecia distribuidas en las paredes iluminaban con velas de esperma este salón de aspecto tan variado y extraño, que a veces creían los concurrentes estar en una iglesia el día de Jueves Santo; y la ilusión era más completa cuando sonaba en el piano alguna de esas piezas religiosas de la música clásica alemana. Las recámaras se arreglaban y abrían, y toda la casa, en especial el comedor, estaba a disposición de las visitas. El servicio de los bajos de la casa se hacía por hombres: el portero, los cocheros, los lacayos, los mozos de caballeriza y demás; el de los altos, por mujeres muy limpias y afables, con sus armadores blancos, su cabello muy alisado, su calzado de cordobán nuevo, como criadas de un convento. Y en efecto, doña Severa acudía a las monjas cada vez que necesitaba una sirvienta.

Concluidas las devociones a las ocho y cuarto, la casa se encendía, quedaba perfectamente arreglada y dispuesta para la tertulia, y doña Severa y Amparo se sentaban en el estrado; pero no estaban mucho tiempo solas, porque las visitas iban entrando.

La familia de la casa de enfrente era la más puntual. La señora y dos niñas de diez y seis y veinte años, y el esposo de más de cincuenta, ejerciendo con provecho su profesión de abogado. Acostumbraban tomar los jueves chocolate, y doña Severa o Amparo, después de los cariñosos saludos de costumbre, los conducían al comedor, donde todo estaba dispuesto. En seguida, otra familia de San Cosme, compuesta de tres señoras ya de cierta edad, propietarias y doncellas viejas; después esta y la otra persona, de modo que antes de las nueve, el salón estaba lleno, y parte de las recámaras y el comedor con la concurrencia más rara y más heterogénea que pueda imaginarse.

Doña Severa, por su parte, convidaba a sus amigas y conocidas, y Relumbrón, por la suya, a personas de tan diverso carácter y categoría, que resultaba una mezcla rara que representaba las distintas escalas de la sociedad mexicana, sin descender muy bajo. Eran, por ejemplo, un escribano, un capitán o teniente, un senador, un diputado o un director de rentas, un magistrado, un médico, un minero, un comerciante y un usurero. Relumbrón conocía a todo México y todo México le conocía a él; así, cada jueves, además de los tertulianos antiguos, se solían ver caras nuevas en el salón, y no era esto por llenar su casa sino porque en la serie de negocios que emprendía en la vida que llevaba, un día u otro podría necesitar un servicio, y nunca estaba por demás el atender sus relaciones para desarrollar el grande plan que durante tres años turbaba su cabeza y era una obsesión constante que lo molestaba y lo tenía inquieto y pensativo. Clara, la hermana de don Pedro Martín de Olañeta, y su marido el licenciado, no faltaban los jueves, a no ser que alguno estuviese enfermo; las otras dos hermanas visitaban a doña Severa de día, porque su vida metódica no les permitía estar fuera de su casa pasadas las nueve de la noche; don Pedro Martín, a quien no se cansó de invitar Relumbrón, fue una o dos noches, jugó dos manos de tresillo y no volvió. La esposa y la hija le merecían mucha estimación; tenía conocimiento y sabía los buenos antecedentes de doña Severa, y le elogiaba el cuidado con que había educado a Amparo; pero Relumbrón le parecía más ligero de cascos, finchado como un portugués; no tenía la mejor idea de su moralidad y no quería tener intimidad con personas de ese carácter. Bedolla y Lamparilla no faltaban, y el primero se daba una importancia tal, que le huían los jóvenes en cuanto lo veían; y si alguno caía en sus manos, ya tenía para toda la noche, pues gustaba mucho a nuestro licenciado contar anécdotas de su tierra, referir las riquezas que tenía su familia, que fue arruinada por los insurgentes, y la influencia que había adquirido él, quizá por este motivo, la cual no dejaba de poner a disposición de los tertulianos con quienes entraba en conversación. La aristocracia no escaseaba en este extraño salón, y más de una vez se vio allí al hijo del marqués de Aguayo, al primo del conde Santiago y al marqués de Valle Alegre, que estimaba mucho a doña Severa y platicaba con ella y con Amparo lo más de la noche, cuando concurría, y era lo menos una vez al mes, a no ser que estuviese en sus haciendas, Baninelli, por más que Relumbrón lo invitó, no consiguió que fuese su tertuliano. Consintió en ir una noche, pero apenas vio el salón pareciéndose a una capilla y la clase de la concurrencia, cuando se marchó y juró no volver más.

Una de las recámaras, que eran bien amplias, se convertía en sala de tresillo, y se ponían dos o tres mesas con las barajas, patoles o frijolitos encarnados, fichas de concha y lo demás necesario. Algunos de los tertulianos concertaban de antemano sus partidas de tresillo, y a medida que llegaban se apoderaban de una mesa y, sin muchos cumplimientos ni hacer caso de las señoras ni de las muchachas bastante bonitas, que no faltaban, permanecían absorbidos en sus codillos, puestas y bolas hasta las doce de la noche. Relumbrón solía hacer terno y como era fuerte en el juego, les ganaba algunos pesos. Bedolla, a quien enseñó Lamparilla a jugar el tresillo, sin que nunca lo pudiese aprender bien, para consolarse, decía: desgraciado en el juego, afortunado en amores, y echaba una mirada a Amparo, lo que desagradaba mucho a doña Severa.

La otra recámara estaba reservada para las visitas que no podían o no querían asistir al salón, y sin embargo, gozar de la tertulia y ver sin ser vistos. Servín de la Mora, fraile de talento y muy relacionado en la buena sociedad de México, era grande amigo de Relumbrón, y por lo menos una vez al mes entraba a eso de las ocho y media, tomaba posesión de una butaca de vaqueta, se desembarazaba de sus hábitos y, colocado cómodamente en un lugar oscuro de la recámara, no perdía nada de lo que pasaba en el salón. Solía estar acompañado de algún otro fraile grave de San Agustín, o de alguno de los capellanes de los regimientos y dos o tres tertulianas entradas en edad, que en traje de casa, preferían permanecer en la sombra por no dejar ver su toilette y sus canas a la luz de la esperma; pero en ese departamento a media luz gozaban mucho platicando de lo divino y de lo humano, dejando a las muchachas que se divirtieran en libertad. Don Lorenzo Elízaga, no sólo pianista famoso sino compositor distinguido que, exagerando por un espíritu de patriotismo, le llamaban el Rossini mexicano, no faltaba nunca. Era el maestro de Amparo, la que había hecho progresos tales que, con justo motivo, pasaba por una celebridad. A las diez de la noche el salón estaba completamente lleno, los grupos se habían ya formado, según las edades y las relaciones más o menos estrechas de los concurrentes. Los del tresillo, gente formal y de edad, absorbidos con los mates y las puestas; los jóvenes, paseando en la sala y agrupándose en los balcones para tomar el fresco y hacer desde allí señas insignificantes a las que estaban sentadas en las sillas; las señoras de mayor edad, en sabrosa plática, y doña Severa, a pesar de su seriedad habitual, multiplicándose para complacer y tener contentos a todos, y platicando tan pronto con los dominicos retraídos en la recámara, como con los oficiales y jefes que no dejaban nunca de aceptar las invitaciones del rico coronel; para todos tenía una palabra amable, y regresaba al estrado a seguir la conversación con las personas que la rodeaban. Era una mujer a la vez seria, amable y digna, para quien todos no tenían más que elogios y alabanzas, que escuchaba con modestia, y sin orgullo ni vanidad. Amparo, graciosa, dulce por su carácter y con la ingenuidad y sencillez de los diez y seis años, era el encanto de la concurrencia. Ninguno de los jóvenes oficiales que frecuentaban la casa se había atrevido a hacerle la menor insinuación ni a decir delante de ella palabras que no fuesen enteramente correctas y delicadas.

La entrada del maestro Elízaga era cada jueves un acontecimiento; hombres y señoras se ponían en pie, le estrechaban la mano, le saludaban y le decían tantas y tan afectuosas palabras, como si en años no le hubiesen visto. Era el maestro agradable, de buena figura, hombre de mundo, y correspondía a tanto agasajo con desembarazo y amabilidad, dejando contentos a todos sus amigos. Platicaba y reposaba un rato, y después, sin que nadie le rogase y sin dar a conocer cuanto le agradaban los aplausos de aquella reunión, se ponía al piano y encantaba a los que lo oían, pues poseía una destreza, una dulzura y una propiedad para manejar el diapasón, que aun hoy, que tantos y tan insignes pianistas hay en Europa y en América, sería una notabilidad. Generalmente, en lugar de tocar las piezas de música que se usaban en ese tiempo, improvisaba y producía melodías que eran completamente desconocidas.

En seguida invitaba a Amparo y le acompañaba un arja o una canción, y Amparo, a su vez, recibía aplausos como su maestro, especialmente de los misteriosos o, mejor dicho, de los religiosos tertulianos reunidos en las sombras de la recámara. Otras muchachas cantaban canciones y dúos y, para variar y a instancias de los jóvenes, se arrimaba a un lado la mesa de tecali y se organizaban unas cuadrillas, rara vez valses, que no gustaba a doña Severa, y que jamás permitió a Amparo que lo bailase.

Las criadas, limpias, listas, con sus armadores blancos y su andar menudito, no cesaban de entrar y salir con charolas de plata llenas de copas de buenos vinos, soletas, rebanadas de queso, rodeos y puchas. Relumbrón había querido, y cada miércoles insistía, en que se sirvieran el jueves helados de Veroli, champaña, carnes frías y pasteles franceses, y que en vez de doncellas de servicio fuesen criados de casaca y corbata blanca los que sacasen las charolas al salón; pero doña Severa no quería salir de la moda antigua, y decía en su apoyo.

—En cuanto nuestra tertulia se vuelva de tono, no durará un mes, y además, los padres dominicos y agustinos que nos hacen favor no vendrán más. Si queremos que la tertulia dure y que no haya críticas, dejemos las cosas como están.

Relumbrón por nada de esta vida dejaba de presidir la tertulia de los jueves; el resto de la semana lo dedicaba a sus negocios, al teatro, al café, a Luisa, a Rafaela, a mil cosas más que, por supuesto, no sabía doña Severa.

Hacía los honores del salón con tanto o más despejo y tacto que su mujer, y afable y chancero, era el primero en aplaudir al maestro Elízaga, llenar de elogios y regalar ramitos de flores y cajitas del Templo de las Dulzuras, de la famosa doña Enriqueta la Francesa. Se acercaba a las mesas de tresillo y, entre mano y mano, tomaba la baraja, sacaba de las bolsas del chaleco un puñado de oro menudo y echaba sus chilitos (albures), dejándose ganar, menos de Bedolla, a quien tenía entre ojos y no le hada ninguna concesión. De la sala de tresillo pasaba a la recámara donde estaban, a la sombra, los reverendos, platicaba con ellos sobre misas, iglesias y sermones, y no pocas veces les dejaba cuatro o cinco duros para que mandasen decir misas por el alma de su padre (que aún estaba muy entero y fuerte en la platería), y por su madre (que habitaba muy contenta, gruesa y bien conservada en el rancho de Los Laureles), y los religiosos no podían menos de alabar al buen hijo que, en medio de la alegría, recordaba a los que le habían dado el ser; y así por estas atenciones, por la afabilidad de doña Severa, que dominaba su carácter triste, y por la belleza, gracia y talento de Amparo, quedaban todos muy complacidos, las horas se pasaban sin sentir y cuando los relojes de las cien iglesias de México tocaban doce campanadas, los amigos de la casa iban con pena y sentimiento a buscar sus sombreros y abrigos, para retirarse a sus casas, estrechando la mano a Relumbrón y besando en los carrillos (las señoras y niñas, se entiende) a doña Severa y a la primorosa Amparo, sin poder evitar al salir una mirada respetuosa al Señor atado a la columna, que con sus espaldas desgarradas por los azotes de sus verdugos, su cuerpo manando sangre y sus ojos dulces, humildes y resignados, presenciaba cada jueves la tertulia.

XXVIII. Grandes proyectos

¡Extrañas aberraciones de la naturaleza humana! Los hombres que de una manera o de otra han llegado de la nada a una posición social, si no elevada, al menos visible y cómoda, son los que menos se conforman con ella, y así como los americanos dicen adelante, ellos dicen arriba, y suben; pero de la subida más alta, la caída más lastimosa.

El compadre platero, que era rico, que era un prodigio de habilidad, que era estimado de sus parroquianos y que ganaba con su honrado trabajo lo que quería, y que, además, tenía la protección de la moreliana y podía contar con cuanto dinero quisiera, no estaba contento y decía arriba, arriba, y compraba alhajas robadas, y protegía a la corredora, y vendía al mismo Relumbrón (su hijo) en mil pesos los diamantes que había comprado en doscientos.

Relumbrón, en cuanto es posible en el mundo, era feliz, con todo y las alternativas en el juego y en los negocios. Con un poco de orden y reflexión, habría logrado sanear una fortuna, si no monstruosa como la de algunos agiotistas que ya contaban millones, sí bastante para sostener a su familia con lujo, y aun para sus caprichos y amoríos.

En la intimidad de su familia era aún más feliz sin merecerlo. ¿Doña Severa sabía las relaciones constantes y casi maritales de Relumbrón con Luisa y con Rafaela? Es de presumir que no, porque su delicadeza de mujer legítima, que lo amaba, no le hubiese permitido sufrir ni mucho menos tolerar con paciencia tamaña afrenta. Sospechaba quizá que su marido tendría devaneos pasajeros; pero como mujer prudente, no quería profundizar, ni se mostraba celosa, ni hacía indagaciones, ni escuchaba chismes. Tenía amor y con el amor fe ciega en su marido, y no pensaba turbar la armonía que reinaba en la casa por sólo vanas sospechas. Además, tenía en consideración que su hija, educada a su lado y vigilada constantemente por ella, ignoraba todavía ciertas cosas mundanas y trataba de que siempre ignorase en lo que verdaderamente consistía una infidelidad conyugal. Doña Severa tenía, pues, una vida tranquila, ocupando la mañana en el gobierno de la casa y las noches con la sociedad de personas que la distraían con su conversación y apreciaban sinceramente su elevado carácter y sus virtudes domésticas. Doña Severa, fría en apariencia, trataba con amabilidad a Relumbrón, le adivinaba los pensamientos para que estuviese contento y palpase las ventajas y goces de la vida doméstica, y nunca lo mortificaba. Modelo de casada como hay pocas, era envidiada de muchos de los que frecuentaban su casa, que tenían mujeres imprudentes, celosas, exigentes y que no los dejaban descansar a sol ni sombra. Doña Severa adoraba a Amparo, no escaseaba los medios de tenerla contenta comprándole trajes de moda y alhajas curiosas y de valor que el compadre hacía expresamente para ella; la llevaba los jueves al paseo, y algunas noches al teatro, y si protegía las ideas de su marido recibiendo visitas y presidiendo la tertulia, era precisamente porque se divirtiese Amparo y no pensase en los novios; pero Amparo no pensaba efectivamente en ningún novio, porque tenía, si no un amor violento, sí una inclinación secreta a una persona que mencionaremos después.

El orden y el método reinaban en el interior de la casa y, debido a esto, doña Severa economizaba de lo que recibía para el gasto, y aparte de sus bienes propios, que manejaba su marido, tenía en su ropero un repuesto de onzas de oro.

Relumbrón, por su parte, desordenado en su modo de vivir y en sus negocios, con amores permanentes y pasajeros cuando la ocasión se le presentaba, se portaba con su familia como el mejor de los maridos. Apenas doña Severa manifestaba el menor deseo de cualquier cosa, cuando se apresuraba a darle gusto; jamás la celaba, ni la importunaba, ni se oponía a sus prácticas cristianas, y el único motivo de disgusto que turbaba esa armonía era el juego. Doña Severa lo detestaba, y cuando el marido le anunciaba una gran ganancia y acompañaba la noticia con valiosos regalos para ella y Amparo, era precisamente cuando se incomodaba más, se atrevía a decirle algunas palabras duras y amargas y a indicarle que quería manejar ella misma sus bienes, para no dejarlos expuestos a los azares de la fortuna, que el día siguiente podría mostrarse adversa, y entonces se perderla la ganancia y tras ella iría al abismo todo o la mayor parte de su dinero, como ya hemos visto que sucedió.

Relumbrón no sólo toleraba sin réplicas los fuertes sermones, sino que llevaba las cosas a la chanza; decía algunas agradables frases a su mujer, le daba su palabra de honor de no volver a jugar más y, dejándola medio contenta, salía de allí mismo a algún encierrito donde perdía o ganaba cien o doscientas onzas.

A pesar de estas peripecias, Relumbrón era feliz en su hogar doméstico; él mismo lo decía: «Soy muy feliz, no merezco a mi mujer, que es una santa, ni a mi linda hija; y sobre todo a nadie tengo que envidiar ni deseo más». Pero bajo otros aspectos sí tenía mucho que envidiar y que desear, porque estaba poseído de una ambición tan loca, tan desmesurada y, por lo que va dicho de su vida, tan sin razón de ser, que constituía realmente una monomanía, una verdadera aberración de la naturaleza humana.

Al meterse dentro de las sabanas y en los pocos momentos que necesita una persona en buena salud para conciliar el sueño, Relumbrón hacía reflexiones, y aunque hubiese ganado en esa noche trescientas onzas y realizado cualquiera de sus negocios, se consideraba desgraciado. Ese dinero no le bastaba; quería ir arriba, siempre arriba.

Pensaba en ese puñado de ricos que el público llamaba agiotistas, y le daba una rabiosa envidia la facilidad con que ganaban su dinero y el rango que ocupaban en la sociedad, formando una autocracia desdeñosa y egoísta, incapaz de hacer un servicio a nadie, ni aun de dar medio real a un ciego o a un anciano. Era un contrato de balas huecas, de tiendas de campaña, de fusiles de nueva invención, de cualquier cosa, y antes de que esos proyectiles se hubiesen entregado y antes de que las calles se hubiesen empedrado o los mercados construido, ya las cajas de fierro de los agiotistas, por este o por el otro artificio, estaban llenas de los sacos de a mil pesos salidos de la Tesorería; y él, el miserable pordiosero, degradado, teniendo que abrir las puertas de la Presidencia, que sonreír, que adular, que doblarse, ¿qué ganaba de ese trajín diario, constante que tenía Palacio, lleno de ricos y de hambrientos? Nada o una parte muy pequeña, o un regalo ridículo como un lapicero de oro, un reloj de repetición, un millar de habanos, cualquier miseria, y entre tanto, él, tan noble, tan apto, tan activo como ellos, teniendo necesidad de ir al juego para ganar dos o tres mil pesos; que comprar maíz al rejón a los hacendados pobres; que prestar a interés a pobres diablos que se dejaban protestar las libranzas; que pedirle prestado a su compadre el platero para comprar el aderezo a Luisa, para mudar de casa a Rafaela, para que doña Severa diese dinero a los frailes para su novenario…

¡Qué situación! ¡Qué penas! ¡Qué trabajo de gañán, que comenzaba desde las ocho de la mañana y no concluía sino en la madrugada del día siguiente! La miseria, en fin, pues días había en que, sin los auxilios de su compadre, no hubiese podido ponerse el puchero en su casa, ni una botella de Jerez para los tertulianos de los jueves.

Se olvidaba en esos momentos de las virtudes de su mujer, de la belleza de su hija, del caudal de alhajas que le había valido el título glorioso de Relumbrón, de los bienes raíces que poseía, del caudal de oro que había salido de Panzacola e inundado su casa, del valimiento de que gozaba con los gobernantes, de la buena posición relativa que ocupaba, sin merecerlo, en la sociedad; en una palabra, de que era feliz como lo repetía a todo el que le quería oír. Y el demonio de la ambición le tiraba de los cabellos y de las entrañas y le decía: «Arriba, arriba, dinero y más dinero; no importa los medios para adquirirlo».

Se acababa de levantar Relumbrón listo, fresco y contento. La noche anterior había ganado unas cien onzas, cenado con Luisa, tomado café y unas copas con Rafaela; su hija le había dado amorosos besos en la frente, y su compadre el platero regalado un fistol de un bello diamante color de canario. Era feliz; y sin embargo, al estarse rasurando, le vinieron a la cabeza, como una especie de lava ardiente, la serie de pensamientos que acabamos de bosquejar. Cambió de humor y de semblante y él mismo lo notó al acabar de arreglar su barba delante del tocador; en esto le avisaron que una persona le buscaba y tenía que hablarle de un negocio urgente. Como había acabado de vestirse, dio orden de que lo introdujesen al despacho. Era el viejo y desengañado jugador que le había propuesto venderle unas barajas compuestas.

—¿Qué vientos traen a usted por acá, don Moisés?

Se llamaba Gallegos, pero los talladores, sus compañeros, le llamaban así por el peinado que usaba, consistente en el pelo liso por la frente y a los lados dos cuernitos de canas erizadas que lo hacían parecer al profeta de cartón que figura la semana santa en los monumentos de las iglesias, y se había conformado con este apodo, abandonando su apellido.

—Vientos no, mi coronel; sino arranquera. Necesito dinero y si no le es a usted útil mi baraja, hágame favor…

—No me acordaba ya de tal baraja. La registré y nada le he encontrado de particular.

—Eso es lo que tiene de bueno, y si usted, que es tan vivo, nada le ha encontrado, otros, menos vivos, imposible que den con el secreto, que me ha costado diez años de estudio; pero ¿en qué quedamos; hacemos el negocio o no? Tengo muy buenas ofertas; pero ya sabe usted, mi coronel, soy consecuente y agradecido a los favores que me ha hecho usted en mis malas circunstancias, y no he querido hacer trato antes de avisarle.

—No digo que no —respondió Relumbrón, que estaba majestuosamente arrellanado en su sillón, mientras el tahúr estaba en pie frente del bufete— pero necesitaría las pruebas. Sabe usted que soy hombre de reserva y que por nada de esta vida revelaré el secreto si no hacemos el negocio. Vea usted, abra el estante de enfrente y en el primer cajón de la derecha está la baraja; sáquela usted.

Don Moisés sacó la baraja y dijo:

—Precisamente porque usted es hombre de empresa y de secreto, me he dirigido a usted antes que a otras personas, y si tiene usted un cuarto de hora desocupado, se convencerá por sus propios ojos del milagro, porque milagro es el descubrimiento hecho por mí, que es, como todos, bien sencillo. El huevo de Colón.

—Bien —dijo Relumbrón— cierre usted la puerta y diga que nadie nos interrumpa hasta que yo avise.

Don Moisés transmitió al portero la orden, volvió, cerró la puerta con llave, acercó una silla y se instaló frente a Relumbrón.

—Baraje usted como guste, mi coronel —añadió dándole el paquete.

Relumbrón barajó y volvió las cartas a don Moisés, el que presentó en la mesa un tres de oros y un cinco de copas.

—¿A cuál va usted?

—A cualquiera, al cinco, un par de pesos, para que no se diga que vamos de va. El juego, cuando no hay interés, fastidia, aunque sea de chanza.

—¿Quiere usted ganar o perder?

—Ganar —respondió riéndose Relumbrón— y me dará mucha satisfacción ganar, aunque sea dos pesos, al tahúr más viejo y famoso que tiene México.

—Pues ganará usted —le contestó don Moisés, y comenzó a correr las cartas—. El cinco vino.

—¡Bah! —exclamó Relumbrón— casualidad y nada más.

—Como usted quiera, mi coronel; ése es el juego, casualidad y nada más.

Barajó y echó dos cartas en la mesa.

Seis de espadas y siete de bastos.

—Al siete —dijo Relumbrón sin vacilar, y se apuntó con otros dos pesos.

—Bien, mi coronel ¿qué quiere usted ahora?

—Perder —contestó Relumbrón.

—Pues va usted a ganar, aunque no quiera.

—Imposible.

—Ya veremos —y corrió de nuevo la baraja.

Relumbrón ganó.

—Ya está satisfecho el deseo de usted de ganar a un viejo jugador que, sin embargo de su trabajo y de su habilidad, está pobre. Pero usted me va a hacer rico. Desde este momento todas las apuestas que usted haga las perderá cualquiera que sea la carta que escoja.

—Será curioso.

—Y muy curioso, por eso repito que esta baraja vale mucho dinero.

Don Moisés echó sobre la mesa más de diez albures y todos los perdió Relumbrón.

—¿Está usted convencido? —le preguntó satisfecho don Moisés.

—Puede ser que la suerte entre por mucho —le respondió Relumbrón manifestando o fingiendo duda.

—¿Quiere usted ganar?

—Veamos.

Don Moisés echó cinco albures y todos los ganó Relumbrón.

Repitieron de mil maneras las experiencias hasta que, convencido perfectamente Relumbrón, dijo:

—Trato hecho. ¿Cuánto quiere usted por el secreto? No me paro en el precio y pago al contado y en oro.

—El secreto morirá con mi vida —contestó don Moisés.

—¿Entonces?

—Puedo componer lo mismo que este cuantos paquetes quiera usted; pero yo he de ser el que talle, pues las barajas en manos de González o de otra persona son como cualquier baraja. En mis manos es otra cosa.

—Bien, está bien, y no deseo otra cosa, sino que usted sea el que talle; pero ¿qué arreglo haremos?

—Me da usted al contado, como le había dicho, doscientas onzas que necesito para pagar mis deudas y vestir a mi familia, que está desnuda; en seguida, buscaremos una casa en México y otra en San Ángel, para los domingos y días festivos, y pondremos unas partidas de mil onzas, no se necesita más. Yo seré el director y socio de usted, que pondrá el dinero. Si quiere usted que figure su nombre, no hay inconveniente; si, al contrario, quiere usted quedarse a la sombra, tampoco lo hay, con tal que no falte el dinero. Tomaremos buenos talladores y algunas veces a González el de Panzacola. Si el monte gana con sólo la fortuna, tanto mejor; pero si pierde, entraré a restablecer el orden y la moral con mi baraja, sin que lo sienta la tierra, bien entendido que muchas veces me dejaré ganar, y que los padres maestros del juego hagan sus tres albures a la dobla para inspirarles confianza, al grado que prefieran nuestra partida a cualquiera otra de las que existen. De las utilidades de toda especie, pagados los gastos de casa y dependientes, la tercera parte será para mí, mientras viva y trabaje, y el resto para usted, que se obligará también, mientras viva y sea tolerado el juego, a mantener por lo menos una partida de mil onzas.

Relumbrón hizo algunas observaciones pero concluyeron por convenir y se extendió un contrato, que firmaron por duplicado, no haciendo, por supuesto, ni remota mención de las barajas compuestas. Los dos eran bastante listos para escribir nada que pudiese comprometerlos. Don Moisés salió muy contento a buscar las casas, para que antes de un mes comenzara a funcionar la negociación. Relumbrón necesitaba dentro de ese término unos veinte mil pesos para dar cumplimiento al contrato.

Apenas había salido Moisés, cuando entró de rondón y sin anunciarse un hombre alto, de espaldas anchas y vestido lujosamente de ranchero, es decir, una rica calzonera de paño fino azul oscuro, con botonadura de plata, su chaqueta larga de paño negro, y un sombrero ancho, con chapetones de oro y plata. Era un chalán ya rico que proveía no solo la caballeriza de Relumbrón, sino las de Palacio, la del marqués de Valle Alegre, y aun la muy modesta de Lamparilla, que no pasaba de tres caballos.

—¡Hola, Sotero! ¿Qué vientos te traen por acá? —era una manía también de Relumbrón al saludar a los que lo iban a ver para negocios—. Meses hacía que no te veía la cara.

—La feria de San Juan de los Lagos y de Monterrey se nos viene encima, mi coronel —contestó Sotero tendiendo la mano que Relumbrón estrechó cariñosamente—. ¿Qué hacemos este año?

—Lo que todos los años; siéntate, fúmate un buen puro de la Habana y di cuánto necesitas —le respondió presentándole una cajita de cedro llena de sedosos y aromáticos puros.

—Por ahora unos cuatro mil pesos, y ya por el principio de diciembre, algo más para el viaje y para mis muchachos —contestó Sotero.

—Perfectamente.

Escribió cuatro letras en una tira de papel y se la dio a Sotero.

—Ya sabes, en la platería de mi compadre, tienes a tu disposición cuanto necesites. Tengo un tronco de mulas mañosas y un caballo que falsea. Te los llevarás.

—Lo que usted disponga, mi coronel.

Sotero estrechó de nuevo la mano de Relumbrón, y se marchó fumando su puro.

En el curso del año, Sotero recogía a vil precio de la ciudad cuantos caballos viejos, mañosos o lacrados había en las caballerizas de los muchos parroquianos que conocía, compraba de lance en los mesones mulas y caballos buenos y malos, y hacía cambalaches, curaba y engordaba los animales, y caminaba con lo mejor para la feria de San Juan y de Monterrey. Era muy listo para todo esto, tenía unos grandes corrales y caballerizas en la calle del Estanco de Hombres, y como albéitar práctico, no había otro en México.

Este negocio lo hacía cada año con Relumbrón, que lo habilitaba con el dinero necesario no sólo para sus compras y cambios en México, sino para sus exploraciones en Durango y Tamaulipas, de donde regresaba con una partida de las más hermosas mulas del criadero de doña Rita Girón, y con los más hermosos caballos de las haciendas del conde del Sauz, de quien era amigo, es decir, esa amistad de amo a criado, y de gran señor a chalán; pero el conde lo consideraba mucho por sus conocimientos en veterinaria, porque le compraba casi toda la caballada y, en ocasiones, partidas de carneros.

Apenas había salido Sotero, cuando entró el licenciado Lamparilla con dos grandes rollos de papeles envueltos en pañuelos blancos, y que parecía le habían causado grande molestia.

—Coronel —le dijo después de saludarlo y poner los pesados papeles en la mesa aquí tiene usted los títulos de las haciendas; tengo plenos poderes del licenciado Olañeta, y puede usted adquirirlas muy baratas y con una corta exhibición, el resto lo entregará usted en plazos; el primero, que será de diez mil pesos, se pagará cuando regrese el marqués de Valle Alegre de la hacienda de su suegro, pues ya sabrá usted que se fue a casar con doña Mariana, la condesa y única heredera. Están en la luna de miel, esa luna es muy larga para los enamorados, y dicen que la muchacha ha estado a punto de volverse loca por él.

—Sí, lo sé —respondió Relumbrón— y algunas cosas más, pues han hablado de ella en la tertulia de casa; pero por el momento lo que nos interesa, supuesto lo que usted dice, es que se prolongue la luna de miel, y con este buen elemento podamos comprar las haciendas, y como no es posible que yo tenga tiempo para leer todos esos papeles, usted me informará y me dará su opinión.

—Eso es lo que precisamente iba a proponer a usted —se apresuró a contestar Lamparilla, y sentándose en el mismo lugar que acababa de dejar el chalán, desató los legajos y comenzó a informar al coronel del precio, extensión de las tierras, productos, proyectos para hacerlas producir doble renta, y cuanto más podía apetecer Relumbrón para decidirse a formalizar el negocio.

—Perfectamente —dijo el coronel cuando Lamparilla dejó de hablar y de hojear los cuadernos que tenía delante— y no es necesario saber más; pero lo que sí es indispensable es hacer una visita a las fincas, pues deseo conocer exactamente la situación que guardan, y de eso no se forma idea cabal sino con una vista de ojos.

—Cuando usted quiera —dijo Lamparilla—. Hoy mismo sacaré una orden del licenciado Olañeta y, si usted quiere, lo acompañaré…

—Muy buena idea —le interrumpió Relumbrón—. Obtenga usted la orden, y esté listo para principios de la entrante semana. El camino está perfectamente seguro y hay buenas escoltas desde la garita de México hasta Veracruz.

—De acuerdo; el lunes próximo estaré aquí a estas horas, y nos iremos el miércoles, pues en martes ni te cases ni te embarques.

—¿Es usted preocupado?

—No, no; pero vale más.

Lamparilla sonrió, estrechó la mano del coronel y se marchó, cargando debajo del brazo izquierdo sus voluminosos cuadernos.

Relumbrón se frotaba las manos muy contento, soñándose ya dueño de la hacienda de Arroyo Prieto y del Molino de Perote, y se disponía a salir a la calle cuando volvió Lamparilla acompañado de dos hombres de gallarda presencia, bien vestidos a la manera del pueblo decente de México. Eran dos galleros, clientes de Lamparilla. Necesitaban dinero para ir a establecer, desde sus cimientos, una plaza de gallos a la feria de San Juan de los Lagos. En cinco minutos hizo el negocio a terceras partes de utilidades, y Lamparilla quedó encargado de redactar las condiciones. Relumbrón no trató de poner dificultad alguna para poder disponer a su antojo dé Lamparilla y arreglar como mejor le conviniese el negocio de las haciendas.

Fuéronse definitivamente los tres personajes, pero estaba, no de Dios, sino del diablo, que viniesen en ese día los individuos que necesitaba para el desarrollo de sus proyectos. Se presentó en la puerta un hombre vestido sencillamente de paño azul oscuro. Era de baja estatura, de anchas espaldas, de ojos que apenas se le veían de puro pequeños; cutis muy blanco, lleno de pecas, y pelo corto y amarillo como el azafrán. Este hombre era un alemán llamado Gilberto Wanderhott, pero le llamaban sus conocidos mexicanos Guillermo Banderote, y escribía con B este apellido. Tenía el alemán una mujer del mismo tamaño, del mismo color, de la misma figura que él, de modo que, con el vestido de paño azul de su marido, en vez del de mujer, habríase dicho que era su hermano. El matrimonio había producido cuatro hijos, sumamente parecidos al padre y a la madre. El menor no cumplía tres años y la mayor no llegaba a diez.

A este alemán, por recomendación de una casa de comercio, lo había protegido Relumbrón y habilitado para que pusiera una fonda a la europea en la Calle del Coliseo. El alemán venía precisamente a decirle que el dinero se estaba perdiendo, que al principio acudía mucha gente; pero que día por día disminuía, hasta el grado de que el anterior sólo dos personas habían concurrido a almorzar y una a comer; que tenía noticias, por uno de los cocheros de las diligencias, de que la fonda de Río Frío estaba abandonada, porque el que la tenía ya no podía aguantar a los ladrones que iban a alojarse allí; pero todavía menos a la tropa de las escoltas, que comía, bebía y no pagaba, y que el día que se puso serio y cobró, le pagaron con una cintareada que lo tuvo ocho días en cama, y en cuanto estuvo medio restablecido, huyó, dejando abandonado lo poco que tenía.

—Estoy resuelto —dijo el alemán, que aunque con acento gutural hablaba bastante bien el español— a sufrir a los ladrones y a las escoltas con tal de ganar dinero, y ganaremos, pues que corren hoy cinco diligencias diarias, y todas paran en la venta. Es un buen negocio, y con la protección de usted, ningún perjuicio me harán los ladrones ni las escoltas, y usted arreglará eso. Todo el material que existe en la Calle del Coliseo se puede aprovechar, y el dinero que se necesite para la instalación y para tener un buen surtido de vinos, conservas y granos no debe pasar de dos a tres mil pesos.

Como de molde vino a Relumbrón el proyecto; accedió inmediatamente a cuanto exigió el alemán, lo autorizó para que arreglase el arrendamiento con el propietario del monte y le dijo que hiciese todos sus preparativos para la semana siguiente, pues él tenía que hacer el viaje y lo aprovecharía para dejarlo instalado.

Ya con el sombrero puesto y en la puerta, entró la criada de Luisa con una cartita, que abrió.


Chato feo:

Estoy furiosa contra ti porque no viniste a cenar. Me tuviste muerta de hambre hasta las nueve. He visto otro aderezo en el Montepío. Ve y míralo tú en el aparador; es el único que hay, y está valuado en una friolera; creo que ochocientos cincuenta. Si no me lo traes, no vuelvas más. Ya sabes que con decir una palabra a quien tú sabes, tendría el aderezo y cuanto más quisiera; pero sabes que te es muy fiel,

tu Luisa.

¿Vienes esta noche? Mándamelo decir, pero no me engañes.

Otra vez,

tu Luisa.
 

A la criada de Luisa seguía la de Rafaela con otra carta, que también abrió y leyó; decía:


No te cansarás de ser informal y embustero. Te esperé hasta las once, y tuve que cenar con tu amigo el licenciado Lamparilla, que se me encajó, y plática y plática hasta que tuve que convidarlo. Te lo digo para que no te vayas a encelar.

Estoy muy disgustada en esta casa. Peor que la otra: mándame dinero con la criada, porque no tengo para mañana.

Te espera sin falta esta noche,

tu fiel Rafaela.
 

XXIX. El viaje

Puestos de acuerdo Relumbrón y Lamparilla, se encontraron en la casa de diligencias el miércoles de la semana siguiente a la en que tuvieron la conferencia de que hemos dado cuenta en el capítulo anterior. Lamparilla llevaba los papeles necesarios para enterarse, aunque fuese a vista de pájaro, de los linderos, y Relumbrón quiso instalar personalmente a la familia alemana en la venta de Río Frío, y para que de pronto le fuese útil en el viaje, en la covacha del carruaje venían dos cajones que encerraban los útiles, víveres, vinos y conservas más indispensables para un almuerzo improvisado.

Como de costumbre, la diligencia de Veracruz partió a las cuatro de la mañana y caminó sin tropiezo ni accidente hasta que comenzó a encumbrar la montaña. Allí se apareció la escolta. El examen que hizo Relumbrón al sacar la cabeza por la portezuela, y encontrarse con caras siniestras y patibularias, le confirmó en la idea que tenía por las narraciones de diversas personas que habían hecho el viaje, de que la tal escolta era más bien una temible cuadrilla de bandidos que no de honrados militares, guardianes de la ley, como les llamaba el licenciado Bedolla cuando solía escribir parrafillos en los periódicos que protegía en los tiempos felices de su privanza en Palacio.

Preguntó a uno de los soldados que galopaban cerca de la portezuela dónde se encontraba el comandante, y le respondió que creía lo encontraría más arriba.

La diligencia continuó lentamente el difícil camino que tenía que hacer hasta el descenso a Río Frío.

—El licenciado —dijo Relumbrón a Lamparilla— ¿conoce usted personalmente al jefe de la escolta?

—Nunca me he encontrado con él, pues en el camino de México a Chalco, que es el que a causa de mis negocios suelo transitar, no hay escolta ninguna y está muy seguro; pero he oído decir maravillas del arrojo de ese oficial, que es el terror de los bandidos de Río Frío, bien que dicen también que los soldados que tiene a sus órdenes se hacen pagar caro el servicio y exigen a los viajeros gratificaciones que pasan de lo ordinario. A uno de mis clientes, que fue a Jalapa hace algunas semanas, le costó diez pesos, es decir, todo lo que llevaba en la bolsa, pero sea como fuere, más vale eso que no estar expuesto a los insultos y violencias de la canalla, y sufrir la humillación de tenderse boca abajo en el suelo. Yo no he sufrido, gracias a Dios, semejante ultraje, pues cuando he hecho viajes a Puebla, precisamente en compañía de ese desgraciado Bedolla del que le hablaré después, ha sido con escuadrones de caballería, en diligencia extraordinaria y con las ínfulas de todo un comisionado.

—Pues yo sí conozco a ese comandante que usted cree que es muy famoso y terrible, porque lo he visto varias veces en Palacio; se ha interesado conmigo para que el Presidente lo reciba, y no he podido conseguirlo, porque le tiene aversión lo mismo que yo. Me parece que no es más que lo que llamamos baladrón y no otra cosa; pero en fin, mejor es tener amigos que enemigos, y ya verá usted cuántas consideraciones me va a dispensar luego que sepa que voy en la diligencia.

Relumbrón dio a los soldados que iban cerca de la portezuela unos cuantos pesos, y el coche siguió encumbrando trabajosamente la montaña, Lamparilla y el coronel platicando de una y de otra cosa, y la familia alemana tranquilamente dormida como si estuviese en su cama.

Al acabar de subir la cuesta, se divisó un grupo de hombres a caballo. A su cabeza estaba el comandante, que se adelantó a galope a recibir la diligencia e hizo seña al cochero para que se detuviese. Acercóse a la portezuela y reconoció inmediatamente a Relumbrón que estaba asomado a la ventanilla, lo saludó respetuosamente y se quitó el sombrero; en los demás pasajeros no hizo alto, pero Lamparilla reconoció en el acto, en el comandante de las escoltas del camino de Veracruz, al pasajero a quien había dado hospitalidad Cecilia en su canoa la noche del naufragio.

Es necesario recordar que Cecilia, por no despertar celos y dudas en el corazón de Lamparilla, no sólo le había ocultado todo lo relativo a Evaristo, sino procurado que lo olvidase enteramente. Cuando aquél supo en la calle, como todo el mundo, que Baninelli había organizado compañías de rurales y nombrado un capitán que los mandase, estuvo muy lejos de figurarse que ese capitán fuese el pasajero de la canoa, y, por otra parte, no teniendo necesidad de hacer viajes más que a Chalco y a Ameca cuando fuese necesario para los asuntos de Moctezuma III, le importaba poco que nombrasen a éste o al otro para que mandase las escoltas. Lamparilla, temiendo ser a su vez reconocido por Evaristo, volvió la cara a otro lado, se puso a tararear una canción popular y sacó la cabeza por la portezuela del lado opuesto. La diligencia descendió rápidamente la cuesta, y toda la escolta la siguió a carrera abierta hasta que se detuvo en la puerta de la venta, donde descendieron los pasajeros. Abandonada hacia dos semanas por el fondista, se habían instalado provisionalmente y sin avisarlo a nadie, unas figoneras, que hacían un mal almuerzo que pocos pasajeros aceptaban, prefiriendo aguantar el hambre o comer alguna cosa dentro del coche.

La familia alemana tomó posesión inmediatamente, bajáronse de la covacha los cajones de provisiones, y con el auxilio del fuego y de lo que era más pasable de los guisos de las figoneras, improvisaron el almuerzo para Relumbrón, su compañero y el comandante de la escolta. Los pasajeros del segundo coche tomaron asiento en otra mesa, y fueron servidos por las figoneras que, a su modo y con escasos recursos, todo lo tenían preparado.

Durante el almuerzo, el comandante y Lamparilla no atravesaron palabra, y se miraban a hurtadillas. Ni a uno ni a otro les quedó duda de que se habían reconocido. No podía Lamparilla reponerse del asombro que le causó tan inesperado encuentro, y apenas picaba los platos y contestaba a la conversación sin término de Relumbrón, que estaba muy contento, pues a él semejante ocasión venía que ni de molde para sus propósitos.

—¿Cómo —se decía Lamparilla para sus adentros— no he podido por los lances pasados, por las pláticas de Cecilia y por mil otras circunstancias, reconocer en este personaje al bribón de Chalco, ni reflexionar que de maldad en maldad había podido sorprender a las autoridades, figurar como un labrador honrado y después conquistar fama de hombre valiente y decidido?

Todas estas cosas las reunía rápidamente en su imaginación, y le ministraban pruebas evidentes de que el comandante que tenía a su lado era el capitán de los bandoleros y sus soldados los antiguos bandidos de Río Frío, que por mucho tiempo estuvieron despojando a los pasajeros. Esta convicción, por lo demás, la tenían los pueblos cercanos y en la misma capital muchas de las personas que hacían viajes o tenían negocios en la extensa provincia que realmente mandaba y dominaba Evaristo. Sólo el gobierno no sabía nada y le dispensaba toda su confianza. Como las diligencias estaban ya listas y los cocheros urgían a los viajeros, no hubo tiempo de hablar. Lamparilla apenas saludó al comandante, y Relumbrón le dijo:

—Si usted insiste en que el Presidente lo reciba, espéreme en la venta, precisamente dentro de ocho días regresaré a México. Hablaremos despacio y le prometo que lo serviré en cuanto puedo y valgo en Palacio.

Evaristo no sólo prometió concurrir a la cita, sino acompañarlo con su valiente escolta hasta la garita de la capital.

—¿Pero cómo es posible —dijo Lamparilla a Relumbrón, luego que estuvieron solos en el carruaje y que el comandante que los siguió a galope una media legua, saludó respetuosamente y se retiró con sus soldados— que este hombre, que para mí es un temible bandido, goce de tanta fama y haya merecido las consideraciones de las autoridades superiores?

—El mismo juicio formé yo cuando lo examiné un día con detención en el Ministerio de la Guerra. Venía con la cabeza envuelta en un pañuelo y herido en una mano dizque por una cuadrilla de ladrones que batió y derrotó en el camino. Trabajo me costó reconocerlo hoy, y aun creí que era un nuevo jefe de las fuerzas rurales de este rumbo. He tenido tantos asuntos encima en estos días, que no me he ocupado de estas cosas que llaman la atención solamente a las personas a quienes por sus asuntos interesan; pero es el mismo, no me cabe duda; pero ¿qué quiere usted? Juan Baninelli lo nombró y lo sostiene con su influjo, y no hay remedio. A no ser eso, ya lo habría echado a la calle el Presidente, pues no le cayó en gracia cuando se lo presentó el Ministro de la Guerra.

—Si el coronel Baninelli supiese el pájaro que es, no sólo dejaría de protegerlo, sino que acaso lo fusilaría bajo su responsabilidad. Va usted a oír lo que yo sé de él.

Lamparilla refirió a Relumbrón cuanto sabía acerca de Evaristo, cuanto pensaba de él y cuanto pudo inventar, pues quería aprovechar la ocasión para vengarse y que el gobierno, informado por una persona tan caracterizada como Relumbrón, no sólo le quitase el mando, sino le formase un consejo de guerra y lo fusilase. Concluyó su larga narración, diciendo que él apostaría un ojo de la cara a que Evaristo y la escolta eran los mismos bandidos que mucho tiempo estuvieron en posesión de Río Frío.

Relumbrón escuchó con una grande atención cuanto le quiso decir el licenciado, conviniendo en sus apreciaciones, y en esto llegaron a Puebla y se alojaron en la casa de Diligencias.

A la mañana siguiente, muy temprano, montaron a caballo y, seguidos de unos mozos, la emprendieron para la hacienda de Arroyo Prieto. Estaba situada en el extenso y hermoso valle de San Martín. Desde el camino real se veía en el horizonte, que limitaba una serranía poco elevada y de color azul oscuro y una torrecita. La distancia la hacía parecer diminuta y como si fuese de baraja para divertir a los niños o figurar en un nacimiento; pero acercándose se reconocía un extenso y sólido edificio fabricado por los jesuitas, a quienes perteneció la finca, con su habitación compuesta de salones y amplias alcobas, sus trojes y oficinas, y una capilla que podía pasar por un templo de segundo orden en cualquier ciudad. Aislada en medio de la extensa llanura, su acceso no era, sin embargo, fácil, pues el límite de sus tierras lo marcaban grietas profundas, hechas por la naturaleza, o zanjas cavadas a mano, y tenía una sola entrada por un puente de vigas. En este lugar estaban esparcidas las casas de adobe, techadas con pencas de maguey, donde habitaban los peones, de modo que, levantando el puente, el paso era muy difícil para hombres de a caballo. Detrás de la casa había un arroyo poco profundo sembrado de peñascos enormes que no se sabía cómo habían sido colocados allí, a no ser por las terribles erupciones de los dos volcanes. La mayor parte del año ese arroyo estaba seco; pero en cierta estación se llenaba de unas aguas sucias y turbias hasta parecer negras, sin duda por ciertas plantas y raíces que se encontraban en el curso que seguían antes de llegar a la hacienda; pero que, contenidas por presas, se derramaban por las tierras y eran muy provechosas, por el mucho limo que contenían. Era una finca muy triguera y, además, producía excelente maíz y algún pulque de un magueyal sembrado en la falda de la serranía. El licenciado Olañeta formó una combinación provechosa para descargar a los bienes del marqués de Valle Alegre, quitándoles las hipotecas y pasándolas a la hacienda vendida ya a Relumbrón en alto precio, resultando una utilidad en dinero que sería pagada a largos plazos. Como Relumbrón quedó no sólo satisfecho, sino entusiasmado con la vista de ojos, porque convenía a sus proyectos, no se paró ya en el precio y ratificó el borrador de escritura que Lamparilla había formado. Regresaron, pues, a Puebla, muy contentos, y dos días después se pusieron en camino a caballo para visitar el Molino de Perote.

Esta finca era enteramente distinta. Del triste pueblo de Perote se tomaba el camino real de Veracruz, y a cosa de una legua se descubría una ancha vereda que iba gradualmente encumbrando hasta entrar en el bosque. El aspecto de desolación de un país que parece quemado, y lo que fue en efecto en alguna época remota con las erupciones del Cofre, cambiaba enteramente. Veíanse calzadas de pinos pequeños alineados como si hubiesen sido plantados a mano; después, lo que los campesinos llaman motas, o grupos de árboles frondosos al estilo de los parque ingleses, y luego una selva con los árboles, juncos y enredaderas, y este bosque tenía una o dos salidas para calzadas regulares y anchas, como la que hemos descrito al principio, y por todas partes el suelo verde y húmedo, surcado de arroyuelos de agua cristalina, que en las depresiones del terreno formaban pequeñas cascadas. Estas aguas, después de mil rodeos, se juntaban y formando una especie de riachuelo cuyo lecho ellas mismas habían cavado, se derrumbaban en un pequeño valle, donde estaba edificada la casa, que aprovechaba la caída del agua para mover las piedras y lavar los trigos.

En litigio muchos años, estaba abandonada. Las puertas y muebles de la casa, desbaratándose de puro podridos; las paredes húmedas; la maquinaria descompuesta; las aguas cayendo indolentemente sobre las piedras inmóviles, arrastraban día por día los fragmentos del edificio, y turbias y sucias descendían y, desparramadas por los declives, volvían a reunirse, ya purificadas, para formar otra ruidosa cascada que caía en una barranca profunda, casi a nivel de la inculta llanura de Perote.

Relumbrón quedó encantado no sólo de la belleza salvaje y primitiva de la montaña, sino del lugar delicioso que ocupaba el molino, de lo difícil que era su acceso y de lo apartado y escondido que estaba, lejos de toda población e inaccesible a las miradas e indagaciones de los curiosos, de modo que si no hubiesen llevado un guía que estuvo al servicio del dueño durante años, no habrían podido encontrarlo y se hubiesen extraviado hasta el grado de perecer en lo intrincado de la selva.

Regresaron al anochecer a Perote, muy satisfechos de su excursión, y al día siguiente a Puebla, donde sin grandes dificultades dieron la última mano a los contratos, que cuadraban bien a la oportuna e ingeniosa combinación del licenciado Olañeta para dejar libres los bienes que quedaban al marqués de Valle Alegre y, si era posible, sacar la hacienda de las manos de Rodríguez de San Gabriel.

Lamparilla rehusó decididamente regresar por la diligencia a México, por no encontrarse con el bandido Evaristo, que (aunque lo disimulaba), le causaba terror, y pensaba que un día u otro tendría que habérselas con él. Alquiló caballos y mozos y tomó el camino por entre los dos volcanes para San Nicolás; de los ranchos descendió a Ameca con el más estricto incógnito, se alojó en el mesón bajo un nombre supuesto y dio sus paseos por las haciendas de Moctezuma III, que ostentaban sus logradas milpas de maíz, sus extensas tablas de cebada y sus gordos ganados en los potreros. Decididamente la suerte favorecía a los Melquiades, y la cosecha de ese año los iba a hacer más ricos de lo que ya eran. ¿Qué hacer? ¿Cómo arrancar de manos de esos detentadores, que ya formaban una aristocracia temible en el valle de Ameca, unas fincas tan productivas? ¿Qué importaban a él los ciento o doscientos pesos que de vez en cuando arrancaba con mil penas a la Tesorería General, comparada tal miseria con la posesión en propiedad de una de esas fincas, administrada y cuidada por la inteligente Cecilia? Se le volvieron a calentar los cascos, y le vino una idea luminosa, que fue la de interesar a Relumbrón en el negocio y obtener, por medio del influjo que ejercía en Palacio, la suspirada orden que declarase a Moctezuma III heredero directo del gran Moctezuma II, mandándolo poner en posesión de sus inmensos terrenos, que llegaban hasta el cráter mismo del volcán.

Alegrísimo, creyendo haber encontrado la solución de tan dilatado enigma, se dirigió a Chalco, donde tuvo la fortuna de encontrar a Cecilia que, ya más tranquila y sabiendo que Evaristo no se despegaba del camino real de Veracruz, había ido a dar un vistazo a sus intereses, abandonados durante muchos meses. Abrazó Lamparilla, con exagerada emoción de cariño, a la frutera, y no retiró sus brazos, que la estrechaban, hasta que no sintió contra su pecho el seno abultado, blando y oloroso de Cecilia. Moderado su entusiasmo por la calma, la compostura y la naturalidad de Cecilia, que sin rechazarlo no dejaba pasar las cosas de un cierto punto, entráronse en el memorable comedor donde tantas veces, desde la época del venturoso naufragio (como él decía) habían saboreado juntos la excitante comida nacional. Lamparilla refirió minuciosamente lo que le había pasado desde su salida de México, el asunto que había ocasionado este improvisado viaje y las esperanzas que tenía de triunfar, por medio del valimiento de Relumbrón, de los Melquiades, arrojándolos de las haciendas, cuya hermosura y valor exageró para que esta perspectiva de riquezas y felicidad ya próximas, hiciese impresión en el ánimo de la Dulcinea de sus pensamientos.

Cecilia, nada; ni una palabra le confió de lo que había pasado con Evaristo; pero sí fijó su atención en la gravedad del encuentro con el bandido.

—Lo de las haciendas es muy alegre y muy seductor, señor licenciado —le dijo Cecilia— pero sabe Dios cuándo será. Llevamos años de esto; me voy haciendo vieja y gorda y cuando usted sea dueño de alguna de estas fincas, ya seré más fea de lo que soy, y usted no me querrá, pero lo que sí me puede mucho, es que se haya encontrado con ese demonio de hombre. De seguro que cuando el coronel hable con él, y ya habrá hablado a estas horas, le dirá que usted le ha contado su vida y milagros, y querrá deshacerse del que es dueño de sus secretos. Lo mismo pasa conmigo, y el día menos pensado, quién sabe qué daños nos hará.

Lamparilla que delante de Cecilia la echaba de valiente y era un león, la tranquilizó; le prometió que ya pensaría el modo de quitar a Evaristo de en medio, le dio otro abrazo y siguió su camino, teniendo necesidad de ver inmediatamente al licenciado Olañeta y terminar el negocio, pues así se lo había recomendado Relumbrón.

Cecilia, con las noticias que le había comunicado, quiso salir lo más pronto posible de Chalco, y a la madrugada del día siguiente ya navegaba en pleno canal.

Lamparilla, a las once del mismo día, tocaba la puerta del despacho del licenciado don Pedro Martín de Olañeta.

Todo lo hecho por Lamparilla (que nada le dijo con relación a Evaristo) pareció muy bien al viejo licenciado, el que le dio sus últimas instrucciones para tirar las escrituras y recibir el dinero y valores que debería entregar Relumbrón. Al despedirse dijo Olañeta:

—¡Qué idea me ocurre en este momento! Nada tiene que ver con el negocio, que debemos dar por concluido; pero no puedo dejar de aprovechar lo que se llama una oportunidad, y usted me va a servir en esto.

—En cuanto usted ordene —se apresuró a responder Lamparilla.

—Tengo en el convento una muchacha de quien soy tutor, le cuido los pocos bienes que tiene —don Pedro Martín mentía, quizá por la primera vez en su vida, y se puso encarnado, lo que por fortuna no advirtió Lamparilla—. Desea salir del convento —continuó diciendo y tragando saliva— y en ninguna parte estará mejor que con doña Severa. El coronel me parece un poco ligero y aturdido, pero su señora es un modelo, en todos sentidos, de la mujer honrada y de la madre de familia, y mi recomendada les servirá al pensamiento de criada y aun de maestra y de compañera de Amparo. Tengo una estrecha amistad con doña Severa, lo mismo que mis hermanas, nos visitamos de cuando en cuando, y Clara concurre a las tertulias de los jueves… Vaya, no se puede pedir más; pero con todo y esto, mi carácter no es para molestar a nadie, aun en esas cosas pequeñas; así, usted será el que haga la insinuación, y si agrada, me lo dirá, y entonces, yo veré a doña Severa… ¿Usted me entiende? No me agradan éstas que se pueden llamar intrigas, sino ir derecho a un objeto y no decir más que la verdad desnuda; pero en un asunto sencillo, liso y llano, acaso puede ser permitido llegar al objeto por un medio indirecto.

—Pierda usted cuidado, señor licenciado —le dijo Lamparilla— bien sencillo es, por cierto, el asunto. Yo hablaré sin pérdida de tiempo a doña Severa, y creo que en vez de poner algún obstáculo, tendrá una verdadera satisfacción en recibir a personas que tengan su respetable recomendación.

Vamos a explicar por qué don Pedro Martín, que no había pedido un favor a nadie en los años que llevaba de vida, y que, por no molestar ni aun en su misma casa, en vez de pedir un vaso de agua, él mismo lo llenaba en la destiladera, se resolvió a ocupar a Lamparilla y a doña Severa, como reclamando una insignificante compensación a Relumbrón por el servicio que había prestado en la venta de las haciendas.

La religiosa a cuyo cargo estaba Casilda, era poco más o menos de la misma edad que ella; de un carácter dulce y de habilidad sorprendente para costuras, bordados y toda clase de obras curiosas de mano. Sin duda, algo de íntimo y de tristes recuerdos había pasado en su vida, que en su semblante, al parecer tranquilo, daba a conocer, sin que se pudiese dudar, que no era feliz, sino más bien humilde y resignada, que todo lo sufría y lo ofrecía a Dios, y en el sentido místico podía llamarse verdadera esposa de Jesucristo. Aislada y sola en medio de las religiosas, era afable con todas; pero nunca distinguió a ninguna. Recibió a Casilda con repugnancia, sólo por la recomendación de don Pedro y orden de la superiora. Las primeras semanas la trató con frialdad; pero no pasaron dos meses sin que hubiese entre ellos una intimidad tal, como si fuesen dos hermanas. El carácter y las maneras cariñosas, y sumisas de Casilda la cautivaron, y se dedicó a enseñarle cuanto sabía, y a aprender de ella la rara habilidad que tenía para la cocina. Desde ese momento, la religiosa fue feliz y desapareció el velo de tristeza que cubría su rostro. Ocupadas con utilidad las horas que les dejaban libres las reglas del convento, pasaban la vida sin sentir su peso y sin desear otra cosa más que vivir juntas todo el resto de su vida.

No duró mucho la felicidad de que gozaban, porque es ley terrible de la vida que la dicha sea pasajera y fugaz. La religiosa perdió la salud, se puso pálida, se apagó el brillo de sus ojos, una pesadez en el cuerpo y un tedio profundo le impedían hasta el cumplimiento de sus deberes religiosos, de modo que se quedaba algunos días en su celda, melancólica e inerte, y sin más consuelo que la compañía de Casilda, que en vano se esforzaba en alentarla para que volviese a su vida habitual de trabajo y de devoción. Un mal interior desarrollábase con rapidez. Acaso provenía de la vida sedentaria y, por pudor, no quiso revelarlo al médico, sino cuando no tenía remedio y terminó con su existencia. Casilda la lloró como si hubiese perdido a su madre, y a su vez fue presa de una melancolía tal, que el convento le parecía un sepulcro, y no encontraba alivio ni en el trabajo ni en la devoción. No pudiendo ya sobreponerse, como trató de hacerlo, escribió a su protector para que la sacase del claustro.

El primer movimiento de don Pedro Martín, al enterarse de la causa (que él creyó justa) porque Casilda quería abandonar el monasterio, fue llevársela a su casa; pero madurando su idea en los paseos que habitualmente daba en el salón de su biblioteca, cambió de modo de pensar. Una noche prolongó su paseo una hora más, presa de la más molesta indecisión. Tan pronto pensaba que guardando cierta reserva y compostura podría habitar Casilda en la casa, sin que sus hermanas concibiesen ninguna sospecha, como desechaba esa idea como inmoral, y dando en el extremo contrario, resolvía enviarla muy lejos, quizá a la hacienda el Sauz, donde suponía que fijarían su residencia por largo tiempo la condesita Mariana y el marqués de Valle Alegre. Acostóse sin resolver nada y ya se supone que no pudo pegar los ojos y fue presa de peligrosas pesadillas y de fatales insomnios. La presencia de Lamparilla para darle cuenta del resultado de la visita a las haciendas, resolvió la cuestión. Pensó en la excelente doña Severa, donde Casilda estaría lejos y cerca de él; se atrevió a costa de una inocente mentira, semejante a las que autorizaba San Francisco, a decir su pensamiento a Lamparilla, y le salió tan a su gusto, que dos días después Casilda salía del convento y el mismo don Pedro la presentaba a doña Severa, que le hizo la más amable acogida, diciendo que precisamente necesitaba de una bordadora en oro para que acabase de perfeccionar a su hija Amparo.

Lamparilla no cabía en sus pantalones. El arreglo del negocio le proporcionaba a la vez unos regulares honorarios y un influjo decisivo con don Pedro Martín, por el servicio que le había prestado colocando a Casilda al lado de una persona tan respetable, y con Relumbrón, por el arreglo pronto y fácil de la compra de las haciendas, estaba decidido a no desperdiciar la ocasión para obtener la orden de toma de las hermosas posesiones de Moctezuma III. Apenas se acordaba de su íntimo amigo el licenciado Crisanto de Bedolla y Rangel, y lo dejaba podrir en el castillo de Acapulco, donde había sido trasladado por un movimiento de piedad del Presidente, al acabar de leer una carta llena de bajas adulaciones que le escribió y en la cual, si no acusaba formalmente a Lamparilla, sí daba a entender que había tenido no poca parte en que estallase el motín de San Pedro. ¡Así son los amigos, y así las cosas de este mundo!

—La parte que debía tocar a Bedolla en el negocio de los bienes de Moctezuma III, se la cederé al coronel Relumbrón y separaré una cantidad para hacer un obsequio a don Pedro Martín, que lo rehusará, y entonces me lo aplicaré yo como parte de honorarios. Doña Pascuala morirá pronto. Moctezuma se considerará muy feliz con una hacienda, un rancho para Espiridión y una magueyera para ese muchacho Juan, recomendado del licenciado Olañeta, y lo demás para mí, en cuenta de honorarios. Bedolla estará perfectamente en el castillo de Acapulco, bien comido y asistido, y si no es así, ¿quién le manda ser animal y escribir cartas que por poco causan mi ruina, y poner sus aspiraciones tan altas hasta el punto de creer que podía derrocar un Ministerio y encargarse de formar otro? ¡Qué imbécil, qué presuntuoso!

Haciendo Lamparilla estas y otras reflexiones, y sin dejar de consagrar a Cecilia todos sus momentos desocupados, esperaba con impaciencia el regreso de Relumbrón; pero éste dilató tres o cuatro días en Puebla, ocupado en asuntos que tenían relación con el gran plan que iba a desarrollar en pocas semanas. Púsose, en fin, en camino, citando a Evaristo y a su escolta para el pueblo de San Martín.

Quizá importe al lector saber algo de lo que pasó entre el coronel y el comandante en la memorable conferencia de San Martín. Diremos lo que dijeron en voz alta, aunque en medio de la soledad y debajo de un grupo de árboles, cercano a la casa donde se come el buen pan y la fresca leche, que lo que se confiaron a la oreja sólo Dios lo supo; pero el lector que tenga paciencia de seguir leyendo, lo adivinará por sólo la simple narración de los sucesos.

Después del saludo muy respetuoso de Evaristo, pues inclinó la cabeza y su ancho sombrero tropezó con las raíces de los fresnos que sobresalían a flor de tierra, fue el primero que habló.

—Mi coronel —dijo— tengo miedo de que le haya a usted hecho mala sangre ese licenciado (que tengo que matar un día u otro) que acompañaba a usted, y que sin duda por miedo no ha vuelto en la diligencia.

—Si la conversación ha de comenzar con amenazas y baladronadas, vale más no tenerla —le contestó Relumbrón con mal humor—. Mandaré poner mi carretela y regresaré a Puebla; para nada necesito la escolta; con mis pistolas basta y sobra. Solamente que el Presidente quedará bien informado de lo que pasa en el camino.

—Perdone, mi coronel —le contestó Evaristo asustado y dominado por el tono decisivo y altanero de Relumbrón— pero he hablado de un negocio particular que nada tiene que ver con el servicio. Este licenciado y yo tenemos cuentas pendientes. Hace tiempo él y yo solicitábamos una muchacha rica y bonita de Chalco. La muchacha se decidió por mí, y de esto viene el pique, y sé bien que me anda desacreditando por todas partes, y ha de haberle dicho mil cosas feas de mí; pero no crea usted nada son mentiras; yo soy un hombre que, con mi trabajo, he logrado tener un ranchito, sirvo bien al gobierno y expongo mi vida peleando con tanto ladrón como hay por los caminos.

Relumbrón cambió de humor y se puso a reír.

—No andemos con hipocresías —le dijo—. Ese licenciado que vino conmigo de México nada me ha dicho; pero yo todo lo sabía, todo lo sé; el Presidente sabe ya algo, y la primera vez que te vio (Relumbrón tuteaba a Evaristo y le hablaba como si fuera su criado), concibió muy mala idea de ti, y sólo confirmó tu nombramiento de capitán de rurales por no desairar al coronel Baninelli; pero, te repito, todo lo sé.

—¿Todo? —exclamó maquinalmente Evaristo atolondrado y confundido con el tono decisivo con que le hablaba el coronel.

—Sí. todo, todo —le contestó con intención el coronel, aunque no sabía más que una parte—. Todo —volvió a repetirle—. Y como tenía el propósito de hablarte muy claro, tomé mis medidas con mucha anticipación. Mira, mira con cuidado.

Evaristo, que volvió la cara hacía el camino de Puebla, vio un cuerpo de caballería, interpuesto ya entre el grueso de la escolta que mandaba, mientras que a su lado no tenía más que a los cuatro hombres y un cabo que lo seguían constantemente. Consideróse perdido, creyendo que había caído en una celada, y pálido e inmóvil, esperaba su sentencia.

—Puedes escoger —le dijo Relumbrón— y te dejo en plena libertad. Piénsalo dos o tres minutos, mientras enciendo un habano, entre ser fusilado dentro de ocho días, pues te mandaré preso a México con esa tropa de caballería, que se apoderará también de tu escolta, que está compuesta de bandidos, o ser, no mi amigo, yo no puedo tener amigos de tu clase; pero sí mi subordinado, mi dependiente; no sé el nombre con que te clasificaré; pero, en una palabra, obedecerme en todo y por todo, lo mismo que tu gente y tu segundo.

El alma volvió al cuerpo de Evaristo y, cayendo de rodillas, exclamó quitándose el sombrero y tendiendo la mano al coronel:

—Aquí me tiene usted en cuerpo y alma, mi coronel. Soy suyo hasta la muerte.

Relumbrón retiró la mano y dijo con voz imperiosa:

—Levántate, la caballería se acerca y no está bien que te vean así.

XXX. Las paredes oyen

Meses hacía que Relumbrón no ponía los pies por la Alcaicería. Su compadre estaba muy inquieto, lo había buscado diversas veces en su casa, y ya se decidía a visitar a doña Severa y saber si alguna cosa grave le había pasado, cuando el mismo coronel en persona penetró hasta el saloncito que ya conoce el lector.

—De intento —dijo Relumbrón a su compadre tomándole la mano y estrechándosela con afecto— he escogido un domingo, y como quien dice de madrugada, para hablar detenidamente y que nadie nos interrumpa. Si pierde usted, tal vez, la misa de once, oirá dos, y quedará a mano con la Iglesia.

—Tanto tiempo hace que no viene usted a esta casa, me dio tanto gusto verle, que por primera vez en muchos años faltaré a la misa de once, pues que usted lo quiere así. Siéntese usted y platiquemos cuanto quiera, que estamos perfectamente solos, pues la cocinera se ha marchado al mercado.

—Tanto mejor —le respondió el coronel acomodándose en el canapé, y señalando el sillón a su compadre.

Después prosiguió:

—No quería ver a usted hasta que el plan de que varias veces le he hablado, estuviese a poco más o menos organizado; ya lo está en parte, y va usted a saberlo, precedido de una corta explicación a guisa de sermón o como usted quiera llamarle. No hay necesidad de andarse con rodeos, ni entre usted y yo hay necesidad de secretos, de misterios y de engaños. El plan es ganar dinero por todos los medios posibles robar en grande, ejercer, si usted quiere, el monopolio del robo.

—¡Compadre! —exclamó el platero levantándose de la silla.

—Lo que usted oye. Siéntese, óigame y no hay necesidad de alarmarse, que todas las medidas están tomadas y se adoptarán otras cuando vaya tomando crédito y vuelo la negociación.

—¡Pero compadre!…

—Siéntese usted y cálmese, no hay motivo de alarma. Creí que mis conversaciones le habían, por lo menos, dado alguna idea de mis planes, pero veo que usted o no me ha entendido o no me ha querido entender. Escuche mis creencias privadas, pues que tiempo es de decírselas. La mitad de todos los habitantes del mundo, ha nacido para robar a la otra mitad, y esa mitad robada, cuando abre los ojos y reflexiona, se dedica a robar a la mitad que la robó y le quita, no sólo lo robado, sino lo que poseía legalmente. Ésta es la lucha por la vida. Las excepciones se contarán en muy corto número. El tendero no sólo vende, sino que roba a los marchantes cuanto puede, dándoles efectos malos, disminuyendo la cantidad, usando balanzas falsas encajando moneda falsa, echando agua a la leche y a los licores, mezclando la mantequilla con sebo y el sebo con manteca, dando gallinas muertas de peste y carne dañada; en fin, alterando constantemente la cantidad y calidad de los efectos, y haciendo el contrabando para ahorrar gastos y arruinar al tendero de enfrente. Y esto se hace todos los días, a todas horas, y en escala tan grande, que todos los habitantes de la ciudad tenemos que pagar esa contribución forzosa para formar la fortuna de una gran parte de los abarroteros. Al cabo de un año esto importa millones. De los cocheros y cocineras, no digo nada, usted lo sabe mejor que yo, y la excepción será esa guapa cocinera, que quizá le sirva para algo más que guisarle los sabrosos platos que come usted en las soledad de su comedor.

—¡Compadre!

—Siéntese usted, compadre, le vuelvo a decir. Estamos hablando sin máscara, y la máscara de la honradez es la que usan de preferencia los que más roban. ¿Cree usted que no soy el primero que roba a la nación? Por una hora de asistencia diaria a Palacio, y una guardia cada quince días, trescientos y pico de pesos cada mes. Así son la mayor parte de los militares y empleados. Un oficio mal redactado y que no pasa de una cara de papel, suele costar a la Tesorería sesenta o setenta pesos, porque el escribiente no hace más que eso en un mes, o tal vez nada. Y de los que se llaman banqueros, y de los que el público señala con el apodo de agiotistas ¿qué me dice usted? ¿Cree usted que esas fortunas de millones se pueden hacer en ninguna parte del mundo con un trabajo diario y honesto como el de usted, que se ha pasado dando golpes con el martillo, y se ha enriquecido, pero se le han doblado las espaldas? ¿Qué le ha producido a usted más: las custodias y los cálices que ha hecho para las iglesias o el rescate de diamantes y de plata robada?

—¡Compadre, por Dios!

—Es la verdad compadre, y es tiempo de decirla. Tengo un amigo que es excepción en la regla. Tenía una tienda de sedería, que, con un diestro dependiente, le tocó en el reparto de los bienes que dejó a su muerte el padre a varias personas. Muy buen negocio. ¿Qué hacía el dependiente? Se aprovechaba de la ignorancia o del descuido de los marchantes. Al indio, en vez de darle las piezas de listón a dos y medio reales (valor legal del comercio), se las encajaba a cuatro reales. A las criadas, en vez de una libra de seda, les envolvía en un papel tres cuartos, gracias a la exactitud de sus balancitas, y así todo. Cuando mi amigo se enteró de este manejo, despidió al dependiente, y él mismo se puso a despachar en la tienda con tal legalidad, que al cabo de un año estaba a punto de quebrar. «En el comercio, para ganar, se necesita robar —me dijo un día al oído—. El único dinero que se gana legalmente, es el que da la tierra. Dios da buenas cosechas y el precio de ellas es el de plaza, ni más ni menos; vendiendo así, es una bendición y la conciencia queda tranquila.» Le proporcioné una pequeña hacienda, que pagó con lo que pudo salvar de la sedería, y se retiró a labrar la tierra y a vivir como ermitaño, separado de ese mundo de ladrones que se llama comercio. Antes de dos años volvió a mi casa. «Mi conciencia —me dijo— no me permite seguir con la hacienda. Con real y medio o dos reales de jornal, los indios apenas pueden alimentar a su familia con unas tortillas, y un poco de chile, y en los inviernos no tienen con qué comprar unas frazadas; de consiguiente, estoy robando impunemente a esos infelices, que obligo a trabajar de sol a sol; además, los que introducen su cebada sin pagar derechos, bajo el pretexto de que es para las mulas de la artillería, no pagan y la venden barata; si entro en competencia con ellos, pierdo dinero. Vendo, pues, la hacienda, en lo primero que me den por ella.» Logré que se la compraran en buen precio y hoy tiene usted a mi amigo viviendo a razón de doce reales diarios, y comiéndose peso a peso lo que le ha quedado, sin emprender ningún negocio, porque, examinados todos por él, con la conciencia de un buen cristiano, encuentra que no se puede ganar dinero sin robar. Éste es no sólo una excepción de la regla general, sino un hombre único en el mundo.

—Es una exageración de honradez —interrumpió el compadre— un maniático y nada más.

—Me alegro mucho, compadre —le contestó Relumbrón— que haya usted entrado en mis ideas, y ensanchado un poco su conciencia. Persuádase usted de que el que no roba es porque no puede o teme ser descubierto; pero desde que cualquiera está seguro, segurísimo de la impunidad, se apropia lo que le viene a la mano, y si no fuese así, no existirían en nuestro idioma ni quizá en otros, los refranes tan conocidos: La ocasión hace al ladrón; en arca abierta, el justo peca.

—En parte dice usted la verdad, compadre; pero no en general. No soy absolutamente de la opinión de usted; pero dejemos esa cuestión. ¿A qué conclusión quiere usted venir?

—Creo habérselo dicho a usted bien claro, compadre, sólo que hoy se ha empeñado usted en no entenderme. Se lo explicaré mejor. Usted conoce mi buena posición en la sociedad; las muchas relaciones que tengo con las personas más distinguidas de la ciudad y de los Estados; el respeto que inspira mi casa, gracias a la conducta irreprochable de mi mujer; tengo, además, dinero, aunque no siempre lo bastante para mis propensiones al lujo, al brillo y elevación que deseo; pero pase por ahora; con todas estas circunstancias ¿quién podrá creer en México ni en ninguna parte donde me conozcan que soy capaz de robarme un alfiler, como nadie creerá que usted, compadre, rescata por un pedazo de pan alhajas robadas de gran valor y estimación, y que usted mismo me ha vendido en lo que se le ha dado la gana? Conque ya ve usted que lo primero y esencial, que es la impunidad, está asegurada, y tampoco vaya usted a figurarse que voy a ensillar mi caballo y a lanzarme al camino real a detener las diligencias, ni a salir por las noches puñal en mano a quitar el reloj a los que salen del teatro y se retiran por los rumbos lejanos y mal alumbrados de la ciudad, nada de eso; el robo se hará en grande, con método, con ciencia, con un orden perfecto; si es posible, sin violencias ni atropellos. A los pobres no se les robará, en primer lugar, porque un pobre nada tiene que valga la pena de molestarse, y, en segundo, porque eso dará al negocio cierto carácter de popularidad, que destruirá las calumnias e injustas persecuciones de los ricos que sean sabia y regularmente desplumados. Yo seré, pues, el director; pero un director invisible, misterioso, y manos secundarias, que ni me conocerán ni sabrán quién soy, ni dónde vivo, darán aquí y allá los golpes según se les ordene y las circunstancias se presenten, y así marcharán las cosas en los diversos ramos que abraza este plan.

El compadre, descolorido y presa de un pánico nervioso, se levantaba, se volvía a sentar, abría la boca y sus miradas descarriadas erraban por las paredes del saloncito, experimentando una especie de fascinación al oír el aplomo y seguridad con que su compadre hablaba de la honradez de la raza humana.

Relumbrón, después de un momento de pausa, de encender un habano y de arrojar bocanadas de humo que nublaron el saloncito e hicieron toser al platero, cruzó las piernas, se acomodó bien en el canapé y continuó:

—Parece que la casualidad se ha puesto a mis órdenes, y me ha presentado, y, como quien dice, metido dentro de mi casa los principales elementos que necesitaba. Me faltan aún otros; pero va usted a juzgar de los que ya tengo. Me eran indispensables dos fincas situadas a poca distancia del camino real de México a Veracruz, y con ellas un licenciado activo, ambicioso y travieso que hará cuanto yo le diga y mucho más, si logro arreglarle un negocio que hace años trae entre manos dizque para devolver los bienes a un muchacho indígena que dice ser el heredero de Moctezuma II. Poco me importa que esto sea cierto o no. Aprovecharé un rato de buen humor que tenga el Presidente, le arrancaré la orden para la posesión de las fincas, y esto me valdrá un buena suma que me ha prometido. Lamparilla, que no es otro el licenciado de quien estoy hablando, lo tendré, como se dice, a rienda. Lo emplearé en la defensa de todos los rateros, pleitistas y borrachines que, con más o menos cartas de recomendación, se conseguirá que los pongan libres, y antes de seis meses Lamparilla será el hombre más popular y querido de esa gente viciosa; yo me serviré de ella por su conducto, sin que él ni sospeche el objeto ni esa gente sepa si existo en la tierra.

—Pero no alcanzo, compadre —le interrumpió el platero— qué relación tenga la compra de esas haciendas con los planes de que usted me está hablando.

—Se le ha ido a usted la cabeza, compadre. Usted que me entiende a las dos palabras ¡ni modo de que me comprenda en este momento después de una hora de conversación! Siéntese y no esté violento pues aún tenemos mucho que hablar antes que vuelva la cocinera del mercado y almorcemos, pues hoy almorzaré con usted y me dará a probar esos vinos añejos que he sabido que le regalaron las marquesas de Valle Alegre. Y de paso ¿sabe usted si el marqués ha regresado ya con su esposa?

—Nada sé, compadre, pues no lo he vuelto a ver desde el día en que vino por sus alhajas que le limpié y compuse, haciéndole otras nuevas por cierto joyas antiguas muy ricas, que con sesenta mil pesos no se conseguirían hoy.

—¡Bah! ¿Conque sesenta mil pesos? —dijo Relumbrón con cierto interés—. Pero esto por el momento importa poco; no nos desviemos del asunto, que la cocinera no dilatará, y estas cosas no se deben hablar delante de nadie, y aun en voz baja es peligroso, pues las paredes oyen. Compré las haciendas, compadre, porque son muy productivas y de un precio ínfimo, atendido lo poco que hay que exhibir al contado, el modo fácil de pagar el resto y la utilidad que por otro aspecto me van a proporcionar. Esas haciendas serán el cuartel general, y el servicio y las labores, si hasta allá se puede, serán hechas por gente especial y complicada en la negociación principal. En ningún punto de la República habrá más orden, más seguridad, más tranquilidad que en el valle de San Martín y en el distrito de Perote, lo que abonará en mi favor. Además, con esto he conseguido entrar en relaciones y mayor intimidad con ese viejo abogado testarudo de don Pedro Martín de Olañeta, que desde luego ha colocado en mi casa, como maestra de bordado, a una de esas criaditas santuchas de convento, que no tiene malos bigotes y que me gusta como un dulce; pero ya sabe usted que en mi casa soy un santo. La pupila de don Pedro Martín se ha ganado en pocos días el cariño de Severa y de Amparo, y esto basta. Es sagrada para mí. Por otra parte, el marqués de Valle Alegre me quedará agradecido; este noble calavera es extremadamente simpático y capaz de hacer cualquier servicio. Ya ve usted cuántas cosas he conseguido con comprar esas fincas, que al principio traté de adquirir por sólo hacer ruido y disimular la gran derrota de Panzacola, que nos puso a dos dedos de la ruina.

El platero, que había salido un poco de su estupor, pudo ya dirigir sus descarriadas miradas a su compadre, y aprobar con la cabeza la compra de tan excelentes fincas.

—Me faltaba gente propia para la dirección de las haciendas —continuó diciendo Relumbrón— y la casualidad me la proporcionó. Había visto en Palacio al capitán de rurales que manda la escolta del camino de Puebla, y aun le había prometido interesarme para que el Presidente lo recibiese; todo esto sin fijar la atención, porque nada me importaba la seguridad del camino ni la persona del capitán; pero no fue así cuando me encontré con él en el camino. Ya corrían muchas historias sobre este personaje; pero Lamparilla, que lo conocía, me contó su vida y milagros, con lo que tuve bastante para cerciorarme de que era un asesino y un bandido de profesión, con cierto talento y mañana para haberse impuesto a los vecinos de Chalco y de Texcoco y alucinando hasta cierto punto a Baninelli, que lo recomendó y logró que lo hiciesen capitán de rurales, facultándolo para que levantase una compañía en la que, como debe usted figurarse, los soldados son tan ladrones y asesinos como él. Pues bien: toda esa gente es ya mía, lo mismo que el comandante, que entiende también de agricultura, pues es dueño o arrendatario de un rancho de la Hacienda Blanca, y al hacerse cargo de las mías, las labrará bien y se ocupará, sin dar motivo a ninguna sospecha, de las diversas operaciones que yo le encomiende. Le tengo cogido; por su interés propio, guardará secreto y me servirá al pensamiento. Con media palabra mía, el Presidente lo mandaría entregar a Baninelli y no viviría dos horas. Para el licenciado Olañeta, y para lo que pueda ofrecerse en su juzgado, tengo también cogido medio a medio al marido de Clara su hermana. Este abogado de gran crédito, que pasa por el hombre más estricto y puntilloso de México, no es más que un falsificador. Enamorado perdidamente de Clara, que por carácter es altiva y gastadora como no hay otra, necesitaba echar polvo de oro a los ojos de su novia y de don Pedro Martín, el cual, aunque con repugnancia, consintió después de algunos meses en que se verificase el casamiento. La especie de locura que le ocasionó su pasión por Clara, que lo trataba, como dicen, a la baqueta, no tuvo límites. Clara, antes de darle el sí, le dijo terminantemente que ella estaba acostumbrada a las comodidades y al buen trato, que su hermano nada le negaba y la quería más que a Prudencia y a Coleta (y esto era verdad), que si casándose había de perder en vez de mejorar, preferiría quedarse doncella; que en consecuencia, había de tener casa grande en una de las principales calles de la ciudad, coche a la puerta, criados y buena mesa. Por todo pasó el licenciado Chupita, y sin pararse en precios tomó una magnífica casa frente a la Alameda, la amuebló con lo más exquisito que pudo encontrar, compró un coche inglés y dos troncos de mulas; y en cuanto a las donas, ni se diga; lo más costoso y rico que pudo comprar o mandar hacer. Clara, contentísima, entusiasmada, y el licenciado Olañeta, alucinado hasta cierto punto; pero el resultado de este aparato fue que acabó con el dinero que tenía y, no pudiendo retroceder, falsificó la firma de uno de sus clientes ricos y negoció así a seis meses de plazo unas libranzas por valor de quince mil pesos. No escaseaban los clientes y los negocios en su bufete, y el licenciado Olañeta, aunque no lo quería y tenía un triste concepto de su capacidad como abogado, no dejaba de encomendarle algunos negocios ni de recomendarlo a sus muchas relaciones; pero el tren que estaba obligado a sostener no le permitía hacer economía alguna. A medida que el tiempo pasaba, crecían las angustias del desgraciado. Si llegaba el plazo y él no había recogido las letras, el tenedor las cobraba al cliente rico, el delito forzosamente se descubría y él era hombre perdido para siempre. Perdió la salud y se enflaqueció de tal manera, y las mejillas se le chuparon hasta un grado tal, que sus pasantes, burlándose de él, le pusieron el sobrenombre de Chupado, que degeneró, como más adecuado, según ellos, en el de Chupita. Por una casualidad y entre los cambios y tratos que sabe usted que hago frecuentemente, se me ofrecieron esas letras que acepté en el acto, pues las firmas no podían ser mejor; pero cuál fue mi sorpresa al ver entrar muy temprano en mi casa al licenciado, desmejorado, inconocible, vacilando y sin poder articular palabra, echándose a mis pies y abrazando mis rodillas. Contóme todo el caso, me pintó lo desesperado de su situación y me suplicó con las lágrimas en los ojos, que lo matase o lo sacase del compromiso en que se hallaba. Por fortuna la noche anterior había yo ganado algunas onzas en la partida reservada de la calle de Tiburcio y estaba de buen humor, y sin muchos preámbulos me arreglé con él haciéndole firmar pagarés por treinta mil pesos, de los cuales me ha satisfecho cuatro, reservándome el derecho de hacer uso de las libranzas y de acusarlo ante los tribunales. Cada pagaré que se vence es una agonía para el licenciado, que tiene que pedirme prórrogas sobre prórrogas, al punto que creo que ni en cuatro ni en cinco años me complete los quince mil pesos. Ya ve usted, este hombre es mío, absolutamente mío, y quien es capaz de falsificar una firma y negociar por este medio un dinero que sabía que no le era posible pagar, es capaz también de cualquier cosa; será, pues, mi socio en los negocios que vamos a emprender, mi segundo, que me substituirá en caso de ausencia o enfermedad. Si no tiene gran capacidad como abogado, sí tiene talento para el mal. El capitán de rurales y el marido de Clara harán maravillas bajo mi dirección. Voy a dar a usted cuenta de otro negocio, absolutamente seguro e inagotable como una mina en bonanza, y es una baraja, no sólo maravillosa, sino milagrosa. Todos los suertistas que habrá visto en su vida, no han hecho con las cartas lo que yo he visto hacer con las que puedo decir que son mías. Se ganan cuantos albures se quieran, y en el momento que conviene se pierden los que sean necesarios para alucinar a los puntos y alejar toda sospecha. Si no lo hubiese experimentado, no lo creería. Para acabar con todos los ramos de industria, cuento con galleros que dan munición a los gallos y les hacen otras maniobras para que se haga a voluntad la chica o la grande; con chalanes que cambian y venden caballos mañosos y lacrados, por otros sanos y de alto precio; en fin, con cuanta canalla estudia el modo de pelear impunemente al prójimo. Mi personalidad no figura en todo esto sino para habilitarlos con un poco de dinero. Si son descubiertos, irán a la cárcel y yo me presentaré como acreedor, embargándoles lo que les quede; si no lo son, como no es posible que lo sean, tendré mi parte en las utilidades sin que para nada suene mi nombre. ¿Cree usted, compadre, por lo que llevo dicho, que arriesgamos ni lo negro de una uña?

El compadre movió la cabeza con un aire de duda; pero concluyó por convenir que, en cuanto es posible en lo humano, las precauciones estaban bien tomadas.

—Un negocio también importante —continuó Relumbrón— es la falsificación de moneda. Estableceremos nuestra fábrica en el molino de Perote y usted será el director. Bastante habilidad tiene usted para construir la maquinaria y abrir los troqueles aquí mismo, en la platería. Las piezas sueltas de fierro las mandará usted hacer, y los troqueles ninguno los hará con más perfección que usted. Se imitarán, mejor dicho, se igualarán aun en sus más insignificantes pormenores, los pesos nuevos de la casa de moneda de Guanajuato, de los cuales vienen muchos cada mes a México con motivo de la bonanza de las minas. Tendremos constantemente unas cuatro o seis talegas de pesos legítimos en el molino, y regresarán a México mezclados con 200 o 300 de los que nosotros fabriquemos y así se hará el cambio sucesivamente. Ya calculará usted que tengan ocho o diez por ciento de liga, de modo que no se altere el sonido ni se descubra que son falsos por las mordidas que suelen darle los indios, o los refregones contra la hojadelata de los mostradores; en una palabra, que no les salga el cobre, usted sabrá mejor que yo, compadre, hacer la manipulación.

—¡Oh! Respecto de eso no tenga usted cuidado —respondió maquinalmente el platero, entusiasmado de que se le encomendase una obra de arte que se prometía desempeñar con más perfección que si se tratase de una custodia o un cáliz cincelado para la capilla del Rosario, pero inmediatamente quiso reparar su ligereza y continuó diciendo—. Eso es grave y necesita pensarse… ya en otra conferencia diré a usted mi opinión.

—Nada, nada de excusas. No necesitamos otra conferencia; manos a la obra y desde mañana dése usted trazas de comenzar a construir la maquinaria. Voy a comprar nuevos aparatos para el molino, pues los que hay en él están inservibles, y todo irá junto, de modo que nadie adivine que allí se molerá harina y se fabricarán pesos.

—¿Y los operarios?

—Lo más fácil; los pillastres que saque de la cárcel Lamparilla nos servirán a pedir de boca, y él mismo no sabrá para quién trabaja. Yo arreglaré esto, la parte artística será de cuenta de usted, y al avío ¡ocho duros! no hay que vacilar. Se me olvidaba lo mejor: usted tiene que desempeñar un importante papel, y es el indagar la vida y milagros de todos los clientes que tiene su platería y de cuantas personas pueda, y lo puede hacer directamente y por medios indirectos. Ejemplo: viene como de costumbre la corredora y le dice a usted que vendió un anillo a doña Fulana. Es necesario saber si esa doña es casada o vive en un estado más fácil; si tiene hijos, hermanos, tíos, sobrinos o amigos; si es rica, si tiene alhajas y dinero guardado y en dónde; si deja olvidadas las llaves; si duerme sola; si deja las puertas abiertas; a qué hora sale o entra en una palabra, todo lo que trataría de indagar un marido celoso de su mujer para cogerla en un renuncio…

—Entiendo, entiendo, compadre —contestaba el platero maquinalmente inclinando la cabeza y no atreviéndose a dirigir la vista a Relumbrón, que ya se ponía en pie, ya se volvía a sentar, encendiendo con sus trastos de lumbre el puro que dejaba apagar a poco rato.

—Para esto se necesita tiempo, paciencia, maña; pero yo conozco a la corredora; es liebre corrida, está que ni mandada hacer para esto, además, ligada con usted con motivo del importante comercio de alhajas que hacen particularmente de dos años a esta parte. Más adelante estableceré, también por medios indirectos, una especie de agencia y llegaré a saber los interiores de las casas de medio México.

Relumbrón, cansado de hablar y con la garganta seca, tomó de una charola de plata que había en medio de la mesa, una botella de cristal llena de vino añejo regalado por el marqués de Valle Alegre, se sirvió una copa, la bebió hasta la última gota, tronó con placer los labios, se dejó caer en el canapé, como fatigado, no precisamente de hablar, sino de la grandeza del plan que había desarrollado ante su compadre.

Hubo como diez minutos de silencio.

El platero, sin poder discutir ni meter baza en la seguida, larga y decisiva conversación de Relumbrón, estaba aturdido y presa de enajenación mental. Tan pronto veía inconvenientes y peligros en cada uno de los proyectos, como admiraba la facilidad y la sencillez de las combinaciones para apropiarse por diversos caminos del bien ajeno. La influencia que ejercía Relumbrón en su ánimo lo dominaba, sin saber por qué, considerándose en el fondo satisfecho de ser el padre de un hijo que desplegaba en todos casos un talento y una fecundidad de ideas que lo dejaban absorto. El amor de padre y el temor de que un día u otro fuese a descubrirse el hilo de la maraña, lo inspiró, tuvo un buen movimiento y abrió la boca para revelar a Relumbrón el secreto de su nacimiento y conjurarlo a que abandonase todos sus peligrosos y diabólicos planes; que se redujese a una vida modesta, contentándose con su posición y con los goces legales y sencillos al lado de su bella Amparo y de su virtuosa mujer; que él, su padre, seguiría trabajando y pondría a su disposición las piedras valiosas que encerraba su estante y el dinero en oro y plata que tenía guardado en el Monte de Piedad. Este sano pensamiento pasó como un relámpago.

¿Entregar a Relumbrón los paquetitos de zafiros, de rubíes, de diamantes y de esmeraldas? ¿Sacar de la caja del Montepío sus onzas de oro españolas? Imposible. Para negocios era diferente. Su compadre era vivo y afortunado y le había dado buenas cuentas, excepto el día del desastre de Panzacola. Sus proyectos le sonreían, especialmente el de la moneda falsa, y ya había pensado visitar el molino y disponer las cosas de tal manera que, si se descubría la fábrica, con sólo quince minutos de tiempo no se encontrase más que harina y trigo. Por otra parte, descubrir el secreto equivaldría a deshonrar a la moreliana y reducirla a la miseria si Relumbrón concebía el deseo de conocerla y, locuaz como era, con una palabra que se le saliese bastaba para que alguno de tantos supuestos parientes pidiese la ejecución de la cláusula del testamento. Todo esto era remoto y no sucedería tal vez; pero el platero lo consideraba como un peligro inminente para contrariar y hacer imposible la ejecución de las ideas honradas que habían pasado por su mente como palomas descarriadas. En resumen, la ambición, más fuerte que la idea moral, triunfó; pero repentinamente se le vino una idea terrible que no había pasado por su mente en el curso de la conversación, y abandonando el cúmulo de pensamientos que se sucedían sin cesar en su cerebro, salió del mutismo en que se había encerrado y con una voz cavernosa exclamó:

—¿Y el infierno, compadre?

Relumbrón, estupefacto pues todo lo esperaba menos esta observación, se puso en pie de un salto como si lo hubiese empujado un resorte.

Él, que llevaba la vida alegre, nunca pensaba en la muerte, ni menos en el infierno; pero en el lance en que se hallaba, no dejó de llamar su atención la pregunta de su compadre y sin quererlo, se presentaron a su imaginación las calderas de azufre hirviendo y el plomo derretido que como arroyos de agua, bañaban los cuerpos descarnados de los réprobos, y una gran parte de éstos en su vida habían sido ladrones, asesinos, lujuriosos y jugadores; pero, reponiéndose de su pánico, se volvió a sentar y contestó con calma a su compadre:

—De verdad no había pensado en esto; pero me parece fácil arreglar estas cosas en la tierra. En primer lugar, no se trata de asesinar, ni de herir, ni de maltratar a nadie, ni de quitar el pan de la boca a los pobres, y por el contrario, en mi plan entra que todo se haga con método y orden, y ya ve usted que con esto casi ni hay pecado, y si lo hay, no pasará de venial; en cuanto al dinero de los ricos, es dudoso si es pecado mortal o una obra meritoria. La Biblia, que yo he leído casi entera dice: Que los ricos tienen obligación de dar a los pobres, y el hecho es que no les dan ni agua; pero dejando a un lado estos argumentos, me ocurre uno que le dejará a usted perfectamente tranquilo. ¿Es usted cristiano fervoroso?

—Y como que lo soy, compadre —respondió el platero—, de otra manera no me habría ocurrido la observación que acabo de hacerle.

—Pues bien, el pecador, por endurecido que esté y por horribles que sean sus crímenes, queda perdonado con sólo un acto verdadero de contrición a la hora de la muerte, porque la misericordia de Dios es infinita. ¿Qué cosa más fácil que un acto de contrición, especialmente para usted que es tan arreglado y tan bueno?

—Y si muero repentinamente de una apoplejía o me cae un rayo, que en la estación de las aguas son frecuentes en México ¿a dónde voy a dar?

—A donde iría usted a dar ahora mismo, pues el comercio que tiene usted con la corredora puede muy bien pasar de pecado venial; pero eso es muy contingente, sería una casualidad y siempre estamos en riesgo de morir en pecado mortal, pues que no somos unos santos. Por otra parte, cuando nuestros negocios estén en pleno desarrollo, no dejaremos de hacer limosnas; tal vez de construir una iglesia, como lo hacían los nobles de antaño para asegurarse el cielo; pero todo eso está muy lejos y por ver, debemos ocuparnos de lo presente.

Sobre este tema siguieron discutiendo; pero por más que Relumbrón se esforzó en sus argumentos, no pudo lograr que su compadre le diese una resolución definitiva, y le pidió el plazo de ocho días para resolverse.

—Convenido —le dijo Relumbrón— pero tiene usted que saber lo más esencial, y es que necesito dinero, mucho dinero. Para sacar oro de un tiro de una mina, es necesario antes echar mucha plata en el otro tiro, y si concedo a usted ocho días de plazo, es para que tome sus medidas y no me deje en las cuatro esquinas en ocasión tan solemne. La feria de San Juan de los Lagos está próxima, y allí hemos de comenzar nuestras operaciones y lograr una abundante cosecha.

Estas últimas palabras hicieron más impresión en el ánimo del platero que la larga conversación que había precedido. Desde el desastre de Panzacola desconfiaba mucho de la fortuna y de la habilidad que había demostrado su compadre meses antes en los negocios en que se atravesaban grandes cantidades. Sin embargo, ninguna observación especial le hizo y se limitó a repetirle: «Dentro de ocho días».

Ruido de pasos, de llaves y de cacerolas dieron fin a la conversación.

—La cocinera ha llegado ya y debemos terminar —dijo el platero.

—Y como que sí —contestó Relumbrón— no sería malo que usted la llamase para advertirla que hoy almuerzo con usted, y mientras da sus disposiciones para tratarme como a cuerpo de rey, no perderé el tiempo pues ya debe concebir cuánto tendré que trabajar. Antes de las doce estaré de vuelta.

Relumbrón salió, el compadre dio sus instrucciones a la cocinera, sacó el vino de Jerez añejo, se lavó y se vistió con más cuidado que el de costumbre, y muy tranquilo, al parecer, se dirigió a la Catedral, pues tenía tiempo sobrado para rezar sus devociones y oír misa.

Pero lo más importante de lo que pasó en esa mañana memorable, es que al salir la cocinera dejó la puerta abierta, pues habiendo hecho abundantes provisiones el sábado, no tenía necesidad de ir al mercado y le bastaba con lo que podía encontrar en los puestos y tiendas de la misma Calle de la Alcaicería, y se proponía regresar antes de cinco minutos, como en efecto lo hizo. Subió sin hacer ruido. Calzaba como Cecilia zapatos de seda, y se deslizaba más bien que andaba por las alfombras de la casa. Notó que, contra la costumbre, su amo no estaba en la recámara, a donde ella entraba diariamente antes o después de volver del mercado a tomar sus órdenes y preguntarle si deseaba algún antojito especial para el almuerzo o la comida; se dirigió al salón, lo encontró cerrado, oyó voces, espió por el agujero de la llave y vio al platero sentado en el sillón, con la cabeza entre sus manos, como si estuviese con una fuerte jaqueca (y la solía padecer) y a Relumbrón en pie frente a él, manoteando y perorando en alta voz, como el que dice un discurso el 16 de septiembre en la Alameda.

La cocinera contenía la respiración y aplicaba alternativamente el ojo y el oído al agujero de la llave. Vio lo que pasó y se enteró de la mayor parte de la conversación. Cuando concluyeron, se retiró de puntillas, dirigiéndose a la puerta de entrada, movió la llave como si acabase de entrar, pasó a la cocina e hizo todo el ruido posible con los platos, cubiertos y cacerolas.

Dijo muy bien Relumbrón, que en todo pensaba y todo lo preveía: «Las paredes oyen… y las cocineras mucho más».

XXXI. El día de la boda

Mientras el platero se da trazas a reunir dinero suficiente, escribe a la moreliana, invitándola para que viniese a ver unas alhajas nuevas que había recibido de París (él las había montado con las mejores piezas robadas) y Relumbrón trabajaba día y noche para dar una organización segura y perfecta a los diversos proyectos que había presentado al examen y deliberación de su compadre, tenemos sobrado tiempo para hacer un viaje a las haciendas del Sauz y enterarnos de los acontecimientos que siguieron al frustrado enlace de Mariana con el Marqués de Valle Alegre.

¿Acabó de sacar el conde su espada cuando Mariana respondió no a la segunda pregunta que le hizo el obispo? ¿Quiso acabar de matar a su hija, ya caída y exánime como estaba, o sólo fue una amenaza colérica, sugerida por su repentina y enérgica resolución? ¿Quién sabe? La sorpresa de todos los que estaban cerca del altar al escuchar el no sonoro y firme, que repercutió en las bóvedas de la capilla, fue tal que no se exageraría si se asegurase que todos perdieron por un momento el uso de la razón.

Pero sea lo que fuere, cuando la multitud curiosa que se oprimía y juntaba estrechamente, pecho con pecho y cabeza con cabeza, y no despegaba los ojos de los principales personajes, vio que el conde había puesto la mano en el pomo de la Espada, lanzó un grito de horror que se propagó hasta la puerta, y de allí al atrio y a la calzada, donde esperaban la salida de los novios los muchos que no pudieron penetrar a la capilla.

El conde, por una de sus excentricidades, había determinado que, tanto él como Valle Alegre, fuesen a la ceremonia vestidos con el uniforme de capitanes del ejército español, y por otra inconveniencia mayor, el conde ciñó su larga espada de taza y cruz, mientras el marqués sólo portaba un espadín corto de parada; pero el conde estaba en su casa, y cualesquiera que fuesen sus caprichos, nadie se atrevía a hacerle la menor observación.

Al ademán agresivo del conde se interpuso el obispo, cubriendo con su cuerpo a Mariana, a riesgo de ser traspasado de parte a parte.

¡En nombre de Dios, señor conde, conténgase, conténgase y no cometa un horrible crimen!

El conde, ciego de furor, tenía convulsivamente la mitad de la espada fuera de la vaina y buscaba con los ojos inyectados en sangre a su hija, entre las vestiduras moradas, blancas y oro que había revestido el prelado para dar mayor brillo a la solemnidad.

El marqués de Valle Alegre, vuelto en sí del aturdimiento que le causó la escena que, a pesar de todo, esperaba, se puso en pie, sacó su espadín y, encarándose con el conde, gritó:

—¡Eso no, conde, eso no; jamás permitiré que, a pesar de la afrenta que acabo de recibir, asesine usted a su hija en mi presencia! ¡Atrás o le paso de parte a parte con mi espada!

Al mismo tiempo Juan, desprendiéndose de la mano del practicante que lo sujetaba, sacó el puñal y levantó el brazo para hundir el arma traidora en las espaldas del conde; pero el practicante dio un salto, se echó con todo su peso sobre Juan para desviarlo, y el puñal hirió el espacio, pasando a dos líneas del hombro del conde. Esta escena rápida, que no duró veinte segundos, produjo otro grito de horror en la multitud, que no sabía si retroceder o arrojarse sobre los elevados personajes que estaban a punto de asesinarse mutuamente.

El practicante, con una fuerza que no sospechaba tener, tomó a Juan por la cintura, y empujándolo y echándolo como una catapulta sobre la multitud compacta, pudo abrirse paso y salir con él fuera de la iglesia gritando:

—¡El conde ha asesinado a su hija! ¡Venganza, venganza!

Los gritos del practicante, que encontró una buena oportunidad para saciar su encono contra los ricos y contra los títulos de Castilla, se reprodujeron y ocasionaron una reacción repentina en aquella gente sumisa y respetuosa, que inclinaba la cabeza y casi se arrodillaba cuando veía pasar al conde en su caballo o en su carruaje, tirado siempre por cuatro mulas casi cerreras.

Todo lo que el conde era temido, pero detestado por su aspecto arrogante y despreciativo, su hija era amada y respetada de la gente que estaba al servicio de la hacienda y de la que habitaba los ranchos y aldeas cercanas. El tiempo que le dejaban libre sus enfermedades y sus hondos pesares, lo empleaba Mariana en visitar a los que se hallaban enfermos, en platicar con las ancianas, en hacer cuantos beneficios podía a los peones y sirvientes y aun a los que no lo eran, y como la veían tan hermosa, tan buena, tan majestuosa a la vez que tan dulce y tan amable, la consideraban más bien como una santa a quien el conde, lejos de adorar, se empeñaba en martirizarla y hacerle la vida dura y difícil. No sabían lo que realmente pasaba en el interior de la casa de la hacienda; pero los pesares de Mariana se revelaban en sus ojos tristes y en su melancólica sonrisa. Don Remigio contribuía a desarrollar los instintos caritativos de la condesita y le daba cuanto dinero le pedía, sin que por esto el conde hiciese observación ninguna, cuando de tiempo en tiempo pasaba sus ojos por las cuentas y hablaba de negocios con él.

Los alegres y pacíficos campamentos formados con motivo de las bodas, donde se escuchaban las francas risas, los agudos sonidos de las jaranitas y los monótonos cantos populares, se tornaron en un momento en otros tantos focos de rebelión, y la cólera y la insubordinación se apoderó de esas gentes, excitadas con las vociferaciones del practicante. Éste se aprovechó de la confusión y del desorden y, acompañado siempre de Juan, que se dejaba conducir como un niño, se dirigió a las caballerizas, se apoderó de dos de los mejores caballos que estaban ensillados, y él y Juan montaron, enfilaron la calzada y, ganando los campos, hicieron rumbo al pueblo que habitaba.

Juan, vuelto en sí de esa visión terrible que había pasado ante sus ojos en la capilla, y sin darse cuenta de si realmente Mariana había sido asesinada y él había matado al conde, quiso retroceder, y arrendó su caballo para volver a la hacienda; pero su amigo el practicante lo contuvo, y adivinando sus pensamientos, le dijo:

—No pienses regresar a la hacienda. Piensa en tu padre, en tu padre que es el mejor de todos los hombres. Nada tenemos que hacer ya. La condesita vive, no se ha casado con el marqués, te ama, y ese amor le dará fuerzas y vida, la volverás a ver. Si no me apodero con todas mis fuerzas de tu brazo, que parecía de fierro, habrías matado al conde y ésa habría sido la ruina y la desgracia eterna de don Remigio. El marqués y el conde se las avendrán, y la multitud, cansada del despotismo del amo, se vengará mejor que tú de él y salvará a la hija de las garras de ese tigre. Tu padre está allí y modificará como quiera los acontecimientos; vámonos, sigamos nuestro camino para mi pueblo.

Dominado Juan por este razonamiento se dejó conducir, y azotando ligeramente a los caballos marcharon primero a galope y después al tranco, para dar lugar a llegar entre dos luces al pueblo y no llamar la atención ni estar expuestos a las preguntas de los amigos y conocidos.

El practicante en todo el camino trató de consolar a su amigo, de abrir su corazón a la esperanza y de apagar en su cerebro el volcán ardiente que por un momento lo había convertido en un loco furioso. Al día siguiente de la llegada al pueblo, alojado y todavía medio oculto en la casa del practicante, Juan cayó en un delirio nervioso que le duró cuatro días; pero curado y más tranquilo, tomó la resolución de buscar a Baninelli para definir de una manera u otra su situación y presentarse después resueltamente a pedir al conde la mano de su hija, caso de que los acontecimientos que pasasen en la hacienda se lo permitiesen. Ya el lector se ha enterado del extraño resultado de este paso aventurado, que estuvo muy lejos de aprobar su amigo el practicante, que en vano trató de disuadirlo ofreciéndole que él mismo se pondría en camino, procuraría encontrar a Baninelli, sondear su ánimo, continuar a México y asegurarse antes de que el indulto le sería concedido. Nada valió en esta vez. Juan se encaprichó y no hubo remedio. ¡El destino de las gentes!

Volvamos a la capilla de la hacienda del Sauz. Una parte de la gente salió vociferando detrás del practicante y otra se quedó, entre curiosa y amenazadora, queriendo todos a un tiempo llegar cerca del altar y cerciorarse por sus propios ojos de si Mariana estaba muerta. Esto produjo un remolino humano, y empujándose los unos a los otros, amenazaban y envolvían a los altos personajes que estaban en las gradas. El marqués del Apartado pronunció en voz alta un pequeño discurso, amonestando a la multitud para que tuviese calma y guardase el respeto debido al santo lugar donde estaban y a los altos personajes que ocupaban el altar; pero no fue escuchado, y su voz débil y opaca a pesar de lo que se esforzaba, se perdió en el confuso murmullo de la gente que a cada momento se acercaba más.

La madrina, que por primera vez visitaba la hacienda y no tenía la más remota sospecha de lo que iba a pasar, quedó aterrada y muda cuando oyó pronunciar el no a la condesita y vio sacar la espada al airado conde, pero pasado ese momento y dirigiendo la vista a donde estaban el obispo y Mariana, a quien creyó muerta, comenzó a llorar y a lamentarse de una manera estrepitosa, por más que quería contenerse y que se tapaba la boca con su pañuelo.

Los curas revestidos con sus casullas resplandecientes de oro, se agruparon en derredor del obispo, dejaron el altar en desorden, el libro de los Evangelios encuadernado de nácar, cayó al suelo y se rompió y desencuadernó; los muchachos acólitos tiraron los incensarios, esparciéndose en la alfombra los carbones ardiendo, y fueron a ocultarse debajo del púlpito, y el desorden e indecisión era mayor a medida que se notaba que los que estaban delante, empujados por los de atrás, concluirían por romper las barandillas de ébano y plata que los separaba de las gradas del altar.

El conde y el marqués, que notaron el peligro que corrían de ser atropellados, arrollados y pisoteados por la multitud, se encararon con espada en mano, y desafiaron a la turba irritada y ya deseosa de dar una conclusión trágica y definitiva a estas extrañas y desgraciadas bodas.

—¡Atrás, canalla! —gritó el conde con una voz de Estentor—. El primero que se atreva a dar un paso más, lo traspaso con mi espada.

Y en efecto, blandía furioso el acero, quería saltar la barandilla y comenzar a herir a los que ocupaban la primera fila. El movimiento de avance se suspendió, y al murmullo amenazador sucedió el silencio más completo. Tanto así impone la decisión terrible de un hombre valiente que desafía a la muerte; pero todavía fue más eficaz la voz de don Remigio. Observando que su hijo Juan, arrastrado casi por el practicante, no estaba ya en la capilla, subió al altar, se interpuso entre el marqués, el conde, el obispo y la condesita desmayada, de suerte que no podían hacer uso de sus espadas sin tocarlo a él. Este movimiento estratégico del administrador tenía por objeto impedir el derramamiento de sangre en la iglesia, y socorrer pronta y eficazmente a su querida ama, que con trabajo sostenía el obispo. Tan preocupados estaban los actores de estas escenas, que no advirtieron la presencia del administrador, el que, aprovechándose del momentáneo silencio, se dirigió a los que formaban el tumulto y les dijo unas cuantas palabras en un tono enérgico a la vez que afectuoso, que calmó los ánimos, y en vez de avanzar, fueron abandonando la capilla, hasta que quedó vacía. Entonces él mismo cerró la puerta, se dirigió al altar, tomó en sus brazos a Mariana (y era lo que más importaba) y la condujo por la sacristía, que se comunicaba con la casa, hasta su alcoba, depositándola en su lecho, y regresando a la capilla.

Sin oponerse los altos personajes a lo que hizo don Remigio, quedaron en silencio y en la actitud que estaban, esperando, sin duda, ser guiados por el que había tenido la influencia necesaria para contener el desorden.

—Señor conde —dijo respetuosamente don Remigio— le ruego a usía que pase a su habitación. Lo que ha ocurrido es muy terrible, y necesita usía calmarse y reposar.

El conde envainó su larga espada, se volvió hacia el marqués, le echó una de esas miradas que significan sangre y muerte, y con pasos lentos y majestuosos entró a la sacristía, paso a sus habitaciones, arrojó la espada por un lado, el uniforme por el otro, y se echó en el lecho, murmurando con una voz ahogada y ronca como si fuese el estertor de un moribundo.

—¡A él, a ella, a todos los he de matar, a la canalla insolente también! Remigio es el único hombre que quedará vivo, el único en el mundo que me respeta y me quiere. ¡Maldita humanidad, viles, miserables, malditos gusanos!…

Su voz expiró en su garganta, y dando una vuelta nerviosa enterró su cabeza en los almohadones.

Desembarazados los personajes que quedaron en la capilla del cuidado que les inspiraba la desgraciada condecita, y de la presencia del feroz conde, recobraron el uso de la palabra y entraron en una calma relativa, tratando de consultar con don Remigio lo que sería conveniente hacer después de las rápidas pero conmovedoras escenas que acababan de pasar.

—La gente se ha insolentado —les dijo don Remigio— y trabajo nos va a costar volverla al orden; lo que van a solicitar, es ver a la señora condesita muerta o viva, y ya pensarán sus señorías que eso es por ahora imposible. Lo primero que hay que hacer, es cuidar de la seguridad de la casa. Les ruego me esperen un momento, y cuando vuelva, pensaremos lo que se ha de hacer; mi mayor cuidado es en este momento por el señor conde. Si llega a saber que continúa el tumulto y el desorden, es capaz de salir solo con su espalda, y verdad es que matará a muchos, pero al último lo harán pedazos.

—Si tal hace —interrumpió el marqués— yo estaré a su lado, es mi deber.

—De poco o nada servirá el sacrificio de usted, señor marqués le contestó don Remigio Ya tentaremos otros medios. No dilato.

Y desapareció por la sacristía.

Lo primero que hizo fue dirigirse a las habitaciones del conde. Éste continuaba en su lecho, hundida la cabeza en los almohadones.

Don Remigio salió de puntillas, y un siniestro pensamiento pasó por su cabeza:

—Si por fortuna se hubiese ahogado con los almohadones, todo cambiaría de aspecto, y la condesita podría ser todavía feliz. Juan no estará lejos.

De las habitaciones del conde, y arrepintiéndose a medias de lo que entre dientes había murmurado, pasó a las de la condesa. Las camaristas la habían desnudado, colocado en su lecho, y haciéndole respirar vinagre, trataban de volverla en sí.

Don Remigio acercó su oído al pecho de Mariana. Su corazón latía y su respiración, aunque débil, tenía cierta regularidad.

¿Entre la vida del conde y la de su hija?… Ni qué vacilar.

Recomendó el mayor cuidado a las criadas mientras él volvía, y continuó por todos los cuartos y vericuetos de la casa, cerrando puertas y ventanas, bien que todas las que daban a la calle tuviesen gruesas rejas de hierros. En seguida subió a la torre de la capilla, ocultándose entre las columnas y macizos de modo de no ser visto.

El rápido examen que pudo hacer no dejó de ponerlo en cuidado. Un gentío inmenso, que parece que había brotado de la tierra, ocupaba la calzada principal y se extendía por todo el derredor de la casa. Los alegres campamentos se habían convertido en otros tantos focos de rebelión, y los mozos mismos del conde y del marqués parecían mal dispuestos, pues presenciaban con cierta alegría, desde las caballerizas y sentados en las piletas, el movimiento de insubordinación de los que habían venido de los ranchos y de las aldeas a asistir al matrimonio, y que en ese momento eran otros tantos enemigos. Según pudo comprender don Remigio, los de los campamentos habían resuelto quemar las puertas de la iglesia, juntaban los trozos de leña y ramajes que les habían servido para calentar su comida, y se afanaban para acumular todo este material en la puerta de la capilla.

Don Remigio descendió y dio parte a los que lo esperaban de lo que había observado desde la torre, añadiendo que creía urgente que, en cualquier sentido, se tomase una resolución, pues de lo contrario era seguro que quemarían la puerta de la iglesia, y enfurecidos con este triunfo, seguirían con la hacienda.

El marqués de Valle Alegre, caballero y valiente como era, fue de opinión que los criados que había dentro de la casa, que pasaban de veinte, se armaran, y que él, en su caballo favorito, se pondría a la cabeza, cargaría sobre los amotinados y los reduciría a la obediencia.

La señora doña Pomposa, que con tan buena gana había venido a servir de madrina, sufría las más crueles angustias, pero por su educación y carácter, grave disimulaba lo que más podía; aunque no pudo menos que oponerse a la resolución del marqués.

—Van a hacer a usted pedazos, señor marqués, con todo y sus mozos, y a nosotros, una vez que abran las puertas de la casa, nos asesinarán sin piedad.

En esto el ruido y vocerío aumentaba tanto, que se podían oír las injurias que dirigían al conde, exigiendo que don Remigio les presentase a la condesa o les asegurase bajo su palabra que no estaba muerta.

—El deber sagrado de mi alto ministerio —dijo el obispo con una voz solemne— me ordena hacer un sacrificio y exponer mi vida para salvar la de los que viven en esta hacienda.

Y acabando de pronunciar estas palabras, abrió el sagrario, sacó una custodia de oro con la santa hostia consagrada, la tomó en sus dos manos, y continuó diciendo con una profunda convicción:

—No se atreverán a profanar el Santo Sacramento, y si lo hicieren, Dios se encargará de castigarlos, y pagarán muy caro la sangre que derramen. El que quiera y tenga la fe y la confianza en Dios que me anima, que me siga. Los que sean débiles de corazón y no crean que la Providencia protege y vela por los inocentes, que se queden y oculten en lo más recóndito de la casa. Don Remigio, abra usted de par en par las puertas de la iglesia.

Y sin esperar respuesta alguna, se adelantó hasta la puerta, que don Remigio trataba de abrir lo más despacio que podía, no confiando mucho en el éxito.

El marqués de Valle Alegre se colocó él primero al lado derecho del obispo, y sacó su espadín, blandiéndolo con coraje, como si ya estuviese luchando con la turba que rugía afuera.

—Nuestra misión es de paz y no de sangre, señor marqués —le advirtió el obispo—. Envaine usted su espada. Haría muy mal efecto un arma junto al relicario que encierra al Dios vivo.

El marqués de Valle Alegre sin replicar, envainó su espada.

El marqués del Apartado, sereno y perfectamente tranquilo, como si nada hubiese pasado, se colocó al lado izquierdo del obispo, saludándolo dignamente con la cabeza, como aprobando la resolución que habla tomado, y le dijo:

—Señor obispo, es usted un digno prelado que honra a la iglesia mexicana. Aquí me tiene usted a su lado.

Doña Pomposa, con más entereza y resolución de la que puede suponerse en una mujer, se colocó detrás del prelado, y los curas, temblando dentro de sus casullas doradas, la siguieron sin poder pronunciar una palabra, tal era el pánico que les había sobrecogido desde que comenzaron y se sucedieron rápidamente las escenas que hemos tratado de referir.

Don Remigio se decidió, abrió las puertas de par en par, y fue el primero que salió al atrio.

El obispo alzó la custodia de oro y bendijo con ella a la multitud turbulenta y gritona, diciendo en voz alta, perceptible y solemne.

—La paz sea con vosotros, hijos míos. Os bendigo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y esta santa bendición alcanzará a vuestros hijos.

Como si un profeta de otros tiempos hubiese hablado, un silencio profundo sucedió al clamoreo insano. Parecía que hasta los animales que lo acompañaban con su desacorde ruido, sintieron la influencia de la pacífica exhortación del venerable obispo. Las gentes que estaban cerca lo escucharon sin perder una palabra, cayeron de rodillas, y las que estaban más lejos, con sólo ver la custodia de oro con que los bendecía, hicieron lo mismo. El pueblo estaba ya dominado y la batalla ganada sin necesidad de la tizona del conde (que permanecía en su lecho como un insensato) ni del espadín del marqués de Valle Alegre.

La improvisada procesión se abrió paso entre la multitud compacta y ya respetuosa. El obispo repetía sus exhortaciones de paz, bendecía de nuevo con la custodia, y don Remigio les aseguraba en seguida que la condesita no había muerto, que lo que tenía era un pasajero desmayo; pero luego que se repusiera, saldría al balcón y saludaría a sus queridos labradores en señal de gratitud por el interés que tomaban por ella.

Así, el santo obispo, triunfante, lleno de gozo, dando fervientes gracias al todopoderoso, recorrió los campamentos y, cuando regresó a la iglesia, la gente había vuelto a la calma más completa. Los unos tornaron a sentarse con los suyos en los campamentos a comentar los sucesos a su manera y a consumir el resto de las provisiones; los otros ganaban lentamente las calzadas, dirigiéndose a su pueblo.

Cuando vino la noche, llena de sombras y de siniestras nubes, la soledad y el silencio más profundo reinaban en la hacienda del Sauz.

En la capilla oscura, el obispo, los marqueses, los curas, doña Pomposa y don Remigio, caían también de rodillas ante la custodia de oro colocada en el altar, daban gracias a Dios por haberlos salvado del inminente peligro que corrieron, y le rogaban con las lágrimas en los ojos que se apiadara de la desgraciada condesita.

XXXII. La venganza de Gordillo

La capilla estaba alumbrada apenas por la vacilante llama de una lámpara que ardía delante del altar del Santísimo Sacramento y los personajes, concluida su oración de gracias, permanecían arrodillados y silenciosos en la oscuridad, sin saber qué hacer. Su posición era, en efecto, difícil. Partir a esas horas para las ciudades de donde habían venido, no era posible. ¿Quedarse en la hacienda, expuestos al tratamiento brutal del conde, a quien creían todavía frenético por el funesto desenlace que había tenido la boda? Tampoco. En una y otra cosa, el tiempo había pasado, los delicados manjares se habían quedado en la cocina y en el comedor esperando a los novios y a los convidados.

Ni el obispo ni los curas se habían desayunado; ni doña Pomposa, que se había propuesto comulgar; y la parte material de la humanidad, pasado el conflicto, reclamaba el sustento diario.

Don Remigio, poco instruido, a no ser en las prácticas usuales de la agricultura, era, sin embargo, hombre de talento natural, de una rectitud y honradez que estaba en su naturaleza y, sobre todo, de un buen sentido práctico y propio para tener contentas a las personas con quienes trataba. Su posición misma de administrador o, mejor dicho, de amo de la finca cuando el conde no estaba en ella, le había dado la norma de lo que en ciertas y determinadas ocasiones tenía que hacer.

Dejó obrar al obispo, porque mejor que nadie conoció la impresión que había de hacer en la multitud la presencia de un prelado con el Santo Sacramento en las manos, y después de una breve vacilación se resolvió a abrir la puerta de la capilla, persuadido de que, si lo que iba a hacer no surtía efecto, menos lo había de surtir cualquier otra cosa que se imaginase, incluso el empleo de la fuerza.

En esta vez se revistió de cierta energía, que se notó aun en su voz, y creyó deber asumir el carácter de amo de la finca, pues el que lo era había cometido tantos desaciertos y probablemente se disponía a cometer otros nuevos.

—Señor obispo —dijo— me permitiría Su Ilustrísima que, en ausencia del señor conde, pues como ausente lo debemos considerar visto el estado de irritación en que se halla, sea yo el que mande en esta hacienda y haga sus veces.

—Nada mejor que eso, señor don Remigio —le contestó el obispo— pues la verdad que, después de lo que ha pasado, estamos en la más cruel indecisión y no sabemos qué partido tomar, ni qué tenemos que decirle al conde por la extraña conducta que ha tenido no sólo con su pobre hija, sino con personas respetables a quienes debía la más completa hospitalidad, puesto que nos invitó para venir a su casa y estábamos muy lejos de que, en el hogar preferido de un noble caballero, pasasen tan singulares como dolorosas escenas.

Don Remigio encendió cuatro velas de cera del altar mayor, y con esto disminuyeron las sombras espesas de la capilla, a medida que adelantaba la noche y el cielo se cubría cada vez más de nubes negras y espesas.

—Los señores curas pueden pasar a la sacristía a desnudarse de sus sagradas vestiduras; no hay ya ningún peligro, y la hacienda y la ranchería están en la más completa quietud.

Los curas en efecto, salieron en ese instante de su atarantamiento y, uno tras otro, tomaron el camino de la sacristía. El obispo se sentó en uno de los sillones, y el marqués de Valle Alegre y el del Apartado hicieron otro tanto, sin hablar una palabra. Doña Pomposa significó que deseaba ser conducida a su recámara, pues el estado de su corazón era tal, que creía que si permanecía media hora más, prorrumpiría en dolorosos gritos.

Don Remigio dio el brazo a la señora doña Pomposa y suplicó a los demás que lo esperasen un momento.

Colocó a la infortunada madrina en su alcoba, y le dejó dos camaristas para que la asistiesen. Fuese en seguida a las habitaciones del conde resuelto a hablarle con energía e impedir que continuase en la noche el escándalo de la mañana. Por fortuna lo encontró en la misma posición y medio sofocado por la cólera y por el calor de los almohadones.

—Señor conde —le dijo con voz respetuosa, pero enérgica—, usía se halla en un estado tal que puede decirse que está enfermo; lo que de pronto le conviene en el reposo y el silencio más absoluto, pues cualquier conversación con las personas que están en la hacienda, renovaría la pena tan grande que ha tenido en este desgraciado día.

Reuniendo la exhortación a la acción, tomó al conde por la cintura y lo colocó en el canapé. Arregló él mismo el lecho, acabó de desnudarlo y lo acostó. Éste no chistó una palabra; no preguntó por Mariana ni por los marqueses, ni por nadie más, y murmurando quién sabe cuántas cosas ininteligibles, dejó a su administrador hacer cuanto quiso; bebió un medio vaso de vino, comió una rebanada de pan y se acomodó en su lecho, dócil como un niño o como un insensato. Es que su cabeza ardía y que estaba atacado de una fiebre nerviosa. Don Remigio salió de la pieza, cerrando la puerta y echándose la llave en el bolsillo quedó por ese lado tranquilo, pues temía que, por impulsos de la fiebre y la rabia, intentase matar o, por lo menos, maltratar a su hija o cometer algún desmán con las personas que tenían forzosa necesidad de permanecer en la hacienda. Se reservaba el visitar la recámara a cada momento y servirle alimentos y medicinas calmantes, según las necesitase.

Pasó en seguida a la alcoba de Mariana. Había vuelto en sí del síncope que le acometió en la capilla. El extraordinario esfuerzo nervioso para pronunciar la palabra solemne que causó tan grande trastorno en todos los circunstantes, había agotado sus fuerzas, y los miembros todos de su cuerpo tenían una flojedad tal que parecía más bien un cuerpo de seda lleno de salvado; se la levantaba un brazo, y lo dejaba caer como si no tuviese ya nervios ni huesos, y así su cuello, su cintura y todo. De cuando en cuando entreabría sus grandes ojos negros y los volvía a cerrar, goteando del párpado una lágrima. Don Remigio apeló al bien surtido botiquín y ordenó a las camaristas le diesen fricciones espirituosas, además de cuantos remedios caseros que, con más o menos éxito, se emplean en las poblaciones que carecen de médicos. Habría mandado de buena gana buscar al practicante; pero pensó que no estaría ya en el pueblo, sino caminando con Juan con dirección a la capital o a otro rumbo. Una copa de vino generoso, que con trabajo y a cucharaditas hicieron beber a la condesita, pareció reanimarle un poco; abrió bien los ojos, miró a don Remigio con una expresión de tierna gratitud, se volvió del otro lado sin el auxilio de las camaristas y pareció que un sueño tranquilo había venido en su auxilio para hacerle olvidar por algunas horas sus terribles desgracias.

Resuelto don Remigio a no abrir la puerta de la habitación del conde, aun cuando intentase echarla abajo si despertaba de su letargo, y algo tranquilo respecto a la salud de la condesita, fue al gran comedor, mandó que retirasen los abundantes manjares y vinos de que estaba cubierta la mesa, y que se dispusiera una modesta cena en el comedor chico; exhortó a la servidumbre para que guardasen el respeto, la obediencia y compostura con que acostumbraban servir, y regresó a la capilla, invitando afablemente a los huéspedes a que lo siguiesen. Después de que cambiaron ropa en sus recámaras, concurrieron al pequeño comedor.

La cena fue silenciosa, una verdadera cena de tristeza y de duelo, pues cada uno tenía aún, según su carácter y posición, impresiones diversas pero igualmente desagradables. Se atravesaron muy pocas palabras. El marqués de Valle Alegre, hombre de mundo y bien educado, procuraba disimular, cumplimentaba a los demás con una gracia exquisita, y decía con cierta indiferencia:

—¡Cosas de la vida! ¡Cosas de la vida!

El marqués del Apartado, con igual indiferencia, respondía:

—Los hombres nobles y de experiencia son superiores a imprevistas contrariedades, señor marqués.

El obispo añadía:

—La voluntad de Dios y nada más. Es necesario inclinar la cabeza y resignarse. Quizá lo que ha pasado, y que llamamos con justo motivo una desgracia, ha evitado otras mayores.

Don Remigio, con un tacto delicado, no permitía que la conversación se entablase entre los personajes presentes, y con motivo de los manjares o de los vinos, terciaba obsequiándolos como si la cena no hubiese sido precedida de lamentables acontecimientos. Así se pasó hasta la media noche, en que cada uno tomó el camino de su habitación. El resto de la noche fue relativamente tranquilo.

Antes de salir el sol, don Remigio estaba a caballo y en el campo, ordenando los trabajos y designando a cada uno la labor que le tocaba. Encontró a la gente enteramente sumisa. Los alborotadores, que eran en su mayoría de las aldeas vecinas, se habían marchado y no pensaban en volver más a la hacienda.

Acabado esto y tranquilo por esa parte el administrador, regresó al interior de la casa para examinar el estado en que se encontraba cada uno de los que la habitaban.

El conde estaba atacado de una fiebre violenta; el obispo y el marqués del Apartado, le manifestaron sus deseos de regresar a su domicilio, con pretexto, o en realidad, porque tenían negocios urgentes y querían no sólo alejarse, sino olvidar el día tormentoso y desagradable que habían pasado. Doña Pomposa se empeñó en quedarse para cuidar a Mariana, la cual continuaba en el mismo estado de postración y de debilidad. Hablaba con los ojos, pero sus labios no pronunciaban ninguna palabra.

El marqués de Valle Alegre durmió hasta la hora del almuerzo, en que fue preciso despertarlo, y manifestó la intención de permanecer en la hacienda hasta que el conde muriese o recobrase la salud.

—No es posible —dijo— que yo me separe sin despedirme de él y que arreglemos cuentas.

Tal declaración, hecha con cierta frialdad e indiferencia, no dejó de alarmar a don Remigio; pero no dijo nada, y se dedicó a preparar el viaje del obispo y del marqués del Apartado, que partieron en sus carruajes después del mediodía, escoltados por los mozos de la hacienda.

—¿Qué cuentas serán las que tiene que arreglar el marqués? —pensó don Remigio. Sin duda recoger las alhajas que había dado a la condesa, puesto que el matrimonio no se había verificado, y esto le parecía muy natural, y con tal de evitar una discusión entre los dos orgullosos personajes, él mismo habría tomado la responsabilidad de entregárselas, pues sabía dónde se hallaban, y estaba seguro de que Mariana, cuando estuviese capaz, se lo aprobaría, no queriendo ni debiendo quedarse con regalos de tanto valor; pero no era eso lo que quería el marqués, sino otra cosa más seria.

Las palabras que el obispo dijo en la capilla al administrador, le entraron directamente al corazón y lo llenaron de vergüenza.

—Si el obispo, que es todo humildad y paciencia, se ha ofendido de la manera verdaderamente brutal con que se ha conducido el conde en un lance inesperado que exigía la mayor prudencia, ¿cómo he de partir de esta hacienda sin tener una explicación con él? De satisfacerme tiene, luego que le pase el acceso de fiebre que le ha ocasionado su infernal carácter, o nos veremos las caras.

A estas reflexiones que le sugería el orgullo de noble y la delicadeza de caballero, el marqués de Valle Alegre añadía otras de carácter más grave, y no imaginaba cómo podría salir de su situación. Las alhajas que había regalado a Mariana valían seguramente cien mil pesos. ¿Cómo pedírselas, ya al conde, ya a la misma novia que lo había desdeñado? ¿Perderlas? Tampoco se resignaba a ello, atendido el mal estado de sus intereses.

Contaba, para acallar murmuraciones y restablecer la paz turbada en su familia por la escasez de dinero, con los trescientos mil pesos que el conde le había prometido entregar en la Casa de Moneda de México. Roto y para siempre el enlace con su prima ¿qué papel iba a hacer a México con las manos vacías? ¿Qué dirían, además, sus parientes, sus numerosos amigos y el licenciado Olañeta, que tanto había combatido sus ligeros e irreflexivos proyectos? ¿Cómo podría soportar el ridículo papel de novio despedido violentamente ante la burlona sociedad de México? ¿Cuál era su porvenir de noble sin un peso y de galán despedido ignominiosamente? De verdad, y en cuanto a lo moral, su situación era peor que la del conde. Cuando pensaba en esto, a las horas de recogerse o en sus solitarios paseos por los campos de la hacienda, se ponía nervioso, no se aguantaba a si mismo, y no encontraba más solución que provocar al conde, matarlo o morir si la suerte le era adversa; pero al menos el honor quedaba salvado.

Pasaron dos semanas en una calma relativa. El conde, en su lecho recargado de cortinajes, parecía una momia. La fiebre había desaparecido, pero en su lugar, el régimen impuesto por don Remigio, que se reducía a no darle más que agua de limón, había ocasionado una postración y una debilidad tal, que trabajo le costaba mover los brazos.

Mariana mejoraba cada día, gracias a los cuidados de su madrina, que no se separaba de ella más que unas cuantas horas en la noche, pero desde que pronunció el no había entrado en un mutismo tal, que cuantos esfuerzos se hicieron para hacerla hablar fueron inútiles.

Don Remigio escribió a Agustina, y le mandó un avío para que viniese a la hacienda, dejando depositado en la Casa de Moneda y a nombre del conde, el dinero que tuviese existente, quedando el escribiente encargado de la casa de Don Juan Manuel y de los pocos asuntos que se ofreciesen. Esperaba que la presencia de esta antigua servidora influiría en mejorar mucho la salud y la existencia de la condesita, y dejaría libre a doña Pomposa para regresar a su casa. Poco le importaba al administrador que el conde aprobase o no su conducta. Él obraba en el sentido que más convenía a los intereses de sus amos, y con esto quedaba satisfecho. Cansado de sufrir al conde, y ya viejo y con el dinero que tenía ahorrado, se habría marchado a la frontera a vivir con Juan; pero no le era posible abandonar a Mariana, a quien amaba como si fuese su hija, ni mucho menos desde que las cosas habían tomado un sesgo tan peligroso; así, se decidió a obrar y hacer frente a los caprichos y a las excentricidades del conde.

En cuanto al marqués de Valle Alegre, comía y dormía bien, platicaba de cosas indiferentes con don Remigio, montaba a caballo, hacía largas excursiones a los lugares más pintorescos del país y no daba trazas de ponerse en camino. Don Remigio llegó a pensar que se proponía intentar la conquista de Mariana y persuadirla, por medio de la dulzura y de atenciones delicadas, a que volviese al altar y que, con asombro de todos, dijese en vez del no fatal que dio motivo para tan complicados y graves acontecimientos. Pero no, el marqués estaba muy lejos de pensar en ese extremo imposible. Lo que quería era que el conde se repusiese, adquiriese salud y fuerza, para entonces penetrar a sus habitaciones, despedirse de él y marcharse en seguida, pudiendo decir en México algo que disminuyese el ridículo de su regreso.

Y el conde, como si tuviese los mismos deseos que el marqués, se repuso muy pronto. Devoraba más bien que comía; bebía los vinos más añejos, se mostraba dócil y contento con don Remigio, que era el único a quien trataba, pues él mismo le servía en las comidas y una camarista se encargaba del aseo cuando el conde entraba a la biblioteca, donde permanecía largas horas recostado en mullidos sillones. De Mariana, ni una palabra, como si no existiese. La misma conducta en ese sentido había observado el marqués de Valle Alegre.

—Tanto mejor —decía para sí don Remigio.

Pasaron semanas y las cosas guardaban el mismo estado. El marqués había despachado su avío a México, quedándose sólo con tres criados su famoso caballo y un carruaje ligero, y había escrito a su familia que pronto regresaría con su esposa. El conde se ocupaba de sus asuntos con don Remigio, montaba a caballo y salía a recorrer los campos, evitando el encontrarse con el marqués. Mariana, repuesta un tanto físicamente, en lo moral se veía que ganaba poco y continuaba su mutismo, entendiéndose por señas con don Remigio y con doña Pomposa, que la colmaba de atenciones. El practicante hizo de riguroso incógnito una visita a la hacienda, e informó a don Remigio que Juan, su hijo, se había incorporado con una banda de hombres desalmados que con el carácter de pronunciados, merodeaban por Jalisco infundiendo el terror en las haciendas y pueblos del Estado. Por lo pronto ésta fue una invención del mediquín para decir algo a don Remigio, y tener motivo para visitar la hacienda e informarse de lo que pasaba y dar noticias a Juan cuando conviniere y pudiese hacerlo. En el fondo, el practicante estaba de lo más contento y satisfecho: Mariana no se había casado, y la sublevación que promovió había dado a entender a la nobleza de provincia lo que valía un pueblo irritado contra sus constantes y eternos opresores.

La situación era tirante y no podía prolongarse. El marqués se decidió a salir de ella de cualquier manera.

Una mañana se levantó frotándose las manos con cierto contento, como quien ha recibido una buena noticia o como el que está en momentos de realizar alguna empresa amorosa.

—No hay cosa peor que la indecisión —se dijo; se lavó, peinó con cuidado su abundante cabello y su brillante barba, y se vistió con más esmero y coquetería que lo que acostumbraba; salió de su habitación, se dirigió a la del conde y tocó recio la puerta.

—¿Quién se atreve a tocar mi puerta de esa manera? —dijo el conde con voz que denotaba se enojo, pues, en efecto, nadie, con excepción de don Remigio, se atrevía a penetrar a sus recámaras sin haberle pedido permiso el día anterior.

—No creo necesitar permiso para visitar a mi primo el conde, cuya salud me interesa demasiado —respondió el marqués de Valle Alegre, y empujando la puerta se presentó ante el conde que, envuelto en su rica bata de terciopelo carmesí, tomaba en ese momento su desayuno.

El conde se puso en pie rápidamente, y al hacer el movimiento tiró el servicio de plata, que rodó por el suelo. El marqués no se fijó en esto, desvió con el pie una taza que había caído cerca de él y manchado ligeramente su pantalón.

—No he querido marcharme de la hacienda —continuó el marqués con el desembarazo y la tranquilidad de un hombre resuelto a todo— sin tener una explicación necesaria. He esperado que pasase la crisis, que la salud fuese completa y que os repusieseis de la debilidad ocasionada por la enfermedad y la dieta, por lo que pudiera resultar…

—¿Me proponéis un desafío? —le interrumpió con altanería el conde.

—Precisamente un desafío, no. De pronto, pido sólo una explicación, y por ligera y vaga que ella sea me conformaré. Quiero olvidar no sólo que soy pariente del conde de San Diego del Sauz, sino el día desgraciado en que pisé las tierras de la hacienda; de modo que, al marchar, sacudiré, como los apóstoles, el polvo de mis sandalias.

—Es más que un desafío, es un insulto cobarde el que me hacéis.

—Precisamente cobarde, no; es lo que siento, y no quería marcharme sin decirlo. ¿Para qué fingir después de lo que ha pasado?

—Bien, acabemos —dijo el conde—. ¿Qué género de explicación queréis?

—La que debéis al santo obispo; la que debéis a esa señora rica a quien habéis convidado a vuestra casa; la que es necesario deis al marqués del Apartado y a mí, que somos nobles y caballeros como vos, y que, además, sabemos tener bien en el puño una espada de Toledo.

—¡Desafío, insultos y amenazas! —gritó el conde—. ¡Vive Dios! ¡No sé cómo sufro todo esto, y cómo a vuestra primera palabra no os he castigado como merecéis!

—¡Castigado, decís! —interrumpió el marqués—. Eso merece risa y nada más; pero bajad la voz y pensad que soy vuestro huésped, que estoy en vuestra recámara solo y desarmado, y que cualquier cosa que intentéis, no está bien a vuestra cuna ni a vuestro valor. No os hago la injuria de pensar que vos, que manejáis bien la espada, me queráis asesinar. Permitid que os acabe de decir el motivo de mi queja, y después estoy a vuestras órdenes.

—Perdonad un movimiento de mi carácter violento —dijo el conde—. Podéis pedir cuando os venga a la boca, seguro de que no os tocaré el pelo de la ropa.

—Sería difícil —le interrumpió el marqués.

—Y que arreglaré las cosas de modo que podamos terminar en otro terreno la querella —continuó el conde, sin darse por entendido de lo que, sonriendo desdeñosamente, le dijo el marqués.

—Si no me hubiese yo conducido como un niño de escuela, podría decir que me habéis engañado al llamarme a esta hacienda para casarme con Mariana; pero dejemos eso a un lado, pues, en resumen, veo que es una víctima del despotismo paternal que excede, y con mucho, de los límites racionales. Lo que no os perdona el obispo, ni mucho menos yo, es que en un templo hayáis sacado la espada para herir a una mujer indefensa; y esa mujer era nada menos que vuestra hija. Eso es horroroso e indigno, señor conde; os lo digo frente a frente, tentado me vi de traspasaros de parte a parte con mi espadín.

—Sois un insolente, marqués —dijo el conde con una voz como salida de una caverna del infierno, y adelantándose hacia él— y no os arrojo al suelo a bofetadas, porque…

—¡Atrás, miserable! —le contestó el marqués—. Os conozco y no vine desprevenido. Si dais un paso, os traspaso el pecho con este puñal.

Y al mismo tiempo sacó del bolsillo del costado de su levita un largo y afilado cuchillo toledano.

El conde retrocedió y cayó temblando de cólera en el sillón en que poco antes estaba sentado tomando su desayuno.

—¡A muerte! —gritó.

—¡Sí, a muerte! —respondió el marqués—. Cuanto más pronto mejor.

—¡Salid! ¡Salid de aquí! ¡Pronto os mandaré buscar!

—Cuando queráis. No abandonaré la hacienda sin volveros a ver con la espada en la mano.

El marqués salió, pálido y demudado; pero pronto se repuso, cambió de traje, montó en el caballo que todos los días estaba ensillado a esas horas y echó a correr por los campos hasta la hora del almuerzo, en que se presentó en el comedor, donde lo esperaba don Remigio. Almorzó con apetito, y estuvo tan alegre y chancero como de costumbre, de modo que el administrador ni pudo sospechar que poco antes había tenido tan terrible altercado con el conde.

Pasaron cuatro días, durante los cuales permaneció el conde encerrado en su biblioteca escribiendo cartas, desatando legajos y arreglando papeles. El sábado llamó a don Remigio y le dijo:

—Estos negocios del matrimonio de Mariana me han ocasionado entre tantos disgustos, el de enajenarme la amistad y la consideración de gentes a quienes estimo. Fue ligero, la cólera me cegó y debo una satisfacción, la más amplia, al obispo y al marqués del Apartado. Aquí están dos cartas escritas, no sólo con una exquisita cortesía, sino hasta con humildad y como jamás las he escrito a nadie; pero reconozco mi falta y es necesario que la satisfacción sea tan grande como la ofensa.

Don Remigio, con la cabeza y con la expresión plácida de su semblante, manifestaba su aprobación y el contento que le causaba el que su amo volviese al estado de racional y hubiese desaparecido del todo la locura furiosa que lo impulsó a cometer tantos desaciertos, comenzando por el de pretender forzar la voluntad de su hija.

—Veo —dijo el conde— que apruebas el paso que voy a dar; pero no basta eso, sino que tú mismo lleves las cartas, las entregues en mano propia y añadas de viva voz, en mi nombre, cuanto te parezca conveniente, hasta que esos personajes tan respetables queden enteramente contentos y obtengas una contestación, que me traerás inmediatamente.

Don Remigio pensó en el acto que el conde trataba de quedarse solo para cometer algún acto de violencia con su hija, y dijo:

—Las labores de la hacienda exigen en estos momentos mi presencia en el campo, señor conde; el mayordomo está en cama, y si yo falto, de seguro que se pierden algunos miles de pesos. Es necesario, además, hacer una corrida para separar caballos de cuatro años, pues hay un pedido de México, seguramente para la feria de San Juan de los Lagos.

—Todo esto lo haré yo, y sabes bien que cuando quiero, soy mejor administrador que tú. Estoy más fuerte que antes de la fiebre; los disgustos van pasando, y me hará mucho bien correr por los campos en vez de estarme entre las cuatro paredes de mi biblioteca. Por otra parte, tengo la compañía de mi primo el marqués, al que daré todavía más amplia satisfacción que al obispo; ya lo creo, mucho más completa. Así, no hay que inventar obstáculos ni que replicar una palabra. Mañana a la madrugada te pondrás en camino para Durango. Ve con Dios.

Don Remigio salió de la habitación del conde para disponer su viaje, sin atreverse a replicar; pero con el corazón grueso, y seguro de que sucedería una gran desgracia durante su ausencia.

Al concluir la cena, y retirados los criados, dijo al marqués:

—Mañana salgo para Durango; el conde ha sido inflexible y me despacha con unas cartas que bien podían ir por el correo. Algún designio tiene y no le conviene que yo esté en la hacienda. Señor marqués, si no me juráis velar y defender a esa desgraciada criatura, que está como una insensata a causa de la bárbara conducta de su padre, suceda lo que suceda, no partiré.

El marqués, naturalmente, pensó que el conde despachaba a su administrador a causa del desafío que iban a tener, y no porque tratase de hacer nada en contra de su hija; así, no tuvo dificultad en prometer a don Remigio cuanto quiso y, por otra parte, pensó que, pues estaba seguro de matar al conde, nada, aunque quisiese, podría hacer en daño de Mariana.

Don Remigio partió, en efecto, a la madrugada.

Concluyendo de almorzar, uno de los criados entregó al marqués una carta del conde:


Primo —le decía— perdón si os he hecho esperar. He empleado estos días en arreglar mis papeles, en añadir algunas cláusulas a mi testamento y en dejar a Remigio (a quien he alejado por el momento), las instrucciones necesarias para que haga después de mi muerte lo que en ellas digo, entre otras cosas, que recoja en la habitación de Mariana las alhajas que le habéis regalado y os las devuelva, pues el matrimonio no tuvo efecto. Dejo, además, un legado de $ 50,000 para mis primas, vuestras hermanas. No por esto vayáis a creer que desisto de que arreglemos, por medio de las armas, nuestra querella, ni pretendo daros una satisfacción, ni os daré jamás otra que no sea con la punta de mi espada.

Me encontraréis con la más completa calma, y todo lo arreglaremos como se hace entre nobles y entre caballeros.

Os espero en la biblioteca mañana a las diez en punto. Os aconsejo que no almorcéis. Estaríais pesado y podría yo mataros con ventaja.

Os saluda vuestro primo,

El Conde del Sauz.
 

—¡Extraña carta! —dijo el marqués cuando la acabó de leer—. Después de la escena de antes no esperaba yo que se condujera así. Este hombre está loco, no hay remedio, y tendré que matarlo, pues si con motivo del legado a favor de mis hermanas, esquivo el duelo, lo que bien podría hacer, me llamará cobarde, es capaz de caer sobre mi a bofetadas, cosa indigna y propia de cargadores y gente baja… Vamos, y Dios dirá lo que ha de ser.

A la mañana siguiente, de acuerdo con lo indicado por el conde en su carta, el marqués se vistió de una manera conveniente para la circunstancia, y escribió una carta a don Pedro Martín de Olañeta, por si le cupiese la suerte de ser atravesado por el conde, encargando en un papel a don Remigio que la encaminase a su destino. Colocó todo en un lugar visible de la mesa y, sonando las diez, puso los pies en el umbral dé la puerta de las habitaciones del conde.

Recibiólo un criado, que era el cochero José Gordillo, a quien, según recordará el lector, mandó atar el conde a la rueda de su coche y azotarlo cruelmente.

El conde había conservado a Gordillo como cochero para acreditar ante las gentes de servicio que, después de haberlo castigado, no le tenía miedo y se aventuraba con él solo por los potreros y caminos; el cochero había, a su vez, continuado en el servicio porque tenía un buen sueldo y con la esperanza de vengarse un día u otro, sea desbarrancando a su amo, sea medio matándolo; pero de manera que no pudiese resultar culpable ni ser perseguido.

El conde, en el curso del tiempo, lo había tratado con dureza; pero sin que hubiese motivo para inflingirle otro castigo corporal, y antes bien le había aumentado el sueldo para que tuviese cuidado de tener las panoplias limpias y en un perfecto arreglo el coche.

—Mi amo me ha ordenado que conduzca al señor marqués, a la biblioteca —dijo Gordillo, quitándose respetuosamente el sombrero.

—Ve delante —le respondió el marqués, y ambos atravesaron las espaciosas piezas que componían el suntuoso departamento que ocupaba el conde. Gordillo se retiró y los dos campeones quedaron solos.

—He sido puntual a la cita —dijo el marqués sacando el reloj de repetición.

—Así lo esperaba yo —respondió el conde con voz tranquila—. He mandado quitar cuanto podía estorbarnos. Las ventanas nos dan una luz igual y bastante clara para lo que tenemos que hacer. ¿Os parece bien elegido el sitio? O, si preferís el campo, no hay más que montar en el carruaje que, como de costumbre, está dispuesto. Gordillo nos conducirá donde queráis.

—Cualquier sitio es igual para mí —le contestó el marqués con indiferencia— pero si vos habéis escogido éste, me parece, en efecto, amplio, bien alumbrado y enteramente adecuado al intento. ¿Nadie nos interrumpirá?

—Nadie —dijo el conde—. Gordillo es criado antiguo y de toda confianza, presenciará el combate. Si alguno cae muerto, o los dos, que bien puede suceder, tiene orden de avisar al cura que ha quedado en la hacienda, y el cura sabrá lo que ha de hacer. ¿Os parece?

Le pareció también extraño al marqués que fuese el cochero único testigo del duelo; pero conociendo las rarezas y caprichos del conde, no hizo observación ninguna. Lo que quería era salir del lance lo más pronto posible; así, respondió con la misma indiferencia:

—Todo lo que dispongáis me parece bien, conde, con tal de que cuanto antes empuñemos las armas.

—Soy de la misma opinión. Venid y escoged.

—Y diciendo así, lo llevó delante de las panoplias, llenas de toda especie de armas a cual más finas y vistosas por el brillo y perfecto aseo.

El marqués tomó una espada española, y el conde hizo otro tanto.

—¿Habéis hecho vuestro testamento? —le preguntó el conde, midiendo las dos espadas, que resultaron perfectamente iguales.

—Lo tengo hecho hace tiempo y está en poder del licenciado Olañeta, y nada tengo que añadir —le contestó el marqués empuñando la espada y blandiéndola con resolución.

El conde empuñó también la suya y gritó a Gordillo, el que se presentó en el acto.

—El marqués y yo —dijo al cochero— vamos a divertirnos y a ejercitarnos en las armas, mientras se dispone el almuerzo; pero, como podría pasar un accidente, te quedarás en la puerta sin mezclarte en nada, vieres lo que vieres, ni hablar una palabra, porque serás muerto en el acto por cualquiera de los dos. Si yo o el marqués, o los dos, por casualidad, caemos heridos de gravedad ¿lo entiendes?, te limitarás a avisarle al cura, cuya habitación, como sabes, está junto a la capilla, y cuanto te pregunten cualesquiera que sean las personas, te limitarás a responder, que jugando a la espada, nos hemos herido casualmente, lo cual puede muy bien suceder, y no dirás más que la verdad. Colócate en la puerta y no te muevas.

Gordillo se colocó en el marco de la puerta, y se quedó inmóvil y mudo.

El conde y el marqués calzaron el guante, empuñaron bien las largas espadas, se arrojaron una mirada, la del conde de ira y de odio; la del marqués de burla y de desprecio, lo que aumentó su enojo, y se desplantó contra su adversario, el que, a su vez, con un quite en cuarta, desvió la espada, que le venía recta y firme al corazón. Los dos, después de este preludio, se pusieron bien en guardia, gallardos, imponentes, dejando ver entre las finas camisas, remangadas y abiertas, sus pechos fuertes, cubiertos de vello, y sus brazos llenos de nervios, gruesos y duros como las cuerdas de un bajo.

Entonces comenzó una lucha verdaderamente romana. Los Horacios y los Curiacios no serían tan apuestos ni tan intrépidos, ni sus movimientos serían tan correctos y tan gallardamente vistosos como los de estos caballeros, muestra todavía y últimos restos de la nobleza mexicana que, si bien no educada en las ciencias, en las artes y en la bella literatura, ninguno en el mundo le excedía en el ejercicio de las armas y en la hidalguía y corrección de sus maneras cuando llegaba, por un motivo o por otro, el lance supremo como el que muy pálidamente podemos describir.

Los dos eran discípulos del célebre maestro Cantera, el Saint Georges del Nuevo Mundo, y del cual decían los andaluces de Veracruz que jamás usaba paraguas, pues, cuando lloviznaba, sacaba su florete y con él se quitaba las gotas, de modo que ni una sola caía en su sombrero.

Los dos eran esforzados y valientes, los dos trataban de vencerse y matarse con la terrible estocada al ojo derecho que les había enseñado su maestro, y ninguno de los dos había podido, en cerca de media hora, tocarse el pelo de la ropa. Independiente de la querella, se había ya comprometido su amor propio de buenos tiradores, y alguno de los dos tenía que vencer. El marqués era ligero en los movimientos, rápido al acometer, sereno y tranquilo hasta la exageración para evitar que la punta de la espada de su contrario entrase en el círculo que describía la suya, formando como un escudo invisible que le cubría el cuerpo; pero el conde era más seguro al acometer, tenía el puño firme y su golpe era tan certero, que traspasaba ese círculo mágico que formaba el marqués con su espada (que era el colmo de la destreza) y la punta de la del conde estuvo más de diez veces a dos líneas de su corazón.

Pasó más de media hora de lucha y las espadas bajaron hasta tierra simultáneamente, pues sus puños, ya hormiguéandoles, no las podían sostener. Las gotas del sudor corrían por su frente y pecho y apenas podían articular palabra.

—¿Descansamos diez minutos? —dijo el conde.

—Sea —respondió el marqués, y conservando sus espadas, cada uno se recargó contra los estantes de la biblioteca y se limpió el sudor con el pañuelo.

Gordillo continuaba inmóvil y como petrificado, tanta así era la admiración que le causaban la destreza y valor de estos nobles personajes a quienes detestaba en el fondo, especialmente al conde.

No pasaron quince minutos sin que el marqués, blandiendo su tizona, y como si fuese a comenzar el combate, saludó al conde y se puso en guardia.

El conde hizo lo mismo, y el combate comenzó con más furia. El amor propio estaba empeñado. Durante diez minutos el mismo resultado. Las espadas se cruzaban, chocaban violentamente; las chispas se veían, no obstante la claridad del día. Retrocedía el conde, perseguido por el marqués; pero dos minutos después ganaba terreno, dirigía dos o tres terribles estocadas a su contrario y lo hacía retroceder. Entonces, con la ligereza y flexibilidad que eran las dotes especiales del marqués, prescindía de la estocada de Cantera y se dirigía al pecho y al costado derecho del conde, el que perdía un poco de terreno; pero éste en seguida se quitaba los golpes y arrojaba lejos la espada del marqués.

En uno de esos lances, los dos se hirieron ligeramente en el brazo, y la sangre corrió.

—No es nada —dijo el conde— continuemos.

El marqués, sin responder, contestó atacando.

Parece que la sangre que corría irritó más a los contendientes y, no pudiendo contenerse y temiendo que se volviesen a agotar sus fuerzas, no haciendo caso de las reglas, se comenzaron a tirar en todos sentidos estocadas terribles y certeras. La sangre corría más y, de improviso, se oyó una exclamación:

—¡Válgame Dios, soy muerto!

A esta exclamación hidalga del conde respondió un quejido del marqués, que llevó su mano izquierda al costado.

Los dos cayeron en tierra derramando sangre por sus heridas, y abandonando sus manos las manchadas y filosas espadas.

Gordillo salió de su estupor, se acercó de puntillas y se agachó para examinarlos. Cerciorado de que, según él, estaban muertos, se dirigió a las recámaras, abrió las cómodas y las gavetas que él conocía, recogió el dinero en oro y las alhajas del uso diario del conde, salió en seguida, cerró la habitación y se echó la llave a la bolsa; montó el famoso caballo del marqués, tomó dos de los mejores de las caballerizas, y salió, paso a paso, de la hacienda, lo que ninguno de los vaqueros y gente que trabajaba en el campo extrañó, y cuando estuvo ya a cierta distancia, tomó a galope el camino real, resuelto a unirse con la primera partida de bandoleros que encontrase.

XXXIII. El herradero

Relumbrón era hombre de a caballo, es decir, de esos elegantes que la echan de rancheros y de conocedores de los buenos caballos, que montan vistosamente ataviados con su calzonera de paño fino pegada a la pierna y cerrada en los costados con una serie de botones de plata, su chaqueta larga de color oscuro, su ligero sombrero jarano, blanco, con toquillas negras en forma de culebra enroscada, con la cabeza de oro, los ojos de brillantes y la cola de plata, la reata en los tientos, la espada con una fina cubierta de cuero labrado, bien colocada entre el arción y debajo de la pierna izquierda. Nada iguala a este tipo singular de caballeros, exclusivamente mexicanos. El caballo, de no muy alta estatura, de un corte finísimo, de cabeza pequeña y de ojos chispeantes y vivos, de cola recta y bien provista de cerdas finas, de manos de venado, con una pezuña que parece de acero bruñido y una boca que obedece al amor toque de las riendas. Ni el caballo de carrera inglés, ni el soberbio andaluz, ni el pesado normando se le parecen ni le igualan. Cada una de estas especies tiene su belleza y su utilidad relativa, pero ninguna de ellas es comparable a la raza de los buenos caballos mexicanos, adiestrados también de una manera particular para los ejercicios del campo. Los arneses, finos y bien hechos con gusto, tampoco tienen comparación ni con la pesada silla de los árabes, o la española, que se le asemeja, por más que debajo, encima y por todas partes se adorne con bordados y terciopelo de colores chillantes, ni con el albardón inglés, en el cual está el jinete tan inseguro, que casi no resiste un movimiento irregular y repentino del caballo. La silla mexicana, ligera, segura, comodísima para el lomo del animal y para los asientos del jinete, permite que la piel lustrosa del noble bruto, sus manos ligeras y su anca redonda, se puedan admirar, a la vez que presta comodidad y, sobre todo, una seguridad tal para que el que monta, que es necesario ser muy colegial para caer, aun cuando galope, corra o haga esos saltos de través cuando se espanta o se para de manos y corcovea cuando está alegre. Esos hombres de a caballo, que abundan en los paseos de la capital y que, en efecto, pagan a peso de oro los más hermosos caballos de las haciendas del interior, suelen echar una mangana con facilidad, colear un toro y tirarlo, cuando no es muy pesado, se sostienen bien en la silla y son un bello y variado adorno en Bucareli, galopando al lado de las elegantes carrozas; pero están muy lejos de igualar en destreza, en gallardía y en fuerza a los verdaderos rancheros del Jaral, del Mezquital y Tierra Fría. Rafael Veraza (el paje favorito del duque de Wellington), a quien ya conocen nuestros lectores, que era no sólo un hombre de a caballo, sino una especie de centauro, se deshacía en elogios por los caballeros de que hemos tratado de dar idea en pocas líneas, y jamás usó otro traje ni cabalgó más que en caballos mexicanos y con los arreos mexicanos, que por su experiencia contribuyó mucho a perfeccionar.

Relumbrón, si no era un tipo acabado, hacía buena figura en la Alameda, donde concurría todos los días a las primeras horas de la mañana, paseando y platicando con muchos personajes distinguidos que tenían la misma costumbre. En la época de que vamos hablando, montaba a caballo no sólo por paseo, sino por concluir lo más pronto posible los muchos asuntos que tenía que arreglar antes de que se celebrase la feria de San Juan de los Lagos. Parece que no tenía que buscar a la Casualidad o a la Fortuna, porque estas dos deidades (si es que son dos) salían a su encuentro.

Regresaba al tranco por la Calle de San Andrés, a cosa de las diez de la mañana, para estar en su casa a esa hora, pues lo estaba esperando don Moisés, cuando sintió que una varita de membrillo le tocaba el sombrero. Volvió la cara y se encontró que era Pepe Cervantes, que venía también a caballo de los potreros, donde tenía unas yeguas y algunos caballos escogidos procedentes de la hacienda del Sauz y que habla comprado pocos días antes.

—Aprovecho la ocasión, coronel —le dijo Cervantes tendiéndole la mano— para invitarlo a que del domingo en ocho vayamos a pasar el día a la Grande. Tenemos feria para herrar algunas reses, potros y yeguas. Usted es no sólo aficionado, sino muy diestro para la cola y la mangana, y tendrá ocasión de lucirse y de enseñar a los vaqueros de San Servando de Tlahuilipa que también los catrines de México sabemos algo de campo. Almorzará usted en casa una buena Barbacoa y beberá el magnífico pulque que me ha ofrecido mandar Manuel Campero y si no es usted aficionado, no faltarán unas botellas de Chateau Margaux o de la viuda Clicquot.

Relumbrón aceptó con entusiasmo la invitación de Cervantes y le aseguró que no sólo no faltaría, sino que se permitiría ir el sábado en la tarde para madrugar el domingo y dar un paseo por el encantador Molino de las Flores y estar listo para probar fortuna en los ejercicios campestres, en los que confesaba no podía competir con su buen amigo. Así continuaron departiendo y caminando muy despacio lado a lado hasta la Plaza Mayor, donde cada uno tomó el rumbo de su casa.

La ocasión se le venía a las manos. Hacía días que buscaba Relumbrón la manera de reunir la gente de bronce, hacerse conocer de ella e imponerse como su protector, o más bien dicho, como su jefe; pero era necesario que esto fuese, naturalmente, como por casualidad, sin manifestar pretensiones ningunas, sin humillarse hasta solicitar la cooperación de gente ordinaria y desalmada, superior a él en valor y audacia, pero muy inferior en nacimiento, condición y situación social. Daba vueltas y vueltas este pensamiento en su cabeza y no llegaba a combinar ningún plan que fuese de su entero gusto. La invitación de Pepe Cervantes le proporcionó la solución. En las haciendas y en el pueblo se encontraría necesariamente la flor y nata de los valentones y de los salteadores de camino real, no sólo del Valle de México, sino del interior, pues para hombres de esa clase cuarenta o cincuenta leguas no es nada, y de un galope, como ellos dicen, salvan grandes distancias por tener el placer de concurrir y lucirse en un coleadero y en una corrida de toros.

El capitán de rurales era hombre a propósito para darlo a conocer como gran personaje, muy poderoso para salvarlos, en caso ofrecido, de cualquier mal paso. Él, por su parte, se dejaría querer, se arriesgaría, en unión de Pepe Cervantes, a echar unas cuantas manganas a las yeguas y a levantar la cola de un becerro, y con esto y pagar el pulque y las enchiladas a los indios y rancheros, ya tenía de pronto lo bastante para ser conocido y respetado de toda esa gente que se paga mucho de las atenciones y de la amistad de los señores ricos que se familiarizan con ellos.

Evaristo sería el jefe visible de toda esa turba de desalmados que iba a arrojar a la sociedad trabajadora y pacífica, y él, el jefe misterioso e invisible, detrás de su lujo y de su grandeza relativa, movería, no las pitas, sino los alambres duros, que tendría con una mano firme.

Con la actividad que le era genial, e impulsado con la monomanía del robo, no perdió tiempo; hizo venir a Evaristo de la montaña, conferenció largamente con él, diciéndole (en lo que le convenía) sus planes, y ocultándole todavía su verdadero designio, e invitándolo a que, con la mayor parte de sus rurales, asistiese a la feria de Tepetlaxtoc y reclutase allí cuanta gente creyese necesaria para formar dos o tres cuadrillas, que podían servir alternativamente de soldados o de caballeros errantes, que recorrerían el país según conviniere; los que voluntariamente quisiesen aceptar la honrosa carrera que les proponía, tendrían parte en las utilidades, y, entre tanto, él les pagaría a razón de un peso diario, con tal que se presentasen montados y armados.

Evaristo recibió con entusiasmo la confidencia de Relumbrón, aseguró que la mitad del camino estaba andado; que concurriría no sólo al pueblo, sino a la Hacienda Grande, pues conocía al amo don Pepe y tendría mucho gusto en hacerle una visita.

—Descanse usted, mi coronel —le dijo Evaristo al concluir la conversación que había tenido lugar en la calzada de la Tlaxpana— tendrá usted dos cuadrillas compuestas de muchachos de primera fuerza. Tengo ya nuevos reclutas, entre ellos un José Gordillo, antiguo mozo de la hacienda del Sauz, que vale la plata, y ése nos servirá de capitán para la gente que vaya por el interior, que es muy socorrido. Hasta el domingo, mi coronel.

Relumbrón y Evaristo se separaron muy contentos el uno del otro, y entendidos perfectamente, sin mayores explicaciones, del papel que cada uno tenía que representar en la mentada feria de Tepetlaxtoc.

Antes de seguir adelante, no será inútil dar a conocer mejor el pueblo de Tepetlaxtoc, que tantas veces hemos mencionado en el curso de nuestro largo estudio de costumbres mexicanas.

Tepetlaxtoc es uno de los pueblos más antiguos y cuya fundación se pierde entre las dudas y las oscuridades de los remotos tiempos. Perteneció, sin duda, al reino de Texcoco, y estuvo gobernado por distinguidos monarcas, entre otros, el sabio Netzahualcóyotl.

Como todos los pueblos de los antiguos mexicanos, su nombre tenía íntima relación con su situación topográfica y estaba representado por un jeroglífico tallado en una piedra, que podría bien ser equivalente a los escudos o armas de las viejas ciudades de España. El de Tepetlaxtoc era una especie de figura aproximándose a la de un corazón con unas labores en el centro, descansando en una greca horizontal.

El sabio anticuario don Antonio Peñafiel dice:

Tepetlaxtoc.—Tepetla-osto-c. El jeroglífico parece incompleto para dar las radicales Tepetl, cerro, Tepetla, serranía o tepétlalt, tepetate (roca volcánica) pues se compone de pátlat, estera, debajo del signo fantástico oztolt, cueva, caverna y también tribu. Las figuras dicen solamente Petla-osto-c; sin embargo, la primera palabra se conserva todavía en varios lugares y, por consiguiente, la escritura puede tenerse como una abreviatura que significa: En las cuevas de tepetate.

Comparando esta curiosa interpretación del jeroglífico con el aspecto del terreno, ninguna le conviene. Verdad es que el suelo es árido, con un fondo de tepetate que ha disimulado la cultura, formándose con el tiempo una capa de tierra vegetal; pero en las cercanías no se encuentran cuevas de tepetate, y la serranía está lejos. La interpretación se acercaría más a la exactitud si dijese: tribu que vino a establecer en el tepetate. Los cronistas e historiadores, al acaso y hablando de diversas cosas de la Nueva España, se ocupan muy de paso del pueblo de Tepetlaxtoc y dicen que sus habitantes eran muy inteligentes en el cultivo del maíz, y, por ende, también muy celosos de sus derechos, pues que un día que llegó en son de guerra (estando en paz los dos reinos) una partida de mexicanos, la castigaron e hicieron tornasen avergonzados a sus tierras.

El pueblo puede haber sido en otra época más poblado, con casas de mejor apariencia y aun con jardines, a los que eran muy aficionados los texcocanos; pero después de la dominación española quedó despoblado y de un aspecto triste. Unos cuantos sauces derechos o llorones, cercas de espinos con escasas magueyeras, órganos y uno que otro pirú, todo de un verde opaco y ceniciento, una larga calle de jacales y una plaza con una pequeña iglesia y algunas casas de alto, pintadas con cal y manchadas con el sol y el agua, he aquí el pueblo de Tepetlaxtoc.

Los descendientes de los primitivos fundadores eran propietarios de un cierto espacio de terreno que cultivaba cada familia, y así fueron sucediéndose los propietarios, sin más títulos que la tradición y sin más derechos que una larga posesión de aquellas tierras.

Vinieron más adelante a establecerse en lo que fue reino de Texcoco los inmediatos descendientes de los conquistadores, y formando lo que, según su importancia y extensión territorial, se conoce hoy con el nombre de haciendas y ranchos, y sin necesidad de citas de autores ni de comprobación, debe reconocerse con sólo el hecho de que estos valiosos establecimientos rurales no han podido formarse sino a costa de los primitivos propietarios y sus sucesores hasta la época de la conquista; así, los vecinos nobles que quedaron en Tepetlaxtoc fueron perdiendo cada día sus terrenos y, pobres y despechados, emigraron a otra parte o murieron quedando los macehuales y uno que otro de la nobleza azteca que, por una rara excepción, conservaron sus antiguas posesiones.

Fundóse probablemente una misión de religiosos dominicos cerca del pueblo mismo, resultando con el tiempo casi lindando con el caserío, dos haciendas con sólidos y amplios edificios y oficinas de cal y canto, como se dice de las buenas construcciones, que se llamaron la Hacienda Grande y la Hacienda Chica, que pertenecieron a los misioneros de Filipinas.

Tepetlaxtoc se convirtió, entonces en una verdadera misión o comunidad cristiana, más bien sumisa y dependiente de los frailes que de la autoridad civil.

El alcalde, el ayuntamiento, el cura; todo funcionario civil y eclesiástico era nombrado por el influjo de las haciendas, y las gentes, trabajando y viviendo en ellas todo el día y retirándose de noche a dormir a sus casas, encontraban una felicidad relativa, y por mucho tiempo nada hubo más tranquilo, más arreglado, más moral y pacífico que el pueblo de Tepetlaxtoc.

Las casas se mejoraron; el cura renovó y pintó de nuevo su presbiterio; los pequeños propietarios quedaron en pacífica posesión de sus magueyeras y labores, y entre los pueblos del valle de Texcoco, pasaba Tepetlaxtoc como modelo, y sus habitantes como el tipo de los hombres honrados.

Por virtud de diversas leyes de desamortización, la Chica y la Grande vinieron a poder del Gobierno, que las administró mal, hasta que fueron adquiridas por el marqués de Salinas.

Bajo la administración de su hijo, que hemos visto caminar al lado de Relumbrón por las calles de México, el pueblo sufrió una notable transformación. Las haciendas, bien cultivadas, necesitaron de más gente. Así, además de los habitantes antiguos, vinieron otros a establecerse, edificaron sus casas, trajeron a sus familias y emplearon en el comercio sus pequeños capitales.

Se construyó desde sus cimientos una grande pulquería, que por las figuras de Xóchitl y Netzahualcóyotl, pintadas con fuertes colores en la fachada blanca de la pared, llamaban la atención; se abrieron dos tiendas nuevas, surtidas de los efectos y mercancías más disímbolos, desde clavos hasta cohetes; desde chinguirito hasta champaña; desde sombreros de palma hasta vasos y copitas de cristal fino y ordinario; y para que nada faltara, un rincón de los aparadores estaba surtido de medicinas y en las puertas colgados lienzos de algodón, tápalos, y zapatos de mujer y de hombre. La calle principal se compuso, tapando los agujeros, aplanando la tierra y quitando las piedras y, lo que fue mejor, el cura sustituyó la campana rajada de la torre por una más grande, nueva y sonora que le regaló el arzobispo. El ayuntamiento, con ayuda de la Hacienda Grande, formó otra plaza más grande. Se arrancaron los viejos y marchitos sauces, para sustituirlos con pies de fresno ya crecidos y logrados.

En una palabra, Tepetlaxtoc tuvo su época de moda, y los domingos, que era el día señalado para el tianguis, las gentes de las haciendas y ranchos cercanos venían a pasear, a comprar fruta y a oír la misa cantada del cura. Algunos domingos se ponían unas cuantas vigas atadas con reatas, en la plaza que llamaremos Mayor, y se lidiaban tres o cuatro becerros bravos que se bajaban del monte de Chapingo. Increíble era entonces la animación y la alegría sin límites de los vecinos; nadie se quedaba en su casa, y cuando el sol se metía, el pueblo se alumbraba con luminarias de ocote, al derredor de las cuales los muchachos brincaban, reían y gritaban hasta las nueve o diez de la noche. A esto debe añadirse que se disfrutaba de una completa seguridad, pues desde el pulquero hasta el último peón, eran gente honrada, que cultivaban sus pequeños terrenos en las cercanías o trabajaban en las haciendas.

Tal estado de cosas era obra de Pepe Cervantes. Desde que llegó a las haciendas, lo primero que hizo fue ganarse la voluntad y el respeto del pueblo de Tepetlaxtoc, de donde tomaba la mayor parte de los trabajadores para el servicio de las fincas, y en poco tiempo logró su intento, no tanto a costa de algún dinero, sino por su buen modo y trato afable. Su familia y él mismo honraban el tianguis con su presencia, lo que era causa de mucha satisfacción para los vecinos. Cuando el amo don Pepe paseaba a pie o en sus finos caballos, que remudaba todos los días, por la calle real del pueblo o por los campos, todo el mundo se quitaba el sombrero y lo saludaba con respeto. Vivían él y los suyos en las haciendas Grande y Chica, más seguros que en su magnífica casa de México.

Un día se presentaron dos charros bien vestidos y montados en buenos caballos, y se apearon en la pulquería. Pidieron de almorzar y, aunque no había fonda, el pulquero se prestó de buena voluntad a que su mujer les hiciera cualquier cosa, con tal de complacerlos, como lo acostumbraba hacer con todos sus marchantes, para acreditar la famosa pulquería de Xóchitl, que vendía los pulques más finos de los llanos de Ápam.

Los charros almorzaron bien, bebieron y charlaron lo más del día. A la tarde, al ajustar la cuenta, armaron camorra con el pulquero, salieron a relucir las espadas y los puñales; pero, en vez de sangre, el negocio concluyó por hacerse dueños del establecimiento, mediante una cierta cantidad de dinero, que muy religiosamente pagaron al día siguiente.

El antiguo y honrado pulquero se fue a Texcoco, y los nuevos propietarios se instalaron inmediatamente, mandaron borrar de la pared las históricas imágenes de Xóchitl y Netzahualcóyotl, pintando la pared de colorado y construyendo un cobertizo contra la pared.

Fue en esta pulquería donde robaron a Evaristo sus pistolas y su jorongo. ¡Quién había de decirle que más tarde sería casi el amo de esos mismos pulqueros y de los temerarios que sucesivamente vinieron a habitar el pueblo!

Desde que cambió de dueño la pulquería, venían, quién sabe de dónde, hombres de a caballo de mala traza, pasaban bebiendo y disputando hasta la tarde, en que se retiraban unos, mientras otros se quedaban a dormir, y a la madrugada desaparecían. Los escándalos y riñas iban en aumento, pero el alcalde, por miedo, no se atrevía a tomar ninguna providencia, ni aun a avisarlo al prefecto de Texcoco, y con esta tolerancia aumentó la concurrencia de esta gente sospechosa que se fue estableciendo, como una nueva colonia de ociosos y desalmados, mientras fueron uno a uno emigrando los antiguos vecinos, ya a Texcoco, ya a las haciendas donde había ranchería o real, como dicen por la Tierra Caliente.

Cuando Pepe Cervantes se apercibió de esta peligrosa transformación, ya no tenía remedio, y no encontró más arbitrio que armar a sus sirvientes, reforzar las puertas de entrada y de los corrales, establecer una vigía en las noches y tomar cuantas precauciones aconsejaba no el miedo, sino la prudencia.

No obstante esto, atravesaba en su mejor caballo y sin armas el pueblo, visitaba las labores, y era recibido por los que lo encontraban con las mismas muestras de consideración y de respeto.

—Buenos días o buenas tardes, amo don Pepe —le decían, quitándose el sombrero los nuevos vecinos de fisonomías hoscas y patibularias, y lo dejaban pasar sin inquietarlo, aun en las horas peligrosas del crepúsculo.

Cervantes correspondía al saludo, y paso a paso atravesaba entre ellos. A ocasiones lo acompañaban hasta la puerta de la Grande.

Una noche en que, sin duda supieron que se había quedado en México y que la familia estaba sola, se desprendió un grupo de cinco o seis hombres que estaban a caballo en el cobertizo de la pulquería y a galope se dirigieron a la hacienda. La puerta estaba ya cerrada, y el vigía, que sintió el galope mucho antes de que llegasen, avisó a Manuelita, no obstante que ya dormía.

Manuelita, esposa de Cervantes, era la hija del famoso General Cortazar, que se puede decir fue el rey de Guanajuato en largas épocas. Varonil y animosa como su padre, se vistió con calma, mandó que los mozos se levantasen y se armasen y ella misma tomó un par de pistolas cargadas que tenía siempre en su recámara. Los mozos quedaron bien distribuidos en las posiciones que le señaló y ella fue al comedor, encendió las luces y se sentó en la silla principal que ocupaba a las horas de comer. Los asaltantes habían llegado y daban fuertes y repetidos golpes a la puerta.

Manuelita mandó abrir.

Los de a caballo se precipitaron en el patio y, mirando luz en el comedor, avanzaron hasta el pie de una pequeña escalera y no pudieron menos de quedarse asombrados al ver a la propietaria, sentada muy tranquila, al parecer, examinando o contando algunos cubiertos de plata que, en unión de jarrones, vasos, botellas y platos, habían quedado en la mesa.

—Adelante, quien quiera que sea —les gritó con una voz firme—. ¿Qué se ofrece a estas horas, para venir a llamar a las puertas de la hacienda? Adelante, y sabremos qué desean.

No acertaban a responder; pero uno de ellos avanzó hasta la puerta y dijo, como vacilando.

—Venimos a buscar al amo don Pepe.

—El amo don Pepe no está en la hacienda, pero lo mismo que si estuviera, aquí estoy yo.

—Veníamos… veníamos… —tartamudeó el ranchero.

—Pasen, pasen, y tomarán un trago de vino o de aguardiente, si lo prefieren; pasen.

Manuelita sonó una campanilla, y tres o cuatro mozos con pistolas en el cinto aparecieron.

—Trae unas copas y una botella de ese buen aguardiente catalán que tenemos para los amigos. ¿Cuántos son ustedes?… Pasen, pasen…

Los valentones se apearon de sus caballos. Uno se quedó teniéndolos y cuatro penetraron al comedor.

Los cuatro mocetones robustos, de no malas figuras, uno con barba cerrada, espesa y negra; otro lampiño; los dos restantes con sólo bigote. No estaban mal vestidos y sus cuellos y camisas muy limpias. Procuraban dar a sus fisonomías un aire terrible, y al descender del caballo hicieron de intento un ruidero desagradable con las espuelas y sables con cubiertas de acero.

Manuelita no hizo caso de esto, llenó las pequeñas copas de aguardiente de España y se las fue dando al más fornido y temible de sus criados, para que se las sirviese.

—La hacienda Grande —les dijo— ha sido para Tepetlaxtoc una providencia. Solamente Dios podría haberle hecho mayores beneficios que nosotros. Aquí ni debemos ni tememos. Si ustedes vienen con buenas intenciones, no tienen más que abrir la boca y se les servirá; pero si tratan de hacernos el menor daño, hay muchas balas y muchachos tan valientes como ustedes, que se rifaron, como dicen ustedes. Conque, beban su trago y digan lo que quieren.

Una viva impresión de simpatía y admiración por el valor y entereza de aquella mujer delicada, pequeña y bonita, se produjo en el ánimo de los charros, y en vez de acometer y llevar a cabo los malos propósitos con que salieron de la pulquería, chocaron los vasos, bebieron y gritaron como si se hubiesen puesto de acuerdo:

—¡Viva el amo don Pepe!

—¡Viva la marquesa de Salinas!

—Nos tiene su merced a sus órdenes con alma y vida —dijo el que parecía fungir de jefe, quitándose el sombrero—. Personas como su merced son parejas y ansí nos gustan y nos matamos por ellas. La Grande y la Chica, de hoy más, como si estuviesen encerradas en un baúl. ¡Palabra! —y volvieron a beber hasta la última gota.

Manuelita no creyó conveniente llenarles de nuevo los vasos, temiendo que su entusiasmo fuese a sufrir un cambio.

—Es tarde, muchachos —les dijo— y mañana tengo que madrugar para irme a México y volver en la tarde. Ya lo saben; y si los encontramos a eso de las seis de la tarde a la entrada de Texcoco, nos acompañarán, porque suele haber mala gente a esas horas.

Este último rasgo de confianza los acabó de cautivar.

—¡Si mi ama fuera tan buena —le dijo uno con muestras de respeto— que nos recomendara con el amo don Manuel Campero para que nos vendiera cuatro cargas diarias de su mejor pulque, cuánto se lo agradeceríamos! Somos los dueños de la pulquería Xóchitl, en el pueblo de Tepetlaxtoc, y ganamos nuestra vida honradamente.

—Y como que lo haré. Pepe escribirá a don Manuel, y pasado mañana pueden venir por la carta. Ustedes mismos se la pueden llevar a la hacienda; pero no en la noche —añadió sonriendo— será mejor de día.

Los rancheros se despidieron haciendo una reverencia a su modo y besando la mano de doña Manuelita.

Ninguna sospecha causó a Cervantes el lance cuando se lo refirió al día siguiente su esposa. La conocía demasiado y sabía que, como su padre, no temblaría delante de un escuadrón que viniera a hacerla pedazos.

—Hiciste bien en abrirles la puerta. A esa gente se la debe tratar así o matarla; pero vale más no tener enemigos.

No obstante que Cervantes considerase sus fincas a poco más o menos seguras después de este suceso, observaba que día por día el pueblo de Tepetlaxtoc cambiaba de aspecto; que los viejos habitantes que él conocía desaparecían y eran reemplazados por otros, cuyas figuras no decían nada bueno en su favor y que no tendrían acaso los sentimientos quijotescos de los pulqueros, que al fin eran jóvenes y tenían ciertas proporciones para vivir y, según se habían informado, eran dos de ellos hijos del administrador de un ingenio de Tierra Caliente y los otros parientes de un tendero rico de Cuernavaca. No hay necesidad de decir que les dio la carta de recomendación para el amo Campero, y que con las cargas de pulque finísimo que le compraban la taberna de Xóchitl se convirtió en un magnífico negocio.

Cuando Cervantes supo que Baninelli había organizado una fuerza de rurales y dado el mando a un hacendado del monte, creyó que la mala gente de Tepetlaxtoc concluiría por abandonar el país dejando tranquila la comarca, alarmada con la presencia de tantos hombres sospechosos, siempre armados y bien montados, ocasionando escándalos en fas pulquerías, entrando a los corrales a sacar caballos, apaleando a los indios, obligándolos a que les llevasen barcinas de paja al pueblo y pagándoles lo que les daba la gana; pero no tardó en convencerse de que el remedio había sido peor que el mal.

La presencia de Evaristo en Tepetlaxtoc, en vez de corregir alentó a los valentones y los autorizó a cometer más desmanes; cuando Cervantes indagó, además, que la mayor parte de los rurales que formaban las escoltas del camino eran de lo peor y más insolente de Tepetlaxtoc, ya no le quedó duda de que el jefe no era más que un capitán de ladrones y se asombró de que un militar tan severo como Baninelli no hubiese tomado los informes necesarios, antes de confiarle un mando tan importante.

Confirmóse en está opinión cuando Evaristo, con su escolta, hizo una visita a la hacienda. No le gustó ni la facha ni el lenguaje baladrón y algo insolente del llamado capitán; pero se calló porque no quería meterse en chismes, y se limitó a mantener con buen arte y sin chocar directamente con nadie, el respeto tradicional que se había guardado a las haciendas Chica y Grande, que jamás habían sido asaltadas ni molestadas por la gente ociosa y brava de los pueblos del Valle.

Tal era el estado que guardaban las cosas cuando le fue concedida una feria de tres días al pueblo de Tepetlaxtoc por el Gobernador del Estado, y Pepe Cervantes, deseando conservar en lo general la estimación de la gente del país, y aumentar, si era posible, la influencia que tenía en ella, dispuso un herradero, que necesariamente aumentaría la concurrencia y sería la principal diversión de las muchas que había disputado el alcalde, que, parte por miedo y parte por conveniencia, no era más que el instrumento de los valentones; los protegía y hacía cuanto les daba la gana.

Al herradero, con invitación o sin ella, concurrieron casi todos los hombres de a caballo de México. Relumbrón, como lo había prometido, llegó el sábado en la noche con sus mozos y caballos y fue alojado en la Grande; el domingo muy temprano ya estaban allí Evaristo e Hilario, con la mayor parte de la escolta para guardar el orden. El camino real quedó abandonado y no había miedo de que robaran a nadie en esos días. A las diez, que comenzó el herradero delante de la casa de la Grande, era tal el número de gente, especialmente de a caballo, que formaban una valla opuesta a la larga cerca de la hacienda, y un cómodo carril por donde arrancaban los animales cuando se les estampaba en su anca derecha el fierro ardiendo, se les soltaba y partían como demonios dando saltos, bramando de dolor y proporcionando a los coleadores el seguirlos hasta la puerta del corral, donde lazaban otras bestias y las traían al lugar del sacrificio. A las dos de la tarde los huéspedes de Cervantes, llenos de sudor y de polvo, y fatigados con los ardientes rayos del sol, se retiraban a la hacienda, donde Manuelita les tenía, surtido hasta el exceso, el amplio comedor, con cuanto la cocina mexicana y la francesa tienen de exquisito. A las cuatro, toda la gente se dirigía a los toros al pueblo.

En la plaza mayor de Tepetlaxtoc se habían formado con vigas y tablones una amplia plaza de toros. En el frente se levantó un tablado o palco, adornado con las viejas cortinas de Damasco que prestó el cura de Texcoco. En ese tablado presidía Manuelita, rodeada de muchachas de las familias principales de Texcoco, que fueron invitadas, a su derecha la mujer del alcalde y a su izquierda el alcalde mismo, vestido de chaqueta y pantalón de paño negro. No dejaba de estar vistoso el grupo, pues entre las muchachas, muy aseadas y vestidas de lienzos de caprichosos dibujos y colores chillantes, había algunas muy bonitas, y todas contentas, riendo y luciendo con este motivo sus dentaduras blancas.

En el redondel, algunos de los hombres de a caballo de México, sin que faltasen Pepe Cervantes, Relumbrón, Ramón Couto y el capitán de rurales, que dizque tenía fama de buen coleador. Al derredor y contra la barrera de vigas, apiñada una multitud compacta que había venido de Texcoco, de Chalco, de Ameca, y aun de lejos tierras. Detrás de esa gente, dos filas de rancheros y charros de las haciendas y de los pueblos del Valle, y aun del mezquital y San Servando de Tlahuililpa, que habían sido convidados por los mozos de la Grande, que en su mayor parte eran de esos rumbos.

El primer día dio toros la Hacienda Grande, el segundo Chapingo, el tercero Coxtitlán. Seis toros en cada corrida, cuatro de capeo y cola y dos de muerte, que hacían picadillo los aficionados y al fin tenían que lazarlos y acabarlos de matar el carnicero.

Relumbrón, instado por Cervantes y queriendo lucirse y echarla de ranchero delante de toda esa gente, sobre la cual quería ejercer influencia más adelante, se aventuró a correr tras los toros; pero ¡quiá! Ramón Couto y Pepe Cervantes le ganaban por la mano, le arrebataban la cola, metían acción y hacían dar la vuelta completa al becerro. Aplausos ruidosos para ellos, y chiflidos para Relumbrón, que contenía su caballo y se retiraba avergonzado al centro del redondel. Por fin se empeñó su amor propio; Ramón le hizo lado, y logró dar una caída, recibiendo una completa ovación, que lo dejó orgulloso y satisfecho. Concluida la corrida, la masa compacta se dirigía al centro del pueblo, que estaba adornado con arcos de tule y cortinas. En la calle principal había puestos de comida, de naranjas, jícamas y cacahuates, de charamuscas y pepitorias, de bebidas fermentadas y aguas frescas. Y todo esto bajo la bóveda de azul brillante del cielo, los rayos ardientes del sol y nubes de polvo menudo y calizo, que levantaba un viento caliente del sur y penetraba hasta la garganta. La pulquería de Xóchitl era la más concurrida, y allí, en esos días, se reunió la flor y nata de la gente de bronce. Relumbrón estaba que no cabía en sus pantalones. Su plan había salido a medida de sus deseos, porque Evaristo, con el prestigio de capitán y jefe de las escoltas del camino de Veracruz, y el dinero que le había dado para costear el almuerzo y pulque de todos aquellos valentones, había podido platicar con ellos, ganarse su confianza y hacer una abundante recluta de gente brava y decidida a todo, a la que no faltaba más que un jefe que la guiase para emprender por esos mundos de Dios hazañas dignas de los tiempos fabulosos.

El tercer día fue el más solemne y concurrido. Vinieron de México las marquesas de Valle Alegre, las condesas de Regla, las de Santiago, las de Guardiola, toda la nobleza y parentela de Pepe Cervantes y, además, infinidad de Barilleros con sus papeleras surtidas de espejitos, bolitas de hilo, botones, alfileres, agujas y otras chucherías; jugadores de pequeñas ruletas y con barajas, dados y cascabeles, que se instalaron en la calle y en la primera plaza, alternando con los puestos de fruta. Esto comunicó una nueva animación al pueblo y a las casas de las dos haciendas, donde se repartieron los nuevos huéspedes; pero entre tantos personajes, dos llamaron la atención, y fueron don Moisés y don Pedro Cataño. Era éste un hombre que podía llamarse hermoso; tostado por el sol, de barba negra y cerrada, de ojos centelleantes y dominadores, de color de aceituna, una nariz noble y un cuerpo robusto y bien proporcionado. Montaba un soberbio caballo y venía seguido de seis mozos igualmente guapos y bien montados, vestidos como su amo. Este personaje parecía un rico hacendado, y venía de Guanamé, recomendado a Pepe Cervantes por don Domingo Rascón.

Relumbrón presentó a Cervantes a don Moisés, como uno de los monteros más ricos de México.

Cervantes presentó a don Pedro Cataño como uno de los más ricos hacendados del interior.

Relumbrón saludó y estrechó la mano de Cataño; pero apenas la soltó, cuando comenzó a mirarlo con interés como si quisiera reconocer a un viejo amigo.

Don Pedro Cataño hizo lo mismo, pero los dos disimularon, y después de algunas palabras insignificantes, se dispersaron entre la mucha concurrencia.

A la hora de costumbre el herradero comenzó, y durante todo este tiempo Relumbrón no dejó de mirar a Cataño, como si quisiera reconocerlo. Todos llenaban de elogios a Manuelita, admirando el orden y aun el lujo de la hacienda. Descendieron al terrado, donde se habían colocado unas sillas y unos toldos, para que las señoras pudiesen ver bien sin ser molestadas por el sol. Durante el herradero, fue don Pedro Cataño y sus mozos los que hicieron el gasto. Echaban manganas con una facilidad y limpieza que daba gusto; lazaban con una precisión tal, que nunca iba la reata al cuello, sino a los cuernos, sin hacer brutalidades propias de gente salvaje y que, además, no está diestra en esa clase de ejercicios. Los ojos de las señoras estaban fijos en el recién llegado, admirando su destreza, la elegancia y facilidad de sus movimientos y la maestría de su caballo. Hombre y animal formaban un todo armonioso y mucho más fantástico que los pesados centauros de la fábula.

Acabado el herradero, pasaron, como el día anterior, al comedor. A don Pedro Cataño por casualidad le tocó sentarse al lado de Relumbrón, y los dos guardaron silencio; pero al fin de la comida éste le dijo muy quedo en la oreja a don Pedro:

—Nos conocemos, y no sólo nos conocemos, sino que somos amigos viejos.

El fingido Cataño se removió en la silla y dirigió una mirada severa a su interlocutor.

—No hay temor de que yo diga una palabra. ¿Recuerda usted que yo lo introduje a las habitaciones del presidente cuando vino de la frontera, y que después…?

El supuesto Cataño lo miró con fiereza como imponiéndole silencio.

—Tiene usted razón, hablaremos en voz alta de otras cosas para evitar sospechas —le dijo Relumbrón— y en la noche tendré el gusto de estrecharle otra vez la mano como buen amigo.

Como Cataño estaba a punto de levantarse de la mesa, Relumbrón lo detuvo, y le dijo en voz alta:

—Vamos a tomar una copa por el viejo Rascón, que es amigo completo. Si quiere usted montar esta tarde uno de mis caballos, quedará contento; los que he traído son precisamente de Guanamé.

Siguieron hablando de unas cosas y de otras, y dada la señal, descendieron la escalera. Después, unos a pie y otros a caballo, se dirigieron a Tepetlaxtoc, donde no esperaban sino que llegase Manuelita para comenzar la corrida.

El segundo toro, negro, con ojos enchilados y una cornamenta sólida que terminaba en puntas como de aguja, era casi salvaje, y lo apartaron los vaqueros con mucho trabajo del ganado que se remontaba en lo más espeso de los montes de Chapingo. Pedro Cervantes, con sus ribetes de mala intención, lo dedicó a los amigos de México que la echaban de jinetes, de atrevidos y de coleadores. Comprometido el amor propio, ninguno faltó, y entraron en el redondel a esperar a la fiera, con un susto que disimulaban con mucho trabajo. Abierto el toril, de un salto el bicho se plantó en el centro de la plaza, rascó la tierra, miró con visible rabia a tantos objetos extraños para él, y como un rayo se lanzó sobre Evaristo, metió las astas en la barriga del caballo, lo sacudió fuertemente, hizo un impulso hacia adelante, y caballo, jinete y toro rodaron en la arena revueltos y hechos una bola.

Ocho o diez lazos cayeron inmediatamente sobre el grupo sangriento, pero con tan mala suerte, que lazaron a Evaristo en vez del toro, y ya los catrines metían cabeza de silla, cuando Pepe Cervantes les gritó:

—¡Lo matan, lo matan! ¡No jalen!

A ese tiempo, varios rancheros que estaban fuera de las vigas que formaban la plaza, saltaron a ella, y con los jorongos procuraban apartar al toro, que se encarnizaba y hacía pedazos al caballo, que rugía de dolor y se defendía dando vigorosas patadas al aire.

Don Pedro Cataño se acercó sin pretensiones ni estrépito, tiró el lazo, que cayó justamente en las llaves de la fiera, metió cabeza de silla y apartó al toro, el que se le vino encima con igual furia; pero lo evitó, y le dio un tirón de través que lo hizo caer.

Ramón Couto le echó otro lazo y así, tirando cada jinete en sentido inverso, lo mantuvieron quieto mientras levantaron a Evaristo, creyéndolo muerto o gravemente herido. El pobre caballo hizo el último esfuerzo para levantarse; pero cayó sin vida, mientras Evaristo se puso en pie cubierto de polvo y de sangre; lo reconocieron los que lo rodeaban y él mismo se tentó por todo el cuerpo. No tenía ni un araño. Le volvió el alma al cuerpo y comenzó a echar fanfarronadas, asegurando que sí no hubiese estado descuidado, habría seguido al becerro y, agarrándole la cola, le habría dado una buena caída para quebrantarlo. Pepe Cervantes tuvo la prudencia de disponer que un animal tan puntal y salvaje volviese al corral y saliese otro en su lugar, con el cual, que era más bien corretón que bravo, se desquitaron los catrines de México. Evaristo se empeño en salir a la plaza en otro de sus mejores caballos, y logró coger la cola y darle una caída redonda, recibiendo estrepitosos aplausos de la multitud que estaba afuera, agrupada contra las barreras.

Concluida la función, Manuelita condujo al jardín de la hacienda a las visitas que habían venido en mayor número ese día, y los catrines de la capital quedaron dentro de la plaza comentando los sucesos de la tarde, ponderando cada uno las cualidades del caballo que montaba, haciendo experiencias de cuántas varas rayaba, y dándole caballazos para probar lo bien que acometía su corcel con sólo alzarle la rienda.

Evaristo, lleno de orgullo con los aplausos que había recibido de la mayor parte de los valentones del pueblo y de su escolta, encarándose con el fingido don Pedro Cataño le sostenía con cierta jactancia que su caballo no era capaz de competir con el suyo en fuerza y en mañas para los caballazos, y que en una lucha con espada en mano, tenía la seguridad de matar a su contrario o derribarlo antes de que pudiese ofenderlo.

—Manos a la obra —contestó don Pedro sacando su espada— aquí tenemos testigos y jueces que sentenciarán cuál de los dos caballos se acomoda más y es más diestro.

—Con espada no —les interrumpió Cervantes—. Alguno de los dos puede lastimarse, y me sería muy sensible que sucediese esto en mi casa, como quien dice; pero en cuanto a una diversión que dé a conocer la maestría de los jinetes y caballos, es otra cosa, todos estamos conformes y aplaudiremos al que sea más listo.

Apenas había acabado de decir estas palabras, cuando el llamado capitán de rurales y el fingido hacendado se separaron, se pusieron a cierta distancia y dispararon sus caballos. Don Pedro evitó el choque y arrendó su caballo a la izquierda para coger de lado a Evaristo, pero éste, listo, le presentó el frente, y uno y otro jinete se dieron un rodillazo que sonó hasta el grado que Ramón dijo:

—Esos bárbaros se han quebrado las piernas.

Larga media hora estuvieron acometiéndose sin resultado. La verdad es que los dos eran diestros y buenos jinetes, y los caballos les ayudaban a esta lucha en que parecía que tomaban parte, animados también de los sentimientos de enojo y hasta de furia que ya tenían los jinetes.

La gente, que se había dispersado, volvió a reunirse para presenciar esta diversión que no estaba anunciada en los carteles que había mandado imprimir y circular el alcalde, y ya aplaudían, ya silbaban al que lograba alguna ventaja y disparaba con más atrevimiento su caballo.

Caballos y jinetes, chorreando el sudor, echando, bestias y hombres espuma sanguinolenta por la boca, y lanzando los segundos maldiciones en cada lance frustrado, ya no podían más y estaban a punto de cesar, sin que la victoria se decidiese. El fingido don Pedro Cataño pareció por un momento que huía; Evaristo lanzó una de esas carcajadas ordinarias y burlescas y se alzó la lorenzana, disponiéndose a seguir a su ya derrotado enemigo, cuando éste gobernó rápidamente a su caballo, le prendió las espuelas, le alzó la rienda, y el animal, dando un salto como para salvar un foso de tres varas, fue a caer con todo su peso sobre Evaristo, y habiéndolo cogido de costado, el capitán de rurales y su caballo dieron en el suelo un tremendo golpe.

Gritos y palmoteos celebraron por más de un cuarto de hora la hazaña de este campeón del interior, que por primera vez veía con admiración toda esa gente de a caballo que se había reunido en la feria de Tepetlaxtoc.

Don Pedro Cataño se quitó el sombrero y saludó a la concurrencia.

Pepe Cervantes y los catrines de México rodearon al falso Cataño, le estrecharon la mano y lo colmaron de elogios. Relumbrón le ofreció desde luego mil pesos por el caballo, y Manuel Campero añadió que cuando quisiera deshacerse de él, no tenía más que enviarlo a su casa y recibir mil quinientos. Relumbrón añadió que él daría hasta dos mil, y en estas y en las otras nadie se había acordado de Evaristo. Caballo y jinete estaban tendidos en la tierra sin movimiento.

Cataño fue el primero que se apeó, dio su caballo a un criado para que lo paseara, y fue a levantar a Evaristo, que no tenía más que el susto y un poco adolorida la pierna derecha y la espalda. El caballo se levantó manqueando.

Ramón Couto y Pepe Cervantes condujeron al capitán de rurales a una pieza de la hacienda, le dieron ellos mismos una fricción de chinguirito, le jalaron las piernas y los brazos y le acomodaron los huesos a usanza de los coleadores, y el famoso caballo fue a la cuadra, donde los mozos le untaron los encuentros con pencas de maguey asadas.

Aconsejaron a Evaristo que se acostara y reposara un par de horas, y luego todos en bola y armando jácara salieron a recorrer el pueblo de Tepetlaxtoc, confesando que entre las diversiones de la feria, ninguna había sido mejor que el improvisado torneo entre el ranchero de Guanamé y el capitán de rurales.

El pueblo todo, desde el alcalde hasta el último peón, no se ocupaban más que del pleito de chanza entre los dos capitanes, pues suponían que Cataño era capitán. La opinión se dividió, y en tanto que los soldados de Evaristo y los valentones que habían sido cómplices en sus robos en el camino de Río Frío, lo proclamaban como el más valiente e invencible, a pesar de los porrazos que había recibido, otros, imparciales e independientes, decían que en el Valle de Texcoco, sin agravio del amo don Pepe, jamás se había visto un hombre igual al capitán Cataño.

Quizá nuestros lectores habrán ya reconocido en el falso Pedro Cataño a nuestro antiguo conocido Juan Robreño, a quien dejamos moribundo en Mascota, a consecuencia de la bala disparada por el único fusil cargado de uno de los soldados que formaban el cuadro para fusilarlo, y recordarán también que el cabo Franco lo encomendó a los cuidados del anciano cura del pueblo que por lo visto, cumplió bien su cometido.

Relumbrón pensó que era necesario, a toda costa, hacerse de este proscrito, de este fusilado por desertor al frente del enemigo, de este muerto vivo, que debería estar lleno de ira y de venganza contra la sociedad y contra unas leyes que habían ejercido contra él crueldades tan terribles como las de la Inquisición en los tiempos antiguos, y él, hombre de mundo, cortesano y rico, no se equivocaba en tan probables apreciaciones, y se proponía sacar todo el partido posible de este hombre anómalo que no tenía más alternativa que el suicidio o la venganza y el crimen. Tan luego como se presentó la oportunidad, se apoderó Relumbrón del brazo de Juan y pian piano, y como distraído y platicando, salieron a las afueras del pueblo.

—Por más que tenga curiosidad, no quiero preguntar a usted nada, ni que me cuente sus extrañas aventuras, lo que deseo es que acepte mis amistosos deseos de servirle en todo lo que pueda. No debe usted tener ya duda de que lo he reconocido y que estoy hablando con el bizarro teniente coronel don Juan Robreño. Cuando leí el parte que publicó el periódico oficial de que había usted sido fusilado, no lo quería creer; imposible me parecía que Baninelli hubiese matado fríamente a un amigo, y me sospeché que había cerrado los ojos para que usted escapase; y por esto no me causó asombro, cuando me fijé en sus facciones, el encontrarlo vivo.

Robreño iba a responder alguna cosa a Relumbrón, pero éste le cortó la palabra y prosiguió:

—Me ocurre una idea y creo fácil realizarla si usted está de acuerdo. El poco influjo que tengo en el gobierno me permitirá conseguir el indulto de usted; es decir, volverlo a la vida social y aun a su empleo, refiriendo, por ejemplo, que usted quedó como muerto, y que un gañán del campo o el cura del pueblo cercano recogió a usted y lo llevó a su casa, donde fue curado; en fin, cualquier patraña, pues sabe usted que cuando hay favor se consigue aun lo más absurdo e imposible. ¿Qué le parece a usted?

—Casi pasó el lance como usted se lo ha figurado —le contestó Robreño—. Pero usted sabe, lo mismo que yo, que a todo el que se fusila, se le da el tiro de gracia y se le entierra; así es que mi aparición en el mundo nos cubriría de ridículo y, además, no viviría yo una semana, pues tendríamos un duelo a muerte Baninelli y yo, y pagarle con una bala lo que hizo conmigo faltando a su deber y engañando al gobierno y a la sociedad entera, no ha entrado nunca en mis ideas. Le agradezco a usted mucho, coronel, sus buenas intenciones, pero no puede ser. Largo e inútil sería referir a usted la historia de mi vida en los últimos años, pero me bastarán dos palabras para que conozca mi situación. Abandoné el campamento por algunas horas por salvar la vida de una mujer a quien amaba y a quien amo todavía. Regresé tarde, se me juzgó como desertor al frente del enemigo y se me condenó a muerte. Errante mucho tiempo, me ocurrió presentarme a Baninelli, el que quiso conciliar sus deberes militares con los de amigo, y me salvó la vida. El día que yo vuelva a la sociedad con mi verdadero nombre, Baninelli será perdido para toda la vida, y un oficial tan valiente tendrá por premio de sus heridas y servicios, el desprecio del gobierno. El secreto que usted ha descubierto debe ser eterno. El día que se sepa lo que ha pasado, será el último de la vida de usted, coronel, porque le juro que lo mataré donde quiera que lo encuentre.

Relumbrón soltó el brazo de Juan Robreño y se separó alarmado.

—Pero no habrá necesidad de eso y nada tema. Me ha dado usted su palabra de caballero y de soldado, y esto basta…

Relumbrón volvió a tomar con afecto el brazo de Juan, y éste continuó:

—Me dirá usted que por qué no me he suicidado. A un hombre en mi situación y con el infierno de penas y dolores que tengo aquí dentro, no le queda otro remedio; pero tengo que velar por la vida de la que se ha sacrificado por mí, y la esperanza de encontrar un día u otro a un hijo. Dejar estas personas abandonadas en el mundo, sería una cobardía, y dar un pesar a mi padre, una infamia. Vivir oculto y como prófugo en el país, ya lo he hecho. Pasar la frontera y vivir tranquilo en Texas con los recursos que me proporcionaría mi padre, ya lo he pensado. El pesar, la rabia, el horrible fastidio me volverían loco. Yo necesito vengarme de una sociedad que me ha rechazado, de unas leyes que me han matado por unas cuantas horas de ausencia. ¿Para qué explicar a usted, hombre rico y feliz, las terribles y dañosas pasiones que queman mi corazón sin que lo pueda evitar? ¿Para qué decirle que un día llegará en que pueda arrebatar, viva o muerta, a la mujer que amo y no dejar piedra sobre piedra de la hacienda donde vive secuestrada y como enterrada viva…?

—¡Pero cómo! ¿De qué familia, de qué hacienda se trata? Acaso podría yo…

—No se empeñe usted en saber más, bastante he dicho, y escuche, por último, otro secreto que, si lo descubre, le costará la vida. Mi resolución es ya irrevocable. El teniente coronel fusilado vuelve al mundo con el nombre de Pedro Cataño, que será el más temible de los jefes pronunciados (por cualquier cosa), y el más implacable de los bandidos. Unos papeles que aquí traigo y siempre estarán en mi bolsillo, probarán que soy Pedro Cataño, natural de Durango y Antiguo dependiente de la señora Campa. Estos documentos, cuatro muchachos resueltos y bien montados, mis dos buenos caballos, que usted ha visto maniobrar, mis armas y unas cuantas onzas en el bolsillo, he aquí los elementos con que comienzo una guerra a muerte, sin tregua ni descanso contra la sociedad entera. Así, en caso de que sea cogido, juzgado y condenado a muerte, mi padre no quedará deshonrado ni Baninelli comprometido. La casualidad me proporcionó los papeles; la generosidad del viejo amigo Rascón, los caballos y el dinero. Vea usted lo que son las cosas, coronel —continuó Juan— si aunque reconociéndome, disimula y no se da por entendido, habría regresado a su casa muy tranquilo, mientras ahora, dueño de los secretos que el destino o la casualidad le han hecho saber, se ha puesto en una situación tal, que le puede costar la vida.

—Entre soldados como usted y yo —le respondió Relumbrón con cierto acento fanfarrón— la vida, como dice la gente baja, importa un pito. La casualidad que ha hecho que me encuentre con usted, ha sido para mí una fortuna. Tengo grandes empresas y necesitaba precisamente un hombre como usted para asociarlo a ellas. A usted lo impulsa la venganza, a mí el dinero. Usted necesita reconquistar su posición, y lo hará un día u otro sin perjuicio de Baninelli; necesita usted vengarse y castigar a quien tiene secuestrada a su querida y, recobrarla viva o muerta; yo necesito mantenerme en la elevada posición en que estoy colocado y subir, si es posible; pero nunca descender ni un escalón. Una familia que está acostumbrada a ciertas comodidades y hasta al lujo; tres o cuatro muchachas a las que no se puede poner en medio de la calle; el juego, que es la pasión que me domina; los amigos que me sirven, pero que viven a mi costa; los sastres y costureras; los caballos y los carruajes; las tertulias y días de campo y mil cosas más, no pueden hacerse con el escaso sueldo de un coronel. Subí, y no puedo bajar. Desengáñese usted, lo primero que se necesita es tener dinero, y cuando se tiene, el público se inquieta muy poco de su origen y el rico es siempre considerado y agasajado por la mayor parte de los pobres que esperan que un día u otro les servirá de algo. Más de cuatro ricos podría citar a usted que merecen la horca o el presidio, y se sientan a la mesa del presidente y se tratan de tú por tú con los títulos de Castilla.

Hubo un momento de silencio, y los dos se detuvieron y se miraron fijamente.

—Nos hemos entendido —continuó Relumbrón—. Usted tiene ya el secreto de mi vida, y yo el secreto de su muerte. El día que yo lo denunciara, Baninelli caería en el más completo ridículo, y usted… no sé ni qué decirle el papel que haría un muerto resucitado. Si usted me denunciara, ni quiero pensar en lo que me pasaría. La muerte sería el menor de los males. Conque venga esa mano, y amigos, amigos para siempre.

Don Pedro Cataño tendió la mano y Relumbrón, con las dos, le dio tres o cuatro apretones. Como se habían alejado mucho sin apercibirse de ello, voltearon caras con dirección a Tepetlaxtoc, donde ya los muchos conocidos que tenían habían notado su ausencia y los buscaban por todas partes; entre otros el capitán de rurales que, restablecido con la curación y una hora de sueño, volvía a la fiesta y necesitaba que Relumbrón le diese sus instrucciones para el resto de la noche.

En la plaza de toros se había colocado un castillo con gruesas bombas y soles más de carbón que de pólvora. Diéronle fuego, y fueron girando los soles con un chisporroteo opaco, llenando de humo todo el pueblo y reventando alternativamente las bombas, con un estrépito tal, que hacía ladrar a los perros de los reales situados a grandes distancias.

La famosa pulquería de Xóchitl ardía, como suele decirse. Debajo del cobertizo tendió Evaristo un rico jorongo de Saltillo, sacó una baraja y un montón de morralla lisa y pesos falsos, y les puso el monte a los indios y rancheros.

Sentados en la banca de piedra, tres ciegos rascaban dos bandolones y un guitarrón, y los valentones ya se acercaban y se ponían en cuclillas alrededor del jorongo de Evaristo y apostaban dinero a puños, recogiendo, si ganaban, pesos falsos y moneda lisa; ya taconeaban en unos tablones y haciendo mudanzas, frentes a las inditas de razón o a las mujeres que habían ido de los pueblos del valle a gozar de la gran feria.

En las calles, luminarias, toritos bailando y echando chispas y cohetes al son de una chirimía y un tamboril.

Pepe Cervantes y Manuel Campero, personas muy correctas y arregladas, se retiraron, y las puertas de la Grande se cerraron a buena hora; pero la Chica quedó a disposición de los amigos de Cervantes.

Don Moisés, con sus achichincles, se instaló en el comedor y puso un burlotita con oro y plata, no tardando en acudir algunos hombres de a caballo de México y los tenderos y gente riquilla de los pueblos.

Relumbrón se quedó en el pueblo y se instaló en la casa del alcalde, donde puso también su burlote, al que de preferencia concurrieron como apuntes los valentones, que era precisamente lo que deseaba.

Don Moisés, seguramente con su baraja mágica, desplumó a todos los apuntes, mientras Relumbrón se dejó ganar por el alcalde y los valentones el montón de plata y algunos escuditos que tenía delante.

Se bebió, se bailó y se jugó toda la noche.

Al día siguiente el pueblo de Tepetlaxtoc tenía un aspecto de desolación y de tristeza, como si una banda de cosacos hubiese entrado la noche anterior a robar y a degollar a sus habitantes. Las casas cerradas; la plaza y las calles solitarias, llenas de basuras y de huesos de pato y de gallina que devoraban con furia los perros callejeros; uno que otro indio tlachiquero, con su cuero y su acocote cargado en las espaldas, trotaba con dirección a la loma a raspar los magueyes, y la aguda campana de la iglesia llamaba a la misa, que el cura no dejaba un solo día de decir en cuanto salía la luz.

XXXIV. La feria de San Juan de los Lagos

La moreliana acudió inmediatamente al llamado del platero, el cual le manifestó con muy buenas razones la necesidad de ayudar al hijo, que tan bien se le había logrado que ya era un coronel que trataba con lo más florido de la sociedad mexicana y que estaba comprometido en negocios de alto interés que debían darle unas utilidades fabulosas y tan seguras, como si ya tuviese el dinero en caja. Se guardó muy bien de explicarle qué clase de negocios eran, pues a haberlo hecho así, la moreliana, tan rígida, tan ferviente cristiana y que nunca había entrado en transacciones con su conciencia, como el platero, se habría escandalizado y cortado para siempre sus relaciones y negado todo auxilio al hijo que se proponía seguir el torcido y peligroso camino. Combinando de este modo y del otro los dos antiguos amantes la manera de sacar avante a su hijo, cuyo talento y buenas prendas no se cansaban de elogiar, reunieron una fuerte cantidad para tenerla a disposición del hombre de negocios, a medida que la fuese necesitando.

La moreliana, que casi nada gastaba en su persona y que lograba buenas cosechas en sus ranchos, lejos de poner dificultades, le dio mucho gusto el poder hacer uso del dinero que tenía reunido y enterrado por miedo de ser robada, no obstante que en la comarca donde ella vivía se disfrutaba de la más grande seguridad.

Relumbrón, a causa de la invitación que le hizo Pepe Cervantes para el herradero, avisó a su compadre que difería el almuerzo para el domingo siguiente, y visto el buen resultado que tuvo para sus planes su paseo a la feria de Tepetlaxtoc, aprovechó el resto de la semana para dar la última mano a la organización del ejército de vanguardia que debía hacer sus primeras campañas en la Feria de San Juan de los Lagos.

El capitán de rurales obtuvo una licencia por tres meses, y bien la necesitaba para curarse de los moretones y hoyos que tenía en el cuerpo, dejando a Hilario al frente de las escoltas; pero su principal objeto era cooperar a plan que tenía meditado Relumbrón. De común acuerdo se organizaron tres gavillas, partidas, bandas o como más guste al lector llamar a esos intrépidos guerreros que se proponían desafiar y combatir contra la sociedad entera.

La primera gavilla entraría en plena posesión del monte de Río Frío y camino de Puebla, hasta Perote. Sería mandada por alguno de los muchachos más listos y más valientes de Tepetlaxtoc. Evaristo la dirigiría desde la hacienda de Río Prieto, donde debería residir como administrador. La fábrica de moneda falsa en el molino de Perote, estaría a cargo inmediato de Relumbrón y del platero, el cual haría frecuentes viajes con el pretexto de visitar a su compadre y sus nuevas posesiones.

Esta partida tomaría el nombre de Roque.

La segunda y más numerosa, sería mandada por el difunto Juan Robreño, resucitado con el nombre de don Pedro Cataño, que expedicionaria por la Tierra Caliente; y la tercera, que ocuparía los caminos del interior, la pusieron al mando de un muchacho de mala cabeza (que había venido de Guanamé con Cataño) borracho y pendenciero; pero muy audaz y valiente, que era ahijado de don Domingo Rascón, y se hacía llamar Cecilio Rascón.

Repartiéronse entre los tres jefes los muchachos más atrevidos, por no decir desalmados, que concurrieron al herradero de la Grande. Los había de Guanamé, de Matehuala, del Jaral, del Mezquital y Tierra Fría, del Valle de México, de Tenancingo y de Chalco.

¡Pero qué muchachos! La flor y nata de los baladrones y malas cabezas de los pueblos y haciendas. Cada uno montado en un caballo de primera, con su espada debajo de la pierna, su reata en los tientos y una pistola más o menos buena en la cintura. Ver maniobrar a esos verdaderos hombres de a caballo, daba gusto, especialmente contra los reclutas de caballería del ejército de línea, que custodiaban los caminos, a los que tenían especial ojeriza. Se habían medido con esta gente en varías escaramuzas aquí y allá, y siempre habían hecho rodar por los barrancos y piedras a los pobres indígenas que, cogidos de leva y no sabiendo qué hacer con su caballo, sus grandes espadas de acero y sus shakós hundidos hasta los ojos, caían al menor encontronazo. Les alzaban pelo a los lanceros del general Arista y a los dragones de don Juan Andrade; pero fuera de eso, se rifaban con cualquier tropa, incluso la infantería de Baninelli. Ninguno de estos muchachos pasaba de treinta años.

Las reuniones eran en las noches en casa de Luisa. Relumbrón le había comprado una casa por el rumbo de Santa Clarita, y otra en Mixcoac, y las dos se las había compuesto con sus cielos rasos de manta, sus frisos pintados por don Julio y sus muebles de lo mejor que había en las almonedas de la Calle de Donceles. Cuando Luisa vivía en Mixcoac, la casa de Santa Clarita quedaba sola, y Relumbrón podía disponer de ella para citas casuales o extraordinarias y la aprovechaba igualmente para tratar asuntos reservados.

Allí concurrieron el falso don Pedro Cataño y el valiente y honrado capitán de rurales don Evaristo Lecuona. En una semana arreglaron sus fuerzas y, con pretexto de comprar reses y caballos, hacían por las tardes que maniobraran en los potreros de Balbuena los muchachos, y era un placer verlos acometer, sentar sus caballos, fingir que huían y repentinamente volver caras con el lazo en la mano, el que tiraban sobre la figura del enemigo, con una precisión tal, que si de veras hubiese amarrado el lazador a cabeza de silla, el lazado habría sido hombre perdido; en fin, mil otras cosas de destreza, de fuerza y de astucia, que causaban admiración. No eran tales hombres (que en general los llamaremos de Tepetlaxtoc, pues allí se hablan reclutado) de esos ordinarios y rateros que se ocultan en las sucias casas de vecindad de los barrios de México y que tienen a gala llamarse el Tecolote, el Matrero, la Zorra, el Corretón, el Trepa-Casas, y que se asocian con mujercillas hilachentas que se llaman la Chinche, la Garrapata, la Frijolera, que andan con las enaguas sucias y la faja llena de tlacos y cuartillas, no; nada de esas ordinarieces de cobardes rateros que esperan en la oscuridad de la noche, detrás de una esquina, para acometer al catrín que sale de la ópera, quitarle el reloj y los pocos reales que le dio vueltos el dulcero del teatro, y luego corren a ocultarse entre la basura y los paredones del barrio de Tepito; no, ellos eran de otra masa distinta, de esos descendientes de los antiguos encebados, que por todo vestido tenían una pichita que dejaban en manos del sereno que los perseguía, y seguían corriendo por las calles como su madre los parió, escandalizando a las viejas que salían de misa y silbados por los muchachos que entraban a la escuela, quienes los perseguían tirándoles de pedradas. Ellos eran cristianos verdaderos, que se llamaban Cecilio, Juan, Roque, Pantaleón, Cristóbal y no cambiaban el nombre de su santo por el de ningún animal; oían su misa cuando podían; no se enconaban con un pañuelo sucio ni con un sombrero viejo, ni con los cuatro reales lisos de un catrín. Cuando acometían era a cara descubierta, y no con la máscara de esos indios garroteros que tanto terror ocasionaron a ocho millones de habitantes. Cuando era necesario rifarse se rifaban, se alzaban la lorenzana, entraban al pleito con la cara descubierta y se medían con los cuicos, con gendarmes, con caballería, con escoltas y veintenas, con los diablos mismos, si a los diablos, que son de infantería, les hubiese ocurrido un día montar a caballo y entrar a la pelea con ellos. Si querían muchachas, no pensaban ni remotamente irlas a buscar entre las que se pasean por las noches en las cadenas de la Catedral haciendo mucho ruido con las enaguas de indiana almidonadas, diciendo malas palabras y fumando su cigarrillo, sino que se sacaban a lo hombre una rancherita, sana, colorada, gorda y rubia, ya de un pueblo, ya de un rancho, la montaban en la silla y echaban a galopar; si los perseguían; hacían uso de su pistola y doblaban de un balazo al alcalde, al mayordomo de la hacienda o cualquiera otro que tratase de quitarles su prenda. Pocas veces cargaban cuartillas en sus bolsillos, y de una manera o de otra tenían un par de pesos para convidar a pulque a los amigos y a naiden le pedían ni agua.

Tales eran, en lo general, los muchachos que reclutó Relumbrón, la mera aristocracia de la raza de hombres que, sin ser españoles sino meros mexicanos tampoco son indios; que no saben el significado de la palabra miedo y están siempre dispuestos lo mismo a un pronunciamiento, a una corrida de toros, a un coleadero, al trabajo del campo o a las aventuras del camino real. Ya se ve que la banda de enmascarados, Evaristo incluso, eran una verdadera farsa, y que lo que faltaba a los valentones de Tepetlaxtoc era una organización, un jefe o jefes que los mandasen y los mantuviesen unos días, mientras ellos podían ganar su vida honradamente.

Sin que nadie se lo dijera, ni mucho menos Relumbrón, adivinaron que ése debería ser un día, más tarde o más temprano, su verdadero jefe, y que de pronto tenían, por lo menos, un protector y un hombre de dinero y de relaciones en la capital que les daría su valenteada cuando se les ofreciese. En cuanto a la subsistencia diaria, Evaristo les había prometido que no les faltaría, y, en efecto, se les asignó un peso diario, mientras se disponía que saliesen de la ciudad para recorrer el país en busca de lances y aventuras.

Evaristo y Relumbrón arreglaron muy fácilmente este asunto. Se aumentarían las escoltas del camino, bajo el pretexto de que se había organizado en la Malinche una numerosa banda y ese sueldo se aplicaría a los valentones. Y bajo el pretexto de estar la tropa que formaba la escolta colocada a lo largo del camino de más de sesenta leguas, no se podía pasar revista a los muchachos que iban a operar de cuenta y mitad con el hábil financiero hijo de la virtuosa y rica moreliana.

Muy puntual estuvo Relumbrón el domingo fijado para el almuerzo. Se trataba nada menos de la cuestión de fondos, y los necesitaba, pues la feria de San Juan de los Lagos estaba muy cercana y no había que perder tiempo. Las festividades de Tepetlaxtoc le habían costado un pico regular.

La cocinera del platero hizo un almuerzo de chuparse los dedos, todo de platillos mexicanos del gusto de su amo y de Relumbrón; pero no omitió, en cuanto observó que se encerraban en la sala, fingir que salía para dejarlos solos, regresar a poco rato de puntillas y aplicar alternativamente el ojo y el oído al agujero de la llave, enterándose de cuanto pasaba entre los compadres y de oír y retener bien en su memoria lo que platicaban.

Relumbrón refirió minuciosamente cuanto le había pasado en la hacienda Grande y en el herradero, su encuentro y amistad con el guapo ranchero de Guanamé (sin revelarle su verdadero nombre ni su historia) su intimidad relativa con los más bravos muchachos del pueblo, la recluta milagrosa que hizo (sin dar la cara), la organización admirable que había dado a sus fuerzas en menos de una semana, y la probabilidad de dar mucho que decir (sin que remotamente apareciese su nombre) en la próxima feria de San Juan de los Lagos.

El compadre tímido y algo irresoluto, y volviendo a su tema del infierno, no dejó de cansarlo a preguntas y a observaciones; pero al último se dejó vencer por diversos y sólidos argumentos, y dijo a su compadre que el dinero (aunque no mucho) estaba listo y que él había ya comenzado a ocuparse de construir o adquirir (sin que nadie lo supiera) cuanto fuese necesario para la acuñación de moneda falsa, que saldría mejor que la de las casas de moneda.

—Este negocio sí me gusta, compadre —añadió— y no me remuerde la conciencia. ¿Qué derecho tiene el gobierno para adjudicarse el monopolio de la fabricación de moneda? Si se dejara en libertad a los particulares para que cada uno acuñase su moneda, ya vería usted cómo se iba perfeccionando y sustituyendo ese horrible zopilote (alias águila) que está grabado en los pesos y onzas mexicanas.

Cuando hubieron concluido su conversación, abrieron la puerta y pidieron el almuerzo. La cocinera mientras se cocían los manjares a fuego lento, había tenido tiempo de aplicar alternativamente el ojo y el oído al agujero de la llave y de enterarse de cuanto dijeron los compadres en su importante conferencia.

Yo no sé si el mes de diciembre de cada año es hoy tan alegre en México, como en los tiempos a que se refieren los acontecimientos de nuestra larga historia.

El ocho de diciembre. Nuestra Señora de la Concepción; el doce, el gran día de Guadalupe; el veinticuatro, la Nochebuena, seguida de la Pascua y el Año Nuevo, para cerrar la serie de novenarios, de luces y de festividades religiosas que se enlazaban íntimamente con las escenas de familia.

En casa de las Conchas y las Lupes, que las había en abundancia y muy bonitas, de precisión había de haber comida y baile, o día de campo; después las posadas, y las había aun en las pobres casas de vecindad de los barrios; y al último los Manueles de Año Nuevo, que no se quedaban atrás en divertirse con su familia y amigos. El mes de diciembre, en resumen, era un mes bendito, y las prácticas religiosas daban lugar a todo género de diversiones. Para el comercio era, de consiguiente, un mes maravilloso. Platerías, tiendas de ropa, Vinaterías, cafés, fondas y hasta la plaza del mercado, tenían un movimiento excepcional con motivo de las cuelgas, de las comidas espléndidas y de las cenas con que terminaban cada noche la jornada de los peregrinos que caminaban a Belén.

Poca cosa a esta serie de días festivos, que no concluían en la capital sino en los primeros días del año nuevo, con lo que pasaba en el interior Quéretaro triste, solo, austero, mejor dicho, muerto todo el año y con sus palacios cerrados y polvorientos, parece que resucitaba; las festividades se sucedían unas a otras como en México, pero había una especial que conmovía y llenaba de alegría y de entusiasmo, no sólo a los queretanos, sino a todos los pueblos situados en esa maravillosa llanura que se llama Bajío y que termina en las montañas de plata de la capital del Estado de Guanajuato. Esta festividad era el Rosario, de Celaya.

Una imagen de bulto, de la Santa Virgen, rodeada de los curas de los pueblos cercanos y de los religiosos de diversas órdenes monásticas, y seguida de más de ocho mil personas con velas y cirios en las manos, salía en la noche de Querétaro y por los callejones cercados de fruta del pueblo de Apaseo se dirigía a Celaya, a donde llegaba al amanecer. Y esa especie de colosal serpiente luminosa que se retorcía y se deslizaba, siguiendo los tornos y accidentes del camino en medio del silencio de una noche pura y diáfana alumbrada por las cintilantes estrellas del cielo, tenía algo de fantástico y como de sobrenatural, que no era posible explicar, pero que sentían todos los que formaban parte de esa piadosa peregrinación.

Pero las festividades de la capital, las del interior y el Rosario, de Celaya, eran poca cosa comparadas, si comparación es posible, con la feria de San Juan de los Lagos. La de Tepetlaxtoc no era más que una farsa de indios.

Lagos, camino de Guadalajara, es una villa situada en un terreno pedregoso y árido; San Juan, que le sigue, es todavía más triste, y si Querétaro con todo y sus grandes casas, sus portalerías y sus calles rectas tenía todo el año un aspecto melancólico, San Juan parecía positivamente abandonado por sus habitantes que no volvían a su hogar sino cuando se acercaba la feria.

¿Por qué se eligió para esa cita anual de todo el comercio de la República un pueblo pequeño, triste, árido, con pocas casas para tanta concurrencia, sin paseos, sin teatros, sin portalerías, sin nada que lo pudiera hacer cómodo y agradable, y sin más atractivo religioso que un pequeño santuario en un cerro, y cuya Virgen no tiene, como otras, tanta fama de ser milagrosa?

La verdad es que no se sabe ni aun la época en que comenzaron esas ferias, y su desarrollo progresivo hasta hacerlas famosas en las ciudades manufactureras de Francia, Inglaterra y Alemania y que fuese una cita general para nacionales y extranjeros.

En París se preparaban surtidos especiales de mercería fina y ordinaria y de telas de algodón, lino y seda de colores chillantes y dibujos fantásticos, y se embarcaban con anticipación en los pesados paquetes de vela que venían a Veracruz procedentes de Burdeos y del Havre.

En Liverpool y Hamburgo se cargaban hasta la cubierta unos barcos fuertes y veleros que daban vuelta al Cabo de Hornos, y después de cuatro o cinco meses de una peligrosa navegación venían a fondear en San Blas y Mazatlán, y de allí, hatajos de mulas conducían la lencería inglesa y alemana, el cristal y loza a la feria, y de este modo llegaban con la más grande exactitud, teniendo tiempo bastante para encaminar las mercancías, establecer sus almacenes en San Juan y hacer cambios y ventas que llegaban a muchos miles de pesos.

De Veracruz, ni se diga. Entre la sedería de lujo y los mil dijes y curiosidades de la joyería y mercería francesa, que mandaban a México para el consumo del mes glorioso de diciembre, y lo que reservaban y encaminaban a su tiempo para la feria, quedaban los almacenes vacíos y aprovechaban la ocasión para salir de las mulas que no habían podido vender ni a la mitad del precio.

De Chihuahua venían unos carros que parecían casas, tirados cada uno por diez o doce mulas gigantes, pues pasaban de siete cuartas, y los carreteros, mayordomos y gente que escoltaba el cargamento para defenderlo de los indios bárbaros, tenían un aspecto salvaje e imponente. Todos eran altos, fornidos, de barbas espesas y botas de grueso cuero hasta el muslo, y en su cintura cartuchos, pistolas, puñales. Los valentones de Tepetlaxtoc lo habrían pensado mucho antes de medirse con estos fronterizos. Los carros venían llenos de algodón y de cobre, de tejos de oro y de mil otros productos de esas lejanas tierras.

De Nuevo México venían numerosas pastorías de esos carneros de fino y espeso vellón blanco, todos con la cabeza negra, que no se han vuelto a ver más que por el interior; de Texas venían igualmente carros parecidos a los de Chihuahua, cargados de lienzos de algodón ordinarios, de loza corriente y de ferretería e instrumentos de labranza.

De las diversas haciendas de Tamaulipas especialmente de los potreros de doña Rita Girón, salían partidas de mulas que eran vendidas al más alto precio a causa de su alzada y su hermosura. Ni en las ferias de Andalucía se veían mejores. Los chalanes las compraban relativamente baratas, formaban troncos y los vendían a su regreso a la capital en quinientos y seiscientos pesos cada uno.

Lo que era muy mentado y buscado en la feria, eran los caballos de las haciendas de Guanamé y del Sauz. Don Remigio nunca dejaba de mandar de mil a mil quinientos escogidos; se vendían desde cuarenta a cien y doscientos pesos, y con esto sólo, bien lo puede concebir el lector, el padre de Mariana tenía una renta anual que bastaba para comer, desperdiciar y todavía sobraba. Parte de este dinero iba a dar a las cajas de madera de Agustina y parte quedaba en la hacienda, en poder de don Remigio.

Lo que llamaba la atención en la feria, era la cantidad y variedad de dulces. Camotes de Querétaro; camotitos de Santa Clara de Puebla; calabazates de Guadalajara; uvate de Aguascalientes; guayabates de Morelia; el turrón y colación de México; pero con tal profusión y de tan bella apariencia, que daba gusto recorrer las hileras de mesas llenas de esas golosinas, que formaban una larga calle. En la mayor parte de esos puestos, adornados con flores y guirnaldas de papel de colores, abundaban las velas de cera de todos tamaños, gruesos y colores.

Era también muy singular y curiosa la reunión de mujeres de los diversos Estados. Separados unos de otros por grandes distancias, y difíciles y costosos los viajes, las gentes de cada localidad no se movían nunca de su casa, sino de tarde en tarde y por forzosa necesidad; de modo que una mujer de Chihuahua, una jarocha de Veracruz o una china de Puebla, eran como extranjeras y objeto de curiosidad. ¡Qué diferencia entre una mujer de la frontera, blanca como el alabastro, con su abundante cabello negro, vestida con un traje azul hasta el cuello y pegado al cuerpo, y una china poblana (que va siendo cosa rara) ampona, con dobles y triples enaguas, su castor encarnado con lentejuelas de oro, su rebozo al hombro y su pierna desnuda! Eran estos dos tipos y otros que se pueden citar, como de diferentes y lejanas naciones; pero en la feria se encontraban poblanas, tapatías, zacatecanas, aguascalienteñas, sanmigueleñas, queretanas, sanluiseñas, tamaulipecas, chihuahueñas, morelianas, sinaloenses, poquísimas de Oaxaca, una que otra jarocha y ninguna de los Estados del Sur, de la costa del Golfo.

Caminaban en burros, en mulas, en caballos, en carros de dos ruedas, entrapajadas y sucias de polvo y de lodo, con sus sombreros de petate encajados hasta los ojos para no quemarse con el sol; pero llegando a San Juan sé aseaban, se ponían sus mejores trapitos y comenzaban a circular, curiosas y vivarachas, por las calles e improvisadas plazas, llenando de alegría y de animación la festividad comercial y religiosa. Podía el viajero comparar la sal y garbo de las tapatías, poblanas y zacatecanas con el reposo y frialdad de las blancas y robustas fronterizas, y conocer y apreciar la belleza o fealdad relativa de las mujeres de los diversos Estados de la República, tan distantes unos de otros como París de Berlín o Madrid de Burdeos.

El pueblo, polvoriento y sucio los once meses del año, se vestía de limpio y se lavaba la cara el mes de diciembre. Las fachadas de las casas se sacudían o se pintaban de nuevo de blanco y de diversos colores; la iglesia se cubría de colgaduras rojas, de macetas de flores y de ramos, y se veía alumbrada día y noche con velas de cera en todos los altares. Las calles pedregosas se medio arreglaban, los caminos y avenidas se disponían de modo que fuese más fácil el tránsito de tanto coche, de tantas recuas de mulas, carros grandes y pesados, y de dos ruedas y ligeros, que conducían de todos los ángulos de la República pasajeros y mercancías.

Entre las villas del interior, San Juan pasa por ser una de las más grandes; pero en diciembre era una verdadera bicoca; esta falta, sin embargo, se suplía con una ciudad improvisada en menos de un mes, que rodeaba el cerro y el pueblo de piedra. Tejamanil, vigas apenas labradas, clavos y muchas piezas de lona y lienzo, de algodón ordinario, eran los materiales para estas ligeras construcciones. Plaza de gallos; teatro Principal, donde representaban sainetes las compañías de la legua, y a veces hasta comedías enteras, desempeñadas por los actores de México; salón de títeres; cafés, fondas y hoteles; pero todo de lo más frágil, de lo más ligero; un huracán se habría llevado en cinco minutos a toda esta nueva ciudad, y en diez un incendio la habría reducido a cenizas. Los hoteles eran de lo más originales y cómicos. Un gran cobertizo formando una galería de cincuenta u ochenta varas de largo por seis u ocho de ancho. Las divisiones entre cuarto y cuarto consistían en una cortina de manta ordinaria por cuyo tejido, sin necesidad de hacer un agujero, se podía ver lo que pasaba en casa del vecino. Los muebles consistían en un catre de tijera, con o sin colchón, una pequeña mesa de madera y dos sillas, un candelero y un cacharro de barro, para lo que pudiese ofrecerse a la media noche. Los matrimonios, verdaderos o improvisados, que tenían en algo el pudor y el aislamiento en ciertas horas críticas, tenían que añadir sus jorongos al débil y transparente lienzo que los separaba de los vecinos. Cada uno de estos cuartos valía por una noche cuatro pesos, y tomándolo por la temporada, tres pesos diarios, por supuesto, sin asistencia ni comida. La fonda, de una construcción tan ligera como el hotel, estaba enfrente, y los precios en relación con el alojamiento. Cuando llovía o venteaba, el agua pasaba a chorros por los débiles y mal colocados tejamaniles del techo; y las divisiones de lienzo, arrancadas por el viento, volaban y desaparecían, dejando a la vista que recorriera el curioso espectáculo de muchas gentes de los dos sexos que, creyéndose solas en su casa, se encontraban repentinamente a los cuatro vientos. Afortunadamente había poca luz, pues las iluminaciones rojizas, medio apagadas, y los farolillos con velas de sebo, no dejaban ver todas las maravillas que se hubiesen descubierto con el alumbrado de gas o con los modernos acumuladores eléctricos.

Las casas de cal y canto del pueblo, algunas muy amplias y dispuestas para el objeto, se arrendaban a precios fabulosos. Los ricos comerciantes de Mazatlán pagaban mil y dos mil pesos por la temporada.

Después de la ciudad de piedra, seguía la de madera y después los campamentos. Los cincuenta o sesenta carros de Chihuahua, con sus muladas, ocupaban un espacio inmenso en el declive de la loma, y allí formaban un paralelogramo extenso, en cuyo centro colocaban los tercios de algodón y de otras mercancías, cubriéndolas en las noches con gruesos abrigos impermeables. El carro que contenía la plata, estaba vigilado día y noche por una guardia, lo mismo que la entrada de esa especie de plaza fuerte, y la oficina y el despacho estaban en otro carro vacío, y allí se hacían los cambios, las compras y ventas y tenían su casa con recámaras, comedor y despensa, los dueños o dependientes, mucho mejor abrigados y cómodos que los desgraciados viajeros que se veían forzados a tomar un cuarto en los hoteles de que hemos hablado.

Los carros de Coahuila y de Texas, a cierta distancia, tenían la misma organización. Formando un semicírculo se colocaban los hatos de las diversas recuas de arrieros, que conducían de todas partes del país vino, aguardientes, ropa, semillas y cuanto Dios creó, y se esperaban todo el tiempo de la feria para lograr cargar de retorno.

Más adelante y formando horizontes, se establecían las pastorías de carneros de las haciendas de Coahuila, Chihuahua, y Nuevo México, desperdigándose un poco por aquí y por allá, buscando y arrancando con trabajo la escasa yerba que nacía en aquel terreno pedregoso y que no dejaba de estar fresca y apetitosa por las lloviznas del invierno.

Los caballos de Guanamé, del Sauz, de Tamaulipas, de Coahuila y de otros puntos, la mulada de doña Rita Girón estaban a mayor distancia, en corrales formados de vigas y atendidos con buenas pasturas, pilas de agua y revolcaderos. El alto precio a que se vendían, valía la pena del gasto. Los cerdos y burros también en corrales, cerraban este inmenso círculo que, como hemos dicho, hacía horizontes y se perdía de vista entre los pliegues del terreno. Cuando en la madrugada se disipaba la niebla que, como un inmenso abrigo cubría en la noche todo ese conjunto disímbolo de casas, de barracas, de corrales de gentes dormidas y de animales despiertos que daban al viento sus diversos y variados tonos, y el sol aparecía en el horizonte y, levantándose con majestad en el ancho y despejado cielo, iba matizando con sus relucientes rayos de oro las diversas escenas a que daba lugar la reunión al aire libre de tantas gentes y de tantos objetos distintos, el paisaje en conjunto presentaba un aspecto grandioso y de una novedad que atraía a multitud de personas ricas del interior que, sin tener negocios ni comercio, se pasaban ocho o quince días, no sólo contentos, sino casi locos, viviendo en sus coches, que eran salones de recibir y comedores durante el día, y recámaras muy abrigadas en las noches. A las ocho de la mañana comenzaba el movimiento en todos sentidos. El desayuno era lo más urgente: la variedad de panes, bizcochos y bebidas calientes las ordeñas de gordas vacas negras que se establecían en el centro de la ciudad improvisada; los gritos particulares de los que vendían sabrosas golosinas; las músicas ambulantes de bandolones, guitarras y jaranitas que preludiaban cancioncillas del país para llamar la atención de los muchos que iban y venían, y adquirir así algunos cuartos para comenzar el día; el andar garboso y los vestidos singulares y provocativos de las tapatías, zacatecanas y poblanas; el afán de los comerciantes y vendedores de mil y mil cosas raras y curiosas, como los guajes y tecomates de Morelia, los muñecos de barro de Colima y los jarros y loza de Guadalajara, y las muchas frutillas secas desconocidas en México; los muchos primorosos fustes, cabestros, aparejos, reatas, espuelas y frenos de Amozoc; los coches, carros y hatajos que llegaban y buscaban local para establecer; y para que este cuadro variado se completase con una pincelada de maestro, las puertas de la capilla se abrían de par en par, los altares se iluminaban profusamente con cirios de cera, las campanas llamaban a los fieles con sus sonidos agudos, y el cura, revestido con una pesada casulla bordada de oro y rojo, sacaba la custodia del sagrario y, con fe y ternura, bendecía a los miles de gentes que se reunían en San Juan en esa época del año.

XXXV. Viaje de «Relumbrón»

Viaje de Relumbrón

Relumbrón no sólo obtuvo licencia para pasearse en la feria todo el tiempo que se le diese la gana, sino que el Presidente lo comisionó para que, de paso, visitase Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes y Guadalajara, y que observase cómo se portaban los gobernadores y el estado de la opinión pública, pues ya se andaba diciendo que Valentín Cruz había vuelto a reunir gente, que de un día a otro se repetiría el motín de San Pedro y que el gobernador, que era rival del Presidente, cerraría el ojo y dejaría que, sin responsabilidad suya, prendiese el fuego revolucionario. En efecto, el nuevo gobernador de Jalisco era uno de esos viejos militares, valientes, testarudos, muy dominados por la Iglesia, no por cierto muy amigo del Presidente, y aspiraba a sucederle en el mando.

Con tales ínfulas, Relumbrón creyó, no sin fundamento, que sus negocios serían más lucrativos, más fáciles y podría dirigirlos él mismo, dejando para el regreso la visita secreta a otros Estados.

Mandó con anticipación tomar dos de las más amplias y mejores casas que conocía en San Juan, pues no era la primera vez que visitaba la feria, una destinada para él y sus amigos, y otra exclusivamente para don Moisés, con sus gurrupiés y dependientes.

Desde principios de noviembre, los medios de comunicación con la capital de Jalisco, con Lagos y con San Juan se aumentaban de cuantas maneras era posible. Los coches de la casa de Diligencia hacían viajes diarios en vez de tres cada semana, y en diciembre aumentaban sus postas y hacía correr dos o tres coches. Además, las carrocerías de México y Puebla tenían siempre listos un número de enormes bombés, que bastaba pedirlos, pues ya los jugadores, ya los comerciantes ricos o ya las familias enteras que querían divertirse, preferían las comodidades que presta un carruaje particular, y con chicos, criadas colchones y hasta muebles, y una despensa bien surtida, hacían en esa especie de casa ambulante doce o quince días de camino y llegaban sin tener, como hemos dicho, necesidad de buscar mesón o casa, pues se acomodaban como podían para dormir dentro del mismo coche, almorzaban y comían en cualquiera de las fondas y todo entraba en la diversión.

Don Moisés tomó uno de esos coches; le acompañaban dos gurrupiés, el contador tesorero y un par de criados en la tablita. Dentro del coche, en las cajuelas, colocó con muchas precauciones dos talegas de onzas de oro y algo de plata para los gastos del camino, y delante y detrás del pesado carruaje, baúles y cajas con ropa, provisiones y vinos exquisitos en abundancia. Las sillas, mesas, carpetas verdes, candeleras, camas, colchones y muebles para la casa de juego y para la de Relumbrón, habían marchado con anticipación en dos carros. En una palabra, era un tren de príncipes.

Relumbrón caminaba detrás, a poca distancia, en su carruaje propio, muy elegante y dispuesto para cuanto podía ofrecerse en un camino donde no abundaban los mesones y buenas fondas, que hoteles no se conocían más que en las casas de diligencias, mejora de importancia para los caminantes que había introducido el amo don Anselmo, dueño de las líneas de diligencias y patrón de nuestro conocido el cochero Mateo.

Dentro del carruaje, y ocupando medio costado y reclinado en cojines toda la testera, iba Relumbrón; enfrente, en el vidrio, el licenciado Lamparilla, que era el abogado y agente de negocios de la casa, con cubierto diario en la mesa y una muy buena iguala anual.

Los galleros habían partido un mes antes, acompañados de carpinteros, armadores, criados y cuantos elementos eran necesarios para construir una amplia plaza y desafiar a todos sus colegas del interior, con los cincuenta soberbios gallos de Jalapa y otras poblaciones del Estado de Veracruz.

Sotero, el chalán, había recogido cuanto caballo lacrado y mañoso encontró en la ciudad, y caminaba a jornadas cortas, cuidando y engordando sus animales para salir de ellos a buen precio, a dinero o por medio de cambalaches, que al fin todo era ganancia, pues que Relumbrón daba el dinero.

Don Javier Eras, con Mariano, La Monja, El Chino y otros picadores, iba a tentar fortuna y a construir de cualquier manera una plaza de toros, y don Chole, con ocho mujeres que cantaban y bailaban y sus cajones de títeres, caminaba poco a poco, en dos carretones de dos ruedas, tirados por mulas flacas.

El camino real de la ciudad de México al interior era muy transitado en todo el año; en los meses de noviembre y diciembre no podía bastar a tanta gente de a pie; a tantas recuas de mulas cargadas de cuantas mercancías son imaginables; a tantos coches bombés, es decir, en forma de globos, tirados por ocho o diez mulas; a tantas partidas de rancheros y de mujeres caminando en bandadas, cantando, riendo, comiendo y durmiendo la siesta en las orillas del camino; una aglomeración, en fin, como quién dice, del mundo entero, que salía de su casa y se encaminaba a la feria de San Juan de los Lagos. Las peregrinaciones al sepulcro de Mahoma, las ferias de Sevilla, las verbenas de Cataluña, las kermesses de Francia, serían iguales, pero no superiores por la numerosa concurrencia, por el movimiento, alegría y riqueza de la gran feria mexicana.

Muy despacio, con dificultad a cada paso y envuelto en espesas nubes de polvo calizo, caminaban nuestros personajes en la forma que hemos apuntado. Rendían su jornada como mejor podían, o en un mal jacal; pero el buen humor no se acababa y Relumbrón y Lamparilla, con todo y su bambolla, hicieron catorce días de camino, y noches hubo en que tuvieron que quedarse dentro del coche, abrigados en una milpa.

En cuanto a los muchachos y valentones, unos servían de escolta a don Moisés y a Relumbrón, y los demás, a las órdenes de sus jefes; pero de pronto, caminando solos o en grupos, desperdigados y confundidos entre la multitud de viajeros y entendido que se reunirían en la feria donde se les daría una final organización. Entre tanto, ganaban su peso diario y manos limpias; advertidos de no desmandarse mucho, pues acaso el coronel, que era su protector, no tendría medio de salvarlos de un mal paso si eran cogidos o sumidos en la cárcel en tierra extraña. Jalisco era una tierra extraña, necesitaban conocer las gentes, y no se sabía qué clase de jueces ni de cuicos y soplones habría por esos barrios de Dios. La partida de don Pedro Cataño debería tomar más adelante un color político, si convenía; pero de pronto, ni pensarlo, ni habría para qué. Cualquier intento de pronunciamiento o aun de simple motín, habría espantado al comercio de todo el país, y adiós feria, que acabaría en un abrir y cerrar de ojos. Así la gente que había reclutado Relumbrón, de pronto contribuía con las escoltas que estaban tendidas de México a Querétaro, de Querétaro a Guanajuato y de Guanajuato a Jalisco, a la completa seguridad del camino.

No obstante estas prudentes y arregladas instrucciones, dictadas en bien del comercio, los muchachos y valentones prometían obedecerles; pero hallándose a caballo, con armas y chinos libres por esos mundos de Dios, se proponían divertirse, no perder el tiempo y pescar cuanto les viniese a la mano. En llegando a la feria entre dos mil, tres mil, quince mil personas ¿quién los había de reconocer, ni qué caso harían sus jefes de ellos? Se proponían caer a las partidas, hacer Espíritu Santo, sin perdonar ni a la de don Moisés, y largarse con las bolsas llenas de onzas de oro a buscar fortuna y otra parte. Así fueron platicando y urdiendo sus tramas en el camino, y como todo tiene fin en esta vida, nuestros personajes y cuantos conocidos y desconocidos ocupaban el camino real, fueron unos tras otros llegando a la feria.

Cuando el coche de Relumbrón paró a la puerta de la magnífica casa que había alquilado en San Juan, la feria comenzaba en esos momentos, y el espectáculo era de tal manera sorprendente, que antes de entrar en los aposentos, que ya estaban amueblados y dispuestos, se detuvo en el portal y permaneció mudo y abismado, queriendo abarcar y escudriñar con su mirada la nueva ciudad improvisada y construida a continuación de la antigua y que, siguiendo las ondulaciones del terreno, formaba como una caprichosa tela pintada por un maestro, representando un pueblo extraño, medio oriental, medio ruso, parecido a todos menos a los que de ordinario se ve en México o en el centro de la Europa.

En efecto, la feria en ese año era mucho mejor que la de los dos anteriores, y habían concurrido a esto diversas circunstancias. La paz se había conservado en el país durante el año, y con excepción de algunas partidas de merodeadores, tan insignificantes como los indios enmascarados de Evaristo, los caminos estaban seguros, las haciendas y aldeas tranquilas, y lo más positivo y serio que había acontecido era la reunión de los valentones de Tepetlaxtoc; pero aún no era posible conocer el resultado, pues iban a estrenarse en la feria misma. De Valentín Cruz, ni quien se acordara; se había sumido completamente desde que supo que el licenciado Bedolla había sido mandado a la Isla de los Caballos y que Baninelli, con su regimiento ya repuesto, que contaba con 1 200 plazas, venía de guarnición a Jalisco. Habían llegado a Mazatlán tres fragatas procedentes de Liverpool. Los agiotistas y contrabandistas habían hecho un negocio con el gobierno, ahorrando el 50 por 100 de los derechos y ocho o diez mil tercios de géneros y mercancía inglesa estaban ya en la feria.

A esto se añadió que el gobernador de Jalisco había mandado a San Juan una fuerte guarnición y llenado todo el camino de escoltas de buena caballería, mientras el prefecto de San Juan, hombre activo y de progreso, había arrendado el terreno muy barato, dirigido la construcción de la nueva ciudad de madera y ordenado la colocación de los mercaderes. Había de Norte a Sur, de Oriente a Poniente, anchas y espaciosas calles tiradas a cordel y que tenían nombres adecuados. En la calle del centro, que era la más ancha y se llamaba de la Alegría, estaban de uno y otro lado los llamados hoteles, las fondas y los puestos de fruta y dulces, las músicas ambulantes, los teatritos pequeños, los títeres, los bailes, las neverías y refrescos, los muñecos de barro, los tecomates de Morelia, la cecina de Tamaulipas, los quesos de la Barca y de Sonora; en una palabra, cuanto es agradable al olfato, a la vista y al oído, omitiéndose, por pudor, la descripción numerosa e íntima de lo que pasaba en las barracas habitadas en aquellos días por multitud de muchachas amables, bonitas, salerosas y francas de casi todas partes de la República, sin que faltara alguna que otra francesa y norteamericana.

La calle de Mazatlán era, por su riqueza, la más famosa. No habiendo capacidad en las casas de la villa para almacenar tanta mercancía, estaban colocados de uno y otro lado, formando calle, los quince o veinte mil tercios de mercancías procedentes de los puertos del mar del sur, abrigados en las noches o de día, si llovía, con telas embreadas para preservarlos de todo daño. Los diferentes dueños de estos cargamentos tenían el escritorio en las casas alquiladas de la villa, y allí trabajaban, comían y dormían mientras sus dependientes, al cuidado de los fardos, enseñaban en la calle las muestras de lo que tenían a disposición del público; y era de ver la variedad de pañuelos y pañolones de seda de brillantes colores, la variedad de indianas, las frescas y blancas piezas de lino de Irlanda, las docenas de medias de hilo de Escocia, los cortes de vestidos de brillantes colores para señoras, los estampados para la clase pobre, los paños y casimires para trajes de hombre, la infinidad de espejitos, de anillos, de adornos de tocador de loza y cristal, de juguetes para niños, de mil cosas curiosas de todas partes del mundo y aun de China, pues únicamente en San Juan era donde cada año se encontraban maravillosos chales de China que eran la delicia y usaban las ricas y principales señoras de Guadalajara, de México y de Veracruz. Apenas bastaban dos días para enterarse y ver lo que había expuesto en la calle de Mazatlán.

En la calle del Azúcar se encontraban cargamentos inmensos de los azúcares de Veracruz, Cuautla, Cuernavaca, Matamoros, y de piloncillo de Linares y Monterrey, y, además, cacao de Tabasco y Soconusco, vainilla de la costa del Golfo, cañas de azúcar, dátiles, plátano pasado, quesos de higo y de tuna, palanquetas de nuez de Pachuca, cuero de membrillo, tamarindos de Pátzcuaro y quién sabe cuántas otras confecciones por ese estilo.

En la calle de las Pieles se encontraban las zaleas de piel de carnero, esponjadas y teñidas de colores; pieles curtidas de tigre y de pantera; grandes cueros de cíbolo y de gamuza, industrias casi únicas de los indios salvajes de las praderas fronterizas, y pieles de chivo para chaparreras y tapafundas; y allí había también un surtido muy interesante de sillas de montar, aparejos, atarrias bordadas y fustes de Querétaro.

La fantasía y la actividad del perfecto influyó mucho ese año en el sorprendente éxito de la feria y la clasificación y reunión de mercancías análogas formando calles, agradó a los comerciantes, facilitó las ventajas y cambios y proporcionó una diversión nueva y continua a los viajeros y simples curiosos.

Serían las nueve de la mañana cuando Relumbrón llegó a la puerta de su casa de Lagos. Ya todo el comercio estaba organizado, habían quitado las cubiertas de petate y encerrado sus fardos, adornando y arreglando sus instalaciones; las muchachas, garbosas con sus rebozos de seda y sus camisas blancas y limpias, sus piernas desnudas y sus pies pequeños calados con zapatos de seda de color, recorrían contentas las calles; las músicas de guitarras y jaranitas preludiaban sus alegres aunque un poco monótonas canciones, y el movimiento de carruajes y carretones, de arrieros y de gente de a caballo era continuo, tanto, que parecía que la feria toda se trasladaba a otra parte. Los animales, según sus diferentes especies, dejaban oír su voz, pidiendo su almuerzo o reclamando la cena de la noche anterior; en fin, ruidos extraños y diversos, risas sonoras, carcajadas estrepitosas, gritos, chiflidos y no pocas interjecciones que no es necesario escribir, y todo esto bajo un cielo purísimo y un sol de invierno cuyo ardor templaba un airecillo frío y picante que de cuando en cuando venía de las montañas.

Relumbrón no pudo resistir. A pesar del cansancio y del polvo de que estaba cubierto hasta las cejas y pestañas, en vez de entrar descendió por la calle del costado de casas que en suave pendiente conducía a la plaza, que era el punto donde comenzaban las nuevas construcciones y de donde partían las pintorescas y concurridas calles de que hemos hablado.

—Todas estas riquezas podrían ser mías en dos horas. Una sorpresa de los desalmados valentones de Tepetaxtloc, podría acabar con una guarnición descuidada y dispersa, y los comerciantes no podrían organizar una defensa… ¡Qué dicha! En dos horas ser rico, riquísimo, dueño de millones, porque millones hay aquí, como quien dice, tirados en este triste pueblo y en estos campos estériles. Don Cayetano Rubio, don Gregorio Mier, y Agüero González, serían unos pobretes comparados conmigo.

Y Relumbrón recorría con placer las calles, los ojos le bailaban de alegría, y en su ilusión de avaricia y en su monomanía de robo se figuraba dueño y señor de todos los tesoros que veía reunidos, formando esas largas calles que no terminaban sino con los campamentos de tanta gente que no tenía albergue, y que con frazadas, petate, horcones y morillos formaban una habitación que tenía tanto de frágil como de pintoresco.

Una jauría de perros que seguían a todo escape a una perra amarilla, tropezó con Relumbrón, lo hizo vacilar y lo sacó al mismo tiempo de ese loco delirio.

—¡Imposible! —dijo limpiando su pantalón con su pañuelo—. ¡Malditos perros! ¿Qué haría yo con todo esto, aunque fuese mío? ¿Dónde lo ocultaría? ¿A quién se lo vendería? ¡Qué cosas tenemos los hombres! Contentémonos con lo que Dios pueda proporcionarnos buenamente sin riesgos y sin inconvenientes. ¡Oro, plata! Eso es lo mejor y más fácil de guardar, sobre todo el oro, el oro.

Ya más tranquilo, dio la vuelta para entrar en su casa, que estaba ya arreglada. En el camino tropezó con Evaristo, que con su gran chaquetón azul con sus presillas de plata, que indicaban su categoría, seguía muy ufano a tres taparías que caminaban riéndose y chanceando y dejaban ver en cada meneo la mitad de sus gruesas y encarnadas pantorrillas.

—Muy temprano es para campañas amorosas, capitán —le dijo Relumbrón sonriendo— y lo más extraño es que no me haya usted buscado antes de ocuparse de mujeres.

—Justamente vengo de la casa de usted, que me costó trabajo encontrar —le contestó Evaristo quitándose el sombrero con fingida humildad—. El cochero que estaba paseando la mula en la calle me dijo que había ido mi coronel a las calles de la feria.

—Bueno, no quiero que pierda usted la ocasión. Las taparías ya se alejan. Nos veremos en la noche; entretanto combinamos lo que se debe hacer, que nuestra gente tenga mucho orden, que no se emborrachen ni cometan la menor falta. Necesitamos acreditarnos. Tenga usted cuidado y vea dónde cambia y les da algo de mi parte a los muchachos; pero recomiéndeles la obediencia.

Sacó del bolsillo unas seis onzas, las dio a Evaristo y, sin despedirse, le volvió la espalda. Evaristo cogió el oro, se encajó el sombrero hasta las orejas enojado por la brusca despedida del coronel, y corrió abriéndose paso con los codos entre la multitud en busca de las tapatías, que ya había perdido de vista.

Cuando Relumbrón entró en su casa, todo estaba en el mejor orden y hasta la mesa puesta. Lamparilla, que era su abogado, su apoderado, su dependiente, su brazo derecho, todo lo había prevenido; dispuso las cosas antes de la salida de México, de tal manera que, cuando llegaron, ya los muebles estaban colocados, la cocinera en su cocina perfectamente arreglada, y la despensa llena de los exquisitos vinos, de los buenos quesos y de las variadas latas y salsas.

Don Moisés no se quedó atrás; jugador viejo, veterano de cuenta y buen servidor, se aprovechó de la ocasión y no omitió gasto. Había descubierto la piedra filosofal y todo saldría de los puntos. La casa que tomó Relumbrón para habitarla era buena, pero la de don Moisés era mejor. Cortinas de color rojo en los balcones, el gran salón con su carpeta de paño verde, los candeleros de metal dorado con sus grandes velones. El comedor con mantel puesto y refrescos, fiambres, vino y puros gratis para los concurrentes, que recibían en la puerta una tarjeta del convidador. A la canalla no se le dejaba entrar, y tres o cuatro individuos de la policía rondaban la calle y entraban y salían al patio para impedir todo desorden. Había cuatro o cinco partidas de oro repartidas en el centro de la villa aparte de las de plata y multitud de garitos, pero ninguna tan aristocrática y elegante como la de don Moisés.

A las ocho de la noche se abrió la partida y don Moisés, con sus dependientes y gurrupiés, comenzó la talla, que debía cesar a las doce de la noche y seguir el burlote hasta la madrugada. Las sillas estaban ocupadas por los comerciantes más ricos de Monterrey, de Chihuahua, de San Luis y de Guadalajara. Relumbrón fue el primero que entró a la partida y dio el ejemplo echando con garbo diez onzas a la primera carta que salió, sin esperar la segunda. ¿Para qué repetir lo que ya hemos presenciado en Panzacola? El juego de albures, como los toros, son diversiones bárbaras y monótonas. Los mismos lances, las mismas impresiones de placer y de susto. En los toros se ve la barbarie física, en el juego la barbarie de la inmoralidad. En una noche un hombre acomodado y rico puede dejar sin pan a sus hijos al día siguiente.

Don Moisés jugó limpio esa noche y se confió a la suerte.

González, que se hallaba en la feria, tuvo una hora las cartas en la mano. La partida perdió cosa de cuatrocientas onzas, y Relumbrón individualmente como cien; pero tanto don Moisés como éste exageraron las pérdidas, y el público mucho más.

Se afirmó que don Moisés había sido desmontado y que el coronel de México dejó sobre a carpeta seiscientas amarillas.

Esto acreditó a la partida, y la noche siguiente la policía tuvo que intervenir, pues no cabía la concurrencia (toda selecta) ni en el salón, ni en el patio.

Don Moisés, con mucho tiento y cordura, pasó lo más de la noche en alternativas que proporcionaron ganancias a los puntos mezquinos o pijoteros; pero a las once y media tomó en sus manos la baraja mágica y en unos cuantos albures recogió más de lo que había perdido la noche anterior. Relumbrón siempre perdía y hablaba a todo el mundo de la sal que le caía encima.

Pasaba el día en comidas y francachelas y las noches en las casas de juego. Su mesa era frecuentada por las personas más distinguidas del comercio y de la política, a quienes conocía más o menos; pero con la apariencia de un buen vividor, se informaba entre copa y copa y con maña tal, que nadie se apercibía de ello, de la dirección que tomarían tales y tales mercancías acabada la feria de la fortuna de los diversos negociantes, en qué lugar residían, qué alhajas tenían y cómo se manejaban en el interior de sus casas o haciendas con los dependientes y criados. Cuando se retiraba a las dos o tres de la mañana, hacía sus apuntes en su cartera con cifras y palabras que él solo entendía, y en seguida cerraba todas las puertas, se metía entre las sábanas y se dormía contento de su obra. Esperaba completar sus indagaciones para formar el plan de ataque y dar sus órdenes a don Pedro Cataño y al capitán de rurales.

Una mañana, cosa de las diez, Relumbrón y Evaristo platicaban de sus asuntos en la entrada del portal de la casa cuando llamó su atención el sonido agudo de una campanilla, y casi al mismo tiempo se presentó el sacristán que la tocaba, seguido del cura, revestido de su capa y teniendo el sagrado Viático en las manos: las cuatro varas del palio las llevaban unos muchachos que sonreían e iban contentos, entre andando y bailando. Cerraba esta pequeña procesión un acólito con un acetre con agua bendita, y unos cuantos curiosos. Relumbrón y Evaristo siguieron maquinalmente al cura, que descendió la calle y se dirigió a la feria, atravesando por entre la multitud hasta una especie de plazoleta que formaban la plaza de gallos, la de toros y un circo. En esa plazoleta estaba formado un cuadro de soldados. Relumbrón y Evaristo, instigados por la curiosidad, se pudieron abrir paso y seguir de cerca al cura hasta que llegaron al cuadro, encontrándose repentinamente de manos a boca con el general gobernador de Jalisco, que había llegado la noche anterior.

Relumbrón lo conocía personalmente, como a la mayor parte de los generales y oficiales de graduación del ejército así es que se acercó a él y lo saludó con respeto, pero con cierta confianza.

—Coronel —le contestó el gobernador, devolviéndole con la cabeza su saludo y tendiéndole la mano— pues que supongo que como muchos ha venido a la feria a divertirse, va usted a gozar de un espectáculo que sin duda no esperaba. Publiqué quince días antes de que comenzara la feria un bando imponiendo la pena de muerte al que robase cualquier cosa que valiese más de dos pesos. Muy piadoso he sido en dejar a los rateros que roben pañuelos que valgan menos de dos duros, sin que nada tengan que temer. Anoche tres o cuatro bribones cayeron sobre unos roleteros y les quitaron su capital, que serían unos treinta pesos; no contentos con eso, los golpearon y les rompieron la cabeza. De cuatro que eran, dos se fugaron y dos fueron aprehendidos por una patrulla que pasaba a ese tiempo por el lugar del suceso. Anoche mismo fueron identificadas sus personas, y dentro de un cuarto de hora serán fusilados.

Relumbrón y Evaristo cambiaron una mirada.

El coronel aprobó casi con entusiasmo la energía del general; añadió que era duro matar a un hombre por tan poca cosa, pero que no había otro remedio para dar garantías y seguridad al comercio, y al acabar esta arenga le tendió la mano para despedirse de él y marchar lo más lejos que pudiese de ese sitio.

—No, no se vaya usted y verá la ejecución —le dijo el general— pues quiero que usted, cuando regrese a México, se lo cuente al Presidente. No pueden dilatar los reos.

En efecto, a pocos minutos apareció un grupo de soldados trayendo en el centro dos hombres sin sombrero y con las manos ligadas por detrás con un cordel.

Evaristo inmediatamente reconoció a dos de los valentones de Tepetlaxtoc, y dio con el codo a Relumbrón.

—No he querido que sus almas vayan al infierno, y por eso supliqué al cura que los viniese a confesar, que les diese el Viático, los bendijese y los rociase con agua bendita. Dios los perdonará y se los llevará a la gloria. Lo que es yo no los he de perdonar, y lo que siento es que no hayan caído algunos pollos gordos que andan por aquí según me escriben de México.

Evaristo se puso como un papel, y a Relumbrón le dio un vuelco el corazón. Se le figuró que el general había adivinado sus pensamientos y sabía todos sus planes. Tosió fuertemente, se sonó, se limpió la cara con su pañuelo y dijo con voz hueca al general:

—Muy bien hecho; con los ladrones no hay otro remedio.

Se tocó el tambor, se nombró por el oficial el pelotón que había de hacer la ejecución, se colocaron los de Tepetlaxtoc con el frente al gobernador, rodeado de sus ayudantes, y teniendo a Evaristo a la izquierda y a Relumbrón a la derecha. Los reos no se intimidaron por estos preparativos y pasearon sus miradas por la multitud que se había aglomerado, fijáronse en el gobernador que los había condenado a muerte, y le echaron una mirada de odio y de desprecio; pero cuando se fijaron en Relumbrón y Evaristo, la mirada fue de esperanza. Pensaron un momento que los iban a salvar.

Éstos no pudieron sostener la mirada de aquellos hombres en camino para la eternidad, y pensaron que iban a invocar su protección y a denunciarlos si no la obtenían. Fue un momento de agonía terrible, especialmente para Relumbrón. Nada podía probársele y el gobernador no haría caso de unos hombres que se agarrarían a una ascua ardiendo antes de morir; pero su conciencia le acusaba.

El cura colocó el Viático en una mesa que se había pedido prestada a uno de tantos vendedores, se acercó a los reos, les exhortó, les leyó algunas oraciones, les reconcilió, les dio el Viático y los roció con agua bendita, pues así lo había deseado el gobernador, y se retiró en seguida para hacer lugar a los soldados.

Algunos sollozos de mujeres se escucharon.

—¡Pobrecitos —dijeron algunas— derechitos se van al cielo!

Los desgraciados de Tepetlaxtoc dirigían sus miradas suplicantes a Relumbrón y el capitán de rurales, pero en vano.

El pelotón se organizó; vendaron los ojos a los reos, no obstante su resistencia; se dio la voz de mando, tronaron los fusiles, y los de Tepetlaxtoc cayeron como masas inertes, acribillados a balazos. El sargento les dio el tiro de gracia y otros soldados levantaron los cadáveres, los colocaron en una parihuelas y se los llevaron al cementerio; diéronse los toques de ordenanza, la tropa marchó a su cuartel y el general gobernador tomó el brazo de Relumbrón y le dijo:

—¿Ha quedado usted contento?

—Contentísimo —respondió Relumbrón.

—Pues cuando regrese usted a México, cuéntele al Presidente lo que vio en la feria.

El general se dirigió a las casas municipales, donde estaba alojado, y Relumbrón entró cabizbajo y pensativo a la suya.

XXXVI. Las piedras rodando se encuentran

La repentina y rápida ejecución de los dos valentones de Tepetlaxtoc infundió el terror no sólo en las cuadrillas dirigidas y pagadas por Relumbrón, sino en los cientos de rateros, borrachos y gente de mala vida que había venido de los cuatro ángulos de la República. No fue necesario que Evaristo les hiciese ninguna recomendación, y él mismo se vio por un momento perdido, figurándose que había sido denunciado por Cecilia o por el licenciado Lamparilla, que veía con desconfianza al lado de Relumbrón y apenas lo toleraba.

Los comerciantes y la gente honrada y buena aplaudió la energía del general y se alegró mucho de la muerte de los valentones. Los más piadosos decían: «Dios los haya perdonado; pero vale más que estén ya muy lejos de Lagos, donde de seguro no volverán a hacer otra fechoría; lo que es por ahora, los que trabajando buscamos nuestra vida, podemos andar en la feria con el oro en las manos, seguros de que nadie nos chistará ni una palabra».

El general fue al día siguiente a la iglesia a dar gracias a la Virgen y a oír, hincado de rodillas y con mucha devoción, una misa cantada que le dedicó el cura; en seguida salió a dar un paseo por la feria acompañado sólo de su ayudante, que lo seguía de lejos. La gente se hacía a un lado para darle paso y se quitaba respetuosamente el sombrero. Cuando tropezaba con alguno (y había muchos) cuya fisonomía tenía algo de raro o de siniestro, se detenía y se le encaraba, como diciéndole: «Ya me la pagarás si te robas siquiera una gallina». Regresó a las casas municipales, almorzó su caldo de gallina y su sopa de pan, pues padecía del estómago, y se acostó muy tranquilo a dormir su siesta, como si nada hubiese pasado. Así era este viejo veterano ¿por qué no le hemos de nombrar? Se llamaba don Mariano de Arrillaga. Mientras gobernó Jalisco, realmente se podía andar por todo el Estado, como decían los comerciantes de la feria, con el oro en la mano.

Pero todo pasa pronto en la vida y mucho más en México y en San Juan de los Lagos. Tres días después nadie se acordaba ya de los dos valentones de Tepetlaxtoc, muertos heroicamente y como buenos, sin que el amor a la vida, que es tan grande, les hiciese denunciar por lo menos a Evaristo. Con media palabra lo hubiese fusilado allí mismo el inflexible gobernador.

Relumbrón recobró su buen humor y, acompañado de Lamparilla, continuaba en los juegos y en sus paseos, aprovechando el tiempo para perfeccionar sus averiguaciones, a lo que le ayudaba Lamparilla, sin sospechar por qué era tan curioso como una mujer y tan indagador de vidas ajenas como una portera de casa de vecindad.

Evaristo, pasado el susto, aumentó su audacia y su descaro. Arrendó en 50 pesos diarios un llamado hotel que contenía un salón, tres cuartos, una cocina, todo de tablas y tela de algodón, que presentaba un mejor aspecto que las demás barracas cercanas. Tenía un gran letrero en la entrada que decía: Otel de los Tapatíos. Evaristo, de acuerdo y en perfecto arreglo con las tres tapatías, dedicó el salón para cantina, fonda, café y baile. Las muchachas, que eran guapas, desempeñaban perfectamente su papel: la una guisaba, la otra servía y cobraba muy caro: un par de pesos por una pierna de pollo asado con ensalada; ¡pero qué miradas y qué garbo! La tercera andaba en el mercado y en los puestos de las calles y volvía siempre seguida de tres o cuatro galanes que dejaban buenos pesos en la fonda y en el juego.

De las tres llamadas recámaras, una estaba dedicada al juego, donde Evaristo, con un montón de morralla vieja y falsa delante, era el tallador y el montero; otra para comedor particular y otra para las contingencias que se ofrecieran.

A las once de la noche, el ligero e improvisado mostrador se arrimaba a un lado, se sacaban mesas y sillas a la calle, se despejaba el salón, comenzaba el baile, a peso la entrada, y toda la noche se sucedían el aforrado, el jarabe, el canelo y el tapatío, y con la orquesta de jaranitas y guitarras se cantaban coplas verdes, coloradas y de todos colores; las tres tapatías se daban gusto y lucían la persona bailando, y competían en el canto con las muchachas de todas partes del país que venían a pasar el rato en el famoso Otel de los Tapatíos.

Una noche, Evaristo, después de haber desplumado a los concurrentes, levantó el monte y salió al salón a bailar y cantar, acompañando a los músicos y enseñando las mudanzas a las tapatías mismas, tirándoles el sombrero a los pies y obligándolas a que levantasen sus enaguas hasta la mitad de la pierna, cuando sintió que repentinamente dos manos pesadas y toscas le tapaban los ojos, chanza muy usada entre la gentuza alegre.

—¿Quién soy yo?

Evaristo, furioso de que tan bruscamente hubiese algún malcriado interrumpido el zapateado, luchaba por apartar las manos de sus ojos; pero imposible, eran unos dedos de fierro que le machacaban las pupilas.

—¿Quién soy yo?

—¡El demonio! —contestó Evaristo, tratando de dar una patada al tenaz que no quería soltarlo.

—Con todo y su chaqueta de capitán y lo desfigurado que estás por lo gordo y por los dibujos que le has hecho a tu cabello y a tu barba, te conocí desde la puerta y me escurrí sin que tú me vieras, para taparte los ojos, conque echa un abrazo, amigo Evaristo, y en seguida voy a llamar a los demás que están por aquí cerca y se alegrarán mucho de verte, de bailar y de beber contigo un trago, como lo hacíamos en la pulquería los domingos y los lunes. Anda Evaristo, vuelve a tus quince y vamos a darnos una emborrachada como la noche en que nos mataste a Tules. ¡Qué bruto! Tan bonita que era tu mujer; mejor nos la hubieras pechado como compas y te quitabas así de ella, para largarte con la Casilda. Sabemos tu vida mejor que el juez que metió en la chinche a tanta pobre mujer de la vecindad.

Quien había tapado los ojos a Evaristo y le decía en voz alta todas estas cosas, era el tuerto Cirilo, y tras él fueron entrando los antiguos parroquianos de la pulquería de Los pelos.

Esa acreditada pulquería, donde se reunían al aire libre no sólo los artesanos más hábiles de la ciudad, sino los ladrones más audaces del barrio, ya no existía, y el jacalón se caía a pedazos. Los escándalos de los domingos y de los lunes habían llamado la atención del gobernador y del Ayuntamiento, y de común acuerdo, no la mandaron cerrar porque no tenía puertas, pero la redujeron a la nulidad, permitiendo sólo a don Jesús, el tinacalero, que vendiese dos barriles de tlachique, despachándolo a las criadas de las casas, sin permitir que hubiese bebedores ni jugadores de rayuela. Don Jesús subsistió allí unos cuantos meses, después se destinó en otras pulquerías y, por último, reunió e hizo compañía con los más valientes del barrio para buscar su vida de una manera menos honrosa pero más productiva. Los amigotes del tiempo en que Evaristo pasaba sus San Lunes en la pulquería de Los pelos, habían vivido bien que mal después de la clausura de la pulquería, ejercitando su industria de moscaderos en las iglesias, en las puertas de los teatros y en la Alameda.

No hay necesidad de decir que mientras Evaristo había establecido sus reales en Río Frío, ellos los tenían en las calles de la capital, y que a consecuencia de sus fechorías habían entrado y salido muchas veces a la cárcel; pero nunca les había faltado un valedor que influyese en que los echasen libres por falta de pruebas para condenarlos a limpiar las atarjeas con la cadena al pie. En la época en que van desarrollándose estos acontecimientos, los antiguos conocidos de la pulquería de Los pelos gozaban de su libertad, habitaban en las casas de vecindad del barrio de San Pablo, estaban muy bien aperados de ropa, en sana salud, y los años transcurridos, lejos de deteriorarlos, les habían dado cierta dureza de carnes; las mujeres, sobre todo, habían engordado y de sus carrillos inflados brotaba el chile colorado; en una palabra: era gente feliz que vivía con amplitud y hacía sus gastos y se divertía a costa del vecindario de la capital y al abrigo de los valientes aguilitas, que se contentaban con ser ayudantes o más bien criados de los regidores, en vez de perseguir a los rateros.

Llegada la época de ponerse en camino para la feria, se concertaron en un día de campo en Santa Anita, alquilaron un par de carretones y, aunque muy despacio, llegaron a San Juan con toda felicidad. Cuando el tuerto Cirilo reconoció en el salón de baile a Evaristo y le tapó los ojos, ya llevaba ocho días de pasearse en el pueblo y había ya sacado más de tres docenas de mascadas y como quince relojes de plata y oro. La ejecución de los dos valentones los contuvo un poco, y resolvieron, de común acuerdo, ser hombres de bien por unos cuantos días, divertirse y gastar el dinerito que traían y que fácilmente reemplazarían cuando llegasen a México, vendiendo lo que habían robado a la corredora de la casa de las Novenas de la Soledad de Santa Cruz, la que, sea dicho de paso, cada día estrechaba sus relaciones con el compadre platero.

Volvamos, después de esta ligera digresión al salón de baile.

Ensartando el tuerto Cirilo con una voz ronca toda la parte más interesante de la vida del capitán de rurales, con palabras chocarreras e interjecciones que se adivinan sin necesidad de escribirlas, insistía en tenerle los ojos tapados, y una lucha de las manos de Evaristo se entabló con las del tuerto, sin que en algunos minutos pudiera decidirse; pero cuando escuchó Evaristo el nombre de Tules, fuera de sí, de rabia hizo un esfuerzo y logró quedar libre.

—¡Maldito tuerto, si hablas una palabra más, te encajo en la barriga este puñal!

El tuerto se echó a reír, y tomándole la mano, que ya Evaristo tenía en el mango del puñal, le dijo:

—No es para tanto ni hemos venido a la feria para matarnos. Naiden ha escuchado nada, que demasiado entretenidos están con las bailadoras. Se acabó todo y amigos.

Rápida como fue la escena que acabamos de describir, no pasó desapercibida y un grupo de curiosos se formaba ya en derredor de los actores. Una de las tres tapatías acudió con cierta inquietud a informarse de lo que pasaba y a impedir que hubiese pleito. Evaristo reflexionó que estaba enteramente a merced de sus antiguos compinches, y no le quedó más remedio que hacerse a la banda y disimular.

—Son viejos amigos que me he encontrado aquí, mujer, y no hay nada de pleito —dijo Evaristo a la tapatía—. Todos manos y compas. Anda, tráenos de beber de lo mejor que tengas.

Evaristo arrastró al tuerto Cirilo, a Pancha la Ronca, a otra dizque sobrina que la acompañaba y a los demás conclapaches, a la pieza interior reservada, y con calma y seguridad les dijo:

—De la manera como soy capitán y tengo muchos soldados a mis órdenes, ya se lo diré; pero no hay para qué andarnos con cuentas atrasadas ni decir recio cosas que a nadie le importan, ni menos delante de estas muchachonas, que me hacen ganar mucho dinero. Este recreo tapatío es mío; pero ellas lo manejan, y ya ven qué alegre y qué lleno de gente principal está. Ya hablaremos solos, recordaremos nuestros tiempos, y espero que el tornero de la pulquería de Los pelos, convertido en capitán —y les enseñaba su chaquetón azul y sus presillas de plata— les hará ganar mucho dinero; conque mucho secreto. Compas como siempre, venga esa mano, y hasta la muerte. A la madrugada iremos a dar una vuelta por el campo y hablaremos.

Toda la comparsa de la arruinada pulquería de Los pelos arrojó un grito de aprobación, se apiñó alrededor de Evaristo, abrazándolo, estrechándole la mano y acariciándole, y Pancha la Ronca se adelantaba hasta darle de besos. La tapatía entró en esto, seguida de una fregona cargada de botellas y vasos, de unos platos de frituras y de chorizones, y todo se colocó en las mesas y comenzaron a beber y a cenar alegremente, mientras el baile y las canciones nacionales seguían en el salón, donde cada vez aumentaba la gente hasta hacer difícil la entrada.

Lamparilla, después de haber concluido el trabajo que necesitaba la dirección de la casa de Relumbrón, salió a pasear, entró en una partida, después en otra, ganó unas cuantas onzas, cenó en el bodegón de más fama y fuese en seguida a recorrer las calles de la feria; todas llenas de gente, animadas y bien iluminadas con faroles y fogatas, y así, andando de una parte a otra, fue a dar al Otel de los Tapatíos, cuya música y algazara se escuchaba desde muy lejos. Con dificultad se abrió paso por entre la mucha gente reunida en la puerta, pagó su entrada, logró encontrar asiento y quedó muy complacido de encontrarse en un lugar bien iluminado, con regulares muebles y donde había más de veinte mozas, la mayor parte bonitas, chanceras y salerosas, que no cesaban de remudarse en el baile; mientras unas descansaban, las otras cantaban y reían y volvía a comenzar el turno. Lamparilla era picado de la araña y pronto trabó conversación con una de las tapatías, y olvidando por un momento a Cecilia, emprendió una conquista. No duraron mucho sus amorosos coloquios. Un hombre no mal vestido, término medio entre lo que se llama leperillo y gente decente, se le presentó delante, y con cierta familiaridad le tendió la mano.

—No lo hacía yo a usted en la feria, licenciado, quizá no se acordará de mí, pues hace tiempo que no nos vemos.

Lamparilla levantó los ojos, que tenía clavados en la cara alegre y picaresca de la tapatía, y no reconoció de pronto al que le dirigía la palabra.

—Si usted me olvida, yo no lo olvido nunca. Usted fue el que me quitó de portero de la logia de los masones y el que me echó de la plaza del mercado por favorecer a esa montonera de Cecilia… ¡Ah! Ya se va usted acordando de mí, y ahorita que somos iguales, nos veremos las caras y me ha de pagar lo que me ha hecho… ¿Me conoce usted por fin? Soy San Justo, más liberal que todos los masones juntos, y más hombre también para romperle a usted la crisma…

Lamparilla, sorprendido con esta repentina aparición y con el lenguaje insolente de San Justo, a quien le costó trabajo reconocer, reflexionó a poco que lo mejor era levantarse y salirse de aquel garito, y no dar lugar a un escándalo que lo comprometía con el coronel Relumbrón, y quizá con el terrible gobernador.

—No —dijo San Justo, deteniéndolo— no se me va así como así, que algún día habíamos de ajustar cuentas. O me pide perdón de rodillas por los daños que me ha hecho, y me asegura a fe de hombre que me repone en el empleo de portero de la logia, o ve para qué nació.

La tapatía, más animosa que Lamparilla, se puso en pie, empujó a San Justo y le dijo:

—¡Afuera, borracho! Qué viene aquí a interrumpir el baile y a insultar a los caballeros. Ya andará por aquí la policía y voy a llamarla para que lo saque, si en el momento no sale de aquí.

San Justo no estaba completamente borracho; pero sí había bebido lo bastante para tener la obstinación y el valor ficticio que produce el alcohol; así, a su vez dio un empellón en el pecho a la tapatía e intentó lanzarse sobre Lamparilla; pero un tercer personaje intervino en la contienda cuando menos se esperaba.

Una mujer, sin rebozo, pues se lo quitaron o lo dejó entre el remolino de gente que se formaba en la calle y en la puerta gritando «¡Al ladrón, al ladrón!» y abriéndose paso con las caderas y con los codos, llegó hasta donde estaba San Justo, lo tomó de los cabellos por la nuca, y le dio tan fuerte tirón, que lo derribó al suelo.

—Ya me figuraba yo que tú eras el ladrón y no las poblanas, con quienes estábamos cenando —dijo la mujer agachándose y sacando del bolsillo de San Justo una mascada encarnada de China, que tenía en sus esquinas un nudo de monedas de oro y plata dentro—. ¡Toma! —y con el mismo nudo le dio un golpazo en el pecho.

San Justo se levantó algo atarantado, echando horrendas maldiciones y trató de lanzarse sobre la mujer, buscando en sus bolsillos, algún arma.

—¡Ah! Y tras sinvergüenza y ladrón, asesino… ¡Toma, para que te acuerdes de mí toda tu vida! —y antes de que San Justo hubiese encontrado el arma que buscaba, la mujer sacó con rapidez un cuchillo y le rebanó la nariz, de modo que un trozo amoratado como un medio tomate cayó al suelo y un chorro grueso de sangre se desprendió de la cara del bandido, el que lanzó un grito, dio tres pasos y cayó, clavando las uñas en la tierra de rabia y de dolor.

El baile y la música cesaron; de las pocas mesas que había contra la pared, rodaron al suelo vasos, botellas y platos, y se produjo una confusión espantosa.

Lamparilla aprovechó este momento para esquivarse.

—¡Insolente bribón! —dijo cuando ya se vio lejos del peligro—. Mal rato me hubiese hecho pasar. ¡Qué vergüenza! ¡Qué compromiso el tener que pelear en un garito con este borracho, que yo creía muerto hace tiempo!… Pero ¡bah! Dios castiga sin palo ni cuarta.

A los gritos y al estallido de la quebrazón de bancas, mesas y trastos salió Evaristo de su comedor privado, y tras él las dos tapatías y sus amigos de la pulquería de Los pelos. Se hizo lugar derribando a derecha e izquierda a los que los estorbaban y penetró hasta la rueda de gente que rodeaba a San Justo, que permanecía tirado, dando gritos y desangrándose.

En dos palabras la agresora, a la que dos de los concurrentes, tenían sujeta por los brazos, impuso a Evaristo de lo ocurrido.

—Este huila, que está tirado gritando como un cochino por una cortadura que le he dado, es un pechado sinvergüenza. Lo traje a la feria, me ha gastado todo mi dinero, y después de habérmela pagado con unas poblanas, me robó el dinero que me quedaba. Delante de todos le he sacado esta mascada de la bolsa. ¿No es verdad? —preguntó a la rueda, enseñando la mascada.

—Es verdad —respondieron en coro.

—Y después me iba a matar; antes de que sacara el puñal, le madrugué, y esto es todo. Todos lo han visto aquí. ¿No es verdad? —volvió a preguntar.

—Mucha verdad —repusieron todos.

—Y además —dijo una de las tapatías— estaba insultando y amenazaba a un caballero.

Los gritos de San Justo se iban apagando gradualmente. La sangre seguía corriendo, sus ojos se cerraban. Evaristo vio que la situación era crítica, que el Otel de los Tapatíos y su persona corrían gran riesgo si llegaba a conocimiento del gobernador del suceso, y, en consecuencia, comenzó a obrar con prontitud para salir del paso.

—No es nada, señores; orden, orden, a bailar, y que toque la música.

Las jaranitas y guitarras comenzaron con más brío que nunca el aforrado.

—Celos y borracheras —continuó Evaristo— cosas de la feria ¿y dónde no hay de esto? Y usted, doña, ya que se desquitó, váyase, que no soy soplón, y lo que quiero es que no se comprometa el establecimiento, que es el más famoso de la calle.

Los hombres que tenían sujeta a la mujer por los brazos, la soltaron, y ella, asustada porque veía a San Justo casi muerto, no esperó a que se lo dijeran dos veces; se marchó, confundiéndose a poco entre la multitud de gente que llenaba la calle y que cada vez más se agolpaba a la puerta.

Evaristo, que temía que se le muriese allí el herido, se agachó a reconocerlo y observó que aún manaba sangre de las narices; pidió agua, lo lavó él mismo y le relleno después el agujero con tierra que recogió del suelo; sacó un pañuelo de su bolsillo y lo vendo muy apretado, abriéndole la boca para que resollara. San Justo, por la sangre perdida, se había desmayado.

—Está curado ya —dijo levantándose—. Voy a mandarlo a su casa, mañana estará ya bueno —y al tuerto Cirilo, que estaba cerca, le dijo al oído—: Llévate a este borracho y lo tiras muy lejos en cualquiera barranca o en la milpa que está detrás de la loma. La noche está muy oscura y cada cual se ocupa de su negocio. Cárgalo en las espaldas y lo taparemos con un jorongo.

Dicho y hecho. El tuerto Cirilo, que era un Hércules, cargó a San Justo en las espaldas; Evaristo lo cubrió con una frazada de las camas, y seguido de don Jesús el tinacalero, caminaron con el moribundo, y algunos minutos después salieron de la calle y se perdieron en la oscuridad de la noche. Evaristo mandó echar inmediatamente tierra en la sangre, tiró a los perros, que abundaban, el pedazo de narices de San Justo, se barrió la sala, se recogió la quebrazón y se pusieron los vasos y botellas. En seguida, ayudado de las tres tapatías, en menos de un cuarto de hora puso todo el tren mejor que antes. La música celebró esta nueva instalación con un jarabe rasgado, y las muchachas, haciendo mudanzas a cual más difíciles y dejando a veces y con un maligno intento ver más allá de las pantorrillas sus gordas y encarnadas piernas, restablecieron la alegría y aumentaron el bullicio.

A los que preguntaban lo que había pasado, les respondían:

—¡Nada! ¡Cualquier cosa! Un borracho que se metió, y su mujer celosa, que vino tras de él, le dio una cortada en la cara. La mujer se fue y al herido, por caridad, se lo llevaron a su casa.

Era la consigna que había dado Evaristo y que Pancha la Ronca repetía en la puerta del gran Otel a cuanto curioso se lo preguntaba.

¿Y la policía? Ni su sombra. El prefecto se hallaba muy divertido en la partida de don Moisés, y el terrible gobernador hacía horas que dormía en la Casa Municipal el sueño del justo.

XXXVII. Grandeza y decadencia de un patriota

Como no sabemos si San Justo, con la cataplasma de lodo que le puso Evaristo en las narices y con lo fresco de la noche volvió en sí y pudo irse a su alojamiento a curarse, o si al contrario, falto de sangre pasó del desmayo a la muerte y quedó en el barranco donde lo tiraron el tuerto Cirilo y don Jesús el tinacalero, tenemos que hacer una digresión para que siquiera no se pierda en la historia el nombre de este distinguido patriota y entusiasta liberal.

Cuando San Justo fue despedido de la logia Yorkina, a la vez que separado de la administración del mercado, no quedó tan tirado a la calle. Además de las multas arbitrarias que recaudaba el dinero, contaba con las contribuciones forzosas en fruta, legumbre, chorizos y mantequillas, y con esto, no sólo abastecía su cocina, sino que se proporcionó una renta diaria, pues tenía contrata con la fonda de Las Calaveras, con la de Puesto Nuevo y con la cocinera del compadre platero, a quien surtía de quesos y mantequillas de Toluca. Con estos ahorritos tan legalmente ganados a costa de los pobres vendedores del mercado, se propuso trabajar, sin tener necesidad de los masones ni de Lamparilla, contra el cual concibió un odio profundo, proponiendo vengarse tan pronto como se le presentase la ocasión.

Tomó en arrendamiento un truco situado en la calle de las Moras, junto al mesón de San Dimas, y allí, haciendo él mismo de coime, desplumaba a los fuereños, no por medio real, que cobraba por tregua, sino por las drogas que les hacía cuando jugaba con ellos. Pronto se vio lleno el truco de los vagos del barrio de Santa Catarina, y no pasaba noche en que no hubiese un escándalo, hasta que el regidor del cuartel mandó cerrar el garito de parte de Dios, que puede más que nadie. San Justo gritó, protestó amenazó y dio cuantos pasos le sugirió su interés y su audacia; pero no hubo remedio, tuvo que darse por vencido; mas su capital se había aumentado de tal modo, que pudo arrendar un mesón en la calle de Santa Ana. En esa posición elevada y de la cual hay personas que han pasado a ocupar un ministerio importante, San Justo pensó en la política. «O me quito el nombre que tengo del gran revolucionario francés, o dentro de dos años he de ser regidor, y regidor de mercados, para ponerle el pie encima a Cecilia y burlarme de ese picapleitos y romperle media crisma a la primera que me vuelva a hacer.» La posición de arrendatario o más bien dueño (así lo hacía creer) de un mesón, lo ponía en contacto con la gente del pueblo, a quien no perdía ocasión de predicarle las más exageradas y absurdas ideas de libertad, que hoy se llamaría comunismo, prometiéndoles que en cuanto él fuese nombrado regidor, se empedrarían las calles, se traerían al barrio las aguas potables de la Villa de Guadalupe y se harían otras mil mejoras por estilo. A fuerza de tanto hablar y prometer a todo el mundo y hacer algunos préstamos con medio diario en cada peso, y de convidar a almorzar a los carniceros, a los vinateros y a los dueños de los principales tendejones, logró hacerse de amistades y de cierta popularidad, hasta el grado de que en las primeras elecciones de ayuntamiento ya San Justo era una entidad política. Se citó a juntas, se le consultó sobre las personas que debían salir electas, se le dieron listas blancas y coloradas, y cada partido de los que competían le hizo ofertas de dinero, que nunca le dieron; pero a él poco le importaba eso, ya estaba a punto de lograrse su objeto. Era jefe de barrio, y de jefe de barrio a Presidente del Ayuntamiento no hay más que un paso.

En el año siguiente el triunfo de San Justo fue casi completo. Salió electo por unanimidad octavo regidor suplente, y estuvo a punto de entrar al Municipio y formar parte de la comisión de hacienda, pero Lamparilla, que no lo perdía de vista, informó qué casta de pájaro era, y la corporación impidió su ingreso, haciendo que volviese el propietario que había renunciado.

No dejó de saber un día u otro que a su enemigo capital era a quien debía su derrota, y ya su odio no tuvo límites. No había noche que no pensase en la manera de asesinar a Lamparilla; pero tenía miedo a que lo cogieran, y dejaba el negocio para otro día. Su triunfo electoral, sin embargo, le voló la cabeza, y se la voló más el dinero que ganaba en el mesón. Era ya rico, es decir, tenía tres o cuatro mil pesos, y con esa suma su fatuidad y su orgullo subieron a tal punto, que a los dueños de las haciendas de Aragón y Ahuehuetes y a los Trujanos, a quienes compraba semillas, los trataba al tú por tú. Solía ir a la plaza del Volador muy bien vestido a comprar fruta a Cecilia, le botaba un par de pesos, le decía algún insulto y se marchaba sin querer recibir lo vuelto. Cecilia no se quedaba callada, y le tiraba a la cara o a la espalda las monedas que le sobraban, y se quejaba con Lamparilla, el cual prometía corregirlo a impedirle bajo pena de muerte que se acercase al puesto; pero la verdad era que consideraba que el tal San Justo era un desalmado y le tenía miedo.

Entretanto llegaba la época de las nuevas elecciones, en las cuales estaba seguro San Justo de salir electo Presidente del Ayuntamiento, y meter la mano hasta el codo, se propuso pasar buena vida, y no tan sabio como Salomón, pero tan enamorado como él, se entregó enteramente a las muchachas, y fue su perdición como la del gran rey. Tenía una en el mesón, que ante el público aparecía como la que dirigía la fonda; otra en el callejón de Tepechichilco; otra en la calle del Estanco de los Hombres; otra en el Chapitel de Santa Catarina, justamente junto a la modesta casita de Agustina; otra en la Puerta Falsa de Santo Domingo, y, por último, una india de Santa Anita, a donde solía ir los domingos.

Teniendo San Justo, como debe suponerse, mucho menos dinero que el rey Salomón, pronto dio al traste con los fondos, que él creía inagotables, y siguió con los productos diarios del mesón, sin que le alcanzasen para pagar las cuentas del carbón, leña y pasturas que tomaba al fiado.

Mientras tuvo para pagar las viviendas y cuartitos de las casas de vecindad que habitaban las que los veteranos modernos llaman gatas, para darles la asadura más o menos escasa, y habilitarlas con algunas pesetas para que fueran al Parián todo marchaba a las mil maravillas; pero cuando los caseros cobraban y en los braseros apenas había una ollita con agua y unos cuantos frijoles, y era menester mandar a la tienda el rebozo en cambio de unas tortas de pan, cada visita de San Justo era una campaña formal; las muchachas lo ponían como trapo de cocina y a veces no salía sin un buen tirón de cabellos. No un infierno, sino muchos infiernos eran las casas que ya hemos citado. Sin embargo, hacía esfuerzos prodigiosos, las elecciones se acercaban y en el momento que fuese, como él creía, nombrado Presidente del Ayuntamiento, toda la escena cambiaría como por encanto. Los fondos municipales daban para todo, y el eminente liberal, el hombre de principios fijos, no sólo se reconciliaría con los masones, sino que de un brinco, en vez de portero de la logia llegaría al grado 33.

Lamparilla, en ese caso, era hombre perdido. Ya procuraría que el hermano terrible lo matase por traidor.

Tres días más y el triunfo de San Justo era completo; contaba (según él) con todo el barrio y con dos o tres más, tenía amigos por todas partes, el triunfo de los patriotas contra los monarquistas era seguro, y él era el hombre más popular para ponerse a la cabeza de la antigua Tenoxtitlán. En la puerta del mesón predicaba a voz en cuello sus proyectos: odio a la monarquía, en primer lugar, y después quemar en la plaza pública la colección de retratos de los virreyes, echar por el balcón los archivos, reducir a pedazos el Caballito de Troya, y otras medidas de progreso tan útiles como ésas.

Era un viernes. El domingo tendrían lugar las elecciones; pero el sábado fueron viniendo, unas tras otras, las mujeres, y como no pudo satisfacerles sus antojos, una lo llenó de injurias y se largó; otra que llegó después, le arrebató el reloj y la cadena y le rompió el chaleco; la última se permitió coger piedras de la calle; la que tenía de mesonera, viendo lo mal que andaban las cosas, aprovechó la oportunidad y, mientras San Justo estaba encerrado en un cuarto para guarecerse de las pedradas, recogió cuanta ropa, alhajas y dinero había, y se marchó con su tía, que era lavandera del rumbo de Belén. En una palabra, concurso de acreedores, y de acreedores que gritaban, que amenazaban y que, aburridos y engañados, ya no escuchaban razones; pero lo que coronó la obra, fue la llegada de un barbaján seguido de seis carros. Era un dependiente de los Trujanos.

—El amo don Sabás —dijo— me ha mandado para que ahora mismo me entregue el dinero que le debe, o recoja las semillas.

San Justo, que había logrado que la furiosa mujer se fuese dándole cuanto tenía en el bolsillo, y salía de su escondite, respondió:

—Mañana tendrá su dinero.

—Mañana es domingo —respondió el barbaján.

—Entonces el lunes.

—Hoy mismo —insistió el barbaján, y acto continuo, se entró con sus carreros a la bodega, donde estaban apilados los tercios de cebada y de maíz, y comenzó a cargarlos en los carros.

San Justo suplicó, hizo proposiciones, amenazó; nada valió, el dependiente de los Trujanos no le hacía caso, se limitaba a empujarlo para quitárselo de encima y le decía:

—Si grita mucho, me lo llevo yo mismo a la cárcel, pues que estas semillas son robadas a mi amo don Sabás; o entrégueme orita el dinero, y así seremos amigos y quedaremos en paz.

En la noche no existía más que un montón de paja en el mesón, ni San Justo tenía una camisa que mudarse, ni quien le hiciera una taza de chocolate, pues criados y fregonas se habían largado también, llevándose cada cual lo que encontró a mano, hasta una burra que le daba su leche a San Justo, porque sus desórdenes habían quebrantado su salud y andaba enteco, con granos en las piernas y con las narices abultadas y rojas, lo que facilitó la operación instantánea de que hemos dado ya cuenta.

En cuanto a la esperanza única que lo sostenía de salir electo regidor, se desvaneció como el humo. La noticia de la catástrofe se propagó por todo el cuartel, y cuando fue a la casilla ya encontró instalados a los contrarios, que le rompieron la boleta y lo echaron, llamándolo borracho y comerciante quebrado, y poco faltó para que le diesen unas buenas bofetadas. ¡Qué injusticia! ¡Y a esto se llama voluntad del pueblo! La capital quedó privada de un magnífico Presidente del Ayuntamiento, que en un año hubiera hecho de ella la primera ciudad de la América.

San Justo abatido, pero no rendido, se fue a refugiar al Callejón de Tepechichilco. La querida era carbonera, mejor dicho y sea con verdad, dueña de una carbonería que le había arreglado, y un día con otro ganaba doce reales libres. Encontró de pronto un modesto refugio, se arregló con los Trujanos abandonándoles el mesón, y se echó a buscar su vida por ese México, abrigo y socorro de todos los afligidos.

Cuando acabó con la carbonería y dejó a la pobre carbonera hasta sin petate, adoptó el oficio de tercero, no en discordia, sino en una honrada casa de la Calle de Chiconautla, de donde sacó a la intrépida Judith que, si no le cortó la cabeza, sí le echó abajo las rojas y abultadas narices.

Al fin de su carrera encontró al compasivo tuerto Cirilo, que lo cargó a las espaldas y lo tiró como basura en el muladar de la feria de San Juan de los Lagos.

Lástima que la patria, ingrata con los hombres de verdadero mérito, desconociera los talentos y recomendables prendas del eminente liberal y distinguido portero de la logia yorkina, y no lo hubiese sacado de su mesón y sentado en el gran sillón de la Secretaría de Hacienda.

Olvidemos estas lastimosas historias, como la olvidó en cinco minutos el capitán de rurales, y continuemos nuestro paseo en el pueblo de San Juan y sus numerosas e improvisadas calles y plazas.

Mientras le cortaban las narices a San Justo, Relumbrón apuraba copas y copas de champaña. La feria estaba a punto de terminar, los negocios estaban aflojando; las familias, cansadas de dormir en el campo o en sus propios coches, se disponían a regresar, y los negociantes esperaban ya para el día siguiente los hatajos o las partidas de carros para cargar sus mercancías. Los que habían traído manadas de caballos, se llevaban tercios de manta. Los poblanos que habían traído tejidos de las fábricas de La Constancia, regresaban con botas de sebo y cueros de res; los de Chihuahua, que trajeron barras de plata, cargaban sus carros con un surtido de ropas y quincallería de Liverpool; los matanceros y hacendados de México encaminaban poco a poco sus miles de carneros y sus partidas de caballos, yeguas y mulas; las casas de madera de las improvisadas calles estaban vaciándose, y al mismo tiempo los carpinteros desclavando y recogiendo sus tablas. Mariano, la Monja y el Chino daban su última corrida, y don Chole había desbaratado su barraca de títeres y guardado cuidadosamente al negrito, al monigote y a la poblana; las figoneras lavaban sus grandes cazuelas de barro y se limitaban a guisar cualquier cosa para contentar a los pocos que concurrían a almorzar; era, en una palabra, una dispersión rápida y completa de cuanto se había reunido y aglomerado allí quince días antes. Ni Relumbrón ni don Moisés quisieron desperdiciar la oportunidad de redondear sus negocios. Relumbrón dio una espléndida comida en su casa entre siete y ocho de la noche, al estilo de París. Lamparilla fue el encargado de convidar personalmente. El feroz gobernador lo recibió secamente.

—Diga usted al coronel Relumbrón, que un general con mando y desempeñando funciones oficiales, no debe comer más que en su casa o en el cuartel. El coronel ha sido siempre un hombre atento y cumplido. Déle usted las gracias.

Con un gesto despidió a Lamparilla, que salió corrido y colérico de la Casa Municipal; pero fue más feliz en sus siguientes visitas, y Relumbrón tuvo en su mesa al prefecto, al coronel del cuerpo que estaba de guarnición, a dos de los alcaldes, al cura y, sobre todo, a los principales comerciantes de Guadalajara, de Mazatlán, de Chihuahua y aun de Guaymas y la California, entre ellos un inglés, dos americanos y tres alemanes, y al viejo y conocido francés M. Boston, de Mazatlán. Esa clase de convidados necesitaba. Se alegró mucho de que no hubiese aceptado ese feroz soldado que había visto matar con tanta sangre fría a los desdichados valentones.

El champaña corrió como agua y en la mesa se sirvieron los manjares más raros y exquisitos, desde el pescado fresco de Chapala hasta el delicado queso de Mocorito.

El espagnol non bebe… Relumbrón servía a todos, hasta lograr que el gas alegre de los vinos subiese al cerebro de sus convidados; pero él apenas besaba la espuma del champaña y al disimulo tiraba el resto debajo de la mesa; y chanceando con uno y platicando con el otro, logró saber los negocios más notables que se habían verificado; quién había ganado o perdido: los rumbos para donde se dirigían los efectos comprados o retirados de la feria; el dinero acuñado en barras que tales o cuales personas llevaban; en fin, cuanto pudo y deseaba saber. En Lagos no había ni banco ni casas que pudiesen hacer giros sobre todas las plazas de la República, y así la mayor parte del dinero circulante debería ser retirado en talegas por sus respectivos dueños. Relumbrón quería que le tocase, sin haber comerciado, algo, o mucho si era posible.

Acababa la comida, a eso de las diez de la noche, se levantó, brindó por la prosperidad del comercio, por el Presidente de la República y por el general, a cuya energía era debida la absoluta seguridad que se disfrutaba en la villa de San Juan y en los caminos reales de la República y concluyó diciendo:

—¡Señores, mil gracias por la honra que me han hecho; el café lo tomaremos en casa de don Moisés, donde está preparado!

Y entre vivas, aplausos y risas, toda la camada siguió a Relumbrón y se precipitó en la casa de don Moisés, que estaba a corta distancia.

El portal, el patio y sobre todo el salón de juego de la casa era un hervidero de gente. Habíase necesitado poner una guardia en la puerta para conservar el orden. Unos salían despavoridos y rabiosos y huían de aquel infierno, donde habían dejado hasta el último escudo de oro; otros, por el contrario, contaban su dinero, sonaban sus bolsillos repletos de pesos y onzas y trataban de hacerse paso para volver a la mesa de juego en busca de más fortuna.

Don Moisés había, con el tacto y mañas de viejo tahúr, mantenido la partida en un ten con ten, con el fin de inspirar confianza y atraerse los puntos de las demás partidas; pero ya en el último día, tomó en sus manos las cartas maravillosas para dar un golpe definitivo y levantar el campo al día siguiente.

Los convidados de Relumbrón se dirigían al salón; pero éste les dijo:

—No, amigos, la sala donde está preparado el café está en el fondo. Vamos allá; don Moisés parece que está de vena esta noche y no querría yo que vosotros, que sois ricos, perdieseis vuestro dinero, que lo que es a mí, ya me ha llevado unas cien onzas y esta noche no pondré una más.

Así, entraron a la pieza donde estaba una mesa no sólo con el café, sino con botellas de licores diversos, y la advertencia que les hizo Relumbrón, en vez de contenerlos no hizo más que despertar su apetito, y poco a poco se fueron deslizando y haciéndose lugar hasta lograr asientos en la mesa de juego. El coronel, lleno de placer, observó la marcha de sus improvisados amigos, y a su vez penetró hasta ponerse frente a don Moisés y le guiñó el ojo. La victoria fue completa. La mayor parte de los comensales, atarantados con el vino y los licores, atraídos por ese ruido seductor del oro, comenzaron a jugar, a perder y a tratar de disgustarse, y a las doce de la noche, que se corrió el último albur y se levantó la partida, no sólo habían perdido lo que tenían en los bolsillos, sino pedido cajas considerables.

Relumbrón se esquivó, no queriendo en esos momentos de desastre hablar con sus convidados, y en lugar de entrar en su casa, se encaminó por la calle de la Alegría, donde encontró a Lamparilla, que acababa de escapar de las manos de San Justo.

—Mi coronel —dijo el licenciado Lamparilla— ¿no ha estado usted en el Otel de los Tapatíos, del que, según parece, es empresario el capitán de rurales?

—Ya sabía yo algo de eso; pero no me había ocurrido, ocupado en obsequiar a mis amigos; sí extrañé que no hubiese usted estado en la mesa cuando tanto ha trabajado para que fuese, no sólo lucida, sino espléndida.

—No me convidó usted expresamente, y me figuré que quería usted estar solo y libre con sus amigos.

—¡Qué bobera! ¡Si usted es de casa, de la familia, como quien dice, y no necesitaba convite! Por el contrario, de mucho me hubiese usted servido. Le perdono esta escapada. En la feria no es uno dueño de sí mismo, y quizá prefería usted comer con alguna tapatía de tantas y tan bonitas como hay por aquí.

—Nada de eso, mi coronel. Soy hombre discreto, y eso es todo —le contestó Lamparilla—. Pero en cuanto a muchachas, ya verá usted las del Otel de los Tapatíos. Parece que se han dado cita las más alegres y garbosas que han concurrido a la feria.

Lamparilla, rabiando su alma contra San Justo, y avergonzado de su mismo por no haber dado de patadas al insolente desde el momento que se le puso delante, aprovechaba la ocasión para volver en compañía de Relumbrón y, si aún permanecía allí el portero de la logia, acusarlo de escandaloso y llevarlo con todo y sus narices cortadas al cuartel para que al día siguiente lo fusilara el general. Ya hemos visto que el tuerto Cirilo se lo había llevado y que Lamparilla creía que la herida no pasaba de ser un simple arañazo.

En esto los dos amigos llegaron a la puerta del Otel de los Tapatíos, donde había mucha menos gente; pero en el salón se tocaba y se cantaba, se bailaba y se bebía alegremente como si nada hubiese pasado.

Evaristo pespunteaba y zapateaba con tanto entusiasmo con una de las tres tapatías (la más bonita) que no advirtió la llegada de Relumbrón. Las coplas se sucedían sin cesar, y cada estribillo era saludado con aplausos y con el grito de costumbre; «¡Oblígala! ¡Oblígala!». Y aquí del bandido de Río Frío tirando el sombrero a los pies de la bailarina y haciendo resonar sus tacones en unas tablas que cubrían la sangre derramada por el inocente San Justo.

Relumbrón y Lamparilla no tuvieron dificultad en encontrar asiento, pues estaban libres los de las seis u ocho parejas que bailaban. Lamparilla buscó con los ojos a San Justo; ya más calmado, se alegró en el fondo de no encontrarlo y evitarse un nuevo disgusto, y consideró inútil contar al coronel lo que había pasado. Éste, picado de la araña y lleno de satisfacción y de gozo con la completa victoria de don Moisés, quedó encantado con la belleza de las mujeres y con la animación de aquel baile popular, debido al talento organizador de Evaristo; pero era tanta la canalla, ya un poco ebria, tanta la aglomeración de gente que no despedía el mejor olor, y tanta la insolencia y grosería de las coplas, que se sintió avergonzado y trató de marcharse antes de ser reconocido por Evaristo, cuando entraron y se sentaron a su lado tres mozos de no mala presencia, vestidos decentemente de paño al estilo del país, con sus sombreros galoneados, sus buenas toquillas de plata y sus pistolas en la cintura.

Relumbrón, que andaba a caza de gente que pudiera serle útil, se volvió a sentar y esperó cualquier incidente que le hiciese entrar en conversación con los recién llegados, lo que no tardó en suceder. Uno de ellos, el más guapo por su erguido y robusto cuerpo y su buena cara que denotaba más bien un muchacho de buena familia que no un bandolero o por lo menos un hombre ordinario de la plebe, desde que tomó asiento, no quitaba la vista del capitán de rurales que con tanto brío y entusiasmo estaba ocupado de sus tapatías: pero él veía, no los pies, sino la cara. Cuando al parecer había rectificado su opinión y estaba seguro de haber reconocido al bailador, sacó una pistola de su cintura, la reconoció, la volvió a colocar en su lugar y se disponía a levantarse con ademán de encararse con Evaristo. Nada de esto escapó a la atenta observación de Relumbrón, quien pensó, naturalmente, que la casualidad le proporcionaba saber de este mocetón y de sus dos compañeros más de lo que deseaba. Así se encaró con él resueltamente.

—Amigo —le dijo— como soy hombre de mundo y de experiencia, no he quitado la vista de usted desde que entró. Usted viene buscando a ese hombre que está bailando, y algo ha tenido o tiene usted con él, que le molesta.

Juan, que no era otro el personaje de que se ha hablado, se sorprendió al escuchar esta especie de interpelación, y quedándose quieto y quitando la mano de la pistola, le respondió con respeto, acostumbrado como estaba al servicio militar.

—Mi coronel, si usted conoce a ese hombre y me pudiera decir quién es, me haría un gran favor, aunque no me cabe duda que lo he reconocido.

—Ningún inconveniente tengo en satisfacer su curiosidad. Lo conozco como a la mayor parte de los militares. Se llama Pedro Sánchez y es el capitán que manda las escoltas del monte de Río Frío.

—¡Qué suerte! —dijo el mocetón—. Cuando debería estar ahorcado. Sí, no me cabe duda, él es —continuó hablando solo—. Esos ojos, esas carcajadas, esa desvergüenza en sus movimientos; sí, no me cabe duda, él es, y en esta ocasión ya verá quién es el aprendiz a quien daba de patadas y le tiraba las sobras de la comida como a un perro.

Relumbrón escuchaba con grande atención y veía ya una historia misteriosa de que podía sacar provecho. Era un coleccionador de secretos que explotaba cuando le convenía, y aquí había uno.

—Es curioso y raro lo que dice usted, amigo, y si como yo creo, tiene usted cuentas que arreglar con el capitán Sánchez, yo le puedo ayudar. La figura de usted me interesa y apostaría a que usted ha servido en el ejército. Su modo y sus maneras son de un militar.

—Puede que sí; son cosas de la vida y largas de contar, y lo que me importa ahora es que este capitán o lo que sea, no se me escape, y aquí, o cuando salga de aquí, tengo que agarrarle el pescuezo, darle muchos golpes, y a la menor resistencia pegarle un balazo.

—¡Que tontería! Son los años los que hablan y no la prudencia; le aconsejo que nada intente aquí. El gobernador es muy severo y es probable que se daría la razón al capitán y usted sería fusilado.

Juan se sonrió amargamente y dijo:

—Eso me importaría poco con tal de vengarme.

—Ya tendrá usted tiempo y yo se lo proporcionaré sin que corra riesgo alguno; pero vamos, si se puede saber ¿quién, según usted, es ese capitán Pedro Sánchez?

—No se llama Pedro Sánchez, sino Evaristo Lecuona; era de oficio tornero, casado con una mujer muy buena y muy bonita a quien asesinó cobardemente una noche. Esa mujer hizo conmigo oficios de madre, la quería como tal, y el mismo día de su asesinato juré vengarla.

—¡Chist! —le dijo Relumbrón— no hay que decir esas cosas tan recio, bastará que yo las sepa.

—Podría yo ir a ver al prefecto, a un alcalde, al mismo gobernador y denunciarlo y probarle su delito; pero no soy denunciante —continuó Juan en voz más baja— y lo que quiero es matarlo personalmente, martirizarlo, reducirlo a pedazos como él hizo con la pobre doña Tules.

—¡Calma, amigo! Ya tendrá usted tiempo; llévese de los consejos de un hombre que ha vivido más que usted y tenga confianza en mí. Dígame, si no tiene interés en callar, cómo se llama y en qué se ocupa usted y sus compañeros.

—Me llamo Juan, Juan simplemente, porque ignoro quiénes fueron mis padres; y mis compañeros que están aquí, son Valeriano y Romualdo, y otros tres que andan de paseo por otra parte. Todos somos del Resguardo de Tepic, que hemos venido custodiando un cargamento.

—Bien —dijo Relumbrón— ya se conoce que son ustedes gente de provecho y no unos perdidos. Razón de más para que se guíen de mis consejos.

Juan, que era de una naturaleza altiva pero dócil, y que tenía gran respeto a sus superiores, agachó la cabeza y respondió:

—Como usted quiera, mi coronel.

—Bien, ahora le diré que soy el coronel Y…, jefe del Estado Mayor del Presidente y vivo en México en la calle de…, y mucho me alegraré de ver a tan guapos muchachos; pero de pronto haremos bien saliendo de este garito donde hombres y mujeres están ya ebrios y no tardará en haber algún desorden.

Relumbrón se levantó y tuvo que llamar la atención de Lamparilla, que estaba encantado con los pies y las piernas de las tapatías, y no dejaba de divertirse con las mudanzas de Evaristo. Todos salieron juntos y tomaron a lo largo de la Calle de la Alegría, que todavía estaba llena de gente.

XXXVIII. Fin de la feria

La última noche de la feria fue más que toledana, y se puede afirmar que ninguno durmió. Antes de las ocho de la mañana, ya los puntos que perdieron sus onzas de oro la noche anterior, habían pagado con toda puntualidad, como de costumbre, sus cajas en oro o en buenas libranzas sobre Guadalajara y México. Don Moisés, envuelto en una capa redonda con un gran cuello de nutria, daba sus órdenes en el portal de la casa para que se cargasen con cuidado todos los triques que había traído de la capital; el coche con ocho mulas estaba listo, y a poco, dejando abierta y completamente vacía la casa, él sus satélites colocaban con mucho cuidado el arca de la alianza (que pesaba arrobas) envuelta en un jorongo del Saltillo, en el centro del coche. Los cocheros tomaron el látigo, las mulas se encabritaron, y el carruaje bajó como un rayo la pequeña colina que conducía al camino real, seguido de diez mocetones bien montados y armados, que eran los de más confianza de la banda de nuestros conocidos de Tepetlaxtoc.

Relumbrón no quitó su casa sino dos días después, y apenas le bastaron para los diversos negocios que tenía que dejar arreglados antes de regresar a México.

Juan fue el primero que habló con él, y ya que hemos vuelto a encontrarnos con nuestro huérfano, se nos permitirá una corta digresión. Recordaremos que cuando estaba de escucha en la desesperada campaña que hacía bajo las órdenes de Baninelli y del cabo Franco (capitán), fue sorprendido y conducido al interior de un bosque o, más bien, de los matorrales y barrancos del escabroso camino. Los que lo aprehendieron eran unos dispersos de las fuerzas de Valentín Cruz, pero estos dispersos no eran bandoleros, sino muchachos de buenas familias de la clase media que, por calaverada o entusiasmo por la vida libre y aventurera, habían tomado parte en el pronunciamiento. El uno era dependiente de un almacén de abarrotes en Guadalajara; dos, estudiantes perdularios y reprobados en los exámenes del Instituto Jaliscience, y los tres últimos, hijos de rancheros ricos, que no habían querido dedicarse a cuidar sus propios intereses ni a ninguna otra carrera; pero no eran criminales ni habían cometido faltas graves; eran, en una palabra, calaveras de pueblo, que conocían más o menos a Valentín Cruz y se reunieron con él, sin idea de sostener ningún plan político y sólo para hacer algo, saliendo de San Pedro bien montados y armados de su propia cuenta y con algún dinero en el bolsillo. Uno de los estudiantes fue hecho prisionero en una escaramuza, y entonces se propusieron, aunque les costase la vida, espiar la ocasión de coger a su vez al cabo Franco, a Moctezuma III, a Espiridión o a Juan, que siempre (más bien como espías que no como combatientes) habían observado que iban delante y a gran distancia del grupo de la tropa de Baninelli. Tocó a Juan el servicio de escucha, le cayeron encima y se lo llevaron con la intención de guardarlo en rehenes hasta que pudiesen canjearlo.

—No temas nada —le dijeron quitándole la venda que tenía en los ojos, cuando se creyeron seguros en su matorral— no te haremos mal, sino te guardaremos para cambiarte por nuestro amigo Vicencio, que cayó prisionero. Si nos lo entrega el coronel Baninelli, te entregaremos también nosotros; pero si lo manda fusilar o sabemos que lo ha fusilado, hacemos lo mismo contigo. Somos muchachos que por calaverada hemos salido de nuestras casas, y nos importan un pito tanto Baninelli como Valentín Cruz, y si el diablo se los lleva a los dos, tanto mejor. Si nos das tu palabra de hombre que no te escapas, te soltamos y caminarás con nosotros como amigo, y comerás lo que nosotros comamos; pero si te niegas, te traeremos amarrado día y noche, y al menor intento para escaparte te damos un balazo.

Juan se negó rotundamente a empeñar su palabra en ningún sentido, y en consecuencia caminó con ellos varios días por veredas y montañas que ninguno de ellos conocía. Su intención era, ya que no habían podido lograr el rescate en el curso de la campaña, llegar a una población pacífica, tomar lenguas y obrar según las cosas se presentasen. De volver a sus casas, ni pensarlo. Tenían doble miedo a sus familias y a la autoridad militar. En resumen, eran hombres al agua. El dinero se les había acabado y era necesario vivir. En esto se acercaron a Tepic y descansaron dos días en un rancho inmediato.

Juan persistía en su negativa, caminaba siempre amarrado, y cualquiera de ellos iba siempre a su lado con la pistola en la cintura; pero el modo de portarse de Juan era tan natural, su carácter tan franco y su valor tan tranquilo cuando en sus caminatas había algún peligro, o cuando lo amenazaban, que había logrado no sólo hacerse querer, sino hasta ejercer cierta influencia en los muchachos que eran poco más o menos, de su misma edad.

En los días de camino tuvo Juan tiempo de reflexionar, y reflexionó, en efecto, que era necesario, de una manera o de otra, poner un término a esa peregrinación indefinida.

Cuando estaba ocupado en algún trabajo, no se acordaba de su vida pasada; pero en los momentos en que se hallaba en completa ociosidad, venía a su vista, como si estuviese delante de un panorama, la serie de cuadros a cual más tristes de su vida desde que podía acordarse de ella. El entierro de la viejecita; la pobre perra enferma y coja que la seguía; la casa del tornero; la bellísima Tules, que quería como a su madre; la fresca y robusta Cecilia; el patio triste y los fresnos del hospicio; el negro ataúd de donde salió la figura lívida de Carrascosa; el rancho tranquilo y silencioso de Santa María de la Ladrillera; el cuartel y después el asalto de San Pedro; el cansancio de las marchas, la guerra, la peste, el hambre, el incendio, la muerte y la miseria por todas partes; pero sobre todo, lo que nunca se le quitaba de la imaginación, era el sauce seco y torcido, los jacales arruinados y escuetos y la mañana fría en que un hombre, en la plenitud de la vida, había caído mortalmente herido por las balas y la pólvora, y él mismo había sido uno de los forzosos verdugos. Nada más llano ni más fácil que se enderezara al centro del país en busca de Baninelli, presentar a los muchachos que le tenían prisionero, procurar el rescate del estudiante y el indulto de los demás. Juan quedaría de nuevo en el servicio de las armas, que le agradaba, y los calaveras perdonados regresarían a su casa. Viose tentado de proponerles ese plan, y más de tres noches, a pesar del cansancio, le quitó el sueño esta idea; pero tuvo miedo. Conocía el carácter terrible de Baninelli, que lo consideraría como desertor frente al enemigo, lo que confirmaría precisamente llegando unido a unos cuantos revoltosos. Tal resolución no daría otro resultado que conducirlo a la muerte, a una muerte segura e ignominiosa al pie de otro sauce seco y torcido, fusilado tal vez por Espiridión y Moctezuma III, que nada podrían hacer para salvarlo. Quedaba también por saber si los muchachos calaveras tendrían suficiente confianza en él y querrían exponerse a ser cuando menos filiados como soldados. Dio vueltas en su cabeza a éste y otros pensamientos, y no encontró al fin de sus meditaciones ninguna salida.

—No hay más —concluyó diciendo para sí— que dejarse arrastrar por la fatalidad que ha marcado mi vida. Apenas he encontrado un modo de vivir tranquilo, cuando ha venido un suceso inesperado a cambiar mi posición sin que yo haya podido remediarlo. Yo no he aspirado a nada, no he buscado nada, no he podido tener voluntad propia, y desde que fui colocado de aprendiz en la casa de ese maldito tornero, he sido como arrebatado por una fuerza superior a mí. Bien, ni lucho ni lucharé más, porque sería inútil; así, soldado, arriero, pronunciado, mozo de una hacienda, ladrón, todo me es igual. Esta última aventura me ha dejado sin salida, y no tengo ya que pensar sino en dejarme llevar por la corriente. El mundo ha sido bien triste y bien ingrato para mí, y no vale la pena que me fije en ciertos movimientos de mi alma que se pueden llamar piedad, honradez, trabajo, bondad, vergüenza, posición social, nada; todo esto no es para mí, ni hay que pensar en ello… A vivir como se pueda y a morir como Dios quiera.

Con un hondo suspiro que le hizo venir las lágrimas a los ojos, con un recuerdo de Tules, de Cecilia, de Casilda, sobre todo, del buen licenciado don Pedro Martín, de la excelente doña Pascuala y de sus alegres compañeros Espiridión y Moctezuma III, terminó sus reflexiones.

—¡Buenas gentes! —dijo limpiándose los ojos—. ¡Ya no los volveré a ver en la vida!

La lágrima se secó y una mala levadura envolvió el corazón del huérfano.

Las amargas reflexiones de que apenas ha sido posible dar una idea, martirizaron, trituraron, por decirlo sí, el cuerpo y el alma del muchacho, y el mismo dolor y la fatiga le produjeron un sueño pesado y letárgico, de modo que era de día cuando entró Romualdo, el dependiente de la casa de abarrotes y le removió con el pie.

—Amigo Juan, no le diré que se le han pegado las sábanas, porque hasta el nombre se nos ha olvidado, sino que se le han pegado los ojos. Levántese y ensille su caballo, que es hora de ponernos en camino.

Los cinco muchachos que habían hecho prisionero a Juan, se puede decir que le querían y que ya eran amigos; pero ese Romualdo que lo despertó lo distinguía más. Se prestaba a vigilarlo para dejarlo más en libertad en el camino, y ya habían prescindido de amarrarlo en la silla o quitar el freno al caballo y conducirlo persogado con una reata.

—¡Ah, es verdad! No sé qué diablo de pesadilla he tenido en la noche —le contestó Juan levantándose, pues dormía vestido en un petate o en un cuero como los demás—. El cuerpo me duele como si me hubiesen dado cien palos. Tengo alguna cosa que decir; pero desearía que estuviesen todos juntos.

—Aquí están y nos vienen a buscar —dijo Romualdo; y en efecto, entraron ya con sus espuelas y sus cuartas colgadas de un botón de las calzoneras, dispuestos a montar a caballo.

—Amigos —les dijo Juan en cuanto los vio—. Anoche he pensado mucho y he tomado mi resolución. Soy todo de ustedes; lo que hagan, haré yo; lo que coman, será mi alimento; en los riesgos, si los hay, seré el primero; si algo se gana, me darán la parte que quieran; todo a fe de hombre, y si no me creen, un balazo lo hace bueno porque ya me cansé yo, y ustedes más, de cuidar y mantener un gandul que sirve de estorbo. Suyo hasta la muerte.

Juan se descubrió el pecho, y se les puso enfrente, erguido y con su fisonomía franca, donde se veía que lo que decía era espontáneo y sincero.

Romualdo se quitó el sombrero y lo tiró por lo alto, gritando:

—¡Viva Juan!

Los demás hicieron lo mismo.

—Que nuestro prisionero sea nuestro capitán. ¿Les parece?

Aclamaron todos a Juan, lo abrazaron y se pusieron locos de contento, como si se hubiesen sacado una lotería. Pasado este primer momento, comenzaron a deliberar. Entre todos, apenas tenían para pagar la hospitalidad que les había dado un vecino del pueblo, y la cena y el desayuno en una fondita cercana. Dos días más, y no tendrían ni para la pastura de sus caballos.

—Yo conozco al principal de una casa de Tepic, que es la que surte de todo a mi patrón de Guadalajara. Tepic, a donde he venido muchas veces, no dista de aquí más de dos leguas. Déjenme ir a verlo, él nos puede ocupar en algo y, en último caso, no me negará algunos pesos con que podamos vivir un par de semanas. Tepic es país de comercio muy socorrido y donde hay mucho dinero, y no nos faltará. Parto en el acto, y al caer la tarde estaré de vuelta.

Aprobaron todos las idea, y Romualdo partió a galope y los demás, muy contentos y de tú por tú con Juan, quedaron esperando en el alojamiento, se pasearon en el pueblo y almorzaron en el figón.

Al caer la tarde Romualdo regresó con buenas noticias. Se trataba de una expedición larga y peligrosa que interesaba a la casa, y precisamente necesitaba de algunos hombres resueltos. Todos, pues, y con esperanza de buena recompensa, tenían colocación.

A la mañana siguiente, la pequeña y animosa cuadrilla estaba en Tepic, instalada en un buen alojamiento; Juan y Romualdo arreglaron en la tarde con el gerente de las casa de comercio, las condiciones de la expedición.

Dos días después, guiados por un dependiente de la casa al que acompañaban dos mozos con una mula de carga, se pusieron en camino, tomando el rumbo de San Blas, siguieron por la costa, teniendo que vadear en la baja marea diversos bayucos, retirándose un poco al interior, para encender con matorrales y ramas una lumbrada, comer los víveres secos o conservados que llevaba el dependiente, y pasar así la noche. A los cuatro días de esta marcha misteriosa por un país desierto y salvaje, que por primera vez quizá era hollado por una planta humana, se encontraron en un lugar delicioso. El dilatado mar Pacífico había penetrado un poco en la costa y formado una concha extensa, o mejor dicho, una bahía que, en miniatura, remedaba la de Acapulco, pues estaba abrigada a derecha e izquierda por dos cerros tapizados de un verde claro y salpicados de graciosas palmeras. Las olas azules y mansas iban a terminar dulcemente a esa playa, dejando al retirarse un mosaico de Conchitas y de esmaltados caracoles. Los aventureros, muchachos que no conocían el mar, quedaron pasmados al contemplar esta grandiosa escena, y se alegraron de haberse fugado de su casa y de gozar de la vida libre y fantástica con que ellos habían soñado. Juan fue feliz en ese momento, y los cuadros siniestros de sus desventuras desaparecieron de su imaginación. En la tarde, que era luminosa y espléndida, registraron el horizonte y vieron salir de sus lejanos límites, que se confundían con el cielo azul, ligeramente veteado de rojo y oro, un pequeño palo, como el grueso de un taco de billar; después otro y otro, hasta que brotó de las ondas una fragata de tres palos, con su velamen blanco, hinchado, como, si fuese un gran alción fabuloso. Poco a poco fue acercándose a la costa con mucha precaución, hasta que fondeó a cierta distancia, arrió sus velas y quedó balanceándose majestuosamente en las azules aguas. Una ballenera se desprendió de su costado, con el capitán y cuatro remeros vigorosos, y a la media hora desembarcaron en la tranquila bahía, entregaron al dependiente dos baúles y un rollo de papeles, y se volvieron a bordo.

El campamento con toldos de lona, que en unión de los víveres venía en las cajas que cargaba la mula, se estableció en las orillas de la concha, y al día siguiente comenzó la descarga. En la tarde de ese día llegó un hatajo de mulas de lazo y reata, en la mañana del siguiente otro, y así sucesivamente hasta que se completó el número necesario para levantar la carga que iba saliendo del vientre de la fragata y que dos lanchones traían sucesivamente a tierra. A poca distancia y al terminar el arenal, había un bosque espeso, sin que se conocieran los límites, de maderas de tinte, y un corte en forma estaba situado en el interior de la arboleda y precisamente enfrente de la hermosa concha que se ha descrito. De los muchachos corteños se tomaron los hombres necesarios para ayudar a la descarga, y en las dos semanas que duró la operación, pues no siempre se podía trabajar a causa del viento, esa pequeña porción de la ignorada y solitaria costa del sur de México presentó un aspecto de animación y de vida como si fuese una ciudad recién fundada por activos y laboriosos colonos. Al fin los arrieros cargaron, la fragata levó anclas y los hatajos lentamente se internaron por una vereda del monte para llegar por caminos de travesía, conocidos únicamente de los contrabandistas, a la feria de San Juan de los Lagos, sin haber tocado ni en la capital de Jalisco ni en ninguna otra ciudad de importancia. Juan y sus compañeros fueron ampliamente recompensados, con lo que tuvieron para pasearse en la feria, y aún les quedaba bastante dinero en los bolsillos.

La residencia de Relumbrón en la feria y las observaciones que había hecho, le hicieron modificar el primer plan que había adoptado antes de su salida de México. Le faltaban algunas personas a quienes mandar directamente y confiar hasta cierto punto en ellos, y ninguno le pareció mejor que Juan, a quien juzgó muy favorablemente, sin darse razón de la causa. Le simpatizó, y esto bastaba. Convino que él y sus compañeros serían sus inmediatos dependientes.

—Tengo haciendas, molinos, talleres, hatajos de mulas; cuanto hay, porque comercio en todo, y ustedes me pueden ser muy útiles. Les pagaré un par de pesos diarios y el caballo mantenido; pero, a fe de hombres, me jurarán obedecerme sin replicar. El día que no estén a gusto, me lo dirán con franqueza, y se retirarán llevando un pequeño capital que les entregaré para que puedan trabajar y vivir por su cuenta.

Juan y sus compañeros convinieron con el mayor gusto, entusiasmándose con la perspectiva de viajes como el que acababan de hacer, y aventuras más peligrosas que las que tuvieron siguiendo a Valentín Cruz. En cuanto a Juan, estaba resuelto a dejarse llevar por la corriente, y nada más.

Al difunto Juan Robreño lo confirmó en su nombramiento de árbitro y señor de la Tierra Caliente, pudiendo disponer a su antojo de ingenios de azúcar y de las fábricas de aguardiente.

José Gordillo, el cochero, indicó que deseaba expedicionar por el rumbo de Sombrerete, donde esperaba recoger un día u otro algunos tejos de plata, y que a la hora que se ofreciera tendría caballos orejanos de la hacienda del Sauz para remontar las partidas. Gordillo quería regresar a los terrenos de la hacienda para indagar si todos los diablos se habían llevado a los dos nobles caballeros que dejó encerrados nadando en su sangre, habilitarse de ciertos caballos magníficos que él conocía, y poder hacer frente a don Remigio en caso de que saliese a perseguirlo con mozos armados. Se le dio gusto, formándosele una cuadrilla de quince hombres, racionados y pagados por un mes. Pasado ese plazo, ellos buscarían el modo de pasar la vida, con la obligación de dar la mitad de todo lo que ganaran a Evaristo Lecuona, o mejor dicho, a don Pedro Sánchez, capitán de rurales de la provincia de Chalco.

Cecilio Rascón quedó nombrado, bajo el mando de Evaristo y de Hilario, para ocupar Río Frío; pero, de pronto, recibió una comisión muy importante.

La canalla compuesta del tuerto Cirilo y conclapaches marcharía a la capital a ocupar sus guaridas provisionalmente, y ya se les organizaría más adelante y se les darían órdenes.

Entre los secretos que sorprendió Relumbrón durante el día que dio el gran banquete a los comerciantes, figuró el siguiente:

Mientras con la copa en la mano gritaba ¡Bomba, bomba! y pronunciaba brindis elocuentes por la prosperidad del comercio, dos comerciantes de Tepic, dependientes precisamente de la casa que había hecho alijar la fragata en la costa del Pacífico, hablaban de negocios en voz no tan baja que no se les pudiese escuchar.

—Ya he encontrado el modo —le dijo uno al que tenía a su lado, y que parecía preocupado.

—Pues me alegro, porque yo me he devanado los sesos y nada de lo que discurría me agradaba. Di ¿qué has pensado tú?

—Cargamos un hatajo con el aguardiente y el azúcar que hemos comprado. Apartamos cinco mulas que llevarán cascos vacíos, y dentro del aparejo, perfectamente envueltas en papeles, bien aseguradas y cosidas, colocamos 500 onzas; así el oro irá muy seguro, y sin pagar derechos lo embarcaremos en el primer barco de guerra inglés que se presente en la costa.

—¿Pero no temes que los arrieros?…

—¡Oh! Tú no sabes que a los arrieros se les puede fiar oro molido. Sin embargo, no hay necesidad de que lo sepan todos. Cipriano y Tomás harán con nosotros la operación y descargarán el chinchorro, y no hay que pedir escolta ni mozos, porque vamos más seguros sin ese aparato. Para cualquier cosa, nosotros y los mozos iremos bien armados. Escogeremos las cinco mulas cambujas que tienen las atarrias encarnadas con el nombre de Rivera, irán juntas, y en caso de accidente, lo que es muy remoto, las podemos cortar, y si registran, no encontrarán más que barriles vacíos.

Relumbrón, fingiéndose muy distraído, platicando, brindando y sirviendo champaña a los amigos que tenía enfrente en la mesa, pudo enterarse de lo más sustancial de la conversación, aun cuando perdió mucho de los detalles y observaciones que hacía uno de los comerciantes, quedando al fin convencido de que habían convenido en que el oro sería conducido de la manera indicada. Siguió chanceando y al parecer muy entusiasmado en una discusión con el convidado que estaba a la izquierda, sobre si las tapatías eran más garbosas y más buenas que las poblanas, y después se volvió a los comerciantes.

—Van ustedes a ser jueces —les dijo, contándoles el motivo de la discusión.

Los comerciantes, que no tenían idea de las chinas poblanas, pues eran de la costa del sur y nunca habían estado en Puebla, se decidieron por las tapatías.

—Pues lo mismo da —contestó Relumbrón— tratándose de muchachas bonitas. Brindemos por las tapatías —y llenó las copas de champaña, y todos bebieron alegremente.

Los comerciantes se despidieron en seguida, diciendo que tenían negocios urgentes que terminar, y, en efecto, se fueron a la casa amplia que habitaban y se encerraron a acomodar ellos mismos y los dos arrieros de confianza el oro, en los aparejos de las cinco mulas cambujas.

XXXIX. El ordenador de la victoria

Juliana, pues ya es tiempo que sepamos el nombre de la cocinera del platero, conocía perfectamente no sólo las costumbres sino los caprichos de su amo. Cuando el compadre Relumbrón anunciaba de palabra o por escrito su visita para el domingo, ya sabía que el platero se levantaba más temprano, anticipaba su misa en el Sagrario, volvía inmediatamente para esperar a su compadre, platicar con él a sus anchas y almorzar en seguida algo de extraordinario y apetitoso.

En esta vez Relumbrón anunció por escrito su visita en una tarjeta que recibió y leyó Juliana y la colocó en un lugar visible de la mesa.

—Hoy es viernes, Juliana —dijo el platero en cuanto pasó los ojos por la tarjeta— mi compadre vendrá el domingo a almorzar, y como acaba de llegar de un largo viaje y ha pasado mil trabajos, es necesario que pongas tus cinco sentidos para que se desquite de las malísimas comidas de los figones del camino que, como sabes, no pasan de mole aguado y frijoles parados sin manteca.

Juliana, por toda respuesta, inclinó la cabeza y salió inmediatamente a hacer con anticipación sus provisiones. El platero conocía también no sólo las costumbres, sino los caprichos de su cocinera, y quedó tranquilo con sólo esa inclinación de cabeza.

El domingo el platero se levantó todavía más temprano, y fue al Sagrario y oyó dos misas, una por cumplir con el precepto y otra por su compadre, que no era de lo más observante, y regresó a esperarlo con su conciencia tan blanca y limpia como el vellón de un cordero.

Relumbrón no se hizo esperar, y pasados los saludos, los apretones de manos y los abrazos, se instalaron, como otras veces, uno en el sillón y otro en el canapé, y comenzaron a departir.

—Viajé feliz y muy feliz bajo todos aspectos. Polvo, calor en el camino a medio día y frío en la madrugada; pero esto es, si quiere usted, agradable, pues se varía de escena, se respira mejor en el aire libre del campo. En San Juan, banquetes diarios, champaña y de cuando en cuando algo de sabroso. Por cierto, no faltaban muchachas como un dulce; pero ya sabe usted que soy casado y fiel marido, y Severa no tendrá que quejarse de mí.

Relumbrón soltó una carcajada como para celebrar su fidelidad o burlarse de ella, dio una palmada en el hombro a su compadre y se acomodó en el sillón.

—¡Ah! Antes de que se me olvide: le he traído a usted una capa soberbia, de paño de Sedán, color de vino, con cuello de nutria de cerca de media vara de ancho. Es la última moda. Compré tres; una para mí, otra para usted y otra le regalaré a don Moisés. ¡Ochocientos tecolines! Pero valía la pena. Ya verá usted qué capa.

—¿Para qué meterse en esos gastos, compadre? Gracias, ya sé que siempre se acuerda de mí; por lo demás, la capa no me servirá gran cosa…

—¿Cómo que no? Para ir a misa temprano, bien abrigado en tiempo de frío, como ahora. Un día, si no se lleva usted de mi consejo, va usted a coger una pulmonía. Precisamente para que no le suceda eso le compré la capa. Su vida de usted es muy interesante, particularmente en estos momentos; pero vamos a los negocios. Le diré a usted, en primer lugar, que la baraja mágica de don Moisés nos ha producido cincuenta y ocho mil pesos, libres de todo gasto.

—¿Es posible, compadre? —interrumpió el platero bailándole los ojos de alegría.

—Como usted lo oye. Los tengo ya depositados en la casa inglesa que usted sabe.

—Ahí tiene usted, compadre; ganancia muy licita. Puede uno ir a comulgar, y en seguida comprar una buena finca con ese dinero. El juego es un vicio, y los que juegan y pierden, en el pecado llevan la penitencia. ¿Quién se lo manda? No se canse usted, compadre, yo no creo en esas barajas de pegue; eso es imposible; la suerte y nada más que la suerte. Don Moisés es afortunado.

—Lo que usted quiera, compadre; pero el caso es que tenemos ya el dinero en caja. Yo individualmente, gané en eso que llama usted vicio, unas cuatrocientas onzas, con lo cual he hecho mis gastos y comprado para Severa, para Amparo y para mi Luisa, admirables cosas de China, de que no se tiene ni idea en México. Algo curioso tengo también para el Presidente.

—Bien, ¿y los demás negocios?

—Poca cosa. Por más drogas que se hicieron en los gallos, dándoles munición a los contrarios y haciéndoles beber qué se yo qué bebistrajos para acobardarlos, se sacrificaron más de ochenta sin mayor resultado; construcción de plaza y tantos malditos galleros viciosos y gastadores, se han llevado las utilidades; así, los miserables mil pesos que se utilizaron, se los dejé para que se los repartieran. El que hizo una regular campaña fue Sotero. Salió de un regimiento de inválidos y se ha traído unos caballos de primera. Me han tocado seis potros de la hacienda del Sauz, que seguramente valen una talega cada uno, ya Román Chávez, que es muy listo, sacará unos caballos de primera. Los muchachos no pudieron hacer gran cosa. Ese bárbaro monarquista que está de gobernador me fusiló dos, y los demás se sumieron; y vea usted, compadre, me alegro, porque esa gente es como la piel del diablo y nos podía haber comprometido. En resumen y en números redondos, el viaje me ha valido unos sesenta mil pesos netos y una gran consideración con el Presidente. Me encargó una comisión política en Guanajuato, Aguascalientes, Guadalajara y Zacatecas, y la he cumplido satisfactoriamente. Ya tiene usted explicado el motivo de mi dilación, más de dos meses de viaje; pero no se ha perdido el tiempo. Debe usted figurarse que al gobernador de Jalisco lo puse en su verdadero punto de vista como un rival, y ha sabido inspirar tal desconfianza al jefe del Estado, que no pasará un mes sin que su caída sea tan estrepitosa como definitiva. Ya ha mandado el Ministro de la Guerra que Baninelli, que está en San Luis, vuelva a Jalisco con toda su brigada y se sitúe en San Pedro a que deje estallar el pronunciamiento en la capital, haciendo entender que lo secundará, que en el instante caiga como un rayo sobre los revoltosos, los bata, los haga pedazos y fusile a los cabecillas. La red está bien tendida y el ejemplo será terrible. Ya me pagará ese mocho la vida de mis dos pobres e inocentes muchachos. Por treinta pesos que robaron a un roletero, los mandó fusilar y, naturalmente, los demás no pudieron buscar su vida y se han mantenido a mis costillas. ¿Me dará usted verdugo igual?… Pero dejemos eso, que ya pasó, y continuemos ocupándonos de nuestros negocios.

—¡Pobrecitos! ¡Dios los haya perdonado! —dijo el platero inclinando la cabeza.

—Vamos ahora, entre usted y yo, a organizar la campaña y preparar la victoria en esta gran capital, mientras viene la feria del año entrante. ¿Cómo tiene usted nuestra casa de moneda?

—Concluida enteramente, montada y lista; no esperaba yo más que el regreso de usted para que comencemos la acuñación.

—¡Bravo, compadre! Venga un abrazo.

—Yo debía habérselo dado antes por el acierto y fortuna que ha tenido don Moisés.

Se abrazaron estrechamente y se volvieron a sentar.

—¿Y cómo se ha compuesto usted con la gente?… Vea usted que es muy peligroso fiarse de…

—No tenga usted cuidado, compadre. Doña Viviana la corredora me la ha proporcionado. Por el rumbo de Tlaxcala había una fábrica de moneda. El jefe político olfateó algo, y comenzó a hacer pesquisas. El protector de los monederos, que era un ricacho de México, tuvo miedo, la cerró y despidió a los operarios, que vinieron a habitar en la Casa de Novenas, en una vivienda contigua a la de la corredora. Como ella los escuchó hablar varias veces y le encargaron les buscara colocación, muy pronto comprendió qué clase de gente era. Me platicó de sus nuevos conocidos, encargándome acomodo para ellos, y concluyó por traerme al que hacía de jefe. Como ya el dinero se les acababa, fácilmente nos ajustamos, y ya los tiene usted en el molino ganando un par de pesos diarios desde hace un mes.

—Todo se nos viene de manos a boca, compadre —le contestó Relumbrón—. ¿Qué plan tiene usted para la acuñación?

—Es muy sencillo, compadre, y se lo voy a explicar en dos palabras. No imagine usted que vamos a fabricar pesos de plomo o de cobre, que los conocen al vuelo los gachupines de las tiendas, y que los indios muerden y les encajan el diente, o los raspan contra las losas e inmediatamente se les ve el cobre. Nada de eso; haremos pesos de plata, de buena plata del cuño de Guanajuato, que resistan al diente del indio y aun al agua fuerte de los plateros; el sonido será idéntico al de cualquier peso de México o Guanajuato, solamente que la liga será en la proporción de un treinta por ciento, de modo que, deduciendo los gastos de reacuñación, que he procurado sean lo más reducidos posible, queda una utilidad de veinticinco por ciento. He logrado descubrir una liga compuesta de cobre, zinc y estaño, que desempeña perfectamente, y se necesitaría del ensaye por la vía seca y por la húmeda para descubrir la falsificación. Haremos un depósito de los metales necesarios, iremos llevando al molino unos diez o doce mil pesos en coche y poco a poco, y, ya todo listo, comenzaremos la acuñación. A cada talega de pesos legítimos de la Casa de Moneda de Guanajuato se le mezclará la tercera parte de nuestra moneda, y esa talega así compuesta se revuelve con talegas de pesos de las diversas Casas de Moneda, y en esta revoltura ¡vaya usted a saber, a adivinar! Ni el diablo. ¿Me comprende usted, compadre?

—Perfectamente. Vea usted, cada cual sabe su oficio. Yo solo, ni en un año hubiera podido establecer la casa de moneda; además, habría tenido que valerme de tan diversas gentes, que, después de pagarles muy caro, quedaríame el temor de una infidelidad.

—Por de pronto, nos contentaremos con una pequeña utilidad de dos o tres mil pesos cada mes —continuó el platero—. Si las cosas van bien, podremos rivalizar con la Casa de Moneda de México; al fin todo el dinero se lo llevan los ingleses para encerrarlo en el Banco de Londres o enviarlo a la India oriental; así ¿qué más da que tengan los pesos diez dineros, veinte granos, que cinco dineros y diez granos? Un señalado servicio hacemos a la nación con nuestra industria.

Y el platero concluyó con su acostumbrado estribillo:

—Compadre, desengáñese usted. Después de haber acuñado cien mil pesos de la manera que le he dicho a usted, podemos ir a comulgar, y si la muerte nos coge, nos vamos a la gloria derechitos.

—Necesitamos una contabilidad, una dirección. En los libros figurarán tercios de harina en vez de talegas… El molino también ha de estar en corriente para moler únicamente el trigo de la hacienda, y sobre todo, para cubrir las apariencias.

—Eso sí es cuenta de usted, compadre —dijo el platero— yo no puedo cerrar mi platería, y sólo de vez en cuando iré a dar un vistazo…

Relumbrón se quedó meditando un rato, luego dióse una palmada en la frente.

—¡Eureka! Ya encontré mi hombre.

—¿Quién?

—Nada menos que el cuñado del licenciado don Pedro Martín de Olañeta.

—¿Es posible?

—Y muy posible. Creo haberle contado a usted una historia de unas libranzas falsas; pues bien, esas libranzas falsas están en mi poder y el que las firmó y me las debe es ese licenciado, que, por enjuto y delgado, le llaman Chupadito o Chupita, marido de doña Clara, cuyo lujo y cuyos gastos rayan ya en el escándalo; pero no es el interés de que me pague el que me mueve a proponerle ese destino, sino el complicarlo. ¿Quién se atrevería ni siquiera a pensar que el magistrado que pasa por ser el más honrado y el más severo de la República, tiene un cuñado monedero falso? Aceptará, quiera o no. Si rehúsa, entregaré las libranzas a un juez, y acabamos. Si admite, él traerá y llevará el dinero, se ocupará personalmente de la contabilidad y aparecerá como socio mío en el molino de trigo. Su mujer no desea otra cosa sino separarse de él, pues parece que además de su carácter duro y altanero, tiene amoríos con ciertos personajes de alto copete. Su marido, apasionado de ella en los primeros meses de su casamiento, arruinó su reputación y su bufete por ella; hoy está aburrido, y la aguanta por consideración a don Pedro Martín, que no deja de protegerlo y darle negocios. Verá, pues, el cielo abierto con una colocación semejante. Tendremos al terrible juez a nuestra disposición, por un lado por su cuñado y por el otro por el licenciado Lamparilla.

—¿Qué Lamparilla está enterado de nuestros secretos?

—Ni por pienso. Yo he catado a mi hombre, es vivaracho, activo, abogado práctico y chicanero; pero hablador, ligero, incapaz de guardar cinco minutos un secreto. Así, lo ocupo en negocios sencillos, le doy comisiones que le agradan y en las que aparezco como generoso, desprendido y honrado; me llena de elogios y es capaz de meter por mi las manos en la lumbre; me considera como un gran calavera lleno de buenas cualidades. Además, lo tengo cogido con un negocio con el que sueña día y noche y trata de que lea yo una resma de documentos y escrituras que no se entienden, del tiempo de Carlos V y de Felipe II. Dice que es el apoderado del último descendiente en línea recta de Moctezuma II. Este muchacho, que es militar en la tropa de Baninelli, fue la causa de que yo desmontara la partida de Panzacola. Añade Lamparilla que todo el volcán del Popocatépetl es de Moctezuma III, así como seis u ocho haciendas del valle de Ameca. Creo que todo esto es pura fantasía, y tratando el negocio como yo lo trato, no me será difícil sacar del Presidente, en un rato de buen humor, una orden para que le den posesión de sus bienes al supuesto o verdadero Moctezuma III. Si los que los tienen ahora se defienden, ya irán ante los jueces para que decidan quién tiene razón; y si se trata sólo de la fuerza, el que tenga más, ganará, y eso será también cuenta de Lamparilla. Me ha prometido que me regalará una hacienda si le consigo la orden para la entrega de los bienes, y me he reído, como me reí de la baraja mágica de don Moisés, y ya ve usted el maravilloso resultado que nos ha dado. Ya sabe, compadre, quién es Lamparilla y el papel que representa a mi lado; pero volvamos a nuestros asuntos, que va siendo hora de almorzar y mi talento, como dice don Joaquín Patiño es de estómago. Lo de la casa de moneda y molino lo debemos dar por arreglado. En la semana entrante haremos los tres un viaje a las haciendas y quedará instalado el licenciado Chupita en su puesto. Mañana mismo lo veré. Son tantas las cosas que tengo en la cabeza, que me olvidaba de decir a usted que tengo un negocio que llamaremos de las mulas cambujas. Tienen los aparejos llenos de oro. ¡Quince, veinte, treinta mil pesos! Estas mulas deben cortarse de la recua en el punto que sea posible, y en vez de llegar a su destino, encaminarse a la hacienda; no deben dilatar, tomando en cuenta la fecha en que yo salí de San Juan. Esta expedición, en que más se requiere astucia que fuerza, está confiada a don Pedro Cataño, cuyos antecedentes e historias sabe usted ya. Ha sido de mi parte un ensayo atrevido, y lo probable es que no vuelva a ver a don Pedro Cataño, ni a las mulas cambujas. Si logra cortarlas, hará bien de largarse con ellas, ganar la frontera y no volverse a acordar de su ingrata patria ni de nosotros. En su caso haría yo otro tanto, y en seguida me iba a comulgar, como usted dice, y si me moría, derechito me iba al cielo. Diré a usted de una vez, para concluir mis planes y la parte que deberá tomar en ellos, pues cuando me siento a la mesa no me agrada hablar de negocios. Voy a despedir, dándole una buena gratificación, al dependiente que tengo. Yo llevaré personalmente mis cuentas y el dinero estará muy seguro en la casa inglesa, que es de absoluta confianza y reserva. Cesarán mis amistades y relaciones, en la apariencia, con don Moisés, con los galleros y chalanes; no habrá, pues, ni entrantes ni salientes en mi casa, y mucho menos de la calaña de los desalmados pillos de Tepetlaxtoc; jugaré poco, me dedicaré a nuestros negocios sin estrépito ni bulla; frecuentaré la buena sociedad y pondré mis cinco sentidos en dar más brillo a mi tertulia semanaria. Severa, por sus virtudes, y Amparo, que cada día se pone más hermosa, tienen encantada a la concurrencia. Ya ve usted, compadre, que sigo sus consejos, y en vez de un calaverón, me vuelvo un hombre formal y rangé, arreglado, como dicen los franceses. Para facilitar nuestros negocios y alejar toda sospecha, necesitamos variar cosas. Voy a conseguir una contrata de vestuarios, usted se encargará de buscar un local amplio, no muy en el centro de la ciudad, y allí será realmente nuestro despacho y el lugar en que podremos despachar nuestros asuntos sin llamar la atención, puesto que en un taller semejante no es extraño que entren y salgan toda clase de personas. No es mi propósito ganar a costa del trabajo y de la sangre de las pobres mujeres que cosen ropa de munición, pagándoles a real cada camisa y a tres cuartillas cada pantalón, poniendo las agujas y el hilo; eso se queda para los miserables usureros que hacen una fortuna en momentos, robando a la vez al gobierno y a los infelices; no, por el contrario, costureras, sastres y talabarteros estarán en sus glorias, pues se les pagará doble, y no se les sujetará a multas y a rebajas cuando no entreguen los sábados la ropa que se les da a cocer. En cambio, escogeremos con tacto y sin que ellos mismos se den cuenta, los numerosos espías que necesitamos. En las casas más principales, en los cafés, en los teatros, en los toros, en las oficinas, en los conventos mismos, necesitamos personas que nos den razón de la vida íntima de las familias, para calcular con acierto y madurar el golpe; en una palabra, una policía secreta en toda la ciudad y en las ciudades, haciendas y pueblos adonde se extiendan nuestras operaciones. La recamarera en una casa, el portero en otra, el aguador en la de más allá, el cochero, el lacayo en las casas de los agiotistas y de los hacendados; en los cafés, un viejecito en un rincón tomando su copa, fingiendo que dormita y escuchando al mismo tiempo las conversaciones; en los teatros, una o más personas bien vestidas, trabando amistad con los payos que vienen del interior, para averiguar el dinero que traen, en qué lo van a emplear y cuándo regresan y por qué camino. Los ladrones hasta aquí no han sido más que seres depravados, generalmente unos brutos, que no han tenido plan ninguno. Detienen a un hombre en una noche oscura, le ponen el puñal al pecho y le roban un reloj de plata o de cobre que vale tres pesos. Asaltan una casa, donde en vez de dinero hay miseria, y se llevan un paquete de ropa vieja. Atacan la diligencia donde acaso no van más que mujeres y muchachos, que por no tener o no querer pagar el almuerzo, comen pan y queso dentro del coche, y se contentan con seis u ocho pesos y algunas piezas usadas de los baúles de equipaje, como lo ha hecho ese pícaro capitán de rurales, que no ha salido hasta ahora de perico perro con todo y su insolencia y sus baladronadas… Nada de eso, compadre, todo ese método es ineficaz y mezquino. Dos o tres golpes certeros en un año, valen más que uno diario que no produce ni para comer frijoles. Reflexione usted en la suerte de todos los ladrones: o los ahorcan, si dan con desalmados como Baninelli y el gobernador de Jalisco, o se pudren en las cárceles si dan con jueces como Bedolla; y si va usted a indagar lo que tienen, les faltan siete y medio reales para completar un peso, y sus mujeres o sus queridas necesitan prostituirse para llevarles a la cárcel la comida, el chinguirito y la baraja. Poco nos costará esa policía. De las mismas mujeres y de los artesanos que concurran al almacén de vestuario del ejército mexicano, sacaremos lavanderas, cocineras, recamareras, costureras, amas de llaves, mozos, lacayos, cocheros y hasta escribientes para las diversas casas que los necesiten. Tenemos a nuestra disposición una buena cuadrilla de viejos ladrones del barrio de San Pablo, con los que se ha entendido el capitán de rurales, que me puso delante de las ventanas de mi casa de Lagos para que los conociese, y, bien dirigida, nos será de mucha utilidad. A uno de ellos, al más honrado, le pondremos una regular tienda de comistrajo, que tenga poquísimo capital y mucha apariencia, y él se encargará de dar los papeles de conocimiento. Doña Viviana la corredora será nombrada directora del taller de mujeres, ella les distribuirá las prendas, les repartirá el hilo y las agujas, les pagará su raya los sábados; se hará, con este motivo, de confianza con ellas, sabrá su vida y milagros y las irá colocando a medida que se necesiten y ellas lo pidan; les aconsejará que vayan a ver a nuestro tendero, al que apenas ella conoce, pero que está segura que es muy hombre y muy caritativo, y que sin dificultad les dará el papel de conocimiento. En cambio del servicio, doña Viviana no exigirá de ellas sino que la vengan a visitar cada semana, y en las visitas les hará preguntas discretas hasta que se entere exactamente de la vida íntima de la familia en cuya casa sirven; por ejemplo: a qué horas entra y sale el padre, el marido o el amante; si hay plata labrada y alhajas en la casa y dónde acostumbran guardarlas; si hay armas y cuáles son; si son descuidados y dejan las puertas abiertas; si hay niños y cuántos son; qué clase de gentes frecuentan la casa; cuántos criados son y si sirven en el piso bajo; qué clase de persona es el portero, etc. Todo es muy interesante y ningún pormenor se debe omitir, por muy insignificante que parezca. Viviana tiene una facha de mujer quieta y honrada, y a eso debe la fortuna que ha ganado en su comercio; es, además, discreta, reservada y muy lista para esta clase de indagaciones, y desempeñará su papel admirablemente. Además del sueldo, entrará en sociedad con nosotros y le dejaremos libres dos días de la semana, para que continúe en su comercio de alhajas y de ropa usada; lo que, como usted sabe mejor que yo, nos conviene mucho. Bien entendido, compadre, que en todo esto no tendré arte ni parte. Yo apareceré simplemente como el contratista serio, más bien severo, aunque afable en el trato con los artesanos, costureras y dependientes, que no deben apercibirse de nada ni ocuparse más que de la confección del vestuario. Tome usted en arrendamiento una casita de campo por Merced de las Huertas; allí se va usted como a descansar y a pasear los días que esté de humor y recibir allí a Viviana y cuantas otras personas sea necesario. En México no debe usted ser más que platero y nada más que el antiguo y acreditado platero amigo de las monjas, de los frailes y de los canónigos, especialmente de los de la Colegiata de Guadalupe, que con las medallas y milagros le dan lo bastante para comer como un príncipe y regalar hasta la exageración a su buena y guapa Juliana.

—No diga usted semejantes cosas, compadre; Juliana es mi cocinera y nada más. La conservo y le pago bien porque en todo México no habrá quien guise mejor que ella.

—Lo mismo puedo decir yo de Luisa y de la otra. Son simplemente mis conocidas, y jamás me ha pasado por la imaginación el… Pero doblemos la hoja y continuemos, que aún tengo que decirle y se nos ha pasado ya la hora del almuerzo. Necesitamos un mesón y un corral grande. El mesón, para que nos sirva de una especie de garita donde se adquieran noticias de los caminos. Quién entra, quién sale, qué cargamentos van y vienen, en qué consisten y si se puede intentar alguna sorpresa segura; también a los mesones concurren ladrones, que podemos reclutar o perseguir, según nos convenga. El corral será el cuartel general de los valentones de Tepetlaxtoc y demás canalla que hemos reclutado, menos la gente de don Pedro Cataño. Si es que vuelve, tendrá también su cuartel general en la hacienda o en el molino, y nos servirá de escolta para traer y llevar el dinero cuando no expedicione por la tierra caliente. En el corral se venderá paja, cebada y maíz, se comprarán y venderán caballos, se alquilarán carros y coches; en fin, un comercio en forma que nos produzca siquiera lo bastante para mantener la caballada que se emplea en el servicio de las expediciones. Yo iré al corral de vez en cuando, con un pretexto o con otro, para dar un vistazo; pero la dirección inmediata la tendrá don Pedro Cataño, si vuelve, o algún otro a quien yo eche el ojo; quizá alguno de los muchachos con quienes hice conocimiento en la feria, que a estas horas deben estar ya esperándome en la hacienda de Arroyo Prieto. Nada me ocurre ya encargar a usted, compadre, y aunque me ocurriera, me callaría la boca, porque tengo ya un agujero en el estómago.

—¡Qué talento, compadre! Dios se lo ha dado a usted y no hay que negarlo; pero tiene usted mucha razón y ya es tiempo que pasemos al comedor.

El platero torció la llave de la puerta de la sala y la abrió de par en par. Se dirigió a la cocina y encontró a Juliana en los momentos de hacer en la sartén una tortilla de huevos con chorizos de Extremadura.

—Parece que has adivinado mi pensamiento. Precisamente ese plato que tú haces tan bien, como todo, quería ofrecérselo a mi compadre; pero con tanta ocupación como tengo, se me pasó el decírtelo.

—Siempre le adivino a usted sus pensamientos; pero no es gracia, pues conozco los platos que le gustan a usted y al señor coronel. Me da gusto que quede contento cuando viene a almorzar con usted. He preparado también un pulque de piña con canela y algo de chile mulato.

El platero no pudo menos de dar un beso en el cuello redondo y blando de Juliana, aunque un poco sudoroso con el calor de la cocina.

—¿Si se enfría la tortilla? —dijo Juliana, dejándose acariciar—. No será culpa mía si la encuentra mala. A almorzar.

El compadre entró en el comedor repitiendo también:

—A almorzar —y los dos se sentaron en la mesa, repartiéndose por mitad la humeante y olorosa tortilla con chorizos de Extremadura.

No hay necesidad de decir que la cocinera, como los domingos anteriores, durante la conversación de los compadres había aplicado alternativamente el oído y el ojo a la cerradura de la llave.

XL. Las cinco mulas cambujas

Costó mucho trabajo a Relumbrón que el licenciado Chupita aceptara el cargo del molino de Perote. Se resistía a lanzarse de lleno en una carrera de perdición; pero no hubo remedio. Por una parte, tenía que sostener el lujo de su mujer, y los negocios de su bufete no le daban lo bastante, y, por otra, el coronel lo puso entre la espada y la pared. O aceptaba el empleo con todas sus consecuencias, o las libranzas falsas pasaban a las manos de un agente de negocios.

El licenciado Chupita pidió tres días para arreglar sus negocios; dijo a su mujer y a don Pedro Martín que había admitido el cargo de administrador de la hacienda de Arroyo Prieto, celebrando una especie de compañía con el coronel, en la que tenía, además de un sueldo fijo, el veinticinco por ciento de las utilidades. Don Pedro Martín, que vivía en eterna discordia con su hermana por causa de su lujo y de su conducta un poco libre, aprobó la resolución y le aconsejó que se llevase a Clara; pero ésta resistió, lo que agradó a Chupita, pues era imposible ponerla al tanto del secreto, ni Relumbrón lo hubiese consentido, aun cuando la mundana señora se hubiese resignado a enterrarse en un desierto. Quedó contenta con una mesada de doscientos cincuenta pesos, y así quedaron arreglados los asuntos de familia.

Una hermosa mañana de primavera, el cuñado de don Pedro Martín de Olañeta, Relumbrón y su compadre el platero montaron en un amplio y fuerte coche con tablita por detrás y por delante (era ya el coche de la hacienda), y se pusieron en camino con dirección a San Martín. Llevaban cargados en el coche, para comenzar la falsa amonedación, unos ocho mil pesos, en huacales al parecer llenos de fruta, una buena provisión de víveres y a Juliana bien acomodada y con un paraguas en la tablilla delantera, a reserva de meterla dentro del coche pasada la garita.

El tiro de mulas no era tan bueno como los del marqués de Valle Alegre, pero suficiente para que el primer día llegasen a Ayotla y el segundo a la hacienda, habiendo sido escoltados en el monte por Hilario. Nada había en la hacienda que infundiese sospechas; era una finca como cualquiera otra, lejana del camino real, administrada interinamente por un mayordomo; se daban los últimos barbechos para preparar la tierra y sembrar el maíz temporal. La hacienda y el país, todo solo y tranquilo. Ningún inconveniente había en que Juliana y cualquiera otra persona residieran allí. Relumbrón encontró ya instalados a Juan y sus compañeros. El mayordomo los juzgó de pronto malhechores; pero le dieron tales señas y tales pormenores del coronel que los enviaba, que se tranquilizó y les permitió que se alojasen en una troje vacía.

Mientras que Relumbrón hacía su expedición por el interior, su compadre había cumplido los encargos que le dejó encomendados. El comedor, la sala y tres o cuatro recámaras de la hacienda las habían dispuesto y arreglado modestamente, pero con cuanta comodidad era indispensable para que pudiesen alojarse cuatro a cinco personas. La maquinaria para el molino de harina, de estilo moderno, estaba instalada, y en cuanto a la casa de moneda, no había ni qué desear. Las de Guanajuato y México no estarían mejor. Los troqueles él mismo los había grabado. Los volantes los mandó hacer a un hábil herrero que hacía años servía al platero y le construía cuanto necesitaba para la acuñación de medallas. En esta vez le dijo que los canónigos de Guadalupe le habían mandado hacer dos mil del tamaño de un peso, y el volante fue mayor que los que otras veces le había construido; así, ni modo de que nadie sospechase el verdadero objeto, y, por lo que pudiese suceder, en caso de una visita de gente extraña al molino, tenía ya arreglado con el Abad de la Colegiata la acuñación de un número considerable de medallas. La habitación arruinada del molino estaba completamente reparada, y nada faltaba en ella para una vida cómoda y tranquila.

Relumbrón se estableció durante algunos días en la hacienda, esperando de un momento a otro la llegada de las cinco mulas cambujas; entre tanto, habló detenidamente con Juan y sus compañeros, y dio sus disposiciones para el giro de las fincas. Juan le contó algo más de su vida y aventuras; entre otras cosas le dijo que durante mucho tiempo había estado en un rancho y sabía todo lo necesario para poder gobernar una hacienda de campo, por lo que decidió encargarle provisionalmente la administración de la hacienda; a Romualdo lo hizo mayordomo, y a los otros les encomendó el cuidado de los caballos y tiros de mulas.

—Todos ustedes —les dijo— están prófugos de su casa, proscritos, sentenciados a muerte o a presidio en San Juan de Ulúa, que es peor que la muerte. Desde que llegué a México, he hecho las mayores diligencias para alcanzar su perdón, sin poderlo conseguir, pues el gobierno está inflexible con los partidarios de Valentín Cruz. Aquí en la hacienda tendrán lo necesario, nadie los conoce y pasarán por dependientes de la finca y estarán muy seguros; pero en cambio han de prometerme, a fe de hombres, obedecerme en todo y por todo y hacer lo que yo mande sin replicar ni hacer observación ninguna. En una palabra, como soldados. Tienen tiempo de reflexionarlo.

Juan y sus compañeros se hacían mil conjeturas, y no podían comprender cómo la casualidad les había proporcionado un protector tan generoso; pero no teniendo de pronto otra ocupación, ni deseos de regresar a sus casas y menos de ser cogidos y enviados a San Juan de Ulúa, aceptaron con entusiasmo las proposiciones de Relumbrón y le juraron por el santo de su nombre y por el alma de su madre que lo obedecerían en todo y que podía contar con ellos.

En cuanto a Juan, individualmente, se conformó en su propósito de dejarse llevar por la corriente.

Ni por la mente le pasaba, cuando estaba arrimado en el rancho de Santa María de la Ladrillera, que había de llegar a ser administrador de una gran hacienda del Valle de San Martín.

Relumbrón había perdido ya la esperanza de ver llegar las cinco mulas cambujas. O a don Pedro Cataño le había pasado algún accidente, o se había aprovechado de la ocasión y robádose el oro encerrado en los aparejos.

—Golpe en vago, compadre —le dijo el platero— y pues que todo está arreglado en la hacienda y nada tenemos que hacer, vámonos mañana al molino, a dar posesión de su empleo al licenciado y comenzar las labores, pues cada día que pasa perdemos lo menos cien pesos.

A cosa de la media noche, cada uno se acostó en su recámara, y apenas acababan de conciliar el sueño cuando dieron tres toques en la puerta principal de la especie de muralla que precedía a la entrada de la casa.

Relumbrón, el primero, se levantó.

—O nos han denunciado y vienen a aprehendernos, o son las cinco mulas cambujas.

¿Quién los había de denunciar, cuando habían tenido tantas precauciones y no comenzaba aún la acuñación de moneda falsa que proyectaban?

La conciencia era la que denunciaba a Relumbrón a cada momento.

Los golpes en la puerta se repitieron, el coronel se acabó de vestir, tomó sus pistolas y salió a abrir. El licenciado y el compadre, que oyeron los toquidos, temblaban de miedo, se fingieron dormidos y se cubrieron la cabeza con las sábanas. Juan y sus compañeros roncaban profundamente, encerrados en la troje.

Relumbrón abrió decididamente la puerta, y don Pedro Cataño y las cinco mulas cambujas, escoltadas por seis muchachos bien montados y armados, entraron en el patio. Relumbrón se hizo conocer. Don Pedro Cataño se apeó del caballo y se estrecharon la mano.

—Todos duermen en este momento —le dijo—. Que descarguen las mulas en mi misma recámara y se verá dónde se guardan mañana.

Los mozos de Cataño descargaron las mulas, dejaron los barriles vacíos y los sacos de maíz en el patio, y colocaron los cinco aparejos en la recámara de Relumbrón; las bestias fueron llevadas a las caballerizas y la gente al cuarto de raya, que era amplio y tenía bancas y esteras, donde mal que bien podían pasar el resto de la noche.

—¿Viene todo completo? —preguntó Relumbrón cuando entraron en la recámara, cerrando tras sí la puerta.

—Supongo que sí, pues los aparejos no se han tocado y yo he dormido sobre ellos durante le camino.

—Cumplí exactamente la comisión que usted me confió —respondió con modestia Cataño—. Nada tiene esto de particular.

—¡Maravilloso! Pero cuénteme —continuó— cómo ha pasado el lance.

—Corté las cinco mulas cambujas y me las traje, y aquí están los aparejos que no me dejan mentir —contestó sencillamente Cataño, que estaba sentado sobre ellos mismos.

—¡Admirable! ¿Pero no hubo lucha, ni balazos, ni heridos?

—Nada absolutamente. Salí con seis muchachos siguiendo los hatajos, que se componían de cosa de cincuenta mulas que cargaban aguardiente y azúcar, y en el centro observé las cinco cambujas. Detrás de los hatajos iban los dos dependientes, seguidos de dos mozos, todos bien armados. A las dos horas de camino me reuní con los dependientes, dejando muy atrás a los muchachos, y así caminamos en buena amistad cinco o seis días. Me dijeron que regresaban a Mazatlán después de haber vendido muy bien un cargamento de ropa que llevaron a la feria, disponiendo de su producto en esta forma: parte en dinero, que habían remitido a don José Palomar, a Guadalajara, aprovechando el regreso del regimiento que había hecho el servicio en la feria, y parte en azúcar y aguardiente, que esperaban vender muy bien, pues no había existencias en el puerto. A mi vez les dije yo que había venido a San Juan a comprar sombreros de palma, zapatos y frazadas, que escaseaban en San Francisco, California, donde yo vivía y tenía un comercio; que mi carga había salido hacía seis días para San Blas, y yo me dirigía a Mazatlán a esperar un bergantín para embarcarme. Establecida ya esta confianza recíproca, almorzábamos y cenábamos juntos y yo dormía en mi campamento, cerca del jato de los arrieros a cuyo cargo estaban las cinco mulas cambujas, de las cuales quizá adrede no parecían hacer mucho caso los dependientes. Platicando a ratos con los arrieros, les di a entender que yo era también dependiente de la casa y encargado expresamente de conducir esas mulas a un rancho cerca de la costa y no al puerto de Mazatlán. Así seguimos en la mejor inteligencia. Generalmente la jornada comenzaba antes de amanecer, para aprovechar el fresco y que no se fatigasen las bestias. Atravesábamos un día por un bosque muy sombrío y tupido de árboles. En la noche cayó una fina llovizna, y antes de amanecer la niebla era tan espesa que no se veían ni las manos. Los dependientes y los mozos y arrieros dormían profundamente debajo de las tiendas de campaña, que se formaban con sarapes y con las mantas de los arrieros. Desperté a los de las cinco mulas cambujas, les dije que necesitábamos adelantarnos para dejar los cascos de vino vacíos en un rancho y levantar en su lugar unos sacos de pasturas que ya nos faltaban, para que cuando llegasen las recuas pudiésemos juntos rendir la jornada. Los arrieros, tanto por la intimidad en que me habían visto con los dependientes, como porque tal vez no sabían lo que contenían dentro los aparejos, no vacilaron en obedecerme; aparejaron y cargaron las mulas, y nos pusimos en camino, mientras el resto del campamento permanecía todavía quieto y entregados todos al más profundo sueño. Una vez emprendida esta aventurada tentativa, me resolví a llevarla a cabo por bien o por mal; así, que di la lección a mis muchachos. Si era sentido, yo haría frente a los dependientes y a los mozos, razonando y engañándolos si podía; y si no, dándoles de balazos y cuchilladas, mientras ellos lazaban las mulas y se internaban en la selva, donde nos deberíamos reunir a la señal de uno o más silbidos convenidos y conocidos solamente de nosotros; pero de nada de esto tuvimos necesidad. Incliné la marcha por el rumbo opuesto al derrotero que debía seguirme para llegar a Mazatlán. Avanzamos terreno por las veredas de ganado que las mulas seguían por instinto, de modo que cuando salió bien el sol, ya estábamos lejos de donde habíamos salido y cercanos a una ranchería, a la que llegamos en veinte minutos y donde efectivamente encontramos maíz y rastrojo de la reciente cosecha, lo que tranquilizó completamente a los arrieros. Resolví hacer alto allí todo el día, y, parecerá extraño, pero hice esta composición de lugar: si extrañan las mulas, las buscan y vienen a dar aquí, nos batimos, y la cuestión de las cambujas queda terminada de una manera o de otra; si no vienen en todo el día y el resto de la noche, es que nos han buscado, pero han extraviado el camino y van alejándose en vez de acercarse y, en ese caso, puedo ya seguir mi ruta hasta San Martín en más o menos días, pero con la más perfecta seguridad. Toda la noche la pasamos en vela y con las armas en la mano, vigilando a los arrieros que, cuando acabaron su trabajo, comieron sus gordas y se acostaron, al parecer sin desconfianza ninguna. Amaneció Dios y ni un alma, ni el menor indicio. Se cargaron las mulas con toda calma; en dos de ellas, y entre los cascos de vino vacíos, se colocaron unas sacas con maíz y rastrojo, y echamos a andar. Como yo conozco los senderos, montañas y caminos del país como el patio de mi casa (cuando la tenía) fácilmente tomé el rumbo; comprando maíz, sal y algunas veces gallinas hemos llegado hasta aquí. Los arrieros, al cabo de algunas jornadas, comenzaron a desconfiar, hasta que un día se negaron a cargar las mulas. Los amenacé y les puse una pistola en la frente para matarlos; pero me pareció inútil y les tuve lástima. Les propuse que se marchasen a su casa sin decir una palabra a alma nacida, les di algún dinero y les encargué que no entraran a ninguna población grande. Me juraron por la sangre de Cristo que nada dirían, y me aventuré a dejarlos, porque mientras ellos quedaban a pie, yo habría avanzado lo bastante para que, aunque fueran a hacer denuncia a cualquier pueblo, no me pudieran dar alcance. En verdad, corría riesgo, pero no pude matar fríamente a dos infelices que tampoco estaba yo cierto si sabían el secreto de los aparejos. Mi odio a la sociedad y mi despecho no llegan hasta allá. Un asesinato frío no haría sino aumentar los dolores de mi corazón; pero no se trata ahora de enternecerme, ni a ustedes les importan nada mis cosas privadas. Acabemos, que lo que deseo es tirarme en cualquier parte. Andando días y días, pues las jornadas tenían que ser cortas y con precaución, comiendo unos días pinole, como en la frontera, o gordas, como en el interior, bebiendo leche fresca o agua cristalina, muertos de sed y de hambre otras veces, hemos logrado llegar y que sea el mismo coronel quien nos abra la puerta.

El licenciado y el compadre, que se habían levantado en paños menores, tan luego como advirtieron que no había peligro, acurrucados en un canapé escucharon atentamente la narración de don Pedro Cataño, como un cuento de las Mil y una Noches, creyendo que si se descosían los aparejos no se encontraría más que borra y zacate.

—Si aprovecháramos lo que queda de la noche para extraer el oro, sería lo mejor —dijo Relumbrón—. Todos duermen, y aunque son gentes de mi confianza, mejor será que nada sepan, porque el refrán es un evangelio: La ocasión hace al ladrón. Antes será bueno que ofrezcamos un buen refrigerio a este intrépido amigo que ha sabido dar cima a una aventura más difícil que las de Don Quijote de la Mancha. Compadre —continuó dirigiéndose a platero— usted que conoce mejor que yo los recursos de esta casa, tráiganos algo bueno, y echaremos un trago a la salud de mi amigo don Pedro Cataño.

El compadre, tiritando de frío y en calzoncillo blanco, se dirigió al comedor con un cabo de vela y volvió a poco con unas botellas de rancio, copas, pan, queso y salchichón.

El intrépido Cataño hizo honor a la colación, y el licenciado Chupita, azorado al presenciar escenas tan inesperadas como extrañas para él, no dejó de cargarse la mano. Mientras se disponía al registro de los aparejos, y se ponían en orden de batalla, fueron a vestirse de una manera más honesta y volvieron para ayudar a la operación.

En la apariencia nada contenían, y no se sabía por dónde debería comenzarse; pero en el costado izquierdo de cada lado se notaba una doble costura de pita blanca formando labores.

—Aquí está el secreto —dijo Relumbrón. Y en efecto, descosió con su portaplumas, levantó el forro y entre cuero y carne, como quien dice, fueron encontrando una especie de placas, de gamuza gruesa, encerrando cada una, una cierta cantidad de onzas de oro, equilibradas y dispuestas de tal modo que no molestasen a la mula ni aumentasen sensiblemente el peso del aparejo. Todo el resto de la noche se empleó en sacar el oro, resultando una cantidad de veintidós mil pesos. Inmediatamente se arrancó el nombre de Rivera bordado con paño en las atarrias, y los aparejos fueron conducidos por Relumbrón mismo y Cataño a una troje, colocados en un rincón y cubiertos con paja. El licenciado y el compadre, incapaces de levantar cosas tan burdas y pesadas, ayudaban alumbrando con la escasa luz de dos velas que a cada momento se apagaban con el viento de la noche.

Vueltos a la recámara, Relumbrón dijo a Cataño:

—De veras, amigo mío, que ha dado usted un golpe maravilloso, que, además de la utilidad que ha producido, ha hecho un servicio al Estado. Este oro es parte del producto de un cargamento introducido de contrabando por una poderosa casa de comercio, que de ese modo aumenta cada día su fortuna; pero en esta ocasión ha llevado buen chasco, y aunque se lo juraran no podría creer que el fruto de su fraude esté sobre esta mesa. Según nuestros convenios tiene usted, además de los gastos, el veinticinco por ciento; puede usted o disponer de él en México o donde quiera, que yo tengo crédito en todas partes.

—Coronel, ya he dicho a usted que mi padre es rico, que soy su hijo único y que no tengo más que hacerle llegar una carta, lo cual es muy fácil, y tendré cuanto dinero quiera. Los gastos no han sido gran cosa; pero lo que si deseo, es vestir a mis muchachos con un lujo que llame la atención. Botonaduras de oro y de plata, sombreros muy finos y toquillas tejidas de oro fino; vestidos de paño azul oscuro, caballos y armas de lo mejor, y siempre algo de dinero en la bolsa para no estar atenidos, como quien dice, a buscar la amanezca. Para mí, nada, pues le vuelvo a repetir que soy rico. Usted tiene delante, más que un hombre, a un loco a quien el destino le ha deparado una vida singular y extraña. No hablemos, pues, más de dinero; puede guardarse todo ese oro; ponga a mi lado un hombre de su confianza, una especie de comisario, como tenemos en la tropa, para que me dé el dinero que sea necesario para organizar una partida de cincuenta o sesenta hombres con el lujo que he indicado. Esta partida llevará el nombre de Pedro Cataño, pero en cuanto sea conocida le llamarán Los Dorados.

Chupita y el platero tuvieron ocasión de admirar más a este hombre, que a la vez que era valiente y sagaz era desprendido en extremo, y se cansaron de rogarle que aceptase la parte que le tocaba; pero todo fue inútil, y quedó convenido que al regreso a México del platero, se dedicaría de preferencia a construir botones, agujetas y tejas guarnecidas de plata para aperar la cuadrilla como su jefe deseaba, y que antes de un mes le sería entregado todo. Con esto, cada uno se retiró satisfecho a descansar las pocas horas que faltaban; pero el más contento de todos fue el organizador de la victoria, que encerró en su ropero el oro que contenían los adornados aparejos de las cinco mulas cambujas.

Al día siguiente Relumbrón gratificó generosamente al indio mayordomo, lo despidió, pues no le inspiraba mucha confianza, dio a reconocer a Juan como administrador de la hacienda, le señaló su habitación, así como la de los criados y dependientes y muchachos, e instaló a don Pedro Cataño en la recámara que abandonaba el licenciado Chupita, recomendándole que permaneciese hasta su regreso. No consideró que por el momento había necesidad de hacerle conocer el molino ni ponerlo en el secreto de la amonedación.

Después del almuerzo, que fue muy cordial, como si se tratase de gentes que se hubiesen conocido de años, Relumbrón, el licenciado y el platero montaron en el coche, en que se habían colocado en las cajuelas la noche anterior unos tres mil pesos, y enderezaron para Puebla, a donde llegaron ya entrada la noche, alojándose en el mejor mesón. La segunda jornada comenzó a las tres de la mañana a todo riesgo, pues ellos mismos no estaban seguros de tener un mal encuentro en el sombrío pinal de San Agustín. Fatigado el buen tronco de mulas al que interpolaron dos de las cinco fantásticas cambujas, llegaron sin novedad cerca de las diez de la noche a Perote, apeándose en una amplia casa baja que había arrendado el platero y donde había cuanto era necesario para vivir y para establecer una correspondencia y tráfico con el molino a donde no podían llegar carretones. Se ve claro que cada uno de los asociados cumplía a las mil maravillas con su deber, y como había dinero, las cosas marchaban como sobre carrilillos. Descansaron dos días, visitando Relumbrón a los vecinos más notables, que estaban muy contentos de que comenzase a andar el molino y a cultivar las tierras colgadas, pero muy fértiles que tenía, porque suponían que el pueblo, casi muerto, tendría alguna animación y tráfico. Por lo menos, la tienda principal vendería más a molineros y harineros.

Al tercer día se les puso el aparejo a las dos mulas cambujas, y disimulados en costales de maíz y cebada cada una cargó mil quinientos pesos. El arriero era uno de los monederos falsos, pues dos se habían quedado allí para cuidar la casa y para lo que se ofreciera. Nuestros tres felices amigos a caballo y siguiendo a las cambujas, tomaron la vereda y dos horas después se apearon en aquel ignorado y encantador vergel.

XLI. Una corazonada

Mientras el ostentoso y benemérito coronel acaba de arreglar su casa de moneda, tenemos tiempo de hacer nosotros un viaje a la hacienda del Sauz e informarnos de lo que pasaba allí.

No había andado don Remigio tres leguas, cuando detuvo su caballo, encendió un cigarro y se puso a reflexionar.

—Decididamente, cueste lo que cueste, yo desobedezco al conde y me vuelvo a la hacienda. Le diré que se me olvidó el dinero, que mi caballo perdió una herradura, cualquier cosa… ¿En qué puede parar? En que se ponga furioso, en que me eche un regaño de los que suele cuando se le contraría su voluntad despótica, en que me despida de la hacienda… eso no… No lo hará nunca. Una corazonada me dice que algo horrible ha de haber pasado en las pocas horas que llevo de estar ausente. ¿Habrá muerto la condesita? ¿Habrá habido un pleito entre el conde y el marqués? ¡Quién sabe! Algo ha de haber sucedido. El corazón me lo dice. No hay que pensarlo más.

Y al afirmarse en esta resolución, tiró la colilla de su cigarro y enderezó el caballo a galope con dirección a la hacienda.

José Gordillo, que no esperaba el regreso de don Remigio y que lo creía ya lejos, quedó sorprendido al divisarlo por el camino. No había medio de retroceder ni de dar una disculpa satisfactoria, así, no hubo más que jugar el todo por el todo, prendió las espuelas al caballo y con los que llevaba de mano pasó como un rayo rozando a don Remigio, que se sorprendió de esta fuga y confirmó más las siniestras sospechas que había concebido. Pensó correr tras Gordillo o hacer que sus criados le siguiesen; pero en esta indecisión el fugitivo había ganado terreno y perdídose de vista, pues si el cochero se había robado unos caballos (esto pensó don Remigio) poco cosa era, comparado con la catástrofe que se figuraba.

Cuando entró en la hacienda, todo estaba tranquilo y en el mismo estado que lo dejó; las parejas trabajando en el campo; el caporal, con los jarochos, apartando potros; los mozos en el patio y caballerizas limpiando los caballos; las mulas guarnecidas y pegadas como de costumbre a la carretela. Preguntó, desde luego, por el cochero.

—Puso las mulas en la carretela —respondió uno de los criados— y después ensilló y dijo que iba a pasear los caballos de los amos, que están muy obachones y se están volviendo mañosos.

Don Remigio meneó la cabeza, se apeó y se dirigió a la habitación del marqués. Las criadas, aprovechando su ausencia, aseaban en ese momento la recámara.

—¿Ha salido el señor marqués a pie o a caballo? —les preguntó don Remigio.

—No lo hemos visto. Cuando hemos entrado, la recámara estaba vacía. Se ha vestido de limpio, pues su ropa de ayer está aquí.

Don Remigio se dirigió entonces a las habitaciones de Mariana. La encontró paseándose de un lado a otro de su pequeño jardín, silenciosa y triste como de costumbre desde el día siguiente de su frustrado casamiento. Levantó la cabeza, le sonrió y continuó sus paseos.

De la habitación de Mariana pasó a las del conde. La puerta estaba cerrada. Llamó suavemente, después más recio… Nada, ninguna respuesta. Aplicó el oído… Silencio profundo.

—Aquí está el misterio. Si el conde me despide, tanto mejor; pero yo voy a romper la puerta si es necesario.

Dio la vuelta y a poco volvió acompañado del herrero de la hacienda, provisto de los instrumentos necesarios. La puerta era sólida y la chapa, antigua, muy tosca, fuerte y complicada, pero al fin cedió.

Don Remigio penetró y recorrió los salones y recámaras; nada, todo solo. Se decidió a ir hasta la biblioteca… Cerrada también. El vengativo cochero había tenido la precaución de cerrar también la puerta de la biblioteca y llevarse la llave.

Fue fácil la operación de forzar la cerradura, y las puertas se abrieron de par en par.

Don Remigio y el herrero retrocedieron espantados. El conde y el marqués, con sus espadas en la mano, estaban exánimes en el suelo, nadando en un lago de sangre.

—¡Santo Dios, qué desgracia! ¿Qué hacer?

Después de algunos minutos de indecisión don Remigio dijo al herrero:

—Corre, que vengan aquí dos mozos y otro monte a caballo, que lleve uno de mano y que venga inmediatamente con el practicante.

El herrero salió corriendo a cumplir las órdenes, y don Remigio se arrodilló para cerciorarse de si estaban muertos o respiraban todavía.

—¡Si van a decir que yo los he asesinado! ¿Cómo justificar un duelo entre parientes tan cercanos, que seguramente no ha presenciado más que el maldito cochero? Veamos.

Puso el oído en el corazón del conde y en seguida en el marqués.

—¡Gracias a Dios! —dijo—. Aún viven, y no están más que desmayados.

Como todavía brotaba sangre de las heridas de los dos campeones, mientras los criados venían para levantarlos y transportarlos a sus lechos, don Remigio sacó su pañuelo, lo rasgó y procuraba restañarla. Al levantarse se encontró, como una fantástica pintura engastada en el marco de la puerta, a la condesa, con el cabello apenas recogido con una cinta azul y un peinador blanco, tal como acostumbraba pasearse en las mañanas en el jardín.

Una corazonada tal vez o la idea de mudar de objetos, por el estado de enajenación que guardaba, vacilando su organización entre la razón y la insensatez, loca mansa y dócil hasta entonces, no se daba cuenta de sus acciones ni de sus movimientos, callaba y no respondía más que a don Remigio, porque a los demás los consideraba como enemigos y no quería que le hablasen de ninguna de las cosas que habían pasado, que sin embargo tenía en su imaginación como si constantemente fuese presa de un sueño siniestro. Ratos tenía de calma y de olvido, a tal punto que se creía como otro tiempo, triste, pero esperando la llegada de Juan para celebrar su casamiento, y la de Agustina con su hijo muy crecido y muy hermoso. Su padre se enternecía, los perdonaba y les tendía sus brazos y continuaban todos viviendo en la hacienda del Sauz, muy felices, corriendo como en otro tiempo, por campos de verde grama y de florecillas blancas.

Larguísimas eran esas meditaciones, ya sentada en su sillón a las horas del crepúsculo, ya en sus paseos matutinos por el jardín; y cuando en ese estado de apacibilidad o de cristiana resignación la veía don Remigio, concebía tales esperanzas, que aseguraba a las muchas personas que preguntaban por ella que no tardaría cuatro o cinco semanas en estar completamente restablecida.

Fue uno de esos momentos cuando salió maquinalmente la condesa del jardín; siguió a don Remigio a distancia sin que éste lo advirtiese, y penetró por las habitaciones ya abiertas, hasta la biblioteca, en cuya puerta se detuvo, contemplando aterrada a su padre y al marqués tendidos en el suelo y nadando en sangre.

El apacible cuadro que traía en su imaginación trazado en el jardín, y que era por un fenómeno nervioso una especie de tregua a sus dolores, se desvaneció y volvió en ese momento a la plenitud de su razón.

Helada de espanto, llevaba las manos a los ojos, se los limpiaba y los fijaba de nuevo en los hombres ensangrentados.

—¡Don Remigio, don Remigio! —exclamó con voz trémula—. ¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido? ¡Por Dios, que me diga usted una palabra que me explique este horror! Tengo en este momento toda mi razón, pero siento que se me escapa, siento que mis nervios me levantan, me empujan a una carrera loca, interminable. ¡Mi padre muerto! ¡El marqués lo ha matado!… ¡No, no, yo lo he matado; debí obedecerlo y casarme!… ¡Pero no pude, don Remigio!… ¡No pude! Ya le explicará a usted… Era imposible…

Y volvía a limpiarse los ojos y los abría grandes y los fijaba en el conde y el marqués.

—Se han batido, señora condesa; pero están heridos solamente. Respiran, viven, sanarán si los atendemos prontamente, y ya que Dios por su misericordia le ha vuelto la razón, tenga valor, ayúdeme a restañar la sangre, si no, van a expirar.

—¡Sí, sí —dijo Mariana saliendo de la inacción en que había estado sin pasar del marco de la puerta— los salvaremos a los dos, es mi padre, mi padre, injusto, caprichoso; pero soy su hija y él está moribundo por mí!

Pronunciando estas palabras con firmeza mezclada de una profunda ternura, desgarró un pedazo de su ligero vestido y corrió a arrodillarse junto a su padre, abrazó al que parecía ya cadáver, le limpió el rostro desfigurado y lívido, le besó en la frente con amor y respeto, retiró el pedazo de lienzo que había puesto don Remigio, buscó la herida debajo de la sangrienta camisa, y suave y delicadamente comenzó a limpiar la llaga a falta de agua en aquel momento, con la poca saliva que tenía en sus labios. En el momento de esta piadosa ocupación, un rayo de esperanza vino a iluminar su mente un instante para desaparecer y dejarla en una noche tenebrosa. La herida era pequeña y poco profunda, un piquete apenas de la larga y acerada espada del marqués.

—Mi padre sanará, el marqués también, reflexionarán en la falta que han cometido, me perdonarán, los dos se esmerarán en cuidarme, en darme libertad, y el obispo, tan santo y tan bueno, se interpondrá, rogará por mí, y quizá volverá Juan a la hacienda, será mi marido y traerá a mi hijo, al hijo de mis entrañas…

Un sueño de dicha y de paz, un rayo de ilusión de cielo pasaba sobre aquella frente blanca, y de sus ojos negros cayó una gruesa lágrima sobre la herida, como el bálsamo milagroso que debía volver la vida al conde.

Éste entreabrió los ojos y los volvió a cerrar.

Mariana lo llamó.

—¡Padre! ¡Padre! ¡Yo soy, yo, la que curo la herida!… ¡Viviréis, sí; viviréis para perdonar a vuestra hija que os ama, para ser feliz en vuestra casa, rodeado de los que os respetan y os quieren!

Mariana, con más tiernas palabras que las que pueden escribirse, quería volver la vida a su padre y que le respondiera una sola palabra, y si de Dios estaba que muriese, que al menos le dijera: «Te perdono».

El conde oyó, sí, esa voz en la profundidad nebulosa de su síncope, y en esa lucha de la vida con la muerte, tuvo la conciencia de que era la voz de su hija, y haciendo un esfuerzo supremo como el que hace el ser humano para vivir al momento de salir de la vida, abrió los ojos y, torvos, severos, vengativos, los fijó en los de su hija, que retrocedió aterrada y llevó las manos a sus cabellos. Después, crispando de nuevo los dedos de su mano derecha, con la izquierda rechazó a Mariana, queriendo pronunciar una maldición terrible que expiró en sus labios.

Mariana se levantó enhiesta y severa, clavó a su vez sus ojos centelleantes en su padre, que había vuelto al desmayo.

—¡Cruel e implacable hasta en la hora de morir! —dijo, y arrancándose los cabellos y desgarrando su vestido blanco manchado de sangre, desvió con fuerza a don Remigio, que la quería detener, atravesó las habitaciones y emprendió por los campos una carrera vertiginosa, lanzando gritos de rabia y de desesperación:

—¡Mi hijo, mi hijo, mi pobre hijo!

Como en la capilla, el día del casamiento, estas escenas habían sido rapidísimas. Don Remigio, con todo y la firmeza y al mismo tiempo calma de su carácter, estaba sobrecogido y no sabía a qué atender. Si seguía a Mariana, dejaba abandonados a los dos casi cadáveres, expuestos a morir si no se les prodigaban los más prontos socorros, y si permanecía con ellos ¿qué iba a ser de la pobre muchacha, que en sus ratos de enajenación creía que criados, camaristas, pastores y todo el mundo eran sus enemigos?

La habitación del conde, a pesar del respeto tradicional, había sido invadida por la gente, que estaba ya alerta desde los sucesos anteriores. Don Remigio salió de su embrutecimiento momentáneo, dio sus órdenes para que detuviesen a la condesa y la condujesen a su habitación, después ordenó a los criados que levantasen cuidadosamente los cuerpos y los colocasen en sus lechos. Él mismo lavó las heridas, e hizo pasar, aunque con dificultades, una buena copa de vino de Jerez a los heridos, dejándolos en reposo mientras llegaba el practicante.

La carrera de Mariana, impulsada por sus nervios, era tan rápida que parecía más bien que volaba. Los que la seguían no la pudieron contener sino cuando, falta de aliento, cayó en la orilla de un jagüey; y se habría ahogado si no la socorren tan a tiempo. En la especie de fuga, Mariana quería huir de sí misma para interponer una distancia infinita entre ella y la espantosa biblioteca; había desgarrado sus vestidos, y desnuda, cubierta con las cobijas de los sirvientes, la volvieron a su habitación.

Las gentes de la hacienda estaban despavoridas y en una extrema confusión, no sabiendo realmente lo que pasaba. Las camaristas sollozaban y daban gritos al mirar a la condesita conducida en brazos de gañanes, desnuda, sangrienta, con las manos crispadas entre sus cabellos. Los mozos y criados se atropellaban, sin hacer nada más que estorbarse, y quebrantando el respeto y la obediencia, invadían las habitaciones de los amos.

Don Remigio, aturdido y conmovido profundamente con las escenas de sangre y horror, especialmente con la que pasó entre la condesa y su padre, parecía una estatua y, paralizados sus miembros, no podía moverse por más esfuerzos que hacía. Un quejido del marqués, que entreabrió los ojos y lo miró como reclamando su auxilio, lo sacó de esa enajenación mental. Recobró de nuevo su energía, dio sus últimas órdenes respecto del conde y del marqués, y corrió a ocuparse de Mariana, a la que hizo que las camaristas le diesen fricciones aromáticas, la vistiesen con sus mejores ropas y le compusiesen sus cabellos. La fatiga de la carrera había agotado su aliento y sus fuerzas, y parecía que pocos instantes le quedaban de vida.

—Todo va a acabar hoy —dijo tristemente—. Mañana no habrá más que tres cadáveres.

Fuese, sin embargo, a la recámara del conde; él mismo lavó con agua clara su herida, le puso una venda, lo desnudó, le abrigó y con mucho afán le hizo tragar otra vez cucharadas de vino de Jerez. En seguida se dirigió a la habitación del marqués, hizo lo mismo, y salió al portal a esperar al practicante, que no tardó en aparecer por la calzada seguido del criado. Los dos venían a galope tendido.

—Ya sabrá usted después lo que ha pasado; lo que importa ahora es que auxiliemos en el acto a estos dos hombres que están casi moribundos.

El practicante se apeó y ambos entraron en la recámara del conde. La herida era grave, pues había interesado un poco al hígado; pero, sobre todo, la pérdida de sangre, ponía la vida del paciente en inminente peligro.

El practicante, que nunca salía a una expedición sin estar provisto de cuanto podía ser necesario, sacó su bolsa de instrumentos, amplió con el bisturí la herida del conde, que no presentaba sino el diminuto agujero que había hecho la punta de la espada del marqués. Don Remigio, alarmado, se oponía a la operación.

—Es el único medio de salvarlo. De otra manera, de aquí a mañana habría una abundante supuración interior, y no sería más que cuestión de días. Verdad es que se nos puede quedar entre las manos; pero veremos; se hará lo posible. Que me preparen una infusión fuerte de yerbas aromáticas, lo voy a vendar en seguida y veremos al marqués.

Fuéronse a la recámara del marqués, que aún no volvía en sí del desmayo.

—La misma historia. La pérdida de sangre; pero la herida no presenta gravedad —añadió después de haberlo reconocido cuidadosamente. Parece más grave, pero no es así; la espada resbaló entre dos costillas y no ha interesado ninguna entraña noble; una pulgada más alta, y habría traspasado el corazón de parte a parte. De buena ha escapado.

Lavó la herida, colocó un emplasto sobre ella, la vendó cuidadosamente, mudaron camisa y ropa de cama al paciente y le hicieron pasar una copa del elíxir maravilloso que había administrado a Mariana, y que era medicina de su propia invención; lo dejaron reposar bajo la guardia de dos camaristas y volvieron a la recámara del conde, el cual no daba señales de vida.

El practicante y don Remigio lo frotaron fuertemente con una infusión de yerbas muy caliente, mezclada con alcohol, le hicieron pasar una copa del elíxir, le arreglaron su lecho y lo dejaron vigilado igualmente por dos camaristas.

—Nada hay que hacer más que dejarlos reposar —dijo el practicante a don Remigio—. Si dentro de dos horas no han vuelto en sí, es que no tienen remedio. Veamos ahora a la condesa, que me interesa más que estos dos ganapanes espadachines que les ha dado la gana de matarse. La patria no perdería mucho si no vuelven a resollar; pero no hay cuidado, don Remigio, mi deber es salvarlos, y si es posible en lo humano, los salvaré y será un milagro.

La condesita no presentaba mejor aspecto que los heridos.

—Parece que duerme y no hay por ahora otra cosa que hacer más que dejarla reposar y observarla. El elíxir de la vida —como él llamaba a su específico— no haría más que excitarla y, desengáñese usted, don Remigio, para las heridas y los dolores morales, las boticas juntas de todo el mundo serían inútiles. Estoy seguro que algo muy cruel debe haber sufrido, y esto ha sido causa de que la encuentre en tan deplorable estado.

Se sentaron en la cabecera de la cama, hicieron que salieran las criadas, y don Remigio le contó punto por punto lo que había ocurrido.

—Me temo que la locura mansa y melancólica en que la dejé en mi última visita, haya degenerado en locura furiosa —dijo el practicante—. En el curso de mi vida, y con motivo del ejercicio de la medicina, tanto en los hospitales de México como en las poblaciones donde he residido, he hecho una observación, que más bien es de hombre de mundo que no de estudiante ni de sabio. La locura se determina casi siempre cuando absolutamente se pierde la esperanza. La esperanza es una especie de alimento moral que mantiene el cerebro. Cuando este alimento falta, mueren las funciones regulares, lo mismo que toda la máquina del hombre se descompone y aniquila por el hambre. Figúrese usted que un padre cargado de familia ve a su mujer enferma, a sus hijos llorando de hambre, y en tan extraña situación no encuentra ni trabajo, ni quién le dé ya un peso, ni qué vender, ni qué empeñar y pierde absolutamente la esperanza de salir de esa situación. O se vuelve loco o se suicida. Figúrese usted un dependiente que ha tomado de la caja de su principal diez mil pesos, que los ha jugado, que no tiene humanamente medios de reparar su falta y que pierde la esperanza de recobrar su honor y su disposición. Se vuelve loco o se suicida. Figúrese también un hombre enamorado, que por este o por el otro motivo le traiciona su novia, la sorprende en los brazos de otro y pierde completamente la esperanza de ser feliz. Se vuelve loco, mata al rival, a la novia, a la madre de la novia, y a cuantos puede. Es que se volvió loco, y ya loco se suicida. Así podría yo citar a usted mil ejemplos, y no le dé usted vueltas, don Remigio, los que se suicidan son todos locos, por más muestras que den de estar en su cabal juicio, escribiendo cartas y haciendo disposiciones testamentarias, o almorzándose un buen rosbif y bebiéndose una botella de champaña antes de matarse. Esté usted tranquilo; Juan, su hijo, hará cuantas diabluras sean imaginables, pero no se volverá loco ni atentará a sus días, porque en sus dos amores, que son Mariana y usted, tiene fundada su esperanza. Si usted y Mariana mueren, apostaría hasta mi camisa que no sobreviviría una hora más. Acabada su esperanza, ya para nada le serviría la vida. Me río yo de esos médicos charlatanes que hay en México que se titulan ellos mismos alienistas y hacen bañar en agua fría a sus pobres enfermos para volverles la razón, o los encierran en unos cuartos oscuros y húmedos para que sanen. ¿Para qué lo he de ocultar a usted, don Remigio? Me alegraría en el alma que se muriese el conde. ¿Para qué sirve en el mundo ese viejo atrabiliario, sino para martirizar a un verdadero ángel, como es esta infeliz criatura, loca porque perdió la esperanza en la funesta escena que usted acaba de referir? Si el conde, restablecido de su herida —y yo haré todos los esfuerzos humanos para lograrlo— la perdonara y consintiese en su matrimonio con el hijo de usted, en el acto le volverla la razón. Yo, que soy el único que puedo encontrar a Juan, a quien quiero como un hermano, se lo presentaría y ya daríamos modo de que fueran dichosos. En cuanto al pobre marqués, no hay que desearle la muerte. En vez de una muchacha y de trescientos mil pesos, no ha hecho el viaje a esta famosa hacienda sino para recibir una estocada. A la condesa, no hay que darle más medicinas, sino las que basten para modificar cuanto se pueda la tensión de sus nervios, procurarle reposo y consuelos, y tratar, aunque es muy difícil, de que renazca la esperanza en su corazón.

—Dice usted la verdad en todo —dijo don Remigio, cuando el practicante, cambiando de sillón y echando una mirada a la cama de la condesa, acabó de hablar— ya me habría yo vuelto loco si no tuviera la esperanza de que esta situación cambiará. Quiero al conde, con todo y su carácter terrible, porque a mí me ha tratado mejor que a su mujer, mejor que a su hija y a sus parientes y amigos; pero, en resumen, ¿para qué quiere la vida? Caprichoso, intratable, está metido como un hurón días enteros en su biblioteca, y cuando sale al campo, galopa cuatro o cinco horas remudando caballos hasta cansarlos, sin hablar una palabra con los criados o conmigo, si lo acompaño; pero, sobre todo, amigo mío, lo que no le paso es su crueldad con su pobre hija. ¿Creerá usted que desde el lance de la capilla no ha preguntado ni una sola vez por ella? Cualquiera, siquiera por curiosidad, indagaría si vive o muere. Nada… mudo. Y cuando se figura que quiero hablarle de su hija, me mira con unos ojos feroces y me significa que quiere estar solo.

—¡Increíble! —repuso el practicante—. Esta dureza y este encono porque no ha querido casarse… Esto es contrario a la naturaleza, y además ¿qué diría si supiera que debe la vida a esa misma hija a la que tanto tiraniza? No sé si observaría usted que, si no es por mí, Juan, ya a punto de ser acometido de una locura furiosa, porque casada su novia perdía toda esperanza, habría matado al marqués, al conde, a usted mismo, al obispo, a todo el mundo. Dios me dio fuerzas bastantes para sujetar su brazo armado de un puñal, para arrancarlo del lugar que ocupaba cerca del conde y para arrastrarlo materialmente fuera de la iglesia… Ya ve usted, la desgraciada condesa no podía pronunciar el exigido por la Iglesia para que se verificase el matrimonio, sin ocasionar una espantosa tragedia que se habría sabido con horror en todo el país.

Don Remigio inclinó la cabeza, quedó por un rato pensativo y luego contestó al practicante:

—Tantas y tan inesperadas cosas sucedieron en momentos, que no las puedo recordar todavía sin temblar, y ahora que usted me refresca las ideas, convengo en que usted nos ha prestado a todos, y a mí en particular, un servicio que no tendré con qué pagarle, si no es con una gratitud eterna; pero el conde, que no es capaz de ningún sentimiento afectuoso, lo hará con su dinero, si usted logra, como se lo ruego, salvarle la vida.

En esas y otras pláticas estaban cuando la condesa, que había continuado al parecer no sólo quieta, sino con signos de debilidad y abatimiento, dio un lastimero grito, saltó de la cama como si un fuerte resorte la hubiese impulsado, y se lanzó hacia la puerta para renovar otra vez la vertiginosa carrera que estuvo a punto de costarle la vida.

XLII. Prosperidad de los negocios de «Relumbrón»

Prosperidad de los negocios de Relumbrón

Nada tan completo y tan perfecto como la casa de moneda del Molino de Perote. Volantes poderosos, máquina de acordonar, un par de hornos para la fundición, crisoles para la plata y para la liga; en una palabra, cuanto era necesario en pequeña escala para que medallas y monedas pudieran ser acuñadas con perfección. Relumbrón y el licenciado Chupita quedaron maravillados. Se comenzó el trabajo con la acuñación de quinientas medallas de plata de la Virgen de Guadalupe, del tamaño de un peso, y con el título de la moneda, para que pudiesen ser reconocidas y quintadas en la Casa de Moneda de México. Esto proporcionaba la más completa seguridad para la acuñación de la moneda falsa. El platero mismo llevaría las medallas, antes de entregarlas a los canónigos, a la Casa de Moneda, sin tener que ocultar que para esta industria legal tenía los aparatos necesarios, y en caso de una denuncia y de una visita de la justicia, no encontrarían en el molino más que medallas de vírgenes y de santos, y esto, en vez de ser un crimen, aparecía como una industria piadosa. Había en el edificio escondrijos de tal manera disimulados para ocultar la moneda falsa, que escaparía al más minucioso registro. Con esto y con la cómoda y hasta lujosa habitación destinada al director, la frescura y belleza del sitio y el hallarse lejos de su mujer, el licenciado Chupita tomó con verdadero placer posesión de su empleo y se creyó el hombre más feliz de la tierra. No pudo menos de reconocer y manifestar hasta con palabras tiernas, que Relumbrón era su doble salvador y le debía, primero, la honra, y en estos momentos la quietud y la felicidad para el resto de sus días.

Después de la acuñación de las medallas siguió la de los pesos. Los operarios, ejercitados de años atrás en el oficio, en las cuevas de las montañas de Tlaxcala, se portaron a las mil maravillas, manejando con destreza la maquinaria, haciendo las fundiciones con acierto y secundando en toda al platero, que consideró que apenas sería necesario un viaje cada uno o dos meses, pues todo marchaba perfectamente sin necesidad de su presencia, tanto más cuanto que la gente estaba por su parte enteramente contenta con sus nuevos amos y más que satisfecha de su situación. Un par de pesos diarios de jornal, buena comida, mejor habitación y un tanto por ciento en las utilidades ¿qué más querían? Se habrían dejado matar mil veces antes que denunciar a Relumbrón y al platero. En cuanto al molino, con unas cuantas cargas de trigo que había en la hacienda de la cosecha del año anterior, se puso en movimiento y dio igualmente el mejor resultado. Era una turbina que por primera vez se ensayaba, y que más adelante se adoptó en la mayor parte de los molinos de México y Puebla.

Relumbrón y don Santitos el platero regresaron a México, trayéndose las medallas de la Virgen de Guadalupe y dos talegas de pesos falsos que revolvieron con los buenos, y así comenzó desde luego a circular esta nueva moneda que, de verdad, era tan perfectamente imitada, que un peso legal de Guanajuato y otro de la fábrica del molino se parecían como dos gotas de agua.

Después de una larga ausencia y de acabar tan peligrosas hazañas, Relumbrón, a su regreso a México, sintió la necesidad de descansar siquiera una semana. La dedicó a su familia, a sus queridas y a sus amigos. Abrió las cajas que le habían llegado de San Juan de los Lagos y comenzó a repartir sus regalos. Los más preciosos, debemos decir con verdad, fueron para su hija y para doña Severa. Este hombre fastuoso, perseguido por la monomanía del robo, disipado jugador, goloso e insensible, cuando estaba delante de Amparo, que era su adoración, se convertía en el más moral, en el más honrado y en el mejor de los hombres. Llenaba de caricias y de elogios a su hija, le daba oro nuevo para que lo guardase, y no había objeto precioso en los almacenes y tiendas de México que no se lo comprase. Se podía decir que Amparo era rica con sólo lo que le había regalado su padre. En esos momentos, éste sentía un agudo remordimiento y tenía miedo, no por él, sino por Amparo. ¡Si llegase a saber que su padre era el director de los ladrones!

Formaba el propósito de limitar sus especulaciones conservando sólo las que no le ocasionaran ningún género de peligro, y aun abandonar esas mismas cuando ya tuviese una buena cantidad de dinero. Doña Severa sorprendía en estas expansiones de cariño a su marido y a su hija, tomaba parte en ellas, había ligeras y discretas insinuaciones de celos, ojos húmedos, palabras dulces, alusiones a otros tiempos mejores, protestas y promesas y todo cuanto hay de sincero y de agradable en el cuadro de familia mejor pintado, y abrazados los tres, se dirigían al comedor, donde encontraba Relumbrón flores olorosas, canarios y calandrias que cantaban, y algún dulce o guisado apetitoso que nunca dejaban de prepararle con sus propias manos doña Severa o Amparo. Ese día era el hombre amable del hogar, no salía en la noche, jugaba al porrazo con Amparo, se acostaba a buena hora; y doña Severa, tan fría, tan seria en la apariencia, se convertía en la esposa más tierna y más amante. Una francesa de veinticinco años no le igualaba en afectos y en caricias.

A pesar de los años transcurridos, estaba enamorada de su marido. Relumbrón era bien parecido, robusto, ardiente, simpático; representaba diez años menos de los que tenía. Aunque hombre hecho, era joven todavía. La luna de miel se renovaba por una semana. Esto suele acontecer entre casados viejos; pero es muy raro. Esos instantes de verdadera felicidad desaparecían como las estrellas errantes en las oscuras profundidades del alma de Relumbrón. Al salir de su casa dejaba en la puerta sus buenos recuerdos y mejores intenciones, y nunca le parecía bastante la suma de ciento, la de doscientos o trescientos mil pesos… Más, mucho más, sin límite ni medida, y entraba en casa de Luisa, que era su favorita, y allí, con otras amigas de menos que del medio mundo, pasaba la noche bebiendo y riendo, y diciendo propósitos obscenos, y contaba a doña Severa y a su hija que el Presidente lo había ocupado para que vigilara los cuarteles o para cualquier otra cosa.

Las primeras visitas que hizo Relumbrón después de la de Luisa, fueron a la casa de don Pedro Martín de Olañeta; regaló a Coleta y a Prudencia medallas de plata, y cintas y medidas benditas de Nuestra Señora de San Juan, sin olvidar un par de las medallas de Nuestra Señora de Guadalupe acuñadas en el molino. De allí se fue a la casa de Clara, le aseguró que su marido estaba muy contento, que comía mucho y que cuando volviese estaría gordo como una bota, en lugar de chupado como un espárrago. Clara hizo un gesto de desprecio; pero cuando le añadió que le traía de su parte doscientos pesos, sonrió y cambió su semblante.

—Al fin no es tan malo mi marido —dijo— y siempre se acuerda de mí; pero dígale usted que este dinero apenas me basta para pagar lo que debo, y que me mande más inmediatamente. Figúrese usted que no tengo vestido con qué presentarme a la tertulia de usted. El último, que costó ciento veinte pesos, le he llevado ya dos veces, se lo he dado a vender a doña Viviana la corredora y le han ofrecido diez pesos.

Relumbrón le aseguró que no carecía de nada, que el molino molía día y noche, y que como el licenciado estaba interesado en las utilidades, dentro de pocos meses le sobraría el dinero.

De la casa de Clara se fue a la de las marquesas de Valle Alegre, que tenía mucho empeño en que concurriesen sin faltar un jueves a la tertulia. Las encontró tristes y cuidadosas. Habían oído decir quién sabe qué cosas que no querían creer. El marqués les había escrito muy lacónicamente dos veces, anunciándoles que venía; pero pasaban semanas y no llegaba. Relumbrón las tranquilizó, y picándole la curiosidad, se decidió a ir a la casa de Don Juan Manuel. Sabía que doña Agustina tenía siempre mucho dinero en unas cajas de cedro, que los caballos de la hacienda del Sauz se habían vendido a muy alto precio y que su importe había sido pagado en México, que no había más hombres en la casa que el dependiente, que se retiraba a las seis de la tarde, y el portero, que era ya viejo, incapaz de defenderse. En cuanto a las criadas, no sabía el número, y eran temibles por los gritos y escándalo que podrían hacer; pero ya se vería. «Comiendo viene el apetito», como dice un refrán francés. De la visita y la conservación con las marquesas de Valle Alegre; le vino la idea de explorar la casa de la Calle de Don Juan Manuel, y le puso la puntería.

No era amigo del conde, porque éste no tenía más amigos que don Remigio; pero sí era conocido, y como los dos eran espadachines, varias veces se habían medido en la sala de armas de la casa de Don Juan Manuel. El portero, el dependiente, los criados, todos lo conocían y se quitaban respetuosamente el sombrero cuando entraba, y el conde había dado orden que le avisaran a cualquier hora del día o de la noche en que el coronel se presentara.

Andando de la casa de las marquesas de Valle Alegre a la del conde del Sauz, Relumbrón formó su plan. Tocó la puerta (siempre cerrada). El portero espió por ojo de buey, y reconociendo a Relumbrón, le abrió la puerta.

—Venía a saber de la salud del conde —le dijo al portero—. He sabido que salió de la hacienda hace más de cuatro semanas, y supongo que estará en casa. Yo estaba también de viaje, y por esa causa no había venido, pero hágame favor de anunciarme.

El portero, que esperó que acabase, le contestó:

—El señor conde no ha regresado; hemos sabido aquí que tanto él como la señora condesita están mal, y quizá por eso ha venido un avío de la hacienda por doña Agustina. Mi mujer y mi hija la han acompañado, porque no está bien de salud, no sabemos qué tiene, pero ella está muy triste y muy abatida. Mi hijo está destinado de mayordomo en la hacienda del marqués de Valle Alegre, que está embargada, pero le han dejado en su destino.

Relumbrón, no solo aguantó sino que le agradó mucho la relación del portero, que respondía a las pesquisas e indagaciones que él se proponía hacer. Siguió platicando, y supo que estaba solo en su cuarto; doña Agustina se había marchado y arriba habitaban la cocinera antigua de la casa, ya doblada de puro vieja; una muchacha de convento que había reemplazado a Tules, y la costurera, que, por acompañarse, porque tenían miedo a los muertos, dormían en el comedor.

Relumbrón se retiró muy satisfecho de su visita y prometió volver al momento que supiera que el conde había regresado de su hacienda.

En los días subsecuentes continuó visitando a cuantas personas creyó que un día u otro podrían serle útiles, aprovechando la oportunidad para hacer indagaciones minuciosas, sin que los propios amigos pudiesen ni remotamente maliciar el objeto de ellas. De su segunda entrevista con el Presidente hay necesidad de dar alguna idea.

El día que escogió para hablarle de los asuntos que le importaban, el Presidente estaba del mejor humor, y Relumbrón aprovechó la ocasión.

—¡Hay, señor —le dijo— un hombre desgraciado, el licenciado Bedolla, que implora la clemencia de usted y yo me intereso por él!

—¡Ah! Un licenciado muy revoltoso y muy lleno de ignorancia y de vanidad.

—Un poco hay de eso; pero en el fondo no es un mal hombre.

—Y bien ¿qué quiere ahora? ¿Volver a su juzgado? Eso es imposible. Ocupa el puesto un magistrado sabio y honrado y lo sirve sólo por complacerme, pues ni del sueldo necesita. Es hombre rico.

—Ni por pienso, señor Presidente; se conformaría con que lo sacase usted de la situación extrema en que se halla.

—¿Pues dónde está?

—Donde usted dispuso que estuviese: en un calabozo del castillo de Acapulco, y quizá a estas horas habrá muerto.

—Me había olvidado completamente a dónde había mandado a Bedolla. Tal vez el Ministro de la Guerra lo despacharía; por lo demás, no se perderá mucho si se muriese. Estos licenciados, vestidos de negro, chiquitos, habladores e inquietos, traen a la nación revuelta y no dejan establecerse sólidamente a ningún gobierno. El día que desaparezcan de la escena, tendrá paz y orden la nación; pero vamos al asunto. ¿Qué es lo que quiere usted?

—Ya se lo supliqué a mi general: que me haga la gracia de disponer que venga a México el licenciado Bedolla, y le doy mi palabra de que, lejos de que vuelva a conspirar, nos podrá ser muy útil, especialmente por el rumbo de Jalisco, del cual me permitiré hablar a usted. Tendría antes que solicitar otra gracia, y ésta es más fácil de conceder, porque no tiene relación con la política.

—Ya veo —dijo con afabilidad y buen humor el Presidente— que hoy es día de mercedes. Hable usted y diga lo que quiere, para que nos ocupemos otra vez de Jalisco.

Relumbrón recordó las muchas lecciones que sobre el negocio de Moctezuma III le había dado Lamparilla, y dijo:

—Existe en México un heredero directo del emperador Moctezuma, y hace tiempo que gestiona sin resultado el que lo ponga la Secretaría de Hacienda en posesión de sus bienes, que consisten en muchas haciendas en la falda del volcán y una parte del volcán mismo. Dede hace años diversos gachupines, diciéndose apoderados de títulos de Castilla residentes en Madrid, están reclamando esos bienes diciéndose herederos del emperador azteca; pero la razón natural rechaza esta suposición. Moctezuma era mexicano; así, sus descendientes y herederos tienen de por fuerza que ser indios y mexicanos, y hasta ridículo es que un duque español sea heredero de un indio azteca. Esto salta a los ojos. Entre tanto, han corrido los años, y los vecinos de Ameca, mirando que los ranchos y las haciendas estaban abandonadas, se han apoderado de ellas. Con una orden del Ministro de Hacienda, Moctezuma III entrará en posesión de su herencia, y si hay reclamaciones legales, queda su derecho a salvo a los agraviados para ocurrir a los tribunales.

Como ya le habían hablado diversas personas y a cada momento de los herederos de Moctezuma, que eran muchos, y él creía en el fondo que no había ningunos, porque después de tres siglos ni polvo había quedado del emperador azteca ni de sus herederos directos o indirectos, le agradó la última conclusión de Relumbrón.

—Es una buena idea —le contestó— pondremos en posesión a este heredero, si tiene sus documentos en regla, y de esta manera me quito de encima a cinco o seis que reclaman también y que se valen hasta del influjo de los ministros extranjeros. Los tribunales darán la razón a quien la tenga. ¿Pero qué clase de heredero es ese que vamos a favorecer? En libertad Bedolla, y elevado, como quien dice, a emperador un indio cacique, tenaz y engreído como son todos ellos, vamos a tener una guerra de castas, y vale más evitarla que no reprimirla.

—Ni por pienso, señor Presidente —dijo Relumbrón riendo al observar que el jefe supremo decía esto en tono de chanza—. Moctezuma III es un valiente muchacho y debe haber hablado a usted de su buen comportamiento en la campaña el coronel Baninelli. Usted lo ha hecho capitán, es íntimo amigo de ese bizarro oficial que llaman el Cabo Franco y que creo que es ya teniente coronel.

—Ya, ya recuerdo todo y no necesito más explicaciones. Con mucho gusto firmaré el acuerdo, y vive Dios que pondremos en posesión de sus bienes a ese célebre Moctezuma III. Escriba usted los acuerdos.

Relumbrón tomó una pluma, escribió los acuerdos a su satisfacción y el Presidente los firmó sin leerlos.

—Volvamos a hablar de Jalisco.

Relumbrón renovó cuanto había expresado en la primera conferencia sobre dicho asunto y añadió algo más. En consecuencia, el primer plan para la caída del gobernador se modificó notablemente. Quedó convenido que una vez puesto en libertad el licenciado Bedolla, Relumbrón lo enviaría a Guadalajara, como de paso para su pueblo, donde se proponía vivir retirado, acompañando a su padre ya muy anciano y enfermo; que una vez quieto en su casa, procuraría indagar el paradero de Valentín Cruz hasta encontrarlo, lo que no sería difícil, pues probablemente estaría oculto en algún pueblo cercano o en el mismo San Pedro; que, de acuerdo con él, combinase un pronunciamiento fundado en que las elecciones eran nulas, que se había falseado la voluntad nacional, que se convocase a nuevas elecciones ocupando provisionalmente la presidencia el gobernador de Jalisco.

Seducido seguramente el gobernador, por lo menos se dejaría querer y correr la bola sin contrariar la voluntad nacional. En ese caso había ya motivo para destituirlo del mando y declarar a Guadalajara en estado de sitio. Las fuerzas de Valentín Cruz no serían perseguidas como la vez pasada, y Baninelli se situaría a su tiempo en un lugar cercano para dominar la situación y caer sobre el gobernador o sobre Valentín Cruz si era necesario y no obedecía la consigna.

El plan no era muy acabado y por encima saltaban sus defectos; pero Relumbrón quedó autorizado para perfeccionarlo cuando hubiese hablado con Bedolla. Entre tanto se mandó situar a Baninelli en Guanajuato, casi en el centro de la República, para que atendiese cualquier emergencia.

Terminada por de pronto la parte política del plan de Relumbrón, se dedicó a seguir organizando la victoria que se proponía en la guerra que había declarado a la sociedad, y especialmente a los habitantes de México. Era una empresa que tenía algo de atrevido y de grandioso en la escala infinita del crimen. Un hombre acompañado de unos cuantos cómplices, contra doscientos mil habitantes.

La partida de juego de don Moisés quedó instalada en una amplia casa en la esquina del Colegio de Niñas. A los muebles que sirvieron en la feria, se añadieron ricos cortinajes, y mesas de caoba y de palo de rosa, y cuadros representando a Napoleón a caballo, casi desbarrancándose en el Monte Blanco y despidiéndose en Fontainebleau de sus granaderos con gorras de piel de oso más grandes que las que sirvieron de modelo al gobernador de Puebla. Una lámpara de muchas luces, que se reflejaban en las mamaderas de cristal, iluminaban el gran salón por las noches, y una mesa con licores, puros, cigarros y carnes frías, estaba constantemente a disposición de los abonados a las mesas de tresillo, colocadas en las otras piezas. Hizo ruido en la ciudad la instalación de esta partida, se volvió de moda y la gente más aristocrática y rica concurría por lo menos a jugar al tresillo.

Don Moisés, desde que regresó de la feria, no abandonaba su capa con cuello de nutria. Compró un coche, tomó una buena casa, la amuebló con cuanto lujo era posible, y la gente de comercio y de rumbo lo visitaba. Daba semanariamente una comida a amigos muy distinguidos. Relumbrón, después de algunos días de instalada la partida, tuvo un disgusto (fingido) con don Moisés; delante de varios testigos dijo que éste era un ingrato, que se daba más importancia de la que merecía y que no volvería a poner un peso en la partida.

Casi al mismo tiempo don Jesús, el tinacalero, muy bien vestido de paño negro; pero sin chaqueta y con su camisa muy limpia, estaba al frente de la Gran Ciudad de Bilbao, situada en la plaza de Santa Clarita. Era una tienda de dos puertas, con un armazón bien combinado y pintado de rojo, lleno de botellas con aguas de color, fingiendo vinos y licores, pilones de azúcar en el tapanco, barriles y tercios arrumbados en la trastienda y mirándose desde la calle. Mucha apariencia y en realidad poca cosa; no faltando, sin embargo, un surtido de cuanto podían necesitar los vecinos del barrio. Lo que tenía de importante la negociación era que se vendía más barato que en cualquiera otra de su género.

Costó algún trabajo conseguir los corrales; pero al fin el platero, por interpósita persona, se arregló con los Trujanos, que le arrendaron el mesón en que hizo su pequeña fortuna en gran mexicano San Justo, y un corral con caballerizas y pila para dar de beber a las bestias.

En una casa vieja, pero grande como un palacio, situada en la calle del Montepío Viejo, se estableció el taller de vestuario, y tan luego como concluyeron los albañiles y carpinteros, el almacén se llenó de piezas de paño de Querétaro, azul, verde, rojo y amarillo, tercios de manta, paquetes de botones, y todo cuanto más era necesario.

Relumbrón, con la influencia que había adquirido en el gobierno por su viaje al interior, no tuvo dificultad en obtener una contrata de veinte mil uniformes para caballería e infantería, y desde luego se comenzó el trabajo, bajo la dirección de la corredora doña Viviana que, como mujer lista y entendida, se encargó también de la contabilidad.

Los valientes de Tepetlaxtoc quedaron distribuidos en el corral y en el antiguo mesón de San Justo, y Evaristo volvió con sus fuerzas a sus posesiones de Río Frío.

Don Pedro Cataño y los pocos muchachos que le habían ayudado en la aventura de las cinco mulas cambujas, quedaron en la hacienda en espera de órdenes positivas y encargados, entre tanto, de dar sus vueltas por el Pinal y la Malinche, para hacerse dueños del terreno e impedir que se estableciese una cuadrilla desconocida y de mala gente.

Juan siguió administrando la hacienda con acierto, aprovechando las lecciones que había recibido en el rancho de Santa María de la Ladrillera, y Valeriano, Romualdo y sus compañeros tenían el encargo de escoltar al licenciado Chupita, que cada quince días hacía un viaje a México en un coche, dispuesto a propósito y cuyas cajuelas venían llenas de pesos falsos y regresaba con pesos buenos para beneficiarlos con un veinticinco por ciento de utilidad. El licenciado en cada viaje traía a Clara dos o trescientos pesos, pasaba la noche con ella y así el matrimonio era el más feliz del mundo.

La organización que dio Relumbrón a sus negocios produjeron de pronto un beneficio a la ciudad y a los caminos.

Las diligencias hacían sus viajes redondos con la mayor regularidad y sin el menor accidente. Hilario y sus soldados habían adquirido una educación tan fina, como si estuviesen recién salidos de un colegio francés. Si los pasajeros les daban algunos pesos, los recibían con buen modo; si no les daban nada, siempre se quitaban con respeto el sombrero y se retiraban en orden a su puesto. El correo de gabinete del plenipotenciario inglés hacía su viaje mensual con mayor rapidez, y siempre encontraba en el camino gentes de a caballo que le ayudaban a remudar en las postas y lo acompañaban dos o tres leguas. Cuando don Rafael Veraza creía que podía haber peligro o necesitaba de ayuda para subir un poco la montaña y evitar los lodazales del camino real, donde no podía galopar, no tenía más que echar mano a su pito, y de lo espeso del bosque salía gente de a pie y de a caballo que lo auxiliaba, lo guiaba por las veredas y lo sacaba al buen camino. El ministro inglés estaba encantado de esto, y escribía al Foreing Office notas muy favorables a México. En la ciudad habían cesado los frecuentes robos en las casas y en las calles. Las familias vivían muy seguras en Tacubaya, San Ángel y San Agustín de las Cuevas; Mixcoac, algunas veces mapa de los ladrones, parecía un convento de capuchinos, tal era el silencio y la tranquilidad que reinaba. Don Pedro Martín de Olañeta y los demás jueces estaban mano sobre mano, y apenas se ocupaban de riñas y heridas en las pulquerías, que ya se habían instalado en el centro de la ciudad.

La tienda de don Jesús, muy acreditada, no consentía borrachos ni ociosos; presentaba un aspecto de orden y de honradez en el manejo y devolución de las prendas empeñadas que recibían, que se captó la voluntad de todo el barrio; pero cuando se cerraba a las nueve de la noche, entraban el tuerto Cirilo y su comparsa, y jugaban a la baraja, bebían y combinaban sus robos; aunque de pronto estaban quietos, esperando órdenes y se retiraban a deshoras de la noche a sus madrigueras, sin atacar ni molestar a nadie. Don Jesús les abonaba un par de pesos diarios, y estaban contentos.

Relumbrón, sin dar la cara, había impuesto su voluntad a toda esa gente. No quería que se armasen ruidos ni escándalos por cuatro reales, sino que obrasen a golpe seguro y con una utilidad relativa a los fuertes gastos que exigía esta vasta organización.

Don Moisés obraba con mucho tacto; no usaba de su baraja mágica sino cuando la suerte lo abandonaba completamente, y dejaba a los puntos siempre contentos, permitiéndoles que ganasen pequeñas cantidades. A ocasiones, bajo el pretexto de enfermedad, abandonaba la partida a González, que inspiraba confianza a los jugadores de toda la república; y tal era su suerte que, sin necesidad de droga González le entregaba buenas cuentas; porque es sabido que las partidas, con el descuento de las puertas y las pasiones irresistibles de los puntos, en un mes sí y en otro no hacen sus gastos y salen ganando. El bien montado establecimiento de la calle del Colegio de Niñas producían invariablemente a don Moisés y a Relumbrón de dos a tres mil pesos cada mes, líquidos, teniéndose en cuenta que aquél, como director, se abonaba además cuatro onzas diarias.

El platero no tenía ya tiempo para trabajar. La acuñación de las medallas de la Virgen de Guadalupe lo había levantado a una grande altura en la estimación del Abad y canónigos de la Colegiata, y tenía pedidos de medallas de la Soledad de Santa Cruz, del Señor del Sacro Monte, del Señor de Chalma de todas partes. Tenía seis oficiales en lugar de tres, y ya daremos también la razón principal de tanto recargo de trabajo.

La casa de moneda marchaba despacio: pero con mucha solidez. Chupita, encantado con su buena casa, con su buena mesa, pues uno de los monederos falsos guisaba como un chef francés, y con estar lejos de su mujer, ponía sus cinco sentidos en desempeñar su encargo. Llevaba perfectamente la contabilidad con cifras, que no entendían más que él y Relumbrón, y cada viaje quincenal producía por término medio unos mil pesos de utilidad.

Relumbrón mismo moderó sus gastos: dejó de ser calavera, prescindió de las orgías en la casa de Luisa y se dedicó exclusivamente (en la apariencia) al servicio de Palacio y a las tertulias de los jueves en su casa, donde no perdía tiempo y, platicando con tan diversas gentes de importancia que concurrían, terminaba, al fin de la noche, por saber la vida y milagros de las familias más notables de la ciudad y aun de muchas del interior. Había dado en una manía. En su casa y en la calle, cuando hablaba con un amigo o simple conocido, le decía:

—¿Qué horas tiene usted? Porque mi reloj se ha parado.

El cándido a quién se le dirigía esta pregunta sacaba su reloj y le decía la hora. Relumbrón fingía que daba cuerda al suyo y aprovechaba la ocasión para examinar con una mirada ejercitada y calcular el mérito y valor del reloj que le mostraban.

Así pasaron las cosas semanas y semanas, hasta que la red estuvo bien tendida y colocados, por las mañas de doña Viviana, sirvientes distintos en las casas principales de México. En casa del marqués de Valle Alegre, el cochero y el lacayo; en la de don Pedro Martín, la cocinera; en la de doña Dominga de Arratia, la recamarera; en la de Lamparilla mismo, el portero. En las Secretarías de Estado y en diversas oficinas, escribientes y aun oficiales; en una palabra, todo México se puede decir estaba dominado por un espionaje y por una policía inconsciente de su misión, pero por medio de la cual sabía Relumbrón cada semana todo y aun más de lo que le importaba saber.

En el momento que Relumbrón obtuvo la orden amplia y terminante para que se pusiese a Moctezuma III en posesión de la herencia de su antecesor, el gran Moctezuma II, que tuvo el honor de haber sido el amigo íntimo de don Hernando Cortés, y otra aún más expresa, para que el patriota Bedolla viniese de su destierro y pudiese circular libremente por la República entera, tuvo la delicadeza de ir personalmente a casa de Lamparilla para entregárselas en mano propia.

Lamparilla, a pesar de las esperanzas que le daba Relumbrón cada vez que le hablaba, llegó a creer que el negocio de los bienes de su tutoreado estaba tan embrollado y tan difícil como al principio; en cuanto al de Bedolla, le importaba muy poco, y más bien le convenía que no viniese este buen amigo a cargar sobre él y reclamarle, cuando el caso llegara, la considerable parte que le había ofrecido en la soñada presa. Sin embargo, cuando Relumbrón, después de saludarlo, sacó del bolsillo unos papeles y los leyó en voz alta, creyó que un golpe de sangre le venía al cerebro, se llevó las manos a la cabeza y en su explosión de júbilo y de entusiasmo, sin poderlo remediar, saltó al cuello de su protector, exclamando:

—¡El volcán! ¡El volcán! Todo es nuestro, con su fuego hirviente, con su azufre para surtir de ácido sulfúrico a toda Europa; con su nieve, sobre todo, con su nieve eterna, que no se acabará sino al fin del mundo. Ella nos convertirá en amos de esta ciudad. El día que se nos antoje, no enviaremos nieve, y llegando julio, los habitantes de México tendrán que pedirnos de rodillas un trozo de nieve para refrescar su garganta ardiendo con el calor. Entonces será la nuestra. A cuatro pesos arroba, a cinco si nos da la gana… ¿Cuántas arrobas de nieve cree usted que tendrá el Popocatépetl? Un millón… dos millones; ponga usted lo que quiera… cien millones. Calcule usted por lo bajo a dos pesos arroba, sólo por ese lado tendremos doscientos millones de pesos, y cuando menos un millón de azufre, y son trescientos millones… No hay que decir nada de esto a Bedolla; es muy pícaro y muy ambicioso… ¿Y las haciendas?… eso no es casi nada. ¡Casas de campo para divertirse y vivir tranquilo!…

Relumbrón reía y no podía interrumpir la palabra del licenciado, y con trabajo apartó los brazos que lo ceñían y que habían estropeado un poco su camisa y medio desprendido el fistol de brillantes.

—Cálmese usted, licenciado —le dijo arreglando su camisa y el chaleco— y modere su entusiasmo: el negocio es bueno, pero no como usted lo cree, porque no es fácil encontrar cien millones de gentes que compren la nieve a dos pesos arroba por más calor que tengan. Esta orden fue dada por la Secretaría de Hacienda, con la condición de que por ahora se ha de guardar la más profunda reserva, pues no quiere que se vayan a levantar los pueblos de Ameca con pretexto de que se les despoje de sus tierras y del derecho que creen tener para cortar nieve del volcán y venderla en México. Además, como usted mismo me ha referido, los Melquiades son temibles y revoltosos, y si usted se acerca por Ameca, le pasaría algo peor que la vez en que fue a buscar el documento que necesitaba, y que al fin le proporcionó el licenciado don Pedro Martín.

Lamparilla, con estas explicaciones, moderó su entusiasmo; pero siempre se consideró como el más dichoso de los hombres, pensando en que el papel que tenía en la mano equivalía a un tesoro; y este tesoro, aunque no realizado, le proporcionaría un triunfo completo en casa de Cecilia.

—Hablemos cinco minutos de otras cosas, que mi tiempo está contado le —dijo Relumbrón—. Dé traza de que su amigo Bedolla venga lo más pronto posible a esta capital, pues tenemos una importante misión que confiarle, y empiece usted a ocuparse en una comisión que le ha de honrar; que en cuanto a dinero, parece que no le fue tan mal en la feria, a juzgar por los muebles de la casa y el coche que está en el patio.

—Verdad es que no carezco de nada —le respondió Lamparilla—. Hasta mi bufete he abandonado, y a no ser por las consideraciones que debo a don Pedro Martín, cerraría yo mi estudio y me iría a dar un paseo a Veracruz; pero tratándose de usted, el alma y la vida, y no tiene mas que mandar. ¿Qué es lo que tengo que hacer?

—Una cosa muy meritoria y muy sencilla: servir a los pobres. Los jueces de lo criminal, por hacer algo, por darse importancia y fama de justicieros, sin exceptuar a don Pedro Martín, que tiene sus caprichos de cuando en cuando, condenan diariamente a multitud de infelices a penas que no merecen. Un robo insignificante de un pañuelo, un reloj, una sábana vieja, una morcilla en la tocinería, cualquier cosa, es castigado con un año o dos de grillete, y los sacan con la cadena al pie a limpiar las atarjeas, sin contar los que cada noche despacha el gobernador a Yucatán, por vagos y mal entretenidos. Pues que nosotros tenemos dinero más o menos y una buena posición social, es necesario no ser egoístas y mirar algo por esos pobres, que al fin son nuestros compatriotas, y los que en definitiva, cuando los cogen de leva, van a las filas del ejército, se baten y derraman su sangre por la libertad.

Edificado quedó Lamparilla con estas cuatro palabras, y consideró a Relumbrón como uno de esos hombres benéficos y humanos que, apareciendo como calaveras, ligeros y disipados, en el fondo no eran más que generosos y modestos, y se confirmó más en esta opinión cuando continuó:

—Y con todo, licenciado, que el encargo que doy a usted es un beneficio a la humanidad, no trabajará usted de balde, pues puede ponerme en la cuenta de honorarios de mis negocios los que devengue por la defensa de los desgraciados. Bastante vivo e inteligente es usted para que yo le dé lecciones y le diga lo que hay que hacer; pero será conveniente que usted estreche su amistad con el gobernador, con los jueces, con los escribanos, con los dependientes; que dé sus vueltas por la cárcel a ver si se ofrece algo a los presos. Ocúpese también de la defensa de las mujeres. Aunque las vea usted en la cárcel, todas son inocentes. Su gran delito es el amor; y por el amor y los celos cortan la cara con un tranchete al amante o a la rival. Pero eso no es nada; cuando más, alguna criada que se aparta los tomates y los garbanzos… Buena gente en lo general.

Lamparilla, que ya había prometido a su protector el alma y la vida, se la volvió a prometer, añadiéndole que pondría sus cinco sentidos en el desempeño de la comisión que le había confiado, y de los demás asuntos que quisiese poner en sus manos.

—No hay que mencionar mi nombre para nada, querido licenciado —y acentuó la palabra querido—. La caridad debe hacerse como dice el Evangelio: lo que sepa la mano derecha debe ignorarlo la izquierda.

—Pierda usted cuidado, que mi pecho es un sepulcro —respondió Lamparilla encantado de que un tan alto personaje le hubiese llamado querido, y con esto terminó la memorable visita.

Relumbrón tenía ya un abogado activo, travieso y bien relacionado en México que le defendiese su gente.

Así, en cuanto llegó a su casa, procuró por los medios indirectos de que se valía, dar las instrucciones más precisas a toda su servidumbre. Si caían presos, negar y siempre negar. Suprimida la Inquisición y el tormento, ningún daño habría en negar y sí mucha ventaja. No denunciar a los cómplices, ni al pie de la horca; en la confrontación, desconocer a todo el mundo. Fiarse en el licenciado Lamparilla, que los sacaría un día u otro de la cárcel y los libertaría del presidio o de la horca. En cuanto a recursos, nada faltaría a ellos ni a sus familias, y no tenían más que ocurrir a la tienda de La Gran Ciudad de Bilbao.

XLIII. Los negocios de Lamparilla no van de lo peor

Durante el transcurso del tiempo que Relumbrón había empleado en tejer su extensa red con una habilidad de que apenas se ha podido dar una débil idea, las cosas públicas, como ya se ha indicado antes, marchaban no sólo bien, sino que parecía que una especie de verano había sucedido a las tempestades que años atrás habían soplado en la siempre vacilante organización del gobierno, que pasaba de la exagerada libertad a la dictadura militar. En la época en que se desarrollan los acontecimientos que refieren los últimos capítulos, había una dictadura militar que producía los beneficios de la paz y una seguridad relativa; pero ésta, minada en sus cimientos por la escasez de dinero para pagar a un ejército numeroso que no podía mantener la nación; mas por el momento reinaba un alegre verano.

Valentín Cruz, olvidado completamente y reducido a la nulidad, pasaba de un escondite a otro, sin poder alzar la cabeza. Los Melquiades, asegurados (por medio de su abogado, que los engañaba) de que jamás el Ministerio de Hacienda daría la orden para poner a Moctezuma III en posesión de sus bienes, seguían disfrutándolos y, por su propio interés, mantenían en orden los distritos de Ameca y Chalco y perseguían a los ladronzuelos sueltos que solían aparecer y que no estaban filiados en la cuadrilla de Hilario; éste, astuto y temible, se portaba bien y hacía sus rondas no sólo en el camino de Río Frío, sino por los pueblos del valle. Los rumores de un levantamiento por el rumbo de Jalisco se habían desvanecido completamente, no obstante los calumniosos informes de Relumbrón, y el Ministerio de la Guerra se hallaba completamente satisfecho de la conducta del gobernador.

La feria de San Juan de los Lagos había estado como ningún año, se habían hecho grandes negocios y realizado tal cantidad de mercancías, que parecía increíble; las poblaciones abatidas en todo ese rumbo se habían reanimado con el tránsito de los hatajos y partidas de carros y habían vendido sus semillas a doble precio; las aduanas marítimas, a pesar del contrabando escandaloso, habían producido mucho más dinero, hasta el grado de haberse podido pagar al ejército quincena por quincena y sobrar para que se diese completa una paga a los empleados, que hacía seis meses no recibían más que prorrateos de doce y catorce reales.

En cuanto a la capital, nada de particular; inundada y llena de lodo en tiempo de aguas, y de polvo y basura en la seca, la iba pasando alegremente. Los empleados gastando el tiempo en almorzar en sus oficinas, y las mismas personas todo el año en el Teatro Principal, sin cansarse de admirar los gestos de Soledad Cordero; el patio de Palacio lleno de viudas y de retirados, y los corredores transitados por oficiales y generales con uniformes de todos colores. El Estado Mayor del Presidente, con un lujo de galones de oro, que daba envidia a las pobres viejas. Con el ancho galón del pantalón de cualquiera de los ayudantes, quemado y vendido a don Santitos, el platero de la Alcaicería, tenían para comer una semilla. Relumbrón, en los días que estaba de guardia, por su rico uniforme, por la soberbia de su andar y por su cabeza alzada sobre el cuello dorado, daba dolores de estómago a los viejos militares que habían peleado bajo las órdenes del cura Hidalgo y del Gran Morelos, y que se morían de hambre y estaban reducidos a vivir en un cuartito de una casa de vecindad.

En cuanto a los juzgados, poco tenían que hacer y se dormían sobre las causas. Don Pedro Martín, fastidiado y convencido de que de nada servía, renunció el cargo, pero no le fue admitida la renuncia; para contenerlo, le dieron licencia por algunas semanas y se retiró a descansar a su casa; pero imposible, don Pedro era hombre que estaba condenado a trabajar. Día y noche recibía antiguos y nuevos clientes que le iban a pedir consejo, a poner en su mano sus negocios y hacerle consultas de toda especie. Era en su profesión un especialista, y su diagnóstico en los negocios era infalible. La disposición de su espíritu no le permitía ocuparse de su hermana Clara; perseguido constantemente por la imagen de Casilda, tal como la vio engastada en el cortinaje carmesí; inquieto por la desaparición de Juan, cuya suerte ignoraba, y molestado hasta cierto grado por las exigencias religiosas y las manías de sus otras dos hermanas, Prudencia y Coleta, lo que quería era no ver a nadie, no ocuparse de negocios y pasar el tiempo en su biblioteca en sociedad con sus viejos y queridos libros; pero no podía realizar este plan por fácil y sencillo que pareciese. Uno de los que primero interrumpió la quietud de don Pedro Martín fue el licenciado Lamparilla. Lleno de alegría, le mostró la orden para recuperar los bienes de Moctezuma III, dándole mil agradecimientos, porque sin el precioso documento que le dio, jamás habría logrado la resolución de la Secretaría de Hacienda que, aparte del influjo de Relumbrón, no pudo resistirse a las concluyentes pruebas que se encontraban reunidas en el voluminoso expediente que se había instruido durante largos años. De confianza en confianza, Lamparilla se avanzó hasta contarle sus amores con Cecilia y su proyecto de casamiento.

—Ciertas cosas son muy difíciles en México —le dijo don Pedro Martín después de haberlo escuchado— y una de ellas es el recobrar los bienes de Moctezuma III, aunque lo manden los cuatro ministros juntos, y muchos quebraderos de cabeza ha de tener usted antes de que ponga un pie en las haciendas o pueda cortar un trozo de nieve. Será necesario que ocurra algo inesperado o la casualidad le proporcione dominar a los Melquiades. Se defenderán hasta el último extremo y por cuantos medios puedan. En cuanto al casamiento con Cecilia, ése es un negocio muy personal. Cecilia es una hermosa mujer y, a mi juicio, muy honrada y de excelente corazón. Trabajadora y activa, eso se ve, y es una cosa muy digna de atenderse que una mujer joven, sin persona que la dirija y la aconseje, haya sabido conservar su honra, descartarse de amantes, de envidiosos y de enemigos y hacer su fortuna, porque yo creo que relativamente es rica. Yo soy años ha su marchante, y para mí es ya como una necesidad dar a ciertas horas de la mañana un paseo y escoger yo mismo mi fruta. Cuando es mucha, uno de los muchachos la carga en su canasta. Manías de estudiante y de viejo. Todos los de una época somos así… Y a propósito ¿qué sabe usted de ese pobre muchacho, tan inteligente y tan simpático, que usted colocó en el rancho de Santa María de la Ladrillera?

—Referí a usted la llegada al rancho de una partida de tropa, los desperfectos que hicieron y que se llevaron de leva a los muchachos…

—Es verdad, y a pesar de tantos asuntos como pesan sobre mí, lo recuerdo perfectamente; pero no me ha dicho usted la suerte que han corrido, y debía usted haber comenzado por eso, pues se trata de su ahijado o de su tutoreado.

—Tanto era mi deseo de darle a usted las gracias y mostrarle mi agradecimiento, que debía comenzar por eso. Espiridión se reunió no sé cómo en la campaña con unos padres misioneros franciscanos, que lo catequizaron y se lo trajeron al convento, le enseñaron latín, algo de filosofía y a cantar en el coro, pues tiene buena voz. Tomó afición a la carrera eclesiástica, pasó al Seminario, donde ha hecho muy buenos estudios y va a ordenarse. Mi comadre doña Pascuala está encantada, y sería la mujer más dichosa del mundo si su hijo llegase a ser cura de un pueblo. Usted, señor don Pedro, que tanto influjo tiene con el arzobispo ¿no podría conseguir que para comenzar fuese Espiridión vicario de Ameca? Quizá nos serviría de mucho en las cuestiones que tenemos que ventilar con los Melquiades.

—No rehusaría recomendarlo, si en efecto lo merece; pero no ha concluido usted de satisfacer, más que mi curiosidad, el deseo de saber la suerte de Juan.

—Juntos hicieron la campaña Espiridión, Moctezuma III y Juan. Del primero ya tiene usted noticia. Moctezuma es hoy todo un capitán, y ha pasado a la caballería, en unión de otro muchacho muy valiente que le dicen el cabo Franco, ambos muy queridos y protegidos por el coronel Baninelli; pero en cuanto a Juan, ni su luz, desapareció en una retirada desastrosa que hicieron los del gobierno, allá por unos andurriales desconocidos, por el rumbo de Jalisco y Tepic. Seguramente lo mataron o se extravió en los montes y pereció de hambre. ¿Quién sabe? El coronel Baninelli lo ha buscado por mar y tierra, y sus investigaciones no han dado ningún resultado.

Don Pedro Martín se puso un dedo en la boca, se quedó pensativo y le vino a la imaginación la mañana en que escuchó en el comedor la conversación que tuvieron Casilda y Juan. Se levantó de la silla en que estaba sentado, abrió un estante, buscó una cajita común en que había encerrado unas píldoras que acostumbraba tomar cuando tenía jaqueca, la abrió y encontró el mechón de cabellos que Cecilia arrancó a Evaristo; el pellejo sanguinolento estaba seco y arrugado. Un día u otro —dijo para sí— caerá ese malvado —y luego volviéndose a Lamparilla, disimulando la turbación que le habían causado tan desagradables recuerdos, le dijo:

—Volviendo a lo del casamiento no veo sino un inconveniente, y es la desigualdad de condiciones. Buena y más que bonita como es Cecilia, no es igual a usted, y cinco minutos después de la bendición del cura, le entraría el arrepentimiento. ¡Ah, amigo mío! —continuó exhalando un profundo suspiro—. ¡Si pudiésemos sacudir las preocupaciones de nacimiento, de raza, de fortuna, de categorías, qué felices fuéramos! Pero todo ello es una utopía, y de lo que no se puede prescindir es de la diferencia de educación. En resumen, si pasa usted por todo, y si considera que ha de ser feliz, cierre los ojos, y como quien se arroja a un río caudaloso, cásese y deje al mundo que hable y que critique. ¡Ojalá yo pudiese hacer lo mismo!

Don Pedro Martín suspiró de nuevo, pensó en Casilda, que cada día estaba más bonita y más educada, pues se esmeraba en imitar los modales de Amparo. Olañeta quiso recoger esta confesión, que involuntariamente salió de sus labios; pero no pudo, por más que desvió la conversación a un lado y otro.

Lamparilla sorprendió realmente un secreto del alma inflexible del juez, y se retiró vacilando y procurando descifrar el enigma; pero muy contento y animado con el consejo, y, como eran más de las seis de la tarde, fuese al Portal de las Flores y no tardó en encontrarse con Cecilia que, acompañada de María Pantaleona, daba un paseo y hablaba con sus conocidas las floreras antes de dirigirse a su casa. Caminaron en silencio, Lamparilla al lado de Cecilia y detrás María a cierta distancia; pero luego que llegaron a la casa del Puente de la Leña y se encendieron las luces, el licenciado no pudo contenerse y se echó en brazos de la fresca y apetitosa frutera, que además del olor especial y embriagante de la mujer, tenía los aromas de las flores y del azahar.

—Cecilia, hija mía, querida mía —le dijo Lamparilla— déjate abrazar, ya somos felices. Hazte cuenta que somos marido y mujer, pues ya no hay impedimento en que me case contigo. Ya tengo la orden para que me entreguen los bienes de Moctezuma III, ya soy dueño de todo el valle de Ameca, de los dos volcanes, de la nieve que tienen encima, del azufre que tienen dentro, de los bosques vírgenes que están en la falda, de todo, y todo es para ti.

Cecilia se desprendió delicadamente, pero no sin dificultad, de los brazos de Lamparilla, entraron a la recámara y se sentaron en las toscas aunque cómodas sillas que tenía la frutera.

—No creas que te miento —le dijo Lamparilla— aquí está la orden, te la voy a leer:


SECRETARÍA DE HACIENDA, etc.

Examinada la última instancia presentada por el licenciado don Crisanto Lamparilla, como apoderado de don Pascual José de Moctezuma, y resultando plenamente probado que es el heredero directo del emperador Moctezuma II, emperador de México; S. E. el Presidente ha tenido a bien disponer que se ponga al heredero en posesión de las haciendas, ranchos, potreros, bosques, nieves, azufres del volcán y cuanto además pertenezca, conforme expresa la Real Cédula del emperador Carlos V y la reina doña Juana, que se acompaña en copia. Dispone también S. E. que se diga al interesado que por los perjuicios que le hayan causado los detentadores en el tiempo que ha estado privado de sus propiedades, tiene su derecho a salvo para demandarlos ante los tribunales competentes, en el concepto de que esta orden se comunicará oportunamente a las autoridades que corresponda. Dios y Libertad, etcétera.
 

Cecilia oyó con mucha atención esta lectura, tomó el papel de manos de Lamparilla, lo leyó muy despacio una y dos veces y se lo devolvió diciendo:

—Es verdad, señor licenciado, no tiene duda; pero lo difícil es entrar a esos campos, y ya ve lo que le sucedió la vez pasada. Los Melquiades son terribles; si fuese con los Trujanos, me comprometería a avenirlos en menos de una semana.

—No tengas el menor cuidado, que los campos, con todo lo que se encuentra en ellos, será nuestro dentro de poco tiempo, porque está de por medio un coronel muy poderoso, del cual soy abogado. Con su protección, los Melquiades tienen que rendir la cerviz.

—Y si no la rinden, lo mismo da —respondió Cecilia muy satisfecha—. Pues que usted me ha cumplido su palabra, consiguiendo esa orden de que me ha hablado desde que nos conocemos, yo tengo que cumplir la mía. Para qué son delicadezas y rodeos como los de las niñas decentes. Yo soy franca y tengo la verdad en los labios. Desde ahora, menos en ciertas cosas, soy su mujer. Ordinaria, no lo puedo remediar, pero honrada hasta las uñas. Si los Melquiades no se rinden, no exponga su vida ni se dé cuidados. Yo tengo dinero, no mucho; pero lo bastante para que compremos un rancho regular para meternos a trabajar y vivir queriéndonos.

Lamparilla, entusiasmado con tanta generosidad, quiso abrazar de nuevo a Cecilia; pero ésta se defendió poniendo una cara muy risueña y mirando intencionalmente a Lamparilla.

—No, no, estése quieto, señor licenciado. ¿Qué dejaremos para después? No sea tonto. Los hombres hacen malas a las mujeres, y después se quejan. Mejor es aguardar. ¿Qué diría usted de mí después de casados?

Lamparilla conoció la verdad y solidez de las reflexiones de Cecilia, y, volvió a la quietud y al orden como lo había hecho otras veces. Quería de veras a Cecilia y no podía por eso llevar más adelante sus atrevidas empresas.

—Razón tienes, Cecilia, y de veras soy tonto. No hablemos de estas cosas hasta el día en que los asuntos estén arreglados y nos casemos. Me voy, y es conveniente que me vaya, porque no respondería por mí. Envía un canasto de tu mejor fruta al coronel. Esta tarjeta dice dónde vive. Da bien las señas a María y que ella misma la lleve. A las doce comen.

Lamparilla se marchó aun sin dar la mano a Cecilia, con la cabeza llena de ilusiones, y mientras va a buscar a los individuos que componían la Junta de Cárceles, para que le permitieran hacer con ellos una visita, nosotros volveremos otra vez a la casa del señor don Pedro Martín de Olañeta.

Se había retirado ya a su biblioteca, cavilando, no sobre la mecha de cabellos y el pedazo de casco seco, sino en el funesto personaje a quien pertenecía, cuando se encontró enfrente de otro a quien de pronto desconoció.

—Lo pensaba yo, don Pedro —le dijo el recién llegado—. Sin anunciarme he penetrado hasta la biblioteca, aconsejado por sus hermanas que tampoco me reconocieron de pronto.

—¡Marqués! ¿Es posible que tan mudado vea yo a usted? —dijo don Pedro Martín, levantándose de su sillón y tendiendo la mano al marqués de Valle Alegre.

—Cuando haya ya hablado con usted media hora, ya verá que no ha sido sin motivo.

Sentáronse y comenzaron a hablar; don Pedro Martín estaba aturdido. El marqués, tan buen mozo, con los colores de la salud en sus mejillas, con su cabello negro y sus dientes muy blancos y su buena sonrisa alegre, aun en momentos en que sus asuntos iban mal, era absolutamente otro hombre, y don Pedro había tenido mucha razón en no reconocerlo de pronto. Nada había perdido el marqués en sus maneras nobles y francas ni en la elegancia y sencillez de su vestido; pero su pelo estaba ya entrecano, sus mejillas pálidas y hundidas, y en lugar del vientre que iba redondeándose con la edad, se reconocía un hueco, como si en tres días no hubiese comido.

Olañeta le tuvo lástima y se lo dijo.

—Digno de compasión soy; pero no daré mi brazo a torcer; mi suerte ha cambiado, pero me conformaré con ella…

—¿Y las bodas y el casamiento? Ni una letra de usted en tantos meses. En la casa donde me informaba yo, notaba inquietud; a cada momento venían y regresaban mozos de la hacienda, pero yo no creía nada.

—Verá usted… deme uno de esos buenos puros que tiene reservados para los amigos, y hablaremos despacio.

El marqués refirió al licenciado su feliz viaje, el espléndido y ceremonioso recibimiento que le hizo el conde y todo lo demás que ya sabe el lector, hasta la extraña y no prevista escena de la capilla.

—Yo no tenía maldita la gana de batirme con el conde. Con cualquiera palabra que me hubiese dicho habría quedado contento y me habría puesto en camino inmediatamente para esta ciudad; pero sus insultos groseros me exaltaron y no hubo remedio. Nos batimos con tal furor, que olvidando cuantas lecciones de esgrima habíamos aprendido, nos dimos de cuchilladas durante un cuarto de hora, hasta que caímos heridos y sin fuerza ni aliento para levantarnos. Por un extraño capricho del conde, el único testigo del lance fue Gordillo, el cochero. Luego que nos vio exánimes, forzó los armarios del conde, robó las alhajas y dinero, cerró la puerta y se marchó llevándose mi caballo favorito, que usted sabe que lo quería yo como si fuese una gente. Don Remigio, ese hombre que vale oro, y el doctor Ojeda, nos salvaron, de lo contrario, habríamos en seis u ocho horas más perecido de debilidad y de hambre.

Aquí el marqués se extendió en la narración de lo que sufrió a causa de la pérdida de su sangre y la asistencia continua y cariñosa de don Remigio; después continuó:

—Yo no tenía ni la menor idea de que en un pueblo tan lejano de la capital hubiese un médico tan hábil ni tan afectuoso; don Remigio le llamaba el practicante; pero yo le llamo el doctor y será doctor dentro de poco tiempo. Ha venido conmigo, y si es posible, le daré una fuerte suma de dinero para que viva un poco de tiempo en México, se presenta a sus últimos exámenes y reciba la borla de doctor, tanto más cuanto que el viaje en mi compañía le iba a costar la vida; pero no quiero anticipar los sucesos, sino seguir el orden que me he propuesto en mi narración de las bodas.

Como era la hora de la cena, don Pedro Martín instó tanto al marqués para que lo acompañase a la mesa, que no pudo éste resistir y pasaron al comedor, donde estaba ya puesta una abundante comida, y Prudencia y Coleta esperando que llegasen.

No escasearon las dos buenas señoras lástimas, cumplimientos y palabras muy afectuosas al marqués por el deplorable estado en que estaba. Habláronle de multitud de remedios caseros y le instaron para que se aplicara cualquiera de ellos, seguro de que antes de un mes recobraría la salud y se pondría tan sano y robusto como se hallaba el día que fue a despedirse de ellas, y con este motivo le hicieron pregunta tras pregunta, no haciendo caso de las significativas ojeadas de don Pedro Martín. El marqués, como hombre de mundo, evadió hábilmente las cuestiones y concluyo la cena sin que supiesen la causa por qué estaba tan cambiado y qué asunto había motivado su inesperada y misteriosa visita.

El café se sirvió en la biblioteca, despidieron a la criada, cerraron la puerta, y el de Valle Alegre, que había recobrado algo de su genial alegría, continuó así:

—No tiene usted idea, por más que se exagere, del carácter del conde del Sauz. De piedra, de fierro, de acero, es poco decir; realmente tiene el carácter de demonio. Cuando su herida iba cicatrizando y pudo ya hablar con don Remigio, le preguntó:

—«¿El marqués vive y está en la hacienda?» —don Remigio le contestó afirmativamente. Pasaron semanas sin que volviese a mentarme. Nuestra convalecencia había sido penosa y difícil. Las heridas estaban perfectamente curadas; pero la anemia nos aniquilaba. Gracias a los cuidados del doctor Ojeda rebasamos. Cuando el conde se creyó un poco fuerte, llamó a don Remigio, y le dijo: «¿Crees que el marqués podrá manejar una espada?». «Está tan débil —le respondió don Remigio— que no podría levantar una paja del suelo.» El conde calló, y yo no supe esto sino después; y en efecto, lo único que podía manejar era el bastón para apoyarme, porque no podía andar sino asido del brazo de don Remigio y del doctor. El conde y yo no nos veíamos. Él permanecía en su habitación y yo en la mía; pero solía dar mis paseos por el gran patio y por la calzada que conduce al camino real. En uno de esos paseos y acompañado del doctor Ojeda, pasé cerca de las piezas que ocupaba mi prima. Gritos descompasados y lamentos desgarradores me llegaron al corazón. «Está en una de esas crisis nerviosas que la destrozan —me dijo el doctor— y de veras no sé cómo resiste. Cada cinco a seis días se presenta el fenómeno, que dura diez o doce horas. Después sigue una calma completa. No conoce más que a don Remigio y a mí. Comienza a delirar y cuenta toda su triste existencia y revela los más recónditos secretos de su alma; pero permítame que lo deje un momento para atenderla. Creo que está usted bastante fuerte para continuar su paseo con sólo el auxilio del bastón.» El doctor Ojeda entró en la habitación de mi prima Mariana, yo di la vuelta y me encontré en la reja del pequeño jardín. En mi vida he tenido rato más amargo. Los gemidos y los sollozos que vienen de los padecimientos del alma tienen un carácter tan particular, que llegan al corazón de quien los oye, por frío y egoísta que sea. Un cuarto de hora estuve escuchando a la pobre Mariana. Ese cuarto de hora cambió radicalmente mis ideas. Yo era hasta cierto punto culpable; yo había contribuido, lo confesaré a usted francamente, por sostener mi posición social, a violentar a esta mujer y a reducirla al miserable estado en que se encontraba; yo era, en una palabra, el reo que estaba ante su víctima. Me retiré vacilando, temblando de susto y de remordimiento, me encerré en mi cuarto; le diré a usted, señor don Pedro Martín, aunque me cause vergüenza, me retiré a llorar, y se lo juro a usted, a llorar, por la primera vez en mi vida. Volví a caer en cama y volvió el doctor Ojeda a salvarme la vida.

En las noches, el doctor —continuó— que se hallaba acompañándome en la cabecera de mi cama hasta que conciliaba el sueño, me contó porción de pormenores a cual más tristes de la vida de Mariana. Desde muy joven se apasionó del hijo de don Remigio, que era un capitán muy guapo y arrogante de las compañías fronterizas. Fuerte y valiente hasta la temeridad, era el terror de los indios comanches. En las visitas que hacía a su padre cada cuatro o seis meses, conoció a Mariana, se amaron, y la soledad y la libertad que gozaban en las ausencias del conde, y el amor que puede más que todo, produjo efectos. Mariana dio a luz a un niño en una casita apartada de la ciudad, propiedad de Agustina, el ama de llaves. El capitán de Presidiales (que ya había pasado a las tropas de línea) por salvar a su hijo en la hora suprema, desertó frente al enemigo, fue condenado a muerte y anda fugitivo y errante. Toda una novela en que yo represento un papel bastante odioso.

Don Pedro Martín, que nada sabía de esta sombría historia de familia, se agarraba la cabeza con las dos manos.

—¡Dios bendito! —decía—. ¡Qué secretos y qué misterios se descubren en las familias que se creen más felices y que parece que la desgracia no se atreve a entrar por las puertas de sus palacios, y cómo en los vinos más generosos se encuentran en el fondo amarguísimas gotas!

—Ya un poco más repuesto —continuó diciendo el marqués— pensé decididamente en abandonar la hacienda y regresar a México, porque me daba horror estar cerca de la víctima de mi vanidad y de mi codicia; pero el doctor Ojeda no consideraba que podría soportar el camino. Un día la muchacha que me servía me entregó una carta del conde, que decía así:


Primo:

Si tiene buena memoria, recordará que nuestro duelo fue a muerte, y que puesto que la misericordia de Dios nos tiene vivos, fuerza es que volvamos a comenzar hasta que uno de los dos vaya a la eternidad. Cuando tenga usted su brazo capaz de manejar la espada, lo espera en la biblioteca su primo,

El Conde del Sauz.
 

—Cuando acabé de leer tan insensata carta, me dieron ganas de buscar un puñal, dirigirme a su recámara y matarlo como se mata a una fiera dañina del bosque; pero entró a ese tiempo don Remigio, me calmó, me dijo que ya sabía lo de la carta y que no hiciera caso; que el conde no estaba en el completo uso de sus sentidos. Cuantas razones me dio no fueron bastantes para quedarme un día más en la hacienda. Persuadí al doctor Ojeda a que me acompañase, y dispuso mi viaje. Escribí al conde una carta, que supliqué a don Remigio le entregase a los cuatro o cinco días después de mi salida.


Primo:

Recibí su carta; mi brazo apenas puede manejar un bastón; pero aún cuando estuviese fuerte como un Hércules, no me batiría con un insensato. Cuando vuelva usted al uso de su razón, encontrará donde quiera a su primo.

El Marqués de Valle Alegre
 

—Don Remigio tuvo que consentir en mi partida y permitió al doctor Ojeda que me acompañara, a condición de que volviera en cuanto hubiesen terminado sus exámenes. Quería que regresara con el magnífico avío y el mismo aparato con que llegué; rehusé, y me contenté con una carretela ligera y dos mozos. Había yo guardado silencio sobre mis alhajas, que en resumen y reducido a la pobreza, eran mi única esperanza. Don Remigio tuvo la delicadeza de entregármelas, obedeciendo a las órdenes de Mariana, que en los intervalos lúcidos que tenía, se lo encargaba encarecidamente. Le voy a contar a usted una cosa realmente vergonzosa. Me robaron las alhajas y me dejé robar como un cobarde y como un miserable. Llegamos a buen paso y sin novedad hasta el Fresnillo. A la mitad del camino para Zacatecas, se presentó de improviso y detuvo la carretela un hombre armado, que me puso una pistola al pecho y me dijo:

«Señor marqués, ha resucitado usted, pues yo lo dejé muerto en la biblioteca de la hacienda, y como no se casó usted con mi ama la condesa, debe traer las alhajas; démelas pronto o le pego un balazo en la chapa del alma sin consideración ninguna». Era José Gordillo, el vengativo cochero. La sorpresa que me causó este encuentro me quitó el uso de la palabra y quedamos el doctor y yo inmóviles en nuestros asientos. En esto aparecieron cuatro hombres más a caballo y armados hasta los dientes. Uno de ellos quedó teniendo los caballos, los demás se apearon, se apoderaron de nosotros y nos amarraron con las reatas a las ruedas del carruaje; todo esto en momentos. Estupefactos y mudos, no opusimos ninguna resistencia. Gordillo no había dejado un momento de amenazarnos con la pistola, y yo le veía en los ojos que al menor movimiento de resistencia nos mataría. Luego que nos vio amarrados, levantó los cojines de los asientos, sacó de la cajuela la cajita de alhajas, hizo que el cochero montara en las ancas de su caballo, los demás forajidos montaron también y desaparecieron. Todo esto fue tan rápido, que más me he dilatado en referírselo a usted. A pesar de lo bien amarrado, estaba temblando de ira. Yo, que no había pestañeado ante la punta de la certera espada del conde, me había dejado sorprender y amarrar por un bandido; pero pronto a este sentimiento sucedió otro, el del temor de la muerte y de una muerte horrorosa. El lugar donde nos detuvieron los ladrones era una cañada que desciende al mineral de Veta Grande. Sopla un viento tan fuerte, que es capaz de voltear a un carruaje y no hay año que no se cuente una desgracia. El viento comienza a soplar con ímpetu a la caída del sol y era precisamente la hora en que fui asaltado. Calcule usted, señor don Pedro, nuestra agonía. Las mulas podían partir espantadas, o soplando el viento empujar la capota de la carretela, y como estábamos al principio de una bajada, el carruaje descendería rápidamente y nosotros daríamos vuelta con las ruedas, haciéndonos pedazos contra las piedras; en una palabra, un suplicio como no lo inventaron ni los inquisidores. El día que yo encontrase a Gordillo, no lo mataría con un puñal ni con una pistola, sino con un alfiler, hasta que muriese. Por una grandísima fortuna, las mulas, que se habían fatigado al subir la cuesta, se estuvieron quietas, y el viento no sopló sino más tarde. Un cuarto de hora duró este suplicio; pero nos pareció un siglo, y creo que en ese lance fue donde la mitad de mis cabellos se volvieron blancos como usted los ve.

El marqués inclinó la cabeza para que la examinara don Pedro Martín.

—¿Y cómo salieron de tan espantosa posición? —preguntó don Pedro Martín.

—Divisamos unos arrieros que cortando camino encumbraban la montaña, les pedimos socorro con los gritos terribles que sugiere la desesperación. Acudieron desde luego; uno nos desató mientras otro contenía las mulas y las quitaba de la carretera. Parece que el viento esperó a que estuviéramos libres, porque apenas estuvimos en pie reventó con tal violencia, que volcó la carretela y la arrojó a veinte varas de distancia; los arrieros y nosotros tuvimos que tendernos en el suelo para no ser azotados contra las piedras. Cuando el huracán calmó un poco, el doctor y yo, a pie, nos dirigimos a la hacienda de Veta Grande, donde los Arpides, a quienes contamos nuestra aventura, nos dieron la más generosa hospitalidad. Se despacharon mozos en persecución de los ladrones; pero su correría no dio ningún resultado. Hasta ahora no he vuelto a saber qué suerte corrieron los dos mozos que saqué de la hacienda y las mulas de remuda. Una semana permanecimos en Veta Grande, mimados y atendidos cariñosamente por los Arpides, y partimos en un buen carruaje, con mozos de confianza, con la ropa indispensable de que carecíamos, con dinero más que bastante para el camino, y llegamos a esta ciudad sin otro accidente. Pero me esperaba otra decepción bien amarga. A usted, señor don Pedro Martín, que además de ser mi amigo es mi abogado y mi confesor, se lo contaré todo. Mi familia me recibió no sólo fríamente, sino mal. Como les escribí la buena acogida que me hizo el conde, y su generosidad de entregarme trescientos mil pesos en la Casa de Moneda, y me veían llegar demacrado, casi sin ropa, sin haberme casado y como un hijo pródigo, me abrazaron el aire sin que sus brazos tocasen mi cuerpo, no presentaron sus mejillas para recibir el beso fraternal, y guardaron un silencio que puede llamarse criminal, pues con todo y lo cambiado de mi semblante, no se informaron de mi salud. ¡Figúrese usted, señor licenciado, qué tristeza, qué desengaño y qué vergüenza, pues el doctor Ojeda fue testigo de estas escenas! En la noche tuve una explicación muy desagradable con mi hermano, y fue necesaria toda mi resignación para que no hubiese escándalo. Durante mi ausencia había comprado dos carruajes y los debía; mis hermanas tenían cuentas pendientes con las modistas; el dinero que yo dejé para pagar diversas facturas, se había gastado en otros objetos; en una palabra, una nueva quiebra de las más vergonzosas, pues se componía de acreedores de cincuenta, de cien pesos, que no querían esperar más. He venido, señor don Pedro Martín, no a quejarme, pues que he recibido el castigo de mis propias faltas, sino a desahogarme y pedirle consejo.

—Mi querido marqués, y permítame que le hable así, en prueba del interés que me inspira. Lo que ha pasado usted en pocos meses habría bastado para matar al hombre más fuerte; pero cálmese y consuélese, que Dios manda los trabajos y las penas quizá para encaminar al hombre al buen sendero, pero no lo abandona enteramente. Sepa usted que es todavía no sólo rico, sino muy rico; no le dé pena no haber recibido los trescientos mil pesos de esa desgraciada condesa. En el archivo de su casa tenía usted un tesoro, y el refrán de que «Más tiene el rico cuando empobrece», tratándose de la casa de Valle Alegre, se ha convertido en un evangelio. Asómbrese usted: cerca de un millón de pesos en censos y escrituras que no han caducado. Algunas de ellas incobrables: pero otras de fácil realización, pues tienen buenas hipotecas, y los deudores se darán por bien servidos en hacer una transacción en que se les perdone la mitad de los réditos vencidos. Me he entendido con mi compañero el licenciado Rodríguez de San Gabriel. Ya sabe usted que los abogados nos decimos horrores en los estrados y en los tribunales; pero cualquier incidente, por pequeño que sea nos reconcilia. A él mismo le he encargado el examen y la gestión de los asuntos del marquesado, porque yo, siendo juez, no puedo actuar. Muy pronto estos trabajos, que se han hecho con actividad mientras usted ha estado ausente, nos darán por resultado que la hacienda embargada, donde está fundado el mayorazgo, con sus ranchos anexos, vuelva a poder de usted, y que le queden nuevas escrituras a su favor al seis por ciento de rédito y con buenas hipotecas y una cantidad muy regular en dinero. Conque ya ve usted que no todo es negro en este mundo, y dé gracias a Dios, que usted y yo somos cristianos viejos y debemos reconocer que todo se lo debemos.

Fue tal la sorpresa y la emoción que causó al marqués, que se creía arruinado y en vísperas de pedir limosna, el considerarse rico, y más rico todavía que en sus buenos tiempos, que no pudo contestar, se desmayó en el sillón y el licenciado don Pedro Martín tuvo que llamar a sus hermanas para que le diesen a oler álcali y le frotasen las mejillas y el cerebro con vino jerez.

—¡Qué cobardía! ¡Qué debilidad! ¡Qué poco ánimo! —dijo cuando volvió en sí—. El estado de mi salud es muy precario; usted y sus buenas hermanas me dispensarán. Por el amor de Dios les ruego que no vayan a contar a nadie que el petulante y orgulloso marqués de Valle Alegre se ha desmayado como una doncella de quince años.

Coleta y Prudencia lo tranquilizaron, y observando que estaba ya repuesto, creyeron que debían retirarse para que continuase la conferencia.

—Otro secreto tengo que confiar a usted —continuó cuando las hermanas habían salido y cerrado la puerta.

—Cualquiera que sea, quedará aquí —le contestó don Pedro Martín, llevando la mano al pecho.

—Estoy enamorado, pero enamorado profundamente. ¡A mi edad! Esto le sorprenderá a usted.

—De ninguna manera. El corazón siempre es joven —le contestó el licenciado, suspirando profundamente.

—El estado desastroso de mi casa, me decidió a aceptar la mano de mi prima Mariana, y se lo confesé a usted francamente; pero no le dije que hacía tiempo que adoraba a una mujer.

—¿Una querida tal vez, alguna inferior a usted?

—Bah, eso no, todo lo contrario; una perla, una verdadera joya. Belleza, educación, buen carácter, talento, nada le falta; y se lo diré de una vez: Amparo, la hija de doña Severa.

—Nunca lo hubiera sospechado.

—Ni nadie. Amores platónicos hasta ahora. Jamás le he dicho ni una sílaba; pero con el instinto de mujer, debe ella haber conocido que me interesaba. Hay una buena diferencia entre nuestras edades. La madre, si tiene defectos, es el de ser demasiado virtuosa y estricta; y en cuanto al padre ¿qué quiere usted que le diga? Su facha de portugués, la excesiva coquetería en el vestir, ese lujo de diamantes y cadenas de oro que le han valido su sobrenombre ridículo, no me agradan; pero la hija, repito, es un tesoro y ninguna culpa tiene de las rarezas de su padre. Frustrado mi casamiento con mi prima, curado de mis heridas, comencé a pensar en Amparo, y tenía precisamente su imagen delante cuando fui asaltado en la Cañada de Veta Grande. Perdí mis alhajas y con ellas la esperanza. ¿Podría presentarse como pretendiente un marqués arruinado? Relumbrón y doña Severa, los primeros, habrían pensado, y con razón, que rechazado por el conde y por mi prima, venía a costa suya y con sacrificio de su hija a reponer mi fortuna. Ahora me ha vuelto usted, con la fortuna, la vida y la felicidad, señor don Pedro.

—¿Pero, cuenta usted con la voluntad de Amparo, y no teme que se repita la escena de la capilla de la hacienda del Sauz?

—Yo no cuento con nada hasta ahora. Le repito que no le he hecho la menor insinuación; pero pierda usted cuidado, le enamoraré como si tuviese yo veinte años, y cuando esté absolutamente seguro de que me ama y de que ningún otro sentimiento más que el del cariño la impulsa a unir su suerte con la mía, entonces hablaré, o mejor dicho, usted la pedirá a sus padres para que sea la compañera de mi vida. Por de pronto, frecuentaré la casa; es decir, asistiré con más puntualidad a las tertulias de los jueves, que supongo continuarán todavía, y con modestia, con las delicadezas que inspira un amor verdadero, iré poco a poco ganando su corazón. Para mi completa dicha, sólo faltaría, si Amparo fuese al fin mía, el saber que la pobre Mariana ha vuelto a la razón, que había encontrado a su hijo, y que su padre, no teniendo ya remedio las cosas pasadas, le había otorgado su perdón. Ésta va a ser también una de las ocupaciones preferentes de mi vida, y espero, con la ayuda de usted, que llegaremos a domesticar esa fiera encerrada en la biblioteca del Sauz. ¡Bendita herida si por algunos días de sufrimientos me produce el realizar tan bellas ilusiones! Lo único que suplico a usted es que, cuando vaya a visitar a doña Severa, como quien quiere y no quiere la cosa, y sea oportuno, le platique del estado satisfactorio de los negocios de mi casa.

—Sí, lo haré —le respondió don Pedro Martín— tan luego como me lo permitan los muchos negocios que me ocupan, especialmente los de usted; y a propósito, voy a darle un billete de depósito para que pueda usted retirar del Montepío diez mil pesos cobrados por las transacciones ya hechas. Mi compañero Rodríguez de San Gabriel tiene las actas y las cuentas, y eso será para más adelante. Por de pronto, ya habrá paz en la familia, el hermano tendrá para pagar las deudas, las hermanas se presentarán con un traje nuevo en el teatro, y usted, marqués, sabiendo, y queriendo sobre todo, manejar sus intereses, volverá a ser el hombre elegante, amable y simpático para toda la buena sociedad de México. ¡Ánimo y olvidar lo pasado!

Abrió un cajón de su bufete y le entregó el billete.

El marqués estrechó afectuosamente la mano del abogado, y se despidió prometiendo volver la siguiente semana.

Cuando se retiró, don Pedro Martín quedó un rato pensativo, y al tomar la vela para pasar a su recámara y acostarse, dijo como si se dirigiese a alguno:

—Decididamente iré mañana a la tertulia de Relumbrón y anunciaré a doña Severa mi visita para el viernes. Necesitaba un pretexto para satisfacerme a mí mismo. Hace cerca de un mes que no veo a Casilda.

XLIV. «Los Dorados»

Los Dorados

Lo que en la capital de México se llama Tierra Caliente, lo componían antiguamente la cañada de Cuernavaca y el plan de Cuautla, lugar histórico y célebre por la resistencia del general Morelos a las aguerridas y numerosas tropas españolas que lo cercaron. Hoy, de esos ricos territorios se ha formado el Estado de Morelos. Por lo demás, las vertientes, tanto al sur como al norte de la gruesa cadena de montañas que forma la Sierra Madre, son de un clima templado, y a medida que se desciende a la costa todo es caliente y la tierra propia para la producción de la caña de azúcar, del café y del cacao.

El que no haya dado un paseo por el rumbo que se acaba de indicar y que, como quien dice, está a un paso de la capital, no tiene idea, aunque se lo explique la Biblia, de cómo era el Paraíso terrenal. El viaje, particularmente a caballo, ni es difícil, ni tiene lugar de arrepentirse el que se resuelva a hacer esta excursión.

Después de subir hasta lo más alto de las montañas que rodean el valle de México, y de internarse en boscosos senderos, repentinamente, y como si se hubiese descorrido un gigantesco telón, se presenta a la asombrada vista un panorama de oro y azul, inmenso, profundo, que parece que va hasta las playas del Grande Océano. La ilusión es tal, que se ven hervir y estrellarse las olas en sus ardientes y desiertas playas.

Es tanta la luz y la reverberación, que es necesario hacer una sombra con la mano sobre los ojos para poder distinguir los pormenores de ese gran cuadro que se mira al través de un espeso polvo de oro.

Así, con las manos sobre las cejas y arrugando los ojos, observó Relumbrón en uno de sus viajes, desde las alturas de Huichilaque, esa hermosa planicie. Casi pudo contar las haciendas con sus imponentes edificios y sus altas chimeneas, elevando sus espesas y rectas columnas de humo negro perdiéndose y desvaneciéndose en el éter azul; sus campos de caña de un deslumbrante y sedoso verde, y los cristalinos apantles refrescando y humedeciendo la tierra sedienta y ardiente.

—Todo esto es mío, todo me pertenece —dijo con esa fe con que se mudan las montañas de una a otra parte—. El trabajo de dos o tres meses en mantener hirviendo las calderas, secando los panes de azúcar y elaborando el aguardiente, es tiempo perdido; en una noche yo dejaré limpios los cuartos de raya, y las tiendas, y los almacenes. Para esto era únicamente necesario unos cuantos hombres resueltos y un jefe que los mandase. Ya lo tengo todo.

En efecto, la gavilla de don Pedro Cataño se había organizado perfectamente por los especiales cuidados del platero, que, sin perjuicio de dar una vuelta por la casa de moneda del molino, había trabajado día y noche en pulir y arreglar las medallas de la Virgen de Guadalupe para entregarlas al Abad y surtir a Los Dorados de cuanto ocurría a su fantasía. Don Pedro Cataño estaba vestido decente, pero sencillamente; tal vez su traje era severo. Calzonera ceñida a la pierna, chaqueta larga y chaleco negro con botonadura oscura. Sombrero blanco, muy fino, de Puebla, sin exagerada ala, con una toquilla representando doblemente enroscada una culebra disecada, con su cabeza de oro y los ojos de dos brillantes negros. No hay que decir que el caballo era el famoso que derribó a Evaristo en la Hacienda Grande, y las armas, espada, pistolas y puñal, de lo más fino y exquisito que se podía conseguir en la época en que pasaban estos sucesos.

Los que formaban la gavilla, que sin ofender al ejército llamaremos soldados, por ser más fácil y llano, estaban vestidos con absoluta igualdad, todos eran casi de una misma edad, de presencia imponente, de obrar resuelto y de pocas palabras. Para la ejecución, sumisos y obedientes a la menor insinuación de don Pedro Cataño; pero entre ellos, alegres, joviales, chanceros, buenos amigos; en substancia, no era mala gente cuando se les sabía tratar; pero una legión de demonios era un juego de niños si se les contrariaba y se les disputaba siquiera lo negro de una uña.

Conociendo a uno ya se conocía a todos, pues aun la estatura ofrecía muy pocas diferencias; sombrero negro con toquillas gruesas de trenzas de oro fino, vestido mezclilla oscuro, la calzonera con botonadura de bolitas de plata, fuste guarnecido, espada filosa debajo de la pierna, reata en los tientos y un par de buenas pistolas en el cinto; dinero siempre en la bolsa, y con qué cubrirse en las lluvias y en las tempestades. Todo muy bien arreglado y ligero; lo primero los caballos, que parecían venados. No eran muchos: treinta y dos hombres, pues don Pedro Cataño no había querido admitir más. No se crea que esta pequeña pero brillante tropa salió a son de trompetas y clarines de la hacienda de Arroyo Prieto; al contrario, fue desapareciendo sin que la tierra lo sintiese. Un día don Pedro, seguido de su mozo, vestido como todos los mozos del campo, se marchó sin decir adiós a nadie; enderezó para el Valle de México, entró por una garita y salió por la otra y fue a dar a la Grande, donde encontró a Pepe Cervantes; almorzó con él, fue en seguida a echar un trago a la famosa pulquería Xóchitl, se cercioró de que el pueblo de Tepetlaxtoc, con la ausencia de los valentones, se hallaba en la mayor tranquilidad; de allí bajó a Texcoco, visitó en Coxtitlán a don Antonio Palomo y en Chapingo a don Agustín Zaro, y provisto de cartas de recomendación, pues precisamente para eso fue, se internó por Ameca y fue a dar al Plan de Cuautla de las Amilpas y del Plan de Cuautla pasó a la Cañada de Cuernavaca. El gran ingenio de San Carlos, Pantitlán, Casasano, Santa Clara, Santa Inés, El Hospital, la pequeña y primorosa Hacienda de Calderón, Atlihuayan; por último, San Vicente y Chiconcuaque, desde donde tomó el camino real de Cuernavaca a México, y de la capital otra vez a la hacienda de Arroyo Prieto, quedando enteramente contento de su expedición. Había recorrido el terreno a su sabor y antojo.

En todas las haciendas que hemos mencionado y otras que dejamos en el tintero, porque la lista es larga, fue recibido, según se acostumbra, a cuerpo de rey. La cocina de esas fincas, sus dispendiosos gastos, el mucho dinero que circula y la amplia hospitalidad que se concede aun a las personas desconocidas, tiene algo de grande y de novelesco. En una de las haciendas estaban los dueños, en otras los administradores, en otras momentáneamente sólo los dependientes secundarios; pero en todas don Pedro, por sólo su buena facha y sin la presentación de sus cartas de recomendación era recibido con franqueza y buena voluntad; comía o cenaba (si llegaba de noche) perfectamente, y se le alojaba en la mejor recámara. A título de viajero y de curioso hacía pregunta tras pregunta, observaba las entradas y salidas de la finca, la disposición de la casa y del real, las armas de fuego de que podía disponer el administrador, y si éste era querido o era odiado de la gente del campo; en fin, cuanto podía serle necesario para dar el golpe seguro. En cuanto a los caminos, veredas, apantles, ríos y cortaduras, poco trabajo le costó; la tierra en lo general era plana y los pequeños ramales de la sierra que la cortaban y que formaban las hondonadas donde estaban las labores, no necesitaban mucho estudio para un hombre nacido en el campo y criado entre los salvajes. Bastaba que una vez pasase por un camino cualquiera, para que no tuviese ya necesidad de que lo guiasen.

Mientras él hizo esta necesaria y provechosa excursión, sus muchachos se alistaron, siguiendo su mismo sistema. Un día desaparecía uno y regresaba a los tres o cuatro con su silla guarnecida de plata, con su vestido nuevo y acaso con otro caballo mejor. Así. al regreso de don Pedro, los treinta y dos estaban ya listos y, como se ha dicho, en seguida fueron uno y otro desapareciendo. Don Pedro les dio cita para el Cerro de Atlihuayan, y calculando el tiempo que emplearían en el camino, les fijó la fecha y la hora en que debían llegar, aconsejándoles que caminaran cada uno por su lado y cuando más de dos en dos. Las horas eran entre las ocho y las nueve de la noche. Entendidos en esto y en otros pormenores, y con su santo y seña para reconocerse en la oscuridad, cada cual tomó el rumbo que su jefe les había previamente señalado.

Cataño se puso igualmente en camino, llegando sin novedad a Yautepec, y pasó el día en la casa del prefecto, informándose, entre cigarro y cigarro, que en casi todos los pueblos de la Tierra Caliente no había sino una especie de guardia nacional muy mal organizada, con unos cuantos fusiles viejos de diversos calibres; que cuando se necesitaba de la fuerza, los alcaldes convocaban a la gente, y que la mayor parte no quería salir por no perder su jornal en el trabajo de los ingenios.

—Por lo demás —añadió el digno funcionario— todo el país está tranquilo y no necesitamos de fuerza armada.

Don Pedro, al montar a caballo, le dijo:

—Cuídese usted, sin embargo, porque cuando menos se piensa, suele aparecer gente mala.

—No haya cuidado, comandante; los batiremos, los batiremos a todos.

Cataño no sabía por qué el prefecto le había llamado comandante; pero no consideró necesario hacer ninguna observación, y dándole otro apretón de manos, tomó la frondosa calzada de gigantescos naranjos que conduce al camino real; y ya al tranco, ya el sochigalope cuando el terreno lo permitía, antes de las ocho de la noche estaba ya en la cumbre del cerro de Atlihuayan. Uno a uno fueron llegando los muchachos, y antes de las nueve estaban reunidos los treinta y dos. Les pasó revista y consideró que, como Napoleón delante de las Pirámides, debía echar una arenga:

—Muchachos —les dijo— esta noche, los que quedemos con vida cenaremos una buena ensalada de lechuga en la hacienda de Atlihuayan; a los que les toque una bala, irán a cenar con todos los diablos; conque, de dos en fondo y adelante.

La noche estaba tibia, la atmósfera transparente, y las estrellas y luceros brillaban con tal claridad, que podía distinguirse desde la cúspide del alto cerro la inmensa llanura cubierta de cañas, la masa negra y confusa de los edificios de las haciendas y las altas chimeneas que de vez en cuando arrojaban chispas y llamas que se perdían en el vacío como si fuesen meteoros, exhalaciones o fuegos fatuos que subiesen de la tierra. Era el tiempo de la zafra. Las casas de calderas estaban hirviendo; los molinos, en su vertiginoso movimiento, devorando las cañas y haciendo correr, como en los cuentos de niños, arroyos de miel; los trabajadores en continuo movimiento, llenando y vaciando formas, y los administradores y dependientes atendiendo aquí y allá las diversas operaciones para elaborar el azúcar. Esto era en el interior de las haciendas; pero en lo exterior, la más completa calma, la más plácida tranquilidad. Ecos de ruidos muy lejanos, el zumbido de las alas de algún murciélago descarriado, bocanadas de viento caliente que traía el olor de la miel y de los naranjos. Después, calma completa y bochornos como si estuviese reverberando el sol a mediodía.

El cerro de Atlihuayan, visto desde cierta distancia, es semejante a un inmenso pan de azúcar; de cerca, pierde algo de su forma. La vertiente que mira a la llanura está casi tajada a pico, y una vereda de piedras sueltas, un verdadero camino de cabras, es el único sendero, rarísimas veces transitado, por donde se puede llegar sin ser visto ni sentido hasta la puerta de la hacienda.

Las piedras que rodaban arrastrando a otras en su caída, las herraduras de los caballos que chocaban contra la roca y resbalaban sacando chispas y una que otra enérgica exclamación de algún jinete en peligro de desbarrancarse y caer del pendiente precipicio hasta el pie de la montaña, formaban en esa tibia y serena noche un concierto extraño, compuesto de ruidos indefinibles que cesaban para volver a comenzar y mezclarse con el soñoliento murmullo de los apantles, que en esos momentos regaban los campos.

Más de una hora dilató la silenciosa tropa en bajar de esa peligrosa pendiente; mas al fin, todos sanos y salvos se encontraban con su jefe a la cabeza, enfrente de la puerta gótica de la espesa muralla que acababa de construir el marqués de Radepont, y que cercaba completamente por ese lado la hacienda de Atlihuayan. Mientras don Pedro y los suyos discuten la manera de penetrar en la hacienda, digamos dos palabras del marqués de Radepont y de su formidable muralla.

El marqués de Radepont era uno de tantos títulos de Francia arruinados por éste o por el otro motivo. Vino a México agregado a la Legación y con buenas recomendaciones.

Al cabo de cierto tiempo, el ministro francés se retiró. Radepont cesó de ser agregado; parece que la pensión que le venía de Francia cesó también, y se vio precisado a solicitar protección de los buenos amigos que tenía. Hombre de finos modales, de variada instrucción y particularmente afecto a los estudios agrícolas, Escandón y Jecker, que eran dueños de la hacienda de Atlihuayan, lo colocaron como administrador, con facultades para que aplicase todos los adelantos de la ciencia a la elaboración del azúcar y del aguardiente. «¿Por qué —dijeron— han de ser precisamente españoles los administradores de las haciendas? ¿Son ellos los únicos que saben fabricar el azúcar? ¿Hemos de estar siempre con los viejos trapiches del tiempo de la conquista, movidos por mulos? ¿No hay molinos horizontales que se mueven por vapor y muelen en un día más caña que los trapiches antiguos en un mes? Salgamos de la rutina». Y como tenían dinero para salir de la rutina, encargaron un molino moderno a Francia y cuantos aparatos nuevos eran necesarios e instalaron en la hacienda al marqués de Radepont. Los españoles que habían empleado en la hacienda y que hacían sus labores de siembra, riego y molienda con regularidad, se disgustaron y se fueron a otras fincas, donde no les faltó colocación.

La casa de la hacienda estaba en lo interior toda pintada de blanco con cal; las camas de lona blanca, con sólo los mosquiteros transparentes y blancos; los muebles de madera pintados al óleo, de blanco; las vidrieras sin cortinajes; nada de cuadros ni de estampas pegadas en las paredes; los suelos de ladrillo, muy unidos y parejos, sin dejar la menor hendidura; toda esta primitiva y sencilla decoración era lo mejor para evitar que anidasen las avispas, las abejas, los alacranes, los cientopies y las tarántulas y culebras, que se producen en esas benditas tierras con más abundancia y facilidad que la caña y el café, y poder registrar y percibir en lo blanco de las paredes y de las camas la pequeña pero horripilante silueta de cualquiera de esos venenosos bichos.

El marqués, según su modo de ver las cosas, encontró la casa en un estado salvaje, y dijo que era indispensable decorar la habitación de una manera confortable, lujosa y digna de los dueños de la finca y de la grande importancia que tenía; en consecuencia, trasladó de su casa de México sus pesados cortinajes de brocatel con flecos, borlas y abrazaderas; sus muebles Luis XV, sus cuadros de paisajes, su panoplia, sus pieles de león, sus estantes y cómodas y cuanto había traído de Francia, siendo lo más importante cuatro cajones de libros, de los cuales la mitad trataban del cultivo de la caña de azúcar, de las clases de azúcar, del análisis químico del azúcar, del riego de las cañas de azúcar, de la venta del azúcar: todo era azúcar y aguardiente en la biblioteca, exceptuándose algunas novelas y diccionarios. El marqués decoró finalmente al estilo Luis XV la habitación, ordenó su biblioteca, comenzó o, mejor dicho, continuó estudiando el azúcar y el aguardiente, y aplicando inmediatamente las teorías que leía hoy, a las labores del día siguiente, alterando y echando por tierra el método antiguo seguido por los macheteros, por los segadores y por los maestros de la casa de calderas. Hasta varió el curso de los apantles, y los riegos de la caña se daban conforme lo decían sus libros y no como lo habían hecho hasta entonces los bárbaros y salvajes operarios de la hacienda. Como la fábrica de aguardiente estaba en ruinas, comenzó desde luego a hacer otra, copiando el edificio de una estampa que representaba un antiguo castillo de Normandía, que se decía ser del tiempo de Guillermo el Conquistador. Una puerta gótica con su pesada reja de fierro y dos torreones a los lados con almenas y troneras, formaban la fachada, y de uno y otro lado también seguía la espesa y alta muralla que, tocando con los edificios antiguos, impedía toda comunicación con el campo. Este edificio, que no dejaba de ser imponente, no era más que la sustitución de la fábrica vieja. Aún estaba a medio hacer, y ya se habían gastado cien mil duros.

La decoración y el lujo de la casa produjo el resultado que debía esperarse. Antes de un mes, los pliegues y graciosas ondulaciones de las cortinas eran nidos de arañas y de alacranes; en los florones matizados del tapiz de papel, se paseaban sin ser vistos toda clase de insectos dañinos; debajo de los pesados sillones y canapés, empañados con la humedad de la atmósfera, trataban de anidarse ciertas culebritas, caseras más o menos dañinas. El marqués había sido picado por un alacrán y curándose gracias al maravilloso específico que liberta de la muerte a la gente que trabaja en los campos de caña, y del cual se burlaba pocos días antes diciendo que eran brujerías y supersticiones de la ignorancia en que vivían esos pueblos. Precisamente hablaban de esos el marqués y Escandón, que estaban sentados en la mesa del comedor, tomando café después de haber cenado tan bien como lo podrían haber hecho en el restaurant Helder de París.

—Me alegraré, marqués —le decía Escandón— que le piquen a usted dos o tres veces más los alacranes. Estos adornos y este lujo es bueno para la capital; pero en estas tierras, blanco y nada más que blanco por todas partes, porque de esa manera se ven venir los enemigos. Si una semana antes vengo a la hacienda, por nada de esta vida le habría permitido que tapizara las paredes y que colocase cortinas, afortunadamente se le olvidó a usted reformar la última recámara, y en ésa he tenido que refugiarme. Si continúa usted durmiendo en su gran cama de madera, la noche menos pensada se le descuelga a usted del pebellón un escorpión o un cientopiés, y amanece usted muerto; pero cada cual tiene su gusto. Lo que me parece grave es lo de los campos; la caña no ha crecido como debía; las hojas están como marchitas; en fin, yo no entiendo de nada de esto, pero lo que no puede dudarse, es que los campos de otras haciendas me parecen mejores que los de Atlihuayan, y es sin duda porque ha suprimido usted un riego, según me han informado.

—No tenga usted cuidado alguno —le respondió el marqués, con mucha calma— precisamente la caña debe estar como usted la ve. Los campos que presentan un aspecto muy frondoso no dan mucha miel, y ya verá que este año Atlihuayan molerán cien mil arrobas de azúcar, mientras las haciendas que usted admira no llegarán a sesenta mil, y si es verdad que se ha suprimido un riego, es porque no se pudra la raíz, y porque la caña extraiga de la tierra más substancia sacarina.

Escandón meneaba la cabeza con un aire de incredulidad. Los viejos operarios le habían informado que el marqués de Radepont todo lo echaba a perder, que la caña se estaba secando y que él lo trataba de hacer conforme lo decían unos libros que leía todo el día, y no según la experiencia de años.

Como hacía un calor sofocante, sin llamar a los criados, entre Escandón y el marqués sacaron casi la mitad de la mesa del comedor a un terrado y colocaron las velas en unas guardabrisas, adonde no tardaron en acudir, atraídos por la luz, multitud de bellas de noche, de catarinas, de mosquitos microscópicos, de variedad de bichitos alados de todas formas y colores. Escandón y el marqués se divertían con tan infinita variedad de animalitos, seguían la discusión el primero, defendiendo la práctica para el cultivo y manejo de la hacienda, y el segundo apoyándose en la autoridad de los cientos de autores que leía, cuando el silencio que reinaba, pues habían cesado los trabajos, fue turbado por el disparo de un arma de fuego, que se reprodujo en el eco de la bóveda de la poterna de ese extraño castillo.

—Nos asaltan —dijo el marqués poniéndose pálido—. Ya me habían dicho que un día u otro tendríamos que sostener una verdadera batalla, y vea usted la razón por qué, con motivo de reparar una fábrica de aguardiente que se caía, he construido un castillo. No tenga usted cuidado, nos defenderemos, y no entrarán. Voy a buscar mis armas y a reunir la gente.

—No, nada de eso, marqués —le contestó Escandón con mucha serenidad—. Observe usted por alguna parte, si en efecto es gente que trata de entrar o algún viajero que ha disparado su arma de intento para llamar la atención, y que se le dé hospedaje.

—Podrá muy bien ser eso, voy a ver —le respondió el marqués.

Y en efecto, subió a la azotea, donde había un lavadero con un cobertizo, y desde allí se descubrían, no sólo las oficinas y patios de la hacienda, sino el campo a una gran distancia. El marqués registró cuidadosamente con la vista y no tardó en descubrir, a la claridad de las estrellas, a los asaltantes al pie de la muralla. Descendió precipitadamente y dio parte a Escandón.

—Son muchos hombres a caballo, quizá doscientos.

—Entonces es una tropa del gobierno tal vez.

—No lo creo —dijo el marqués.

—Pues sea quien fuere, lo mejor es hablarles por la reja, y abrirles la puerta.

Escandón, que no era espadachín, que en su vida había tenido una pistola en la mano y que hasta hacia gala de ser tímido, tenía, sin embargo, rasgos de verdadero valiente, como lo hemos visto en el asalto de la diligencia, y sobre todo, era tal su manía de hacer negocios, que su amor propio quedaba satisfecho con hacerlos hasta con un ladrón y figurarse que no obstante ser robado había ganado alguna cantidad.

—Ni por pienso, don Manuel —dijo el marqués cuando Escandón insistió en que se abriese de par en par la reja y la segunda puerta— nos van a asesinar, y yo moriré, pero moriré matando.

—No se haga usted ilusiones, marqués. Si efectivamente es una banda de ladrones y entran en la hacienda, los operarios tendrán más simpatías por ellos que por nosotros y lo dejarán a usted solo en la pelea, y en ese caso puede contarse como muerto. Abramos.

El marqués que no abriría, Escandón que sí, y en esta discusión estaban, cuando un hombre alto, bien proporcionado y bien vestido de oscuro, con una fisonomía varonil e imponente, se presentó ante ellos con una pistola amartillada en cada mano.

—Al menor movimiento disparo y son muertos, sin remedio —les dijo con una voz firme y resuelta, y en esto y en sus ojos conocieron que no decía mentira, y que no tenía más que apoyar el dedo en el gatillo y en un segundo pasaban de Atlihuayan a tierras más calientes quizá, pues de seguro Escandón y el marqués estaban en pecado mortal.

Al marqués le temblaba la barba de cólera, debajo del espeso bigote entrecano. Escandón se había quedado mordiéndose las uñas, como lo tenía de costumbre desde el momento que trataba un negocio grave, y don Pedro Cataño, con el cañón de sus pistolas dirigido al pecho de sus víctimas, estaba también inmóvil como una estatua. Esta situación no podía durar muchos minutos. Escandón fue el primero que rompió el silencio, y aunque con las quijadas un poco caídas, pudo decir:

—No hay necesidad, coronel. —Escandón, que pensaba en todo, no quiso decirle capitán, porque ese título, aplicado al jefe de una banda de ladrones, habría podido parecerle ofensivo, y juzgó que el título de coronel era mucho más adecuado—. Coronel —repitió acentuando la palabra— no hay necesidad de armas, estamos desarmados y muy ajenos de oponer resistencia alguna, tome usted asiento y hablaremos.

—¿Tengo el honor —dijo Cataño— de hablar con el señor don Manuel Escandón, dueño de Atlihuayan?

Y al mismo tiempo colocó las pistolas en el cinto y tomó asiento sin ceremonia, como si estuviese en su propia casa. Escandón inclinó la cabeza y se sentó maquinalmente; el marqués siguió también el movimiento.

—No hace muchos días, quizá un mes, que he almorzado en este mismo comedor y en esta misma mesa con el señor marqués de Radepont, a quien entregué una carta de recomendación.

El marqués, sorprendido, atarantado y presa de mil encontrados sentimientos, no se había fijado en el personaje que tan repentinamente se había presentado; pero la indicación de Cataño le volvió en sí.

—Querido amigo —le dijo tendiéndole la mano— ¿por qué no apretar el botón que está en la reja de la puerta? Habría sonado la campana y habría usted entrado a cenar con los amigos que trae. Es hora todavía y algo ha de haber en las cocinas.

—Precisamente eso dije a los muchachos hace poco rato en la cumbre del cerro. Les prometí que cenaríamos bien, pues estamos, como quien dice, en ayunas, y veo que por la finura y galantería francesa, les puedo cumplir mi palabra. ¿Tendría usted la bondad de mandar abrir la puerta y que entren y acomoden sus caballos?

El marqués no esperó que su cher ami se lo dijese dos veces. Él mismo bajó, abrió la puerta de la reja, cuya llave traía, y los muchachos de don Pedro entraron, y bien aleccionados como estaban, se repartieron en las entradas y patios, listos para la defensa por si los operarios o amos la intentaran. Dijeron al marqués que, cuando bajase su capitán, se sujetarían a sus órdenes. Los mozos subieron a refrescar la mesa del comedor, y el cocinero francés se dispuso a cubrirla de nuevo de buenos platos y de frutas, calabaza en tacha y otros dulces exquisitos.

Don Manuel Escandón no volvía en sí de su sorpresa. Llegó a pensar, pero lo desechó como mal pensamiento, que el marqués era cómplice del capitán de la cuadrilla, o entre los dos habían fraguado una farsa para sacarle dinero.

Don Pedro Cataño descendió a dar sus órdenes. Dejó montados y armados guardando la puerta, que quedó abierta, a diez hombres, con orden de no dejar entrar ni salir a nadie; a los demás les permitió que dieran un pienso a sus caballos sin quitarles la silla, y les añadió que cuando acabara él de cenar con los amos, ellos cenarían en el mismo comedor, y que lo podrían hacer despacio y con tranquilidad, pues él los cuidaría.

El marqués observaba azorado todas estas disposiciones, dictadas con tanto aplomo y seguridad, como si fuese el dueño de la hacienda.

Cuando esto terminó, el marqués y don Pedro volvieron al comedor, donde había permanecido Escandón pensando cómo acabaría este lance, y qué partido podría sacar de su mala ventura. La cena estaba servida y Escandón y el marqués, que estaban ya muy tranquilos, no dejaron de picar algunos platos, beber unas copitas de vinos viejos y brindar por la salud y de su extraño convidado.

—Vea usted —le dijo Cataño al marqués— cómo a veces las mayores precauciones son inútiles. ¿De qué le ha servido a usted este castillo feudal y las gruesas barras de fierro de la reja? La verdad, no toqué la campana, porque el día que estuve de visita no vi el botón de la reja ni la campana que está en la segunda entrada, y si lo hubiera sabido, quizá en la hora que era me habría convenido entrar por otra parte.

—Es admirable, coronel, lo que usted ha hecho —le dijo Escandón—. Si no es indiscreción ¿no podría decir cómo entró y pudo aparecérsenos repentinamente?

—De una manera la más sencilla. Arrimamos un caballo muy manso a la muralla, uno de los muchachos se paró sobre él como un cirquero, otro pretendió subirse en los hombros del que estaba en pie sobre la silla del caballo para alcanzar la muralla; pero salió mal la suerte y los dos vinieron abajo, ninguno se lastimó, pero se salió de la pistola un tiro, que ustedes han debido escuchar. Ya no había remedio, estábamos descubiertos y era necesario no perder tiempo. Repetimos el ensayo y yo quise entrar el primero a la hacienda, era mi deber; alcancé una almena, la lacé con una reata y me descolgué al otro lado. La luz me guió, tomé la escalera y, sin encontrar a nadie, llegué hasta donde estaban ustedes muy tranquilos, pensando en la inmortalidad del cangrejo. Ahora somos ya amigos o por lo menos conocidos, y ya se puede decir todo; y a propósito y para que sigamos en buenos términos, exijo el más completo secreto; no hay que decir ni una palabra de esto en México; como si nada hubiera pasado; no hay tampoco que dejar salir fuera de la puerta de fierro a ninguna persona, al menos por cuatro o cinco días. No olvidar que la vida va de por medio, y que si alguna denuncia se hace a la autoridad, usted, don Manuel, y usted, marqués, un día u otro y con mucho sentimiento mío, serán cosidos a puñaladas. Los operarios estarán advertidos en el curso de la noche por mis soldados, y pues que han manifestado simpatía por nosotros, poco hay que temer de ellos. Arreglado esto, nada tienen ustedes que temer y continuemos platicando como buenos amigos. Me han recibido como caballeros y como hombres de mundo, y de la misma manera me portaré.

Para inspirarles más confianza, don Pedro se quitó sus dos pistolas del cinto y las puso sobre la mesa.

Siguieron en plática hasta muy entrada la noche, y tanto Escandón como el marqués quedaron muy prendados de las maneras del capitán o coronel, como le llamaban y de lo variado y florido de su conversación. Les contó sus viajes en la provincia de Texas y Nueva Orleáns, adonde había ido por tierra; sus campañas con los indios comanches, la vida patriarcal de los habitantes del extenso territorio que los españoles llamaban provincias internas; las aventuras de su juventud, que más de una vez pusieron en riesgo su vida; pero por más que Escandón hizo, no pudo descubrir por qué con tan buenos elementos de educación, con tan robusta salud y con tan notable valor, había adoptado una carrera tan peligrosa, en vez de buscar una colocación honrosa y productiva. Se avanzó hasta ofrecerle un destino en las minas o en alguno de los establecimientos agrícolas o industriales de que era dueño.

Don Pedro, por toda respuesta, le dijo:

—Es el destino el que me guía; hace tiempo que no tengo voluntad propia; no puedo disponer de mí. En cuanto a dinero, nunca me ha faltado y ¿para qué lo quiero?

Cataño, a quien la benevolencia de Escandón había despertado los recuerdos de amor, sacó de la bolsa un puño de oro, lo tiró sobre la mesa, y casi enternecido repitió:

—¡Para qué lo quiero, para qué me sirve… sin ella! —añadió en voz baja y limpiándose con su pañuelo el sudor de la frente, o más bien la humedad de sus ojos. Se levantó y salió al terrado, donde se paseó agitado por más de un cuarto de hora.

Cualquier cosa habrían dado Escandón y el marqués por satisfacer su curiosidad y saber quién era este raro y misterioso personaje; pero tuvieron miedo de insistir, y cuando regresó del terrado lo invitaron a descansar y lo condujeron a una recámara, mientras los muchachos ocupaban el comedor, que ya comenzaba el cocinero a surtir de nuevo de manjares.

¡Dormir!… ¿Quién habría de dormir en esa noche que se pasó en fumar y en tomar el fresco por los patios? Fue a la madrugada cuando don Pedro, después de dar ciertas y terminantes disposiciones, sacó un catre de lona, se recostó y durmió profundamente un par de horas. Escandón y el marqués se retiraron a sus habitaciones; pero ni se desnudaron ni pudieron pegar los ojos.

Todo el resto del día estuvo don Pedro y su gente en Atlihuayan, y cuando cerró bien la noche, se pusieron en camino.

—Estoy seguro —le dijo Cataño a Escandón al despedirse— que no seré tan bien recibido como aquí en la hacienda donde pienso pasar la noche; pero ya veremos; de la misma manera me portaré yo.

Escandón dio la mano a Cataño y le deslizó un papelito. Cataño lo abrió y lo leyó. Era un vale de tres mil pesos al portador.

Cataño se quedó mirando fijamente a Escandón y le preguntó:

—¿Se puede cobrar?

Escandón, con otra mirada contestó cuanto le quería preguntar Cataño, y le dijo con naturalidad y sencillez:

—No lo habría dado.

Cataño guardó su papel, dio las gracias con los ojos a Escandón, prendió las espuelas a su caballo, y a poco se perdió entre la bruma de la calurosa noche.

—Hemos hecho un magnífico negocio —le dijo Escandón al marqués al entrar y cerrar tras sí la gruesa reja de la puerta gótica.

—Sí, señor, muy buen, negocio. Este coronel o este capitán podría muy bien habernos matado… matado no, porque no es ese su negocio; pero sí exigido lo menos diez mil pesos… Se ha contentado con tres… hemos ganado siete.

XLV. Asalto de la Hacienda del Hospital

De la hacienda de Atlihuayan se dirigió don Pedro, a la cabeza de su gente, a la del Hospital. No era tan fácil la empresa; pero precisamente buscaba la ocasión de imponer su voluntad al país con una hazaña que hiciera ruido en la capital misma y que llegara, por consiguiente, al conocimiento del Gobierno. Relumbrón quería el robo y el dinero. Cataño la lucha para morir en ella o siquiera entretener su imaginación y desterrar con fuertes e inmediatas sensaciones las lentas pero punzantes penas que destrozaban su corazón. Su padre y Mariana eran los ídolos de este hombre fuerte y fiero. ¡Qué lejos estaba de ellos! ¡Qué esperanza tan remota de juntarse algún día en paz y en familia!

La Hacienda del Hospital no presentaba a la vista el aspecto imponente de un viejo castillo de los tiempos de Guillermo el Conquistador, sino al contrario, una extensa edificación española, que alzaba del suelo apenas unas seis u ocho varas, pero muy completa en sus oficinas, muy cómoda y amplia en las habitaciones y, sobre todo, de una solidez a prueba de bomba, y positivamente habría resistido un bombardeo más que el castillo feudal construido por el marqués de Radepont. Además, la finca no pertenecía a personas tan pacíficas como Escandón y el marqués, sino por el contrario, a hombres belicosos que no se dejaban de nadie y a los cuales era necesario tratar con todo miramiento. Mientras en épocas de turbaciones políticas, que aprovecha siempre el bandidaje para hacer de las suyas, la mayor parte de las fincas de la Tierra Caliente habían padecido más o menos, la del Hospital había salido hasta ganando, pues su azúcar y su aguardiente se habían vendido a mejor precio, porque la carga de los Peñas nunca era detenida ni robada en el camino.

Los Peñas eran dueños de la Hacienda del Hospital. Eran todo lo que había que ser en México. Peña Hermanos era la razón social de la casa, pero uno de ellos era licenciado; el otro propietario, casado con una rica y noble señora; otro corredor de esos que son solicitados para los grandes negocios en Palacio; el mayor, general instruido y valiente, hacía de jefe de la familia, a quien los hermanos respetaban. Finos y sociales todos ellos, con maneras distinguidas, como educados en Madrid, en París y en Londres, tenían las mejores relaciones con las principales familias de la ciudad. Relumbrón se jactaba mucho de ser amigo de los Peñas y cuando se encontraban con alguno de ellos en una reunión en el campo, donde se jugaba tresillo o albures, no se cansaba de ofrecerles dinero. Eran, en una palabra, los Peñas, hombres activos, que trabajaban en cuidar sus intereses, se daban una vida regalada, y pasaban por ser atrevidos y calaveras. Relumbrón quería parecerse a ellos y los quería imitar, sin llegarlo a conseguir.

Don Pedro Cataño calculó su camino; fuese a sestear al frondoso bosque de Casasano, y cuando lo consideró conveniente, volvió a ponerse en camino para caer a la Hacienda del Hospital a eso de las diez de la noche. La casa y oficinas tenían una cerca de más de media vara de espesor, de poca altura y más fácil de escalar que la muralla de Atlihuayan; pero don Pedro sabía que por las noches una patrulla de seis u ocho veladores, armados de buenos fusiles, recorrían los patios y las cercas y aun a veces abrían la sólida puerta de madera y acechaban por el campo. Además, tres o cuatro de los hermanos Peña vivían en la Hacienda en la época de la zafra, tenían excelentes armas francesas, y eran hombres que no se dejaban intimidar. Era necesario un asalto, venía decidido a intentarlo, y tenía el secreto de triunfar, aunque exponiendo su vida y la de sus muchachos. En la visita previa de inspección que hizo a la Tierra Caliente, había notado que por la parte del jardín, un pedazo de cerca estaba cayendo, y que entre tanto se componía, se habían colocado unas piedras redondas para impedir provisionalmente el paso de animales. Si, pues, la cerca no estaba reparada y los vigilantes andaban por otro lado, por allí haría su entrada. Reconoció con mucho cuidado y encontró, en efecto, la cerca en el mismo estado de deterioro. Quitando las piedras redondas, lo cual era muy fácil, se podría penetrar a caballo por entre las flores olorosas y magnolias del jardín hasta el patio principal de la Hacienda. Más tardó en pensarlo que en hacerlo. Después ordenó que seis de sus muchachos llamasen la atención por el frente, disparando sus armas y armando ruido, vocerío y gritos como si fuese mucha gente. Los veladores ocurrieron al ruido, dispararon también sus armas, y amos, operarios y criados, acudieron a la defensa del lugar del peligro. Eso precisamente quería Cataño, y así que consideró que estaban muy empeñados en rechazar el asalto de frente, penetró por la espalda del edificio; hollando rosas, destrozando claveles, atravesó el jardín, y él y sus muchachos, con espada en mano, hicieron una repentina irrupción en el patio principal, arrollando y dando tajos y reveses a los grupos de gentes sorprendidas, que no trataron de defenderse, sino de guarecerse en los almacenes, en el cuarto de raya, en la casa de calderas y donde podían. En medio de los gritos, de los balazos y de la confusión, los hermanos Peña pudieron subir a la habitación, cerraron las puertas y resolvieron defenderse como Carlos XII de Suecia, hasta con las cazuelas de la cocina. Verdad es que tenían buenas escopetas y pistolas de dos tiros y algunos fusiles de munición, pero no estaban cargados, ni nadie dispuesto para resistir en la misma casa un asalto que no esperaban; así, mientras buscaron el parque, cargaban las armas y disputaban entre sí la manera de defenderse, cerrando uno las puertas y abriéndolas otro, don Pedro, en su arrogante caballo, se colocó en el centro del patio y gritó con todas sus fuerzas:

—¡A nadie se le tocará el pelo de la ropa si no hay resistencia! ¡Viva México! ¡Vivan los operarios de Tierra Caliente! ¡Viva la Hacienda del Hospital! ¡Vivan los hermanos Peñas! ¡Todo el mundo quieto!

Acabando para las circunstancias su inesperada proclama, se apeó del caballo, colocó centinelas con pistola en mano en la casa de calderas, en los almacenes y en las demás partes donde se habían refugiado, y subió precipitadamente a la habitación adonde había visto entrar a los dueños de la finca.

Don Pedro obró en ese acto como un gran político. En ese momento había dentro de la Hacienda del Hospital entre mozos, dependientes y operarios cosa de cien hombres, que no tenían más que ir al almacén y armarse de machetes, de coas y de barretas que, al revés de lo que pasaba en otras haciendas, donde detestaban a los administradores españoles por su carácter duro y despótico, los Peñas eran populares y queridos. Pasada la sorpresa, bastaría una señal de los amos para que una turba cayera sobre los muchachos, y por mucho que se defendiesen, serían hechos picadillo con los machetes. ¿Reunir su gente y fugarse por donde habían venido después de haber tomado la plaza? ¡Imposible! Eso no entraba en su plan. Primero muerto que derrotado, tanto más que necesitaba del ruido de una victoria para dominar la Tierra Caliente. Además, Relumbrón le había encargado expresamente que no hiciese daño a los Peñas, y él mismo, aunque no los conocía personalmente, quería aprovechar la ocasión para hacerse amigo de ellos. Estas consideraciones le sugirieron la proclama, que surtió el mejor efecto.

No se necesitó que tocase la puerta, los Peñas le abrieron y se le presentaron desarmados.

—Grité tan recio como pude —les dijo Cataño— para que todo volviese al orden después de mi brusca entrada, y me alegro que me hayan escuchado desde el balcón, y la prueba de la confianza que tienen en mis palabras es que ustedes, que son hombres decididos y que lucharían hasta morir por la defensa de sus intereses, me reciben desarmados. Haré yo lo mismo; aquí tienen mis pistolas, me molestan mucho y les suplico que me las guarden.

Se quitó las pistolas y se las entregó a uno de los hermanos, que las recibió maquinalmente, pues aún no salían de la sorpresa que les había causado tanto la súbita aparición, como el singular comportamiento del jefe de la banda que se había posesionado de la Hacienda.

—Suplico a uno de los señores Peña, con quienes supongo hablo, que dé sus órdenes para que continúen los trabajos de la finca y cada uno vuelva a sus ocupaciones o al descanso. Le ruego también que disponga que se les dé un pienso a los caballos de mis muchachos, y como sé que en estas haciendas hay víveres de sobra para un regimiento, nos bastarían unas tortas de pan, un trozo de queso y unos tragos del Holanda que produce la fábrica.

En esto fuéronse entrando a la sala, y los Peñas, hombres de imaginación y afectos a aventuras, cada vez estaban más asombrados de lo que veían, y simpatizando con su aparecido huésped, lo hicieron sentar, devolviéndole sus pistolas, y colmándolo de francas atenciones.

La Hacienda, en efecto, entró en quietud; cada cual siguió en sus tareas, y los muchachos de Cataño desensillaron (con su permiso) los caballos, los colocaron en las cuadras y se diseminaron por la Hacienda. Como del asalto, balazos, ruido, vocerío, no resultaron sino tres o cuatro contusos sin gravedad, pronto fraternizaron en los patios y oficinas asaltados y asaltantes, amos, criados y operarios. La época de la zafra es un continuado festín en las haciendas de Tierra Caliente, y la del Hospital se distinguía entre todas por lo alegre y bullicioso de sus dueños. Siempre tenían algunos amigos, comían como príncipes, cenaban tarde y permanecían en la mesa entre conversación, chanzas y bromas hasta horas avanzadas. En esa noche estaban de visita Ambrosio Uscola y Pepe Escubi, pero con el pretexto de que estaban cansados y dormían, permanecieron en sus recámaras sin asomar las narices durante la refriega, hasta que los Peñas, con grandes risotadas, los fueron a buscar presentándoles al temible don Pedro Cataño. En la mesa todo fue algazara, chanzas, alegría y picarescas conversaciones. Pocos momentos bastaron para que Cataño adquiriese la convicción de que los Peñas no lo habían de denunciar, y éstos la certeza de que ni Cataño ni su gente les habían de hacer daño; así, alegres, que no bebidos, fuéronse todos a la cama y durmieron con absoluta tranquilidad hasta las nueve de la mañana del día siguiente. Cataño mandó ensillar y se despedía sin hablar ni una sílaba de dinero. Los Peñas, más listos que Escandón, se anticiparon, lo llevaron al escritorio y abrieron las cajas.

—Habrá aquí tres o cuatro mil pesos —le dijeron— puede usted disponer de ellos; pero la verdad es que nos harían mucha falta para la raya. En casa, en México, podemos disponer de lo que usted quiera.

Cataño había buscado en la Hacienda del Hospital un hecho de armas y el escándalo consiguiente: en cuanto a dinero, le importaba poco, y no tenía mucho empeño en llenar la caja de Relumbrón, así es que les contestó:

—Quería hacer conocimiento con ustedes, pero como se hace entre calaveras. La primera vez que visité la Hacienda ninguno de ustedes estaba aquí; me recibió un dependiente, me trató muy bien y me enseñó cuanto había que ver; lo que me pareció más interesante fue la cerca arruinada del jardín por donde abrí un portillo y pude penetrar con mi caballería hasta el patio, mientras defendían ustedes la entrada que sale al camino.

—Fortuna, que no desgracia, ha sido para nosotros, pues en adelante no necesitará entrar por el portillo, sino por la puerta, y cuando vuelva, dé con el aldabón tres toques fuertes, se le abrirá y se le tratará a cuerpo de rey. En la casa de México se come a la una en punto. El día que tenga humor de ir, tendrá su cubierto; somos hombres solos, y, como aquí, no hay ceremonia. ¿Pero irá usted? —añadió Peña con marcada intención y mirándolo fijamente.

—Lo prometo a fe de hombre —le contestó Cataño, acentuando también las palabras; y diciendo esto, prendió las espuelas al arrogante caballo que no se habían cansado de elogiar los propietarios de la Hacienda del Hospital, y desapareció entre una nube de polvo, seguido de sus treinta y dos muchachos.

Antes de emprenderse la expedición a la Tierra Caliente, Relumbrón y Cataño habían concertado un plan, que era el siguiente:

Tratar con muchas consideraciones a los propietarios si se encontraban en sus fincas. Hacerles entender que tenían que dar dinero, pero no exigírselo por la fuerza.

Adular y proteger a los trabajadores oprimidos por el despotismo de los administradores y por las tiendas, que la mayor parte de las haciendas tenían, y donde se veían forzados a comprar con pequeños pedacitos de papel o monedas de cobre o de hojadelata, con un sello particular, la ropa y cuanto necesitaban, a doble o triple precio del corriente, y el sábado entregarles como parte de su raya esta moneda fiduciaria.

Intimidar a las autoridades, amenazándolas con la muerte si denunciaban o se atrevían a poner preso a cualquiera de los que componían la cuadrilla de Los Dorados.

A tratar con el mayor rigor a los administradores gachupines, quitándoles sus buenos caballos y recogiendo cuanto dinero hubiese en los escritorios y cuartos de raya, y obligándolos a que soltaran cuanto tenían escondido, bajo la pena de que si no entregaban el dinero, matarían o se llevarían los bueyes adiestrados para las delicadas labores de los campos de caña.

No maltratar gravemente, ni menos matar, a nadie, a no ser en legítima defensa.

Ahorcar o fusilar en el acto a todo denunciante o autoridad que intentara perseguir a cualquiera de los que melitaban a las órdenes de Cataño.

Relumbrón conocía de vista o era amigo de la mayor parte de los propietarios, e impuso a Cataño del capital que tenían, de algunos rasgos notables de su carácter, de las épocas en que iban a sus fincas, de las precauciones con que caminaban y de su modo de vivir en sus haciendas; en fin, de cuanto podía convenirle, y estas noticias las confirmó Cataño en la previa visita que hemos dicho hizo, y así se explicó su comportamiento en las haciendas de Atlihuayan y el Hospital.

Cataño, en los primeros años de su carrera militar en la frontera del norte, trató de preferencia con familias españolas o de origen español pues sabido es que esa parte de la República se pobló de vizcaínos, asturianos y montañeses; así, más bien que odiar, amaba a los españoles y hasta su pronunciación y acento parecía más bien de la Península que no de México; pero su situación personal y sus fatales relaciones con el conde del Sauz le habían hecho cambiar sus afecciones en un odio profundo, que no tenía razón de ser, pero que existía en su corazón sin que él mismo lo pudiese remediar; por esto aceptó con entusiasmo las proposiciones de Relumbrón para expedicionar por la Tierra Caliente y se propuso, no asesinar, porque nunca el valiente es asesino, pero sí mortificar a los gachupines que habían realmente monopolizado las feraces y ricas regiones de Cuernavaca y de Cuautla.

En vez de encargar el secreto en la Hacienda del Hospital, salió de ella como quien dice a son de trompeta y tambor, y no esperó la noche para caer sobre otras haciendas, sino, por el contrario, la clara luz del día.

La noticia del asalto y toma a viva fuerza de la Hacienda del Hospital, se esparció a los dos días con tanta velocidad en la comarca, como si hubiese en ese tiempo estado establecido el telégrafo eléctrico entre todos los pueblos y haciendas; pero, como sucede siempre, el suceso no se refería como pasó, sino abultado enormemente. Se decía que había precedido a la toma de la Hacienda un combate que duró desde las nueve de la noche hasta las cinco de la mañana; que el jefe de la casa de los Peñas había muerto acribillado a balazos; que por no descomponer sus negocios, se ocultaba el suceso; que otro de los Peñas estaba gravemente herido; por último, que la Hacienda había sido saqueada, y entre unos y otros pasaban de sesenta los muertos y heridos.

Cataño recorrió rápidamente las haciendas y pueblos. Trataba a la baqueta a los administradores; recogía cuanto dinero encontraba; los amenazaba con la muerte; al menor intento de resistencia se apoderaba de los mejores caballos; se hacía servir para él y los treinta y dos muchachos los vinos y manjares más exquisitos, y cuando terminaba una expedición, en vez de huir, entraba como triunfador al pueblo más cercano, hacía comparecer al prefecto y a los alcaldes, les imponía sus órdenes y les notificaba que teniendo que residir por largo tiempo en la Tierra Caliente, exigía que lo protegieran, ya junto con su fuerza o individualmente a cada muchacho, dándole asilo y ocultándolo si las tropas del gobierno lo perseguían; que la menor falta sería castigada con la pena de muerte. Del pueblo salía agasajado y festejado por la población en general, porque arengaba a la multitud, aseguraba que los iba a redimir del despotismo de los gachupines, y del dinero que recogía en las tiendas, en los municipios y en las haciendas, repartía una parte a los pobres. Fue tal el prestigio que adquirió la partida de Los Dorados en tres semanas, que bastaba que uno solo de ellos entrase a un pueblo, para que se abrieran todas las puertas para recibirlo. Los administradores y dependientes españoles, por su parte, presa de un pánico que no pudieron dominar, huyeron a México, dejando las fincas poco más o menos abandonadas, los arrieros rehusaban ir a cargar y los compradores del interior se retiraron. Una verdadera desolación en toda la Tierra Caliente.

Cuando ya no hubo dinero ni caballos que coger, Cataño se retiró como había venido, y él y los treinta y dos fueron llegando a la hacienda de Arroyo Prieto, con tres mulas tordillas cargadas de dinero, y diez caballos de mano de los mejores que había en el contorno.

Relumbrón fue a recibir a Cataño, lo abrazó y le dijo cuanto podía lisonjear su amor propio; pero descargadas las tres mulas tordillas, estuvieron muy lejos de parecerse a las cinco mulas cambujas. Unos seis mil y pico de pesos en morralla lisa, mezclada en pedazos de cobre y de hojadelata, sellados, con que los ricos explotaban a los peones y trabajadores. Verdad es que cada uno de los treinta y dos muchachos se había llenado las bolsas de dinero y recogido el poco oro que se encontraban en las cajas de los hacendados. Lo de más importancia era el vale de tres mil pesos de Escandón y el almuerzo de los Peñas.

—¿Pero cómo cobrar este vale —preguntó Relumbrón— sin peligro de caer en una celada?

—¿Ha pensado usted, ni por un momento, que Escandón sea un denunciante? Poco le conoce entonces. Yo cobraré personalmente el vale, e iré a almorzar con los Peñas.

Relumbrón miró a Cataño con aire de admiración y de duda.

—No haya cuidado, coronel —le dijo— si algún día caigo en manos de la justicia, primero me desollarían vivo que nombrar a ninguno de mis cómplices. Yo no tengo más cómplices que mis desgracias. Por no poderme matar y por pasar el tiempo, hago esto.

Relumbrón fue a hacer una visita al molino, y don Pedro Cataño cambió de vestido y de caballo y se dirigió a la Hacienda Grande a visitar a su amigo Pepe Cervantes, que lo menos que pensaba era tener en su mesa al temible jefe de Los Dorados. Después de tres días de pasearse en Texcoco, en Chalco y en Tepetlaxtoc, pasó a México, a alojarse en la casa de Merced de las Huertas; cambió su traje de campo por el de ciudad, que sabía llevar como un verdadero caballero, que en elegancia y buenas maneras habría podido rivalizar con el marqués de Valle Alegre. Cobró personalmente el vale en casa de Escandón, llevó el dinero en un coche al compadre platero, quien en el mismo carruaje lo condujo al Montepío, donde ya estaban acostumbrados a que Santitos llevara y sacara dinero.

Al día siguiente se presentó en la casa de los Peñas a la una en punto de la tarde. Encontró su cubierto puesto, pues desde el día en que se lo prometieron, se ponía un cubierto y un asiento en la mesa, que quedaba vacío hasta que llegase el día de ser ocupado.

No se asombraron los Peñas de que don Pedro se presentase, pues bastó el poco tiempo que pasó en la Hacienda para que conociesen su carácter. Nunca lo pudieron considerar como un bandido común, ni como un vil asesino, sino como un personaje misterioso que por extrañas aventuras había adoptado una manera de vivir que no era conforme con su nacimiento y educación. El almuerzo fue alegre y expansivo, pero por más que circuló el champaña y por más hábiles conversaciones, no pudieron adivinar ni de lejos, el verdadero misterio de la vida de este capitán de bandidos. Los Peñas, como Escandón, le decían coronel, y lo que más llegaron a penetrar fue que en alguna época de su vida había sido militar.

Cuando se despidió, ya era muy entrada la tarde, el jefe de la casa sacó de la bolsa una cajita de oro con rapé y le ofreció. Después, un cartucho con onzas de oro, y se lo deslizó en la mano. Don Pedro se lo devolvió.

—No, gracias; no necesito dinero. Aceptaré la caja de polvos.

Desde que se supo en México el asalto de la Hacienda del Hospital con las consiguientes exageraciones, los hacendados se llenaron de inquietud, pero cada uno esperaba recibir noticias de su administrador para resolver alguna cosa. Lo que más les llamaba la atención era que Escandón, que había regresado, no dijese una palabra. Fue una comisión a preguntarle y respondió con la mayor indiferencia:

—Nada sé, nada ha pasado en Atlihuayan mientras yo he estado allí. Escribiré al marqués, y si algo hubiese, se lo comunicaré.

En la casa de los Peñas, el mismo silencio. Habían mandado un mozo con una carta para su casa, diciendo que ninguna novedad había. ¿Entonces, la aparición en la Tierra Caliente de una banda que ya llamaban de Los Dorados, era una fábula, y la toma a viva fuerza de la Hacienda del Hospital una mera fantasía? Los Garcías eran los más curiosos en saber la verdad, y los más interesados, pues tenían en su hacienda de Santa Clara mucho dinero, importe de las ventas de azúcar que habían hecho allí; pero tampoco tenían ni la menor noticia. La precipitada fuga de los administradores, su llegada todavía azorados a México, el abandono de las fincas y la retirada de los arrieros, pusieron al fin a los hacendados al tanto de su lamentable situación. Entonces la aristocracia azucarera salió de su habitual apatía y se reunieron en junta.

Graves, serios, desdeñoso, criticando aunque con cierta reserva, al país y al gobierno, a quien veían con el más profundo desdén y consideraban como una calamidad, perdieron el tiempo, y no fue sino a la cuarta o quinta sesión cuando acordaron nombrar una comisión que se acercara al Presidente para manifestarle que, si no se tomaban providencias urgentes, la ruina de la Tierra Caliente era segura y se perdían millones y millones. Se alargaron hasta a hacer un supremo esfuerzo y ofrecerle al gobierno quince o veinte mil pesos que se le pagarían (casi en el acto) con los derechos que vencieran en la aduana el azúcar y el aguardiente.

El gobierno, por su parte, nada sabía de oficio, y entretanto pasó el tiempo y don Pedro Cataño tuvo, como se ha visto, tiempo sobrado para hacer su expedición con toda felicidad, regresar a la hacienda de Relumbrón, que era el cuartel general, venir a México, hacer sus visitas, cobrar el vale y dispersar sus muchachos, que con otros trajes y otros sombreros se entregaron al paseo y a la diversión con el dinero que tenían, residiendo ya en Puebla, ya en México, en el antiguo mesón de San Justo, donde tenían comida y caballo mantenido.

El gobierno, como bueno, cumplió su palabra, aprovechando la ocasión para complacer a los ricos homes, creyendo ganar así partidarios y amigos, y sin aceptar sus ofrecimientos de dinero, dispuso que en el acto (cuando ya no existía ni un solo dorado en Tierra Caliente) marchara una fuerza de caballería a la cabeza de un jefe intrépido, que persiguiese sin tregua ni descanso a los bandidos y los aprehendiese para que recibiesen el condigno castigo conforme a las leyes.

Ese jefe intrépido no fue otro que el famoso Evaristo, por otro nombre don Pedro Sánchez, capitán de rurales (ya con grado de teniente coronel).

Relumbrón no se había descuidado, y como él mismo recibió la respetabilísima y poderosa comisión de hacendados, la introdujo al salón del Presidente y escuchó cuanto pasó; apenas salió, cuando fue a indicar al Ministerio de la Guerra que nadie era más a propósito que don Pedro Sánchez para tan importante expedición. En consecuencia, se le ordenó que en el acto marchase con todas las fuerzas a la Tierra Caliente, dejando a Hilario con unos cuantos hombres para que custodiase el camino de Río Frío.

Evaristo quiso lucirse y meter la mano hasta el codo, reunió a todos los valentones de Tepetlaxtoc que se hallaban dispersos buscando su vida aquí y allá con robos de poca importancia que no daban qué decir, y formando una columna de caballería entró como conquistador en la ciudad de Cuautla y sentó de pronto sus reales en el ingenio de San Carlos. Bien sabía él que no había enemigos con quienes combatir; pero en toda la Tierra Caliente no veía más que Dorados por todas partes. Prometió exterminarlos hasta no dejar ninguno, y saliendo de su cuartel general comenzó su expedición.

En menos de dos semanas recorrió la mayor parte de las haciendas y pueblos dizque buscando a Los Dorados, pero Atila y su caballería no habrían hecho tanto daño como los de Tepetlaxtoc. Cuando el tornero llegaba a una hacienda, aunque le ofrecían caballerizas y pasturas, decía que sus caballos necesitaban refrescarse, y los echaban a los campos de caña y de maíz; los valentones se esparcían por todas las oficinas registrándolo todo, robándose lo que podían, pisando con sus zapatos sucios el azúcar en los asoleaderos, exigiendo que se echase a perder una caldera de miel para comerse una calabaza en tacha, llamando a los administradores y dependientes gachupines, collones y huilas, que no habían tenido valor para defenderse de cuatro borrachos, pues los tales Dorados —decía Evaristo (alias Pedro Sánchez)— no eran más que cuatro borrachos cobardes, y con este motivo echaba bravatas y ternos, apuraba copas de holanda fino y amenazaba comerse a la tierra entera. De una hacienda pasaba a un pueblo, insultaba al alcalde, al Ayuntamiento y a los vecinos que encontraba regularmente vestidos con buenos sombreros y con toquillas que tuviesen algo de plata o de cobre, los consideraba como Dorados y se los llevaba presos. En la Hacienda del Hospital se equivocó. Uno de los Peñas, él más atrevido que había quedado allí, cuando vio el desorden de la tropa le marcó el alto al capitán de rurales.

—Con nosotros poco y bueno. Aquí se les dará lo que necesiten usted y sus soldados —dijo—, pero si se desmandan en lo más leve, le vuelo a usted la tapa de los sesos, pues si no nos hemos dejado de Los Dorados, mucho menos de las tropas del gobierno.

Evaristo, que conoció que podía pasarla mal, se sumió, refrenó a los valentones y le dio mil satisfacciones al propietario.

Por fin, cargando con ocho prisioneros, de los cuales calificó a cinco como Dorados y tres como cómplices, regresó a la capital a dar parte de que la Tierra Caliente disfrutaba de la más completa seguridad, que Los Dorados habían huido y que sólo había podido coger a ocho de los más temibles.

Cuando los hacendados tuvieron noticias exactas de lo que había pasado, a poco más o menos, en todas las haciendas, y de la manera como se habían portado las tropas que habían ido a redimirlos, se volvieron a juntar de nuevo, disputaron entre sí acaloradamente, se expresaron (bajo reserva) con mucha vehemencia en contra del gobierno, y resolvieron nombrar una comisión para súplica al Presidente que no los volviese a socorrer ni a mandar fuerza armada, y que preferían correr su suerte y entregarse en manos, no sólo de Los Dorados, sino de los diablos mismos del infierno.

XLVI. Pasos en la azotea

Cuando regresó Evaristo y contó sus hazañas a Relumbrón, éste se frotó las manos y reía a carcajadas.

—¡Qué chasco! ¡Qué chasco para esos señores que parece que no los merece la tierra! ¿Qué ha dicho el gobierno?

—Aquí está un oficio muy satisfactorio —le contestó Evaristo— en que me da las gracias y me previene me vuelva a mi puesto, porque parece que la diligencia ha sido robada por el Pinal. Me voy en el acto a ver lo que pasa. Creo que será alguna fechoría de Hilario, que se va volviendo muy pícaro y muy voluntarioso.

Por una garita se fue el capitán de rurales a Río Frío y por otra salió don Pedro Cataño a su segunda expedición a la Tierra Caliente. Se proponía en esta vez pasar tres o cuatro días en Atlihuayan con el marqués, mientras iba llegando su gente al cerro, y de allí caer a la hacienda de Santa Clara, donde había mucho dinero, recoger cuanta suma pudiese y dar por lo menos una buena paliza a los Garcías, a quienes odiaba a muerte, aunque no los conocía ni de vista.

Por este tiempo se descolgó por el antiguo mesón de San Justo, José Gordillo, el cochero del conde del Sauz.

Gordillo sabía cuanto había pasado en la hacienda, hasta la escena de las alhajas entre el marqués y Mariana, pues se la había referido una de las camaristas con quien tenía amores; no se le ocultaba la importancia del robo, pero estaba todavía muy lejos de creer que valían más de cien mil pesos, y cien mil pesos era una suma que no podía comprender; pero de todas maneras se las hubiera robado y con su producto hubiera marchado a Texas o a cualquier otra parte, sin hacer maldito el saco de sus compromisos con Evaristo y con Relumbrón; pero desde luego se le presentó una invencible dificultad: ¿cómo realizar estas alhajas? En cualquier ciudad del interior que las intentase vender, llamaría la atención que un simple campesino vestido de gamuza amarilla fuese dueño de un tesoro semejante. Sería, en consecuencia, perseguido y puesto en la cárcel; perdiendo, como se dice vulgarmente, hacha, calabaza y miel.

No hubo remedio, tuvo que resignarse; se rellenó los bolsillos de perlas, de diamantes, de zafiros y de rubíes, y se encaminó a México a seguir bajo la férula de Relumbrón. Con unos saquitos de seda llenos de oro menudo, que Mariana había puesto por distracción en la cajita de las alhajas, le bastó no sólo para el camino, sino que le quedó un buen sobrante.

Relumbrón quedó agradablemente sorprendido al hacer su visita semanaria al mesón para arreglar cuentas, de encontrarse con Gordillo, al que creía no ver en mucho tiempo.

Se encerraron en un cuarto, y de los bolsillos del cochero pasaron las alhajas a los del coronel Relumbrón, quien, como era domingo, de allí se fue derecho a la casa de su compadre el platero a almorzar, y no pudiendo resistir, aun sin la precaución de cerrar la puerta, echó a granel sobre el blanco mantel la abundante pedrería. No hay necesidad de decir el apetito con que comieron los compadres los sabrosos guisados de Juliana, ni la alegría y buen humor con que platicaron hasta muy tarde.

Las alhajas eran magníficas, pero muy antiguas; contaban como ciento cincuenta años y habían ido pasando de generación en generación en la casa de los marqueses de Valle Alegre, aumentándose cada día hasta la época del malogrado casamiento. Santitos, desde que terminado el almuerzo, se marchó su compadre, se encerró, encendió su soplete, sacó los instrumentos necesarios y se puso a desmontar, a clasificar las piedras y a envolverlas en sus papelitos blancos, como acostumbran los joyeros. Al día siguiente comenzó a trabajar para montarlas maravillosamente en anillos, collares, aretes, y demás primorosos dijes, que, a medida que estaban concluidos, los encerraba en estuches de terciopelo y seda que mandaba comprar a París y que en el centro tenía un letrero dorado que decía:

Santos—Platero—México—Calle de la Alcaicería

Como se ve, los asuntos de Relumbrón caminaban viento en popa, y su grandioso plan estaba a poco más o menos desarrollado. Don Moisés, además de su parte de utilidades, se había asignado diez onzas diarias como director de las partidas, pero como los puntos eran de lo más rico de México, para todo había y presentaba un balance mensual con un saldo a favor de la compañía de tres a cinco mil pesos. La casa de moneda, dirigida con un cuidado extremo por el licenciado Chupita, que decía que era mejor paso que dure que no trote que canse, producía un mes con otro sus tres mil pesos líquidos, y los hábiles monederos iban a gran prisa haciendo sus economías para el caso de una desgracia. La hacienda, bajo la inteligente dirección de Juan, tenía unos frondosos sembrados de trigo, de cebada y de maíz, y no sólo daba para sus gastos, sino que siempre tenía Juan en el cuarto de raya dinero sobrante.

Las expediciones de don Pedro Cataño más eran de ruido que de dinero; sin embargo, podía calcularse en seis u ocho mil pesos cada mes, entre vales al portador y morralla que se recogía en las tiendas y cuartos de raya.

A pesar de esto, la población de la capital no se resentía de una manera notable de esta agresiva organización. Los gachupines de las haciendas, con tal de que no volvieran las fuerzas del capitán de rurales, habían concluido por entenderse con Los Dorados, y como su jefe, salvo la tentación que tenía de dar una paliza a los Garcías, era de lo mejor y no habían mediado ni asesinatos, ni incendios, se ordinariaron las cosas al grado de que Cataño y sus treinta y dos muchachos habitaban en Tierra Caliente con tantas comodidades y seguridad como en su propia casa. Por miedo, por egoísmo, por conveniencia propia, ningún vecino pensaba en denunciarlos ni en perseguirlos. Las personas a quienes trajo presas el capitán de rurales, fueron puestas en libertad mediante los pasos y actividades de Lamparilla, y como el gobierno tenía tantas cosas más graves de qué ocuparse, los negocios de la Tierra Caliente fueron mal que bien arreglándose solos y el azúcar y el aguardiente comenzaron a llegar y a venderse en la ciudad con la regularidad de costumbre.

Faltaba a Relumbrón, para complemento de su plan, darle la última mano al servicio de la ciudad.

El tuerto Cirilo y su pandilla estaban comiendo de balde, entreteniéndose en armar bola en las puertas de las iglesias, en pasearse y comer cacahuates, naranjas y cocos en las luces de Regina y de la Merced, aprovechando ellos y sus mujeres la ocasión de sacar algunos pañuelos y cortar las faldas de las rotas, por sólo hacerles daño. Tal situación no podía prolongarse y perjudicaba notablemente a Relumbrón, pues Lamparilla se ocupaba constantemente de sacar de la cárcel a mascaderos y borrachines.

Cuando, como se dice en México, se sueltan los ladrones (como si alguna vez hubiesen estado amarrados) los robos se verifican de dos maneras: en las calles, deteniendo a los transeúntes en alguna solitaria y exigiéndoles el dinero y el reloj, y por las azoteas. Este género de robo presenta un carácter especialísimo que creo exclusivo de la capital de México.

La construcción de la ciudad parece que se presta a ello. Tiradas las calles a cordel de Sur a Norte y de Oriente a Poniente, está dividida en manzanas; cada manzana forma un espeso cuadrilongo de doscientas varas de largo por ciento de ancho. En él están juntas, pegadas unas con otras, casas chicas, medianas y grandes, o solas, es decir, de una habitación, y todas tapadas con techos enladrillados de más de media vara de espesor. Cada casa tiene, por lo menos, un corredor descubierto que da luz a un patio y a las piezas interiores; pero la mayor parte tienen corredor y azotehuela, es decir, un espacio de techo descubierto, lo que se concibe bien siendo la mayor parte de las casas de un piso bajo y de un segundo alto. La ciudad es regular, hermosa y, por lo general, de elegantes construcciones; pero para los acostumbrados a vivir en Europa, donde hay casas hasta de siete pisos que se confunden con las nubes, les parece un gran tablero, al que una raza de gigantes aplastó y niveló hasta el ras de la tierra. Estas azoteas, que no dejan de tener peligros para quien no las conoce, se comunican con raras excepciones, y son el amplio campo de maniobras para los ladrones.

Como Relumbrón iba precisamente a soltar a los ladrones, tenía a su disposición para emprender sus hazañas las muchas calles, plazas y callejones de la capital y sus espaciosos terrados.

Pero quería golpes seguros y de resultados positivos. Como su tertulia de los jueves era cada vez más concurrida y la asistencia constante del marqués de Valle Alegre le había traído una parte de la rica aristocracia, particularmente de caballeros, ya sabía, con la manía de preguntar la hora que era, quiénes tenían reloj de doscientos pesos arriba, quiénes sortijas y botones de brillantes, y a poco más o menos el dinero que acostumbraban llevar en la bolsa. En cuanto al interior de las familias, poseía pormenores tan curiosos y tan precisos que hubiese podido escribir un Diablo Cojuelo, más interesante que la insulsa novela que tan inmerecida fama ha dado a su autor.

Era ya tiempo y comenzó a obrar.

A las siete en punto de la mañana se presentaba doña Viviana la corredora, en la tienda de La Gran Ciudad de Bilbao, y le leía, por ejemplo, el siguiente apunte de don Jesús el tinacalero.


Don Sebastián Camacho. Reloj de oro inglés con diamantes; cadena de oro con un botón o corredera de zafiros. Se retira a las nueve de la noche a su casa, pasa por la Plazuela de San Fernando. No carga armas y es tímido.

Don José Govantes. Botones de gruesos brillantes en la camisa. Mucho dinero en oro en la bolsa. Vive en la Calle de Medina; es muy gordo, muy viejo y muy cobarde. Con un grito se sume. Al entrar en la puerta de su casa se le pueden arrebatar los botones. Es tuerto.

El escribano Orihuela. Carga mucho dinero cuando se retira de su oficina. Por la Calle de Santa Inés se le puede asaltar en una noche lluviosa, pues va envuelto en su capa, y abrazándole por detrás no se moverá; pero será necesario taparle la boca, pues dará de gritos al sereno. Cobardísimo.

Casa número 6. Puente de Solano. Vive el capellán de la Santísima Virgen de la Soledad de Santa Cruz y tiene mucho dinero de las limosnas y las alhajas de nuestra madre y señora. Observar la casa y decir cómo se dará el golpe de seguro.

Casa número 5 de la calle de la Pila Seca. Un matrimonio muy rico. Viven solos con una criada, el portero es borrachín. Observar la casa y preparar por el zaguán de la calle o por la azotea un asalto.

El lunes próximo, 16 de septiembre, armar mucha bola en la Alameda cuando acabe el discurso del orador. Los regidores tienen buenos relojes y cadenas de oro. Aprovechar todo lo que se pueda.
 

Por este estilo seguían las instrucciones de doña Viviana, y una vez que acababa rompía en pedacitos menudos el papel y se marchaba. Don Jesús el tinacalero, con su mala letra, pero muy buena memoria, escribía a su vez otro apunte que guardaba cuidadosamente en su bolsillo. En la noche, cuando iban entrando uno a uno el tuerto Cirilo y sus conclapaches, sentados en la trastienda alrededor de una mesa y tomando buenas copas de cuanta variedad de licores había en la tienda, recibían sus instrucciones, y don Jesús a su vez hacía menudos pedazos de su papel. Al día siguiente, bajo la dirección del tuerto Cirilo, que era el jefe, la cuadrilla de trabajadores de la tierra se ponía en movimiento. Cada semana, según las circunstancias, se modificaba o variaba el plan de operaciones. En la tienda y bajo la responsabilidad de don Jesús, se guardaban las prendas robadas para hacer la liquidación. Además del sueldo fijo de dos pesos diarios que tenían asignados los de la banda, se abonaban al tuerto Cirilo veinte pesos por cada reloj de oro; diez pesos por cada cadena o bejuco de oro, como entonces se decía; dos pesos por cada reloj de plata; la mitad del dinero que se sacase del bolsillo de cada víctima y desde un peso hasta veinte por cada anillo, según su valor y calidad. Los pañuelos, mascadas, guantes, capas, sombreros, etc., quedaban a beneficio de la cuadrilla. El tuerto Cirilo, cada mes, hacía su liquidación y repartía por iguales partes el producto entre las mujeres y pillastres que le ayudaban. Todos estaban juramentados, y en caso de caer en la cárcel, negar, negar, siempre negar, y asegurar, en caso de evidencia, que no había cómplice y que el acusado era el único responsable.

Surtió el plan más allá de lo que se esperaba. No había semanas que no se reunieran dos o tres relojes de oro y otras tantas cadenas de plata, anillos y lentes de oro, sin contar más de sesenta mascadas y pañuelos sacados de los bolsillos en la solemnidad del 16 de septiembre. A don Sebastián Camacho, afortunado desde que nació, no lo pudieron pillar porque le ocurrió retirarse en coche para conservar su salud, pues era tiempo de aguas. A Govantes lograron arrancarle de su camisa un par de solitarios, que seguramente valían cuatro mil pesos. Al escribano Orihuela le vaciaron los bolsillos y perdió más de trescientos pesos que sus clientes le habían pagado ese día; pero Govantes, como era tesorero general e intendente del ejército y perdió en los estrujones el ojo de vidrio que tenía, le pareció que era ridículo que un personaje que tenía obligación de ser valiente, se hubiese dejado robar impunemente en la puerta de su casa. El escribano Orihuela reflexionó que, aunque se descubriese y se cogiese a los ladrones, su dinero quedaba definitivamente perdido, tuvo a bien callarse y no contar su aventura más que a su mujer.

Lo que preocupaba más a Relumbrón, muy contento con la adquisición de los solitarios del intendente del ejército, era el capellán de la Soledad y doña Dominga de Arratia. Ella misma, que era parlanchina y le gustaba hacer alarde de sus riquezas, le había contado lo mucho que le producían sus haciendas y sus fincas, añadiéndole que, desconfiando de todo el mundo, aun del Montepío, que podía quebrar algún día, ella misma guardaba su dinero; pero escondido de tal manera en su casa que desafiaba a todos los ladrones de México a que lo encontraran. La dificultad era llegar a saber cuál era el escondrijo para no dar un golpe en vago. Relumbrón previno inmediatamente a doña Viviana se dedicase a esta averiguación y diese las instrucciones que fuesen del caso, al tuerto Cirilo. La casualidad vino a ayudar al intento. Doña Viviana llenó su saco con una colección de alhajas preciosísimas; eran precisamente parte de las del marqués de Valle Alegre, transformadas por don Santitos el platero, y se dirigió a casa de doña Dominga de Arratia, que acababa de vender su cosecha y estaba del mejor humor. Dos verdaderas tarabillas, platicaron hasta que se quedaron sin saliva, y doña Dominga concluyó por comprar a la corredora por valor de trescientos pesos, que le pagó en el acto. Al despedirse, ya en el portón, doña Dominga le dijo:

—Me va usted a hacer un favor, doña Viviana, y es buscarme una muchacha, pero fea, muy fea, porque la que tengo es muy visvirinda y bonitilla, y mi marido no me deja criada a vida. ¿Lo creerá usted? Mi cocinera va a cumplir los sesenta, y todavía mi marido, cada vez que puede, hace viajes a la cocina, donde nada tienen que ver los hombres.

—Difícil es lo que usted quiere —le contestó la corredora— porque no hay quince años feos, y todas nuestras muchachas tienen, mal que bien, algo que guste a los hombres; pero trataré de hacer su encargo, y si le consigo criada como usted la desea, se la mandaré con un recado.

La casualidad, como se ha dicho, hizo que a los dos días se presentara en el taller de vestuario una anciana acompañada de una muchacha que no tendría veinte años; se llamaba Inocencia.

Era baja de cuerpo, muy delgada, de tez morena oscura, ojos pequeñitos que parecían dos cuentas de azabache, una boca que era un verdadero agujero con delgados labios morados, la nariz muy pequeña, lo mismo que las orejas; era una miniatura, pero una miniatura extraña y de la más clásica fealdad. Venían a solicitar que se les diese ropa de munición y traían un papel del cura del Sagrario que decía:

La portadora se llama Inocencia Cuervo, es una muchacha honrada, confiesa y comulga cada ocho días, mantiene a una tía anciana y busca trabajo.

Doña Viviana le dijo que por el momento no había ropa que dar a coser, pero que le proporcionaría colocación, y la despachó con el mismo papel del cura a la casa de doña Dominga.

En el momento que ésta la recibió, leyó el papel, alzó los ojos y examinó a Inocencia, la admitió y aumentó un peso el salario que acostumbraba dar a las recamareras y dijo:

—Si de ésta se enamora mi marido, es que está dejado de la mano de Dios.

La visvirinda bonitilla fue despedida al día siguiente.

El domingo inmediato, la tía y la sobrina Inocencia fueron a dar las gracias a la corredora y le dijeron que estaban muy contentas. La tía tenía asegurado el pago de un cuartito de a doce reales en la Plazuela de Villamil y el bocadito, y la sobrina muy contenta del trato del ama.

—Solo el señor —añadía Inocencia— es un poco serio.

Bastaron cuatro semanas de conversación para que la corredora supiese cuanto interesaba a Relumbrón, y el asalto se dispuso.

El tuerto Cirilo había tomado en arrendamiento, o mejor dicho, La Palomita, una muchacha alegre, amiga de Pancha la Ronca que formaba ya parte de la pandilla, una vivienda en una casa de vecindad de la calle de la Cerca de Santo Domingo. Habían pagado tres meses adelantados y metido algunos muebles, y esto bastó a la casera. La vivienda tenía una azotehuela, con una escalera de mano era fácil la subida a la azotea, y una vez en la azotea, el descender a la casa de doña Dominga era todavía más fácil, ya con una cuerda amarrada a una canal, ya con la misma escalera.

Como la casa de vecindad de la Calle de la Cerca de Santo Domingo era muy grande y habitaban en ella más de cien personas de la clase de artesanos y gente pobre, desde que se abría a las seis de la mañana la puerta, hasta las diez de la noche en que se cerraba, el entrar y salir de toda clase de personas, en trajes diferentes, según su condición, no tenía término; así, sin llamar la atención, pudieron entrar a la vivienda de La Palomita cinco de los más resueltos de la banda del tuerto Cirilo y él, a la cabeza, como jefe y director del asalto. Allí permanecieron en silencio hasta un poco después de las doce de la noche. Ya sabían que no había en la casa más que doña Dominga, su marido, la cocinera vieja e Inocencia, que se recogían temprano y dormían profundamente desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana, hora en que tomaban su chocolate y su vaso de agua destilada. En cuanto a la portera, porque no había portero, se encerraba a las diez en el cuarto bajo y dormía hasta las seis, en que abría el zaguán. De las escaleras de mano que llevó entre sus muebles La Palomita para poder subir a tender su ropa en la azotea, una la aplicaron a al pared y otra la subieron para servirse de ella. El material que llevaba para el ataque consistía en cuerdas gruesas y delgadas, pañuelos ordinarios de algodón, una colección de ganzúas, unas tenazas, cuatro o seis mordazas y un par de puñales muy afilados cada persona.

Doña Dominga, como tenía de costumbre, se estuvo platicando hasta las nueve con las hermanas de don Pedro Martín, a quienes visitaba frecuentemente cuando estaba en México, y su marido jugando su ajedrez en el Café del Águila de Oro. A las nueve y media de la noche se reunieron en su casa, cenaron su arroz de ollita, sus lomos de carnero asado y sus frijoles refritos, y a las once ya estaban los dos muy abrazados en la cama, donde no tardaron en dormirse profundamente. Cerca de la una de la mañana, el marido se incorporó y despertó a su mujer.

—¡Dominga! —le dijo con las quijadas temblorosas—. ¡Pasos en la azotea!… ¡Escucha!

—¡Quita allá y déjame dormir! Siempre estás creyendo que anda gente, cuando son los gatos… Ya sabes, es la época… y hacen un ruido como si los techos fuesen a caer.

Nada hay tan aterrador para las familias de México como los pasos en la azotea en el silencio profundo de la noche. A los pasos en la azotea sigue el robo y muchas veces la muerte. Yo recuerdo que cuando era niño no había semana en que no hubiese en la casa en que vivía, pasos en la azotea, que nos dejaban a todos helados de terror. Muchos años después, a la segunda ocasión que hubo pasos en la azotea de la casa de la Calle de Santa Clara, que yo habitaba, apagué las luces, y cuando los ladrones amarraban un grueso cordel a la cabeza de la canal, les disparé un tremendo balazo con mi fusil de munición de guardia nacional, y no aparecieron más; pero hecha esta digresión, volvamos a la casa de doña Dominga.

Pasaron diez minutos, ésta se había incorporado; el marido casi estaba sin resuello.

Pasos acompasados y solemnes como los del convidado de piedra se escucharon de nuevo.

—¡Sí, en efecto, son pasos en la azotea! —dijo doña Dominga—. ¿Si nos querrán robar?

—¿Está cerrada la azotehuela? —preguntó el marido.

—¡Sí —respondió ya muy asustada— pero se me olvidó poner la tranca!

—¡De seguro nos roban y nos matan esta noche, Dominga!

—¡Espera, escucha, hay ruido en la azotehuela! ¡Están forzando la puerta!

—¿Y el comedor está cerrado?

—¡Abierto, abierto!

—¡Santo Dios! ¡Nos matan esta noche!

—¡Levántate! —le dijo temblando doña Dominga—. Abre el balcón y grita al sereno.

El cuitado marido hizo un esfuerzo, saltó de la cama al parecer con mucho ímpetu, pero en la mitad de la sala se le doblaron las rodillas y cayó sin poder levantarse.

Doña Dominga descendió a su vez de la cama, temblando, y a tientas trató de reunirse con su marido; pero tropezó con un mueble y cayó también, porque sus rodillas flojas no la podían sostener.

La vidriera se abrió con estrépito, y el tuerto Cirilo, con un farolillo en una mano y un largo puñal en la otra, se introdujo en la recámara dirigiéndose a la cama, que encontró vacía. Pensó, naturalmente, que los esposos, habiendo oído el ruido que hicieron al forzar la puerta de la azotehuela, habían acudido al balcón a pedir socorro y era necesario impedir esto. Registró con la dudosa y escasa luz de su farol la pieza y no encontró a nadie. Penetró resueltamente a la sala y tropezó con doña Dominga, y a poca distancia con el marido. El miedo les dio fuerzas para arrodillarse ante el bandido sin poder articular palabra, pues que se les aflojaron las piernas y se les trabaron las quijadas.

El tuerto Cirilo y dos más que lo seguían no estaban pintados con sebo negro, sino que tenían unas narices disformes de cartón con erizados bigotes de pelos de cochino, que les daban un aspecto siniestro que aumentó el pánico del infortunado matrimonio.

—¡Vaya, levántense y no sean collones! —les dijo el tuerto Cirilo—. Nada se les hará si no arman escándalo y dan las llaves.

Doña Dominga, un poco animada con esta promesa, se puso en pie y al hacerlo pisó su camisa de dormir, rompióse la jareta y la ropa cayó al suelo, dejando a la virtuosa señora en el traje primitivo de nuestra madre Eva, menos las hojas de higuera. El tuerto Cirilo alumbró y recorrió la luz por todo el cuerpo de doña Dominga, y él y sus dos compañeros se recrearon un momento con este espectáculo, pues es menester decir, en obsequio de la señora, que pudo más el pudor que el miedo, pues levantó su camisa, se cubrió y corrió a la recámara a refugiarse en su cama.

—Para lo vieja que es —dijo el tuerto Cirilo— no parece tan de lo peor; pero no venimos a eso, que bastante tenemos en nuestra casa. Adelante, y a concluir pronto.

Fuéronse a donde estaba el marido sin movimiento, lo levantaron en brazos, lo llevaron a la cama, lo acostaron junto a su mujer, y con los cordeles que ya llevaban preparados, los amarraron uno contra otro, de modo que no pudieran mover ni pies ni manos. Encendieron en seguida las velas de una pantalla; uno se quedó con puñal en mano vigilando al matrimonio, y el tuerto Cirilo con su compañero, entraron con un farolillo en la mano a las demás piezas de la casa, que no eran muchas, y no encontraron nada de particular. Buscaban a las criadas, que encontraron en la cocina.

Inocencia y la cocinera no sintieron los pasos en la azotea, pero despertaron al ruido que hicieron los ladrones al romper la cerradura de la puerta. Cuando entraron Cirilo y sus dos compañeros, con la vacilante luz del farolillo vieron encima de ellas las caras con las disformes narices y los bigotes erizados, y prorrumpieron en estrepitosos gritos de horror.

—¡Misericordia! ¡Misericordia! ¡No nos maten, señores ladrones; nosotras somos unas pobres criadas!… ¡Piedad, por la Santísima Virgen de los Dolores! —y seguían gritando más fuerte cada vez que los ladrones las amagaban con los puñales.

No hubo medio de hacerlas callar, y era un peligro, pues podían oírse los clamores en la vecindad. En menos de cinco minutos las amarraron fuertemente, les rellenaron la boca con los trapos de la cocina, les envolvieron la cabeza y cara con unos pañuelos ordinarios, y descendieron rápidamente la escalera, por si acaso los gritos hubiesen despertado a la portera. Todo estaba oscuro, silencioso y tranquilo; la portera nada había escuchado y dormía. Uno de los ladrones, puñal en mano, quedó de guardia en el patio, y los demás volvieron a subir.

—¡Vengan las llaves y señalen dónde está el dinero! —dijo el tuerto Cirilo al matrimonio que, temblando, esperaba de un momento a otro ser asesinado.

—¡Prometo darles cuanto tenemos, con tal de que no nos quiten la vida! Las llaves están debajo de la almohada y en la cómoda están el dinero y las alhajas.

El tuerto Cirilo, sin responder, metió bruscamente las manos debajo de la almohada, retiró un manojo de llaves pequeñas, se dirigió a una gran cómoda de caoba y no tardó en avenir una de ellas a los cajones y abrirlos.

Encontró en unos canastillos de chaquira algunas monedas de oro y algunos pesos en plata menuda, que eran destinados al gasto diario de la casa. En los otros cajones encontró rosarios de perlas y de corales, libros de misa, pañuelos y algunos otros objetos de poca importancia.

—¡No es eso, vieja maldita! —le gritó Cirilo—. ¡Te voy a hundir este puñal si no me das la llave que necesito!

—¡Ninguna otra llave tengo, lo juro, ni hay más dinero en la casa! —contestó doña Dominga—. Se lo juro por los cinco señores…

—¡Por los cinco demonios que te van a llevar al infierno en este instante! —y el tuerto levantó el brazo armado de un puñal muy agudo de una tercia de largo.

Doña Dominga dio un grito como si hubiese recibido una puñalada, y dijo:

—¡Daré la llave, la daré, pero no me maten!

—¡Venga la llave, pronto; venga la llave y no hay que gritar!

El marido tenía las quijadas trabadas y no podía articular una palabra; pero el temblor de su cuerpo era tan fuerte, que sacudía a su mujer, contra la cual estaba amarrado, y hacía rechinar la cama.

—¡En el seno de la Dolorosa que está en la rinconera está una llave muy pequeña, ésa es!

El tuerto Cirilo tomó una vela, abrió la puerta del nicho, rasgó la vestidura negra de una pequeña virgen, y cayó una llavecita de plata. Sin decir ya una palabra, se dirigió a la sala, y entre él y otro descolgaron un gran cuadro que contenía una imagen de la Virgen de Guadalupe. Doña Dominga, que desde la cama veía esto, dio un grito ahogado y perdió el conocimiento.

El tuerto Cirilo, alumbrando bien la pared con la luz y pasando suavemente la mano por el tapiz de papel, encontró al fin un pequeño agujero, metió la llave, le dio dos vueltas y se abrió una alacena tan perfectamente disimulada, que de día claro no se hubiese podido reconocer. La alacena estaba llena de ropa blanca, de zapatos, de sombreros, de retazos de todos colores, y todo al parecer del uso diario de una casa. Cirilo sacó con impaciencia el contenido y regó la sala con todos los trebejos, quedando vacía y limpia la alacena, y volvió a la sala.

—¡Vieja avarienta, nos ocultabas tu tesoro, y debes dar gracias a la Virgen de Guadalupe que no te matemos por embustera! Levántate y ven a abrir el secreto de esta trampa, que detrás deberá estar la morralla; ya verás lo que te pasa si no encontramos nada.

Cirilo desató a doña Dominga, la tiró con fuerza de un brazo, y la pobre mujer, en camisa, fue a enseñar el secreto, que, por cierto, no consistía más que en una corredora. La pequeña y fingida alacena salió con facilidad con sólo oprimir un botón y se descubrió un agujero oscuro. Cirilo aplicó la vela; allí estaba el tesoro. Sacaron cinco talegas de pesos y se llenaron las bolsas, hasta no caberles más, de oro, de onzas, medias onzas y escuditos. En cuanto a la plata, después de consultarse entre sí, en el idioma figurado con que se entienden los ladrones en todos los países, resolvieron dejarla y sólo tomaron unos puños de pesos para regalarlos a La Palomita. Volvieron a meter las talegas en el secreto, hicieron que doña Dominga metiese la ropa y lo que estaba esparcido en la sala, colgaron el cuadro de la Virgen de Guadalupe, se guardaron la llavecita de plata, volvieron a amarrar más fuertemente a doña Dominga y al marido, apagaron las luces de la pantalla y se marcharon por donde habían venido, retirando su escalera.

Pasaron la noche en la vivienda de La Palomita platicando, contando el dinero que había robado y acomodándolo en pedazos de trapo, pero con el mayor silencio, y a la mañana siguiente, cuando abrió la casera y comenzaron a salir los artesanos a su trabajo y a entrar la cebera, la melcochera, la india de las venas de chile, los aguadores y los vendedores de tapabocas, fueron esquivándose los amigos de La Palomita uno a uno, vestidos como cualquiera de los de la vecindad, llevando en la bolsa sus ordinarias narices de cartón y enredados a raíz de la cintura los cordeles sobrantes. La Palomita recibió su regular ración, salió, como de costumbre, a barrer su pedazo de corredor y en seguida cerró su puerta, y con su canasta en el brazo salió a hacer su mandado.

Entre tanto, la portera de la casa de doña Dominga también abrió la puerta como de costumbre y salió a barrer y a regar la calle; pero viendo que eran cerca de las diez y que la cocinera no bajaba para comprar la leche y los huesitos de manteca para el desayuno, entró en cuidado, subió, encontró cerradas las puertas que daban al corredor, y comenzó a llamar a sus amos, los que de adentro respondieron con gritos desgarradores. Atados fuertemente el uno contra el otro, marido y mujer, y en una misma postura desde las dos de la mañana en que acabó la función, se les habían dormido las piernas y los brazos, materialmente ya se morían.

La portera descendió, y lo primero que se le ocurrió fue llamar al tendero de la esquina, el que se prestó a venir acompañado de dos de sus dependientes provistos de martillos, hachas y barretas, por si fuese necesario derribar las puertas. Poco se necesitó para abrir una. Penetraron en la habitación, y encontraron a los esposos presa de los más crueles sufrimientos; al marido, que estuvo en silencio toda la noche, se le habían compuesto las quijadas y gritaba como un desaforado. Fueron inmediatamente desatados (y fue necesario cortar con cuchillos los cordeles, pues tantos nudos así tenían) y, vestidos marido y mujer, comenzaron a referir el lance y a recorrer las piezas de la casa para saber la suerte que habían corrido Inocencia y la cocinera. Las encontraron en la cocina amarradas, les quitaron los pañuelos paliacates con que tenían envuelta la cabeza, sacaron aprisa los trapos que rellenaban su boca; todo en vano. Inocencia y la cocinera estaban muertas.

XLVII. El capellán y el cura

Mucho ruido en la ciudad a causa del robo de la casa de doña Dominga de Arratia, tanto porque era una persona conocida de muchas familias, como porque no dejó de saberse, con todos sus pormenores, el descubrimiento del secreto de la caja fuerte que había hecho construir desde que compró la casa, en la espesa pared divisoria.

Doña Dominga mandó poner trancas y cerrojos en todas las puertas; pidió al Ayuntamiento dos serenos de confianza, uno para la azotea y otro para el portal de la calle; el marido compró pistolas, escopetas y mucho parque; pero ya era inútil. El oro sacado de la alacena no volvería más. Hecha un mar de lágrimas, no tenía más consuelo que visitar las más noches a Prudencia y a Coleta, hablarles de su desventura y de las agonías que experimentó desde que escuchó los pasos en la azotea hasta que la portera la vino a libertar. ¿Quién había indagado dónde guardaba su dinero, pues ni a su confesor se lo había comunicado? Recayeron sus sospechas en Inocencia; pero la pobre muchacha había sido la primera víctima; así, no era posible, y desechó ese mal pensamiento; se devanaba los sesos y no podía descifrar el enigma. El marido acobardado, pasaba las noches en vela, y con las pistolas en la mano, escuchando siempre pasos en la azotea. No pudo aguantar más y se decidió a marcharse a la hacienda, donde jamás habían penetrado Los Dorados y se consideraba más seguro. Ella, tan nerviosa y tan enferma del susto, concluyó por pedir asilo por unos días a sus amigas, y don Pedro Martín no tuvo dificultad en consentir.

El juez de turno a quien tocó hacer las primeras averiguaciones, desplegó la mayor actividad, registró las azoteas y no encontró rastro ninguno, cateó la mayor parte de las casas de vecindad y no pudo averiguar la menor cosa. A la vivienda de La Palomita ni entrar quiso, pues la casera y los vecinos le dijeron que era una muchacha muy quieta que se mantenía de coser ropa de munición, que no la visitaba más que un tío y una tía, y eso de tarde en tarde. Sentadas las declaraciones de doña Dominga, de su marido y de la portera, que nada vio, terminó la averiguación llevándose los cadáveres a enterrar, quedando la causa en tal estado, como muchas otras que habían en los juzgados.

Pero el ejemplo de este robo, hecho con tanta destreza y fortuna, animó a los ladrones de la ciudad que no estaban afiliados a la banda del tuerto Cirilo, y los pasos en la azotea se escuchaban cada noche, ya en una casa, ya en otra. Y sea que fuesen efectivamente de ladrones o de gatas enamoradas, en las altas horas de la noche se abría un balcón y se asomaban muchachos, ancianos y hombres barbudos, algunos de ellos coroneles y generales gritando con voz trémula:

—¡Sereno! ¡Sereno! ¡Ladrooones! ¡Ladrooooones!…

El sereno de la esquina tocaba el pito, venían corriendo con sus farolitos en la mano cuatro, cinco o seis serenos, aplicaban la escalera al balcón, entraban a la casa con el chuzo en la mano, dispuestos a combatir; registraban debajo de las camas, en los roperos, en la carbonera de la cocina, seguidos de la familia en paños menores, con cabos de vela en la mano alumbrándose y guareciéndose detrás de ellos. Finalmente, con mil trabajos subían la escalera de la calle, la metían entre dos por las recámaras, apenas podían entrar por la cocina, la aplicaban al borde de la azotea, que a veces era muy alta, pero al fin lograban montar en la barda y ya eran dueños de todo el terrado de la manzana. Recorrían con precaución a pasos de lobo, alumbraban con los faroles los rincones oscuros, se asomaban a las azotehuelas, examinaban el suelo para ver si descubrían cordeles, puñales o ganzúas tirados, y al cabo de dos horas… nada.

La familia daba las gracias a los serenos y cuando más una peseta para todos, y después, comentando el suceso, los hombres, echando verbos y baladronadas y las mujeres encomendándose a San Dimas, se acostaban cuando salía la luz y no había el menor peligro, y dormían hasta mediodía.

El barrio o por lo menos la calles de una y otra acera, se alborotaba. Los balcones se abrían, los de la casa se asomaban preguntando al vecino de al lado qué sucedía, cuál era la casa asaltada, cuántos eran los ladrones, cuántos los matados, cuánto dinero habían robado. El vecino, que nada sabía, preguntaba al que le seguía y así sucesivamente, hasta que concluían por no saber nada.

El alcalde del cuartel escribía al día siguiente al inspector de policía un parte concebido así:

En la Calle de la Quemada, número 5, a cosa de las once de la noche, pidieron auxilio por el balcón, gritando que había ladrones. Habiendo ocurrido los guardias 65, 68, 70 y 71, registraron la casa y las azoteas, y no habiendo encontrado nada, se retiraron sin novedad.

Estas escenas se repetían noche a noche por diversos rumbos. En algunas casas los vecinos, ya prevenidos, y valientes, en cuanto oían pasos en la azotea disparaban sus armas; en otras cerraban herméticamente las puertas, reforzando las trancas con mesas, colchones y sillas, y se ponían a rezar la letanía en el momento que escuchaban el son acompasado y solemne de las pisadas, sin atreverse a llamar al guarda por no abrir el balcón.

Relumbrón que, como si fuese el director de la policía, tenía un parte diario circunstanciado de lo que pasaba en la ciudad, se reía y se burlaba de la tontera de los ladronzuelos sueltos que no querían entrar en la banda del tuerto Cirilo y se exponían a caer o en la cárcel o de una azotea, por robar ropa usada y el prorrateo de algún pobre empleado, alegrándose, por otra parte, de los escándalos nocturnos, porque ellos ocupaban la atención del público y de la poca guardia de que podía disponerse para la custodia de una ciudad ya bastante grande, y le dejaban tiempo para combinar y llevar a efecto los golpes seguros y productivo que tenía meditados.

El tiro echado al capellán de la Soledad de Santa Cruz fue más sencillo, aunque menos productivo que el de doña Dominga de Arratia.

La casa del viejo capellán estaba situada en la mera esquina del Puente de Solano, y el costado de ella daba al canal, cuyas aguas turbias y cenagosas se confundían y mezclaban con las que manaban las dos atarjeas de la Calle de la Acequia; la casa era sola, pequeña, sombría, húmeda, triste, enfermiza; pero así y todo, el capellán y su hermana la habitaban hacía treinta años. Estaba cerca del templo y esto bastaba.

Durante dos semanas, el tuerto Cirilo observó la casa y adquirió cuantas noticias eran necesarias. El capellán pasaba de los sesenta, y su hermana, de poco menos edad, ambos inofensivos por carácter y débiles por los años, no podían oponer resistencia, y además, eran muy confiados, porque en treinta años nada les había sucedido y creían que la Virgen de la Soledad cuidaba su dinero y sus joyas. La hermana vestía y desnudaba a la Virgen, limpiaba y cambiaba las alhajas de su manto, y las que no estaban en uso las conservaba más o menos días guardadas en una primorosa cajita. El padre vaciaba los cepos de la iglesia, recogía las limosnas y las ofrendas secretas; de todo se llevaba cuenta y razón con la mayor honradez y se entregaban las cuentas al tesorero de la archicofradía. El capellán y su hermana eran servidos por una indita que tenían como huérfana, que no cumplía los catorce años. La puerta de la calle estaba apolillada y lo mismo las demás de la casa, pero no había necesidad de entrar por la calle ni por la azotea. En el costado que daba al canal había, a poca altura, un balcón pequeño con barandal de hierro. Ese balcón comunicaba a un entresuelo muy bajo de techo y oscuro, que no pudiendo darle otro destino, lo ocupaba el capellán en guardar palos y trastos viejos. La puerta que daba al descanso de la escalera estaba entreabierta, y sujetas las hojas con un mecate para que no se abriesen con el viento.

El tuerto Cirilo arregló sus procedimientos conforme a estas noticias. Compró a los Trujanos un chalupón viejo en cuatro pesos, y él y Chucho el Garrote se ensayaron algunos días en remar en el canal y recorrerlo hasta encontrar el recodo que conducía al costado de la casa del capellán.

Eligieron una noche oscurísima para su expedición, y a las nueve estaban en la chalupa, debajo del puente, esperando que acabasen de cerrar los tendejones de la calle y que hubiese una soledad completa, lo que acontecía habitualmente, pues las gentes de ese barrio triste se recogían muy temprano. A las diez era tal la oscuridad, que ni las manos se veían, y reinaba un silencio que podía oírse el zumbido de un mosco. Las aguas, pesadas y sucias se estrellaban con un ligero ruido en la orilla izquierda, dejando al retirarse un depósito de basura y de yerbas. Colocáronse en la chalupa debajo del balcón, y con facilidad echaron una reata al barandal; por ella subió el tuerto Cirilo y Chucho el Garrote quedó en la chalupa esperando el resultado.

El capellán y su hermana acostumbraban cenar una cazuelita de sopa cada uno, un caldo de frijoles y un vaso pequeño de pulque; platicaban una hora, siempre de la Virgen, de la iglesia, de las festividades religiosas, de las limosnas y de los diamantes y perlas de los vestidos de la afligida Madre de Dios, y tales asuntos eran para ellos inagotables, pues no tenían más ocupación y las demás cosas que pasaban en el mundo les eran completamente indiferentes. Entretenidos delante de una pequeña mesa de pino, acababan su modesta colación y la hermana daba precisamente cuenta al capellán de que en la mañana había llevado las alhajas más valiosas a don Santitos, el platero de la Alcaicería, para que les hiciese ciertas composturas necesarias y las limpiase, cuando se presentó repentinamente, como si hubiese salido de una trampa, el tuerto Cirilo, con sus deformes narices de cartón y un afilado puñal que puso al pecho del capellán.

—¡No hay que moverse o son muertos! —les dijo con voz ronca que procuró hacer más terrible e imponente.

La anciana dio un grito y se tapó los ojos; el capellán permaneció sereno.

—No hay necesidad de un crimen; dos viejos ninguna resistencia pueden hacer —dijo con voz entera, y desvió con la mano el puñal que el tuerto Cirilo mantenía cerca de su pecho.

—¿Dónde está el dinero y las alhajas? —interpeló el bandido retirando el puñal.

—Aquí, seguidme —le contestó el capellán tomando la vela de la mesa.

—¿Qué vas a hacer? —interrumpió la hermana algo mimosa, al ver que el ladrón había guardado ya el puñal en su cintura.

—Cedo a la fuerza —dijo tranquilamente el capellán.

Y andando delante, condujo al tuerto Cirilo a su recámara y abrió los cajones de una cómoda antigua de caoba. En ella estaba la cajita de alhajas, casi vacía, y una serie de tecomates. El capellán recogía cada semana el dinero de los cepos, y como algunos cristianos destinan para las limosnas la moneda más lisa e inservible que tienen, y a veces la falsa, tenía el cuidado de separar los tostones, pesetas, reales, medios, cuartillas, y echarlos en los tecomates, amortizando la sospechosa que, con la inservible, enviaba al platero de la Alcaicería para que la fundiese.

El capellán, que tenía con mano firme el candelero de cobre con un cabo de sebo, alumbró la cómoda, sacó la cajita de alhajas y se la mostró al tuerto Cirilo.

—Mira —le dijo— está casi vacía, y lo que ves es lo de menos valor. Por fortuna las piedras más preciosas están en poder de un hombre honrado, y si se las robaran, las pagaría sin vacilar un momento.

Después sacó uno a uno los tecomates y los acercaba a los ojos del ladrón.

—Ya ves —continuó— hay de todas monedas y es mucho, quién sabe cuánto, no lo he contado todavía, pero ello no es mío ni de mi hermana, sino de Dios, de la Virgen y de la Iglesia. Son ofrendas de personas piadosas, seguramente más felices que tú, que estás en carrera de terminar en la horca y en las llamas eternas del infierno si no te toca Dios el corazón y te arrepientes a tiempo. Una vez que sabes esto, toma lo que quieras o llévatelo todo; yo mismo te abriré la puerta si no quieres salir por donde has entrado a turbar la paz que durante treinta años ha reinado en esta casa; pero si exiges mi consentimiento, no te lo daré y puedes sacar tu puñal y matarme. Será la voluntad de Dios, entraré al cielo mártir y mis pecados me serán perdonados por esto.

Borracho era una fiera el tuerto Cirilo; pero cuando tenía entre manos una expedición no bebía ni un trago. Quedó verdaderamente pasmado; le hizo tal impresión la actitud del sacerdote y la energía y decisión con que pronunció sus últimas palabras, que en cinco minutos no pudo hablar.

—Bien, padre, usted tiene razón; eso no es de nosotros. No quiero nada, no me llevaré nada. Se acabó… Me voy… me voy por el balcón, que abajo me espera mi compañero.

Y dando pasos atrás y como asustado de la figura tranquila, pero imponente del viejo capellán, que le iba alumbrando con el cabo de sebo en el candelero de cobre, bajó la escalera, entró en el cuarto de muebles viejos, se descolgó por el balcón a la chalupa, quitó la reata y tomando el remo le dijo a Chucho el Garrote.

—Ya te contaré, nos han chafado; habría querido entrar en casa de todos los diablos, pero no aquí.

La chalupa, deslizándose silenciosa entre las aguas negras del canal, desapareció a poco entre las sombras de la noche.

Evaristo, en su rumbo, tuvo en esos días dos lances. Cuando mandaba personalmente la escolta de Río Frío, nunca dejaba de saludar a los pasajeros con muy buen modo, de preguntarles si habían tenido novedad en el camino y, en seguida, metía la cabeza por la ventanilla de la portezuela, examinaba a los viajeros, les daba un momento de conversación y las más veces almorzaba con ellos. La fonda del alemán protegido de Relumbrón había sufrido una completa transformación. Un gran brasero en el fondo con su chimenea de campana; mesas de madera blanca, con toscas tablas y gruesos pies; platos de porcelana colgados simétricamente en la pared; vasos y jarras de metal blanco; en suma, una taberna holandesa de las más acabadas; y para completar el cuadro, él y las muchachas con su pelo liso amarillo y la salud brotándoles por sus mejillas rojas. El aspecto de la taberna ahumada, la vista de la montaña cubierta de cedros, la niebla y la llovizna continuada, la sonrisa franca y las caras redondas y simpáticas de las alemanas formaban un cuadro tan interesante, que se podía hacer el viaje sin más objeto que gozar de él, almorzando y bebiendo buenos vinos y la deliciosa cerveza de Gambrinus. La cuadrilla de Evaristo tenía sus guaridas y cuevas en el centro de la montaña, pero no necesitaban de ellas. Relumbrón había añadido al edificio antiguo algunas construcciones de madera y piedras bastante amplias y cómodas, donde podían caber gentes, caballos y mulas en gran número. Los valentones tenían allí sus habitaciones, comían y cenaban en la fonda, y allí también vivían Evaristo e Hilario, en Texcoco o en el rancho de los Coyotes, que no desatendían. El alemán no hablaba ni una palabra de estas cosas a nadie, y postillones, ladrones, criados y fondistas vivían en la más completa armonía. Cuando pasaba de tránsito Relumbrón, el platero o el licenciado Chupita para el molino o para la hacienda, y se supone lo hacían con frecuencia por sus negocios, mandaban avisar con Romualdo o con cualquiera de los muchachos, y el alemán ponía sus cinco sentidos y les preparaba un banquete; así que, en realidad, en vez de fatiga, eran días de campo agradables y tranquilos, pues no había para estos personajes ni el más leve temor de los balazos de los bandidos.

Uno de tantos días, a la hora en que llegaron las dos diligencias, Evaristo estaba de servicio y, según hemos ya dicho, examinó los coches. En el que iba para Puebla viajaban cuatro mujeres, un religioso dominico y un caballero muy elegantemente vestido. Evaristo almorzó en la mesa redonda y se fijó mucho en el caballero, mientras una de las mujeres agachaba la cabeza sobre su plato y se cubría con el rebozo tanto como podía, echando ojeadas furtivas al capitán de la escolta y como queriendo reconocerlo.

Terminado el almuerzo y remudados los caballos, los cocheros subieron al pescante y los pasajeros tomaron sus asientos. Evaristo se acercó al cochero de la diligencia en que iba el caballero y le dijo algunas palabras; después se dirigió a la portezuela y dijo al caballero:

—¿Usted es el señor don Carloto Regalado?

—Servidor —contestó con cierto aire de dignidad.

Cuando Evaristo se había presentado a saludar a los pasajeros, don Carloto no correspondió al saludo, y durante el almuerzo no se dignó echarle una mirada.

—Pues entonces tengo una carta que entregar a usted en mano propia y algo que decirle, si me hace favor de bajar.

Don Carloto no tuvo dificultad en bajar. Evaristo mismo abrió la portezuela y le puso el brazo para que se apoyase.

A ese mismo tiempo la diligencia partió, los caballos de la segunda, de la cual había bajado don Carloto se encabritaron y partieron como un rayo, sin que los pudiese contener el postillón, que soltó la reata con que los sujetaba.

—¡Qué chasco! ¡Qué chasco! ¡Cochero, cochero, párate, párate! ¿Qué hago aquí? —exclamaba don Carloto, entre tanto la diligencia había desaparecido entre una nube de polvo.

—No hay más remedio que quedarse esta noche y esperar la diligencia de mañana —le dijo Evaristo aparentando mucha calma—. La posada no es mala y la cena muy buena. No hay más que conformarse, y pues que ha cesado la llovizna, si usted gusta daremos un paseo por el bosque.

Don Carloto, dando con el pie en el suelo y muy colérico, se dejó conducir por Evaristo.

Los postillones se retiraron a sus caballerizas, el alemán y las muchachas a la taberna, y Evaristo, con su presa del brazo, fue internándose en el monte.

—Bien ¿dónde está la carta? —preguntó don Carloto saliendo del aturdimiento que le había causado tan rápida como inesperada escena.

—La carta, la… la carta… ya se la daré —contestó Evaristo fingiendo que la buscaba en sus bolsas—. ¿Pero para qué la he de buscar? Ya vamos a llegar a un sitio muy hermoso donde podremos sentarnos.

Don Carloto no sabía qué pensar de esta aventura, y sin saber por qué comenzaba a tener miedo, pero no quiso manifestarlo y continuó andando siempre del brazo de Evaristo, hasta que llegaron a un lugar donde los árboles estaban tan cerrados y el ramaje tan espeso, que era imposible penetrar. Evaristo soltó el brazo de don Carloto, se colocó cerrando el camino por donde habían entrado, sacó una pistola y apuntó a la cabeza de don Carloto.

—Ahora nos hemos de ver la cara, roto arrastrado, y no en la Calle de Plateros. ¿Cree que porque ya pasó el tiempo se me han olvidado los palos que me dio? Aquí en la frente tengo todavía el verdugón.

Don Carloto, helado, no salía de su estupefacción. Se acordaba tanto de los bastonazos que había dado a Evaristo como de la primera camisa que se puso. Ni mucho menos podía pensar que ese lépero, a quien apenas vio y cuya fisonomía se le había borrado del todo, fuese el capitán de la escolta que cuidaba de la seguridad de los viajeros en el camino de Veracruz.

—Pero… lo que está pasando es imposible —murmuraba don Carloto queriéndose volver loco—. Usted es un capitán y no puede ser el mismo… quizá una equivocación… No es posible, pero en todo caso, ya ha pasado mucho tiempo… y no me matará abusando del puesto, porque al fin esto se sabrá y yo tengo amigos…

—Deme el bastón —le interrumpió con altanería Evaristo.

Don Carloto, sin replicar, le dio el bastón, cuyo puño y regatón de oro eran los mismos que tenía el que le quebró en las costillas en la Calle de Plateros.

—Ahora, no con la pistola, porque eso sería hacerle mucho favor, sino con el mismo bastón con que usted me pegó, se lo voy a romper en la cabeza.

Evaristo se encajó la pistola en la cintura y comenzó a blandir el bastón y a amenazar a don Carloto.

—Pero esto no es posible; no hará usted tal cosa… Ya recuerdo; quedamos amigos, usted prometió no vengarse y yo di el dinero que se me pidió…

—Eso es mentira, dio usted doscientos pesos y no los trescientos a que lo sentenció el gobernador, y aprovechó la ocasión de que renunciara para recoger el bastón… de balde, pechado… sinvergüenza… Si siquiera hubiese cumplido su palabra, ahora le valdría de algo.

—Si es por eso, nos podremos arreglar, capitán —dijo don Carloto, viendo una salida, pues creía que amago de la pistola y la prometida paliza terminarían con dar una suma más o menos fuerte.

—Tengo más dinero que usted, pechado, y para nada necesito el suyo; tenga, si quiere jambarse.

Evaristo sacó un puño de pesos de su bolsillo y se los tiró con fuerza a la cara.

Don Carloto dio un grito de dolor y la sangre comenzó a escurrirle de su frente; pero más lastimado su orgullo que su cara, le dijo con una concentrada rabia.

—¡Es una infamia lo que hace usted! Y ya que ha llegado a capitán, tenga el comportamiento de los de su clase del ejército. Ninguno de ellos obraría como obra un cobarde. Le hago el favor de creerlo valiente, y pues que le ofendí, le daré satisfacción como un caballero y nos batiremos aquí mismo. Deme una pistola y a cinco pasos…

Don Carloto, que veía que le esperaba una muerte horrorosa, apeló a ese recurso. Quizá triunfaría, o, en último caso, un balazo a quemarropa terminaría su vida sin ser martirizado.

Evaristo soltó una forzada y brutal carcajada.

—No me faltaba más sino que le diera yo una pistola a este roto para que me matase después de haberme dado de palos.

Y alzando el bastón lo dejó caer en la cabeza de don Carloto, pero éste evitó el golpe con las manos, asió el bastón fuertemente y se trabó una lucha, en la que, como más fuerte, salió triunfante Evaristo. Ya no conoció límites su rabia. Se retiró algunos pasos y, volteando el bastón por el grueso puño de oro, donde estaba en diamantes el nombre del dueño, Carloto Regalado, le descargó un tremendo golpe en la mejilla, por lo que el infeliz cayó al suelo, gritando:

—¡Misericordia! ¡Estoy dado! ¡Perdón, capitán, daré todo cuanto tengo; pero la vida, la vida, por Jesucristo Crucificado!

A medida que don Carloto suplicaba, Evaristo gritaba blasfemias, y los aullidos de dolor de la víctima se confundían con las exclamaciones de rabia del verdugo. Dióle muchos palos en la cara, en la cabeza y en el cuerpo, hasta que se hizo pedazos el bastón y no quedó más que el puño de oro y brillantes. Evaristo, fatigado, apenas podía respirar. Don Carloto ya no respiraba.

—¡Condenado roto! —dijo Evaristo sentándose en una piedra—. Cómo me ha hecho trabajar. Esta gente tiene la vida dura como los gatos. Hoy he estado de fortuna; nunca creí que me podría vengar. Lo que siento es que no hubiera estado aquí Casilda —y se quedó un rato pensativo—. Casilda… Casilda… ¿Habrá muerto? ¿Dónde estará? Voy a gastar cuanto dinero tenga para encontrarla, pero quien me la encontrará es el coronel; ya veré cómo arreglo esto…

Evaristo se vio las manos; las tenía sangrientas. Se las limpió con tierra y hojas caídas de los árboles, examinó el puño del bastón y leyó Carloto Regalado.

—Ya tuvo hoy buen regalo.

Se acercó; don Carloto respiraba, y abrió un momento el ojo que tenía bueno (pues el otro estaba saltado) y miró a su asesino de tal manera, que dio miedo a Evaristo, el que tomó la pistola de su cinturón y le disparó un balazo que le acabó de hacer pedazos el cráneo.

—Ya no me mirarás más, roto arrastrado.

Y tomando lentamente la vereda por donde había venido, descendió a la venta de Río Frío, donde le sirvió el alemán un copioso almuerzo, pues cuando asistió a la mesa de los pasajeros apenas probó bocado, ocupado en observar a don Carloto y meditar el plan para matarlo.

Cuando las diligencias partieron, los postillones, con los caballos ya refrescados, se metieron a las caballerizas y las alemanas a la fonda; así, probablemente nadie notó que Evaristo había entrado con un pasajero de la diligencia al monte y regresado solo; pero el ojo de la Providencia ve al asesino, y el ojo de la Providencia era doña Rafaela la dulcera, antigua vecina de la casa de Regina, que, con motivo de negocios con las monjas de Puebla, hacía cada tres o cuatro meses un viaje. Nunca había encontrado a Evaristo, y no fue poca sorpresa y su miedo cuando lo reconoció, no obstante el tiempo transcurrido y el diverso traje que tenía. Fijó su atención en el pasajero a quien llamó Evaristo, y tuvo por seguro que ese desgraciado iba a ser víctima del asesino de Tules.

Una semana después, Hilario, para dar como quien dice, muestras de vida, pues hacía mucho tiempo que no ocurría nada de particular en el camino de México a Veracruz, dirigió a la autoridad respectiva el parte siguiente:


Hestando de ronda por el monte por que supe que abía jente mala, encontré un ombre echo lla cadáver, tan desconocido que no ubo quien lo conosiera por tan carcomido por los collotes y los aguiluchos que no hubo quien conosiera ni sus uesos que senterraron, sin encontrar quien lo mato pero lo busco y lo remitiré preso.

Por ausencia en el servicio
de mi capitán
Ilario Trueno
 

La ausencia prolongada de don Carloto Regalado no llamó la atención de sus numerosos amigos de México. Era éste un pequeño propietario; con la renta de dos casas vivía con ciertas comodidades, no teniendo familia ni otras atenciones que le menguasen su renta. Era elegante, aseado, muy altanero y muy déspota con los pobres, y jamás hizo un servicio a nadie ni dio un medio de limosna. Muy relacionado con lo que se llama la alta aristocracia, tenía los días de la semana repartidos, y el lunes comía, por ejemplo, en casa de los marqueses de Valle Alegre, el martes en casa del conde de Santiago, el miércoles en la de Relumbrón (tenía puesta puntería a Amparo) y el jueves con los Peñas.

Cuando reunía algún dinero, se marchaba a París, a donde había hecho seis viajes, y generalmente no se despedía de nadie, porque le gustaba rodearse de cierto misterio y escribir desde allá, desde Bruselas, desde Hamburgo, y así al mismo tiempo avisaba su partida y su llegada escribiendo maravillas de sus viajes. Sus amigos decían:

—Seguramente se marchó don Carloto a la francesa, como lo tiene de costumbre. ¡Dichoso él que es hombre solo y puede gastar su dinero! ¡Qué regalada vida se estará dando con las loretas en el encantador jardín de Mabille!

¡Qué lejos estaban de creer que, por no haber querido comprar hacía años una curiosa almohadilla, había perecido a manos de Evaristo el tornero!

Como a esta famosa hazaña de Evaristo siguió otra, la colocaremos en este mismo capítulo, para ocuparnos en el siguiente de uno de nuestros amigos, que ha hecho un interesante papel en esta verídica historia.

Uno de los valentones más perversos de Tepetlaxtoc, a quien llamaban Marcos el Gallero, porque no había fiesta de pueblo donde no topara gallos, le dijo a Evaristo:

—Mi capitán, ya vi que se sacó usted de la diligencia un… y no ha vuelto a aparecer.

—¿Y por qué has dado en espiarme? ¿Qué te importa lo que yo haga?

—Al fin era un roto, mi capitán, y ha hecho muy bien de quitárselo si le estorbaba. Yo nunca espío a mi capitán. Entré al corral a dar una poca de pastura a mi caballo, y al salir divisé por casualidad a mi capitán que seguía la vereda agarrado del brazo con el roto; pero nada le hace, y tenía que decirle a mi capitán de un golpecito fácil que nos puede convenir.

Marcos el Gallero y Evaristo entraron a la taberna, pidieron refino y se sentaron en una mesa. El alemán les sirvió, y él y sus hijas se retiraron en seguida, y los dos bandidos quedaron solos con sus vasos y la botella delante.

—¿Conoce mi capitán el pueblecito de Coatlinchan y la hacienda de Tepetitlán?

—He pasado de noche varias veces, pues por el rancho de San Jerónimo se corta camino para los Coyotes.

—Pues no le hace —le contestó Marcos—. Conozco esa tierra como mi casa y yo lo guiaré.

—¿Se trata de caer sobre la hacienda de Tepetitlán?

—Eso no, ya lo sabe mi capitán; ni al amo don Pepe, de la Grande, ni al amo don Manuel, de Tepetitlán, los roba nadie en sus casas ni en el camino. El amo don Manuel duerme con las puertas abiertas, con las caballerizas apenas cerradas con una tranca, y eso por los lobos que bajan del monte. Ya nos lo tiene dicho en una fiesta que dio el día de su santo: «Duermo con las puertas abiertas —nos dijo a todos—. Cuando quieran algo no es necesario que me despierten; lo cogen y se marchan sin hacer ruido. Cuando quieran un caballo, se lo llevan, pero dejan otro». No tiene malos caballos, sus sillas y frenos de plata, y un poco de dinero para la raya, y es todo; la casa está cayéndose y la está haciendo de nuevo. El día que robáramos la Grande o Tepetitlán, todo el pueblo de Texcoco nos perseguiría hasta matarnos. Ésta es la costumbre desde antes que mi capitán viniera por acá.

—Pues entonces ¿qué golpe tenemos que dar? —le preguntó Evaristo.

—A un indio gordo como un marrano y relajo como un caballo zarco. Ese indio se llama don Antonio Galicia y es alcalde del pueblo de Coatlinchan. Ha juntado en oro y en plata como cosa de siete mil pesos, se los ha dado a guardar al cura, y el cura los ha escondido en las soleras de las vigas de su recámara.

—¿Y cómo sabes eso? —le preguntó Evaristo.

—Pues un muchacho, sobrino de mi mujer, es peón de don Antonio Galicia, y ha oído las conversaciones con el cura. Es golpe seguro, y con tres o cuatro bastamos, pues el cura duerme solo y al curato se puede entrar por la iglesia y por cualquier parte.

—Bueno, me gusta la expedición. Iré yo mismo y me acompañarás tú y Quirino.

Los dos interlocutores consumieron media botella de refino, salieron de la taberna con dirección al camino real, y acabaron de concertar su expedición y de fijar la noche en que debían ejecutarla.

El curita de Coatlinchan, como le decían por cariño los vecinos del pueblo y los de Texcoco, era un hombre de menos de treinta y cinco años, alto, fuerte, bien parecido, de una sencillez grande y de una bondad inagotable. No cobraba derechos de bautismo, ni de casamiento, ni de entierro. Se mantenía frugalmente de la limosna que le daban las haciendas donde decía la misa los domingos, y lo que le sobraba lo repartía entre los ciegos, cojos y mancos que no dejaban de abundar en el curato, procedentes de los pueblecillos inmediatos.

El único defecto que tenía era el de ser no sólo amante, sino entusiasta por la caza. Tenía rifles y escopetas a cual mejores, y en la estación oportuna salía del curato, subía la montaña y en los trigales de las laderas se estaba hasta dos noches, acostado entre las matas, esperando los venados; nunca regresaba sin traer uno o dos indios cargados con las víctimas de su buena puntería, pues no erraba tiro. Fuera de esto, era hombre sin vicio alguno.

El pueblo de Coatlinchan era entonces de menos de trescientos habitantes, agricultores y hacheros. Las casas de piedra suelta y techos de terrado sostenido por orcones, presentaban el triste aspecto de unas ruinas; ni sembrados, ni macetas de flores, ni nada que alegrase la vista, pues el terreno árido estaba como sembrado de grandes peñascos derrumbados de la ladera con la fuerza de las aguas. La iglesia, comenzada a construir por los jesuitas, tuvo una planta atrevida, con un carácter de arquitectura que aspiraba a ser romana; pero expulsados de México estos religiosos, no se concluyó, y los del pueblo la completaron con piedras sueltas y lodo, y las naves las cerraron con tan poco acierto, que en la estación de las lluvias el agua se filtraba e inundaba el pavimento de ladrillos quebrados y mal puestos. El tiempo vino a completar esta desolación, aflojando las piedras, reduciendo a hojarasca las puertas y desnivelando las escaleras que conducían a la casa del curato y al campanario, poniéndolo todo en un estado de inseguridad, que habría bastado el más ligero temblor para que el edificio se convirtiese en un montón de escombros.

La habitación del cura guardaba relación con el templo. Una gran pieza con cuatro ventanas ojivales que daban al atrio, le servía de recámara. Otra pieza cuarteada y dejando ver el lodo que revestían las paredes, estaba habilitada para salón, despacho y comedor, y lo menos malo era la cocina, que tenía un brasero con tres hornillas, su carbonera y lavadero. Una alacena con puertas nuevas servía al cura para guardar el breviario, el misal, algunos otros objetos de la iglesia; además el pan, el vino de consagrar, el recaudo, la manteca y la carne. Era la única parte donde no podían penetrar las ratas que anidaban en los muchos agujeros del edificio.

Sin embargo, en medio de estas ruinas y de esta monótona soledad, el curita era el hombre más feliz de la tierra. Se levantaba al rayar el día, bajaba a la iglesia, él mismo aseaba la sacristía, limpiaba los vasos sagrados y las vinajeras, sacudía los ornamentos, se los revestía y se acercaba al altar a decir su misa. Al toque de la campana nunca dejaban de ocurrir algunos fieles, y el primero que llegaba le ayudaba la misa. Un día en la semana, si tenía auditorio, subía al púlpito, y en una verdadera plática familiar exhortaba a los oyentes para que fuesen caritativos y honrados, buenos padres y respetuosos hijos, y a las mujeres, esposas amantes y sumisas, prometiéndoles que con este comportamiento ganarían el cielo, pues si eran borrachos, ladrones y pendencieros, sin remedio caerían en los profundos infiernos. Algunas veces estas pláticas hacían mella en las inditas, rudas y sencillas, y salían de la desvencijada iglesia limpiándose los ojos con la punta de sus rebozos. Don Antonio Galicia, muy amigo del cura, nunca dejaba de asistir a la misa y las más veces él la ayudaba. Terminado el servicio religioso y los asuntos del curato, como bautismos, entierros, consultas de los matrimonios desavenidos y demás chismografía del pueblo, subía a la cocina, encendía lumbre, tomaba un ligero desayuno, ponía un puchero en una hornilla con la carne, gallina y legumbres que le regalaban los feligreses, dejándolo a fuego lento para encontrarlo a la noche bien cocido y sabroso. En seguida ensillaba su caballo y se marchaba a la Hacienda Grande, al Molino de Flores, a Coxtitlán, a Texcoco, a Tepetlaxtoc, a cualquier parte. En todas, llegando al medio día, estaba seguro de encontrar una buena comida y una mejor compañía, pues no tenía más que amigos y todo el mundo lo quería en la comarca.

A las siete de la noche volvía de su excursión, desensillaba su caballo, lo colocaba en la caballeriza con abundante ración de grano, subía a la cocina, ponía su limpia servilleta en una pequeña mesa de pino, y se sentaba muy contento a saborear su puchero, apurando por conclusión un gran vaso de agua fresca y cristalina.

Entre paseos en el atrio o en el salón y el rezo del breviario, daban las ocho. Tocaba él mismo la plegaria de ánimas tirando de la cuerda que descendía hasta el rincón de la entrada de la iglesia, y subía a su salón a recogerse, no sin haber examinado antes sus escopetas y rifles, que siempre tenía cargados y apoyados en la pared junto a su cama.

Tal era la persona a quien Evaristo el Tornero y Marcos el Gallero se proponían robar y matar si era necesario.

Evaristo el Tornero, Marcos el Gallero y Quirino el Mechudo salieron de sus antros y calcularon lo que tenían que andar para llegar a cosa de las dos de la mañana a Coatlinchan.

Evaristo, tentado por la codicia y desconfiando de Marcos, quiso él mismo ser el jefe de la expedición. ¡Un cura! Un cura de un poblacho. ¡Bonito era el capitán de rurales para tener miedo a un cura! Se lo comería de un bocado si intentaba hacer la menor resistencia; y si tenía la ocurrencia de predicarle un sermón, no haría lo que el tuerto Cirilo (ya sabía la historia del Puente de Solano) sino que se reiría a carcajadas y se llevaría hasta la sotana. Lleno de placer y de esperanza de verse repletas las bolsas con el oro de don Antonio Galicia, llegó sin novedad, acompañado de los dos valentones, que conocían toda esa tierra a palmos. En una calzada de árboles del Pirú que une al pueblo con la hacienda de Tepetitlán, dejaron bien persogados a sus caballos, y a pie anduvieron la corta distancia que los separaba del curato.

Marcos el Gallero, entrando al atrio, impuso al capitán de rurales de lo que había que hacer; le mostró las ventanas del salón donde dormía el cura, que no tenía más resguardo que unas vidrieras débiles de lo que llaman caramelito; es decir, de pedacitos de vidrio formando labores con soldaduras de plomo, mezquina y pobre imitación de las catedrales góticas. No había más sino que Quirino, que era alto y fuerte, se pusiese contra la pared y él o el capitán, si quería, se subiese sobre sus hombros… Un empujón y ya estaban dentro, le apretaban el pescuezo al cura, que estaría profundamente dormido, y de su cama pasaría a la eternidad.

Si no le parecía bien a Evaristo, entonces harían un agujero a la puerta de la iglesia y la madera, tan podrida y tan seca como una yesca, cedería en menos de cinco minutos, para eso tenían sus puñales tan gruesos y tan bien afilados. Una vez hecho el boquete, no había más que entrar hasta el fondo de la iglesia, a la izquierda se hallaba la sacristía y también una escalera de piedra, por donde se subía y entraba al salón. A la puerta, tan vieja y apolillada como la de la iglesia, bastaría darle un empujón y se abriría sin hacer ruido.

Así, hablando muy quedito y andando con precaución, dieron sus vueltas por el edificio e hicieron sus ensayos. Marcos, subido sobre los hombros de Quirino, alcanzaba perfectamente el borde de las ventanas; pero aunque mal cerradas había que hacer ruido para abrirlas y, despierto el cura, era necesaria una lucha. Se trataba de sorprenderlo y matarlo dormido. Una puñalada y que ni resollara; ellos tendrían entonces bastante tiempo para registrar las soleras de las vigas, recoger el oro y la plata que pudiesen y marcharse antes de amanecer. Cuando los peones de Tepetitlán saliesen al campo, ya ellos estarían muy cerca del Rancho de los Coyotes.

Se decidieron a entrar por la puerta de la iglesia y, en efecto, en menos de diez minutos, sin más ruido que el que haría una rata al roer, tenían ya descubierta una entrada por donde cómodamente pasaban la cabeza y las anchas espaldas de Quirino.

Entraron a la oscura iglesia. Allá, en el fondo, la llamita pequeña de la lámpara dejaba ver apenas en el altar un Santo Cristo de cuerpo entero. Los ladrones tuvieron miedo y se quitaron el sombrero; Evaristo sintió que los pelos se le paraban en la cabeza. Se acordó de su aventura en la casa de Cecilia y se llevó la mano a la cabeza, al lugar donde le arrancaron el mechón de cabellos con todo y casco y que no le había vuelto a salir.

Los ladrones, por lo general, toman tales precauciones, que les parece imposible que nadie los descubra; y sin embargo, siempre sueltan una prenda o cometen alguna falta que les parece insignificante y que los descubre o les destruye el golpe más bien meditado.

Al apearse y amarrar sus caballos en los árboles de la calzada, se quitaron las espuelas, naturalmente, para poder andar con más comodidad y no hacer ruido contra los peñascos. En el ensayo para escalar la ventana, cayeron las espuelas que Quirino llevaba colgadas en la cabeza de la pistola que tenía en el cinturón, formando un ruido que cualquier hombre de campo habría fácilmente interpretado: gente de a caballo, y esto dijo el cura, que tenía el sueño muy ligero, saltando de la cama y aplicando el ojo a un vidrio de la ventana que tenía más cerca.

La noche estaba un poco nublada, pero no tanto que no pudiese notar las siluetas de hombres que se movían con precaución, se separaban, se volvían a juntar y hablaban en secreto, y su cuchicheo en el profundo silencio de la noche llegaba hasta las ventanas, parecido al lejano aleteo de moscardones que se alejan.

Tuvo el cura la presencia de ánimo suficiente para ponerse sus pantalones, su chaqueta y sus zapatillas; tomó una de sus armas y volvió a espiar. Los hombres habían desaparecido. En la pobre iglesia nada había que robaran. El cáliz, el copón, las vinajeras y la custodia de plata sobredorada estaban guardadas en la alacena. Don Antonio Galicia, un mes antes, se había llevado su dinero para pagar unos terrenos que había comprado; así, no comprendía qué venían a buscar los ladrones. Esto se le vino a la cabeza al montar el rifle; pero, pues era evidente que se trataba de un asalto, no había más remedio que defenderse.

Quedóse escuchando y con el arma preparada en el rincón oscuro donde tenía su cama. En el ángulo puesto estaba la puerta y allí reflejaba la escasísima luz que podía penetrar por los vidrios cubiertos de polvo de las ventanas.

A los diez o doce minutos escuchó las pisadas de los bandidos que, acabada de hacer la abertura de los tablones viejos de la puerta de la iglesia, habían penetrado en ella. Un momento después subían la escalera y estaban en la puerta del salón. Marcos, que era el guía, iba por delante; le seguía Quirino el Mechudo, y al último, como era su costumbre en todos los lances, Evaristo. Marcos metió su puñal en la hendidura de la puerta y, formando palanca, la hizo ceder con un ligerísimo ruido y penetró puñal en mano; Quirino le siguió, y Evaristo asomó apenas la cabeza.

El cura, recogiendo la vista, pudo ver esas sombras confusas que parecían acercársele, apuntó a ese grupo de fantasmas e hizo fuego. La bala del rifle americano, que el cura usaba sólo para la caza de los leopardos, explotó en el cráneo de Marcos y lo hizo mil pedazos, que se estrellaron en las paredes y ventanas. Por un movimiento inconsciente, tomó una de las escopetas y soltó otro tiro, que traspasó el pecho de Quirino, el que tuvo una poca de fuerza para huir, yendo a dar contra Evaristo, que retrocedía espantado, y los dos rodaron la ruinosa escalera.

Ningún quejido, ningún ¡ay!, nada. Un silencio profundo sucedió al estallido de las armas; los dos valentones habían caído como heridos por un rayo. El salón estaba lleno de humo y el cura en su mismo lugar, con otra escopeta cargada en la mano. No hizo fuego, esperó un momento, avanzó con precaución, abrió una de las ventanas y procuró registrar en la oscuridad; no sabía cuántos eran los que lo atacaban, que en el momento en que los sintió se le figuraron muchos. ¿Volverían a la carga? ¿Encendería la luz? Tal vez sería una imprudencia y lo cazarían desde la oscuridad. ¿Había matado a alguno, o habían huido? ¿Vendrían los del pueblo o los de la hacienda a auxiliarlo? Nada sabía, y lo único que pensaba era que no tenía más arbitrio que defenderse hasta morir; le quedaban cuatro buenas escopetas bien cargadas, y cuando acabasen los tiros, con las culatas haría lo demás.

Evaristo, aterrorizado, pero precisamente por eso con el enérgico instinto de salvar la vida, pudo desembarazarse del cadáver de Quirino, salió de la iglesia por el mismo boquete por donde había entrado y echó a correr con dirección a la calzada para tomar su caballo.

El cura, que vio una sombra salir del atrio, apuntó y disparó su tercer tiro. Evaristo dio tres grandes pasos, como un ebrio que quiere avanzar y no es dueño de sus movimientos, y cayó de bruces en el suelo.

XLVIII. Mártir de la patria

Al orden y prosperidad de los primeros meses, sucedió el desorden y la decadencia en los negocios. Relumbrón estaba no sólo disgustado, sino aburrido con sus dependientes y cómplices.

Don Moisés con todo y su baraja mágica, se había dejado desmontar por Juanito Roo, que le levantó de la mesa mil onzas en un día de campo en Tlalpan; los gastos de la partida de la Esquina del Colegio de Niñas, iban cada día en aumento, y pasaban ya tres meses sin que se hubiesen podido, por un pretexto o por otro, liquidar las cuentas. Así, las discusiones entre los dos socios eran cada vez más agrias, al grado de haberle amenazado don Moisés con una separación completa. El secreto de la baraja era suyo y él tenía bastante dinero con qué continuar la partida sin la ayuda de nadie.

El licenciado Chupita en verdad que desempeñaba perfectamente la administración del molino. Las cifras de su contabilidad eran exactas, la acuñación aumentaba y los costales de plata y de harina caminaban con regularidad a Puebla y a México; pero las exigencias de Clara eran cada vez mayores y su lujo ya escandalizaba a don Pedro Martín, que la reñía frecuentemente; pero en definitiva, el marido tenía que darle fuertes sumas de pesos, que apuntaba a su cuenta, lo que equivalía a absorber más de la mitad de la ganancia mensual.

Doña Viviana, la corredora, había adquirido tal influencia y tal dominio en la fábrica y vestuario, que ya la consideraba como suya, y en punto a cuentas, se hallaban más enredadas que las de don Moisés. Relumbrón tenía que pagar al contado las remesas de paño de Querétaro, las rayas y los demás gastos, y a pesar de su influencia en el gobierno, de tarde en tarde la Tesorería General le abonaba dos o tres mil pesos. Doña Viviana, sin embargo, tenía al tanto a Relumbrón de todo lo que pasaba en la ciudad y fuera de ella, y era el vehículo de comunicación con todas las bandas, aun la que mandaba don Pedro Cataño. Cada día las redes de doña Viviana se extendían más por toda la capital y sus pueblos cercanos, por Texcoco, por Chalco y por el mismo monte de Río Frío. Dondequiera tenía espías y servidores. Era la rueda motriz de la Gran fábrica de robos.

Don Pedro Cataño, con las singulares relaciones que adquirió con Escandón, con el marqués de Radepont y con los Peñas, había modificado mucho su carácter y su modo de obrar. Asaltar una hacienda hoy, otra mañana y comenzar otra vez cada semana, no era ni productivo ni conveniente. Los hacendados habrían tenido que suspender forzosamente sus labores, el país quedaba pobre y desierto y los mayores rigores del mundo no habrían sido bastantes para sacar en ese estado de cosas un solo peso. Así, el terrible capitán de Los Dorados, cuyo nombre causaba terror a los que no lo conocían, concluyó por establecer tácitamente un modus vivendi, como si fuese un alto personaje diplomático, que le proporcionaba la manera de que viviesen ampliamente sus treinta y dos muchachos, de que sin zozobra volviesen los gachupines a sus puestos y las haciendas siguiesen sembrando la caña y moliendo el azúcar.

Los treinta y dos muchachos se habían establecido, unos en Yautepec, otros en Cuautla, otros en Puente de Ixtla, tenían ya sus mujercitas y se habían aquerenciado y dado a respetar, tanto como los ulanos en Francia. Bastaban tres o cuatro Dorados, para que el alcalde en persona saliese a entregarles las pocas armas de que podía disponer en el pueblo de su mando, ni más ni menos como lo hacían los prefectos terrestres y marítimos de Francia en tiempo de la guerra con los alemanes. Cuando era necesario, don Pedro los juntaba en el lugar que le convenía, y los disolvía y les daba suelta cuando no le eran necesarios; y él, libre también, se pasaba lo más del tiempo en la Hacienda Grande, en el Molino de Flores, con los Cervantes y Camperos, que ni remotamente pensaban que era el jefe de Los dorados. Como hemos dicho, lo consideraban como un ranchero rico de la frontera, amigo íntimo del viejo Rascón. Cataño iba a sus excursiones en casa de esos amigos, acompañado del doctor Ojeda, y es oportuno decir cómo se habían encontrado. La última vez que se vieron después del escándalo de la capilla de la hacienda del Sauz, convinieron en corresponderse por medio de cifras. Cataño escribía precisamente cada semana a su buen amigo el practicante, el lugar en que se hallaba y a dónde pensaba ir, y el practicante le contestaba con un nombre convenido y cada vez distinto, al punto donde le señalaba su amigo. De esta manera fue fácil al doctor Ojeda encontrarlo a los pocos días de llegado a México, y la cita fue precisamente en el Molino de Flores, donde se vieron y se contaron mutuamente sus aventuras, aprovechando la ausencia de los propietarios de tan ameno lugar, que estaban en México ocupados en asuntos graves de familia. El doctor Ojeda exigió decididamente a don Pedro que se separase de Relumbrón, manifestándole que un día u otro debería descubrirse esta gran maraña de robos y asesinatos, y él sería tal vez complicado en tan vergonzosos acontecimientos. Desde luego convinieron los dos en que las alhajas robadas al marqués de Valle Alegre deberían en su mayor parte estar en poder de Relumbrón, pues que el antiguo cochero del conde pertenecía a las bandas subordinadas al coronel y Jefe de Estado Mayor. Don Pedro reconoció la fuerza de las observaciones de su amigo, y le juró que aprovecharía la primera oportunidad para separarse y dar otro destino a sus treinta y dos muchachos, que cada día le eran más fíeles y se portaban mejor con él.

Una de las veces en que don Pedro y Relumbrón se veían, la conversación no fue muy agradable.

—Compañero don Pedro —le dijo Relumbrón (como militares se trataban de compañeros)— los negocios van mal; sepa usted que estoy perdiendo el dinero. El mantener a tanta gente, el dar gratificaciones por un lado y por otro, prestar a tanto petardista como hay en México, a los que es preciso contentar, porque son malos enemigos si no se les complace, y en multitud de gastos, se me va más dinero que el que entra en mis cajas, y el mes pasado, como quien dice y no dice, me ha costado una pérdida de cuatro mil pesos. Esto no puede marchar así. Es preciso que usted me ayude como hemos convenido. Para el mes entrante necesito unos diez o quince mil pesos. Esos hacendados, que trata usted como si fuesen sus hermanos, se han echado con las petacas, y dan los pesos como quien da una limosna. Haga usted una de las suyas. Amarre usted y fusile, si es necesario, a Escandón o a uno o a todos los Garcías, y verá cómo los demás andan en un pie.

Cataño le contestó seca y lacónicamente:

—Si no está usted contento, no tiene más que enviar a la Tierra Caliente a ese baladrón de Río Frío y a sus cincuenta asesinos. Yo me marcharé a otra parte. Tiene usted tres días para resolverse.

Como al decir estas palabras había vuelto la espalda a Relumbrón, éste lo llamó, le dio mil satisfacciones, le estrechó la mano y concluyó por abrazarlo y asegurarle que jamás se separaría de un compañero tan querido y que juntos correrían una misma suerte.

Don Pedro, por un movimiento de debilidad que no pudo evitar, pareció reconciliarse y permaneció unido a Relumbrón, pero sin darle gusto y resuelto a separarse de un compañero tan farolón y tan pícaro, que ya le chocaba.

El tuerto Cirilo daba también a Relumbrón disgustos diarios. Se había envalentonado de tal manera, que no se podía aguantar. Rodeado de la mayor parte de los valentones y pillastres de los barrios, emprendía asaltos y robos por su propia cuenta; los pasos en las azoteas tenían ya aterrorizados a los habitantes y el resultado era completamente nulo, pues o no consumaban el asalto, o, si lo lograban recogían prendas de un valor insignificante o ropa usada; además, Relumbrón había notado que, a la vez que se quejaban (aunque por vía de conversación) muchos de sus amigos de haber sido despojados de sus buenos relojes al salir del teatro o entrar a su casa, en la tienda de la Gran Ciudad de Bilbao aparecían relojes de oro, es verdad, pero de poco valor y distintos de los que Relumbrón, como pretexto de dar cuerda, había examinado y reconocido en poder de los más íntimos amigos que frecuentaban la tertulia. El tuerto Cirilo era un verdadero cartujo en la época en que figuraba los lunes en compañía de Evaristo, comparada su conducta con la que observaba bajo la protección del coronel. Recorría las pulquerías que un gobernador del Distrito, entusiasta por las mejoras materiales y amante del progreso y de la cultura, había permitido que se estableciesen en las calles más céntricas y concurridas de la ciudad, y allí, reunido con sus aparceros, pasaba las mañanas bebiendo, vociferando, profiriendo las más asquerosas desvergüenzas e insultando a los que pasaban, especialmente a las señoras. Doña Severa y Amparo fueron insultadas un día, llamándolas el tuerto Cirilo y la canalla que lo rodeaba, rotas… y otras cosas que las llenaron de rubor, y tapándose las orejas y la cara con la mantilla, se desprendieron con trabajo de la bola que habían formado los borrachos, pretendiendo que les diesen un beso.

El licenciado Lamparilla no tenía tiempo ni para desayunarse; andaba de juzgado en juzgado y en la casa de los escribanos para defender a tantos pillos, pues de esas reuniones resultaban forzosamente los escándalos y riñas con su sal, pimienta de tranchetazos y puñaladas. No pasaba día sin que tres o cuatro de la banda de Cirilo cayesen en la Tlalpiloya, y él exigía imperiosamente que se les pusiese en libertad a los tres días.

Relumbrón creyó una mera fábula la narración que doña Viviana le hizo de la escena entre el tuerto Cirilo y el capellán de Nuestra Señora de la Soledad de Santa Cruz.

—Este Cirilo —dijo Relumbrón con un acento de verdad— en un solemne ladrón; ha dejado al pobre capellán hasta sin sotana, y ha querido que comulguemos con ruedas de molino. Él tiene las alhajas.

Don Santitos el platero lo desengañó más tarde, y entonces con el mismo acento de convicción, dijo:

—Después de todo, Cirilo es un buen muchacho.

Al capitán de rurales lo tenía también entre ceja y ceja. Las diligencias habían sufrido algunos asaltos en el Pinal, que eran dirigidos por Hilario, que mandaba a los valentones ociosos a que hicieran de las suyas por el camino y por el monte de la Malinche. Tlaxcala estaba continuamente amagada, y una noche, antes de las ocho, entró una partida de diez hombres hasta la plaza, robó la tienda de la esquina y se salió paso a paso; lo más que hicieron los habitantes, fue cerrar sus puertas y atrancarse por dentro.

El asalto al curato de Coatlinchan, que naturalmente hizo mucho ruido en Texcoco y aun en la capital, disgustó mucho a Relumbrón, y cuando Evaristo le enseñaba su sombrero traspasado de parte a parte por el balazo que le tiró el cura, Relumbrón dijo para sus adentros: «Si le hubiera dado en la mitad del cerebro, qué fortuna hubiera sido».

Costaba mucho dinero esta banda de ladrones que no le daba ninguna utilidad, pues no se había podido realizar ningún golpe de provecho, y cavilaba día y noche en modificar su organización o deshacerse de tan mala gente. El único de sus dependientes que lo tenía contento, era Juan. Las labores de la hacienda nada dejaban que desear; las cosechas abundantes, el ganado bien cuidado, las cuentas al día. Juan se había dedicado en cuerpo y alma al trabajo y no se mezclaba en nada, ni preguntaba nada, y evitaba todo género de indagaciones que lo pudiesen comprometer. Notaba como, por ejemplo, los treinta y dos muchachos tan bien vestidos y montados que entraban y salían a la hacienda, ya juntos, ya separados, y no acertaba a saber si era una fuerza organizada por el gobierno o una gavilla de ladrones o de pronunciados que iban a merodear y se reunían de tiempo en tiempo, habiendo elegido la hacienda para su cuartel general. Desde que llegó don Pedro Cataño, fijó su atención en él y no tardó en reconocer, por su fisonomía y por la cicatriz que marcaba su frente, que era el mismo desgraciado oficial que fue fusilado por orden de Baninelli; pero se guardó muy bien de esclarecer el misterio. Disimulaba estas y otras cosas, se hacía el desentendido, trataba muy bien a cuantos se presentaban en la finca, y tiempo le faltaba para trabajar y cumplir sus obligaciones. Relumbrón sabía apreciar bien esta discreción y, sin quererlo, tenía verdadera simpatía por el único hombre de bien que contaba entre su variada pandilla.

Pero por más que quedase satisfecho del estado de la hacienda en su última visita que hizo, no era esto bastante, y necesitaba un lance que fuese parecido en utilidad al de las cinco mulas cambujas.

Se le habían clavado en el cerebro, y las tenía como fotografiadas, dos casas; la del conde del Sauz y la de Pepe Carrascosa. En las dos había dinero y mucho. El producto de la caballada y mulada vendidas en la feria, estaba en las cajas de la casa de la Calle de Don Juan Manuel, y Pepe Carrascosa, debería tener mucho dinero en oro y sobre todo en alhajas y curiosidades de un valor inapreciable. Si lograba que cayesen en su poder, se proponía venderlas en Europa, a donde un día u otro tenía la intención de hacer un viaje.

Estos golpes maestros era de suma utilidad, especialmente el de la Calle de Don Juan Manuel, y no veía otro medio sino intentarlo personalmente; pero quería que esto coincidiera con otro acontecimiento que llamase la atención del público.

La llegada del licenciado don Crisanto de Bedolla a la capital, después de estar meses y meses desterrado, vino como de molde para sus proyectos.

Lamparilla, fiel amigo (hasta cierto punto) de Bedolla, fue a recibirlo en su coche hasta Tlalpan. Se figuraba encontrarlo flaco como un bacalao, enfermo, postrado hasta no poderse tener en pie. Nada de eso; Bedolla estaba alegre, gordo, fuerte, vanidoso y engreído por haber sufrido una injusta persecución por la patria y sus opiniones políticas, y vestido de una manera extravagante, con un saco o, más bien dicho un costal de nipe atado a la cintura con una correa, y unas zapatillas de tafilete encarnado.

Los primeros días sufrió mucho Bedolla: al día siguiente de llegado al puerto de Acapulco, lo trasladaron a la Isla de los Caballos y lo dejaron con un cántaro de agua y unas galletas duras en una choza de palma. Los mosquitos hambrientos cayeron en nubes sobre el extranjero que venía tan a propósito a servirles de pasto; pero al día siguiente, Comonfort, administrador entonces de la Aduana, que supo la llegada de Bedolla, se interesó con el comandante de las armas y fue trasladado al castillo y alojado en un buen pabellón como si fuese uno de tantos oficiales que estaban de guarnición. En el curso del tiempo tenía la ciudad por cárcel, comía en casa de Comonfort (insigne gastrónomo) pescado fresco, frutas y dulces exquisitos y vinos de lo mejor.

Esto y mucho más, relativo a su persona y al puerto de Acapulco, contaba Bedolla a su amigo mientras el coche, con muy buen tronco de mulas, caminaba por la calzada con dirección a la ciudad, donde entró al cabo de hora y media. Detuviéronse en un almacén donde había doscientas mil piezas de ropa hecha. Bedolla se vistió allí en redondo desde la camisa hasta los botines, dejando abandonados y para tirarlos al carretón, su saco de nipe y sus demás trastos, como él llamaba a su ropa.

Lo primero que preguntó Bedolla cuando ya estuvieron instalados en el salón de la casa de Lamparilla, esperando que el criado avisase que la comida estaba servida, fue el estado que guardaba el negocio de los bienes de Moctezuma III, negocio en que cifraba toda su esperanza para retirarse a su pueblo a vivir tranquilo, pues estaba resuelto a no mezclarse en política. Tenía ya bastante experiencia, estaba desengañado y, no obstante la bondad y los favores de Comonfort, había sufrido mucho en esa costa ardiente de Acapulco, donde según San Agustín, no podían vivir seres humanos.

Lamparilla, con el más grande aplomo, le contestó que el negocio de los bienes de Moctezuma III lo consideraba enteramente perdido; que por el influjo de personas muy respetables se había declarado heredero directo de Moctezuma II a un Grande de España y que no había remedio. Sin embargo, no quitaba el dedo del renglón, pero en verdad con pocas esperanzas.

—Pero no importa esto —añadió— tenemos un amigo muy influyente con el Primer Magistrado de la República, y me ha prometido enderezar el negocio en cambio de servicios muy importantes que tenemos que hacer a la patria. No quiero anticiparte nada; él mismo te dirá el plan mañana a las once. Ya sabe tu llegada y estamos citados.

Bedolla meneó la cabeza con aire de duda, no quedó muy contento; pero al último, no podía hacer otra cosa sino dejarse guiar por su amigo. En efecto, a la hora citada, la junta se verificaba en el gabinete reservado de la casa de Relumbrón.

La República aparentemente estaba en paz, y salvo la invasión de Los Dorados en la Tierra Caliente, que ya estaba olvidada, ningún otro suceso grave había ocurrido que llamase la atención del público, pero los partidarios de la reacción azuzaban secretamente al gobernador de Jalisco para que saltase las trancas, y los sansculottes exaltados excitaban al gobierno por todos los medios posibles para que diese un golpe seguro al gobernador. Era una doble conspiración sorda, pero tenaz y persistente. Relumbrón se aprovechaba de este estado de cosas para dar él su golpe seguro a la casa de la Calle de Don Juan Manuel y perfeccionar el plano apenas bosquejado hacía pocos meses.

Se hallaba sentado en un sillón dorado (que en ese tiempo sólo se usaban en las iglesias) envuelto en una bata de seda azul celeste, zapatillas del mismo color bordadas de oro por su hija Amparo, y un gorro griego calado hasta las cejas.

Cuando Lamparilla y Bedolla aparecieron en el marco de la puerta, los recibió con una amable sonrisa llena de dignidad, y con los ojos les hizo seña de que se acercasen unas sillas y se sentasen.

—Un poco acatarrado, mala noche, destemplanza… No es cosa… ya pasará.

—¿Habrá venido el médico? —dijo Lamparilla con interés.

—No, no creo que sea necesario… Veremos. Me han recomendado a un doctor Ojeda, que es un prodigio para el diagnóstico. Acaba justamente de calarse la borla de doctor.

—Ya lo creo —contestó Lamparilla— nada menos es médico del marqués de Valle Alegre y, según se cuenta, resucita muertos.

—Cabal —interrumpió Relumbrón— precisamente es el marqués de Valle Alegre quien lo ha recomendado a mi familia; pero, repito, mi catarro no vale la pena y se reirá el doctor Ojeda si lo llamo por tan poca cosa; no hay que hablar de esto; no perdamos tiempo, porque mis horas son contadas (y sacó su reloj) y de aquí a la hora del almuerzo tienen que venir más de cuatro personas (esperaba a Evaristo, con quien quería concertar el asalto a la casa de la Calle de Don Juan Manuel). ¿Cómo ha ido por esas tierras, licenciado? —continuó dirigiéndose a Bedolla.

Bedolla iba a contestarle, pero Relumbrón anticipó la respuesta.

—Ya veo, licenciado, que no tan mal; gordo, muy gordo, pero amarillo, muy amarillo; el sudor; por lo demás, bien, muy distinto y muy mejorado respecto a como lo vi la última vez en Palacio, después del regaño del tío; pero él es así, no se acuerda ahora de nada; ni se acordaba de que estuviese usted preso, en el castillo de Acapulco; Lamparilla lo sabe, se lo he contado todo. Se trata ahora de encomendar a usted una misión de la más alta importancia, nada menos quizá de salvar a la patria, y usted será su salvador. Ya verá si es grave el negocio.

Bedolla abrió la boca para hablar, pero Relumbrón no se lo permitió y continuó:

—Ya sabe usted mejor que yo que el gobernador de Jalisco es enemigo mortal del Presidente.

Bedolla quiso otra vez hablar, pero apenas pudo inclinar la cabeza en señal de asentimiento.

—Un día u otro —prosiguió Relumbrón— nos dará un dolor de cabeza. Es menester evitarlo ¿me entiende usted?

—Perfectamente —pudo contestar Bedolla.

—El modo es muy fácil y sencillo. Se marcha usted rumbo a Jalisco, me busca usted a Valentín Cruz, cuyo indulto está sobre la mesa y puede tomarlo; es ese sobre con el sello de la Secretaría de Guerra.

Bedolla se levantó y tomó la carta que le indicaban.

—Una vez asegurado Valentín Cruz de que no será perseguido por el gobierno… Ya me entiende usted… reúnen su gente y se pronuncian por la reacción, proclamando director al gobernador de Jalisco… Naturalmente, esto le halaga… cae en el lazo, acepta, modifica el plan a su gusto, y ya lo tenemos. Las numerosas fuerzas dispuestas y avisadas con tiempo, caen sobre él, lo destrozan y hacen pedazos.

—¿Y nosotros? —se atrevió a preguntar Bedolla.

—Parece que ahora comienza usted a ocuparse de política, licenciado, cuando ha envejecido en ella. Usted, en el momento que las tropas del gobierno se acerquen, abandonan al gobernador y se vienen a presentar a México. Valentín Cruz será confirmado en su grado de general, y usted ocupará uno de los primeros puestos del Estado. Le doy mi palabra. Dinero no faltará; entiéndase con su tocayo Lamparilla. Conque hemos concluido, y feliz viaje, licenciado. Tenemos confianza y los trato como amigos.

Se levantó de su sillón y les tendió la mano; los dos licenciados se la estrecharon y salieron del gabinete.

—No hay que decir por ahora nada al Presidente —dijo Relumbrón luego que vio salir a los licenciados—. Veremos que hace este Bedolla y el resultado que tiene este lío. De todos modos Baninelli tiene ya sus instrucciones; Jalisco está rodeado de tropas fieles, y si el gobernador se alucina, se da un frentazo. Entonces será tiempo de que yo refiera al tío que me debe este pequeño servicio. ¿A qué horas vendrá este bribón de don Pedro Sánchez?

Parece que don Pedro Sánchez oyó el elogio, pues acabando de decir Relumbrón estas palabras, asomó por la puerta la cabeza grande y mechuda de Evaristo.

Regresó Lamparilla a su casa en compañía de Bedolla y, sentados los dos, sin que les pudiera pasar el asombro de la volubilidad con que Relumbrón había trazado en pocas palabras un gran plan revolucionario, se entregaron a diversas reflexiones.

Lamparilla juzgó el plan como muy peligroso. Las revoluciones comienzan un día, pero no se sabe cuándo acaban ni a dónde van a dar. Se guardó muy bien de hacer estas reflexiones a Bedolla, y se anduvo en la conversación con pormenores de ninguna importancia. Quería que Bedolla, con un motivo o con otro, se entretuviese en algo y se alejase de México, para que llegado el día de la reconquista (que no veía muy lejos) de los bienes de Moctezuma III, no viniese a reclamarle la parte considerable que le había ofrecido. Una vez repartidos los bienes entre él, doña Pascuala y Moctezuma III, ya vería cómo lo contentaba dándole cualquier cosa. Meditaba también no darle nada a Espiridión y menguar cuanto pudiese la parte de Relumbrón.

Bedolla, por su parte, no fue explícito en la conferencia que siguió a la visita de Relumbrón. Tampoco le parecía bien combinado el plan; pero él se reservaba mejorarlo según las circunstancias que se fuesen presentando.

Cuando llegó a México, la primera vez, era liberal exaltado; cuando fue juez, se convirtió en liberal moderado; y durante su residencia en Acapulco, se convirtió en un reaccionario tan furioso, que opinaba hasta por el restablecimiento de la Inquisición. Por todos los poros de su cuerpo respiraba venganza cuando recordaba la manera indigna con que había sido tratado por todos los que, cuando tenía entrada franca en los salones de Palacio, le iban a adular y hacer antesala a su casa. De Lamparilla mismo no estaba muy satisfecho. En vez de mandarle una mesada fija, cada dos o tres meses recibía unos miserables cien pesos, y no era eso lo tratado. Lamparilla tenía muchos negocios, ya iba para millonario y debía haber dividido sus utilidades con él.

La proposición de Relumbrón, aunque disparatada, convenía mucho a los planes del licenciado Bedolla. El sur de Jalisco era todo de ideas reaccionarias. Una vez que encontrase a Valentín Cruz y lo pusiese al tanto de cómo andaban las cosas, con el salvoconducto que le entregaría, podría recorrer libremente es parte del Estado y preparar la gente. El gobernador de Jalisco, reaccionario hasta los huesos, si no adoptaba el plan proclamándolo dictador, dejaría por lo menos desarrollarse los acontecimientos. Las tropas del interior, en vez de atacar a los pronunciados, secundarían el plan, y el Presidente, viéndose en peligro no sólo de perder el puesto sino tal vez la vida, abandonaría el país, se iría a Turbaco, a Cartagena o a Santo Tomás, y dejaría el campo libre a su rival. Bedolla entonces sería el hombre de la situación.

Por este estilo la venganza y el aspirantismo unidos le sugirieron un mundo de ilusiones. Los dos amigos se engañaron mutuamente sobre su modo de pensar respecto a la política, y Bedolla, provisto de algunos cientos de pesos, partió de México, echando una mirada feroz a los ricos muebles, a la lustrosa carretela y a las mulas limpias y gordas que estaban amarradas en el patio de la casa de Lamparilla, prometiendo volver triunfante dentro de pocos meses y vengarse de todos sus enemigos, hasta del mismo Lamparilla.

El viaje fue feliz y llegó sin accidente a su pueblo, donde su padre, el viejo y honrado barbero, lo recibió con los brazos abiertos. Se le llenó de flores la mesa como a los que salen de ejercicios, se colgaron ramajes en las puertas de la casa, se convidó al cura y al prefecto, que no concurrió por estar ausente, y las gentes del lugar, la mayor parte fanáticas y reaccionarias, se pusieron muy contentas con la llegada del famoso licenciado, lo invitaron a comer y le mandaron abundantes regalos. Bedolla tenía la aureola de mártir, y los fanáticos llevaban la exageración al grado de decir que, de noche, la cabeza de Bedolla estaba circundada de luces de azul, rojo y oro.

Valentín Cruz, que andaba a salto de mata, había estado precisamente algunas horas antes oculto en la casa del padre de Bedolla y se había marchado rumbo a Mascota. Escribióle Bedolla, dándole parte de su indulto, se enviaron correos de a pie y de a caballo, por distintos rumbos, y antes de dos semanas Valentín Cruz entraba en triunfo en un buen caballo y seguido de los tres muchachos, compañeros de Valeriano y de Romualdo en el pueblo de la Encarnación. Esos troneras, ya un poco ricos y fastidiados de escoltar a Chupita, o estar ociosos en la hacienda de Arroyo Prieto, habían pedido licencia a Relumbrón para regresar a su casa, y en el camino habían encontrado a su antiguo jefe y amigo.

La liga estrecha entre Bedolla y Valentín Cruz hizo el más grande efecto en el pueblo. En la calle y aun en la casa misma del prefecto no se hablaba más que de un pronunciamiento por la religión, por los fueros y por la dictadura perpetua que, según decían, abominaban.

Platicaron, combinaron su plan y resolvieron juntar alguna gente de pelea, darse cita y reunirse un día dado en San Pedro. Allí se pronunciarían en primer lugar por el gobernador, y después seguirían los demás artículos. ¿Cómo los había de perseguir el favorecido? Imposible. En todo caso, no arriesgarían ni lo negro de una uña. Así se lo aseguró Bedolla a su padre cuando, dándole un estrecho abrazo, se separó de él, montó a caballo y partió a la campaña seguido de Valentín Cruz y los tres muchachos aventureros.

Una noche el gobernador de Jalisco, después de tomar su parca cena (pues siempre estaba de dieta) y de rezar sus devociones, se retiró a su recámara y se disponía a entrar en las sábanas, cuando se le presentó San Ciprián y le entregó una carta.

San Ciprián era un tapatío brusco, osado, valiente, audaz, fuerte, pues tenía un cuerpo que pasaba de dos varas, una cabeza, una melena y una fisonomía de león africano; unas espaldas anchas, unas gruesas muñecas y unas manos enormes. Con un revés había aplastado la cara a varios soldados. Era coronel, ayudante del gobernador y fiel y adicto como un perro.

—Es un anónimo —le dijo el gobernador a San Ciprián—. Veremos qué dice.

Se puso los anteojos y leyó:


Un amigo íntimo de usted le participa que esta noche habrá un pronunciamiento en San Pedro, pero no haya cuidado. El grito será:

Religión y Fueros, nombrando a usted Dictador.
 

—Ya desborda la opinión —dijo el gobernador desarrugando su cara siempre adusta y quitándose los anteojos.

Pero, desconfiando siempre, añadió:

—No sé qué será esto, puede ser un chisme para desvelarme, o una celada, o un motín para robar. ¡Qué sé yo! Pero sea lo que fuere, en Jalisco no se ha de mover una mosca sin mi permiso. Mira, San Ciprián, ve a los cuarteles, toma un batallón del regimiento de Tepic y un escuadrón de lanceros de Jalisco, y te vas a paso de carga a San Pedro a ver lo que pasa. Ya te sigo; que monte mi escolta.

El autor del anónimo era el licenciado Bedolla.

San Ciprián, sin darse mucha prisa, se fue a los cuarteles; antes de una hora la columna estaba organizada, y a paso veloz atravesaba las calles de Guadalajara y se dirigía a San Pedro; San Ciprián, a pie, iba delante.

Los pronunciados, en corto número, se habían reunido en San Pedro en la antigua casa de Valentín, y muy tranquilos y saboreando copitas de mezcal discurrían sobre el efecto que habría causado al gobernador la lectura del anónimo; suponía que dormiría muy descansado en la noche, y a la mañana temprano vendría en persona a enterarse de lo ocurrido. Si aceptaba el plan, tanto mejor, y si por modestia no lo admitía, se disolverían pacíficamente, dejando para mejor ocasión el hacer otra prueba. En todo caso tenían en el bolsillo el indulto del gobierno general, y como tenía la fecha en blanco, la llenaría el día que les conviniese. Era Bedolla el que hacía estas reflexiones, y los que le escuchaban las aprobaban con signos visibles, y aun palmoteaban para celebrar el claro talento del secretario del general Valentín Cruz, pues tal título tenía, esperando serlo antes de ocho días del gobernador de Jalisco.

Los muchachos aventureros no estaban en la reunión ni bebían mezcal, sino que, en compañía de otros amigos de su edad, estaban en la calle formando un grupo, diciendo chuscadas, platicando de muchachas, contándose sus aventuras desde que no se habían visto, y riendo a carcajadas por cualquier tontería.

Uno de ellos gritó repentinamente:

—¡Estamos vendidos! ¡Bedolla nos ha traicionado!

Era que San Ciprián, con unos diez soldados de descubierta, estaba ya sobre ellos con la espada desnuda.

Los muchachos sacaron sus pistolas e hicieron fuego a quemarropa.

—¡Cara… mba! No se recibe de este modo a los amigos —se hizo a un lado San Ciprián, y gritó—: ¡Fuego!

Avanzó la primera compañía e hizo una descarga cerrada.

—¡Me han llevado una oreja! —rugió San Ciprián—. ¡Cara… mba! —y volvió a gritar—: ¡Fuego!

Se avanzó la segunda compañía y descargó sus fusiles sobre un grupo que salía huyendo de la casa de Valentín Cruz.

Después todo quedó en silencio.

XLIX. En la calle de Don Juan Manuel

Fue Serapio, uno de los tres muchachos que, estando bien hallados en la hacienda de Arroyo Prieto, quisieron, como hemos dicho, buscar nuevas aventuras, quien contó a Relumbrón y a Lamparilla, que se hallaban justamente de paseo en la finca, el inesperado desenlace del segundo pronunciamiento de Valentín Cruz y el fin trágico de este caudillo y de su secretario el licenciado don Crisanto de Bedolla y Rangel.

Serapio fue el primero que descargó su pistola a quemarropa sobre San Ciprián y el primero también que corrió a uña de caballo, escapando milagrosamente de la primera descarga. Lo que hizo, aprovechando la confusión y la noche, fue entrar a Guadalajara y refugiarse en casa de uno de sus parientes, y allí al día siguiente supo que sus dos compañeros habían sido heridos y conducidos al hospital; que Valentín Cruz se había defendido como un valiente, trabándose una lucha personal entre él y San Ciprián, y que el licenciado Bedolla, queriendo huir sin duda, había recibido como veinte balazos en la espalda. Pasado el susto y temiendo Serapio ser perseguido, determinó volver a la hacienda, donde por lo menos tenía casa y pan seguro.

Cuando acabó Serapio su relación (pues por el correo nada se había sabido hasta entonces), se retiró a descansar, y Lamparilla y Relumbrón quedaron solos.

—Me lo temía —dijo Lamparilla—. ¡Pobre Bedolla! ¡Qué pronto dio fin a su empresa! Pero yo me lavo las manos; se lo dije y se lo repetí al despedirme; nunca aprobé su plan. Mi conciencia está tranquila.

—Más lo está la mía —le contestó Relumbrón—. Le confié una misión delicada creyéndolo un hombre de mundo y de experiencia, y no un niño ni un imbécil, que fue a meterse en la boca del lobo. Al fin, y según nos lo ha contado, todo fue culpa de Serapio, pues si no dispara su pistola… claro que…

—Los hubieran cogido a todos —interrumpió Lamparilla— y amarrados los mandan a México.

—Ya eso hubiera sido otra cosa. Además, amigo mío, el que se mete en la política que se llama militante, algo tiene que exponer. ¿Qué quien usted? El destino, la fortuna y, en realidad, un pícaro menos en el mundo y un revolucionario de menos en México. El tío no podía ver ni pintado al tal Bedolla, y no sentirá mucho su muerte.

—¿Y qué va a decir el tío, como usted le dice al presidente, cuando le refiera los pormenores?

—Lo esencial es que Valentín Cruz, que era el coco de Jalisco, desapareció de la escena, lo que de todas maneras es una ganancia. Ya pensará usted que nadie me dirá que sea desagradable, y yo, en verdad, le hecho un gran servicio y trataré de sacar todas las ventajas posibles.

Con estos y otros propósitos relativos al suceso, los dos amigos montaron en el coche que ya los esperaba en la puerta de la hacienda para regresar a México, y, como se ve, no derramaron ni una lágrima por la muerte del famoso licenciado. A Relumbrón, que apenas lo conocía, le era completamente indiferente, y Lamparilla, por su parte, se alegraba en su interior de no tener un amigo que ya le molestaba y que no hubiera dejado de causarle muchas dificultades cuando llegara el día de liquidar el negocio de Moctezuma III, que era únicamente cuestión de días. ¡Así es la naturaleza humana! ¡Con razón dicen los rancheros de tierra adentro que no hay más amigo que Dios, ni más pariente que un peso!

Sucesivamente fueron llegando a México cartas de Guadalajara en que, bajo reserva, contaban el suceso de mil maneras distintas. Los enemigos de San Ciprián aseguraban que el licenciado Bedolla tenía una muchacha muy guapa a quien protegía, y que aquél supuso un motín (que no había sido más que un día de campo que duró hasta el anochecer) para asesinarlo cobardemente y quedarse con la muchacha, saciando su rabia aun después de muerto el pobre licenciado, disparándole muchos balazos, pues su cuerpo parecía un arnero.

Otros referían que no era más que una humorada del tirano de Jalisco, que nunca dormía tranquilo si no derramaba sangre en la mañana o en la tarde después de comer. Se cambiaron comunicaciones reservadas muy importantes entre el ministro y el gobernador de Jalisco; se mandó instruir una causa y poner preso en su cuartel a San Ciprián; los periódicos se ocuparon y establecieron una polémica tremenda, los unos a favor de San Ciprián y los otros en contra, hasta el grado de haberse verificado desafíos sin resultado, a pesar de que se batieron con pistolas Cukenrait que con permiso del gobernador les prestó Nacho Castera. En fin, un raido y una bola espantosa, resultando que el gobierno quedó muy contento con haberse quitado de encima a Valentín Cruz y a su secretario, quedando el finado licenciado Bedolla declarado por la mayoría de la prensa mártir de la patria.

Para concluir con la fugaz y desgraciada carrera política del licenciado, que con tan buenos auspicios comenzó a brillar en la capital, diremos, refiriéndonos siempre a los rancheros de tierra adentro, que Dios castiga sin palo ni cuarta, y que no hay más que fijarse en los sucesos humanos y seguir la carrera tortuosa de las gentes, para convencerse de que, un día u otro, las malas acciones reciben un castigo. Bedolla, que hizo derramar tantas lágrimas a los infelices vecinos de la casa de Regina; que en vez de buscar a Evaristo el verdadero asesino, condenó a muerte a los que no habían tenido ninguna parte en el crimen, vino a terminar su vida en una empresa de desorden y de ambición y, en realidad, su muerte no fue sentida sino por su padre.

Para el pobrecito barbero del pueblo de la Encarnación, su hijo, como letrado y como orador, era superior a Cicerón; como valiente y como militar, Napoleón era un triste cabo de escuadra comparado a él; como severo y honrado, Catón era un perdulario junto al esclarecido Bedolla. Todos estos nombres de Napoleón, Catón, Cicerón, era Bedolla mismo quien le había revelado que tan esclarecidos hombres habían existido, y él guardaba religiosamente estos recuerdos históricos para poder hacer, cada vez que se ofrecía, comparaciones con su hijo, a medida que la ocasión se le presentaba. Pocos días antes de que saliese Bedolla para la capital en la segunda expedición que hizo y que hemos ya contado, rogó a un muchacho del pueblo que había cursado en la Academia de San Carlos la clase de dibujo, que lo retratara; lo verificó con carboncillo y esfumino y no salió tan mal retrato lo colocó el barbero en un marco antiguo de un Señor San José, y los jueves, mientras el patriarca estaba relegado y boca abajo en un rincón, a la imagen sombría de Bedolla le ardían dos velas de cera. Para el barbero, valía tres veces más su hijo que el casto varón con todo y su vara de azucenas. ¡El amor de padre no tiene límites!

Tantos días como pudieron los vecinos del pueblo, que estimaban mucho al barbero, le ocultaron la tragedia terrible de San Pedro, pero ya el viejecito estaba inquieto e iba de casa en casa tratando de indagar lo que en verdad había acontecido, preguntando sobre todo por su hijo, a quien, aunque derrotado, esperaba ver de un momento a otro. En ninguna parte podría encontrar mejor refugio que en su pueblo, pues nadie lo había de denunciar y el prefecto mismo estaba complicado hasta cierto punto; pero el hijo no venía y fuerza era desengañarlo, porque aburría a todo el mundo y no dejaba descansar a ninguna de las gentes que encontraba en la calle; el cura y el prefecto mismo se encargaron de esta triste misión.

—Vamos, amigo —le dijo el cura—, es necesario que se arme usted de valor.

—¡Cómo! ¿Qué me va usted a decir, señor cura? ¿Le ha sucedido alguna desgracia? Supongo que me viene a hablar de mi hijo.

—Nada, no se alarme usted…, está prisionero…

—En Acapulco otra vez, en esa tierra maldita, donde se lo comerán las serpientes y los alacranes —respondió el barbero con una cierta entereza pues con tal de que su hijo estuviese con vida, le daba cierto orgullo el que sufriese por la patria. Recordaba que regresó de la prisión gordo, sano y contento, y esto le volvió el alma al cuerpo.

—No precisamente en Acapulco —continuó el cura, que no sabía cómo acabar de darle la infausta noticia—, sino en un hospital.

—¡Enfermo, sin duda, enfermo a causa de las fatigas de la campaña! —interrumpió el viejecito.

—No precisamente enfermo —dijo el cura—, sino herido.

—¡Herido! ¡Herido! ¡Válgame Dios! ¿Herido mi hijo, herido?

—Sí, sí, resígnese usted, amigo —continuó el cura—, y de alguna gravedad.

El barbero abrió la boca y quiso pronunciar alguna palabra; pero le fue imposible.

—¿Para qué le hemos de ocultar la verdad? —dijo el prefecto, que estaba impaciente y no quería prolongar más los sufrimientos del anciano—. La duda es más terrible. Bedolla murió en el campo de batalla como un mártir. Resignación, amigo, conformidad; aquí estamos para darle las fuerzas y el valor necesario para soportar tamaña desgracia.

Pero el viejecito abría más la boca, meneaba las manos y revolvía las pupilas de los ojos. Se levantó de la silla como queriéndose echar en brazos del cura, pero no pudo y cayó de espaldas, sofocado por el dolor.

Dejemos ya en la eterna paz de la tumba a Bedolla y a su pobre padre, y volvamos a ocuparnos del amigo Relumbrón. Todo el ruido que causó el suceso que acabamos de referir le venía como de molde para realizar su empresa.

Era el momento de obrar. El golpe a la casa solariega de Don Juan Manuel tenía que darlo personalmente, pero encontraba más dificultades que las que a primera vista se presentaban. Convenía apartar, o suprimir, si era necesario, al antiguo dependiente de la casa. Era éste don Lucio Quintana, gachupín de teta y nalga, como dicen también los del interior, testarudo como un burro, honrado hasta la exageración y mezquino hasta la miseria; había servido durante treinta años al conde, sufriendo, sin alterarse, todas las tempestades y regaños, y respondiendo invariablemente: «Muy bien, señor conde, se hará lo que su señoría disponga», con lo que lograba aplacar los ímpetus de su amo. Ya en la hacienda unas temporadas, ya en la casa de la calle de Don Juan Manuel otras, llevaba sus cuentas en un libro forrado de badana encarnada, por un sistema que, lejos de ser doble, era el más claro del mundo, pues constaba en los asientos una razón muy circunstanciada del motivo por que entraba o salía dinero, para lo que obraba de entero acuerdo con Agustina, que era la tesorera. Si por el carácter peculiar del conde y la manera desordenada en que llevaba sus negocios, se perdían algunas cantidades, don Remigio y don Lucio Quintana estaban prontos para advertir los errores y hacer los cobros; sobre todo, la fortuna ayudaba por ese lado al conde, y sus cuantiosos bienes daban para todo.

Don Lucio Quintana, durante los años de servicio que contaba al lado del conde había economizado casi todos sus sueldos, pues tenía la casa y la comida, y con un par de zapatos cada seis meses y un vestido redondo de paño burdo cada año, estaba perfectamente. Había comprado una casita por el Puente de Alvarado y prefería vivir en ella, especialmente cuando Agustina estaba en la hacienda. Asistía desde las diez hasta las cuatro de la tarde al escritorio, que estaba en una pieza baja, frente al cuarto del portero; a esas horas se retiraba, daba sus paseos por la Alameda, al oscurecer se encerraba en su casa y a las nueve de la noche estaba ya durmiendo. Cuando las cajas estaban muy llenas, con discreción y en un coche de sitio iba llevando las talegas al Montepío, donde el conde siempre tenía en depósito una fuerte cantidad. Escribía a éste o a don Remigio cuatro letras, y esto era lo más fuerte de su trabajo.

Era, pues, de toda necesidad, ocuparse en primer lugar de este dependiente. Relumbrón, en sus conversaciones con el marqués de Valle Alegre, había sabido lo que acabamos de referir y otras cosas más, acerca de la casa de la Calle de Don Juan Manuel.

El marqués conocía los interiores, hasta los más insignificantes, de la casa del conde del Sauz, no sólo por su parentesco, sino por las indagaciones que tuvo que hacer antes de su desgraciado viaje a la hacienda, y por largas confidencias de don Remigio, que le tomó mucha afición durante su convalecencia, reconociendo su noble y franco carácter, en el fondo benévolo y bueno; así, Relumbrón se complacía en platicar en su tertulia de estas cosas con el marqués, dejando el tresillo y las discusiones sin interés con las demás personas que concurrían, y éste, por su parte, queriendo captarse la voluntad de su futuro padre político, nada le ocultaba e iba perdiendo la repugnancia que tenía por él, único obstáculo que le impedía el decidirse resueltamente a casarse con Amparo.

¿Qué hacer, pues, con don Lucio Quintana? La resolución urgía. De un momento a otro podría volver Agustina de la hacienda, o el conde mismo, como lo anunciaba don Remigio en la última carta que le escribió al marqués; o lo que era más inmediato, que estando las cajas de cedro llenas de talegos de pesos con el producto de las ventas del ganado en la feria de San Juan de los Lagos, Quintana las trasladase al Montepío. Después de desvelarse varias noches, de concebir mil proyectos distintos y de hablar con Evaristo, de quien a su pesar tenía necesariamente que valerse, resolvió suprimir a Quintana, pues si se le dejaba existir al día siguiente sería descubierto el robo.

Quedaba el portero. No había que vacilar. Suprimir también al portero.

¿Y qué haría con las criadas viejas? Ya vería…

Evaristo aprobaba estas ideas, animaba a Relumbrón, que vacilaba y adrede inventaba obstáculos y se comprometía a hacer personalmente estas operaciones, sin ruido ni escándalo.

Faltaba que resolver una dificultad. El dinero era mucho y la mayor parte en plata. ¿Cómo sacarlo sin ser descubierto y dónde se guardaba inmediatamente, pues no podía entrar ni a la casa de Relumbrón ni al taller de vestuario, ni mucho menos al Montepío o a la casa inglesa donde guardaba sus fondos? Eso sería después, poco a poco y bajo diferentes motivos.

Los desanimó esta dificultad, y en las diversas conferencias que con este motivo tenían, estuvieron a punto de abandonar su proyecto.

La casualidad, que hasta entonces favorecía siempre a Relumbrón, les volvió el ánimo. Una casa grande, pero en completa ruina, se remataba en pública almoneda ese día mismo, para liquidar una testamentaría. Vio en el periódico oficial el aviso e inmediatamente fue a verla y la encontró que ni mandada hacer. Un patio extenso, zaguán grande por donde podría entrar un coche, y piezas apartadas y enmascaradas unas con otras; un verdadero laberinto de los que solían construir los primeros españoles que, habiendo hecho alguna fortuna en el comercio, se fincaban después.

Encargó a Lamparilla que la comprase en su nombre, pues intentaba regalársela y darle además en cuenta de honorarios lo que necesitase para la reparación completa. Lamparilla podía construirse un palacio. Al sordo se lo dijeron. A las tres de la tarde que concluyó la almoneda, Relumbrón era dueño de la casa. Uno de sus coches, el primero que había tenido, que por pasado de moda y viejo estaba arrumbado en un rincón de la cochera, bajo el pretexto de que estorbaba y era menester dejar lugar para colocar el nuevo, que había encargado a París, lo mandó a la casa de Balvanera, y de pronto quedaron allí también las mulas. Preparado así todo, les faltaba una persona que les ayudase, y echaron el ojo sobre Valeriano, que precisamente había pedido una licencia para dar una vuelta por su tierra y saber la suerte que habían corrido sus amigos heridos en la escaramuza de San Pedro. Relumbrón se la concedió, pero le previno que viniese a México y se detuviese algunos días con el objeto de que llevase ciertos encargos a Jalisco. Valeriano se despidió de Juan, de Romualdo y de los demás dependientes de la hacienda, y vino de pronto a habitar la casa de Balvanera y a tener cuidado de las mulas, quedando pagado y despedido el portero.

Nada faltaba ya sino elegir el momento de dar el asalto, Relumbrón dio tres días antes su vuelta por la casa de Don Juan Manuel y dijo al portero que el conde no tardaría en llegar, sacó una carta de la cual leyó un párrafo.

Amigo coronel —dizque le decía al conde—: Probablemente dentro de una semana estaré en ésa, y tengo ya deseos de medirme con usted. Lo creo más fuerte que yo, que he estado enfermo y hace meses que no tomo una espada en la mano. Tendremos un asalto formal en mi sala de armas, al que convidará usted a nuestro amigo don Pánfilo Galindo. Deseo a usted, etc., etc.

—Ya ves —le dijo al portero echándose en la bolsa la fingida carta— es mi deber irlo a recibir y tengo un dependiente en la garita de Vallejo para que me avise en el momento que divise al picador que viene siempre delante del coche. Por lo menos tendré tiempo de estar en la puerta de esta casa minutos antes de que llegue.

El portero respetaba al conde, mejor dicho, le tenía miedo; pero no lo quería, así es que no recibió con agrado la noticia de su llegada.

—¿Qué quiere usted, señor coronel? Los criados tenemos que obedecer a los amos. El señor conde es así, como usted lo conoce, llega repentinamente y a veces en la noche y sin que nadie lo sepa. Es milagro que se lo haya comunicado a usted; no le agrada que se limpie ni se sacuda la casa; así es que desde que doña Agustina se fue, sólo la cocina y los cuartos de las criadas conocen la escoba. En lo demás, ni se puede andar; la calle está más limpia. Que venga cuando guste su señoría.

Tranquilo por esa parte Relumbrón, se procedió a la primera supresión.

Una tarde, cerca de la oración, don Lucio Quintana se retiraba muy quitado de la pena a su casa; llevaba en un pañuelo unas roscas de pan que llaman estribos y que acostumbraba comprar para su desayuno en la panadería de San Diego, cuando lo detuvo un hombre bien vestido, pero a la manera de campesino o ranchero de tierra adentro.

—Dispense, señor, que lo detenga, pero como conozco a usted y sé que es el dependiente del señor conde del Sauz, desearía saber cuándo llegará la partida de yeguas, pues trato de comprarla, o al menos, la mitad.

Como efectivamente don Remigio había escrito al dependiente (Relumbrón lo sabía por el marqués de Valle Alegre) que mandaría una partida de yeguas, ningún inconveniente tuvo Quintana en entrar en conversación con el que lo interpelaba.

—Amigo, no es lugar este de hablar de negocios —le contestó— pero ya que nos encontramos, le diré que no sé si han salido ya de la hacienda las yeguas; en todo caso, hacen más de treinta días de camino, pues vienen poco a poco, aprovechando los pastos; así, creo que estarán en los potreros de Valbuena a fines del mes entrante.

—Me conviene, me conviene mucho, pues precisamente a fin del mes recibiré dinero de mi rancho para pagar al contado las yeguas. Ya le daré conocencia de mi persona.

—Ya se ve que se necesita, pues la casa del señor conde no trata con desconocidos.

—Tiene usted razón y no dilataremos mucho en ser amigotes.

En esta conversación fueron andando y llegaron al Puente de Alvarado. La acequia antigua que, según dice la historia, salvó de un brinco el célebre conquistador, no estaba aún cegada, y de uno y otro lado los muros de las casas formaban un callejón oscuro que los vecinos y la policía ayudándoles, habían convertido en un asqueroso muladar. El tuerto Cirilo, pues no era otro el fingido ranchero, agarró fuertemente del brazo a don Lucio Quintana, lo empujó al callejón y sacó un puñal.

—Oiga bien lo que voy a decirle, viejo arrastrado. Me va a acompañar hasta mi casa agarrado de mi brazo como si fuéramos dos buenos conclapaches. Si grita, si chista, si dice cualquier palabra a los que pasen junto a nosotros, o llama al sereno, le encajo en el corazón este puñal hasta el mango. ¿Ha entendido bien?

Demasiado que lo entendió Quintana, pues fue tal su sorpresa que no pudo pronunciar palabra.

El tuerto Cirilo enlazó su brazo derecho en el de Quintana, lo sacó del callejón y continuaron en silencio y al parecer en buena armonía hasta una casa de vecindad de la plazuela de San Sebastián, sin que en todo el tránsito encontrase Quintana un alma que lo pudiese socorrer pues apenas abría la boca para pedir misericordia al bandido, cuando sentía la punta del puñal en su corazón. Era la casa de un solo piso, con más de treinta cuartos, todos habitados por ladrones, formando parte de la banda de Cirilo, reforzada con nuevos reclutas, establecidos en lo más retirado de los barrios de la ciudad y donde hasta de día era peligroso andar.

Ya estaban avisados los vecinos y salieron a recibir al tuerto con su presa. Cerraron el zaguán, metieron a Quintana a uno de los cuartos que alumbraron con tres o cuatro cabos de vela de sebo pegados a la pared, lo bolsearon quitándole su buen reloj de oro y las pocas monedas que tenía, lo amarraron de pies y manos, lo llevaron al segundo patio donde había un pozo profundo, y lo arrojaron vivo de cabeza. En seguida echaron piedras y escombros de los muchos cuartos que estaban derrumbados, pues el propietario ni quería reedificar la casa, ni se atrevía ningún cobrador a entrar en ella para recibir la renta. El verdadero propietario era el tuerto Cirilo.

Que el pobre don Lucio Quintana gritó, se resistió, lloró, imploró la compasión de los desalmados ¿quién puede dudarlo? Él hizo todo lo posible en defensa de su vida; pero ni sus gritos fueron escuchados por nadie, ni en ninguno de esos seres feroces hubo un rasgo de compasión. Cuando medio llenaron el pozo, fueron a lo que podía llamarse salón, que era un cuarto grande que daba a la calle, donde una de las mujeres que vivía con ellos les tenía preparada una fritanga de chorizos y unos cubos de pulque. Comieron y bebieron, y los unos se quedaron borrachos, tirados en las vigas, y los otros salieron a recorrer, con sus puñales bien afilados, las calles oscuras de la ciudad.

Cuando Relumbrón fue en la mañana siguiente al taller de vestuario, supo por doña Viviana que el asunto del dependiente del conde del Sauz se había concluido felizmente. No quiso saber ni cómo había sido, ni doña Viviana lo sabía en realidad, pero si acto de contrición era capaz de tener, lo tuvo en ese momento, y habría prescindido de su empresa; pero ya era tarde. Toda la semana anterior había estado tan preocupado y triste, que doña Severa y Amparo se lo conocieron, atreviéndose a preguntárselo.

—Si es un apuro de dinero, ya sabes —le dijo su mujer— que puedes disponer de lo mío.

Amparo hizo más, fue a su ropero, sacó su cajita llena de moneditas de oro y se la presentó.

—La he guardado para ti —y al decirle esto le enlazó con sus brazos y le dio un beso en la frente.

Relumbrón se desprendió de ella sin responderle una palabra y se limpió los ojos con su pañuelo. Con estas impresiones recibió la noticia de la supresión de Quintana. Pero hemos dicho que no había remedio. Fuerza era que el golpe se diese en la noche misma.

A cosa de las ocho, Relumbrón, Evaristo y Valeriano estaban reunidos en la casa de la calle del Puente de Balvanera. Relumbrón llevaba una bolsa de lona debajo de su capa, que contenía martillo, pinzas, berbiquí, ganzúas, todo un aparato para forzar las chapas o romper las cajas en caso necesario, pues suponía que no encontraría las llaves. Evaristo y Relumbrón, aunque sabían bien que no tendrían que combatir más que con un viejo débil y tres mujeres tímidas, se armaron con pistolas y puñales de todas dimensiones. Los dos, sin saber por qué, tenían más miedo que si se tratase de un asalto en el monte a la diligencia. Valeriano no tenía ninguna arma, y era el que estaba tranquilo, pues ignoraba lo que iban a hacer; obedecía simplemente al que acostumbraba, después de mucho tiempo, a llamar su patrón. Entre Evaristo y Valeriano guarnecieron las mulas y las pegaron al coche. Relumbrón entró y los otros dos subieron al pescante. Cerca de las nueve salió el coche del patio de la casa. Evaristo se bajó del pescante a cerrar la puerta, guardó la llave en su bolsillo y partieron al trote.

A poco, pues no había que andar más que la calle de Balvanera, el coche paró en la casa del conde.

La calle estaba sola y sombría, las casas cerradas y los ricos hombres que vivían en ellas entregados al sueño rezando o echando en familia su mano de malilla o de tresillo. El tiempo era húmedo y en el nublado cielo se dejaban ver apenas algunas estrellas.

Relumbrón se apeó y sonó suavemente el aldabón. En cinco minutos ninguna respuesta. Probablemente el portero se había dormido. Volvió a tocar un poco más fuerte, y nada. A la tercera, la ventanita enrejada del postigo se abrió y aparecieron detrás de ella los ojos y las narices del viejo.

—¿Quién es a estas horas?

—José, el conde ha llegado —le contestó Relumbrón—. Abre, enciende el farol y sube a despertar a las criadas; entre tanto, yo quedaré aquí. Se rompió cerca de la garita un rayo a una de las ruedas grandes del coche y se han detenido componiéndolo, pero es poca cosa y no dilatará en llegar.

El portero tuvo desde luego una corazonada y vaciló, quedándose con sus narices pegadas a la rejilla y los ojos clavados en Relumbrón.

—Abre —le dijo éste— comienza a llover, y fuerte.

En efecto, una nube gruesa pasaba por encima de esa parte de la ciudad arrojando un copioso rocío.

El portero no se atrevió ni le ocurrió ninguna excusa. No podía tener sospecha ninguna de un coronel, de un hombre tan rico y amigo de su amo; sin embargo, llamó su atención que el picador y parte de los criados, que llegaban un cuarto de hora antes que el conde, cuando venía de la hacienda, no hubiesen aparecido.

Con cierta duda y repugnancia entró a su cuarto, encendió una segunda vela y descolgó de un clavo de la pared la llave chica del postigo; las demás de la puerta, pues eran tres, estaban reunidas en una argolla y pendientes de otro clavo.

Apenas se abrió el postigo, cuando entró Relumbrón. Por un momento tragó que el viejo José no le abriría, con lo que no sólo se frustraba el golpe, sino que, asesinado Quintana, su falta se notaría al siguiente día, el portero lo avisaría al marqués de Valle Alegre, que suponía ser el esposo de Mariana, pues ignoraba lo ocurrido en la hacienda, se harían sus averiguaciones, y de ellas resultaría que la venida del conde era una falsedad y la visita nocturna de Relumbrón en la casa de Don Juan Manuel con ese pretexto, la prueba concluyente de su culpabilidad. Cuestión de vida o muerte para el coronel, que tuvo diez minutos de verdadera agonía. Tras de él entró Evaristo, y los dos, con la precipitación que da el miedo, cerraron el postigo, se apoderaron de la llave y cayeron sobre el portero, que tenía en la mano una palmatoria con un cabo de vela, la que soltó cayendo al suelo, quedando solamente la rajadura de luz de la puerta del cuarto, donde ardía otra vela. El portero, viéndose acometido, dio un grito de terror; pero no pudo dar el segundo, porque Evaristo lo había agarrado del cuello y con sus dos toscas manos callosas le apretaba fuertemente, hasta que le hizo salir toda la lengua y las pupilas de los ojos. En la lucha suprema de la muerte, el portero, aunque viejo, hizo un esfuerzo, se agarró de los cabellos de Relumbrón y Evaristo y los tres cayeron revueltos en las losas del tránsito del zaguán al patio.

Un momento quedó ese grupo de piernas, brazos y cabezas revueltas y formando en la media oscuridad de la noche lluviosa una especie de quimera o figura infernal, que se fue descomponiendo poco a poco, pues Relumbrón quedó un momento aturdido con el golpe, quedando frente a frente los dos asesinos con los cabellos erizados y las fisonomías descompuestas por el miedo y el crimen, y su víctima, retorcida e inerte, con la lengua saliéndosele de la boca y la fisonomía espantosa de las cariátides y monstruos de piedra que circundaban la cornisa de la azotea del tristísimo y sombrío palacio de la Calle de Don Juan Manuel.

—Nos hemos salvado —dijo Relumbrón después de una larga pausa, respirando fuertemente, pues faltaba aire a sus pulmones, y metiendo la mano entre sus cabellos para alisarlos—. Si este miserable viejo no nos abre, somos perdidos, y no hubiéramos tenido más que escoger entre el suicidio o la fuga.

Buscaron sus sombreros, que habían rodado por el patio, y entraron al cuarto del portero, donde había, como se ha dicho, una luz, y se apoderaron de las llaves grandes del zaguán, pero antes de abrirlo para que entrase el coche, cogieron por los pies el cadáver del viejo, lo llevaron arrastrando hasta su cuarto, lo acostaron en la cama y lo cubrieron con las ropas y almohadas de la misma.

Costóles trabajo manejar los grandes cerrojos y aldabones, pero al fin lo lograron. Valeriano entró con el coche, y les dijo que desde que llegaron ni un alma había pasado por la calle ni los serenos estaban en las esquinas, pues se habían marchado con sus faroles.

Relumbrón lo había previsto y arreglado.

Cerradas de nuevo las pesadas puertas del zaguán, Valeriano quedó en el patio al cuidado del coche, y Evaristo y Relumbrón, con la palmatoria en la mano, subieron las escaleras. La lucha que tenían que emprender con las mujeres era más dificultosa; Relumbrón, por las conversaciones diversas que había tenido con el marqués de Valle Alegre, sabía que las cajas de cedro en que encerraba Agustina el dinero, estaban en un cuarto de bóveda, detrás del archivo o biblioteca, y que se entraba por uno de los muchos estantes llenos de libros y papeles de que estaba rodeada la pieza. ¿Pero por cuál de ellos? Eso era lo que no sabía, y si era necesaria, para abrir la enmascarada puerta, una llave especial u oprimir un resorte o quitar una moldura. Las criadas, especialmente las dos más antiguas de la casa, deberían estar en el secreto, y el trabajo era descubrirlo por medio de amenazas y promesas. Si no se lograba esto, habían perdido su tiempo y matado inútilmente a dos personas. En toda la noche era imposible demoler más de veinte estantes, ni los útiles que traían eran bastantes para ello.

Con esta duda acabaron de subir las escaleras, y cuando observaron que todo estaba en silencio y las puertas cerradas, les ocurrió otra dificultad. ¿Y si las criadas no nos quieren abrir, se asustan y suben a la azotea y gritan a la calle?

—Los serenos no vendrán —dijo Relumbrón contestando a las observaciones de Evaristo— pues aunque no saben lo que va a pasar, se han comprometido con el tuerto Cirilo a no aparecer por las esquinas sino hasta cosa de las cuatro de la mañana; pero alguna ronda de caballería puede pasar o algún vecino oírlas, pues no es tarde para que en todas las casas estén durmiendo profundamente. ¡Qué diablos, debimos haber pensado en todo esto, y no haber ahorcado al portero sino después de haberlo forzado a que despertara a las viejas! ¿Qué hacer?

Y andando en estos temores a pasos de lobo por los corredores, examinaban con la escasa luz del cabo de vela las puertas y las encontraban cerradas, cubiertas de polvo y de telarañas, y de tal solidez, que era imposible que cediesen haciendo uso de los instrumentos que habían traído y creído solamente útiles para forzar las cajas.

Dieron por fin con una puertecilla de menos resistencia que la otra y que conjeturaron que comunicaba a un pasadizo que conducía al cuarto de las criadas.

Relumbrón había varias veces visitado la casa, entrado directamente a las habitaciones del conde hasta la sala de armas; pero no conocía el archivo, ni había estudiado ni fijado su atención en las demás, pues que cuando tiraba la espada con el conde, ni remotamente pensaba que un día o, mejor dicho, una noche, volvería como un bandido a robarle su dinero. De estudio en estudio de las puertas, y de reflexión en reflexión, se decidieron, pues no había más remedio, por la puertecilla ya indicada. Usaron de la colección de ganzúas, que era sin duda la mejor que había en México, y lograron abrirla sin ruido.

Era efectivamente un pasillo donde estaban las destiladeras, y llenas las paredes de jarros de Guadalajara, tecomates de Pátzcuaro, platos de China, muñecos y otras curiosidades con que se acostumbraba en las casas grandes adornar las paredes de los pasadizos y antecomedores. El pasadizo, de seis o siete varas de largo, terminaba en otra puerta también cerrada. Aplicaron las ganzúas y lograron también abrirla sin ruido alguno. Esa puerta daba entrada a una especie de vivienda que formaba un conjunto con la cocina, despensa y cuarto donde se planchaba y guardaba en grandes estantes la mantelería y ropa blanca. Todo ello, por supuesto, oscuro, lo veían con la vacilante luz de la vela, que estaba a punto de acabarse, y el más profundo silencio reinaba. Un largo ronquido, como de alguno que ha estado mucho tiempo acostado sobre el pulmón y se voltea, los guió. Abrieron una puerta que sólo tenía un picaporte y penetraron al cuarto de las criadas, que dormían profundamente. Evaristo y Relumbrón sacaron los puñales, y con pequeños pasos y mucho tiento examinaron el local. Eran dos piezas: en una había dos camas ocupadas por dos ancianas. La cocinera y la recamarera antiguas en la casa y contemporáneas de Agustina. Las demás criadas —y había más de cuatro: galopina, fregona y recamarera— habían sido despedidas, por no ser necesarias, desde que el conde y Mariana se marcharon a la hacienda, y obedeciendo también el rarísimo capricho del conde de que sin su orden expresa no se había de sacudir ni barrer su habitación. En la segunda pieza, muy aseada y bien amueblada, había un solo lecho, y en él una muchachuela con de diez y ocho años, descubierto el seno y en parte las piernas, que salían fuera de las sábanas, sin duda a causa del calor de los cuartos completamente cerrados. La muchacha, lo mismo que las dos criadas viejas, dormían con el sueño sabroso de la buena conciencia y de la seguridad completa, pues jamás habrían pensado que ladrones de ninguna clase hubiesen podido penetrar en aquel castillo, respetado y temido por todo el mundo por más de cuarenta años. El nombre sólo del conde inspiraba miedo.

Evaristo, disoluto y atrevido, intentó quitar enteramente las sábanas que cubrían a la muchacha, pero Relumbrón le agarró el brazo y lo contuvo.

—No, no venimos a eso —le dijo con mucha cólera—. Con el dinero que te tocará tendrás para cien mujeres.

Después de la muerte de Tules, quiso Agustina tener una compañera, y sacó del convento de San Bernardo a una muchacha huérfana, llamada Consuelo, que adoptó por hija y a favor de la que hizo su testamento al marcharse a la hacienda. Era ésta la que, descuidada, dormía en su cama y que excitó los pervertidos instintos de Evaristo.

—Nada de violencias por el pronto —dijo Relumbrón en voz baja— o no sabremos dónde están las cajas.

—Las cajas yo sé dónde están, pues he entrado varias veces a esta casa —le contestó Evaristo con la misma voz— pero no sé qué demonios tengo, que siento como si me apretaran la cabeza con un fierro. ¿Cómo no me acordé del pasadizo y de estas piezas? De aquí saqué a mi mujer, que me dijo dormía en este mismo cuarto y en esta misma cama donde está la muchacha.

—Lo sé todo; de aquí sacaste a tu mujer, a quien asesinaste en una noche de borrachera.

Evaristo se quedó mirando a Relumbrón con ojos iracundos.

—¡Vamos! Retírate, y déjame hacer lo que me parezca.

Comenzó por cubrir con las ropas de la cama a la muchacha, y moverla suavemente.

—Despierta, muchacha —le dijo— pero no vayas a gritar ni te asustes. No queremos hacerte ningún daño.

La muchacha abrió los ojos, se encontró con los de Relumbrón que había guardado su puñal y tenía en la mano la palmatoria con la vela.

—No grites, no grites, sería inútil, pues nadie te oirá, y ya te digo, no tengas miedo…

Consuelo quiso de pronto gritar, pero la fisonomía de Relumbrón, que no le era desconocida, y además simpática en vez de ser siniestra, le inspiró cierta confianza y se contuvo, aunque sobrecogida de un temblor interior nervioso que le hacía dar diente con diente.

Como ya hablaba Relumbrón en voz alta lo mismo que Evaristo y se había escapado un pequeño grito agudo a Consuelo, las dos ancianas despertaron y mirando hombres a tales horas, comenzaron a gritar, a encomendarse a Dios y a pedir misericordia.

Evaristo, que había encendido una vela que estaba en la mesita cerca de la cama de Consuelo, acudió con puñal en mano a la otra recámara.

—¡Silencio, malditas brujas, o las hago pedazos con este puñal! ¡Callen! Nada se les hará con sólo que respondan a lo que se les va a preguntar. ¿Dónde están las cajas con el dinero?

—Las cajas están en la recámara de doña Agustina —respondió temblando la cocinera— no hay más que entrar, pero por Dios y su Santísima Madre, no nos quiten la vida.

—¡Quietas y sin chistar! —les dijo Relumbrón.

Los dos pasaron a la vivienda de Agustina, que se componía de dos piezas; una de costura y otra que le servía de recámara. Efectivamente había allí dos cajas medianas, cuyas cerraduras forzaron fácilmente con los instrumentos que traían. Encontraron talegas vacías, papeles y un costalito fronterizo tejido con algodón de colores, que contendría sesenta o setenta pesos en moneda menuda.

—¿Y para esto hemos venido y hemos ahorcado al portero? —dijo Evaristo encarándose a Relumbrón con insolencia.

—No son éstas las cajas que buscamos, Evaristo —le contestó éste—. Las que tienen el tesoro están en la biblioteca. Es necesario transigir para que nos guíen.

Diciendo esto, volvieron a los cuartos de las criadas, que temblando de miedo no osaban respirar recio ni abrir los ojos.

—¡Vamos, no sean tontas! —les dijo Relumbrón con voz suave—. Vístanse y vengan con nosotros, para enseñarnos dónde están las cajas del conde. Las que hemos visto no tienen más que papeles y talegas vacías, y deben ser las de doña Agustina.

Las dos viejecitas obedecieron y dentro de las sábanas se vistieron. Consuelo ya lo había hecho.

—Las cajas del señor conde —dijo la cocinera— nunca las hemos visto en los años que llevamos en la casa; están detrás de la biblioteca, pero no sabemos por cuál de los estantes se entrará. Vamos, pues que ustedes así lo mandan.

Caminaron las tres criadas escoltadas por Evaristo y Relumbrón, atravesaron varias piezas lúgubres, con los muebles resguardados con fundas y alfombras cubiertas de telarañas y polvo, hasta que llegaron al gran salón que ya conocen los lectores. Una puerta primorosamente labrada y con sus cortinajes como las demás, les dio entrada a la biblioteca. Era una pieza formando un cuadrilongo de cosa de siete varas de largo por seis de ancho, con un artesón de gruesas vigas de cedro con ménsulas terminadas en distintas figuras fantásticas, y rodeada completamente de toscos estantes de cedro con gruesos alambrados.

¿Cuál de estos estantes daba entrada a la bóveda donde estaba el tesoro?

—Ya les hemos asegurado —les dijo Relumbrón a las criadas con voz casi afectuosa— que no les haremos ningún daño si nos señalan cuál es el estante que da entrada a donde están las cajas, y la manera de abrirlo. Si se resisten, ya será otra cosa. Espero que no nos obligarán a un extremo al que no queremos llegar.

Se dirigía a la cocinera que, como más vieja, suponía enterada de los secretos de la casa.

—Por esta cruz —e hizo la señal con la mano— juro que no sé por dónde se entra. Creo que dos veces en mi vida, en veinte años que llevo a servir al señor conde, he entrado en esta pieza; así, nada puedo decirles, y por la sangre de Cristo, que no me digan más, pues si me mataran sería lo mismo. Nada sé.

Relumbrón, por supuesto, creyó que la fidelidad tradicional de las criadas que se engríen en una casa y sirven muchos años en ella, impedía a la cocinera revelar el secreto; así, se dirigió a la otra hasta con súplicas, y obtuvo la misma respuesta.

Entabló con la muchacha, aunque suponía que era la que menos podía saber el secreto, un diálogo no sólo cariñoso y haciéndole mil promesas distintas, sino que llegó al grado de rogarle y prometerle que la sacaría esa misma noche de la casa, le aseguraría su suerte y, si era necesario, la tendría en su casa como su hija. Por supuesto promesas que no pensaba cumplir, pero quería agotar hasta lo último el sistema de persuasión y de ruego, antes de llegar a las amenazas. Más de media hora luchó sin resultado; siempre la misma negativa. La verdad era que las dos viejas ignoraban completamente el misterio, y sólo lo sabía Consuelo, que cada vez que había que introducir o sacar dinero, entraba con Agustina y le ayudaba. Consuelo, joven, robusta, servía más para esto que el mismo portero, viejo y cansado.

Relumbrón y Evaristo se miraban sin saber qué partido tomar.

—Pues que nada nos quieren decir, estamos perdiendo aquí el tiempo, no hay más que matarlas.

El tono decisivo con que el bandido pronunció estas palabras y el largo puñal que sacó de la bolsa de su chaqueta, persuadió a aquellas pobres mujeres de que había llegado el último día de su vida, y cayeron de rodillas llorando amargamente y pidiendo misericordia a gritos.

—Cinco minutos tienen —les dijo Relumbrón, a quien agradó el efecto que había producido la amenaza de Evaristo— para encomendar a Dios su alma, pero de ustedes depende; si nos revelan el secreto, serán perdonadas.

—¿Nos promete usted la vida, señor coronel, y yo que sé el secreto se lo diré y abriré el estante?

—¡Desgraciada! —exclamó Relumbrón—. ¿Tú me conoces?

—Al principio, no, por la sorpresa y el miedo, pero después recordé que usted ha venido varias veces y ha entrado a la sala de armas con el señor conde. Desde el corredor los he visto entrar y salir.

Relumbrón no sabía si tal muchacha existía en la casa del conde, pero no se sorprendió de que lo hubiese reconocido, así es que le contestó con calma:

—Tanto mejor, muchacha, así estarás segura de que soy incapaz de hacerte ningún mal. Ábrenos la puerta del estante, que es lo que nos importa.

Consuelo se dirigió a un estante situado en el fondo de la pieza, torció la llave que estaba pegada y lo abrió. Los libros que contenía eran de cartón, tan perfectamente imitados, que no se distinguían de los demás. El fondo estaba hueco, y quitando una simple trabilla de madera, se abría una puertecilla de madera que el conde dejó provisionalmente, mientras mandaba hacer una de fierro, lo que nunca llegó a verificar.

Después de tantas ansias y dudas Relumbrón y Evaristo estaban en posesión del tesoro, y con la temblorosa llamita de la vela de sebo, alumbran dos grandes cajas de cedro de tres llaves cada una y con chapas y brazos de fierro, fuertes y labrados con la curiosidad de los herreros flamencos del siglo XVIII.

—¿Y las llaves? —preguntó Relumbrón a Consuelo.

No tuvo necesidad de esperar la respuesta, pues alumbrando con la vela la oscuridad de la bóveda, vio en la pared un gancho donde colgaba un manojo de llaves reunidas en una cadena.

Agustina, llena de pesares, enferma y con las terribles noticias de la hacienda, había dejado las cosas de la casa en el mismo estado, sin tomar precaución ninguna; por otra parte, en ese tiempo, en que no había cajas de fierro, ni billetes al portador, ni bancos de depósito, el dinero se guardaba así, o en el Montepío, o en casa de un comerciante de confianza, o se enterraba; pero sea lo que fuere, confianza o descuido, los dos ladrones no tuvieron ya trabajo ni necesidad de usar de sus herramientas y abrieron las cajas.

—¡Llenas de dinero!

Relumbrón y Evaristo se quedaron absortos.

—No hay que perder tiempo —dijo Relumbrón sacando el reloj— son las diez y media. —Y luego dirigiéndose a Consuelo—: Vas a venir conmigo para que me proporciones bandas, ceñidores, cuerdas, en fin, cualquier cosa para amarrar a ustedes, sin lastimarlas, sólo por el tiempo, que no será largo, de sacar el dinero. Es una precaución que debemos tomar; anda y procura también más luces.

Relumbrón y Consuelo entraron a las piezas y dejaron a oscuras a Evaristo, cuidando a las dos criadas viejas.

A poco volvieron con dos luces y varios ceñidores, bandas y rebozos.

Amarraron fuertemente de los pies y las manos a las dos ancianas, la última fue Consuelo, las colocaron en sus camas y comenzaron a vaciar las cajas.

¿Cuánto dinero había en ellas?

¡Quién sabe! Pero era mucho, y como la mayor parte estaba en plata, la dificultad era sacarlo todo; pero no se arredraron. Relumbrón colocó tres talegas de a mil pesos en los hombros robustos de Evaristo, tomó él otra, y cada uno con su palmatoria en la mano atravesaron las sombrías piezas de la casa, bajaron las escaleras y metieron el dinero en el coche. En seguida bajaron otras cuatro, y con esto bastó, por temor de que fuese a desfondarse el coche, que no era ni fuerte ni nuevo. Abrieron con precaución el zaguán, miraron si alguien pasaba por la calle, y hallándola sola y casi oscura, salió el coche conducido por Valeriano. Cerraron el zaguán sin echar los pesados cerrojos, y llevándose la llave del postigo, echaron a andar. Relumbrón dentro y Evaristo en el pescante. Llegando a la vieja casa de Balvanera, hicieron la misma operación de abrir, entrar y cerrar, descargando las talegas en el cuarto que para esto había destinado, y regresaron a la calle de Don Juan Manuel.

Por mucha que fuese la actividad y la prontitud con que trataba de vaciar las cajas, no pudieron hacer más que seis viajes hasta las tres de la mañana, y era menester cesar, porque a las cinco las garitas se abrían y comenzaban a entrar hatajos de burros y los indios cargados con carbón y madera, y a salir las gentes a la calle. Además, ya estaban rendidos de fatiga, y el copioso sudor tenía pegadas al cuerpo sus ropas interiores. Las cajas aún tenían mucho dinero, pero en plata. Resolvieron, por último, vaciarlas completamente para ver si en el fondo lograban encontrar el oro, como en efecto sucedió. En una de ellas se hallaba un talego fronterizo de gamuza, que al parecer contenía mil onzas de oro.

—Parece que por ahora hemos concluido, mi coronel —dijo Evaristo—. ¿Volveremos mañana?

—De ninguna manera. Si esta noche hemos caminado con felicidad, mañana quién sabe lo que nos pasaría.

—Es que todavía hay, como usted ve, doble de lo que hemos acarreado, y es verdadera tontería dejarlo aquí.

—Es lástima —dijo Relumbrón— pero mañana tal vez vienen a tocar la casa con motivo de algún asunto, o llegan criados de la hacienda, quizá la misma doña Agustina… No, nada; estoy decidido, esta noche terminamos.

—Como mi coronel quiera —dijo Evaristo con tristeza—. Vámonos, pero ¿qué hacemos con estas mujeres?

Relumbrón meneó la cabeza, se quedó un momento pensativo, y respondió:

—He pensado mucho, al mismo tiempo que sacábamos el dinero… y no me ocurre nada. No hay remedio…

Evaristo sacó su puñal y se dirigía a las recámaras oscuras donde estaban las mujeres.

—No, no —le dijo Relumbrón— darles de puñaladas no; llenar las camas de sangre… No, no.

—¿Entonces? —preguntó Evaristo.

Relumbrón pensó en Consuelo, mejor dicho, mejor dicho, en Amparo. Consuelo a poco más o menos era de la misma edad que ella, los mismos ojos, el mismo corte de cara.

—¿Si fuese mi hija también? —pensó—. He tenido en mi vida tanta fortuna con las mujeres… ¡Quiá! Eso no. Me ocurre una idea.

—¿Cuál, mi coronel?

—Si nos lleváramos a Consuelo…

—La verdad, mucho me gusta, y mi coronel lo ha conocido, pero llevarnos a esa muchacha sería llevar la horca con nosotros. Conoce a usted, y por más que prometiera callar, el día menos pensado se escaparía… Ni pensarlo, mi coronel… Mucho me gusta, pero es imposible que quede con vida.

Relumbrón volvió a pensar en Amparo. En aquel momento no sólo habría prescindido del dinero que había robado, sino habría dado el doble por no haber pisado esa noche fatal los umbrales de la casa del conde.

—Mi coronel tiene un buen corazón y no es para estas cosas… Váyase al coche a esperarme, y yo dejaré todo aquí arreglado… Le juro que no derramaré una gota de sangre.

Relumbrón, pensando en Consuelo, mejor dicho en Amparo, bajó lentamente las escaleras y se metió dentro del coche.

Evaristo, cuando se vio solo, se encaminó con su palmatoria en la mano a las recámaras de las criadas. Tomó a una, amarrada como estaba, la cargó en las espaldas y se la llevó a la bóveda donde estaban las cajas, asegurándole siempre que nada le iba a hacer. Allí le rellenó la boca con pedazos de papel de China que encontró en la biblioteca, le envolvió la cabeza con un rebozo, y la acostó en el fondo de una caja.

Lo mismo hizo con la otra anciana.

Llegó su turno a Consuelo.

Como habían sacado todo el dinero en plata entalegado, para buscar el oro que al fin encontraron, Evaristo fue vaciando los pesos sobre los cuerpos de las tres desgraciadas, hasta que los cubrió y se llenó la caja. El resto del dinero lo echó en la otra, las cerró y colocó las llaves en el mismo gancho donde estaban.

—¡Qué lástima! —dijo al bajar la escalera con su palmatoria en la mano— que no me hubiera podido llevar a la muchacha y al dinero que queda; pero no era posible, bastante tengo con que Cecilia esté todavía viva, más ya le llegará pronto el día de su santo.

L. La Providencia

Al acontecimiento de San Pedro se le echó tierra; San Ciprián fue absuelto en el Consejo de Guerra, y publicó un folleto vindicando su conducta, refiriendo los sucesos a poco más o menos como pasaron, pero descargando toda su furia contra el licenciado Bedolla, que ya no podía vindicarse. Los dos muchachos calaveras murieron en el hospital a resultas de sus heridas, que eran numerosas.

El atrevido golpe de Relumbrón no hizo ni poco ni mucho ruido. Parece que en ciertos períodos, más o menos cortos, se suspende la acción benéfica y reguladora de la Providencia, y permite a los malvados cometer con la más completa impunidad los más horrendos crímenes. La casa del conde del Sauz siguió, como de costumbre, silenciosa sombría y cerrada como si nada hubiese pasado. El dependiente acostumbraba cada semana escribir una carta de estampilla a don Remigio, diciendo generalmente que no había novedad, o dándole noticia de los pocos asuntos que ocurrían, y acababa de echar su carta al correo cuando fue sorprendido por el tuerto Cirilo. Relumbrón esperaba, pues, que pasarían muchos días antes de que pudiera descubrirse el crimen, y aun entonces ¿por qué se lo habrían de atribuir a él, ni quién podía remotamente sospechar que había sido el autor? El único testigo que hubiese podido un día u otro comprometerlos, era Valeriano, y ése había desaparecido. Cuando con el oro que encontraron terminaron el último viaje, tomó Evaristo las riendas de las mulas del coche y se dirigió a la Viña. Valeriano continuó a su lado en el pescante, silencioso y preocupado. No tenía ni la más leve idea de que su amo, el dueño de la hacienda de Arroyo Prieto y del molino de Perote, pudiese ser un ladrón; pero no le podía caber duda, lo veía, él mismo era cómplice involuntario, y todavía no lo quería creer; pero ya en la situación en que estaba, no tenía más que obedecer hasta que concluyera la aventura. Evaristo condujo el carruaje por calles extraviadas hasta los callejones apestosos de esa ciudad de basura que hemos descrito al principio de esta obra, donde la vieja Nastasita salvó a Juan que estaba a punto de ser devorado por los perros hambrientos.

—¿Si te apearas a componer las riendas, pues creo que se han enredado? —dijo Evaristo a Valeriano.

Valeriano no tuvo dificultad en obedecer, y al tiempo que bajaba del pescante, Evaristo le hundió el puñal en el cerebro. La muerte fue instantánea y el muchacho cayó sin exhalar un gemido. Entre Evaristo y Relumbrón echaron sobre el cadáver cuanta basura pudieron; el uno volvió a montar al pescante y el otro dentro del carruaje, y se dirigieron, dadas las cuatro de la mañana, a la casa del Puente de Balvanera, quitaron las mulas, las dejaron sin cenar, después de haberlas hecho trabajar toda la noche, y emplearon el tiempo hasta que amaneció en contra y colocar convenientemente en el cuarto el dinero que se habían robado. De día ya, Evaristo se dirigió al llamado mesón de San Justo, donde tenía sus caballos y de allí regresó al monte, y Relumbrón, envuelto en su capa, entró a su casa al tiempo mismo que su mujer y su hija salían, como lo tenían de costumbre, a oír su misa a la iglesia cercana.

Relumbrón se estremeció, pero pudo disimular y tenía preparada de antemano su respuesta pronta para los casos que se ofrecieran.

—¡Desvelado toda la noche en Palacio! —les dijo—. Me tocó la guardia, y cuando el Presidente comienza a referir la historia de sus campañas desde que fue cadete, no hay medio de cortarle la palabra, ni mucho menos yo, que tengo que obedecerle.

Doña Severa creyó o no lo que decía su marido; pero estaba decidida a no hacer indagaciones ni mortificar con preguntas y nada le contestó.

Amparo, que no era capaz de sospechar de su padre, a quién adoraba, le tendió la mano, pero Relumbrón no se la dio. La tenía sucia de la plata que había manejado y de la basura que había echado sobre el cadáver de Valeriano.

Cuando de pie en la puerta del zaguán vio alejarse con paso tranquilo a su mujer y a Amparo, tuvo un dolor agudo en el corazón, como si le hubiesen clavado un puñal. Consuelo era idéntica en la cara y en el cuerpo a su hija y Consuelo acababa de ser violentada, asesinada por su cómplice Evaristo. Se le volvió a pasear por la imaginación la terrible idea: «¿Si será mi hija?» —y entró en sus piezas, haciendo un examen de conciencia y recordando la serie de mujeres a quienes había conocido, y las épocas de sus amores. Mientras más recordaba su vida, más presunciones tenía de que Consuelo era su hija.

—¡Bah! —dijo metiéndose en las sábanas—. ¿Qué tonterías se le meten a uno a veces en la cabeza? Pensemos en el negocio de Carrascosa… —y pensando en él, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. La fatiga y el cansancio pudieron más que sus negros remordimientos.

El negocio de Carrascosa era robarlo como había robado las cajas del conde del Sauz. Era un negocio quizá más productivo, pero no se atrevía, no podía hacerlo personalmente.

Desde la aventura tragicómica del cementerio, Pepe Carrascosa había cambiado de carácter y de modo de vivir. El golpe cuando los muchachos del hospicio dejaron caer el ataúd, la emoción de verse ya a punto de ser enterrado vivo, pero más que todo, la cólera contra sus parientes, que creía habían tenido la criminal intención de deshacerse de él, le produjeron una enfermedad muy grave, de la que felizmente sanó al cabo de tres semanas, y en la convalecencia tuvo tiempo de reflexionar, y sus reflexiones ocasionaron que cambiase completamente de vida. De pronto, y antes que todo, hizo un nuevo testamento y, como buen cristiano, reconociendo que Dios lo había salvado, por medio del muchacho que dejó caer el ataúd, de una muerte horrorosa y de la enfermedad que le vino en consecuencia, instituyó legados para las parroquias pobres, con obligación a los curas de hacer cada año una función solemne y repartir limosnas a las familias vergonzantes de la feligresía; dotó con 500 pesos anuales a diez niñas huérfanas que dieran testimonio ante el arzobispo de buena conducta, y por este estilo seguían otras cláusulas. Lo que restara, cumplidas esas mandas, debería dividirse entre los pobres del hospicio y el muchacho que por travesura o por casualidad dejó caer el ataúd en la puerta del cementerio. Recordaba, y así se lo encargó al escribano, que ese testamento se abriera en presencia de su cadáver que el médico o médicos que lo asistieran, le abrieran el pecho, le sacaran el corazón y, conservándolo en un frasco de espíritu de vino, lo colocasen junto al ataúd en el sepulcro que expresamente mandaría hacer en San Fernando, como lo hizo desde el momento que pudo salir a la calle. Él mismo llevó también a dos de los periódicos de más circulación un aviso prometiendo muy buena recompensa a quien le presentara o le diera razón del muchacho; este aviso debía reproducirse constantemente tres veces por semana.

Pero antes de que llegase el momento en que otra enfermedad se lo llevase y los médicos le sacasen el corazón, se propuso no pensar en la muerte y pasarse una vida de príncipe, pues que su dinero le permitía hacerlo, dejando todavía lo bastante para que se cumpliesen las mandas de su testamento.

Abandonó el infecto tugurio donde voluntariamente se había martirizado tantos años, y trató de buscar una buena casa, pues las de su propiedad estaban ocupadas. Recorriendo las calles más céntricas, fue a dar a la de León. La casa, cuyos papeles en los balcones anunciaban que estaba vacía, era sola, con seis piezas y cocina, muy aseada y hasta lujosa. Por todos aspectos le convenía. Era propiedad de Relumbrón que la había adquirido en uno de tantos cambios y tratos que hacía con amigos y jugadores, y que por aquel momento no tenía aún la idea de organizar sus lucrativos negocios como lo hizo después. El arreglo entre propietario e inquilino no fue difícil.

Pepe Carrascosa y Relumbrón desde antes eran amigos. Se habían conocido en el Montepío. No faltaban cada mes a las almonedas de alhajas, y uno y otro no salían del gran palacio del conde de Regla, sin haber comprado lo más curioso que se ofrecía a la venta pública. Carrascosa tenía a Relumbrón por un hombre muy experto y conocedor en diamantes y piedras, y Relumbrón consideraba a Carrascosa como el más inteligente en materia de chácharas y antigüedades; así, se consultaban mutuamente y sabían lo que cada uno compraba y guardaba, pues los dos tenían la manía de comprar y guardar curiosidades o hacer cambalaches por lo que les ofrecían de más curioso. Continuaron mucho tiempo las relaciones amistosas de ambos, y se les veía salir del Montepío brazo a brazo, platicando muy entusiasmados de las curiosas adquisiciones que habían hecho, y solían caminar juntos hasta la Alcaicería para que el compadre platero les diese su parecer o les hiciese de unos aretes antiguos un juego de botones o cosa semejante.

Esta armonía se interrumpió por una verdadera friolera. El santo obispo Madrid había fallecido hacía tiempo, hubo de terminarse su testamentaría y se pusieron en venta, por orden judicial, los muebles de su casa y multitud de objetos curiosos, porque el prelado, lo mismo que Carrascosa y que Relumbrón, era apasionado por las chácharas, y sus viajes a Europa le habían proporcionado la ocasión de adquirir objetos tan raros y curiosos, que no se encontraban en ninguna otra casa de México. La Almoneda fue muy concurrida y, por supuesto, Relumbrón y Carrascosa fueron de los primeros. Durante dos horas se vendieron diversos objetos a precios muy bajos. Carrascosa compró unas cosas, Relumbrón y las demás personas otras, y la sesión iba a terminarse con el remate de un relicario insignificante que encerraba una cera de agnus.

—Este relicario —dijo el vendedor— está tocado al Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, y bendito por su Santidad en Roma; el difunto señor obispo lo traía siempre colgado al cuello.

Carrascosa, que tenía la superstición que si llegaba a adquirir un objeto cualquiera tocado al Santo Sepulcro, jamás le acontecería ninguna desgracia, antes de que el vendutero lo pregonara, dijo:

—Veinticinco pesos.

Relumbrón, desde el otro extremo de la pieza, dijo inmediatamente:

—Cincuenta pesos.

Sabiendo Amparo que su padre iría precisamente al remate, le encargó que le comprase un relicario (que debería haber muchos) que estuviese bendito. Como éste no sólo lo estaba, sino tocado al Santo Sepulcro, Relumbrón se propuso a toda costa dar gusto a su hija.

Carrascosa en el acto dijo.—¡Cien pesos!

Relumbrón.—¡Doscientos pesos!

Carrascosa.—¡Cuatrocientos!

Relumbrón.—¡Mil!

Carrascosa.—¡Dos mil!

Relumbrón se quedó un momento pensando, pero no se decidió, y salió de la sala lanzando una mirada colérica a Carrascosa.

El vendutero, asombrado de esta escena que pasó en instantes, creía que se habían burlado de él y de su relicario. Carrascosa, con mucho calma y sin haber hecho caso de la mirada de Relumbrón, le dijo:

—Nada es más cierto si no que hemos de veras pujado este relicario. ¿Qué quiere usted? Caprichos que tenemos las gentes. El relicario es mío por el precio ofrecido.

Cuando Relumbrón, a la hora de la mesa refirió lo que había pasado, Amparo se quedó callada, pero doña Severa, con un cierto aire de desprecio, le dijo:

—Si hubieras ofrecido cuatro mil pesos, te los habría pagado yo de mi dinero, con tal de que no dejarte humillar por un estrafalario como Carrascosa y tener una reliquia tocada al Sepulcro de Nuestro Señor… ¡En tantas otras cosas gastas más! ¿Para qué queremos cuatro coches?

Relumbrón se mordió los labios, y se propuso que más tarde o más temprano sería dueño del relicario.

Pasó el tiempo, y ya en la época del pleno desarrollo de su tenebrosa trama, una de sus víctimas señaladas era Carrascosa.

Volviéronse a encontrar en el Montepío, se saludaron como si nada hubiera pasado, y Relumbrón, lejos de manifestarse ofendido, trabó conversación con él, le habló de hacer mejoras y reparaciones en la casa, se convinieron en hacer el gasto a medias, y con este motivo hizo frecuentes visitas a Carrascosa, llevó carpinteros, pintores y herreros; entró y salió a su sabor; las composturas se concluyeron, la habitación quedó muy lujosa, y los dos más amigos que antes; pero Relumbrón tenía llaves dobles de todas las puertas, y la servidumbre de Carrascosa era toda de la devoción de doña Viviana.

Así estaban las cosas después del asalto a la casa del conde del Sauz y todo preparado. La ejecución era lo difícil. Relumbrón acallaba sus remordimientos formando el plan para otro crimen y pasando las noches en casa de Luisa, cenando y bailando con amigos y conocidas.

El coronel era audaz, pero no valiente; vivo, pero no de talento; descreído y supersticioso, con un alma un poco sucia, un amor propio desmedido, un corazón indiferente y el órgano del robo muy desarrollado en su cráneo. Con estos elementos, sus concepciones nada tenían de ingenioso ni de extraordinario, y si había llegado a tender una red a la sociedad de México y a formar una vasta asociación de ladrones y asesinos, no era debido a sus combinaciones, sino a la casualidad, a la fortuna y a los agentes de que se había rodeado.

Doña Viviana y el platero por un lado, y el tuerto Cirilo y Evaristo por el otro, eran los que hablan trabajado sin descanso y organizado de una manera admirable el servicio, de modo que no se erraba golpe ninguno, y en la ciudad y en los pueblos del Valle, y en los caminos hasta Guanajuato y hasta Veracruz se cometían diariamente robos que no llegaban a conocimiento de Relumbrón ni de la policía, sino después de muchos días y cuando todas las pesquisas e indagaciones eran inútiles. Un libro podríamos llenar con anécdotas más o menos extrañas o terribles, pero nos tenemos que reducir a los lances en que tomaba parte muy directa Relumbrón.

El negocio de Carrascosa, como él le llamaba, lo quería hacer solo; pero por más vueltas que le daba no le era posible, o mejor dicho, no se atrevía. Teniendo en su poder las llaves de todas las puertas y los criados a su disposición, lo más fácil era entrar disfrazado, atacar a Carrascosa en medio de su sueño, amarrarlo y apoderarse de lo más valioso, puesto que hasta sabía dónde estaban las alhajas y chucherías. Pues no se atrevió; tuvo miedo.

¿Fiar el asalto al tuerto Cirilo? Tampoco. El tuerto era un desalmado. Mataría a Carrascosa y robaría al mismo Relumbrón.

Concibió un término medio un poco absurdo, pero se fijó en él.

Las más veces Lamparilla lo acompañaba a la hacienda. En esta vez se marchó solo, no se detuvo en Río Frío a almorzar y a pasar una especie de revista a los muchachos de Evaristo, sino que siguió hasta Puebla; allí pidió caballos y llegó al anochecer, encontrando a Juan solo en ella, que era lo que quería. Cataño andaba por la Tierra Caliente; Romualdo y los demás en el molino de Perote, y Juan, muy ocupado en el cuarto de raya, arreglando sus cuentas y disponiendo sus trabajos para el día siguiente. Ni le sorprendió ni extrañó su visita; le recibió con respeto, ordenó a los criados que pusiesen la mesa para la cena y lo siguió a la sala.

—¿Estás contento a mi servicio? —le preguntó Relumbrón desembarazándose de su abrigo y haciéndole seña de que tomase asiento.

—¿Cómo no? —le contestó Juan—. En mi vida he estado mejor.

—Me alegro. Creo que eres un muchacho fiel y que tienes gratitud, porque al fin…

—Y mucha, señor coronel, mucha.

—¿Es decir que estarías dispuesto a hacer sin replicar lo que yo te mandare?

—A todo, señor coronel. ¿Y cómo podría dejarlo de hacer, a no ser que me quisiese separar de la hacienda?

—Bien, eso basta. Se trata de arriesgar algo… no materialmente tu vida, pero es para hacer una buena acción. No me hagas preguntas ni trates de hacer indagaciones, después lo sabrás todo. Por ahora escucha. Tengo un amigo a quien quiero como si fuese un hermano; este amigo va a ser robado y asesinado. Por una circunstancia que no te puedo explicar, hoy tengo el secreto y quiero salvar a este amigo al menos de la muerte. Vive en una casa de mi propiedad. Tengo, como siempre que se ponen chapas nuevas y francesas, dobles llaves de toda la casa y conocimiento con los criados. Tú entrarás a ciertas horas de la noche, te conducirán a una pieza donde permanecerás oculto para observar lo que pase. Los ladrones, o mejor dicho el ladrón, porque será uno solo, entrará después. Déjalo que robe las alhajas y que abra los cajones, que amarre a mi amigo, que le impida que grite, pero si ves que lo trata de matar, sálvalo, aun a costa de tu vida si es necesario. Si el ladrón, como es posible, se resiste, lucha con él, y ten presente que es hombre fuerte y atrevido, pero antes preséntale esta ficha, y en cuanto la vea te obedecerá y nada te hará. Si ha robado ya algo, pídeselo, y te lo entregará. Lo guardas y me lo traes, diciendo a la persona que habita la casa que el que le ha salvado la vida le devolverá sus prendas, y que guarde silencio, porque le va la vida de por medio. Mañana marcharemos a México, y allí te daré instrucciones precisas para el buen resultado de esta cosa tan delicada que tenemos entre manos.

Fatigado del largo trozo que espetó a Juan, sin puntos ni comas, guardó un momento de silencio.

Juan quiso hablar, pero Relumbrón se lo impidió.

—Nada me contestes ahora, y ya que sabes cuál es el asunto, reflexiona bien toda la noche. Si no tienes voluntad me lo dices francamente mañana… Por ahora vamos a cenar, y no hablemos más de esto. Toma.

Entregó al muchacho una medalla de metal grande que era una cuartilla (acuñada por el platero), que tenía dos letras: C. L. (Compañía de Ladrones). Éste era el talismán que servía para reconocerse como pertenecientes a la gran asociación.

La criada entró a decir que la cena estaba en la mesa, pasaron al comedor, cenaron con apetito y hablaron de las cosas de la hacienda, que en todos sentidos estaban cada día mejor.

¿Dormir Juan? Imposible. Entre todos los lances y aventuras de su vida, ninguna tan rara ni tan misteriosa como ésta, y por más vueltas que le daba no podía comprender el extravagante plan de su patrón, y el simple sentido común le decía que si Relumbrón sabía cuándo y a qué hora debería ser robado y asesinado su amigo, lo más natural y sencillo era avisárselo a él para que se saliese de su casa, para que ocultase su dinero y sus alhajas, o avisárselo a un alcalde, a un juez, al gobernador, para que introdujese a la policía o cogiese in fraganti al ladrón o ladrones. Las entradas y salidas de don Pedro Cataño con su gente, las escoltas del molino, los viajes intempestivos de Relumbrón, la protección que dispensaba a Evaristo, todo esto, unido al misterio que envolvía lo que parecía una obra meritoria de amistad, hacía que entrasen y saliesen en el ánimo de Juan terribles sospechas, de modo que ya bien tarde, se durmió con el ánimo firme de decir resueltamente a su patrón que se separaba de la hacienda, y marcharse en efecto, con lo que había economizado, a buscar fortuna en el interior.

Al despertar había cambiado de resolución. La curiosidad y el arranque de la juventud pudo en él más que nada.

—Dirá que tengo miedo.

Y con este ánimo mandó ensillar los caballos, y amo y dependiente llegaron a San Martín al tiempo que pasaba la diligencia para México.

Apenas frotó suavemente Juan, cuando la puerta se abrió y una mano suave se apoderó de la suya, volvió a cerrar sin haber hecho el menor ruido y lo condujo a las tinieblas de una escalera. Con el mismo silencio atravesaron unas piezas aún más oscuras, hasta que se detuvieron en un gabinete.

—Aquí, aquí —le dijo al oído una voz, y al mismo tiempo sintió que dos labios gruesos se habían pegado un instante en su oído.

No esperaba Juan que comenzase la aventura tan agradablemente, y trató de cerciorarse con las manos de qué clase de ser misterioso lo guiaba.

—No, no —le dijo la voz, y los labios gruesos volvieron a pegarse esta vez en su carrillo— nada más la cara.

Juan tentó una frente lisa y no ancha, unos cabellos gruesos, unas cejas pobladas, un nariz chata y un tanto abultada, unos labios carnudos y frescos, como los había sentido, una barba terminada en un hoyito, unos carrillos como seda.

—Nada más —dijo la voz— ahora yo.

Con la misma suavidad y cariño que había usado Juan, comenzó la misteriosa muchacha a recorrer su cara.

—Guapo —dijo así que terminó el agradable paseo de sus dedos—. Ahora callados.

Y le puso un dedo en la boca, se arrimó junto a él y así permanecieron más de media hora, sentados en un canapé.

Se escuchó un ligerísimo ruido de pasos como de un gato que haya olido al ratón, y a poco se fue dibujando en la pieza continua la silueta de un hombre.

—¡Quieto, es él! —dijo la muchacha a Juan.

—¿Quién es él?

—El tuerto Cirilo.

Y el tuerto Cirilo con un farolillo en la mano, pasó por la puerta del gabinete negro, donde estaban arrebujados uno contra el otro Juan y la doncella.

Era un hombre cuadrado, con un pantalón y una chaqueta de pana rayada, color de gato de carbonería. Juan pudo notar una cara ancha llena de costuras y verdugones, un ojo vacío, sangriento y rasgado, la boca entreabierta, enseñando una fila de dientes como de Bulldog. Fue una visión instantánea de aparición diabólica que entró en la oscuridad, pues el tuerto Cirilo dio otra dirección a su farolito y se sumergió en la sombra.

Juan, involuntariamente se arrimó más contra la muchacha.

—No, no te hará nada… Pero no importa ¿traes armas?

—Sí —contestó Juan.

—¿Y la medalla?

—También.

—Bueno, entonces ven… muy quedito… ni resuelles. Yo te diré lo que tienes que hacer. Doña Viviana me ha dado bien la lección.

Y Juan y la doncella se pusieron a seguir a pasos de gato al tuerto Cirilo. Éste entró en una pieza que era un museo. Los muebles eran antiguos y exquisitos, de incrustaciones de nácar y marfil, las paredes llenas de cuadros de verdaderos maestros, los rincones de tibores de China de las dinastías de hace 500 años, mesitas por aquí y por allá llenas de objetos de marfil; en fin, la aglomeración de cuanta cháchara había comprado Carrascosa durante muchos años en las almonedas del Montepío y en las testamentarías. El tuerto Cirilo no hizo caso de nada de eso. Fue directamente a un ropero tosco de cedro, un poco mugriento en las puertas a fuerza de tanto uso, aplicó la llave, lo abrió, puso el farolillo en una de las tablas y comenzó a llenarse las bolsas profundas de sus pantalones y de su chaqueta de diversos objetos, que escogía porque no podían caberle ni la cuarta parte de los que contenía aquel armario mágico. De los cajones sacó sin duda diamantes y piedras preciosas, pero no parecía satisfecho, y buscaba alguna cosa que no podía encontrar. Con la misma facilidad que abrió el ropero de cedro, aplicó llaves a otros muebles finos, los abrió, tomó algunos objetos, pero siempre buscaba algo con una especie de impaciencia nerviosa. Convencido de que no podía encontrar lo que buscaba, cerró los armarios, cogió su linterna y se dirigió a la recámara de Carrascosa.

La doncella tomó a Juan de la mano, lo condujo a la recámara de Carrascosa, y lo instaló detrás del pabellón de la cama, mientras que el tuerto Cirilo acababa de cerrar los estantes.

—Aquí —le dijo— te estás viendo lo que pasa. Si el tuerto Cirilo intenta matar al amo, se lo impides; si se resite, lo matas, nada se perderá, no lo puede ver mi alma. El amo mismo te salvará y el que nos manda a todos, que puede más que nadie, te lo agradecerá. No tengas miedo, estoy por aquí cerca y te ayudaré.

La doncella imprimió un beso silencioso en la boca de Juan y desapareció en la oscuridad.

Pepe Carrascosa respiraba tranquila y regularmente. Nada había interrumpido ni el silencio ni la aparente tranquilidad de la casa de la Calle de León.

A los pocos instantes se presentó el tuerto Cirilo, con su farolillo en la mano, alumbró la recámara, se acercó al lecho de Carrascosa, puso su farol en la mesa de noche, le cogió con la mano derecha el cuello y sin sacar el puñal, le dijo:

—¿Dónde está el relicario?

Carrascosa se sintió presa de una horrorosa pesadilla; pudo removerse y llevar la mano a su cuello para quitarse lo que le oprimía.

—¿Dónde está el relicario? —volvió a decir Cirilo, quitando la mano de la garganta de Pepe Carrascosa para que pudiese responderle.

—¿El relicario? —dijo Carrascosa—. No lo tengo, no lo tengo —y al mismo tiempo llevó la mano derecha de su almohada, donde estaba el relicario, y lo empujó hasta el fondo enterrándolo entre el colchón y la cabecera.

Sorprendido y atarantado como todo el que ve su sueño interrumpido por una visión espantosa y no sabe si está soñando o despierto, estaba completamente seguro que si ocultaba y defendía a toda costa su relicario, tocado en Tierra Santa, nada le habría de suceder.

El tuerto Cirilo tenía orden expresa de doña Viviana de buscar entre las alhajas un relicario con cera de agnus, o de exigirlo a Carrascosa, amenazándolo con la muerte si no lo entregaba. Relumbrón quería regalarlo a toda costa a su hija Amparo, y contentar con esto a su mujer, que hacía semanas que apenas le dirigía la palabra.

—¡El relicario o te mato! —gritó entonces con una voz ronca por el aguardiente que, contra su regla, había tomado esa noche.

—El relicario no lo tengo —le gritó Carrascosa con la fe que le daba la firme creencia que tenía arraigada—. Róbate lo que quieras, mátame si puedes, pero el relicario no te lo he de dar.

Furioso el tuerto Cirilo de la respuesta de Carrascosa, sacó el puñal y le dijo:

—Lo tienes debajo de la camisa, y te lo he de sacar con la vida —y a este mismo tiempo le agarró con una mano la camisa y con la otra le asestó una puñalada, pero el puñal no llegó a herirlo, porque Juan le dio al tuerto Cirilo tan soberbio revés en la sien, que trastabillando fue a rodar a dos varas de la cama.

Carrascosa se sentó en su cama, se restregó los ojos; estaba atónito, no sabía lo que pasaba.

La doncella entró al mismo tiempo con una vela encendida en la mano.

Juan, sin perder tiempo, recogió el puñal del tuerto Cirilo, que había rodado por el suelo, se acercó a él y le puso el pie en el pescuezo para que no pudiera levantarse, pero no había necesidad, el tuerto Cirilo, aunque no le salía sangre por ninguna parte, había perdido el sentido.

—¡La Providencia, la Providencia y nada más! —exclamó Carrascosa sentándose en su cama, sacando el relicario de donde lo había escondido y besándolo con emoción—. Yo sabía bien que este relicario me salvaría la vida. Habría dado toda mi fortuna por él. Si Relumbrón hubiese ofrecido cien mil pesos, yo habría pujado hasta doscientos mil… ¿Pero me quieres decir, Luz, qué ha pasado, qué es esto? Tiéntame y muéveme para que crea que no estoy soñando. ¿Quién es este mozo que tan a tiempo derribó a ese ladrón para evitar que me hubiese clavado el puñal en el corazón? Habla, di algo, Luz ¿por qué estás aquí? Qué cosas tan espantosas me suceden a mí, y siempre salvado por un milagro. Esto es más raro todavía que lo que pasó el día en que mis parientes me querían enterrar vivo, y un muchacho, un simple muchacho del hospicio, me salvó de una muerte espantosa. Habla, habla, Luz, si no quieres que me vuelva loco de atar.

Y Pepe Carrascosa, diciendo esto de una pieza, no cesaba de besar el relicario.

Cuando pudo hablar Luz, le dijo:

—Bien despierto está usted, señor, y dice bien que Dios lo ha salvado. Este muchacho es mi novio, me vino a ver y estuvo a tiempo en que este ladrón, que sin duda se quedó oculto en la caballeriza, lo iba a asesinar; pero él le contará a usted lo demás, y lo que importa por ahora es que este hombre que está tirado se marche de aquí.

—¡Sí está muerto! —dijo Carrascosa mirando al tuerto Cirilo, que no se movía del lugar donde había caído.

—¡Qué muerto! Si estos brutos nunca mueren, ya verá usted… —y corrió a las piezas interiores, volviendo a los dos minutos con un pomo de álcali que pegó a las narices del tuerto Cirilo, el cual hizo un gesto, arrojó un ronquido como de marrano y se solivió sobre el codo.

—Ahora te largas en el acto —le dijo al oído la visvirinda Luz— si no quieres que el amo llame al guarda y te lleven a la cárcel.

El tuerto Cirilo, atarantado del soberbio bofetón, miró a todos lados, se limpió el ojo tuerto de donde le escurría un licor viscoso, se levantó y fue tomando el camino de las piezas que parece sabía muy bien. Luz lo despidió diciéndole:

—¡Bruto! Nunca sabes hacer bien las cosas, has venido borracho, bien me lo advirtió doña Viviana.

—Ya me la pagarás —le contestó el tuerto Cirilo— me has vendido por quedar bien con tu querido que tenías escondido; te he de matar antes de una semana.

Luz volvió y encontró a Carrascosa todavía sentado en su cama y a Juan delante, asombrados y sin poderse decir una palabra, tanta así era la impresión que les causaba lo que estaba pasando.

Juan a su vez, como Carrascosa, bendijo a la Providencia en su interior. Después de transcurridos años y años, una suceso, el más raro e inesperado, lo ponía en contacto con aquel muerto que cargaba en sus hombros y que sin voluntad, sino por causa de una piedra mal puesta y de un calzado viejo, había dejado caer en la puerta del cementerio. ¿Y el relicario? ¿Y el nombre de Relumbrón en los labios de Carrascosa? ¿Y la lucha entre los dos por una prenda cuyo valor no pasada de diez pesos? ¿Y esa moza bonita y simpática, cómplice seguramente de los ladrones, que se declaraba desde luego su novia, que le había dado un amoroso beso en la oscuridad y en el curso de una singular aventura? Todo esto le impidió el uso de la palabra. Reflexionó sin embargo, que era necesario no desmentir a Luz, y que pues ella había dicho que era él su novio, claro que así convendría a los planes del mismo Relumbrón.

—Después de lo que ha pasado tendrás que hablar con el amo —dijo Luz a Juan—. Todo está cerrado y seguro, y ese bruto se ha marchado. Tú lo explicarás todo.

—Bien quisiera explicar a usted lo que pasa —dijo Juan a Carrascosa, que no volvía de su asombro— pero me es imposible. Una persona a cuyo servicio estoy y me ha prohibido expresamente revelar su nombre, me envió a que salvase a usted si era amenazado de muerte, y desde luego debe ser muy buen amigo. Supo que debían asaltar a usted esta noche los ladrones, y matarlo si se resistía a entregar las llaves de los cofres y roperos, o si trataba de defenderse o daba gritos. He cumplido con mi misión con toda felicidad, y no me pregunte usted más, ni acerca de esto, ni acerca de la muchacha, porque nada podré responder, y parte de estas cosas son también para mí un misterio. Como usted, he creído y creo en la Providencia divina y me he entregado enteramente a su voluntad, dejando que ella me conduzca en el camino de la vida, y ella me ha conducido a encontrar al que salvé una vez de ser enterrado vivo y he salvado ahora del puñal de un asesino.

Carrascosa apenas oyó esto, cuando saltó de la cama y se colgó al cuello de Juan.

—¡Tú, tú eres ese muchacho que he buscado años y años sin poderlo encontrar! Mira, mira en este periódico, en ese otro y en ese otro —y le mostraba periódicos esparcidos en las cómodas y mesas— allí está el aviso señalando una recompensa al que me diera noticias de ti. Sábelo; tú eres mi heredero, mi hijo, mi familia, mi todo en el mundo, porque soy solo y no cuento sino como enemigos a los desnaturalizados parientes que me quisieron enterrar vivo… Pero debí haberlo adivinado, debí haber abrazado a mi salvador, aunque yo no estaba en mi acuerdo, no sabía si soñaba; era tan extraño lo que pasaba, que ahora mismo no salgo de la sorpresa. Todo se lo debo a este relicario, tocado en el Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, y que compré en la testamentaría del señor obispo Madrid.

—¿Del señor obispo Madrid? —interrumpió Juan.

—Sí, míralo, míralo.

Carrascosa buscó el relicario en la cama para presentárselo a Juan, y como al esconderlo y al manejarlo con entusiasmo había impensadamente oprimido el débil resorte que detenía las tapas, el relicario se desbarató y cayó un pequeño papel cuidadosamente plegado que tenía dentro. Carrascosa se apresuró a ajustar las dos tapas del relicario.

—Ignoraba que tuviese este papel, nunca había querido abrir el relicario porque no fuese a romperse la cera del agnus —y lo desdobló, y acercándose a la vela leyó:

Está bautizado, deberá llamársele Juan Robreño. Su padre es caballero militar. Su madre de la primera nobleza de México. Dios lo ayude en su vida.

—¡La Providencia, la Providencia! —exclamó Juan a su vez—. Ese relicario es mío, yo lo he llevado en el cuello, y fue entregado al señor obispo por la caritativa mujer que me recogió y me sirvió de madre.

Luz entró de puntillas, pero Juan le hizo señal de que se fuese.

—Cuenta, cuenta si puedes toda tu historia, pues lo que me está pasando es tan maravilloso que si se escribe nadie lo creerá, y parecería invención de un poeta romántico. ¿Por qué misterio oculto de la Providencia, ese amo a quien sirves y que no puedo dudar que sea un verdadero amigo mío, te envió a esta casa y por qué fuiste a escoger por novia a Luz, esta muchacha recamarera de toda mi confianza?

Sentáronse, dejando para después el registrar los armarios y cerciorarse lo que se había embolsado el tuerto Cirilo, y Juan contó a Pepe Carrascosa, a poco más o menos, toda su vida, callando aquello, que convenía para no descubrir ni aun de lejos a Relumbrón.

—Bien, bien. ¡Bendito sea Dios que todo lo dispone y todo lo ordena según su voluntad! Guardemos nuestros secretos, porque así conviene. Nada digas a la persona que te envió aquí de lo que has descubierto. Ya eres rico, eres como mi hijo, puedes dejar el destino y venir conmigo a tener cuidado de mis asuntos y de mis cosas; pero más adelante. No hay que decir ni una palabra del robo. Lo que se ha llevado ese asesino no es gran cosa, y aunque fuera. Las alhajas y las cosas verdaderamente curiosas y de valor las tengo en otra parte, y nada ganaría yo con quejarme a un juez y comprometer al amigo que me ha salvado y aun a ti mismo y a Luz. Nada, nada más que silencio por ahora. Venme a ver frecuentemente; ésta es tu casa, todo lo que hay en ella es tuyo.

Juan le dijo que vivía muy lejos de México, rumbo del interior, pero que no dejaría de volver pronto, y como en esto ya iba amaneciendo, se despidieron, haciéndose mutuas protestas y estrechándose la mano.

Luz estaba en la puerta de la calle esperando a Juan.

—Me voy contigo —le dijo.

—Pero…

—Quieras o no: me confrontas, y es bastante. Además yo no quiero estar un día más en esta casa, sirviendo de espía y formando parte de la banda de ladrones que depende de doña Viviana… Ya te contaré. El tuerto, antes de ocho días, ha prometido asesinarme y lo cumplirá. Tú eres hombre y me defenderás, y aunque no fuera por eso, me voy contigo, porque te quiero, y acabóse.

Luz metió una llave en la chapa de la puerta, la cerró, tomó a Juan del brazo y echaron a andar por la silenciosa Calle de León.

LI. Las libranzas de «Relumbrón»

Relumbrón quedó muy disgustado de la tentativa contra Pepe Carrascosa. Se había propuesto hacerse de algunos diamantes y perlas de alto precio, y, sobre todo, del relicario. Doña Severa y Amparo, que no eran más que bondad y cariño para él, habían entrado en una frialdad tan grande que no hablaban dos palabras en la mesa, y a cuantas cuestiones promovía de intento, no contestaban más que con monosílabos. Las mujeres son así. Doña Severa hubiera perdonado, como perdonaba en su interior, veinte infidelidades de su marido, y no podía tolerarle que por unos cuantos pesos hubiese dejado escapar una reliquia tocada al sepulcro de Jesucristo; Amparo, aunque sumisa y respetuosa, seguía el humor de la madre y no dejaba también de tener en el fondo un poquillo de sentimiento de que su padre, conociendo sus inclinaciones religiosas, no le hubiese ofrecido un obsequio que hubiera agradecido más que un collar de diamantes.

El tuerto Cirilo, con una insolencia que ya pasaba de la raya, se quejó con doña Viviana, y dijo que esa puerca que se había colocado de recamarera con Carrascosa lo había vendido y metido en la casa a su compinche, y que la Luz y el querido antes de una semana serían asesinados. Doña Viviana, lo calmó, pero él en sus trece; entregó muchos milagritos antiguos de plata y oro, botonaduras de calzoneras y varias chucherías por ese estilo, y se guardó lo mejor que había robado de los armarios de Pepe Carrascosa.

La Lucecilla, por más que hizo Juan, no pudo quitársela de encima, ni tuvo valor para dejar en medio de la calle a una muchacha tan seductora que, por una singularidad, se había enamorado de él con sólo recorrer con sus dedos redondos las facciones de su cara. Fuese Juan con ella a la hacienda, llevándola en ancas de su caballo, sin pretender ni de chanza hablar antes con Relumbrón. Demasiado avisado era para no haber comprendido que lo que su patrón quería, era que hubiese, sin matar a Carrascosa, robándole cuanto tenía, y atando cabitos y no pudiéndose explicar las entradas y salidas de la gente de don Pedro Cataño y mil otras cosas, se persuadió antes que ninguno de que el que tenía por amo no era más que el jefe de una formidable banda de ladrones. Tales pensamientos quedaron en sus adentros, pero le sirvieron para pensar muy seriamente no sólo en separarse, sino en alejarse a mil leguas de distancia, si era posible, y sus economías le permitían tomar esa resolución aun sin contar con Carrascosa. A Lucecilla, que le hizo olvidar a Casilda, la dejó en San Martín; en casa de una buena familia que revendía la leche y los quesos de la hacienda, y él volvió a ocuparse de sus quehaceres ordinarios.

No tardaron muchos días sin que se presentara Relumbrón en Arroyo Prieto en busca de don Pedro Cataño, que estaba ausente; pero como siempre dejaba a algunos de sus muchachos que sabían dónde podían hallarlo, montaron a caballo y prometieron volver con él antes de veinticuatro horas. En ese intervalo, naturalmente, Juan y su patrón tuvieron necesidad de hablar y hablaron de todo, menos de lo acontecido en casa de Pepe Carrascosa, lo que agradó mucho a Juan y lo sacó de un verdadero compromiso. Cataño, que se vivía en el Molino de Flores, llegó antes de las veinticuatro horas con seis de sus muchachos.

Relumbrón, lleno de enredos de tantos negocios a cual más complicados, tuvo una apuración momentánea para pagar unas letras de París. El dinero robado al conde no había podido sacarse todo de donde lo habían escondido; la baraja mágica de don Moisés había perdido a ocasiones su prestigio; la mujer del licenciado Chupita gastaba casi todo el producto de la moneda falsa; la multitud de ladrones que tenía a su disposición, robaban por su cuenta, autorizados por el tuerto Cirilo; el gobierno le pedía vestuarios que tenía que entregar en grandes cantidades, y no le pagaba; Luisa, Rafaela, Dolores, Cayetana y otras más, dilapidaban con profusión; en una palabra, al menos por lo pronto, no podía satisfacer sus compromisos y tuvo que echar su firma a la plaza. Un corredor anduvo aquí y allá sin lograr que nadie la quisiese descontar, pues todos se habían excusado con buenas palabras. El corredor fue, por último, a dar a casa de los Bermejillos. El encargado, entonces, porque los principales estaban en Europa, tenía a Relumbrón en el concepto de muy rico y de muy formal y estaba dispuesto a entrar en el negocio; pero cuando estaba ya al concluirse y pendientes sólo del tipo de descuento, entró al escritorio uno de estos gachupincitos que se quitan las alpargatas en la aldea para venir a Cuba o a México en busca de fortuna, y que apenas la encuentran cuando se vuelven más altaneros y orgullosos que los potentados que viven en la Calle de Alcalá, y saludando apenas al corredor, se acercó a la mesa y echó el ojo sobre los papeles.

—Mal día, paisano —le dijo al jefe de la casa de los Bermejillos.

—¿Por qué? —le preguntó éste dándole la mano que le presentaba.

—Porque este amigo anda molestando a todo el mundo con sus libranzas. Ya estuvo en casa y me figuré que vendría para acá con usted.

—¿Y quién lo autoriza a usted para meterse en negocios ajenos? —le dijo el corredor lleno de cólera—. ¡Salga usted de aquí y déjeme acabar mi negocio!

—Eso quisiera usted —le contestó el gachupincito— y me iré o no me iré, pero antes diré a mi paisano quién es Relumbrón. Escuche… es un verdadero Relumbrón que da pala con sus anillos de diamantes y cadenas de oro y sus carruajes; pero vaya usted a registrar sus cajas. ¿Quién diablos sabe dónde las tiene, ni lo que tienen dentro? Además, es un jugador perpetuo y que no puede poner los pies en la partida de don Moisés, donde, como sabe usted, va lo mejor de México, y con esto le digo a usted todo. Vamos, un completo Relumbrón… Infórmese usted con el ciego Dueñas, que sabe la vida y milagros de todo el mundo, y le contará la casta de pájaro…

—¡Es usted un gachupín insolente —le dijo el corredor dándole un puñetazo en el pescuezo— y le he de cortar a usted y a todos los gachupines la lengua por canallas y por denigradores de los mexicanos; después que vienen de su tierra con una mano atrás y otra adelante!

El gachupincito de pronto quedó atarantado; pero no acababa el corredor de hablar cuando ya tenía encima una cachetada que lo dejó sin vista, y, cerrados los ojos, tiraba al aire puñadas y juraba como un cargador.

El jefe de la casa, indignado y ofendido de los atroces improperios del corredor contra los españoles, tomó su bastón, que estaba en un ángulo del escritorio, le propinó en las espaldas unos cuantos palos, le encajó las libranzas causa del disgusto en la bolsa y a empujones lo echó a la calle.

El corredor, un poco maltratado, fue a dar cuenta de su misión a Relumbrón y a devolverle sus documentos. Éste, con una calma aparente, le prometió que pediría como caballero o por la vía judicial, completa satisfacción de los insultos y vías de hecho, y le pagó generosamente. El resultado fue que tuvo que ocurrir a su compadre; el platero (que era agarrado y no le gustaba sacar su tesoro del Montepío) escribió a la moreliana, la que, como siempre, orgullosa de poder servir a su hijo, lo sacó del atolladero.

Lleno de rabia Relumbrón, humillado de que nadie en México hubiese, a ningún tipo, querido descontar sus letras, odiando en el fondo a los españoles y especialmente a los de Tierra Caliente, prometió vengar al corredor y vengarse él de una manera que dejara memoria en los anales del crimen, y luego que arregló sus pagos marchó a la hacienda, como hemos visto, en busca del terrible don Pedro Cataño.

Luego que concluyeron de cenar entablaron la conversación. Relumbrón refirió a su compañero el coronel lo que acabamos de decir, añadiendo algunos otros pormenores.

—Nada de consideraciones ni de clemencia con esa canalla, especialmente con los Bermejillos y los Garcías. Esta expedición debe ser a fuego y sangré. Si fuera posible que no quedara piedra sobre piedra de San Vicente y Chiconcuac, sería el día más feliz de mi vida. Usted, compañero, que como yo, detesta a los gachupines, tiene la ocasión de vengarse.

Cataño, que había permanecido sin hacer ninguna pregunta ni manifestar interés en los asuntos de Relumbrón, le contestó fríamente:

—Las ocasiones de vengarme no me han faltado; pero yo no soy instrumento de venganzas ajenas; así, no cuente conmigo ni con los míos para esa expedición, y le aconsejo que se ponga a la cabeza de otras gentes de que pueda disponer, y usted mismo entre a fuego y sangre en las haciendas de San Vicente y Chiconcuac. Eso es lo que hace un hombre.

—Pero ¿cómo es posible? —le interrumpió Relumbrón sorprendido—. ¿Rehúsa usted obedecerme? ¿No sabe usted que está a mis órdenes, que eso hemos convenido y que me he fiado en su palabra?…

Cataño sonrió desdeñosamente y contestó:

—No he de ir…

Relumbrón se exaltó, quiso echarla de valiente, dio golpes con la mano en la mesa, y Cataño muy tranquilo, fumando su puro y sorbiendo cucharaditas de café sin hacerle caso.

Siguió con sus bravatas hasta que Cataño perdió la paciencia; se puso en pie, agarró fuertemente del brazo a Relumbrón y lo condujo a su recámara, diciéndole:

—Por ahora acuéstese y descanse, compañero, que mañana nos daremos de balazos usted y yo: Juan será testigo.

Se le bajaron los humos a Relumbrón, como si le hubiesen echado un cántaro de agua fría. No contestó ni una palabra y consideró que lo mejor que podría hacer era acostarse.

Cataño volvió al comedor a continuar con su puro y su café y llamó a Juan para platicar.

Juan y Cataño habían hecho muy buenas migas. Siempre que llegaba a la hacienda, cuidada de que su recámara estuviera arreglada, la comida muy variada, los caballos con abundante pastura, y solían dar sus platicadas en la mejor armonía, hablando de siembras, de ganados, de caballos, y de otras cosas de campo; pero nunca, ni uno ni otro, de los asuntos de Relumbrón, ni de la poca o mucha parte que tenían ellos; ni tampoco se había atrevido Juan a preguntar a Cataño algo referente a su vida, ni Cataño a indagar nada relativo a Juan que, en resumen, era para él lo mismo que Romualdo o cualquiera otro de los muchachos calaveras que tenía a sus órdenes.

—¿Has oído, Juan? —dijo Cataño arrojando una bocanada de humo y acomodándose en tres sillas, al estilo americano.

—Está tan cerca el escritorio del comedor —le contestó Juan que no he perdido una palabra.

—Entonces ya sabes que mañana tengo que matar a ese hombre. Tú serás el único testigo. Admitiré todas sus condiciones, pero aunque la distancia sea de cuarenta pasos, lo mismo será para él, morirá infaliblemente. Además, tiene miedo.

Juan se puso un dedo en la boca significando a Cataño que se callara, fue a cerciorarse si Relumbrón estaba dormido y volvió a poco.

—Está profundamente dormido, podemos seguir la conversación —dijo a Cataño.

—Te encargo que mis caballos estén listos y los muchachos avisados, porque luego que le plante una bala en el ojo derecho, nada tengo que hacer aquí.

—¿Y yo? —preguntó Juan con cierto acento de duda y tristeza.

—Te quedarás aquí para dar parte a la justicia y enterrar el cadáver o mandárselo a su familia a México, y de veras lo siento por su hija. Todo el mundo dice que es de lo mejor que hay en la capital.

—¡Qué suerte la mía! Apenas encuentro una posición tranquila, cuando vienen sucesos raros e imprevistos, como este desafío, a sacarme violentamente de ella y a ponerme en peligro. Coronel, usted se larga con sus muchachos, y yo nunca podré probar que no he sido el asesino de mi patrón. El cuento del desafío nadie lo creerá; el juez se reirá de él, y de una manera o de otra, de pronto de aquí iré a la cárcel; pero no importa, me quedo; ésa es mi suerte y no puedo ni debo hacer otra cosa. Me dejo llevar por la corriente y, como siempre, en estos casos confío en la Providencia. No hablemos más, seré testigo único del duelo y los caballos de usted y sus muchachos estarán listos.

—¿Sabes que eres un valiente, Juan, y que me interesas? Vas a quedar, en efecto, en una situación crítica, y si quieres y puedes cuéntame como has venido a dar aquí, y si eres cómplice de Relumbrón, porque eso no confronta bien con la confianza en los designios de la Providencia, que no puede favorecerte a ti, instrumento de un gran ladrón como es nuestro coronel. Yo no soy muy buen cristiano que digamos; pero mi padre y mi madre me infudieron en mi niñez principios religiosos que no se olvidan jamás, y si me ves aquí es por otras cosas bien distintas. Te diré simplemente que yo no soy un jefe de ladrones y debes creerlo. Si tú tienes secretos, como yo tengo los míos, y no los quieres revelar, guárdatelos; pero si algo te conviene referirme para que pueda ayudarte, háblame. Soy tu buen amigo.

—Ningún secreto hay, ningún empacho tengo en contarle, coronel, lo que me ha pasado en la vida; pero antes quiero que me diga si ha conocido usted o conoce a un don Juan Robreño —dijo Juan con mucha naturalidad.

Al oír este nombre Cataño se levantó de la silla como si lo hubiese despedido un resorte y el puro se le cayó de la mano; pero se repuso inmediatamente y volvió a sentarse con aparente tranquilidad…

—Robreño es un apellido común —le contestó— lo mismo que el nombre de Juan. Hay una familia de Robreño en Aguascalientes, otra por el interior; pero yo personalmente no he conocido a ninguno.

—Pues es lástima —dijo Juan, que no se apercibió de la sorpresa de Cataño, porque en ese momento, oyendo ruido, volvía la cara hacía la recámara de Relumbrón.

—Lástima ¿y por qué? —le preguntó Cataño.

—Porque aunque ya he adelantado mucho encontrando de la manera más extraña un protector y amigo, nada me llenará el corazón hasta que yo sepa quienes son mis padres y quién soy yo.

Cataño, que no se había fijado en las facciones de Juan, en su estatura derecha y fuerte, en sus ojos grandes y expresivos, desde que oyó en boca del muchacho el apellido de Robreño, encontró que se parecía y que tenía tanto de él como de la condesa; pero se hizo el ánimo de disimular y de no consentir en una dicha inesperada hasta no tener una prueba que podría hallarse en lo que Juan le refiriese.

—Pues que tanto fías en la Providencia —le dijo Cataño con mucha calma y hasta con cierto aire de duda— quizás un día y no muy lejos, tus deseos serán satisfechos; pero al grano y ya te escucho. Que nos sirvan más café y fuma un puro de este famoso Relumbrón, que mañana a estas horas estará en la eternidad dando cuenta a Dios de sus buenas obras.

Juan se levantó y fue a la cocina; volvió con la cafetera llena de café ardiente, encendió su puro y contó a don Pedro toda su historia, que comienza en los primeros capítulos de estos libros y que el lector sabe ya perfectamente. Y terminó leyendo el misterioso papelito encontrado en el relicario que compró Pepe Carrascosa en la testamentaría del obispo Madrid.

Pedro Cataño, en lugar de arrojar un grito destemplado y de abrazar a su hijo, diciéndole entre sollozos, como en las comedias: «¡Hijo mío! ¡Hijo de mis entrañas!», se levantó del asiento, se atusó el negro bigote y con un tono de autoridad, le dijo a Juan:

—Mañana dejamos a este ladrón muerto en medio del campo y nos marchamos. Ya amaneció, ve a disponer todas tus cosas, manda ensillar tus caballos y los míos y esperemos ya preparados a que se levante el enemigo para acabar con él.

El enemigo no tardó en aparecer, su sueño no fue muy tranquilo y antes de la hora de costumbre ya estaba en el comedor.

—Seguramente no ha dormido usted, compañero —le dijo a Cataño tendiéndole la mano, que fue aceptada de mala gana.

—No tenía sueño —le contestó Cataño— y quise estar dispuesto para la hora en que usted se levantase y que acabemos.

—Lo de anoche fue un acaloramiento. Pensé mucho y convengo en que tiene usted mucha razón. Un golpe escandaloso, y más si había sangre de por medio, podría descomponer nuestros negocios. Estaba yo muy irritado y, por consiguiente, no sé ni lo que dije. Espero, compañero, que recibirá usted mis excusas y que continuaremos como siempre. No hay que hablar más y venga esa mano.

Don Pedro se la tendió, con los dedos tiesos.

—Pues así lo quiere usted —le contestó— yo no insisto ni tengo otro motivo para reñir con usted más que el que se ofreció.

—Bien, muy bien —dijo Relumbrón muy alegre—. Es usted un completo caballero. Ahora espero que no me negará el favor de quedarse en la hacienda con algunos de sus muchachos hasta que regrese yo dentro de una semana. Quiero que me acompañe usted al molino.

Cataño, que estaba absolutamente preocupado con la historia de Juan, aceptó el desenlace con gusto, pues ningún empeño tenía en matar a Relumbrón, y reflexionó que para marcharse con Juan a donde se le diese la gana, cualquier día era bueno. Así, le contestó ya con muy buen humor que lo esperaría los días que quisiese y que no se hablaría más de lo pasado.

Relumbrón, Cataño y Juan tomaron chocolate muy contentos y en cuanto el coche estuvo listo, escoltado por seis muchachos de la banda de Los Dorados, tomó el camino de México.

LII. San Vicente y Chiconcuac

Relumbrón se detuvo en Río Frío, donde Evaristo, como de costumbre, le tenía preparado un buen almuerzo en la taberna alemana. Allí los dos vomitaron infernales injurias contra don Pedro Cataño, contra el Gobierno, contra los ricos de México, contra el género humano, y quedó convenido que Evaristo se pondría a la cabeza de la expedición y la noche menos pensada caería sobre San Vicente y Chiconcuac, robaría, mataría, destruiría las calderas y cuanto pudiera, y de allí se iría a Santa Clara a hacer lo mismo con los Garcías.

Los más perversos y atrevidos valentones de Tepetlaxtoc se habían desperdigado por el Bajío, formando cuadrillas de cuatro, seis y ocho hombres que, ya caían a una hacienda, ya a otra. Las poblaciones de Celaya, Salamanca, Irapuato, estaban aterrorizadas, pues la audacia de los bandidos llegó hasta penetrar a la Cañada de Marfil, lo que obligó al gobernador a salir en persona con sus secretario y la fuerza de que pudo disponer para perseguirlos y exterminarlos; pero en la noche volvió triunfante sin haberles podido dar alcance.

Relumbrón, de regreso a México y con el negro pensamiento de que su venganza se realizaría pronto, se dedicó a su familia como un buen esposo, a sus queridas como un buen amante, y a sus negocios como hombre de grande importancia, sin dejar de cumplir sus deberes militares en Palacio. En su interior se vanagloriaba del talento que había desplegado para cometer sus crímenes, de modo que ni remotamente pudieran sospechar que él era el autor. La casa de la Calle de Don Juan Manuel permanecía cerrada y nadie había fijado su atención, y aunque un día u otro, como debía suceder, se descubriese el robo ¿quién se atrevería a figurarse que él era el autor?

Pepe Carrascosa, callada la boca, fue sacando de sus armarios todas sus alhajas y curiosidades, y depositándolas en el Montepío; dejó a los criados en sus puestos y a nadie contó lo que le había pasado; como de costumbre concurría a las almonedas del Montepío, donde encontraba Relumbrón; se daban la mano, platicaban y compraban lo que les parecía mejor, como si nada hubiese pasado. Todo esto daba a Relumbrón nuevos bríos, y no hacía a la hora de acostarse más que pensar en nuevas empresas.

Pocos días bastaron para que Evaristo reuniese a los valentones y organizase su expedición a la Tierra Caliente. Hizo el camino por los montes, que ya conocía perfectamente, y fue a salir a la cuesta de Huichilaque.

Desde allí, con la mayor precaución y con carabina en mano, siguió poco a poco bajando la cuesta y llegó a cosa de las nueve de la noche a la hacienda de San Vicente. Observando que estaba cerrada y que había vigilantes en las azoteas, no se atrevió a tocar; desperdigó su gente y se retiró a cierta distancia, en el mayor silencio, a pensar lo que tendría que hacer o a esperar el día para caer de improviso cuando abriesen. ¡Asaltar la hacienda! Ni por pienso; no era del temple de don Pedro Cataño, y si tal hubiese intentado, la derrota era segura, pues en la finca había armas y dependientes resueltos a defenderse.

Vagando de un lado a otro y alejándose siempre de la hacienda, vio venir un hombre por una calzada que conducía a Chiconcuac. Puso espuelas a su caballo, marcó el alto al pasajero y a los cinco minutos se juntó con él.

—¿A dónde va? —le preguntó poniéndole la pistola al pecho.

—No tengo nada más que un mal reloj, tres pesos en la bolsa y este caballo flaco, aquí lo tiene usted todo, y no hay necesidad de su pistola para eso, pues no vengo armando —le contestó el caminante con cierta sangre fría.

—No quiero ni sus tres pesos, ni su reloj, sino que me diga qué anda haciendo por aquí a estas horas y a dónde va, porque supongo que no se ha de quedar en el campo ni éste es el camino para ir a México.

El caminante no quería responder, pero Evaristo dijo con voz resuelta:

—Si no responde lo mato —y preparó la pistola.

El pasajero, aislado completamente en el campo, en una noche oscura y rodeado de los bandidos que se habían acercado, no veía medio alguno de salvación, y amagado de nuevo por Evaristo, que le dio cinco minutos para decidirse, tuvo que contestar al fin:

—Voy por aquí cerca, a San Vicente; soy dependiente de la hacienda.

—Basta; eso debía haber dicho desde el principio; allá voy yo también —contestó Evaristo—. Soy el jefe de una fuerza del gobierno, y como la caballada está cansada, necesitamos descansar y darle pienso.

Al decir esto, uno de los bandidos se acercó al dependiente, lazó con una reata el cuello del caballo, le quitó el freno y amarró a cabeza de silla.

—Así está bien —dijo Evaristo— ahora adelante.

Diseminados y con mucho silencio, caminaron hasta la puerta de la hacienda de San Vicente.

—Ahora —le dijo Evaristo sacando un puñal— va usted a tocar la puerta, a decir que una partida del gobierno que anda en persecución de Los Dorados, pide asilo, pues que trae gente y caballos cansados; que pueden abrir sin temor; en fin, deles todas las seguridades hasta que abran. Si no abren o disparan armas, le meto en el corazón este puñal hasta la cacha.

El dependiente sentía en el cuello la punta del puñal de Evaristo. El bandido que había caminado junto a él tirando del caballo por el pescuezo, le tenía la pistola amartillada puesta en la sien. No había remedio; el pobre hombre tocó la puerta y haciendo un esfuerzo para componer su voz, entabló un diálogo con los de adentro, que dio por resultado que las puertas se abriesen de par en par. Una irrupción de demonios con machete en mano y disparando las pistolas ocupó inmediatamente el patio. Algunos tiros fueron disparados por los dependientes de la hacienda, que dieron por resultado que Evaristo, acobardado al principio, creyendo en una resistencia formal, y furioso después, hiciese picadillo a cuchilladas y puñaladas a tres de los dependientes, sin contar al desgraciado que los había introducido, que con todo y caballo arrastró por el patio el facineroso que lo conducía. A la gente de trabajo que había en la hacienda, a caballazos y a cintarazos la hicieron entrar en el almacén y la encerraron.

Dueños ya de la hacienda, se introdujeron por todas las habitaciones y oficinas en busca de dinero, de licores y cosas que comer. Robaron en el cuarto de raya y el despacho cuatro o cinco mil pesos; vaciaron la despensa; lo que no pudieron beber y comer, lo destruyeron; y beodos de sangre y de vino, con trabajo y a cintarazos los pudo reunir Evaristo, y al amanecer abandonaron la finca, tomando el camino de la montaña. Evaristo, asustado con su triunfo, no se resolvió a ir a Santa Clara, y eso salvó a los Garcías.

Cuando se supo en la capital esta sangrienta catástrofe, fue universal el sentimiento de horror y de indignación. El gobierno inmediatamente mandó fuerzas de infantería y caballería a la Tierra Caliente, puso enérgicas circulares a las autoridades de toda la República para que contribuyesen a la destrucción de la banda de forajidos, nombró un juez especial para que instruyera la causa e hizo cuanto pudo para acallar el clamor público. El encargado de la Legación de España pasó una terrible nota al gobierno, concluyendo por decirle que si dentro de ocho días no estaban aprehendidos y ahorcados los asesinos, abandonaría la Legación y la guerra sería declarada. Como no fue posible que en una semana se hiciese esto, el diplomático abandonó la Legación y partió para Madrid.

El terror de Relumbrón fue tal, que cayó enfermo y en una semana no pudo salir de su recámara. Doña Severa y Amparo olvidaron el asunto del relicario y lo llenaron de cuidados y atenciones.

El doctor Ojeda, que ya tenía su título y una buena clientela, llevó la noticia a la hacienda de Arroyo Prieto.

—Vengo —le dijo a su amigo el fingido don Pedro Cataño— a sacarte del infierno en que te has metido. Lo que ha hecho tu amigo Relumbrón y el capitán de rurales, porque ellos son sin duda, es horroroso, y como se trata de evitar una guerra con España, el gobierno no descansará hasta no descubrir la maraña. Bastante hemos hablado tú y yo para que no comprendas lo que ha pasado y de dónde viene la trama en que tú puedes aparecer como un vil asesino sin haber tenido la más leve parte. Además, don Remigio me ha escrito una carta muy alarmante. Las incursiones de los comanches, que otros años han sido de partidas pequeñas que él ha podido perseguir con los vaqueros de la hacienda, van a ser este año formidables. Un cautivo de la hacienda del Torreón, que logró escaparse, ha contado todos los pormenores a don Remigio. Las diferentes tribus de comanches se han reunido en las Praderas bajo el mando de Mangas Coloradas a quien tú conoces, y en número de quinientos a seiscientos van a caer sobre los Estados de Chihuahua, Coahuila, Durango y Nuevo León, para recoger toda la caballada que puedan y venderla o cambiarla en las factorías americanas por pólvora, rifles y abalorios. Figúrate cómo van a quedar esas haciendas. Los administradores huyen ya y las están dejando abandonadas. Tu padre sabes lo que es: primero largará el pellejo, y luego la hacienda, tenlo presente. Está Mariana mejor, un poco mejor, me dice don Remigio. Hay otra cosa que me llama mucho la atención. Me dice que hace mucho tiempo que Quintana, el dependiente, no le escribe, cuando tenía costumbre de hacerlo cada ocho días, y me encargó que me informe de si está enfermo o se ha muerto. Fui en consecuencia a la casa de la Calle de Don Juan Manuel, toqué la puerta y ni quien respondiera. Fui también al Puente de Alvarado, y lo mismo; toqué más de media hora y ni alma viviente. Algo grave ha de haber pasado, pero no he querido meterme en averiguaciones porque lo más urgente era venirte a ver. ¿Qué dices?

Don Pedro Cataño llamó a Juan.

—Mañana al amanecer salimos de aquí; así, esta noche dispones tus cosas y no repliques, porque es por tu bien.

—No deseaba otra cosa —le contestó Juan—. La Providencia me llevará por buen camino.

Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, don Pedro Cataño, Juan, Romualdo, el doctor Ojeda y los muchachos que estaban allí reunidos abandonaron, para no volver más, la misteriosa hacienda de Arroyo Prieto.

LIII. Sentencias de muerte decretadas por Evaristo

Los horrores y sangre de la hacienda de San Vicente, las agitaciones políticas de la capital y los tormentos del alma de Relumbrón, no habían turbado la serenidad del cielo azul en que vivían doña Severa, Amparo y Casilda, y mencionamos a Casilda, porque ya no era criada, sino que se contaba como de la familia; tanto así supo la muchacha granjearse el cariño de sus amas.

Las tertulias de Relumbrón cada vez eran más lucidas. La asistencia, sin faltar un solo jueves, del marqués de Valle Alegre, les había impreso un carácter altamente aristocrático. Ya no concurrían allí tenientes de caballería, ni escribientes de la dirección de loterías, ni corredores de semillas, sino personas de todo peso por su dinero, por su posición social o por su talento como poetas y literatos. El maestro Elízaga no faltaba, y cada semana era un vals, unas cuadrillas, una improvisación del más refinado gusto y de la más completa novedad. Todo pasaba de la manera más cordial, y las horas se deslizaban sin sentir. Se platicaba, se cantaban piezas escogidas por las señoritas más adelantadas de entre las discípulas del maestro Elízaga, solían las criadas arrimar las sillas a los costados del salón y bailarse algunas contradanzas y cuadrillas. A las diez y media los convidados pasaban al comedor, donde encontraban sabrosos helados de Veroli, platos variados de esa multitud de golosinas en forma de pastelitos, yemas y quesadillas de Guatemala, y para los más golosos, carnes frías, Jerez, Burdeos y champaña en abundancia. Volvía la reunión al salón a continuar la conversación, la música y el canto, y antes de las doce cada cual sabía que tenía que tomar su sombrero y despedirse.

Amparo y doña Severa eran cada una, según su edad y carácter, el encanto de la concurrencia; a todos atendían, con todos platicaban un momento, y las más veces, de esas conversaciones con las amigas resultaba auxiliada con dinero una viuda con hijos; una muchacha doncella en peligro colocada en las Vizcaínas o en un convento; un empleado pobre y enfermo socorrido con médico y botica; en fin, alguna obra de caridad, porque hija y madre nunca se acostaban contentas si no habían hecho una buena acción. La tertulia solía interrumpir el viernes el método de su vida; pero el resto de la semana no dejaban de oír su misa temprano, de practicar sus devociones con los criados y de confesar y comulgar cada mes.

En cuanto a Relumbrón, pasado el disgustillo ocasionado por el relicario tocado al sepulcro de Jesucristo, no daba motivo aparente para que su familia tuviese ningún motivo fundado de queja. Sus almuerzos y cenas con Luisa no habían llegado a noticia de su mujer, y en cuanto a los robos, heridas y pleitos en la ciudad y fuera de ella, el público echaba todo a cargo del gobierno y de las autoridades, sin que nadie, ni remotamente (quizá sólo el ciego Dueñas) se atreviese a pensar que era el jefe de una terrible asociación.

Pero el contento y la satisfacción de doña Severa se había aumentado con un suceso que ella esperaba de un momento a otro, y que con los ojos de madre había observado cuidadosamente hacía meses. El marqués de Valle Alegre se había declarado oficialmente, y don Pedro Martín de Olañeta fue encargado de pedir con toda solemnidad la mano de Amparo.

El marqués, con el tacto y experiencia de hombre de mundo, había ido gradualmente conquistando la confianza de Amparo y ganado su corazón por tiernas y multiplicadas finezas que sólo saben hacer los hombres de exquisita educación que aman de veras, y llegó a abrigar en su pecho una loca pasión por tan encantadora muchacha, y a formarse un delicioso plan de felicidad doméstica.

Amparo, por su parte, no había amado a nadie. Los tertulianos no pasaron nunca de eso que llaman flores, es decir, frases comunes de elogio, que cuando son dichas por gentes de cabezas vacías hacen reír a las muchachas o cuando menos las dejan enteramente frías. El marqués no era un joven, pasaba ya de los cuarenta, pero la vida regular, el buen orden que había puesto don Pedro Martín de Olañeta en sus negocios, lo habían rejuvenecido. El color rosados sobre una piel fina y blanca, había vuelto a sus mejillas; la barba negra apenas tenía una que otra cana que le hacía bien, y con el entusiasmo y las ilusiones de novio, el brillo y la expresión de sus ojos acompañaba a sus palabras insinuantes; y después, era tan delicado y respetuoso con Amparo, que ésta comenzó por apreciarlo, y concluyó, sin sentirlo, por enamorarse perdidamente de él y no pensar ya ni en sus santos y vírgenes favoritas, y a confiarle a la madre sus secretos sentimientos, sus temores y sus esperanzas. El único obstáculo que había detenido al marqués para resolverse definitivamente, era la desigualdad de condiciones. ¿Quién era Relumbrón? Nadie lo sabía en México. ¿De qué familia procedía? Tampoco. ¿Podría explicarse satisfactoriamente la procedencia de un hombre que nunca hablaba de su padre, ni de su madre, y que no tenía parientes ni personas que lo hubiesen conocido en su niñez ni en su juventud? Bien a bien ni se sabía dónde había nacido; unos decían que en Morelia, otros que en Jalapa; la mayor parte en Veracruz. El ciego Dueñas decía que no era más que un pícaro habanero.

El marqués tenía muy presente la dolorosa catástrofe de la hacienda del Sauz, en que realmente figuró él mismo con el doble carácter de verdugo y de víctima. Si el conde hubiese consentido en el casamiento de Mariana con el hijo del administrador, en vez de haber martirizado cruelmente a su hija, y héchola perder la razón labrando él mismo su desgracia, tendría unos nietos que alegrarían su vejez, sus intereses muy bien atendidos y su única hija llena de felicidad, agradecida y amorosa con un padre que de una manera natural y sin esfuerzo ninguno había sabido hacerla dichosa. ¿Qué le importaba, en resumen, al marqués de Valle Alegre, que Relumbrón no fuese como él, marqués o conde, si su hija, además de la hermosura, tenía la verdadera nobleza que consiste en los elevados sentimientos y en una vida irreprochable? Aparte de estas consideraciones, amaba apasionadamente y era amado, y esto bastaba para que no sacrificara la felicidad de su vida a las preocupaciones sociales.

Así, cuando don Pedro Martín de Olañeta, conforme a las instrucciones del marqués, se presentó a pedir a Amparo, los padres contestaron (o mejor dicho, doña Severa) que no eran dueños del corazón de su hija, y que la dejaban en la más completa libertad. Amparo, que no conocía el disimulo ni se detenía en fórmulas vanas y mentirosas, contestó decididamente que su corazón era del marqués, y que si sus padres consentían, ello no deseaba otra cosa sino hacer feliz al hombre que la había escogido para compañera de su vida.

Dio mucho en qué pensar este suceso a Relumbrón, como el más importante de su vida íntima. De por fuerza le vinieron a su alma, aunque criminal y envilecida, los sentimientos paternales y los recuerdos de la educación religiosa que recibió de las buenas gentes a quienes fue entregado por la moreliana. Si un día u otro (porque los criminales siempre están llenos de temores) se descubría alguna de sus fechorías ¡qué golpe tan terrible para su esposa y para su hija! Resolvió, sin vacilar, apartarse de la carrera que había seguido; de cortar, a costa de mucho dinero si era necesario, sus relaciones con toda la canalla; liquidar sus cuentas con dos Moisés y arreglar todas sus cosas de modo que no tuviese ningún motivo de inquietud, ni quedase rastro de sus maldades, marchándose en seguida a Europa y dejando a su hija establecida y a su mujer al lado de ella, mientras él se daba sus verdes en ese París que es el sueño dorado de los mexicanos que hacen alguna fortuna y van a gastarla en los teatros, en los cafés y en los centros del placer de esa capital del mundo, como le llaman, no sin alguna razón, los franceses.

Fácil parecía a Relumbrón lograr su intento. El compadre platero no era posible que lo denunciase, y entraría fácilmente en el arreglo. Liquidadas sus cuentas, bien les quedaban limpios en oro, plata y buenas fincas, más de 400,000 pesos. El licenciado Chupita estaba ya muy rico, y el molino de Perote quedaría sólo para harinas, destruyéndose troqueles y maquinaria; el tuerto Cirilo no lo conocía personalmente y se entendía con doña Viviana, la que muy rica también, guardaría por su propio interés un silencio eterno, y quedaría muy contenta con la mitad de las utilidades de la fábrica de vestuario. Don Moisés quedaría en libertad de seguir o no en la partida de juego, y tendría que callar también; además, nadie podría probar que su baraja mágica había despojado a comerciantes ricos dejándolos a punto de quebrar. El obstáculo serio que se le presentaba era Evaristo. Un borrachón cobarde, insolente, cómplice de todas sus maldades y el único que estaba en el secreto del robo de la Calle de Don Juan Manuel; no lo dejaría vivir tranquilo y era un amago constante, pero creyó encontrar el medio probable de hacerlo desaparecer para siempre. No había más que ponerlo enfrente de Juan, autorizándolo para que obrara como le diese la gana. Habría un duelo o cosa semejante, y en la lucha estaba seguro Relumbrón que Juan mataría a su adversario o los dos se matarían. Ya había prometido a Juan que le proporcionaría la ocasión de vengarse, y no era necesario más que cumplirle la palabra.

Las cosas urgían. El marqués había comprado una casa en la Ribera de San Cosme, con un hermoso jardín y unos muebles muy de moda, venidos de París, para regalárselos a Amparo; preparaba al mismo tiempo los regalos de boda, y el compadre platero le había vendido cosa de diez mil pesos de alhajas (las mismas robadas al marqués y transformadas) y las amonestaciones deberían comenzar a leerse dentro de pocos días en la parroquia.

Relumbrón no perdió tiempo. Marchó al molino, donde no le costó trabajo persuadir al licenciado Chupita, y quedó convenida la manera de despedir a los operarios y de destruir la maquinaria. Del molino caminó al día siguiente para la hacienda y ¡cuál fue su sorpresa al encontrarla sola y silenciosa! Llamó al mayordomo de campo, que era un indio muy práctico en las labores, pero que no sabía leer ni escribir, y procuró informarse de lo que había pasado. El mayordomo, acostumbrado a las entradas y salidas de gente de a caballo y de las ausencias de Juan, más frecuentes desde que tenía a Lucecilla en San Martín, no había hecho alto en el acontecimiento; así, ninguna explicación pudo dar a su amo. Relumbrón entró al despacho y al cuarto de raya; ni una carta, ni un renglón escrito en ninguna parte. Los papeles estaban en orden, el dinero en la caja, las cuentas liquidadas hasta el día de la fuga. La última raya la había hecho el mayordomo, y en la mesa estaban los medios y cuartillas sobrantes. Evidentemente no había habido robo, sino otra causa muy grave les había obligado a esa repentina deserción. Recibió con esto un golpe terrible, y el pánico se apoderó de él creyendo que este suceso era la señal de su desgracia, y regresó a México cabizbajo y triste. Al día siguiente, cuando menos lo esperaba, lo sorprendió Evaristo, colándose de rondón hasta su despacho.

Hubo otra persona que se sorprendió más que Relumbrón de esta visita intempestiva, y fue Casilda. Uno de los quehaceres que tenía en la casa era entenderse con la lavandera, preparar la ropa limpia del coronel, examinarla, pegarle los botones, y colocarla en su lugar de modo que estuviera en orden y a la mano, porque en este punto nuestro héroe era lo que en familia se llama muy cócora, y doña Severa y Amparo querían darle gusto hasta en esas cosas insignificantes. Entre el despacho y la recámara de Relumbrón había una pieza larga y oscura, y allí se habían colocado unos armarios y percheros donde éste tenía toda su ropa blanca y de paño perfectamente colocada. Casilda, cuando observaba que el amo se había levantado y pasado a trabajar a su gabinete, sacudía y hacía la cama, retiraba la ropa sucia y colocaba la limpia en los armarios, de modo que la encontrase ya arreglada, pues muchas veces designaba en la noche el pantalón, el chaleco, le levita, frac o uniforme que debía ponerse al día siguiente.

Esa mañana Casilda hizo lo de costumbre y se retiraba, cuando una voz que la llenó de terror y que escuchó en el despacho, la detuvo junto a la puerta. Aplicó el ojo a la cerradura, y reconoció al instante a Evaristo. ¿Cómo este hombre, del cual ni se acordaba ya, estaba allí, vestido como un caballero? No lo podía comprender. La curiosidad, el susto, el temor de hacer ruido al abrir la puerta de la recámara que había cerrado, o todo junto, la clavaron en aquel lugar, sin que hubiese sido dueña de moverse, aun cuando su amo hubiera tenido la idea de entrar por cualquier motivo al cuarto oscuro.

—Coronel, estamos en un gran peligro. En uno de estos días seremos descubiertos, y ya se figurará lo que pasará —dijo Evaristo quitándose el sombrero y sentándose en una silla con la mayor confianza.

—¿Cómo así? —le contestó Relumbrón—. Eso es imposible. ¿Qué alguno de los nuestros…?

—No, ninguno de ellos, sino esa maldita frutera de la plaza, que mal rayo la parta.

—Cuenta, cuenta; pero brevemente, la sustancia, lo principal, al grano, habla —le contestó Relumbrón con una visible agitación.

—Uno de mis muchachos (pues les doy sus licencias para que bajen a la ciudad y estén así contentos) estaba sentado en un puesto cercano al de Cecilia, comiéndose un taco de mezclapiques con aguacate, cuando llegó allí el licenciado Lamparilla, que mal rayo lo parta, coronel. La Cecilia y él hablaron de varias cosas, y entre otras de lo de Tierra Caliente.

—¿No se ha sabido por fin —le preguntó la frutera al licenciado Lamparilla— quiénes son los asesinos de la hacienda de San Vicente?

—¿Quiénes han de ser, muchacha —le contestó el licenciado— más que Los Dorados? Pero échale un galgo; un escudito de oro se le puede dar al que coja siquiera uno de ellos.

—¡Qué dorados ni que plateados! —respondió Cecilia—. Apostaría mis dos orejas a que no es otro que ese que llaman don Pedro Sánchez, capitán de rurales, que es el mayor asesino que hay en México —hablaban en voz baja, coronel; pero mi muchacho no perdió una palabra, y así que acabó de comer su taco y Lamparilla se fue, montó a caballo y me vino a referir todita la conversación, como se la cuento a usted.

—Vaya —dijo Relumbrón— yo creí que la cosa era más grave. ¿Quién va a hacer caso de dichos de fruteras y de gentes de la calle que digan lo que les dé la gana? ¿Y las pruebas?

—Coronel, no es eso —le contestó Evaristo— sino que la frutera tiene todos mis secretos y se los comunica al licenciado Lamparilla, que es su amante, y al licenciado Olañeta, que es su protector. Tenemos la vida vendida, créame usted, y yo he tomado ya mis medidas para quitarnos esas gentes de encima.

—¿Qué medidas has tomado?

—Matarlos, pues no hay otra cosa que hacer, y lo he dispuesto todo antes de venir a ver a usted.

—Eso nos va a comprometer quizá más —dijo Relumbrón alarmado de la sangre fría con que Evaristo refirió la sentencia de muerte que había decretado contra las tres personas.

—¡Más comprometidos que lo que estamos! —dijo Evaristo—. Pero no tenga usted miedo, y escuche. El licenciado Lamparilla se retira del teatro entre once y doce. En la puerta de su misma casa recibirá seis u ocho puñaladas. La calle está sola, y cuando el sereno se mueva, ya los muchachos estarán en la plazuela de San Sebastián, y se meterán a su casa a dormir muy tranquilamente. La condenada frutera morirá de un par de buenos bijarrazos en la cabeza. Tres o cuatro de mis muchachos irán al mercado, comprarán cualquier cosa, se harán de razones, se agarrarán a las trompadas, después levantarán piedras y, por casualidad, le tocará una a la frutera, que le haga saltar los sesos. No chistará palabra; caerá redonda; yo se lo aseguro, coronel. Los muchachos, en la bola que se arme y a la que concurrirán otros, se escaparán, y si los cogen, dirán que no lo hicieron adrede y que era entre ellos que se apedreaban. El licenciado, que todas las noches toma su chocolate, al mascar la última sopa caerá de la silla como si lo hubiese partido un rayo. Una herbolaria me ha dado unas bolitas, que no hay más que echar cuatro en el jarro donde se hace el chocolate, y la cocinera, que es nuestra, está comprometida. Al servir el chocolate se marchará, y nadie la volverá a ver.

—¿Y cuándo vas a hacer todo eso? —le preguntó Relumbrón.

—Mañana todo quedará concluido: a cosa de las diez de la mañana, el pleito en la plaza; a las siete, el chocolate del licenciado don Pedro; a las doce de la noche, su merecido a Lamparilla, y pasado mañana no tendremos enemigos.

—Mi opinión es que no hagas nada ni se necesita; yo hablaré con Lamparilla y con don Pedro, y con maña indagaré lo que ellos saben y el mal que nos pueden hacer… Hasta entonces…

—Yo no espero ni una hora —dijo Evaristo—. No me puedo fugar, porque entonces pierdo todo el dinero que he ganado, que no me puedo llevar, y tampoco quiero que por una denuncia cualquiera nos cojan y, una vez en manos del licenciado don Pedro, somos perdidos. Quiera usted o no quiera, lo he de hacer, y estoy resuelto a todo. Si a usted no le parece, no me empeño; entonces yo mismo me iré a presentar al juez y si me da palabra de perdonarme la vida, le daré la punta del hilo y él desenredará la maraña. Es mi última palabra.

—Pero todo lo que estás diciendo es insensato, no lo haría un chicuelo.

—Pues yo lo haré, y no hay más que hablar.

—Me lavo las manos ¿lo entiendes? —le dijo Relumbrón—. Haz cuenta de que nada me has dicho.

Los dos personajes siguieron hablando en voz más baja, se levantaron de los asientos y salieron al corredor. Casilda aprovechó el momento para esquivarse y, reponiéndose en su cuarto de la sorpresa y emoción que le causó la escena que acababa de presenciar, fue a pedir licencia a doña Severa con pretexto de ver a las monjas de San Bernardo, y no había pasado media hora, cuando ya estaba en la casa de don Pedro Martín de Olañeta.

Casilda, ya lo hemos dicho, sin perder nada de los atractivos sensuales que la hacían notable en el Portal de Mercaderes cuando vendía chucherías de madera, había mejorado. La tez de su cara era tan suave y fina como la envoltura delicada del huevo; su cabello, cuidado y peinado diariamente, se había desarrollado de tal manera, que las gruesas y lustrosas trenzas, arregladas diestramente en su cabeza, le formaban un peinado que realzaba las perfecciones de su simpática fisonomía. Don Pedro Martín, luego que la vio, perdió los estribos como quien dice, y se quedó contemplándola como si nunca la hubiese visto o como un niño al que por primera vez se pone delante de un objeto curioso que no esperaba ver.

—¿Qué te trae aquí, muchacha? Hacía un siglo que no te veía. He estado en casa de tus amos varias veces, y ni tu sombra. No te dejas ver, y haces bien, porque cada día estás más hermosa. Vamos, se ve desde luego que te tratan bien y que llevas buena vida. ¿Qué se te ofrece? Di… ya sabes que tienes aquí… en fin… como tu padre. ¿Algún disgusto?… Ésta es tu casa.

Don Pedro decía esto, porque veía que Casilda se ponía encarnada, quería hablar y no podía, y llevaba las puntas de su rebozo a la cara para cubrirse, como si tratara de acusarse de algún acto vergonzoso.

—Le diré a usted de una vez, señor licenciado; usted va a ser envenenado esta noche. No tome usted el chocolate.

—¡Cómo, Casilda! Habla; esto es grave, y lo creo, porque no eres capaz de decir una mentira.

Casilda le refirió entonces la conversación que había escuchado; pero sin nombrarle personas, ni lugar, ni nada que pudiera dar indicio de que Relumbrón tenía parte en tenebrosas combinaciones con Evaristo. Casilda quería salvar la vida de su protector sin perjudicar a la familia que tan buena acogida le había dado, y como don Pedro le hacía preguntas y trataba de averiguar, Casilda se hecho a sus pies llorando.

—No me pregunte usted nada, señor licenciado, no le puedo decir más de lo que le he referido para salvar a usted y a las otras dos personas. Si usted procede como lo hacen los señores jueces, soy perdida ¡quién sabe qué haría!… Me mataría antes de aparecer con una fea mancha. Haga usted lo que quiera, pero jamás diga que yo le di el aviso.

Don Pedro Martín no sabía que pensar y todo se volvía conjeturas y sospechas, pero en fin, como la cosa urgía, despidió a Casilda cariñosamente, asegurándole que jamás se sabría que ella había revelado este importante secreto.

—Sea lo que fuere, y verdad o mentira, lo que importa es evitar el golpe, pues que tenemos noticia hasta de la hora en que se deben cometer mañana estos delitos.

Con uno de los pasantes mandó buscar por todas partes a Lamparilla, y él mismo se encargó de vigilar desde el comedor a la cocinera. Lamparilla llegó acompañado del pasante, que lo había encontrado en los tribunales.

—No me haga usted ninguna pregunta ni trate de hacer averiguaciones. Me obedece usted y se acabó —le dijo don Pedro Martín luego que lo vio entrar.

—Como usted lo ordene —le contestó Lamparilla sorprendido, pues no sabía de lo que se trataba.

—Se va usted inmediatamente al mercado, y le dice a Cecilia que mañana cierre el puesto, y ella y sus criadas no salgan de su casa sino a lo muy preciso, hasta que usted mismo les avise. Que haga esto sin hablar palabra a nadie. En seguida va usted a su casa, monta a caballo y con sus mozos bien armados se marcha usted al rancho de Santa María de la Ladrillera, donde se quedará usted hasta que yo le mande decir que puede regresar. Indagará usted si la herbolaria ha dado en estos días a una persona una semilla o alguna otra yerba venenosa. Esto ¿me comprende usted? con maña, para saber la verdad. Mucho secreto en todo y ni una palabra más por ahora. Vaya usted, y no pierda ni minutos.

Lamparilla, sorprendido con tan inesperada conferencia y sin atreverse a hacer ninguna pregunta a su maestro, salió a cumplir inmediatamente con las instrucciones que acababa de recibir.

A la primera palabra que Lamparilla dijo a Cecilia, comprendió que Evaristo trataba de matarla; pero sin discutir, arregló sus cosas, cerró su puesto y antes de la hora de costumbre se retiró a su casa y durante tres días no asomó ni las narices a la calle.

Lamparilla, armado hasta los dientes y seguido de tres criados, llegó sin novedad al rancho de Santa María de la Ladrillera. No obstante lo preocupado que estaba y pensando naturalmente que lo amagaba un grave peligro del que trataba de salvarlo el licenciado Olañeta, o más bien dicho, seguro de que Evaristo quería asesinar a Cecilia y a él, fue esta visita un motivo de agradables recuerdos. Los negocios de su profesión, sus amores con Cecilia y la certeza que tenía ya de recobrar los bienes de Moctezuma III, le habían hecho diferir de día en día su visita, esperando, cuando estuviese en posesión siquiera de una hacienda, dar una sorpresa a su comadre. El rancho, bajo la inteligente dirección de Jipila, de un lugar monótono y triste se había convertido en un sitio encantador, al cual se citaban ya algunas de las principales familias de México para pasar días de campo. El jardín, que comenzaba en las quiebras de la cuesta, plantado al estilo de los célebres jardines de Netzahualcóyotl, en Texcoco, presentaba desde lejos el aspecto de una gran alfombra oriental; las flores y las plantas más exquisitas crecían entre el verde césped en abultados y graciosos macetones, formando armonía por los distintos verdes de hojas y por el color de sus flores; los tristes sauces llorones habían sido reemplazados por fresnos nuevos, ostentando sus frescas y redondas copas verdes, y dando sombra a unos asientos rústicos construidos por la misma Jipila; las rejas de las ventanas se veían entrelazadas curiosamente con plantas enredaderas, de donde pendían gruesas campánulas azules y blancas, y en las paredes, colocadas con profusión, esas flores lujuriosas del nopalillo, rojas hasta deslumbrar la vista, y brotando de su centro multitud de estambres cubiertos de polvo de oro. Los perros muy limpios y juguetones; las vacas, con sus collares encarnados, haciendo sonar la campanilla; los carneros y ovejas con una lana blanca de reflejos dorados; en fin, todo limpio, oloroso, fresco, que encantaba los sentidos; que convidaba al descanso e inspiraba ideas sanas y buenas.

Doña Pascuala había engordado tanto, que trabajo le costaba moverse; pero en lo demás, poco había cambiado, y la cara daba idea todavía de que no había sido una moza despreciable. Estaba muy contenta porque Espiridión había recibido las sagradas órdenes, y como el arzobispo lo distinguía entre todos sus condiscípulos, lo había nombrado vicario del curato de Ameca. Moctezuma III de vez en cuando se había aparecido por el rancho, muy buen mozo, con su uniforme militar y siempre seguido de dos dragones; sólo de Juan no había noticia, y doña Pascuala no lo podía recordar sin que sus ojos se llenasen de lágrimas.

En cuanto a Jipila, como siempre, no había pasado día por ella; muy peinadita, con su cabello negro muy lustroso, sus mejillas muy frescas y sus dientes muy parejos y blancos, siempre de fuera, pues no la abandonaba una sonrisa y no podía hablar sino así.

Lamparilla no tuvo ninguna dificultad para saber lo que el licenciado don Pedro Martín consideraba como muy delicado y difícil.

A la primera interpelación de Lamparilla, Jipila le contestó riéndose:

—¡Ya iba yo a darle yerbas venenosas ni a ése ni a ninguno! Vino aquí un ranchero que llaman el Aposentador y que vende pasturas a los arrieros y a las caballerías que andan en el monte. Aquí compra mucha cebada y paja, y se la lleva en carros. Me dijo que tenía una mujer que le daba mala vida y se la pegaba con todo el mundo y que estaba celoso y la quería matar, pero de modo que no se conociera que él lo había hecho. Me rogó, me ofreció dinero, me amenazó y cuanto usted quiera, y yo a ni responderle a tanto chisme, hasta que, por quitármelo de encima, le di unas semillas secas de árbol del Pirú, asegurándole que con cuatro que se echaran en el chocolate o en el caldo, bastaba para matar una gente sin que quedara rastro alguno que los médicos pudiesen conocer.

Lamparilla, contento con su residencia en el rancho y con las pláticas de doña Pascuala, pensó que alguno había sorprendido con una falsa denuncia a don Pedro Martín, y rio mucho de la ocurrencia de Jipila.

—¿Y si viene a reclamarte, cerciorado de que no han hecho efecto las bolitas y diciéndote que te has burlado de él?

—Yo le contestaré cualquier cosa, y si me molesta, lo amenazaré con el juez de Tlalnepantla, pero nada hará, porque en ninguna parte encuentra mejor pastura ni más barata que aquí.

Don Pedro Martín, con la mayor prudencia y secreto, dispuso que gente de policía disfrazada rondara por la casa de Lamparilla, y en efecto, fueron aprehendidos por sospechosos tres hombres, a quienes se les encontraron puñales, y fueron enviados a la cárcel por portadores de armas prohibidas. En el mercado se estableció vigilancia y se vieron hombres de mala catadura que acechaban el puesto; pero como estaba cerrado, nada hicieron que diese motivo para aprehenderlos; y en cuanto al chocolate, él mismo sorprendió a la cocinera en el momento que echaba en la leche unas bolitas negras. Cargó con el jarro a su cuarto, diciendo a la criada que guardase el más profundo silencio si no quería ser castigada, y lo envió a Leopoldo Río de la Loza para que lo analizara. Al día siguiente el sabio químico lo devolvió, diciendo que no había más que cuatro semillas secas del árbol del Pirú, lo que comprobó después la declaración que hizo Jipila a Lamparilla. Evitando el peligro y frustrada la tentativa de un triple asesinato. Lamparilla volvió a México y Cecilia a su puesto; quedó este negocio en el secreto, y el licenciado Olañeta mismo no le dio gran importancia; pero reunido esto a los antecedentes que tenía, pensaba que de un momento a otro tendría entre las manos los hilos de una tenebrosa trama que quizá lo envolvería a él mismo en una eterna desgracia, y esperaba a cada instante una nueva visita de Casilda.

LIV. Celos indiscretos

Juliana era lo que puede llamarse una buena mujer en la extensión de la palabra, sobre todo muy segura, como dicen familiarmente nuestras señoras cuando quieren abonar de honrada a una sirvienta. En efecto, los relojes, las piedras preciosas, los pedacitos de oro y de plata, los arreglaba todos los días Juliana en la mesa y cajones de su amo el platero, sin que en años le hubiese faltado la más insignificante cosa, pues hasta las perlitas que solían caer al suelo, las levantaba al barrer y las echaba en una cajita de cartón, sin decir una palabra ni hacer mérito de ello. En cuanto a su ocupación principal en la cocina, difícil hubiese sido encontrar quien la mejorase. Por inclinación y especiales disposiciones de su naturaleza, era una buena cocinera, pero ella había querido perfeccionarse y sobresalir en su noble arte adquiriendo recetas de guisos, pasteles y dulces, que por las noches escribía para que no se le olvidaran, con una letra no del todo mala, y así había logrado formar una colección que ya tenía honores de libro, pues cuando tenía, por diversos ensayos, la certeza de que la receta era buena, la cosía con hilo a las que ya tenía experimentadas. El platero, que no era goloso sino gastrónomo, y que le gustaba comer bocaditos, estaba encantado con su criada.

En cuanto a su moral, tenía la de la gente buena y pobre. Creía de cabo a rabo en el Catecismo del padre Ripalda; oía su misa los domingos y días festivos, y confesaba y comulgaba la cuaresma. Nada se guardaba en las compras de la plaza (y es raro en una cocinera) ni lo necesitaba, pues ella manejaba el gasto y gobernaba la casa, se pagaba su ración y su sueldo, y el platero, en vez de tomarle cuentas, le hacía frecuentes y buenos regalos, de modo que podía decirse que con sus ahorros era ya riquilla. Aunque de constitución robusta y sanguínea y, como hemos dicho, de la especie voluptuosa de Cecilia, no había mujer más quieta que ella, y hasta la edad que tenía no había conocido lo que se llama amor. Al platero ni lo quería ni lo aborrecía. Lo aguantaba porque era su amo, y era fiel, porque no tenía otras distracciones de inclinación que la condujeran al mal. Así pasaron algunos años; pero a cada capillita le llega su fiestecita.

Juliana, como todas las cocineras, estaba amarchantada en la plaza con Cecilia para la fruta, para los bizcochos en la casa Ambriz, para el pan en la panadería de Tesoreli; para la carne en la antigua carnicería de la Alcaicería, y no la sacaban de este círculo. El platero estaba muy conforme, porque todo lo que le presentaba era de lo mejor.

El partidor de la carnicería se enfermó y fue sustituido por otro, por un muchacho, ¡pero qué muchacho! ¡Si era un serafín! Muy blanco, muy bien formado, de ojos azules, de pelo rubio; seguramente era producto de un equívoco de algún hijo de la Germania o de Norteamérica. Tenía unos veintidós años y se llamaba Alberto. ¡Imposible, no podía negar su procedencia extranjera!

Ver Juliana al nuevo partidor de carne y enamorarse de él, todo fue uno. Disimuló cuanto pudo, pero al cabo de algunas semanas el Alberto tampoco encontró mal las buenas formas, los labios encarnados y el modito seductor de la cocinera, y ambos se entendieron perfectamente, resguardándose mucho de que sus amores fuesen conocidos por el platero y por el dueño de la carnicería.

Como el último que sabe las cosas es el dueño de la casa, don Santos ignoró mucho tiempo estos amores, hasta que una noche que venía de la Profesa de rezar sus devociones y darse unos cuantos azotes, divisó una pareja que atravesaba la calle con dirección al oscuro Callejón de la Olla, y que la parte femenina de la pareja era algo semejante a Juliana. Se envolvió más en su capa, se fue deslizando al abrigo de la sombra de las paredes sucias, y los siguió. Eran ellos, Juliana y el partidor de la carnicería, a quien había visto varias veces al pasar, y no había dejado de llamarle la atención por su buena figura.

Don Santitos en toda su vida había sido mordido por esa mala culebra de los celos; pero en compensación, esa noche le encajó el reptil todo el colmillo en la mitad del corazón.

Buscó instintivamente si tenía en la bolsa una pistola, un cuchillo, un cortaplumas siquiera, para hacerles algo, aunque fuese darles un piquete; desgraciadamente no tenía más que la disciplina con que acostumbraba vapulearse suavemente algunos días de la semana en las sombras del templo de la Profesa. Tuvo la firmeza de estar oyendo los cuchicheos del partidor de carne y de Juliana por más de un cuarto de hora.

Desde luego, mientras don Santitos oraba y se azotaba en la Profesa, Juliana habla arreglado sus citas amorosas, y cuando el amo regresaba, la encontraba muy quitada de la pena, rebanando la cebolla para los frijoles refritos de la cena.

Don Santitos por esa noche no hizo más que disimularse en la sombra, dar tiempo a que Juliana llegase y abriese la casa para entrar él en seguida y pedir la cena como si nada hubiese visto. La música estaba por dentro.

Esa noche no durmió. Reconoció que, por primera vez en su vida y ya muy adelantado en años, estaba no sólo enamorado, sino profundamente apasionado de su cocinera. ¿Había amado a la moreliana?, se preguntaba él mismo. No, de ninguna manera. Ésos habían sido amores de casualidad, de interés acaso; la moreliana más bien lo había seducido a él. En todo caso, ya eso estaba olvidado, y la moreliana y él se veían cuando tenían asuntos como dos buenos conocidos, como tendero y marchante, y el famoso hijo que había salido al mundo, quién sabe cómo, ya tenía bastantes alas para volar, y también lo quería como tendero y marchante. Absorbido por el trabajo y la codicia, y haciéndose una conciencia y una religión especiales, no tenía miedo al infierno ni un gran deseo de la gloria eterna, y conformándose con estar unos cuantos meses en el purgatorio, tenía ordenado en su testamento que se dijesen treinta mil misas por su alma y cien mil responsos de a real. Nada de esto turbaba su alma, sino el amor, el amor ardiente que tenía por Juliana y que no había descubierto sino desde el momento en que la vio hablando en la oscura puerta del Callejón de la Olla con el partidor de carne de la esquina de la Alcaicería. Se volvía de un lado a otro, se retorcía como una culebra y nada de conciliar el sueño.

Los pensamientos más siniestros se le venían en montones a su cabeza, que ya ardía, y en ninguno se fijaba hasta que por fin se resolvió, ya a cosa de las dos de la mañana, a levantarse y a ir al cuarto de Juliana. ¿A matarla, a hacerla pedazos como hubiese podido, con tantos instrumentos cortantes que tenía?… ¡No, señor; iba resuelto a pedirle perdón de haberla espiado, a echársele de rodillas, a llorarle como un chiquillo, a pedirle por favor que no comprase la carne en la esquina, y que no volviese ni a saludar al partidor!

Pero su plan, su plan era, no podía realizarse. El cuarto de Juliana estaba cerrado con llave y aldaba. Tocó primero suavemente; después recio, después más recio… lo mismo. Oía los ronquidos acompasados que denotaban que Juliana dormía tranquilamente boca arriba, y sobre todo que no le quería abrir, y tuvo que regresar a sus piezas descalzo, encorvado, teniéndose los calzoncillos blancos y con la desesperación en el alma… ¡Escenas singulares que cubren las techos de las casas!

Desde esa noche fatal la vida fue un infierno para el compadre. No se atrevía a decirle nada a Juliana y disimulaba todo lo que podía, porque pensaba, y no sin razón, que a la primera palabra que pronunciara, la contestación de ésta sería coger su rebozo y largarse con el partidor; pero cada vez más atormentado por los celos, en vez de trabajar en las alhajas del marqués de Valle Alegre, que estaba transformando, daba continuas vueltas por la calle de su rival, que, sin cuidarse de él y con cuchillo en la mano, cortaba los lomos de carnero y los trozos de buey para despachar a los marchantes. En las noches, en vez de ir a escuchar al padre Abolafia a la Profesa, se estaba embebido en las puertas de las casas, esperando a que Juliana saliese de la suya para ir a reunirse al Callejón de la Olla con su idolatrado partidor, y volvía y se repetían las escenas de la noche primera, y al día siguiente no tenía valor ni para levantar los ojos cuando su cocinera le servía el almuerzo.

Una noche, y ya iban muchas de este espionaje, se pudo colocar el platero en la puerta siguiente a la en que se ocultaban los amantes, y lo que pudo oír de amores, de promesas, de cariños y de esperanzas (porque los dos se amaban) no es para escrito; pero lo que coronó el amoroso coloquio fue una cascada de besos dulces y sonoros, que fueron a repercutir en el lacerado corazón de don Santitos. Dejó, no obstante, que los amantes se separasen y esperó el tiempo necesario como las otras noches para que, Juliana llegara a la casa; agarrándose de las paredes, se dirigió él a ella, no cenó y cayó en cama agobiado, debilitado, martirizado, hecho mil pedazos del dolor y de la impresión que le había causado el contacto el choque de aquellas dos bocas frescas y juveniles.

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, el platero escupía verde, su estómago estaba lleno de bilis y no pudo ver con calma, no sólo la serenidad, sino la cara contenta de Juliana, que parecía como rejuvenecida, como acabada de bañar, como si le hubiesen quitado diez años de encima, ¡vaya, como en los días en que el platero la había tomado a su servicio!

—Parece que estás muy contenta —le dijo el platero escupiendo en el plato una papa, que desde luego le pareció o no nacida o muy dura.

—Como todos los días —contestó Juliana con indiferencia.

—Cada vez haces el almuerzo peor —le dijo el platero mirándola por primera vez con cólera.

—Lo mismo que todos los días —contestó Juliana devolviéndole su mirada.

Estaba ya resuelta a separarse, y ella y el partidor de carne habían encontrado colocación en una casa grande, con la condición de que antes se casaran, y estaban resueltos a casarse. Ésta fue la conversación que no pudo oír el platero, no enterándose sino del final, que terminó con frases entrecortadas y la abundante cascada de besos.

—¿Sabes que de pocos días acá te encuentro muy cambiada, Juliana? —volvió a insistir el platero, escupiendo otra papa, que en efecto estaba podrida.

—Estoy lo mismo que siempre —le respondió con la misma indiferencia— y si el señor no está contento no tiene más que buscar otra.

—Lo que tú eres, es… vaya, una ingrata, después que te he llenado de regalos, de que tú dispones de toda la casa, de que tú eres el ama y la señora. ¿A qué sales de noche? Di… —continuó el platero con cólera aventando el plato de papas que rodaron por la mesa.

—Yo no salgo de noche…

—Sí sales, yo te he visto… yo te he espiado. Con tu novio, con ese perdido de la carnicería. Al Callejón de la Olla… ¿no es verdad? No lo niegues… yo te he visto no una, sino muchas noches, y… ¡caramba! Esto ya no se puede sufrir.

Y el platero alzaba la voz y le metía las manos en la cara a Juliana, que se retiraba poco a poco, pero sin manifestar susto ni miedo, ni mucho menos arrepentimiento.

—Habla, habla, di algo en tu defensa, so puerca, so indecente.

—Pues ya que lo sabe usted —le interrumpió Juliana, queriendo tomar la puerta— ¿para qué es que me maltrate? Sí, tengo mi novio y me voy a casar con él; no es un perdido, sino un muchacho honrado, que tiene así de casas (y hacía seña con los dedos) donde lo recibirán de criado, y con eso y mi trabajo tengo bastante para mantenerme.

La terminante declaración de Juliana encendió de tal manera el furor del platero, que aventó la mesa y se abalanzó a Juliana, que lo miraba asustada.

—Pero antes de irte te he de arrancar del pecho este collar de corales que te regale; y has de saber lo que es un hombre ofendido, colérico y celoso.

Y en efecto, con una mano la desgarró la camisa y el collar de corales, que rodaron por el suelo, y con la otra le aplicó tan formidable bofetón en las narices, que con todo y ser Juliana fuerte, gruesa y grande, la hizo trastabillar y, queriendo huir, tropezó con una silla y fue de costado a herirse la sien contra el filo de un canapé, quedando inmóvil y como muerta.

Luego que el platero vio correr la sangre en abundancia, volvió a su razón y se rasgó el velo rojo que había cubierto sus ojos. Quedóse inmóvil por un momento, pero después se hincó de rodillas, acarició a Juliana, la llamó con los nombres más tiernos, le pidió perdón, y más asustado, mirando que la sangre no cesaba de salir de la cabeza y de las narices, corrió como un loco a la cocina a buscar vinagre, diciendo: «la he matado». Con sus pañuelos le limpió la sangre, le puso fomentos de vinagre, y le dio a oler esencias, y no fue sino al cabo de una hora cuando la muchacha volvió en sí, se solivió sobre su brazo, después se levantó, y derecha como un fantasma, sin quejarse ni hablar una palabra, y arrojándole una mirada de odio y de venganza, fuese a su cuarto y se encerró con llave y aldaba.

El platero, con esta escena, quedó como muerto, y fue también después de media hora cuando pudo levantarse del canapé donde había caído anonadado, arreglar la mesa, limpiar la sangre que había corrido por el suelo y poner en orden el cuarto donde había tenido lugar la primera y última hazaña de tan hábil y distinguido artista.

Lo que quería el platero al día siguiente, ya más calmado, era, primero, que todo quedase en el más completo secreto; y después reconciliarse con Juliana, pasar, si fuerza era, por el novio, con tal que se olvidase la escena pasada y continuase viviendo en la casa. Él mismo hacía su comida como podía (y asistía a Juliana, que los primeros tres días ardió en calentura), lavaba los trastos y mandaba por lo necesario con un muchacho que se procuró en el mercado. Los oficiales de la platería no supieron nada, ni el compadre Relumbrón, a quien mandó solamente decir que estando la cocinera un poco enferma, no viniese a almorzar hasta nuevo aviso.

Cuando Juliana pudo levantarse, volvió a tomar la dirección de la casa, como si nada hubiese pasado, No entraba en conversación con su amo; pero le daba los buenos días con buen modo, y respecto de la comida, no tenía por qué quejarse. El platero estaba en el colmo de su dicha, se figuró un momento que su corrección había producido buen efecto, que Juliana se había quitado de la cabeza su afición por el partidor y que con el tiempo volvería todo al estado de quietud y de calma en que había estado.

Una mañana, antes de las cinco, Juliana se levantó, espió de puntitas al platero, que ya había recobrado su tranquilidad y dormía profundamente. Cerciorada de esto, volvió a su cuarto, puso sobre su cama su baúl con todas las buenas ropas y alhajas que le había regalado don Santos, se fajó en la cintura sus sueldos que tenía ahorrados, se echó en el seno su libro de recetas y otros papeles, salió sin ser sentida de la casa, cerró la puerta y echó la llave por debajo.

Cecilia estaba ocupada en lavarse los pies, que los tenía como si fuesen hechos de hojas de rosa; en sacar de los almacenes su fruta; en despachar a una de sus Marías, que siempre la precedía en el mercado, cuando se le presentó Juliana, la que, apenas le vio, cuando se le echó al cuello hecha un mar de lágrimas y fue un llorar de quién sabe cuántos minutos sin interrupción. Todo el sentimiento que había guardado desde el día de la bofetada que le dio el platero, lo echó por los ojos. La venganza quedaba en el corazón.

Cuando se calmó, Cecilia le dijo que se explicara; ya ella suponía algo de grave, pues que cerca de dos semanas habían pasado sin que fuese a la plaza. Por lo menos la creía gravemente enferma.

Entonces Juliana contó con una rara minuciosidad cuanto había oído, explicándole las relaciones que existían entre el platero, Relumbrón, el capitán de rurales, doña Viviana, el tuerto Cirilo y demás gente, y Cecilia se agarraba la cabeza, no queriendo creer tanta atrocidad y que personas tan ricas estuvieran complicadas con tan vil canalla.

—¿Y qué quieres que hagamos? —preguntó Cecilia a Juliana cuando acabó de oírla.

—Tú conoces mucho al juez, es tu marchante y te ha de hacer caso. Si yo voy sola o veo al gobernador, dirán que soy chismosa, calumniadora, me meten en la cárcel y no vuelvo a salir jamás.

Cecilia se quedó pensando un momento; después le dijo:

—Si estás resuelta, no tengas cuidado, el señor don Pedro Martín nos oirá. Yo también le he contado algo y tendré que contarle más. Ya estoy cansada de vivir con una espada encima y llena de zozobra, no sabiendo si ir a Chalco o quedarme aquí, teniendo miedo de todo. De una vez acabaremos; o ellos o nosotros. Cálmate, no te acongojes, ayúdame a hacer mis cosas; almorzaremos y de aquí nos iremos a casa del señor don Pedro Martín.

Casilda no había vuelto a aparecer en casa del licenciado Olañeta; en la de Relumbrón se ocupaba todo el mundo de los preparativos de las bodas de Amparo, que deberían ser magníficas; los presuntos reos aprehendidos cerca de la casa de Lamparilla habían declarado que las armas de diversas clases que les habían recogido eran de su oficio; que el uno era carnicero, el otro zapatero y el otro carpintero; y, en efecto, uno tenía cuchillo de carnicería, otro un tranchete y otro un largo punzón. (Éstas eran mañas del tuerto Cirilo para cuando agarraban a sus ladrones.) Lamparilla mismo había estado para su eterno asunto de los bienes de Moctezuma III, manifestándose muy tranquilo y contándole largamente muchas cosas agradables del rancho de Santa María de la Ladrillera. Así, el viejo ahogado estaba fumando sus cigarrillos en el comedor, reflexionando en los antecedentes que se acaban de referir y tratando de echar fuera de su mente los pensamientos siniestros que le había causado la visita de Casilda, cuando Coleta y Prudencia entraron a decirle que Cecilia, la frutera (que les había entregado un canasto con lo más hermoso de la estación) acompañada de otra mujer parecida a ella, deseaban hablarle.

Sin saber por qué, al escuchar a las hermanas dio un vuelvo el corazón al licenciado, que lo dejó por un instante sin aliento; pero se repuso, saludó afablemente a las dos mujeres, dio las gracias a Cecilia por el regalo de su excelente fruta y, seguido de ellas, se entró en su biblioteca y cerró la puerta.

Coleta y Prudencia regresaron a la cocina, donde amasaban unos tamalitos para el día siguiente, que era domingo, y Clara y doña Dominga de Arratia habían prometido venir a comer para enterarse de todo lo relativo a las bodas de Amparo.

—Vamos, Juliana, no hay que turbarse. Díselo todo al señor licenciado, como me lo dijiste a mí. Venimos resueltas, señor licenciado —añadió Cecilia—, y ya que sabe usted parte, sépalo todo, que es un horror, y sólo porque ésta me ha jurado por la memoria de su madre que es verdad, lo creo.

Juliana estaba, en efecto, algo turbada, viéndose en presencia de un hombre tan severo y de aspecto tan imponente como don Pedro Martín; pero con la peroración de Cecilia y un pellizco que le dio en el brazo, recobró el uso de la palabra, sacando antes del seno su libro de recetas, de guisados, pasteles y postres.

Juliana cada noche, mientras el platero estaba encerrado con el soplete desarmando las alhajas robadas que le traía doña Viviana, ella cogía su tintero y se ponía a escribir, por ejemplo:


Cocada de huevos. Para un coco dos reales de huevos, real y medio y cuartilla de azúcar; medio de canela.—(Pesos falsos).

Pasta de camote morado.—(Doña Viviana).—Ante de mamey.

A dos o tres mameyes una libra de azúcar. Se clarifica primero el almíbar, se echa el mamey molido y se bate, etc.—(Diamantes y perlas.)
 

Organizó sus recetas en el bufete del licenciado, que había tomado asiento en su sillón, apartó unas a un lado, otras a otro y se guardó las que no le eran útiles para el caso. Cada vez que encontraba en una receta una indicación, como las que van apuntadas, la clasificaba, y así que estableció el orden, comenzó a hablar con tanta precisión, con tanta claridad, que transmitió, casi sin faltar una coma, todas las conversaciones entre Relumbrón y su compadre el platero; y como si hubiese rasgado un velo oscuro, el juez tuvo delante de sí un teatro de maldades increíbles e inauditas de las que no han podido contarse más que una pequeña parte en esta verídica historia, porque parecerían increíbles y por no hacerla demasiado naturalista.

Don Pedro Martín, con la cabeza apoyada en sus dos manos, escuchaba con profunda atención, y de vez en cuando, exclamaba:

—¡Qué horrores! ¡Qué abominaciones! ¡Semejantes gentes mezcladas con la canalla y peores que ella!

La confesión de Juliana terminó; Cecilia siguió, diciendo lo que sabía y lo que maliciaba.

—¿Están ustedes dispuestas a declarar ante el tribunal lo que aquí acaban de referir?

—Resueltas a todo, señor licenciado —respondieron a una voz las dos mujeres.

—Bien hijas mías —les respondió con una aparente calma— vayan con Dios; no tengan cuidado, a nadie se castiga por decir la verdad.

LV. Sepultura de plata

Largo rato quedó don Pedro Martín con la cabeza apoyada en sus manos. Cuando salió del aturdimiento causado por la casi inverosímil relación que acababa de escuchar, su frente estaba bañada en sudor.

—Es preciso apurar el cáliz hasta la última gota. Jesucristo nos ha dado el ejemplo —dijo levantándose y paseándose agitado de uno a otro extremo de la biblioteca—. ¡Clara complicada en estas atrocidades!… Clara, no… pero su marido sí, casi es lo mismo. Después de las pruebas que tengo y de haber escuchado a estas mujeres —continuó diciendo— ya no puedo excusarme, tengo, como quien dice, todos los hilos de una trama tenebrosa, y la sociedad reclama mis servicios; no puedo excusarme, sería una cobardía, una falta que jamás me perdonaría yo y que pesaría hasta mi muerte sobre mi conciencia. Quizá esta mujer, excitada por la venganza, ha mentido en muchas cosas o por lo menos ha exagerado, y si voy a proceder de ligero y a quedar en ridículo, manchando la reputación de personas altamente colocadas en la sociedad como ese Relumbrón, ¿qué va a decirse de mí, y qué papel voy a representar? Acabar con el porvenir de esa niña que va a casarse con el marqués, es cosa terrible. No quiero ni pensarlo… En fin, tratemos de tener calma y esperemos.

Y en efecto, don Pedro Martín esperó un día, otro día, hasta cuatro; pero al quinto se presentó en su casa una mujer de edad, pero bien vestida y de buen aspecto, diciendo que tenía un secreto que comunicarle. Era doña Rafaela la dulcera, que introdujeron a la biblioteca Prudencia y Coleta, como habían introducido, como hemos visto, a Juliana y a Cecilia.

Doña Rafaela, buena cristiana pero muy ocupada y poco pecadora, no frecuentaba; pero llegó el día de su santo en que se propuso confesar y comulgar. Consultó al padre si era caso de conciencia el ir a declarar a un juez que el jefe de la escolta del camino de Río Frío no era otro más que el asesino de Tules. El confesor le dio opinión favorable, y en consecuencia, doña Rafaela fue al día siguiente a contar a don Pedro Martín su encuentro con Evaristo en la diligencia, y como este hombre había sacado con engaños a don Carloto (a quien de vista conocía doña Rafaela) y lo había metido al monte. Don Pedro Martín se explicó entonces la repentina desaparición de ese personaje, y por qué nadie sabía dónde estaba, ni a nadie había escrito una letra en largos meses. Preguntó a doña Rafaela si estaba dispuesta a declarar, y ella contestó que no sólo ella, sino las antiguas vecinas de la casa que habían sobrevivido y vuelto a ocupar sus cuartos, y reconocerían entre mil al malvado por cuya culpa Bedolla las había hecho padecer tanto en la cárcel.

A la mañana siguiente, temprano, se presentó el marqués de Valle Alegre, muy alarmado.

—Un caso singular, licenciado —le dijo presentándole una carta— lea usted.

Don Pedro abrió la carta y leyó. Era la tal carta de don Remigio, y decía entre otras cosas, de menos interés, que habían pasado meses sin que se tuviese en la hacienda noticia alguna de Quintana, que escribía antes con mucha puntualidad cada semana; que tanto de la Casa de Moneda como de otras personas con las que tenía el conde negocios, le habían escrito que la casa de la Calle de Don Juan Manuel estaba cerrada; que habían muchas veces ido a llamar a la puerta y que nadie respondía; que suplicaban, por lo mismo, se les dijese con qué persona podían entenderse en México para los asuntos que tenían pendientes, para entregar el dinero que debían o cobrar las cuentas que estaban por pagar.

Don Remigio rogaba al marqués de Valle Alegre que indagase si había muerto el dependiente Quintana y lo que había pasado a las criadas, autorizándolo para que tomase cuantas medidas creyese necesarias. «El conde —añadía don Remigio— aunque presa todavía de una especie de monomanía por la esgrima, pues todo el día está tirando la espada contra una panoplia, como si fuese un enemigo terrible, esperaba que su primo le prestaría este servicio, confiaba en él, rogándole que no recordase nada de lo pasado».

—En efecto es raro el caso, y debe ser algo extraño lo que ha pasado —dijo don Pedro Martín, pensando en Relumbrón, aunque Juliana nada le había dicho acerca de esto—. Que el dependiente se haya enfermado nada tiene de particular; pero que criadas viejas y antiguas de la casa hayan robado y dejádola cerrada, eso es imposible. ¿Qué quiere usted que hagamos, marqués?

—Atacar al toro por los cuernos —contestó el marqués— es decir; que usted, acompañado del escribano y testigos, vaya en mi compañía, primero a la casa del dependiente para cerciorarnos si está muerto en su cama o lo que ha sucedido, y en seguida a la Calle de Don Juan Manuel, a registrar la casa y descubrir si se puede, este misterio.

—Es el procedimiento —repuso don Pedro Martín— si usted me lo pide por escrito, acompañando la carta de don Remigio.

—Y como que lo pediré —dijo el marqués—. No sólo porque quiero dar pruebas al conde de que no le guardo rencor, sino por curiosidad. Quisiera que fuésemos ahora mismo.

—Sea lo que fuere, no hay necesidad de armar escándalo. Venga usted mañana antes de la seis con su escrito, habilitaré las horas como caso urgente; a esas horas poca gente pasa por la calle, lograremos quizá abrir la puerta sin llamar la atención. Que venga con usted un buen herrero.

A las seis de la mañana del día siguiente ya estaba el marqués, con su escrito firmado por Lamparilla y un buen herrero con un gran manojo de llaves y ganzúas y los instrumentos necesarios por si fuese necesario forzar tan formidable puerta.

En el carruaje del marqués y en otro de alquiler se dirigieron al Puente de Alvarado, encontrando la casita de Quintana con las puertas y ventanas cerradas. Tocaron dos veces por fórmulas, pues bien sabían que nadie les había de contestar. Después el herrero abrió con facilidad y entraron, encontrando todo quebrado, destruido y en el más completo desorden. Hasta las sábanas de la cama se llevaron, obra acabada del tuerto Cirilo y socios.

Sentadas en toda forma las diligencias judiciales, volvieron a montar en los carruajes, y en pocos minutos llegaron a la casa de la Calle de Don Juan Manuel.

Allí el herrero tuvo más trabajo; pero al fin, entre tanta llave encontró una que le viniese a la chapa; el postigo se abrió y todos penetraron al patio. Un hedor venenoso, acre e insoportable los rechazó, pero se sobrepusieron, cerraron el postigo, porque ya comenzaba a pasar gente y a fijar la atención, y entraron al cuarto.

Del portero no existían más que los huesos, que asomaban por aquí y por allá entre tortas de asquerosos gusanos que se movían como devorando y disputándose la poca carne podrida que quedaba. Don Pedro, el escribano y los testigos, por cumplir con su deber, estuvieron el tiempo necesario para poder sentar la diligencia; pero al marqués y el herrero retrocedieron horrorizados hasta en medio del patio.

Concluidas las diligencias en los bajos de la casa, subieron las escaleras, penetraron por las puertas que habían quedado abiertas por toda ella, examinando cuidadosamente los muebles, camas y rincones sin encontrar nada que les llamase la atención. El juez descubrió unas huellas apenas visibles en la capa de polvo que tenían las alfombras, y este indicio los guió hasta la biblioteca; pero en la biblioteca se perdían las huellas y nada les daba allí nuestra de violencia ni de desorden.

—¿Dónde acostumbraba guardar el conde su dinero? preguntó don Pedro Martín al marqués.

—Aquí —dijo el marqués— es decir, en un cuarto de bóveda cuya entrada es por uno de estos estantes. Déjeme usted recapacitar. El conde más de una vez me ha hecho entrar y me ha enseñado sus cajas llenas de dinero.

El marqués dio vuelta por toda la biblioteca, abrió y cerró varios estantes, y golpeándose la frente, dijo:

—¡Imposible! No recuerdo… nada habremos hecho si no examinamos las cajas y será necesario demoler los estantes y sacar libros y papeles. Ni en una semana se hace esta operación.

El herrero con su natural instinto de abrir puertas, forzar chapas y arreglar cerraduras, daba también sus vueltas por la biblioteca y examinaba los estantes.

—Este estante —dijo— tiene trazas de haber sido abierto y forzado un poco. ¿Quieren ustedes que se rompa?

—Y como que sí —dijo don Pedro Martín—. Proceda usted, maestro.

El herrero, con la mayor facilidad metió en la hendidura del estante una barra pequeña de fierro que sirvió de palanca, tiró del botón, el estante se abrió y se encontraron con la bóveda cuya segunda puerta no cuidó de cerrar Evaristo.

Como a la vista estaban las llaves colgadas en la pared no hubo más que abrir las cajas y comenzar el reconocimiento. Se percibía un ligero olor a muerto, pero no al punto de causar incomodidad o náuseas. La caja más grande estaba al parecer llena de dinero, y una capa compacta de pesos nuevos aparecía brillante a los ojos de los que asistían a esta escena.

—Supongo —dijo don Pedro— que está lleno de dinero, y largo y difícil seria contarlo todo, pero necesito saber realmente lo que contiene hasta el fondo.

El herrero y los testigos se pusieron a vaciar los pesos en el suelo, y no tardaron en tropezar con una cosa blanda. Despejaron con ansiedad y encontraron el cuerpo de Consuelo, desnudo, blanco, lustroso, intacto, como si acabase de acostarse tranquilamente en ese lecho de plata.

Un grito de horror salió unánime de la garganta de los circundantes. Don Pedro tuvo que apelar a toda su energía para continuar las diligencias. El marqués no creía lo que estaba mirando.

Don Pedro mandó sacar el cadáver de Consuelo y tenderlo en la biblioteca, y los testigos, el herrero y el marqués mismo continuaron con una especie de furor febril sacando los pesos encontrando en el fondo los cadáveres intactos de las dos viejas criadas.

Enterradas vivas, cubiertas con los pesos y cerrada la caja que tenía buenos ajustes, el aire no penetró y los cuerpos se conservaron. En los ojos abiertos, en las facciones contraídas y en las manos crispadas, se reconocían los horrores de la agonía. Unas manchas moradas en el albo cuello de Consuelo, indicaban que había sido sofocada antes de encerrarla en la caja.

El herrero iba a cerrarla; pero como había aún algunos pesos y trozos de ropa, el juez mandó que todo se sacase, y entre los pedazos de trapo apareció una cosa roja y oro que llamó la atención.

Don Pedro Martín la examinó. Era una cartera pequeña que había bordado Amparo y regalado a su padre. Tenía esta dedicatoria: Amparo a su querido papá en el día de su santo. En las bolsitas interiores de la cartera había tarjetas con el nombre de Relumbrón, una carta de Luisa en que le pedía dinero y lo amenazaba, y algunos apuntes de cuentas con don Moisés.

Don Pedro Martín entregó la cartera al marqués, el que la miró por todos lados, leyó el nombre de Amparo, se la pasó precipitadamente de una mano a otra como si fuese un ascua ardiendo y la devolvió al juez, como queriendo deshacerse de un diabólico talismán que en un instante hubiese envenenado su alma y cambiado el curso de su vida.

Ambos, sin decirse una palabra, habrían caído en el suelo a no encontrar unas sillas por allí esparcidas en la desesperada lucha que Consuelo tuvo con Evaristo.

El escribano y los testigos, con los cabellos erizados y las manos temblorosas, continuaron más bien borroneando que no escribiendo en el papel de causas criminales que llevaban.

El herrero, de pie y con su manojo de llaves colgadas en el brazo, no podía quitar los ojos de aquellos tres cadáveres desnudos, que parecía querían levantarse y pedir al juez un castigo terrible, la pena del Talión para sus miserables asesinos.

LVI. Moctezuma III reconquista su reino

Después de marchas y contramarchas, de escaramuzas y de encuentros con partidas más o menos numerosas de pronunciados o de ladrones. Baninelli había dejado el centro de la República completamente pacificado, y restablecida, el menos en la apariencia, la armonía entre el gobierno y el Estado de Jalisco; el incansable y valiente jefe dejó el mando de su brigada, y recibió en premio de sus servicios la banda de general y el mando político y militar del Estado de Tamaulipas, y tenía el puerto de Tampico, donde residía, como una taza de China de limpio, y como un convento de monjas de arreglado y tranquilo. En el curso de su carrera y de sus expediciones, había educado oficiales que por su valor, por su orden y disciplina en que tenían sus compañías o escuadrones, y por su honradez y exactitud en el servicio, eran la gloria del ejército mexicano y, naturalmente, apreciados y distinguidos por sus superiores.

Entre estos oficiales debemos contar a nuestros amigos el cabo Franco y Moctezuma III, que ya eran coroneles y mandaban cuerpos de caballería formados de piquetes y de desertores indultados, y los habían disciplinado y organizado de tal manera, que prestaban tan buenos o mejores servicios que los cuerpos organizados desde años atrás y atendidos de preferencia por el gobierno.

Después de la calaverada de San Vicente, como la llamaba Evaristo riéndose y platicando con los suyos, los valentones rechazados del Estado de Guanajuato, habían establecido su domicilio en los pueblos de la Tierra Caliente. Amagando a todo el mundo e imponiéndose a fuer de atrevidos, habían logrado la tolerancia de los vecinos, de modo que salían a los caminos juntos o separados a hacer sus fechorías, y volvían después al pueblo, se metían en su casa, y allí comían, vivían y dormían tranquilamente, sin que nadie se atreviese a inquietarlos ni a denunciarlos.

Pero los hacendados, por su parte, también desde la calaverada de San Vicente habían despertado de su sueño y desatado el cordón de sus bolsas, y no economizaban dinero con tal de acabar de cualquier manera con tanto malvado. El gobierno, por otra, interesado en restablecer sus buenas relaciones con España, los había secundado, y como al jefe del Estado le agradaba hacer las cosas directa y personalmente, sin cuidarse de las fórmulas oficiales de los ministros, había mandado llamar al cabo Franco.

—Después de los horrores y atentados de Chiconcuac —le dijo el Presidente luego que se le presentó— se nos ha vuelto a llenar la Tierra Caliente de bandidos, y no se pasa un día sin que roben una tienda, o a los mozos y dependientes que llevan la raya a las haciendas. Te vas allá con tu cuerpo (el Presidente tuteaba a los oficiales jóvenes que habla distinguido y elevado) y me dejas limpio de ladrones; tú sabrás cómo; no hagas caso de alcaldes, ni de jueces, ni de nada, porque eso es perder el tiempo. Te doy facultades extraordinarias, y me tienes a mí, que te sostendré. La Tesorería te dará cuantos recursos necesites. Ve, y no te presentes hasta que todo ese país esté tan seguro que se pueda llevar una talega de onzas sin peligro de ser asaltado en todo el camino.

El cabo Franco por toda contestación, dijo:

—¿Tiene V. E. alguna otra cosa que mandar?

—Lo dicho, y ¡cuidado! —le contestó el jefe del Estado volviéndole las espaldas.

El cabo Franco salió muy contento de Palacio, arrastrando su espada y contoneándose, con las manos metidas en las bolsas de su pesado pantalón militar. A los cuatro días estaba en Cuautla con su regimiento.

El cabo Franco conocía de vista a muchos de los valentones de Tepetlaxtoc y a otros como ellos. Sabía sus mañas y guaridas, y se había dedicado a espiarlos desde el combate que sostuvo con ellos en Río Frío; así, esta comisión le fue muy agradable, y se propuso no dejar uno, formando en su cabeza un plan que llevó a efecto y le dio muy buenos resultados.

El regimiento aparentemente no hacía nada en Cuautla. Sus toques de ordenanza, el agua a los caballos en el arroyo, la diana, la retreta, su vigilancia necesaria, su ¿quién vive? después de las diez de la noche; por lo demás, ni molestaba a los vecinos ni a las autoridades y todo lo pagaba al contado. En pocos días se granjeó las simpatías de la población. A la media noche montaba a caballo, y seguido de un piquete que no pasaba de diez a quince hombres y de dos guías que conocían palmo a palmo el terreno y sabían dónde vivían los alcaldes, concejales y personas notables de los pueblos, se echaba a andar, procurando en todo lo posible el silencio, y escogiendo veredas y callejones poco frecuentados. Antes de amanecer caía a un pueblo, se dirigía a la casa del alcalde, y hacía que le abriesen las puertas en nombre de la ley.

—Señor alcalde —le decía sin más ceremonias— se levanta usted, y muy en silencio nos vamos usted y yo a la casa de un ladrón que vive aquí y que ustedes toleran y no denuncian por miedo. En esta vez no tenga usted cuidado, no volverá más.

—Pero, señor oficial… —decía el alcalde soñoliento y aturdido— yo no sé…

—Nada de peros… usted sabe y bien, y yo no me puedo esperar ni hacer un viaje de ocho leguas de balde… O me lleva usted a la casa del bandido, o viene usted conmigo y lo fusilo en Cuautla como cómplice. Vea usted la orden terminante del Ministro de la Guerra.

El cabo Franco sacaba una pistola de la bolsa de su chaqueta militar y un papel cualquiera, empujaba al alcalde para que se acabase de vestir, y así, de grado o por fuerza (porque varios de los alcaldes se prestaban de buena voluntad) caminaban en silencio hasta la casa del bandolero, que dormía muy ajeno, de lo que le iba a suceder. El cabo Franco rodeaba la casa con sus pocos soldados y hacía que hablase el alcalde, al que había dado la lección por el camino.

—Don Quirino, levántese pronto —decía el alcalde tocando la puerta— porque ha llegado tropa al pueblo y lo vienen a aprehender. Me voy si no se mueve pronto, porque el comandante de la fuerza irá a requerir mi auxilio, ándese pronto.

El don Quirino, azorado, se levantaba para buscar sus armas y ensillar su caballo atado en el corral y apenas entreabría la puerta, cuando se le arrojaba el cabo Franco, lo agarraba del pescuezo con una mano y con la otra le ponía en la frente el cañón de una pistola.

—Dése preso, amigo Quirino —le decía el cabo Franco con mucha calma— o disparo.

Los dragones, bien aleccionados, acudían y bastaban dos o tres para amarrar al facineroso y sacarlo de su casa. Si, como sucedía frecuentemente, había mujer y muchachos en la casa, los lloros, gritos y súplicas no faltaban; pero el cabo Franco, como si fuese completamente sordo, nada escuchaba, y cuando la escena duraba mucho y se enfadaba, amenazaba a los muchachos con la cuarta y a las mujeres con llevárselas presas y cargaba con su ladrón, custodiado por su piquete dividido en dos filas cerradas, haciéndolo andar a cintarazos si se resistía. Del alcalde se despedía con cariño, estrechándole la mano.

—Hasta más ver, amigo, y cuidado con otra. En cuanto se aloje por aquí algún Quirino como éste, no hay más que mandarme un correo a Cuautla, que allí estoy a sus órdenes; por ahora, callarse la boca y no decir ni al cura lo que ha pasado.

Caminaba así con su ladrón media hora, hasta que encontraba un lugar que le parecía a propósito, lo hacía hincar de rodillas, le mandaba dar cuatro balazos y lo colgaba en un árbol; si no lo había, lo dejaba tirado en el camino real, para que los que pasasen lo viesen al día siguiente, y él regresaba pian piano a Cuautla, entrando solo, como si viniera de paseo, y sus dragones, uno a uno, para no llamar la atención. El servicio ordinario del cuartel continuaba como de costumbre, y él se trataba a cuerpo de rey, pues los vecinos le regalaban fruta de las huertas, cecina y cuanto de bueno produce la Tierra Caliente. Después de almorzar daba su paseo por la plaza, arrastrando su sable, con sus manos metidas en las bolsas del pantalón, y después entraba al cuartel y dormía en su pabellón una sabrosa siesta.

A los tres o cuatro días, nueva salida y captura y ejecución de otro Quirino sorprendido en otro pueblo. Hubo veces que la operación no fue tan fácil. Había bandidos que dormían con sus carabinas y pistolas debajo de la cabecera, que al menor ruido se levantaban, y aunque tocara el alcalde no le abrían; y si forzaban la puerta, los encontraban con su pistola en una mano y su machete en la otra, y se defendían contra cualquier número de gente que los atacase, hasta morir o lograr la fuga. En una de estas ocasiones, el cabo Franco perdió un pedacito de oreja, que le llevó una bala disparada por un Quirino que no se dejó coger vivo, y que murió peleando como un héroe, después de haber recibido más de veinte balazos y otras tantas cuchilladas de los dragones. En otra vez, otro Quirino, tan valiente como el anterior, pero más listo y astuto, tenía su caballo ensillado en el corral y se escapó por en medio de los dragones sin que le tocara ninguno de los balazos que le tiraron.

En fin, de una manera o de otra, los bandidos aquerenciados en la Tierra Caliente, mirando que ya iban colgados más de veinte de sus compañeros, abandonaron el país y dejaron a los alcaldes en paz.

El cabo Franco, en una hermosa mañana se despidió de las autoridades y principales vecinos, formó su tropa, dio los tres toques de marcha, comenzando a las cuatro de la mañana y antes de las seis ya estaba en marcha para México. Luego que llegó, con el polvo del camino fue a presentarse al Presidente.

—Mi general —le dijo después de saludarlo con todo el respeto militar— cuando quiera V. E., puede ir a la Tierra Caliente con una talega de oro, y nadie se la quitará.

—Lo sé yo antes que tú me lo dijeras. Una comisión de los hacendados ha venido a darme las gracias. Ve a descansar con tu tropa, ocurre a la Tesorería y te darán dos pagas extraordinarias y un vestuario completo para tus soldados.

—Muy bien, mi general.

Y el cabo Franco, sin dar gracias ni añadir más palabra, atravesó contoneándose, arrastrando su sable y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, hasta la puerta grande, donde había dejado su caballo y asistente.

Pero los bandidos arrojados de la Tierra Caliente por el cabo Franco, fueron a formar su nido a la montaña. No pensaron ya en Evaristo, porque nada les daba ni los ocupaba en nada, y resolvieron unos cuantos convocar a otros y obrar de su propia cuenta. Tenían necesidad de vivir, de mantener a sus queridas y caballos, y era preciso buscar trabajo.

Eligieron por guarida y cuartel general un punto inaccesible; allí nadie los sorprendería ni de día ni de noche. Era la hacienda de Buena Vista, situada en la falda del Volcán Grande.

Hay muchas haciendas de Buena Vista en México, pero la de que se trata bien merece el nombre, pues desde el mirador de la casa se descubre la sorprendente escena del valle de México, que el historiador Prescott describió, sin haberla visto, con una exactitud fotográfica.

Esta hacienda de Buena Vista era nada menos que una de las fincas reclamadas por Moctezuma III. La casa no tenía nada de particular, y más bien destruida que otra cosa. Para llegar a ella es preciso seguir una vereda estrecha y empinada, cubierta casi de ramajes y de flores silvestres, un verdadero camino de cabras, pues en tiempo de aguas los caballos suben con dificultad, resbalan y caen varias veces antes de llegar al portillo. El portillo es un tejido de gruesas vigas de encino, aseguradas con grandes clavos, y apenas hay un lugar tan estrecho para entrar, que es preciso apearse del caballo para no estropearse las rodillas. Media docena de hombres con buenas armas de fuego, colocados detrás de la cerca gruesa de piedra que rodea la casa, y que está levantada en la orilla de un profundo precipicio, bastaría para detener a un ejército entero. Y ni modo de sitiarla y tomarla por hambre, pues por el lado opuesto está la montaña, que tiene agua, pájaros, liebres, frutas silvestres y cuanto puede apetecer el hombre más goloso para mantenerse por años.

Los Melquiades no eran bandidos, ni lo necesitaban; eran simplemente detentadores de los bienes de Moctezuma III pero como casi tenían la hacienda abandonada y convenía a sus intereses, dejaron reunir allí a los valentones, y en breve se formó una fuerza respetable bajo todos aspectos. Los Melquiades se aprovecharon de la ocasión y, escondiendo el cuerpo, levantaron la población de Ameca, y toda la provincia de Chalco se alarmó de tal manera, que nadie quería transitar por esos caminos.

Tocó su tumo a Moctezuma III, que fue llamado a su vez por el Presidente.

—Acabamos con los bandidos de Tierra Caliente y tenemos que seguir con los de Tierra Fría —le dijo el Primer Magistrado de la Nación—. Ahora te toca a ti; veremos si lo haces tan bien como el coronel Franco.

—Como mi general lo disponga —le contestó Moctezuma III, con mucho laconismo, pues en el modo de hablar, de andar y en todo le había bebido los alientos al cabo Franco.

—Ameca está un poco revuelto, la gente honrada y pacífica de ese rumbo muy alarmada y la falda del volcán está llena de salteadores y de gente perdida. El prefecto estuvo ayer aquí y me ha dado por escrito una relación exacta de lo que pasa, que leerás (y le entregó un cuadernillo escrito) para que te sirva de gobierno en tus procedimientos. Parece que los Melquiades, ricos hacendados de ese rumbo, son los que mueven todo bajo de cuerda, pero ya los castigaremos.

Cuando oyó esto Moctezuma III no saltó ni bailó de gusto por respeto a su superior, pero en sus miradas conoció el Presidente que a su subordinado, lejos de repugnarle el servicio militar que le mandaba, lo recibía con singular contento.

—Parece que no te desagrada la comisión; así me gustan los soldados, resueltos y valientes como tú. ¿Qué fuerzas tienes, coronel?

—Seiscientos hombres, mi general —contestó Moctezuma.

—¿Te basta con esto?

—Si le parece a mi general, no sería de más una batería de cañones de montaña y dos compañías de infantería.

—Me parece muy bien, y ya se ve desde luego que eres oficial educado por Baninelli y menos confiado que Franco, que cree siempre que con cuatro hombres y un cabo se puede conquistar el mundo entero. Ve al Ministerio de Guerra y allí te arreglarán lo necesario.

—¿Tiene mi general alguna otra cosa que mandar? —dijo Moctezuma imitando al cabo Franco.

—Antes de cuatro días en marcha y portarse bien —le contestó el Presidente inclinando la cabeza para saludarlo y despedirlo.

Moctezuma III salió también de Palacio, como el cabo Franco, contoneándose, arrastrando el sable y con las dos manos metidas en los bolsillos de su pantalón; pero más contento que si se hubiera sacado la lotería de veinte mil pesos. Tenía por segura la conquista de su reino y el exterminio de toda la abominable raza de los Melquiades. ¡Qué gloria para él ir a vengar a su abogado Lamparilla, y a ganar con la espada en la mano sus valiosos dominios usurpados después de tres siglos!

Al tercer día salía de México al frente de su brillante tropa, y al cuarto se presentaba enfrente del pueblo de Ameca.

No era aquello un simple motín de indios borrachos como el que asustó al licenciado Lamparilla, sino que tenía el carácter de un alzamiento en toda forma. Los Melquiades, que tenían fusiles de munición y parque ocultos, los repartieron a los valentones que habían bajado de la hacienda de Buena Vista; las entradas del pueblo estaban fortificadas, y con ramas, piedras y lodo habían construido unas trincheras al parecer inexpugnables, y una guerrilla de cosa de cuarenta hombres a caballo, con carabina en mano, parecía que intentaba acometer o detener a la tropa.

En su vida había tenido Moctezuma III más placer que el que experimentó a la vista de aquel aparato militar, y bendijo el día en que el cabo Franco lo cogió de leva en el rancho de Santa María de la Ladrillera. Tomando las precauciones militares de ordenanza, pero imitando también el arrojo de su antiguo jefe Baninelli, dio sus disposiciones para cualquier evento, y poniéndose al frente de un escuadrón, arremetió furioso sable en mano contra la guerrilla, que disparó unos cuantos tiros y se metió a escape dentro de las fortificaciones.

En la noche hizo sus reconocimientos, cambió algunos tiros con los de adentro y resolvió batir en la madrugada con su artillería las trincheras y dar en seguida el asalto. Bastaron unos cuantos tiros de cañón para destruirlas, y abierto el paso, formó una columna con la infantería y a la cabeza de ella penetró intrépidamente en la población. Una fusilada nutrida lo recibió, viniendo de todas partes, pero duró momentos, después reinó el silencio, y cuando llegó a la plaza y formó delante del curato, el pueblo estaba solo, las tiendas y las casas cerradas, nadie se atrevía a sacar las narices.

Entonces hizo su entrada formal con todas sus fuerzas y ocupó la población sin más dificultad. Por su parte un muerto y cuatro heridos, no de gravedad; los enemigos dejaron cerca de la plaza, donde fue lo más caliente del combate, una docena de muertos. Los Melquiades huyeron rumbo a Cuautla, y los valentones que quedaron vivos ganaron por las asperezas del Volcán Grande la hacienda de Buena Vista.

Glorioso para la patria y provechoso para Moctezuma mismo fue el asalto de Ameca, pero faltaba lo más difícil, que era arrojar a los bandidos de la hacienda de Buena Vista, y esto, no sólo parecía difícil, sino imposible. Encontróse por fortuna Moctezuma con que Espiridión era no sólo vicario, sino cura interino de Ameca, por promoción del propietario. Espiridión, de naturaleza bueno y amable, se había sabido ganar la voluntad de sus feligreses, de manera que ya ejercía grande influencia, y toda la empleó, como se ha de suponer, en ayudar a Moctezuma y buscar el modo de apoderarse de la hacienda, que no tardó en presentarse. Una de sus muchas hijas de confesión era mujer de un indio que había nacido y criándose en Buena Vista, y en esos momentos él y dos peones más vivían allí, ocupados en cuidar la casa y cultivar la huerta, que tenía muy buenos árboles y no dejaba de dar un regular producto anual a los Melquiades. La solicitud de su mujer se reducía a que le permitiese a su marido bajar al pueblo sin ser puesto preso ni molestado, por venir de país enemigo. Entre el cura y Moctezuma formaron su plan. Ese indio les daría razón del número de hombres que había en la hacienda, de los recursos y armas con que contaban, y, finalmente, aprovechando una noche oscura y el momento en que estuviesen durmiendo o descuidados, les abriría el portillo, y una vez entrado por allí un hombre, los demás, que estarían ocultos en los ramajes y escalonados en la vereda, penetrarían y la victoria no era dudosa. Ese plan era lo más atrevido, pero no había otro. Otorgado el permiso, la mujer subió a la hacienda y a la tardecita volvió a Ameca en compañía de su marido, el que no tuvo dificultad en dejarse persuadir por el señor cura y prometió hacer lo que le mandaran.

Los valentones reunidos allí, tenían cuanto era necesario para vivir. Con la mayor facilidad mataban un venado, pues como no había cazadores, abundaban, y pasaban sin temor a la vista de los hombres, y con el maíz que existía depositado hacían sus tortillas, pero, como a los tlaxcaltecas, les faltaba la sal y otra cosa más importante, algo espirituoso que beber, pues no tenían más que los hilos de agua cristalina que bajaban de la nieve que se fundía diariamente en el volcán, y eso, que para otros hubiera sido una delicia, para ellos era un tormento.

Creyendo los valentones engañar a su vez al jefe militar que los había batido, permitieron al indio que bajase, con la condición de que a su vuelta les traería ocultamente sal, manteca y algunas otras cosas; pero sobre todo aguardiente.

Le dieron dinero y le prometieron recompensarle ampliamente. El cura y Moctezuma se frotaron las manos. Los bandidos, con esto, solitos se entregaban. El indio subió y bajó varios días a la hacienda de Ameca, y en cada viaje les llevaba una damajuana de aguardiente, y las orgías nocturnas eran solemnes. Alrededor de la lumbrada, comiendo sus trozos de venado tierno y sus tortillas calientes, bebían a su sabor y cantaban canciones obscenas y al fin caían, sin fuerza, debajo de los árboles del patio o en las piezas de la casa.

Moctezuma III, bien informado de todo esto, se decidió. Una noche oscura ya muy pasada, más bien a las dos de la mañana, tomó la vereda de la hacienda con cien infantes, y con mucho silencio y favorecido por un tiempo seco, fue subiendo y llegando cerca del portillo los escalonó como pudo, aunque con riesgo de que cayeran a las barrancas. Las trancas del portillo, untadas de sebo por el indio, corrieron sin ruido y Moctezuma III el primero entró al patio, y así dos a dos fueron penetrando los soldados, de modo que cuando uno de ellos tropezó su fusil contra las trancas e hizo ruido, lo que despertó a los valentones que estaban todavía durmiendo el sueño de la borrachera, había más de cincuenta soldados. Moctezuma gritó:

—¡Fuego graneado!

Y comenzó una de todos los diablos. Los valentones, aturdidos, no encontraban sus armas, ni se daban razón de lo que había sucedido, pero los que estaban dentro de las piezas contestaban el fuego y otros acometían a los soldados con arma blanca; en esto, los soldados que faltaban, acabaron de entrar y aquello parecía un castillo; el fuego, en la dirección de las sombras fantásticas y vacilantes que se agitaban en todas direcciones, continuaba. De los bandidos, unos pudieron ganar por detrás de la casa las asperezas del volcán, otros, locos y atarantados, buscaban la cerca y caían al precipicio profundo, otros quedaron tendidos en el patio y en las piezas.

Cuando amaneció Dios, no había ni un enemigo, y Moctezuma III, más resuelto que su ilustre antecesor, en vez de dejarse matar a pedradas, había arrojado a balazos a sus enemigos y reconquistado plenamente sus dominios.

Los soldados, que habían trabajado bien, riendo a carcajadas del terror que habían manifestado los valentones al ser sorprendidos, arrojaron los muertos a la profundísima barranca y comenzaron a hacer lumbre para sazonar y comerse medio venado que había quedado allí.

Moctezuma III mandó a los peones al pueblo para que trajeran pan, vino, chile, frutas y cuanto encontraban, y jamás banquete tan alegre ni tan espléndido se había dado cerca de la nieve eterna de los grandes volcanes y en los que fueron dominios del célebre emperador de los mexicanos.

LVII. La red

Don Pedro Martín de Olañeta, un verdadero sabio de su profesión, ilustrado a la moderna y hasta cierto punto amigo del progreso, en materias de dogma y de religión no transigía con nadie. Como doña Rafaela la dulcera, no frecuentaba, porque tenía mucho que hacer y porque Casilda no dejaba de ocasionarle ciertos malos pensamientos que, en obsequio a la verdad, diremos que procuraba desechar.

En esta vez creyó necesario cumplir con el Sacramento para pedir a Dios le diese imparcialidad y acierto para administrar recta justicia, y la fortaleza necesaria para no cometer una debilidad por salvar a las personas hasta cierto punto de su familia que estuviesen complicadas en la tenebrosa trama. Hízole así, y antes de abrir públicamente la causa, pidió audiencia al Primer Magistrado de la República.

El crimen de la Calle de Don Juan Manuel se había transpirado apenas y era en voz baja y en secreto como hablaban de él muy pocas personas. Los cadáveres, después del reconocimiento del médico de cárceles, habían sido llevados a las primeras horas de la mañana a la Santa Veracruz y depositados en un nicho del panteón, por si en el curso de la causa fuese necesaria una inhumación, y la casa, custodiada en lo interior por dos agentes de policía, permanecía cerrada como de costumbre. El juez había procurado el más grande sigilo en todos sus procedimientos, a fin de que los culpables, sabiendo que la justicia procedía, no evitasen con la fuga el castigo merecido.

El Primer Magistrado concedió la audiencia pedida; pero el día antes el marqués de Valle Alegre se presentó en la casa de don Pedro Martín. Su fisonomía estaba completamente cambiada; en su vestido, siempre tan esmerado, se notaba algún desorden; hasta en el modo de andar y en las inflexiones de su voz se reconocía lo que había sufrido.

—Vengo a desahogarme, licenciado, con usted, que es mi paño de lágrimas. Soy el hombre más infeliz de la tierra y cambiaría mi vida por el más miserable de los pordioseros que piden limosna en la puerta de las iglesias, con tal que se me mitigase este dolor que me destroza el corazón.

El marqués se llevó la mano al pecho, y en efecto, medio sofocado se dejó caer en un sillón que le presentó don Pedro Martín, el que no pudo menos que enternecerse mirando la honda pena que, con mucha razón, afligía a su amigo.

—Figúrese usted, licenciado, por un momento, mi situación. El domingo pasado se leyó en la parroquia la última amonestación. El Arzobispo está ya avisado que el jueves próximo nos va a dar las manos. Todos mis parientes y lo más principal de México, convidados para la boda. Un gran banquete de cien cubiertos dispuestos en la nueva casa de la Ribera de San Cosme, las papeletas impresas, todo arreglado, listo… ¡Qué campanada, que catástrofe! ¡Qué horror en toda la población cuando se sepa que…! ¿Qué va a ser de mí, qué va a ser de esa Amparo, que es un ángel, de esa madre y de esa esposa, cuya vida ha sido ejemplar? ¡Me vuelvo loco, licenciado! ¡Mi cabeza es un volcán!… ¿Qué haré? ¿Qué haré? ¿No habría medio de que Relumbrón…?

Don Pedro Martín se puso en pie y miró al marqués con un aire terrible.

—Señor marqués de Valle Alegre —le dijo— si vuelve usted a pronunciar otra palabra semejante, saldrá de mi casa y no volverá a ella jamás.

El marqués, en medio de su agitación, conoció la grave falta que había cometido, y queriéndose arrojar a los pies del juez, exclamó:

—Perdón, perdón, señor don Pedro, usted ha escuchado a un loco, a un desgraciado que no sabe lo que dijo. Olvide esa palabra y vuélvame su amistad, que es lo único que me ha quedado en el mundo.

Inclinó su cabeza sobre el bufete, se metió las manos entre los cabellos como queriendo sacar de entre ellos las ideas negras de que estaba llena, y derramó un torrente de lágrimas.

Don Pedro dejó que se desahogara, y después le dijo con cariño:

—Vamos, amigo mío, cálmese usted; nadie mejor que yo conoce lo terrible de su situación; pero hay cosas que no tienen remedio y en estos momentos no hay más refugio que Dios, que dispone estas cosas misteriosas sin que alcancemos sus designios.

—¿Y Amparo, y Amparo? —repetía el marqués.

—Mártir, mártir por la conducta de su padre, encontrará en la religión y en las virtudes de su alma el consuelo que ni usted ni nadie le puede dar ya. ¿Ha ido usted a la casa?

—No he tenido valor ni sé si lo tendré. ¿Qué consejo me da usted?

—Yo ninguno le puedo dar a usted; no soy más que juez, y además, ésas son cosas muy personales.

Así siguieron hablando largo rato hasta que las gentes comenzaron a llegar al estudio de don Pedro para diversos negocios. El marqués, aparentemente, se retiró más tranquilo; pero sostenía una lucha dura y terrible en su corazón. ¿Echaría a un lado, arrollando con todas las consideraciones sociales, y se casaría con la hija de un ladrón, o la abandonaría a la suerte, tomaría la diligencia y se marcharía a Europa sin volverla a ver? Tal era el dilema que rompía sus sienes y trabajaba su mente. Amaba profundamente a Amparo ¿y Amparo, cuando estallara ese volcán que tenía a sus pies, querría aceptarlo como marido?

A la hora señalada, don Pedro Martín se presentó en Palacio; las puertas se le abrieron inmediatamente, y un ayudante le introdujo al salón de audiencias, donde no tardó en presentarse el Presidente.

—Asuntos desagradables, pero muy graves, me traen aquí, señor Presidente —le dijo don Pedro con mucha calma y respeto— y tengo necesidad de pedirle a usted permiso y perdón por las preguntas que le voy a hacer.

El Presidente, que consideraba y estimaba mucho a este íntegro magistrado, y le había dado la mano y lo había hecho sentar en un sillón enfrente de él, le respondió con afabilidad:

—Nada de lo que viene de usted me parece mal, y el perdón anticipado es inútil, pues usted no es capaz de cometer la más leve falta.

—Gracias, señor Presidente, gracias. Necesito para un suceso, el más raro de cuantos se registran en los anales del crimen, que me preste usted su autoridad y su poder por veinticuatro horas. Eso bastará.

—No sé el asunto y ni me lo diga usted si no conviene; pero mi influencia personal y mi poder como Presidente lo tiene usted por cuantas horas lo necesite.

Don Pedro se inclinó; en una mirada que dirigió al Presidente le expresó su profundo agradecimiento por tan grande confianza, y comenzó a referirle en extracto las revelaciones de Juliana y de Cecilia y la confirmación plena que había tenido en su conciencia, cuando practicando las diligencias en la casa de la Calle de Don Juan Manuel encontró en la caja de dinero la cartera que, sin duda en el afán de sacar los pesos, cayó del bolsillo de Relumbrón. El juez refirió también con todos sus pormenores lo que pasó en casa del conde, y la manera como fueron encontrados el cadáver de la pobre Consuelo y los de las dos viejas sirvientas.

El Presidente se agarraba la cabeza y no podía creer lo que el magistrado le estaba refiriendo.

—Aquí tiene usted la cartera, señor Presidente, con las tarjetas del coronel y una carta de una de sus queridas.

El Presidente examinó una y dos veces la cartera y la devolvió al juez.

—De su pobre hija —le dijo— no cabe duda. ¡El malvado! Lo tenía yo por calavera, pero habría metido las manos en la lumbre por él… Me ha servido más de una vez en asuntos importantes con fidelidad y honradez… lo protegía yo, ganaba en varios negocios y me daba yo razón de su lujo. ¿Qué quiere que se haga, señor licenciado?

—Es necesario echar la red y coger a un mismo tiempo a todos los culpables, y antes que todo al coronel.

—Ahora recuerdo —dijo el Presidente— ese hombre ha de haberse marchado ya para Europa. Le di una licencia por seis meses y hace ocho días que se despidió de mí… Espere usted. Si se fue lo buscaremos en Veracruz, en todo el mundo… No se me escapará.

El Presidente tocó la campanilla y un ayudante entró.

—Se va usted ahora mismo a la casa del coronel. Y si no está en ella lo busca usted donde quiera que esté y me lo trae sin separarse un momento de él, y si intenta fugarse, le mete usted la espada. Mucho secreto y no se presente sin el coronel, porque le mandaré a usted a un castillo.

El ayudante prometió cumplir con su comisión y salió del salón. Don Pedro siguió hablando y le expuso el plan que había formado para la captura de los reos, el que fue aprobado.

—Voy a poner a disposición de usted dos personas que lo secundarán y que no admitirán nada, aunque les cueste la vida, por cumplir con lo que usted les ordene; son los coroneles Franco y Moctezuma.

—Perfectamente —le contestó don Pedro— con eso me basta; al primero lo conozco de vista, al otro más íntimamente; con eso me basta…

El ayudante, entre tanto, más bien voló que no corrió a la casa de Relumbrón, y como compañero y amigo que era, se coló hasta su recámara y lo encontró en pechos de camisa, muy afanado en componer su baúl. Tenía sus letras para Londres y París, sus buenas cartas de recomendación, su billete tomado en el paquete inglés, todo arreglado para la marcha que debía verificarse al día siguiente del casamiento de Amparo.

El ayudante disimuló y le dijo simplemente:

—Vístase usted, compañero, que el Presidente lo llama para un asunto urgente y ya sabe que no le gusta esperar.

Relumbrón, sin sospechar nada y acostumbrado a recibir órdenes cuando menos lo pensaba, cerró el baúl, se vistió con su uniforme y sus cruces, pues el Presidente no consentía que sus ayudantes se le presentasen en traje civil, y siguió a su compañero a Palacio.

No acababan don Pedro y el Presidente de combinar todas las medidas que había que tomar en el caso, cuando la puerta se abrió y se presentó Relumbrón. En el acto que vio allí a don Pedro y echó una mirada al rostro airado del Presidente, se puso pálido como un muerto, pero trató de reponerse y, con la sonrisa en los labios, saludó al licenciado y dijo:

—Aquí me tiene usted, mi general, dispuesto a recibir sus órdenes.

—¿Conoce usted esta prenda? —le dijo el Presidente con un tono severo presentándole la cartera.

Relumbrón, que ni remotamente pensaba haberla perdido y que creía guardada en algún cajón de su mesa, contestó con mucha seguridad:

—Sí, señor Presidente, es mía, y me la regaló mi hija el día de mi santo.

—¿Y sabe dónde se ha encontrado esta cartera?

—Lo ignoro… la habré dejado en alguna parte…

—¿La habrá usted dejado por casualidad en el fondo de la caja de dinero del conde del Sauz, en la Calle de Don Juan Manuel?

Fue tal el terror de Relumbrón al oír estas palabras, dichas con un tono terrible, que no teniendo cerca silla ni pared en qué apoyarse, se le aflojaron las rodillas y sin poderlo evitar cayó al suelo.

La cólera del Presidente no tuvo entonces límites.

—¡Levántese usted, miserable! —le dijo—. ¡Al crimen de un salvaje añade usted la cobardía de una mujer! ¡Levántese usted o le mando dar aquí mismo cincuenta palos! ¡Levántese usted!

Relumbrón hizo un supremo esfuerzo, se levantó, buscó la pared para apoyarse, y su vista descarriada se dirigía al techo y a las puertas por no encontrarse con las miradas del Presidente y del juez.

El Presidente se le acercó lentamente, y a medida que se le acercaba corrían por la frente de Relumbrón gotas de sudor frío y temblaban todos sus miembros.

—¡Cobarde, cobarde, miserable! —repitió el Presidente—. Ha deshonrado usted al ejército, y no merece que lo maten las balas de los soldados. Va usted a ser entregado a la justicia ordinaria. Es usted indigno de llevar esas presillas y esas cruces.

Y al decir esto le arrancó las presillas de los hombros y las cruces del pecho, y las tiró al suelo; tocó después la campanilla y entró el ayudante.

—Lleve usted a este hombre al Cuartel de Órdenes, lo encierra usted en un calabozo seguro, le pone dos centinelas de vista y dice usted al jefe que manda el cuerpo, que él me responde del preso. Que le pongan a pan y agua y quedará rigurosamente incomunicado. Nadie entrará ni lo verá más que el señor juez, y mucho secreto; nadie tiene por ahora que saber esto.

El ayudante tomó del brazo a Relumbrón, que apenas podía andar, se lo llevó al cuartel y, como lo había mandado el Presidente, quedó encerrado en un calabozo.

—Siéntese usted un momento, señor don Pedro —le dijo después de un rato el Presidente— y dispénseme, quizá no debí… pero no me pude contener.

El Presidente se dejó caer en un sillón y más de diez minutos estuvo respirando con trabajo. La cólera le sofocaba. Ya más calmado, dijo al juez:

—Señor don Pedro, yo mismo daré las órdenes y todo quedará por ahora en el mayor secreto. Usted tiene mi poder, es el Presidente de la República en este asunto. Esta noche o mañana muy temprano, se presentarán en la casa de usted los coroneles Moctezuma y Franco, con orden de obedecerlo como si yo lo mandara. Estoy seguro que quedarán bien.

—Es que tengo que prender al capitán de rurales y a toda su gente —dijo don Pedro.

—A todo México si es necesario, señor don Pedro; le repito que usted es el Presidente y que los que vengan a quejárseme o a suplicarme no encontrarán apoyo ninguno.

Don Pedro Martín salió de Palacio enteramente satisfecho y fuerte para administrar justicia, con la decidida protección del Presidente.

A la mañana siguiente, antes de que se levantara, ya estaban en la antesala Moctezuma III y el cabo Franco.

El plan de don Pedro Martín era coger en un mismo día, y si era posible en una misma hora, a todos los culpables para que ninguno se escapara, y los dos militares, que no se andaban con chicas y abundaban en expedientes, le facilitaron el trabajo.

—Aunque hagamos el oficio de policías —le dijeron cuente usted, señor juez, con que será servido. Lo manda el Presidente y no tenemos más que obedecerlo y cumplir.

Moctezuma mandaría un escuadrón, con un oficial de confianza, para que cayese al molino de Perote y se trajese, amarrados codo con codo, al licenciado Chupita y a los monederos falsos con toda su maquinaria. En Perote había carros, mulas y cuanto era necesario, perteneciente a la misma negociación. Él marcharía a Río Frío, con el resto de la caballería, para prender a Evaristo.

El cabo Franco, con piquetes de tropa de infantería, sorprendería a los ladrones que se reunían en la tienda de Santa Clarita, y a doña Viviana, en su casa o en el almacén de vestuario. El gobernador, por disposición del juez, se encargaría de la partida de juego de don Moisés.

Don Pedro Martín se encargó de ir personalmente a la casa del platero.

Combinado así el plan, veamos cómo se desarrolló. A la casa de Relumbrón se mandó decir con un ayudante del Presidente que no tuviesen cuidado, pues estaba ocupado en una comisión del servicio. Así, cuando el marido estaba ya a buen recaudo, en la casa había la mayor tranquilidad y se disponían de antemano guisadas, dulces, flores, luces y adornos para el día de la boda.

El marqués, como loco y sin saber qué resolución tomar, no se había atrevido a ir a la casa; de pronto no le ocurrió otra cosa más que escribir a Amparo que estaba muy afanado en concluir lo que faltaba en la casa de la Ribera de San Cosme. Así, la prisión de un personaje tan visible y conocido en México como Relumbrón no fue sabida de pronto por el público.

El oficial comisionado por Moctezuma hizo sus jornadas sin fatigar a la caballería y al sexto día entró de rondón en el molino de Perote. La gente, ocupada en el trabajo de fabricar la moneda, no hizo resistencia alguna, el licenciado Chupita, al verse descubierto y preso, se desmayó; pero el oficial no se anduvo con consideraciones; amarró codo con codo a cuantos encontró allí; a Chupita, desmayado como estaba, lo mandó amarrar también, envolver en una sábana y cargarlo por dos de los monederos, y así bajaron todos a la casa de Perote. Al día siguiente se recogió el dinero, lo principal de la maquinaria y, cargado todo en unos carros, con Chupita, que volvió en sí, dieron la vuelta para México, habiendo mandado antes un extraordinario a su coronel informándole que había cumplido con su comisión.

Seguro ya de esto Moctezuma, hizo montar el resto de su caballería y se dirigió directamente a Río Frío, resuelto a matar personalmente al capitán de rurales si no lo podía coger vivo; pero la fortuna le ayudó. Llegó como a las siete de la noche y encontró en la taberna alemana reunidos a todos los bandidos que habían llevado a sus mujeres, y estaban bebiendo, cantando y bailando. Cuando acordaron y volvieron en sí con el susto de la borrachera, ya estaba el edificio rodeado de caballería y, en la única puerta de salida, Moctezuma con pistola en mano y diez hombres con carabinas preparadas.

—¡Que se presente aquí el capitán! —gritó con energía.

—No está aquí —respondió el mismo Evaristo, que no veía otro medio de salvación.

—Ya veremos si está aquí. Afuera la familia del alemán, y pronto.

El alemán y sus hijas salieron y se fueron a refugiar al monte. Los soldados les dejaron pasar.

Moctezuma llamó al resto de su fuerza y volvió a gritar:

—Si no se presenta el capitán, fuego, hasta que no quede uno.

Evaristo tuvo que vencer su cobardía y se presentó. Dos dragones se apearon, le quitaron una sola pistola que tenía en la cintura y le amarraron. Así fueron haciendo con todos los demás y colocándoles entre filas, advirtiéndoles que al menor movimiento que hicieran para escapar, serían muertos a balazos. A Evaristo lo tenían lazado del cuello y de la cintura y llevadas por dos soldados las reatas, de modo que teniendo las manos amarradas por detrás, al menor movimiento que hiciera para escaparse se ahorcaba él mismo. Así, de grado o a cintarazos, hizo entrar en filas a treinta bandidos, tomando inmediatamente el camino para México y adelantando un soldado para que avisase al juez.

Siguió entonces la prisión de los de la tienda, que no tuvo dificultad. Juliana había señalado hasta las horas en que se reunían allí para repartirse los robos. Una patrulla llegó al mismo tiempo que iban a cerrar. El primero que cayó y quiso hacerse el valiente, fue el tuerto Cirilo; pero el cabo Franco le quitó los bríos con una soberbia bofetada, y amarrado, como a todos, se los llevó al cuartel de los Gallos, que a la sazón estaba vacío, y fue puesto a las órdenes de don Pedro Martín.

Doña Viviana fue capturada al salir de su casa para dirigirse al taller. Se cerró su habitación, que quedó al cuidado de un agente del juzgado.

Hechas todas estas prisiones, tocó su vez a don Pedro Martín. Quiso personalmente hacer la captura, porque con mucho fundamento supuso que el platero tenía gran cantidad de piedras preciosas robadas, dinero y papeles de importancia.

Dirigióse a la Calle de la Alcaicería, acompañado solamente del escribano de diligencias y un agente del juzgado, y los dejó un poco atrás antes de llegar para que ni las gentes fijaran su atención, ni se alarmase el platero. Entró al taller y encontró la fragua encendida, los sopletes en actividad y seis u ocho oficiales trabajando muy afanados bajo la dirección del compadre de Relumbrón.

—Me encuentra usted precisamente, señor licenciado —le dijo— muy atareado para concluir pasado mañana las alhajas que el señor marqués de Valle Alegre va a regalar a su novia. Ya le he entregado bastantes; pero él se empeñó a última hora, como quien dice, en que le hiciese otras nuevas, pues nada le basta, y quisiera el mundo entero con todas sus riquezas para regalárselo a Amparito, pues parece que no la ama, sino que la adora como a una Virgen. Aquí están todos los estuches y las alhajas ya listas; se las voy a enseñar a usted.

—Sí le parece a usted —le dijo el juez con calma— mejor las veremos en su casa.

En esto llegaron el escribano y el agente; don Pedro se separó un poco, y dijo a éste en voz baja que no se apartase del taller ni permitiese que saliese ni entrase ninguna persona. El platero, sin desconfianza y tomando la delantera para servir de guía, subió a su casa, seguido del juez y del escribano.

—Las funciones de un juez son penosas —le dijo don Pedro luego que estuvieron en la sala— pero es preciso cumplirlas y vengo yo mismo a intimarle que me siga.

—Pero, señor licenciado, ¿qué es esto? —le dijo el platero tartamudeando y turbándose—. Yo soy un hombre honrado; usted mismo me ha visto trabajando: alguna calumnia, algún chisme… Es una arbitrariedad…

—Usted no es más que un ladrón, y la mitad, si no todas las alhajas y valores que tiene usted, son procedentes de robos y de maldades. Queda usted preso y ya vendrá la fuerza armada para llevarlo a usted donde están su compadre y los demás cómplices. Me obliga usted a decirle esto para probarle que todo lo sabe la justicia y que no hay arbitrariedad ninguna. Entretanto, nada de escándalo; si es usted inocente, lo probará en el curso de la causa el abogado a quien elija usted para que lo defienda; vamos a formar el inventario de cuanto tenga usted aquí en el taller, propio y ajeno.

Mientras el juez, con una voz seca y dura decía esto, el platero se fue levantando lentamente de la silla en que estaba sentado, y fueron presentándose en su fisonomía fenómenos nerviosos los más extraños y horribles. Los ojos se le contraían, y mientras uno bajaba casi a la mitad del carrillo, el otro subía y parecía que la pupila quería hundirse en el cerebro; la boca tan pronto se le cerraba y aparecía imperceptible, como se le abría ancha, queriendo articular palabras o gritar, sin poderlo conseguir; las orejas y las narices tomaron un color amoratado sanguinolento, y los cabellos se le erizaron en la cabeza.

Don Pedro y el escribano llevaron involuntariamente sus manos a los ojos, para apartar de su vista ese monstruo, que, como aparición de otro mundo fantástico, se les presentaba, en lugar del platero de fisonomía amable e hipócrita a quien habían ido a residenciar.

Todo esto duró apenas cinco o seis minutos, y don Santitos, sin haber podido proferir una palabra, cayó muerto, dando contra el mismo mueble que había lastimado a la cocinera Juliana.

LVIII. Don Pedro, mártir de su deber

Era necesario hacer el inventario y asegurar los considerables valores que en oro, plata y piedras preciosas existían en el taller y en la casa del platero; así, su cadáver no podía permanecer allí ni un momento más. El juez dispuso que fuese llevado provisionalmente al Hospital de San Andrés. Los oficiales de la platería quisieron salir, el agente del juzgado lo impidió y todo esto hizo que se fuese reuniendo gente, se formó escándalo y con esto acabó el secreto riguroso que hasta entonces se había guardado. El juez tuvo necesidad de mandar a un cuartel por fuerza armada que despejara la calle y guardase las esquinas, y pudo ya entonces dedicarse a practicar las diligencias que, como se debe suponer, fueron largas, y a recoger la colección maravillosa de diamantes, rubíes, zafiros y esmeraldas, además de multitud de alhajas, entre ellas un fistol hecho con la exquisita perla del marqués de Valle Alegre, que Mariana aceptó con tanta indiferencia y que se hallaba entre las alhajas que fueron robadas por el vengativo cochero José Gordillo. La platería fue cerrada y de pronto enviados a la cárcel los oficiales.

La causa se proseguía con la mayor actividad habilitando horas, y el juez apenas tenía tiempo para comer un bocado y dormir tres o cuatro horas en la noche. La ciudad toda era presa de una curiosidad y de una excitación tal, que no se hablaba de otra cosa, especialmente porque el frustrado casamiento del marqués de Valle Alegre se mezclaba de una manera especial en este inesperado acontecimiento.

La primera visita que recibió don Pedro Martín, fue la de su hermana Clara, que entró como un huracán hasta la biblioteca, sin que la pudiesen contener Prudencia y Coleta.

—¡Siempre lo he dicho! —le dijo bruscamente a don Pedro Martín, encarándose y arrebatándole el papel en que escribía—. ¡Tú eres el tirano de tu familia! ¿Cómo te has atrevido a poner preso a mi marido, y complicarlo en esa causa de ladrones y de asesinos? Sábete que es muy honrado, y que si donde estaba empleado se hacían o no pesos falsos, era con tu consentimiento, y entonces el primer preso deberías ser tú. Ahora mismo me firmas una orden para que salga en libertad o armo un escándalo.

—¡Clara! ¡Cierra esa boca —le gritó don Pedro levantándose indignado— o me obligarás a… no sé que cosa! ¡Sal de aquí! ¡Prudencia, Coleta…! ¡Saquen a esta mujer o soy capaz de hacer un disparate!

Coleta y Prudencia, que estaban en acecho, acudieron, y Clara, asustada con el aspecto imponente y la voz terrible de su hermano, que se le había acercado para obligarla a salir de la biblioteca, cambió de sentimiento, como sucede generalmente en las mujeres, y se arrojó hecha un mar de lágrimas en sus brazos.

—Retírate, Clara —le dijo— porque después de haber proferido tan grave insulto, no debes poner los pies en esta casa.

—¡Perdónalo, perdónalo; en tu mano está salvarlo! —continuó diciendo Clara—. ¿Qué va a ser de mí? ¿Quién volverá a saludarme en la calle? ¿A qué casa iré donde no me cierren la puerta? ¡Considera mi situación, hermano mío, y salva a mi marido!

—¡Tú, tú —le interrumpió don Pedro quitándose del cuello los brazos de Clara que lo oprimían— eres la que has conducido a tu marido al crimen y te has labrado la situación en que efectivamente vas a quedar! Ese lujo, esas alhajas, esos carruajes con que no sólo llamabas la atención, sino que escandalizabas a la sociedad de México, han obligado a ese hombre a hacer gastos cuantiosos y a ligarse con un gran criminal. Me cansé de darte consejos que nunca quisiste escuchar, y ya ves el resultado. Yo nada puedo, nada soy, nada valgo; no puedo castigar ni perdonar. La ley es la que obra en estos casos. Si tu marido, por las diligencias que se practiquen, es inocente, saldrá en libertad y se rehabilitará en la sociedad; pero si es culpable, ni lágrimas, ni súplicas, ni amenazas servirán de nada. La ley lo castigará. Es mi última palabra, Clara.

Don Pedro Martín volvió las espaldas, y Prudencia y Coleta, tomando del brazo a Clara y calmándola en cuanto les era posible, la sacaron casi a fuerza de la biblioteca.

Por la corredora doña Viviana se empeñó medio México. Tenía tantas relaciones con las familias principales, y era tan complaciente, tan viva, facilitaba tanto los negocios y se portaba con tanta honradez y exactitud en sus contratos, que nadie creía que pudiese estar complicada en robos y maldades, y atribuía su prisión a las calumnias y a la venganza de algunas personas que, habiéndoles fiado alhajas y trajes, no le querían pagar y había tenido necesidad de citarlas ante un juez. Don Pedro fue inflexible, y contestaba lo mismo que dijo a su hermana.

La visita que le causó una impresión profunda fue la de doña Severa y Amparo. Vestidas sencillamente de negro, entraron a la biblioteca, se sentaron temblorosas sin poder articular palabra, y durante un cuarto de hora hubo un lúgubre silencio que asustó a Prudencia y a Coleta, y se escaparon conmovidas a sus recámaras, no queriendo, ni por curiosidad, saber lo que iba a pasar.

¿Qué había de decir el juez? Quería comenzar la conversación para que de cualquier manera terminara tan penosa entrevista; pero no sabía cómo hacerlo sin agravar más el dolor de las desgraciadas víctimas de Relumbrón.

En pocos días la juventud lozana de Amparo había acabado como si hubiesen pasado años y años; sus mejillas blancas, estaban hundidas y como transparentes; sus ojos, antes dulces, tenían una mirada de amargura, y en su fisonomía toda, que no podía contemplarse sin emoción, estaban retratados los agudísimos sufrimientos de su alma.

Ella fue la primera que rompió el silencio, y con una voz dolorosa apenas pudo decir:

—¿Si fuera posible?… Usted, señor, que tanto nos ha querido… —y sus ojos se llenaron de lágrimas y su voz se ahogó en su garganta.

El juez aprovechó la oportunidad, comprendiendo lo que Amparo quería decirle, para terminar, aunque fuese dolorosamente, una conferencia que no podía tener ningún resultado favorable.

—Es verdad —le dijo a Amparo— no sólo las he querido, sino que las he estimado y admirado por sus virtudes, y me duele el corazón; pero no soy en este momento más que el juez inflexible que tiene que cumplir con la ley.

Doña Severa y Amparo comprendieron que eran inútiles sus ruegos; no hablaron más, se levantaron, tomaron ambas las manos del juez para significarle lo que sufrían, y se retiraron lentamente, sin esperanza, mudas, tristes, pálidas, como dos sombras que caminan al oscuro recinto de las tumbas y de las eternas lágrimas.

Inútil es referir al lector las muchas peripecias, trámites e incidentes de tan ruidosa y complicada causa, que llenó resmas de papel, y bastará darles cuenta de lo más esencial y del final resultado.

Relumbrón comenzó por negar obstinadamente, diciendo que era víctima de una vil calumnia; pero concluyó por confesar presentando su defensor, como circunstancia atenuante, la organización especial que lo arrastraba sin poderlo evitar, al robo, lo que constituía una verdadera monomanía que lo hacía irresponsable de sus acciones. Cuestión de frenología que apenas había dado a conocer don José Ramón Pacheco, y que no hizo ninguna impresión en el ánimo del juez.

Evaristo al principio negó también y fue osado e insolente en las respuestas; más adelante confesaba unas cosas y se desdecía después. Quería echar la culpa entera a Relumbrón y complicar al licenciado Lamparilla y a Cecilia, pero habiendo sido reconocido en rueda de presos por doña Rafaela la dulcera y las vecinas de la Estampa de Regina como asesino de Tules, y confrontándose el mechón de cabellos que le arrancó Pantaleona con la cicatriz que aún tenía en la cabeza, confesó todas sus fechorías, haciendo gala de ellas y sintiendo solamente no haber matado a Cecilia y a Lamparilla, que consideraba autores de su desgracia. Si Cecilia lo hubiese querido y casádose con él, en vez de ser un ladrón sería un hacendado rico y honrado.

Hilario dijo que él no era más que un soldado que recibía órdenes de su jefe, que de nada era culpable ni responsable, y que él personalmente no había asesinado a nadie.

Doña Viviana lloró desde que la aprehendieron hasta el día de la sentencia. Toda se retorcía, enclavijaba las manos, pedía misericordia y perdón sin descansar; no comía ni dormía y estaba a punto de morirse de miedo a la muerte.

Sólo el tuerto Cirilo se estuvo firme. Primero mártir que confesor. A cuanta pregunta le hicieron en el curso de la causa, respondió invariablemente que él era un hombre de bien que ganaba su vida como jicarero de una pulquería de la señora Adalid, que eso lo sabía todo el mundo y que no tenía mas que decir; que si lo mataban, poco le importaba y es cuanto, y así terminaban los interrogatorios.

Relumbrón, Evaristo el tornero, Hilario, el tuerto Cirilo y cuatro de los valentones a quienes se probó que habían cometido varios asesinatos en el camino de Río Frío, fueron condenados a muerte. Doña Viviana a veinte años de trabajos forzados en la cárcel, y los demás reos que resultaron culpables, a cinco y diez y veinte años de presidio. Los oficiales de la platería y Luisa, a quien de pronto se puso presa, salieron en libertad. La sentencia fue confirmada y negado el indulto.

Mientras estos acontecimientos pasaban en México, otros no menos graves ocurrieron en casa de personas con las que hemos hecho ya conocimiento, y mientras los reos se disponen a bien morir, daremos una ligerísima idea de ellos en el capítulo siguiente.

LIX. Una incursión de salvajes

Los comanches, en el tiempo en que pasaron estos acontecimientos, vivían diseminados en esas interminables y solitarias praderas de la frontera del norte, que hoy son atravesadas por grandes líneas de caminos de fierro, que unen las Californias con Nueva York y México.

Para cazar el cíbolo se citaban, se reunían, celebraban un gran consejo, discutían y formaban su plan de campaña, y en seguida marchaba un considerable número de guerreros, atravesando a caballo en poco tiempo grandes distancias, hasta que reconocían, con el instinto admirable que sólo ellos tienen, los lugares por donde debían pasar las numerosas manadas de cíbolos que, huyendo del frío de las regiones heladas del norte, venían a buscar el pasto a veces muy cerca de nuestras fronteras. Con flechas, lanzas y armas de fuego, los indios hacían una carnicería horrible en esos inofensivos animales, les quitaban las pieles y las lenguas, y las iban a vender a las factorías de la frontera de los Estados Unidos, recibiendo, en cambio, armas de fuego, pólvora, tabaco, abalorios y aguardiente. Cuando se habían provisto de todo esto, se dividían de nuevo en tribus más o menos numerosas, mandadas por un capitancillo, y comenzaban a penetrar en las fronteras mexicanas, cometiendo en los ranchos y pequeñas poblaciones indefensas de los Estados de Sonora, Chihuahua y a veces Durango, Coahuila y Tamaulipas, todo género de atrocidades.

Desorganizadas las antiguas compañías presidiales, e inútil la tropa de línea para esa clase de guerra, de marchas rapidísimas y de continuadas sorpresas, las gentes de esos países comprendieron que era necesario organizarse y defenderse, y entraron en ciertas combinaciones, de modo que cuando se sentían los salvajes, como dicen todavía por allá, cada hacienda o pueblo concurría con cierto número de hombres montados y armados que se reunían en un punto dado, comenzaban la persecución de la partida o partidas de indios, y lograban muchas veces quitarles los cautivos y la caballada que se habían robado o, por lo menos, los hacían huir, ocultarse en la sierra o entrar a los desiertos de la frontera americana.

Don Remigio ya estaba acostumbrado a esta clase de guerra, y muchas ocasiones, sólo con los vaqueros de la hacienda había arriado a los indios, logrando salvar a la caballada y mulada que abundaba en los potreros y que era el producto principal de la finca. El conde mismo, por diversión y por hacer gala de su denuedo, acompañaba a don Remigio en estas aventuras, y su gran deseo era cautivar siquiera un comanche, lo que nunca pudo conseguir.

Pero cuando una manga de trescientos gandules penetraba en la frontera, ya era una cosa seria, y en la imposibilidad de batirlos, las gentes se encerraban en sus casas y ranchos, y los ganados, esparcidos en una inmensa extensión de terreno, quedaban a merced de tan astutos enemigos. En esta vez las declaraciones del cautivo las demás noticias que comunicó don Remigio al doctor Ojeda, fueron enteramente exactas, y en el momento en que menos se esperaba se presentó al rayar el día, a la vista de la hacienda del Sauz, una manga como de doscientos guerreros. Don Remigio armó a los vaqueros y apenas tuvo tiempo de juntar algún ganado, colocarlo en el lugar más seguro y encerrarse en la casa para defenderse desde las azoteas y desde el campanario de la iglesia; pero el conde se empeñó en que habían de salir a batirlos con todos los hombres que pudieran disponer. Don Remigio le hizo cuantas reflexiones le sugería su larga experiencia, pero no hubo medio de convencerlo.

—¿Se dirá —contestaba a todos los argumentos— que el conde del Sauz, hallándose en su hacienda, tuyo miedo a cuatro indios desnudos y con flechas y palos? Mi primo el marqués de Valle Alegre, cuando lo sepa, se reirá y se burlará de mí. Ni por pienso; vamos, Remigio, y si tiene usted miedo, quédese.

Don Remigio no tuvo más camino que obedecer, salieron a la cabeza de unos cincuenta vaqueros y caminaron derechos a encontrar a los salvajes, que estaban a tan corta distancia que podían contarse desde la torre de la iglesia.

Apenas los comanches vieron venir las gentes de la hacienda, arrojaron (según su costumbre) horrorosos alaridos que llenaron el aire, agitaron sus chimales en señal de desafío, se dividieron en varios trozos y echaron a correr. El conde, entusiasmado, picó su caballo y se lanzó como un insensato a perseguirlos. Don Remigio y los vaqueros tuvieron que seguirle; pero la fuga no fue sino simulada, y casi al momento hicieron una evolución contraria y las gentes del conde quedaron rodeadas completamente. Un alarido unánime y más aterrador que el primero resonó, y al mismo tiempo una nube de flechas y muchas balas silbaron en el aire. Los caballos de los vaqueros, asustados con los alaridos, arrancaron sin que nada valiese el freno, y en minutos quedó dispersada la fuerza con que el conde presentó su batalla campal. Don Remigio, con una admirable serenidad, reunió a los que tenía más cerca, tomó osadamente las riendas del caballo del conde, lo hizo retroceder y comenzó la retirada con un mediano orden, haciendo fuego a los salvajes para que no se les acercaran, porque sabía que el sistema de ellos es no perder, si es posible, ni un hombre, sino acometer cuando casi no hay riesgo; así lograron acercarse a las tapias trancas y puertas de la hacienda, pero al momento de entrar y como cesasen de hacer fuego, se escuchó otro alarido, y con la velocidad del rayo se les vino encima el grueso de los gandules. Don Remigio, pensando en Mariana, apenas tuvo tiempo de entrar a la casa con los vaqueros que lo seguían; el conde quedó cortado y los salvajes lo hicieron prisionero.

No puede haber idea de la alegría feroz de los bárbaros, que bailaban, disparaban flechas al aire, dando saltos y haciendo mil gestos y contorsiones espantosas. Apearon al conde del caballo, le quitaron su famosa espada de Toledo, con la que en vano trató de defenderse, lo amarraron fuertemente en un árbol y se dispusieron a sacrificarlo a su manera.

La tarde declinaba y los indios esperaron que la noche cerrase para comenzar sus lúgubres ceremonias.

Delante de la casa colocaron una especie de guardia armada de flechas y rifles americanos para impedir toda salida, y a poca distancia del árbol en que estaba amarrado el conde, encendieron un gran círculo de hogueras. Mangas Coloradas y sus capitancillos ocuparon el centro, encendiendo, fumando y pasándose de una mano a otra una tosca pipa de barro, que rellenaron dos o tres veces de tabaco. Terminada esta ceremonia, Mangas Coloradas pronunció en pocas palabras la sentencia de muerte del conde y el exterminio completo de la hacienda por medio del incendio. Un alarido, que contestaron los que estaban cerca de la casa, fue la señal de aprobación, y mientras unos aglomeraban cerca de las puertas ramas, leña y cuanto combustible tenían a mano, otros bailaban y saltaban como demonios salidos del infierno alrededor de las hogueras, proyectando en el suelo y desapareciendo alternativamente las sombras de sus grandes cuerpos medio desnudos y de sus penachos adornados con plumas de aves y abalorios brillantes. Cuando terminaban sus saltos y cabriolas, cada capitancillo tomaba un tizón de las hogueras y lo iba a aplicar al cuerpo del conde medio desnudo, pues le habían arrancado a pedazos una parte de sus vestidos.

El conde bramaba de rabia y de dolor, y gritaba:

—¡Malditos, malditos, bárbaros, acábenme de matar! —y se retorcía furioso como una culebra herida, pero sin poder hacer uso de las manos ni de los pies, pues estaba fuertemente atado con cuerdas hechas de nervios de animales.

Mangas Coloradas quiso tener el honor de arrancar la cabellera del conde, reconociéndolo como amo y señor de la hacienda, y se acercó con un mal cuchillo de fierro en la mano para hacerle la incisión alrededor del cráneo, tirar después por el centro de los cabellos y lograr completa e intacta la cabellera con todo el pellejo.

Don Remigio veía esto desde la azotea, y nada podía hacer, pues en el momento que cualquier puerta se hubiese abierto habría penetrado la banda de salvajes y asesinado con la misma barbarie a todos los que estaban dentro. No temía por él, pues nada le importaba ya su vida, sino por Mariana, que hubiera sido cautivada y conducida a los lejanos aduares de la indiada.

Mariana se había escapado de la vigilancia de Agustina y subido a la torre de la iglesia, y desde allí, con los ojos muy abiertos y el semblante impasible, contemplaba tranquilamente todos esos horrores como si hubiera sido una farsa ordenada expresamente para divertirla.

Don Remigio sufría un martirio comparable quizá al del conde, y tan pronto quería salir con los criados que le quedaban y pelear hasta morir, como cambiaba de resolución considerando la inutilidad del sacrificio y las consecuencias de una irrupción dentro de la casa.

Mangas Coloradas, para dar más solemnidad a la ceremonia de arrancar la cabellera al conde, dispuso que se repitiese la danza infernal alrededor de las hogueras, y estaba al terminar esta farsa sangrienta, cuando se oyeron voces en español, seguidas de una nutrida descarga de balazos y un grito que llegó a los oídos de don Remigio:

—¡Aquí está Juan Robreño, salvajes! ¡No necesito más que la cuarta de mi caballo para echarlos lejos de aquí!

Y en ese mismo instante, Juan Robreño, seguido de Juan, del doctor Ojeda y de sus muchachos, se presentaron repartiendo cuchilladas a diestra y siniestra, y metiendo sus espadas en los ojos, en las barrigas, en los lomos gordos y tostados de los indios que, sorprendidos y acobardados, huyeron en todas direcciones, y diez minutos bastaron para que no quedasen más que muchos indios muertos en la calzada y patio de la hacienda.

Don Remigio salió de la casa a recibir a sus salvadores; el doctor Ojeda, que vio al conde casi moribundo, lo desató, y entre él y don Remigio lo cargaron y colocaron en su lecho.

La Lucecilla a caballo, haciendo jornadas largas, más fuerte, más animosa que cualquiera de los hombres, había acompañado a Juan, y en largas conversaciones con él y con el fingido don Pedro Cataño, se había impuesto de la historia de ambos y sabía también, por el doctor Ojeda, que la quería mucho, los más insignificantes pormenores y hasta las entradas y salidas de la casa de la hacienda. Ella acabó de descubrir la verdad, al poner en contacto franco y cariñoso al padre y al hijo y se comprometió a curar a la condesa y a volverle el juicio con una sorpresa. Así, en cuanto vio abiertas las puertas de la hacienda, se apeó del caballo, y sin hacer caso de nada, pisando muertos y heridos, penetró en el patio y no paró hasta la torre donde había divisado a Mariana. Llegó, se apoderó de ella dándole muchos besos, tomándola del brazo y conduciéndola haciéndole mil cariños hasta la recámara. Luego que la sentó sin miramiento alguno, le dijo bruscamente y muy recio:

—¡Señora condesa, le traigo a usted a su esposo y a su hijo, que es mi cielo! ¿Lo oye usted? ¡A su esposo y a su hijo a quien adoro! Pero no tenga cuidado, seré no su criada, sino su esclava. Ya le contaré a usted, señora condesa… pero por ahora, óigame usted bien: ¡Le traigo a su esposo y a su hijo y aquí están, mírelos usted!

En efecto, el fingido don Pedro Cataño y Juan estaban delante de ella.

Mariana los miró un minuto, como incrédula, pasó la mano por su frente como queriendo quitarse una cosa que la oprimía y después ocultó su pálido y bello rostro en el seno de Lucecilla, derramando un torrente de lágrimas.

La locura había desaparecido.

LX. Magnetismo

La Lucecilla, que había adquirido una repentina influencia sobre todas las gentes de la hacienda con la milagrosa curación de la condesa, ordenó que todos saliesen de la recámara y la dejasen sola con ella. A las lágrimas silenciosas siguió un abatimiento y una debilidad tal, que no permitía a Mariana ni levantar su cabeza, reclinada en el robusto y abundante seno de la muchacha. Así pasó más de media hora, y observando Lucecilla que la condesita había cerrado los ojos, y creyendo que un sueño tranquilo completaría la curación, la colocó suave y delicadamente en los almohadones, cerró las ventanas y se sentó en un sillón para observarla y cuidarla, no permitiendo la entrada ni al mismo Robreño, que cada minuto se acercaba a la puerta, ansiando estrechar en sus brazos a la adorada mujer que tanto había sufrido por él.

Al cabo de tres horas despertó Mariana, y un alienista (si los hay) habría podido observar fenómenos sorprendentes. Sus ojos, saltones y fijos, habían entrado en sus órbitas y vuelto a recobrar la expresión y el brillo como en los días felices en que corría alegre por las praderas de la hacienda asida del brazo de su amante; su fisonomía tranquila no daba muestras de ningún sufrimiento, y se acordaba con calma y resignación de sus tiempos de soledad y de tristeza. Con una lucidez admirable comenzó a interrogar y a platicar con la Lucecilla, siguiendo un orden metódico, como quien ha clasificado con anterioridad en su cerebro la serie de cuestiones que tiene que tratar.

—No sé quien eres —le dijo— ni cómo ni de dónde has venido; pero sentí un consuelo tal desde el momento que vi tu graciosa cara, pasó por mis nervios una corriente tan deliciosa cuando me abrazaste y acariciaron tus manos mi cuerpo, me reanimaron tanto tus palabras dulces, que sentí ganas de unirme a ti, de que tu cuerpo formase parte del mío, y me vinieron a los ojos las lágrimas que me quemaban por dentro. Y a medida que las derramaba sentía que mi cabeza se despejaba, que por mi pecho pasaba más fácilmente el aliento, que era, en una palabra, una nueva mujer, y que la antigua había desaparecido con la memoria de todos los dolores y agudas penas que la habían martirizado por largos años, no conservando sino las memorias deliciosas, aunque vagas, de que tenía un marido y un hijo, porque tú me dijiste que me traías a mi amante y a mi hijo, y dos figuras que yo creía haber visto allá hace como mil años, como en una existencia anterior, aparecieron delante de mí rodeadas, como los santos, de una aurora luminosa. Yo nunca te he visto aquí; pero no importa. Tampoco he visto a los ángeles que estén en el cielo, y ahora creo en ellos más que antes, porque si los ángeles están destinados por Dios para consolarnos, tú eres sin duda uno de ellos. Ven, ven que te estreche en mis brazos y que te dé un beso como besa una madre, en esa boca de donde no salen más que palabras de amor y de consuelo.

La Lucecilla, encantada y amorosa, estrechó otra vez en sus brazos a la noble condesa, le aplicó los labios frescos como la rosa con el rocío de la mañana a sus labios todavía secos y pálidos, y un largo y casto beso unió estos dos almas puras y vírgenes.

—Ya está —dijo la condesita, descendiendo con facilidad del lecho y sentándose en un sillón— estoy tranquila y no quiero precipitar los acontecimientos que tienen algo todavía de amargo y de punzante para este corazón. Dime ahora quién eres, cómo has venido y qué santa mano, la de Dios sin duda, te ha traído aquí.

—Una pobre huérfana —contestó Lucecilla— arrojada a la calle cuando apenas tenía seis años, por una tía medio loca que pedía limosna en las calles, y criada entre mala gente; pero Dios me dio esto bueno —y señalaba al mismo tiempo su corazón— y aprendí a leer, a mal escribir, a coser y, cuando fui mayor, a preservarme de los hombres, hasta que un acontecimiento muy raro, que no esperaba, me hizo encontrar a Juan en una pieza oscura, y con sólo estar junto a él y pasar mis manos por su cabeza y su cara, sentí no sé qué cosas que nunca había sentido en mi vida, y lo quise más que a mí misma y juré que nunca me había de separar de él hasta la muerte. Y él, tan bueno, me dio uno de sus caballos y vinimos todos juntos hasta la hacienda, donde encontramos a los salvajes que, en cuanto nos vieron, corrieron como perros rabiosos; yo, que sabía lo que pasaba en esta hacienda, no tenía miedo a nada y no pensaba en otra cosa más que en encontrar a la madre de mi Juan, y ya me tiene usted aquí. Ésta es la mitad de la historia; Juan contará la otra mitad, pero no tenga usted cuidado, señora condesa, seré criada de usted y así lo veré, lo adoraré todos los días y es bastante; con eso me contento…

—Calla, calla, muchacha, y no prosigas. Ve a buscar a mi hijo y a una señora que se llama Agustina, tráelos aquí pronto, y que no entre nadie más.

Lucecilla salió de la recámara, y antes de diez minutos volvió acompañada de Juan y de Agustina.

—No hay que llorar, mi vieja y pobre madre, pues que tú has sido mi madre desde que murió la desgraciada que me dio el ser, porque tus lágrimas volverían a dañar mi corazón, que milagrosamente ha curado esta muchacha. Y tú, Juan, acércate, no me mires ni con temor, ni con respeto, sino con amor. Sí, sí, eres mi hijo, aun cuando lo negase todo el mundo. Tienes tu cara formada de las facciones de tu padre y de las mías; te pareces a los dos; sí, vivo retrato; el que te vea junto a mí tiene que decir por fuerza que eres mi hijo, y tu padre con sólo verte no puede negar que eres su hijo. Quisiera saberlo todo de una vez, pero no es posible, es necesario tener calma. Hace años, pero muchos años, no sé cuántos que mi primer pensamiento al despertar era para ti y para tu padre y esperaba verlos, tenía fe en que los vería algún día, porque me lo había prometido la Virgen milagrosa de las Angustias. Te contaré, sí, te contaré cómo naciste; pero siéntate enfrente de mí, mírame, porque tu mirada me reanima, me da vida. Sola con Agustina, en una casita que parece que la estoy mirando, agonizaba yo y creí que pocos instantes me quedaban de vida; pero no estábamos solas. Teníamos por celestial compañera una madre más desgraciada que yo, que tenía a su hijo en sus brazos, su blanco cuerpo descoyuntado, cubierto de heridas y de sangre. Estaba muerto, y de los ojos de la hermosa madre silenciosa se desprendía un hilo de lágrimas. Eran la Virgen de las Angustias y Jesús, que había sido martirizado y crucificado por los judíos. Yo, que iba a ser madre y que estaba en un trance supremo, en vez de enterrarme un puñal en el corazón y llevar a cabo el infernal pensamiento que me había quitado el sueño tres noches, descendí del lecho, me postré ante la madre de Dios y le pedí su amparo, y vi, lo juro, que aquellos ojos húmedos me miraron con ternura, oí su voz (todavía la oigo) dolorida, pero suave y dulce que me decía: «Ten confianza en mí, tú verás a tu hijo»… Entre la vida y la muerte, Agustina, que tú ves aquí envejecida no sólo por los años, sino por lo que ha sufrido por mí, hizo un esfuerzo, me cargó como si fuese una niña, me colocó en mi lecho, me acarició y me dijo que confiase en la Virgen. Naciste, hijo de mis entrañas y de mis dolores. Tu padre entró por el balcón me besó en la frente, me dijo en el oído unas palabras de amor y de esperanza, te tomó en sus brazos, te envolvió cuidadosamente en su capa y descendió a la calle oscura y tenebrosa. Desde entonces… tu padre, proscrito, errante, perseguido… y tú… no ha habido un solo día que deje de derramar lágrimas por los dos. Después, una oscuridad en mi memoria… una noche negra y eterna y sólo de cuando en cuando una esperanza y una luz viva que interrumpía mi agonía, y veía a la Santa Virgen, la casita de Agustina y la calle lóbrega, y a Juan, envuelto en su larga capa militar, y a ti, pequeñito, débil, que te daba un beso y pasabas de mis brazos a los de tu padre… Pero todo pasó como un sueño pesado… Déjame que te vea bien, que te vea, que te toque, que te abrace para convencerme de que no soy presa de una alucinación, y que esta muchacha que tengo a mi lado y que será tu mujer, me repita las palabras que me sacaron de ese mundo vago y sombrío donde he vivido, para volverme a este mundo real, a este sol radiante, a esta dicha de tener a mi lado a los que tanto he amado, y que es una compensación superior a las penas y a las amarguras que he sufrido.

Mariana, como Lucecilla lo había hecho, pasaba suavemente sus manos por la cabeza y cara de Juan, y lo contemplaba con una especie de santo éxtasis.

—Bien, muy bien, guapo, hermoso, fuerte, valiente como tu padre. ¿Qué importa lo que he sufrido si los tengo a los dos, a Agustina, a don Remigio… a todos y a esta nueva hija que me ha enviado Dios?

Mariana tomó con sus manos los carrillos de Juan, le dio en la frente un beso y se dejó caer en el sillón.

Todos se alarmaron y se acercaron temiendo una nueva crisis y que se perdiese en un momento lo que se había adelantado en su curación moral.

—No tengan cuidado —les dijo— estoy fuerte, animada y resuelta a vivir y a vivir largos años. La felicidad ha venido tarde; pero no importa ¡es tan grande y tan completa…!

Diciendo esto inclinó la cabeza, porque un pensamiento triste había venido a mezclarse entre las dulces emociones de la dicha, pero se repuso y dijo en voz muy baja:

—Nos perdonará, estoy segura de ello.

Que Juan hubiera querido, desde que entró a la recámara de la condesa, arrojarse a sus brazos y estrecharla y derramar las lágrimas del huérfano de tantos años, en el seno de una madre que acababa de encontrar, ¿quién lo duda? Pero el respeto y la extraña novedad de la situación lo contenían y lo tenían en un estado semejante al que experimenta el condenado a muerte a quien repentinamente se le dice que está perdonado. El muchacho anónimo, entregado a los accidentes de una caprichosa fortuna, escapado realmente de un antro de ladrones, se había cerciorado en el camino de que tenía un padre y una seductora muchacha que lo adoraba, y, por último, después de una rápida lucha y sangrienta carnicería en que forzosamente había tomado parte, se encontraba en una lujosa recámara de la hacienda, al frente de una condesa que lo llamaba su hijo, de una mujer majestuosa y todavía resplandeciendo su belleza, que le llenaba de caricias, que le besaba la frente… Le parecía todo esto increíble y necesitaba palparse él mismo, reflexionar, ver y volver a ver a las personas que lo rodeaban, para convencerse de que estaba despierto y que lo que pasaba era una realidad. Apenas pudo, tímida y respetuosamente, corresponder al beso de la madre, acercando sus labios a las mejillas todavía pálidas de Mariana. Ella comprendió bien la situación de su hijo, quedó contenta y no exigió más, ni lo deseaba, porque el exceso de dicha le habría hecho daño. Se calmó y dijo a la Lucecilla al oído que se llevase a Juan y trajese a Robreño.

La Lucecilla, viva y lista, adivinaba los pensamientos de la condesa. Tomó a Juan del brazo, y al salir por la puerta del jardín le dio un beso y le dijo:

—Ve, monta a caballo, que te dé el aire del campo. Tus carrillos arden y vas a enfermarte. Piensa que tienes que cuidarte y vivir para tu madre, para tu madre y para mí… para mí, si algo me quieres.

Juan, como un niño o, mejor dicho, como un imbécil, obedeció, montó en el primer caballo que encontró ensillado en las caballerizas y echó a correr por las verdes praderas de la hacienda. Entre tanto Lucecilla buscó a Robreño, a quien no tardó en encontrar. Lo introdujo en la recámara de Mariana, cerró la puerta y se dirigió al jardín a cortar flores para formar un ramillete, diciendo:

—Marido y mujer deben estar solos después de no haberse juntado desde que nació su hijo. ¿Quién les había de decir que yo?… ¿Quién sabe?… Cuando dentro de algunos días reflexionen, ni por sirvienta me querrán en su familia.

Y con este pensamiento siniestro comenzó a cortar los claveles olorosos y las anémonas moradas y tristes como su alma en aquellos momentos.

—Ven, mi hombre querido —dijo la condesa a Robreño, cuando observó que tan discretamente había desaparecido Lucecilla y cerrado la puerta— mi hombre valiente y fiel que has sufrido tanto por mí; ven, y que sienta tus brazos, tu cuerpo, tus besos, tus caricias, este esqueleto, esta sombra que ha luchado con la muerte y que ha vivido sólo para verte, si, porque en las tinieblas que me oscurecieron el mundo en los últimos días, siempre veía un punto claro, una luz lejana, y en medio de esa luz, estabas tú, gallardo, guapo, animoso, queriendo venir hacia mí. Pero cuando más esfuerzos hacías para acercarte, más la luz se alejaba y volvían las sombras y las tinieblas a cercarme. Y dormía, dormía un sueño como de muerta, hasta que volvía esa luz consoladora. Era la esperanza, así debe ser la esperanza, y entonces pensaba que era fuerza vivir, que algún día deberías acercarte a mí, hasta que te tuviese en mis brazos, como te tengo ahora. Ya ves que triunfé, que fui más fuerte que la muerte misma, que no se atrevió a cerrar para siempre estos ojos con que te miro amorosa y agradecida a tu constancia y a tu amor… Habría resucitado, habría levantado la losa de mi sepulcro por pesada que fuese, con sólo oír tu voz, esa voz que escuché y estremeció mi corazón cuando gritaste a los salvajes que nos mataban, y los hiciste huir como perros cobardes y hambrientos… Sí, todo lo veía a través de no sé qué velo espeso, que fue aclarándose y cambiando poco a poco, hasta que lo acabó de arrancar la mano de una criatura bella, risueña, amorosa, que me tomó en sus brazos, me acarició, me colocó en mi lecho y me hizo dormir un sueño tranquilo y dulce, y al despertar vi a tu retrato, a mi retrato, a nuestro hijo, y después a ti, a ti, querido mío… y sólo la muerte podrá ya separarnos. Los amores ligeros y los casamientos fáciles, acaban a la semana, al mes, al año, pero los amores desgraciados duran la eternidad, y las penas pasadas hacen más dulce el momento en que la fortuna, Dios más bien, permite que se junten y de dos vidas hagan una vida, y de dos cuerpos una sola alma… Pero no es el momento de sufrir, sino de gozar, y las lágrimas se han hecho para las mujeres y no para los hombres valientes y fuertes como tú.

Efectivamente, Robreño, que tenía a su adorada Mariana sentada en sus rodillas, y enlazados los brazos, y juntos los carrillos, y cercanas las bocas, y cruzando por sus miradas rayos de amor, de gozo infinito, de suspiradas delicias, de ilusiones de cielo, tenía ya los ojos llenos de ese líquido que sale del alma, se convierte en brillantes y resbala por las mejillas, no sólo de los desgraciados que sufren, sino de los amantes felices que gozan. Mariana se levantó, tomó un pañuelo, lo pasó por la cara de su amante, le dio en seguida un beso ardiente y le dijo:

—No más, no más; si exageramos hoy nuestra felicidad, quién sabe si no nos haría mal y volveríamos a ser desgraciados… ve, ve, y cuando vuelvas, dime algo de mi padre y de don Remigio.

No era la primera vez que Mariana asistía desde las azoteas de la casa a un combate entre los indios y los vaqueros de la hacienda, y estaba, como quien dice, acostumbrada a ver salir a don Remigio y a su padre mismo, seguidos de los mozos armados, ya a pie, ya a caballo, en persecución de los salvajes, cuyos alaridos, balazos y vocerío no la asustaban, porque veía también volver alegres y triunfantes a las gentes de la hacienda, y principalmente porque su enajenación mental contemplaba con indiferencia las cosas que pasaban, por extrañas que fuesen. En esta vez, y al volver a la vida real por esta gradación de fenómenos nerviosos que ella misma había tratado de explicar en sus conversaciones con la Lucecilla, con su hijo, con su amante, no sospechaba que su padre hubiese sido herido, y suponía que, como de costumbre, estaba confinado en sus habitaciones. Se acordaba de él, más bien por la relación íntima y necesaria que tenía su suerte futura, que no por cariño. Mariana no tenía motivos de afección con el que había sido más su verdugo que su padre, y sus esperanzas y sus ilusiones por la vida quieta y feliz de familia, al lado de las personas queridas, eran turbadas con la duda de si el conde persistiría en su feroz obstinación para impedir su casamiento, bien que la Lucecilla, breve pero hábilmente, le hubiese contado en sus conversaciones la importancia del servicio de Robreño, que había salvado a la hacienda y a cuantas personas la habitaban. Fue este penoso pensamiento el que interrumpió su sabrosa conversación con Robreño; bastante le significó en pocas palabras que deseaba ya que don Remigio, o él mismo, o los dos, tuviesen con el conde la última conversación que debería decidir de su suerte.

La extraña confidencia de Mariana, más fantástica y complicada todavía que la que se ha referido en estas últimas líneas, y que no se transmite íntegra porque no parezca al lector inverosímil, puso en gran cuidado a Robredo y amargó hasta cierto punto las delicias de que disfrutaba escuchando su tierna y dulce voz, recibiendo sus caricias y sintiéndola en sus brazos; temía que volviese a extraviarse su razón y que no fuese más que un intervalo lúcido, producido por la influencia desconocida y rara que ejercía la Lucecilla; así que se guardó muy bien de decir lo que efectivamente había pasado en el combate con los salvajes, se alegró de que Mariana misma hubiese dado fin por el momento a la entrevista, y salió resuelto a contar lo ocurrido a don Remigio y al doctor Ojeda, y acordar cómo deberían obrar, enviando entre tanto a Lucecilla para que acompañase y platicase con ella.

Las heridas que recibió el conde no eran, según los médicos dicen, esencialmente mortales, pues no interesaban ninguna de las partes de la máquina necesaria para las funciones de la vida; pero sí muchas y muy dolorosas. Dos salvajes se habían divertido en tirarle flechazos con poca fuerza y sólo para que entrase en su cuerpo la punta de la lanceta, riéndose estrepitosamente de cada exclamación o, mejor dicho, de cada maldición que la cólera, el dolor y la humillación arrancaban al conde. Otros tomaban de las hogueras ramajes encendidos, y con ellos lo azotaban por las piernas y por las espaldas. Se remudaban para hacer mil variaciones en el martirio, arrancándole violentamente pedazos de ropa y aplicando a la carne descubierta tizones ardiendo. Mangas Coloradas ordenó que nada le hiciesen que lo pudiese matar, pues quería martirizarlo lo menos dos o tres horas, arrancarle él mismo la cabellera, arrimar en seguida las hogueras y asarlo vivo. Dio sus disposiciones en consecuencia, y él mismo se acercó y trazó con un cuchillo alrededor del cráneo la línea a donde debería hacer la incisión, lo que fue celebrado con saltos y alaridos. En esto estaban cuando llegaron Robreño y sus muchachos, repartiendo cuchilladas y tirando pistoletazos a quemarropa en los lomos y en las caras horripilantes de los gandules.

La llaga más dolorosa era la de la frente, quemada con un tizón, que había interesado el ojo izquierdo y producido una inmediata inflamación. En tal estado fue desatado el conde por el doctor Ojeda del árbol donde lo habían amarrado, conducido en brazos por los vaqueros y colocado en su lecho casi exánime. El doctor curó inmediatamente sus llagas, le aplicó algodón, bálsamos calmantes y vendas; pero en la noche sobrevino una fuerte calentura y la inflamación de las quemaduras presentó un mal aspecto, anunciando el cáncer. El doctor Ojeda exigió que se dejase al paciente en un completo reposo y que no se le hablase de nada que pudiera causarle emoción, ni mucho menos de su hija, ni de casamientos, ni de perdón.

—El conde morirá irremisiblemente —dijo el doctor Ojeda— pero antes tendrá algunos instantes, quizá tal vez una hora, de calma, que puede aprovecharse. Si esto sucede, yo mismo iré a buscar a la condesa, y si no, vale más dejarlo morir en paz y que ella no lo sepa sino cuando no pueda producirle la noticia una crisis que a todo trance debemos evitar; que Lucecilla no la abandone, que la divierta, que la lleve al jardín, que no se despegue de ella; esto es lo que por ahora tengo que ordenar. Existe entre la condesa y la Lucecilla una afinidad magnética, que no puedo definir y que la ciencia acaso explicará más tarde. Si otra persona le hubiese dado la noticia de que estaba allí al lado de su lecho su marido y su hijo, no habría producido efecto ninguno. Yo no hubiese tentado la experiencia, por no quedar en ridículo, y pues que a la muchacha se le ocurrió y surtió efecto, es necesario atribuirlo a una cosa, hasta ahora misteriosa y desconocida que dará mucho que hacer más adelante a los hombres de estudio y de ciencia.

Convinieron en que se suplicaría al obispo de Durango que viniese a la hacienda para dar la absolución al conde, si lo alcanzaba vivo, y las manos a Juan Robreño y a la condesa, que de una manera o de otra, estaban resueltos a no dilatar más su enlace.

Se dispuso un coche con buen avío, y don Remigio escribió una carta muy respetuosa y atenta al prelado. Entre tanto, el doctor Ojeda dispuso que el conde guardase el más completo reposo y que no se le hablase de nada. Él mismo lo curaba, lo vendaba y permanecía a su lado horas enteras, ministrándole cuantas medicinas creía necesarias, y además fuertes dosis de opio para que pudiese a ratos dormir y descansar de los agudos dolores que le causaban las quemaduras. Lucecilla fue encargada de platicar con la condesita e instruirla poco a poco de la extremidad en que se hallaba su padre. El obispo llegó a la hacienda cuando el conde estaba aún vivo; al día siguiente se presentó en el enfermo el fenómeno que había anunciado el doctor Ojeda y debía preceder a la muerte. La calentura disminuyó, los dolores desaparecieron y recobró la calma y el uso expedito de sus sentidos. Todos creían que había rebasado, menos el doctor, que le daba pocos momentos de vida.

No había que perder tiempo; el obispo entró a la recámara, y tan luego como el conde lo vio, se dispuso como cristiano viejo a confesar todos sus pecados y a implorar con fe y contrición el perdón de Dios.

El obispo le dio la absolución, le impuso brevemente de lo que había ocurrido, y cómo por una especie de milagro, había llegado Robreño y lo había salvado de una muerte horrible, añadiendo que, puesto que su hija la condesa y el hijo de su honrado administrador se amaban, no había más remedio sino que se casasen y él les diese su bendición. No consideró necesario el prudente prelado añadir que existía también un nieto que había contribuido no poco a salvar la hacienda, y una muchacha desconocida y aventurera que, por una causa que debía creerse providencial, logró sanar a la condesita de un mal que, como todos los de su especie, era incurable. Don Remigio, en su carta, había dado al obispo, para que viniese ya prevenido, todas estas y otras explicaciones relativas a los negocios íntimos y reservados de la familia señorial de los condes del Sauz.

El moribundo conde ninguna dificultad opuso a las cristianas exhortaciones del obispo, y antes bien, le suplicó que él mismo trajese a su hija, a Robreño, a don Remigio y a Agustina.

Mariana, enterada de la gravedad del conde, sin temer una nueva crisis, se dirigió a las habitaciones con serenidad, más bien diremos con indiferencia y con cierto sentimiento de rencor en el corazón; pero luego que vio a aquel hombre desfigurado, monstruoso, inconocible con la inflamación que le había reventado el ojo, y las manos hinchadas y amoratadas por las cuerdas con que lo habían atado, toda especie de sentimientos malsanos desaparecieron, no se acordó de otra cosa sino de que estaba delante de quien le había dado el ser, y cayó de rodillas, inclinando su cabeza en el lecho del moribundo, tomándole suavemente su mano estropeada, cubriéndola de besos y pidiendo perdón.

—¡Perdón! Yo te lo debo pedir a ti por tanto como te he hecho sufrir, a este valiente hombre que me ha salvado, a mi fiel Remigio, que ha sido mi mejor amigo, a Agustina, y a todos, y pues que el santo obispo, a quien ofendí con mis extrañas locuras, me ha procurado el perdón de Dios, yo les ruego que me perdonen también, y así moriré tranquilo y entraré valeroso a esa eternidad que tengo delante…

Las fuerzas del conde se agotaban y su voz era apenas perceptible.

—Acércate, Juan —le dijo al hijo de Remigio— toma la mano de Mariana, y que el prelado, lo mismo que yo y que don Remigio, bendiga esta unión que debí hacer entre fiestas y regocijos, y no entre sangre y lágrimas… Nunca es tarde para el arrepentimiento, y Dios está lleno de misericordia para los pecadores.

Robreño se acercó; el conde, por medio de un supremo esfuerzo, le tendió su dolorida mano, y la puso en la de Mariana.

El obispo pronunció unas breves palabras llenas de ternura y de unción, y bendijo a los esposos.

Todos cayeron de rodillas y reinó por algunos minutos un silencio profundo.

El alma del conde había volado a esos espacios sin principio ni fin que no puede abarcar la imaginación humana ni adivinar sus profundos misterios.

Los funerales fueron solemnes. Los dependientes y trabajadores de la hacienda, y las gentes de los pueblos cercanos, asistieron respetuosos a las plegarias y oraciones de la iglesia por el alma del soberbio señor ante cuyo ceño habían temblado. Pasados los nueve días, se abrió el testamento. El conde nombraba albaceas a don Pedro Martín de Olañeta y al marqués de Valle Alegre, les dejaba cien mil pesos en oro a cada uno, y el resto a su nieto con los títulos de nobleza. El conde había sospechado, más bien tenido evidencia de la falta de su hija, y en sus ideas raras, en su orgullo y extraviada conciencia, había creído que debía castigar severamente su falta; pero que su raza directa y la fortuna de los bienes amayorazgados no pereciesen, cualesquiera que fuesen los acontecimientos.

A don Remigio le dejaba el quinto de sus bienes, con la obligación de mandar decir un cierto número de misas cada año por el descanso de su alma.

Apenas pasó el tiempo necesario para desvanecer un poco la tristeza de estos sucesos, cuando Mariana, de acuerdo con su marido y con don Remigio, fue la primera en persuadir a la Lucecilla, que se resistía, a que recibiese a Juan como su marido, y Juan, que no quería otra cosa y que con el tiempo y el trato había logrado tener cierto desembarazo y confianza, fue el momento que escogió para contar toda su historia y cubrir de besos y caricias a su madre.

Mariana, que estaba triste por lo que ella creía frialdad de su hijo, recibió con estas caricias una especie de bálsamo mágico y consolador que fortificó su corazón, lo hizo como nuevo y lo sanó completamente de las heridas causadas por los sufrimientos de los largos años pasados.

LXI. Reos de muerte

La sentencia de muerte fue notificada a los reos con todas las solemnidades de estilo. Relumbrón quiso aparentar serenidad; pero no pudo y cayó en una silla, presa de una espantosa convulsión de nervios. Después se operó una reacción momentánea, púsose en pie furioso, recorriendo a grandes pasos el calabozo y maldiciendo al platero y al día en que se había asociado con él; a poco vino la debilidad y volvió a sentarse, tapándose la cara con las manos, sollozando y gritando que le dejaran ver a su hija, que no quería morir sin ser perdonado por ella y por su esposa. En la noche fue presa de la fiebre y del delirio.

Evaristo quiso hacer la última ensayada. Así que acabó de oír la sentencia, se echó a reír a carcajadas, saltó, bailó y dijo mil disparates absurdos, fingiéndose loco; pero no lo creyeron. El médico de cárceles entró a reconocerlo y declaró que todo era una farsa. Entonces se enfureció también y comenzó a proferir horrendas blasfemias contra Relumbrón, contra Cecilia y contra Lamparilla, al punto que lo amenazaron con ponerle una mordaza. Cambió de táctica, pidió humildemente perdón y dijo que tenía que hacer importantes revelaciones. No le hicieron caso. En la noche, lo mismo que el coronel, fue presa del delirio y de la fiebre. Su rancho de los Coyotes, su dinero en oro y plata que tenía enterrado: toda la noche habló de esto. El centinela que lo vigilaba se enteró de todas las particularidades, las refirió, cuando lo relevaron, a su jefe; el jefe las refirió al juez, lo que dio por resultado que se descubriese y recogiese en el rancho mucho dinero que había robado, y que no había querido decir dónde lo ocultaba.

El tuerto Cirilo, Hilario y los valentones oyeron la lectura con la más completa indiferencia y, sin fingirse valientes, siguieron muy naturalmente fumando sus cigarros.

Todos los reos fueron puestos en capilla. En el tiempo a que se refieren estos acontecimientos, el día que había ahorcado era festividad nacional, al menos en ciertos barrios de la ciudad inmediatos al lugar donde solían hacerse las ejecuciones, y el o los sentenciados a muerte eran los tres días de capilla objeto de la más tierna solicitud de parte de algunas gentes que consideraban esto como una obra meritoria y piadosa. Había en la Santa Veracruz una cofradía llamada del Señor del Petate, que durante este tiempo no abandonaba al delincuente y lo conducía con toda pompa y solemnidad hasta el lugar del suplicio.

Los balcones y puertas de las calles por donde debía pasar el ahorcado, se llenaban de curiosos desde muy temprano, y las calles estaban tan concurridas, que era necesario que la tropa formase valla y despejase el camino.

Los hermanos de la Cofradía del Señor del Petate se apoderaron, pues, de los reos (sin que dejaran de tener sus centinelas de vista) y comenzaron a obsequiarlos, y como se trataba de un ahorcado gordo, es decir, de elevada categoría, las festividades fueron espléndidas. Misa cantada en la Santa Veracruz, frailes y clérigos que se ofrecían a auxiliar noche y día a los reos, y comidas abundantes y bien sazonadas. Se trataba a los criminales a cuerpo de rey hasta el momento en que se apoderaba de ellos el verdugo. Relumbrón, el primero y segundo día de capilla no quiso comer, y unos trozos de pan y vasos de agua con vino fueron su alimento. Tampoco se quiso confesar ni recibir los Sacramentos, por más exhortaciones que le hicieron varios sacerdotes a quienes se permitió la entrada a la prisión. El tuerto Cirilo y los valentones devoraban el buen almuerzo y comida que les servían, y se reían de las amonestaciones de los sacerdotes para prepararlos al viaje a la otra vida; pero al fin el viejo capellán de la Soledad de Santa Cruz pidió permiso para ver al tuerto Cirilo, le recordó las circunstancias del robo que intentó hacer de las alhajas de la Virgen, logró con paciencia y buenas palabras que él y los valentones se confesaran y les dio la absolución. En cuanto a Evaristo, a quien también vio, estaba ya positivamente loco; la proximidad de la muerte por el garrote lo llenaba de terror y no hacía más que temblar, llorar y gemir como una mujer y beber mucha agua, pues lo devoraba la sed y se quemaba por dentro.

El último día, doña Severa, enlutada y cubierta con un espeso velo, pidió permiso, que le fue concedido, para despedirse de su marido. Apenas la vio Relumbrón cuando quiso echarse a sus brazos, gimiendo y pidiéndole perdón.

—No, no vengo a eso. Dios es bastante misericordioso —le dijo con un acento amargo y decisivo— y si te arrepientes de corazón de los horrorosos crímenes que has cometido, acaso te perdonará; pero yo, no. Has condenado a la vergüenza y a los más horrorosos martirios a Amparo por el resto de su vida. Si la hubieras matado con un puñal, y valía más, entonces te perdonaría.

Relumbrón quiso acercarse y abrazar a doña Severa.

—¡Aparta, malvado! —le interrumpió, rechazándole con la mano—. No me manches con la sangre y el cieno de que estás cubierto. Vengo, sin embargo, a hacerte el último servicio. Si no quieres ser objeto de la curiosidad, del odio y de la burla del pueblo en el tránsito que vas a hacer desde aquí a la horca, ten valor, y haz, cuando yo salga, lo que el verdugo hará dentro de una hora. Toma.

Doña Severa sacó una navaja de barba que tenía oculta, se la entregó a su marido, se echó el espeso velo al rostro y salió de la prisión.

A poco se escuchó un grito doloroso; entraron las diversas personas que había encargadas por la justicia de visitar a los reos, y encontraron a Relumbrón tendido en la cama y bañado en su sangre, y una navaja de barba tirada en el suelo. Acudió inmediatamente el médico de cárceles, reconoció al preso y le hizo la primera curación. Era una herida leve. Relumbrón no había tenido valor para cortarse la arteria. Se consultó al gobierno si debía suspenderse la ejecución, y la respuesta inmediata fue que, muerto o vivo, se llevara al reo a la horca.

La imagen de Cristo crucificado, bajo la modesta sombra formada con petates en lugar de palio y tela de oro, y conducida por los hermanos, vino a la cárcel, y la procesión fúnebre se organizó. Abría la marcha un piquete de infantería al mando de un oficial, seguía inmediatamente el Señor del Petate y cosa de cuarenta trinitarios vestidos con unas túnicas de paño rojo y gruesos hachones de cera en la mano; seguían los hermanos de la cofradía con sus escapularios, padres franciscanos, dieguinos y dominicos, mezclados, y cerrando la marcha los reos, con un sacerdote a cada lado con un crucifijo en la mano, que alternativamente rezaban oraciones en latín y exhortaban al delincuente a que se arrepintiera de todo corazón de sus crímenes.

A Relumbrón, que más bien se arrastraba que no andaba, le sostenían de los brazos dos hermanos de la cofradía; de la venda blanca que le había puesto el médico en la herida, caían algunas gotas de sangre.

Evaristo se detenía, se resistía, era necesario empujarlo, y dos soldados iban pegados a él, pues temían que intentara escapar.

El tuerto Cirilo y los demás caminaban por su pie, muy serenos, mirando a todas partes y sin hacer caso de los rezos ni de las amonestaciones de los padres.

La tropa tenía que despejar el terreno y formar valla, las calles y balcones llenos de curiosos, y así, lentamente iba caminando esta extraña procesión, que se parecía algo a un auto de fe, hasta que llegó a la plaza de Mixcalco, tan llena de gente, que se podía andar por las cabezas. Allí un cuadro de tropa estaba formado y en el centro las máquinas destinadas a la ejecución, que eran bien sencillas: una viga un banquillo y un anillo de fierro.

Quince minutos después los criminales habían dejado de existir y permanecieron hasta la noche sentados en sus banquillos con el pescuezo tronchado por la mascada, las cabezas inclinadas y las lenguas negras de fuera.

Varios incidentes ocurrieron mientras caminaban los reos al suplicio. En un remolino de gente que se formó y que trataban los soldados de contener dando cintarazos a diestra y siniestra, cayó una mujer, se asustó, naturalmente, la metieron a un zaguán, y allí dio a luz a una criatura. Un caballo escapado de una caballeriza corría furioso atropellando gente y lastimó a dos muchachos; pero la desgracia más grave fue la caída de un balcón de madera de una vieja casa, y explicaremos en qué consistió, al menos para nuestra narración, la importancia de este acontecimiento.

La moreliana había tenido muy buenas cosechas en sus ranchos, estaba muy ocupada en vigilar y dirigir las diversas reparaciones que se hacían en las trojes y en las casas, y además contenta se hallaba en su tierra; pero necesitaba hacer varias compras y resolvió el viaje a México, en donde hacía meses que no ponía los pies. Cuando llegó notó cierta agitación en la ciudad; pero no fijó su atención, y antes de ver al platero se fue derecha a la casa en que acostumbraba alojarse. Allí le dijeron sus amigos que al día siguiente había muchos ahorcados, la convidaron para verlos pasar, y ella, por una mera curiosidad, más bien por no desairar a las personas que tanto la instaban, fue con ellas a una casa vacía situada en una calle angosta, por donde precisamente tenía que pasar la comitiva para entrar a la plaza donde estaban ya dispuestas las máquinas para la ejecución. Llamó mucho la atención de la moreliana el aparato de la tropa con sus uniformes de gala, los trinitarios con sus largas túnicas de color de sangre, el Santo Cristo debajo de un palio de petates y los muchos señores con frac negro y sus escapularios al cuello, mezclados con frailes mercedarios, franciscanos, dominicos y agustinos, y todo este cuadro, animado y moviente se desprendía y ocultaba por intervalos entre una multitud compacta que se atropellaba y se empujaba por lograr un puesto de preferencia para ver de cerca a los ahorcados.

La moreliana estaba absorta; nunca había visto ni aun imaginado un espectáculo semejante.

—¡Pobres hombres! —dijo a sus amigas con su sencillez campesina—. No sé para qué los llevan a morir con tanto bullicio y acompañamiento, como si se tratara de la procesión de una virgen; valía más que de noche o en la madrugada los ajusticiaran sin que nadie los viese, y así sufrirían menos.

—Es para escarmiento —le respondió una de sus amigas—. Mirando esto, los ladrones ya se guardarán de robar más.

—¡Quiá! —dijo otro—. Aquí mismo y al pie de la horca, si los soldados los dejan arrimar, habrá muchos que se aprovechen de la bola para sacar mascadas y relojes; pero ya vienen, pongamos cuidado.

Todos callaron y agacharon la cabeza, encogiéndose y levantándose para poder ver a los reos de muerte que en ese momento pasaban debajo del balcón.

La moreliana no tenía los sentimientos tiernos y exagerados de las madres que crían, que educan, que viven con sus hijos años y años, aun cuando lleguen a viejos. Nunca había podido tener trato ni intimidad con el suyo; lo conocía simplemente; tenía, en las pocas ocasiones que platicó con él en entrevistas proporcionadas por el platero, que disimular y mostrarse indiferente; hasta llegaba a pensar algunas veces que ese personaje ya crecido y elevado a cierto rango social, era inventado por el platero, y no el hijo que ella había dado a luz y confiado a los cuidados de una buena y honrada familia; cuando estas sospechas se desvanecían, sentía en su interior cierto orgullo de tener un hijo tan logrado, pero ninguna afección viva, que era por otra parte ajena de su carácter; así, cuando se fijó en uno de los reos que caminaban ya casi moribundo y con la venda en el cuello manchada con la sangre que aún brotaba a gotas de su herida, y reconoció y no le cupo duda de que era Relumbrón, es decir, su hijo, su estupefacción y asombro fue tal, que quedó privada de la palabra y sus ojos seguían esa visión terrible y repentina hasta que desapareció entre las cabezas hirsutas y negras de la plebe que se agrupaba y se revolvía cada vez más.

La moreliana no quería ni podía decir nada a las amigas que tenía a su lado, les apretaba fuertemente los brazos y las miraba alternativamente con el semblante pálido y desencajado. Las señoras creyeron que le iba a dar un accidente y trataron de retirarla a la pieza. En ese mismo momento crujió la madera apolillada, el barandal se desprendió y las tres personas se hundieron, dando en el suelo, que era de tierra y no de losas. Por fortuna el balcón no estaba alto y no hubo muerte inmediata. La gente se agolpó, la policía que abundaba en ese día por allí, se acercó, encontró que las desgraciadas estaban desmayadas y como muertas del susto, creyóse que había roturas de huesos o que se habían reventado por dentro, se mandaron traer unas camillas y fueron llevadas al Hospital de San Andrés. Las dos amigas y la moreliana volvieron en sí antes de llegar al hospital, y como reconocidas por los practicantes de guardia encontraron que no tenían lesión ninguna, las despacharon a su casa; a la moreliana, que no podía dar un paso y se quejaba dolorosamente, pues tenía un pie dislocado, la subieron en brazos, la colocaron en una cama, le hicieron la primera curación y la dejaron entregada a sus pensamientos y a sus dolores agudos.

Al día siguiente el médico de la sala, ayudado de los practicantes, la reconoció, le colocó los huesos y las coyunturas en su lugar, lo que le ocasionó sufrimientos tales, que le arrancaron gritos y lágrimas; pero colocado el aparato, entró en cierta calma y fue entonces cuando se le volvió a presentar la visión horrenda, seguida de su caída del balcón, y le parecía que estaba en un abismo negro sin fin y que ella y el lecho se hundían seguidos de la figura vacilante, lívida y sangrienta de Relumbrón. Todo esto fue calmándose y pasando como pasa una pesadilla. En las noches de silencio y de soledad que pasaba en la sala, pensó que debía guardar estrictamente su secreto, no darse a conocer y rectificar el nombre supuesto que había dado al acaso cuando la interrogaron, esperar que estuviese curada y capaz de andar, para salir del hospital y, sin ver a sus amigas ni buscar al platero (cuya muerte ignoraba) marcharse a sus ranchos a continuar su vida ordinaria, triste y preocupada en verdad, porque a pesar de no tener, como hemos dicho, exagerados sentimientos maternales, siempre le había hecho impresión el fin trágico y desastroso del que habla considerado como su hijo.

Una mañana se presentó el administrador del hospital y con mucha afabilidad, le dijo:

—Señora, el médico ha declarado que está usted curada y que podrá ya andar conservando la venda que le pusieron ayer. Vístase, levántase y ande por la sala entre tanto vuelvo.

La moreliana vio el cielo abierto; se consideró ya en su casa, por ese momento desapareció de su mente la visión que la perseguía y no miró más que sus campos llenos de maíz, su casa por donde entraban alegres los rayos del sol, y las flores olorosas de sus jardines. Levantóse muy contenta, anduvo sin dificultad por el salón y esperó al administrador, que no tardó en llegar. Bajaron ambos las escaleras y atravesaron los grandes patios. Un coche de alquiler estaba en la puerta. La moreliana subió a él, el administrador la saludó afectuosamente, y antes de cinco minutos, sin saber por qué ni cómo, la moreliana estaba en una antecámara o asistencia de una casa de la Calle de la Canoa.

Era la casa de locas.

¿Por qué la hablan conducido allí, en lugar de dejarla en la Alameda, en San Diego, en San Cosme, en otro lugar cualquiera de los que ella conocía? Cansada de esperar cosa de una hora, se levantó de donde estaba sentada, se dirigió a la puerta y quiso salir ganar la calle para irse a su pueblo, a sus sementeras verdes, a sus jardines de mil colores.

Una matrona que estaba en observación desde la plaza contigua, salió, se lo impidió y le dijo con mucha dulzura que esperase, que el médico no tardaría en llegar.

La moreliana, que pensaba que se trataba de hacerle un final reconocimiento de su pie, esperó con paciencia una larga hora. El famoso alienista llegó por fin, habló en voz baja unas cuantas palabras con la matrona y luego se dirigió a la moreliana. Le preguntó su nombre, su estado, su edad, lugar de nacimiento, etc.; a todas estas preguntas, seguidas rápidamente unas tras otras, contestó cambiando su nombre, aumentando su edad y diciendo que era de Querétaro. Tenía tal miedo de decir la verdad y de darse a conocer, que vacilaba, se quedaba pensando y se contradecía cuando el médico la urgía con otra multitud de cuestiones las más extravagantes, y que la dejaban confusa y aturdida.

Después le ordenó que se pusiese en pie, la reconoció y midió con un instrumento el ángulo facial, la tentó y examinó las protuberancias de su cabeza, la miró fijamente en los ojos y le dijo:

—Ánimo y tranquilidad, hija mía, ya trataremos de curarla. El susto de la calda del balcón pasará y volverá usted sana a su tierra.

Sin esperar respuesta se marchó a continuar su visita a las salas, diciendo a la matrona:

—Es una mansa, de buena índole según parece; ya observaremos con cuidado y ya me dirá usted sus manías y cómo se conduce. Por ahora será conveniente tenerla a dieta, es de complexión sanguínea y debemos evitar la aglomeración de sangre al cerebro.

La moreliana fue internada en un salón donde había otras mujeres silenciosas, sentadas y ocupándose de hilar o de coser ropa, pero cuando la vieron se pusieron en pie, la rodearon diciéndole cada una mil despropósitos y asegurándole que estaban en su juicio y que las tenían encerradas allí por la fuerza. La moreliana, llena de terror, se refugió en un rincón y se cubrió los ojos con las manos. Reconoció que estaba en la casa de locos. Cuando la matrona, que había escuchado la algazara entró, cada una volvió a su puesto y el silencio se restableció.

A la moreliana la habían declarado loca en el hospital y remitido a la Calle de la Canoa, porque en sus profundas cavilaciones durante su enfermedad, hablaba a solas, consultándose sus dudas, preguntándose lo que sería bueno hacer cuando sanara y trazando para su futura vida diversos planes, entre ellos el de no volver más a México y cortar toda especie de relaciones con el platero. Pronunciaba con este motivo palabras incoherentes, ya en voz baja, ya en voz alta, hacía mil gestos y contorsiones, según los muchos pensamientos tristes que pasaban por su cabeza, y casi no dormía, pasando las noches sentada en su cama y queriendo, por el cansancio, bajarse de ella e intentar un paseo por la sala, pues se sentía aliviada de su pie. Las enfermeras daban cuenta diariamente a la hora de la visita, aumentando las cosas y manifestando temores de que una noche se enfureciese y hubiese un escándalo.

El célebre alienista decía, platicando con sus amigos:

—Tengo un caso muy curioso que ha dado en la manía de las riquezas. Desde que entró y con sólo hablarle dos palabras y tentarle la protuberancia de la adquisividad, adiviné su enfermedad. En el fondo es una buena mujer de Querétaro, muy pobre y sin alma que vea por ella, que se ha soñado rica y dice que tiene haciendas y casas y jardines, y en la hora de la visita me llama aparte y me dice al oído: «Soy capaz de dar a usted hasta cien mil pesos, y le firmaré un papel como usted quiera; pero me ha de sacar de aquí y me ha de llevar a mi tierra. Está usted ganando un miserable sueldo y yo lo haré rico y lo quitaré de estar todos los días viendo lástimas con estas mujeres que, dicen bien, que las tienen encerradas por fuerza como a mí». Tiene semanas en que llora día y noche y no quiere responder a ninguna pregunta y es necesario darle caldo o leche por fuerza para que no se muera de hambre, pues rechaza toda clase de alimentos. Después pasa el acceso, vuelve la calma y me renueva sus proposiciones a cual más tentadoras. Estoy por hacer una calaverada, y fugarme el día menos pensado con mi loca, volverme rico, comprar una hacienda y abandonar la carrera, pues de veras se ven lástimas con estas pobres mujeres. En eso dice muy bien la loca.

¿La moreliana salió de la casa de la Canoa o se quedó allí hasta su muerte? ¿El doctor, reconociendo que había algo de verdad o queriendo hacer una experiencia científica, se animó a fugarse con ella y llegó a ser un rico hacendado?

Créese que esto último es más probable, pero no se ha podido averiguar nada todavía.

LXII. Ironías de la vida

Mientras Relumbrón, Evaristo, Hilario, el tuerto Cirilo y socios marchaban lentamente por las calles de México hasta llegar al lugar donde debían ser ejecutados, y la moreliana era conducida al hospital, una alegre caravana entraba en el pintoresco pueblo de Ameca.

Moctezuma III había sido nombrado jefe de una especie de zona militar, compuesta de Ameca, Chalco y Texcoco, y estaban también a su mando las escoltas del camino de Río Frío, formadas de valientes dragones bien montados, que hacían su servicio conforme a ordenanza y no recibían de los viajeros ninguna gratificación. El primer cuidado de Moctezuma, como se debe suponer, fue tomar posesión de sus fincas, autorizado por la orden del Ministerio de Hacienda, que Lamparilla le entregó. No se dejó, siendo un muchacho tan listo y entendido, engañar de su abogado. Le consiguió, en pago de sus servicios, el magnífico rancho de Tomacoco, y él, doña Pascuala y Espiridión, que consideraba como si fuesen de su familia, quedaron dueños y señores de los bienes.

Doña Pascuala, ya rica, quiso premiar el señalado y oportuno servicio que le hizo Jipila prestándole su dinero, y le hizo donación por escritura pública del rancho de Santa María de la Ladrillera.

Cecilia cedió el puesto de fruta a sus dos Marías y, cumpliendo su palabra, dio sus disposiciones para casarse con el licenciado Lamparilla, el que, demasiado vivo para complicarse en los malos negocios de Relumbrón (aunque algo le pasaba por las narices) no tuvo más que dar ciertas declaraciones que en nada le comprometieron y casi loco de gusto porque iba a llegar el suspirado día de unirse con la frutera, activó las diligencias matrimoniales y obtuvo la licencia para que lo pudiese casar el cura de Ameca.

Todas estas personas se pusieron de acuerdo para hacer juntos el viaje. Doña Pascuala, acompañada de Cecilia y de Jipila, en un buen coche; Lamparilla en su carretela, y Moctezuma III a caballo, con una escolta de dragones de su regimiento. A Juliana la había mandado el día antes en un carro cargado de vinos, conservas y provisiones para habilitar las haciendas y celebrar la boda.

Espiridión los esperaba ya con un buen refrigerio y alojamientos en su curato.

Cecilia, antes de entrar al curato, quiso cumplir su promesa y subir a la pequeña y pintoresca montaña en cuya cima está la capilla del Señor del Sacro Monte para darle las gracias de haberla salvado en el naufragio en el canal de Chalco y del puñal de Evaristo cuando acometió su casa. Llevaba sus retablos pintados y con marco dorado, y sus milagritos de plata preparados y añadió una trenza de sus cabellos. Doña Pascuala, a causa de su extremada gordura, no los acompañó; pero los demás sí, y por supuesto, Lamparilla, que había prometido hacer en unión de su idolatrada Cecilia esa piadosa peregrinación.

Acabados los rezos y colocados los milagros y retablos, descendieron todos al curato, donde encontraron ya en la mesa una sopera humeante y olorosa. Ese día, por lo menos, se consideraron enteramente felices y sólo extrañaron a Juan, que creían muerto, y brindaron de corazón por su memoria.

Al día siguiente el cura dio las manos a Cecilia y a Lamparilla, que quisieron fuera el casamiento muy modesto, y una semana después cada cual estaba en sus fértiles y hermosas posesiones, dándose una vida regalada. El reinado de la dinastía de los Melquiades había terminado, y se levantaba espléndido y brillante el de Moctezuma III.

Este cuadro de luz, de flores y de alegría formaba contraste con otro de sombras, de lágrimas y de tristeza.

Don Pedro Martín sentenció a su cuñado a ocho años de prisión, como monedero falso, y bien que el Presidente lo hubiese indultado (por consideración especial al íntegro juez) y reducido su pena a cuatro años de confinamiento absoluto en su propia casa, las recriminaciones de Clara fueron tan continuadas y violentas, que tuvo que echarla de su casa. Coleta y Prudencia, que habían sido cariñosas, considerando en conciencia que había sido excesivamente cruel y deshonrado a su familia, lo abandonaron, dejándole escrita una carta no muy lisonjera, pues lo llamaba hermano desnaturalizado.

El viejo magistrado, irritado contra la familia, solo en su biblioteca, fatigado con el trabajo y desengañado del mundo, se refugió en el secreto amor que profesaba a Casilda y aun pensó echar a un lado toda especie de consideraciones sociales, comprar cerca de México un rancho o hacienda, casarse con la muchacha y acabar sus días separado como con una muralla del resto del mundo; pero su posición y fama, que aumentó con el ruido que hizo la célebre causa, lo tenían en una constante duda y en un tormento que aumentaba a medida que reflexionaba en los inconvenientes y dificultades de tal determinación. Un incidente fatal lo sacó de esta violenta situación.

Un día que estaba reclinado en los pergaminos de su biblioteca, presa de un desaliento infinito, recibió un papel de Amparo, en que le decía que fuese inmediatamente, porque Casilda hacía seis días que estaba gravemente enferma.

El corazón le dio un vuelco, creyó que se ahogaba, y así y todo se vistió de prisa, tomó su sombrero y su bastón y marchó con presteza, como si tuviese veinte años, a la casa de doña Severa, donde no había puesto un pie desde que comenzó la causa, pensando, naturalmente, que serla mal recibido y que el dolor, el despecho, la situación espantosa en que habían quedado doña Severa y su hija después de la muerte de Relumbrón, originarla ya violentas, ya tristísimas escenas que creía debían evitarse.

Nada de eso sucedió. Amparo, cadavérica, con unos círculos morados alrededor de sus bellos ojos, pero humilde y resignada, recibió al magistrado con una triste sonrisa. Quiso disimular lo que sufría y no pudo, cogió la mano del juez, la quiso llevar a sus labios, y el viejo sintió caer en ella dos lágrimas que le quemaron como si hubiesen sido dos gotas de plomo derretido.

Don Pedro Martín tomó delicadamente la cabeza de Amparo y la reclinó en su seno.

—Eres una santa, hija mía —le dijo— y me das lecciones de generosidad, de paciencia y de conformidad con la voluntad de Dios.

—Por causa nuestra se ha enfermado Casilda —le contestó Amparo—. Ya debe usted pensar lo que hemos padecido y lo que tendremos que sufrir todavía. Mi mamá ha estado a la muerte, sin querer absolutamente que la viese el médico. Casilda la ha curado, la ha velado dos semanas sin quitarse la ropa ni descansar un momento; ha salido a deshoras de la noche lloviendo para traer de la botica las medicinas caseras que nos ha ocurrido podrían aliviarla. Los últimos días yo no pude soportar la fatiga y caí también en cama, y ella me atendió lo mismo que si fuera su hija o su hermana. La consecuencia ha sido una fiebre… la creo muy grave, y por eso me atreví a escribir a usted. Mi mamá no tendrá todavía fuerzas ni valor para hablar con usted… Pero ¿quiere usted ver a Casilda?

—¿Cómo no, Amparo? Sí que la veré —le contestó— guíame, y vamos…

La recámara era amplia, aseada y con muy buena ventilación. A pesar de esto, al abrir la puerta y penetrar en ella se sentía una atmósfera cálida, mezclada con extraños olores de botica y de cosas pútridas.

Don Pedro Martín y Amparo se acercaron resueltamente al lecho, sin asco y sin temor de un contagio.

Casilda estaba inmóvil como un tronco; sólo su pecho levantaba las sábanas con una respiración sorda y trabajosa de agonizante; su cara, entre roja y amoratada, ardía como si le acabasen de pasar por la frente y los carrillos una plancha ardiendo; sus cabellos en desorden, esparcidos y como arrojados en fracciones sobre las almohadas limpias y blancas; un brazo torneado y una pequeña mano floja y caliente salía de la sobrecama, y en el cuello descubierto se notaban unas manchas redondas y rojas. Casilda tenía una fiebre maligna que la quemaba viva y se la llevaba por momentos.

Don Pedro se retiró pensativo, melancólico y cabizbajo, pero resignado. Amparo le había dado el ejemplo, y no quería ser más débil que la huérfana a quien él había dejado sin padre.

Para él era asunto concluido. Pocos días, quizás pocas horas de vida quedaban a Casilda; con ésta, muerta, se enterraban también las esperanzas y las ilusiones del viejo abogado y sus últimos años de vida serían de sombra y de duelo.

Llegó a su casa, y fue entonces cuando se consideró algo feliz de estar solo y de que sus hermanas, que le servían de molestia, que espiaban sus acciones y que lo mortificaban por cualquier cosa, se hubiesen marchado. Formó entonces la resolución de darles una pensión, con tal de que no le volviesen a ver. Sentóse en su bufete y escribió a Amparo:

Desde este momento, buena y, diré mejor, santa niña, soy tu padre y tienes que obedecerme. Casilda no tardará en morir. Sal en el acto de esa casa maldita, y ve a habitar con tu madre mi casa de San Ángel. Te envío a mi dependiente y en mi carruaje conducirá a ustedes al campo. Yo cuidaré de todo lo demás.

Llamó a uno de sus pasantes de más confianza, le dio sus instrucciones, y no hay para qué decir que al mismo tiempo envió médicos y enfermeras, proponiéndose él ir diez, veinte veces, si era necesario, a visitar a la enferma, con la intención, quizá un poco criminal, de que se le pegase la fiebre y tal vez muriese y fuese enterrado en compañía de la mujer que silenciosamente había amado tantos años.

Tranquilo en la apariencia con estas disposiciones, se sentó en su poltrona.

—Dentro de dos horas, que ya habrán salido de la casa doña Severa y Amparo, iré a ver a Casilda y no lo abandonaré hasta que exhale el último aliento.

Así pensando y haciendo propósitos firmes de tener valor, fuerzas resignación y también esperanzas de morir pronto, se quedó como aletargado en el sillón, pero no le duró mucho tiempo este fatigoso sopor; la criada vino a avisarle que un señor deseaba verlo con urgencia, y casi al momento asomó la cabeza por la puerta de la biblioteca el doctor Ojeda. Acababa de llegar de la hacienda del Sauz, con poderes amplios de Mariana, de Robreño y de don Remigio, para arreglar los asuntos pendientes y que se cumpliese el testamento cuyo original tenía en el bolsillo.

Contó el doctor con precisión y minuciosidad la curación milagrosa de Mariana, por medio de la influencia magnética que ejercía en ella la muchachita aventurera con que se había encontrado Juan la noche del robo de don Pepe Carrascosa; la invasión de los salvajes; la muerte del conde y el casamiento de Robreño, y cómo el nieto había quedado heredero de los títulos de nobleza. Cuando terminó la narración, entregó el testamento a don Pedro y le dijo:

—Como una muestra del carácter singular del conde, se acordó de su primo, a quien quiso matar en un duelo terrible, y le dejó un legado de cien mil pesos, y otro de igual suma a usted, a quien hacía años que no veía; mientras para mí que lo desaté moribundo del árbol en que los indios le habían amarrado, que lo llevé en brazos, que le asistí y velé noches enteras, y que hice cuanto la ciencia me enseñaba para salvarlo, no tuvo ni memoria, ni siquiera una mirada de gratitud; pero no importa, he sido recompensado con grandeza, y Robreño y la condesa son como de mi familia.

—¡Qué crueles ironías tiene la vida! —dijo don Pedro con desaliento, tirando en la mesa el testamento que tenía en la mano—. ¿Para qué me sirven ahora cien mil pesos? Mis hermanas se han marchado a casa de doña Dominga de Arratia, y esa mujer, a quien he servido años sin cobrarle honorarios, me ha puesto una carta llena de insultos; la huérfana desvalida, que era un dechado de virtud y un prodigio de hermosura (y digo que era, porque quizá habrá muerto ya), y yo, en las puertas del sepulcro, ¿para qué quiero cien mil pesos? ¿Para qué los quiere el marqués del Valle Alegre, que tiene más penas y desgracias que caudal? Pero así es la vida, doctor, y yo repararé la falta de memoria del conde, abandonando a usted todo o parte de ese legado, si me salva usted a Casilda, pues no me cabe duda que es usted y no la muchacha aventurera la que ha salvado a la condesa. Vamos, vamos, se lo suplico, si no tiene usted inconveniente. Por mi parte haré el sacrificio de encargarme de la testamentaría, y contaré a usted cuanto ha pasado aquí en la célebre causa que ha abreviado los días de mi vida.

—Con mucho gusto, y sin interés ninguno, haré cuanto usted quiera. Veremos a la enferma, y la salvaré si es posible. Vamos.

El abogado y el doctor salieron platicando de sus asuntos por la calle, y antes de media hora estaban en la recámara de Casilda, donde se encontraban tres médicos reconociéndola y procurando refrescar con agua helada sus labios hinchados y ardientes por la fiebre.

El doctor Ojeda, presentado por don Pedro, los saludó, reconoció a Casilda con la más escrupulosa atención, meneó la cabeza de una manera significativa y los cuatro doctores se retiraron a conferenciar, cerrando la puerta tras ellos para que nadie pudiera escuchar.

Don Pedro salió al corredor y durante media hora, que le pareció un siglo, se paseó agitado pero con un resto de esperanza, pues la esperanza es la última que abandona al hombre, especialmente cuando es desgraciado. Por fin, el médico de cabecera hizo entrar a don Pedro.

—Amigo y señor licenciado —le dijo— usted es filósofo, hombre de mundo y además fuerte y enérgico. Ya se han visto todas estas cualidades en la célebre causa formada al dueño de esta casa y socios.

Don Pedro se vela tentado de dar un empellón al doctor y echarlo de la casa; pero el doctor continuaba impasible su preámbulo, hasta que soltó lo que le costaba trabajo decir.

—El caso es desesperado —continuó—, sin la fiebre, que es intensa, la debilidad se la llevaría. Estos casos tiene, por lo común, un desenlace fatal. Hemos hecho cuanto la ciencia aconseja, y nuestro distinguido doctor podrá decir si el tratamiento que hemos seguido ha sido el más acertado. Pero, repito, respetable amigo, el caso no tiene remedio, es inútil hacerle ya más medicinas y lo mejor es dejarla tranquila y que muera en paz.

Diciendo esto, tomaron sus sombreros, estrecharon afectuosamente la mano de don Pedro, que oía aterrado esta sentencia de muerte, y bajaron de prisa la escalera, deseosos de abandonar la funesta casa donde se había abrigado el crimen y donde se respiraba una atmósfera mortal.

El doctor Ojeda procuró consolar a Don Pedro, pero no pudo menos de declararle que quedaban a la pobre Casilda pocos momentos de vida.

Al fin, se marchó también; las enfermeras, soñolientas y fatigadas, se habían esquivado echándose en los sillones y canapés, y las criadas habían huido a las remotas piezas de la sala. Don Pedro quedó solo, miró a todos lados y se dirigió con miedo, como quien va a cometer un crimen, a la recámara de la enferma.

Por una ventana entreabierta entraba el último rayo del sol de la tarde e iluminaba el lecho. Casilda acababa de expirar. La sangre hirviente que había dado a sus mejillas y a su frente un color rojizo, se heló repentinamente con la muerte y cambió su fisonomía dándole el aspecto plácido y tranquilo que tiene el que duerme después de las fatigas de un largo viaje. Ella había hecho el viaje de la vida entre zozobras, penas, recogimiento y esperanzas, y entraba casi sin saberlo a las puertas de la eternidad, pues desde el segundo día perdió el conocimiento y quizá lo recobró un instante y mientras los médicos discutían y el único hombre que la había amado en el mundo se paseaba nervioso y agitado en los corredores de la casa.

Don Pedro quedó más de un cuarto de hora como petrificado, sin despegar los ojos de la muerta; después, como volviendo en sí de un letargo, salió de la recámara para observar si alguien venía, escuchó los ronquidos de las enfermeras, se cercioró de que estaba solo, y no pudiendo aguantar más, cayó de rodillas junto al lecho, derramó abundantes lágrimas y cubrió de besos la mano rígida de la pobre Casilda. Oyendo ruido, se levantó precipitadamente asustado y tembloroso, como si hubiese acabado de matar a la muchacha, se limpió los ojos con un pañuelo, trató de componer su fisonomía desencajada y cadavérica y se dirigió a la pieza inmediata.

Era una de las criadas que venía a ver si algo se ofrecía.

—Murió ya —dijo don Pedro tratando de dar a su voz un tono tranquilo, y sacó un puñado de pesos de la bolsa—. Que compren cera, que las enfermeras la vistan con la mejor ropa, y que la velen y recen toda la noche. Volveré.

Cuando entró en su casa era ya de noche, y se encontró que le esperaba el marqués de Valle Alegre, que no sabía nada de la enfermedad de Casilda ni de la traslación de la familia a San Ángel. Por más esfuerzos que había hecho, no lo habían querido recibir ni doña Severa ni Amparo y la consigna era tan rigurosa, que no había podido penetrar ni al patio de la casa. Desolado, sin saber qué partido tomar, ni qué hacer, ni cómo quedar bien con la familia desgraciada en su calidad de amante y de caballero, iba a platicar y a pedir consejo a don Pedro. Así, cuando supo la nueva catástrofe, se apresuró a decirle:

—Por mis sentimientos puedo adivinar los de usted. En cierta edad, las pasiones son más fuertes y más violentas. Los jóvenes fácilmente se consuelan, y si pierden por la muerte o por cualquier otro motivo (como me ha sucedido a mí) una muchacha, a la vuelta de una esquina encuentran otra; pero nosotros nos encaprichamos en querer a una sola mujer… y no hay remedio.

Don Pedro quiso negar y protestar; pero el marques no lo dejó.

—Nada… amigo mío —le dijo— a mí me toca servir a usted, y hago poco en ello comparado con lo que usted me ha servido reponiendo mi fortuna aumentada con el legado del conde. Aquí tengo la carta en que me da la noticia el doctor Ojeda. ¿De qué me sirve ahora? Antes poco habría sido para rodear a Amparo con el lujo de una reina… Pero ya hablaremos de eso. Por ahora quede usted en casa reposando, que bien lo necesita, y yo me encargaré de todo. Hasta la vista.

Y recobrando su actividad, distraído un momento de sus penas, salió, y en efecto dispuso lo necesario para el entierro de Casilda, que descansaba ya para siempre en su lecho con cuatro gruesos cirios de cera que goteaban y chisporroteaban en la oscuridad, iluminando siniestramente las cabelleras negras y enmarañadas de las veladoras, que dormitaban reclinadas en los rincones tenebrosos de la recámara.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, un ataúd revestido de terciopelo negro con galones de plata, conducido por cuatro cargadores y seguido de un solo coche en el que iban silenciosos y cabizbajos don Pedro y el marqués, caminaba despacio con dirección al cementerio de Santa Paula. Allí estaba preparada la capilla, donde se celebró una misa de cuerpo presente, se rezaron las oraciones de difuntos, y los dos personajes, vestidos de negro, sombríos, mudos, andando y moviéndose maquinalmente, vieron con aparente calma regar el ataúd con agua bendita, colocarlo en el nicho y cerrarlo con ladrillos y mezcla, interponiendo esta débil pared entre la vida del mundo y la eternidad, a donde había volado el alma de la buena y hermosa Casilda.

Don Pedro y el marqués, sin decir una palabra, entraron en el coche y regresaron a la ciudad.

Con la casi repentina muerte de Casilda, una cosa terrible de que aún no podía darse cuenta, había caído en la vida sedentaria y hasta cierto punto tranquila del magistrado. Le parecía que la tierra estaba oscura, que el sol no calentaba ni alumbraba, que el mundo estaba hueco y que él bajaba constantemente a un abismo sin fin. Un velo, más espeso, más fúnebre que el que había oscurecido la vida de Mariana por algunos años, le cubría los ojos, le envolvía en sus pliegues, no le dejaba respirar, y sólo de vez en cuando aparecía el busto desnudo y tentador de Casilda, engastado entre las cortinas de damasco rojo de los balcones de su recámara; pero se desvanecía y borraba enteramente y era sustituido por el ataúd negro que los sepultureros colocaban en el húmedo y estrecho nicho del panteón.

Durante los nueve días don Pedro cerró herméticamente las puertas de su casa y no se dejó ver de nadie; pero pasado este tiempo, los negocios, y especialmente el de la testamentaría del conde del Sauz, le obligaron a ser superior a sus pesares, aumentados con el vil comportamiento de sus hermanas.

Clara el día menos pensado recogió todas sus alhajas, ropa y dinero, llenó a su confiado marido de improperios, llamándole hipócrita, ladrón, monedero falso, presidiario, bandido y otros calificativos por ese estilo (y que en parte merecía) y se marchó, sin que de pronto se supiese a dónde, aunque malas lenguas dijeron que su rumbo era por San Luis, donde estaba de guarnición un alférez de artillería con el que hacía tiempo que tenía relaciones.

Doña Dominga de Arratia, medio chiflada desde el día que la robaron, formó una liga estrecha con Coleta y Prudencia, y las tres no se ocupaban día y noche más que de conspirar contra don Pedro y escribirle cartas urgiéndole que hiciera su testamento y que de pronto les diese dinero, inventando que estaban en la miseria, que no tenían ropa, que debían mucho, que estaban obligadas bajo promesa a costear ciertas funciones de iglesia y a dar limosnas como lo habían acostumbrado toda la vida, y que, puesto que la ley las constituía herederas, querían saber lo que cada una heredaría, para así echar sus cuentas. Todas las cartas concluían así: «Tus desgraciadas hermanas a quienes echaste de tu casa».

Pepe Carrascosa, o el muerto resucitado, como le decían, vino a dar también al estudio del licenciado Olañeta. Informado por el doctor Ojeda de lo ocurrido y del casamiento de Juan con la Lucecilla, quiso hacer la cesión prometida de la mitad de su caudal a los esposos como un regalo de boda, y marchar a la hacienda del Sauz a vivir algún tiempo con los que él llamaba sus hijos.

—Hasta que tuve familia —decía muy contento y restregándose las manos.

Don Pedro concluyó pronto este negocio, y Pepe Carrascosa, cargado de curiosidades de plata, oro y esmalte, que había comprado en las almonedas del montepío, marchó a la hacienda del Sauz acompañado de una fuerte escolta de caballería, cuyos haberes se comprometió a pagar.

Quedaba lo más difícil y más grave para don Pedro, que eran los asuntos del marqués del Valle Alegre; no los asuntos de dinero, que marchaban bien, sino los asuntos del corazón y en los cuales tomaba una parte muy directa para pagar así lo que el noble caballero había hecho por él. Era, más que un abogado, su verdadero amigo desde el día que lo acompañó al modesto y triste entierro de Casilda.

El marqués, después de pensar, de meditar mucho, de considerar bajo todos los aspectos la cuestión, había decidido firmemente echar a un lado todas las dificultades sociales y llevar adelante su casamiento con Amparo, suprimiendo sólo el lujo y el aparato que le acarrearía las murmuraciones y la crítica amarga del público.

Fuerte con esta resolución y tranquilo hasta cierto punto, como se encuentra cualquier persona que sale de un estado penoso de duda y de indecisión, se dirigió a la casa de don Pedro, le comunicó sus ideas y le suplicó que lo ayudase e interpusiese su influencia con doña Severa y con Amparo.

—¿Qué influencia podré tener —le dijo don Pedro— con personas a quienes he dejado sin esposo y sin padre?

—Ellas conocen bien —le contestó el marqués— que usted tuvo que cumplir con su deber, y cualquiera otro juez habría hecho lo mismo. Las pruebas no dejaban duda de la culpabilidad de ese hombre desgraciado o maniático, cuyo crimen mayor ha sido deshonrar a dos infelices mujeres que merecen el nombre de santas; pero no importa, yo tengo el valor y la voluntad suficientes para volverlas a la vida social. Mi nombre y mi nobleza, nunca manchada, serán un escudo que las defenderá y las pondrá a cubierto de la maledicencia. Estoy resulto, y si no salimos bien del intento, haré de cuenta que una fiebre arrebató a Amparo y que Dios dispuso que fuere a acompañar a la pobre Casilda. Tendré valor como usted, y me conformaré con la voluntad de Dios.

Por más que don Pedro procuró disuadirlo, y le hizo, hasta con cierta dureza, todo género de observaciones, no hubo modo de convencerlo, y convinieron en hacer el viaje a San Ángel y caer como de repente a la casa de las inconsolables y desoladas señoras que no se habían atrevido aún a abrir las ventanas que daban a la calzada, ni a salir siquiera a oír misa en la ermita cercana.

A don Pedro no podían cerrarle la puerta y, como iba acompañado del marqués, entraron juntos, y fue Amparo la que los recibió en la puerta.

La casa de campo de don Pedro estaba situada en la calzada o calle principal de Chimalistac. Sombría y húmeda, las recámaras tenían ventanillas que les daban poca luz y aire; los muebles, no antiguos, sino viejos, forrados de percales oscuros con dibujos negros medio borrados y sucios; los cielos rasos, mal pintados, no presentaban más que una aglomeración de manchas a causa de las goteras; los pisos de ladrillo, ya casi negros y mal colocados, contribuían a dar un aspecto más triste a las habitaciones. El licenciado, en vez de componer la finca, la había dejado arruinar. No gozaba de las delicias de la temporada, como otros muchos abogados, porque sus constantes ocupaciones no se lo permitían. Solía ir los sábados y regresar a México los lunes o martes. La sala era lo mejor de la casa, pues tenía grandes ventanas a la calle, una alfombra muy usada, unos canapés antiguos, una mesa con una gran plancha de tecali, cuatro sillones muy cómodos y un curioso candil de Venecia colgado en el centro y cubierto con una funda de gasa que se caía en pedazos.

En esa sala leía los periódicos, comía y dormía, y jamás pasaba a las otras piezas que permanecían cerradas. La mujer del jardinero le guisaba y lo asistía, pues sus hermanas detestaban la casa; decían que en el momento que entraban les dolía la cabeza, y añadían que se espantaban y tenían miedo a los ladrones y a los muertos.

La huerta sí era deliciosa, particularmente después de salir de las piezas tenebrosas. Un bosque de peras, melocotones, manzanas, castaños, aguacates y ciruelas, y aquí y allá, en desorden, los elevados fresnos, de copas inmensas como las cúpulas de las catedrales. En el suelo una profusión de flores de todos matices y en el aire y en las ramas abejas, colibríes y pájaros de colores que alegraban con su ligereza y sus cantos aquel pedazo de tierra fértil, un poco salvaje, donde el sol y las corrientes de agua suplían el descuido del jardinero. ¡Cuántas veces quizá Evaristo escaló la vieja y alta tapia, y Casilda lo esperó al pie de ella con su rebozo dispuesto a recibir las manzanas y las ciruelas de España que se robaban para irlas a vender los domingos al Portal, dejando ver a muchos marchantes sus pies pequeños y desnudos, calzados con el zapatito verde oscuro!

Al ver Amparo al marqués sintió una conmoción profunda. No lo esperaba ni lo había visto después de la memorable noche en que fijaron el día de la boda. Don Pedro lo advirtió y la tomó del brazo.

—Valor y resignación, hija mía —le dijo—. Casilda murió y ha sido enterrada cristianamente. El marqués y yo la hemos dejado en su última morada. No la veremos más. La casa de ustedes está cerrada. Cuando pase la infección de la fiebre, arreglaremos todas las cosas. Adivino tus deseos. Ya ves que yo necesito también valor y resignación; Casilda era como mi hija.

El marqués, conmovido, no pudo ni aun saludar a Amparo, y todos se dirigieron al abandonado salón que despedía un olor de vejez y de humedad.

Amparo entreabrió una ventana y un alegre rayo de sol penetró, y con él la brisa de la mañana, los olores del campo y los pequeños insectos, que se pusieron a revolverse y a vivir contentos en la ráfaga tibia de luz. Las tres personas miraron con ternura esta pequeña escena de alegría de la naturaleza, que formaba contraste con sus pensamientos fúnebres y con la amarga melancolía de sus corazones.

—Tenemos que correr un velo sobre el pasado, mejor dicho, interponer una espesa pared. No hay que acordarse de ello. Dios lo dispuso así, y ya que has sido tan piadosa, tan generosa y tan buena que has estrechado la mano del inflexible verdugo de tu padre, sé todavía mejor dándosela a quien te ama y que dedicará su vida entera a curar tu dolorido corazón. Vengo de nuevo a pedir tu mano para el marqués. ¿Qué dices? Serénate, piensa un poco, haz un esfuerzo, no hagas caso de la sociedad ni de ninguna persona, piensa solamente en ti y en él.

Hubo quizá media hora de silencio. Los insectos microscópicos seguían sus evoluciones en el rayo de sol; una golondrina entró por la reja, dio la vuelta por lo alto del salón para buscar en la casa un nido que había dejado en el invierno; el viento fresco disipó el olor de la humedad, y los personajes, sentados en los apolillados canapés, levantaron los ojos, vieron todo esto y ninguno se atrevía a hablar. Era el gran conflicto que iba a decidir la vida de los dos que tanto se habían amado.

—He tenido —dijo Amparo— como un siglo de agonía antes de poder responder, pero era necesario, y me lo temía, pasar por este trance, el más amargo, el más terrible, el más penoso de mi vida. Imposible de borrar los recuerdos ni curar los dolores del corazón. Quizá con el tiempo, y lo dudo, podrá pasar esta como tempestad horrorosa que descargó en nuestra casa. Dios ha juzgado a mi padre y confío en que lo habrá perdonado; a mí no me toca más que respetar su memoria y guardar en mi alma el cariño que le tuve en vida; pero la mía está condenada a la tristeza, a la oscuridad, al retiro de toda la sociedad humana, hasta que se olviden todas estas cosas increíbles y funestas. Casarme con el señor marqués —continuó Amparo con una voz que denotaba sus ansias y el esfuerzo que hacía— sería hacerlo infeliz para el resto de la vida, y mucho lo he amado y lo amo todavía para pagarle con una acción indigna, sí, indigna, pues sería hacerlo partícipe de la ignominia que pesa sobre nuestro nombre. ¡Qué dicha, qué alegría, qué paz doméstica podría yo proporcionarle, y cómo soportaría ya una mala mirada, un desprecio, cuando, pasado algún tiempo, reflexionase que tenía por esposa una mujer a quien era necesario ocultar de la sociedad, cambiarle el nombre, expatriarse a una tierra extranjera, sin esperanza de volver a la patria! No, no, de ninguna manera, no me pidáis cosas imposibles… No, no puedo, primero la muerte…

Y Amparo, no pudiendo más, se cubrió el rostro con sus manos, se levantó y con visible esfuerzo del canapé y entró en las solitarias y sombrías recámaras.

Don Pedro y el marqués se quedaron estupefactos y como clavados en los asientos.

—No hay esperanza, marqués, y no hay que insistir más. Amparo tiene razón. Este matrimonio no tendría ni aun la luna de miel, sería un duelo eterno. Vámonos y pensemos en aliviar siquiera la infausta suerte que ha tocado a estas dos desgraciadas.

Los dos amigos, más contristados y pensativos de lo que entraron, salieron de la abandonada y vetusta casa de campo.

Amparo y doña Severa no quisieron recibir nada de lo que pertenecía a Relumbrón, y dispusieron que los muebles, coches y alhajas que no habían sido secuestrados porque pertenecían a ellas o estaban en su nombre, se vendiesen, dedicándose sus productos a limosnas a familias pobres y a establecimientos de beneficencia. El marqués hizo un donativo a Amparo de cincuenta mil pesos, y con esto y con los bienes propios de doña Severa, don Pedro les formó una renta para que pudieran vivir. Se fijaron en Celaya con el nombre de viuda e hija de don Agustín Santelices, fallecido en España, y amigo y pariente cercano del marqués. Amparo no quiso entrar al convento ni salir fuera de la patria, y tuvo que conformarse con la precisa necesidad de cambiar de nombre y aceptar esta muerte civil, por no ser objeto del horror y del desprecio de las gentes que supiesen y recordasen el fin trágico de su padre. Allí, tristes, ignoradas y enfermas, ya de una cosa, ya de otra, esperaron con resignación el momento del espanto final, que es la muerte.

El marqués de Valle Alegre logró en su familia la paz y el cariño, fingido tal vez, en cuanto les hizo saber que había prescindido completamente de Amparo, y les regaló los cincuenta mil pesos restantes del legado del conde del Sauz.

El doctor Ojeda, que había cooperado a todos estos arreglos y concluido satisfactoriamente los negocios de la condesa y sus amigos, dispuso hacer un viaje a París para estudiar las enfermedades nerviosas. El marqués aprovechó la oportunidad de un tan buen compañero y se marchó con él, decidido a dar la vuelta al mundo, a sacudir su fastidio y desembarazarse de sus pesares con las emociones y peligros de los viajes.

Don Pedro Martín, muy triste, muy viejo y acabado, y muy rico, renunció la magistratura, cerró definitivamente su bufete, se negó a recibir a sus hermanas por más ruegos y súplicas que le hicieron por escrito ellas y doña Dominga de Arratia, y no tenía más distracción que hacer cada mes un viaje al pueblo de Ameca en compañía de Lamparilla, pasar un día en una hacienda y dos o tres en otra, complacido con el sincero afecto que le tenían Cecilia, doña Pascuala y Moctezuma III, que con su alegría, ocurrencias, buen humor y sabrosa cocina le hacían olvidar a ratos la letal tristeza que lo consumía.

LXIII. Cosas de otro tiempo

Comencé esta novela en las orillas del borrascoso mar Cantábrico, mirando desde mis ventanas salir las barcas de los pescadores en las noches serenas y apacibles, con el cielo limpio y las estrellas radiantes, y volver en días en que amenazantes nubes venían del horizonte como a sorber las pequeñas embarcaciones que desaparecían por momentos entre la verdosa espuma de las olas, y con el esfuerzo de vigorosos remeros, entraban en el puerto llenas del agua de la mar y de peces plateados, moviéndose todavía y queriendo saltar de los canastos y de volver al líquido elemento de donde habían sido sacados.

Así, saliendo como del fondo de las aguas, iban apareciendo y llegando las barcas y los pescadores acostumbrados a la mar, a los vientos y a las sorpresas espantosas del golfo turbulento de Gascuña, desembarcaban, mojados de la cabeza a los pies, rendidos de fatiga; pero como encontraban en la playa a sus mujeres, a sus madres y a sus hijos, reían, hablaban contentos, abrazaban a sus deudos y besaban y tomaban en sus brazos a sus chicos, robustos, fuertes y, como ellos, con los colores de la salud en las mejillas.

Echaban al muelle cientos y miles de sardinas, de merluzas de rayas y de pulpos… Era su riqueza, el fruto del trabajo de sus robustos brazos, el precio de sus noches de peligro y de espera en la soledad de las aguas procelosas y profundas… Nada… A ocasiones esa riqueza quedaba abandonada, no había compradores, unos cuantos cuartos más, que no les alcanzaban ni para comprar una manta de lana para cubrirse en el invierno.

Y a veces las mujeres y los chicos esperaban en la playa a la barca que faltaba, y pasaba el día con su sol radiante, llegaba la tarde con sus brisas frescas, cerraba la noche con sus estrellas brillantes, y esperaban todavía a la barca, y la barca no volvía.

Venía otro día y otro, y esperaban siempre a la barca, y la barca no volvió jamás.

Mirando estas cosas tristes, pensando en la vida tormentosa e infeliz de los pescadores, teniendo siempre delante de mis ojos esa inmensidad del cielo azul y de las aguas verdes y profundas de la mar, pensaba también en las cosas de otro tiempo, en mi patria lejana, y llenaba cuartillas de papel con mis recuerdos, sin saber a cuántas páginas llegaría esta labor que absorbía algunas horas diarias de mi vida aislada y la poblaba a veces de personajes fantásticos o reales que venían a acompañarme y a platicar conmigo cuando yo los evocaba, cualquiera que fuese el lugar en que se hallaran o el sepulcro en que estuviesen durmiendo el sueño final de los seres humanos.

No puse mi nombre al frente de la novela, entre otras cosas, porque no sabía si mi edad y mis pesares me permitirían acabarla…

De entonces a hoy ¡cuántas cosas tristes han pasado en mi vida, cuántos dolores, aún más agudos que los que he podido imaginar para mis personajes fantásticos! ¡Qué espanto tan terrible cuando he visto entrar y sentarse en mi pacífico y dichoso hogar a la negra melancolía y a la punzante amargura! La novela se interrumpió; los lectores se enfadaron.

Dios ha permitido que yo siga todavía el penoso viaje de la vida, y la obra ha terminado en la costa de Normandía, delante de una playa desierta, de un mar como un espejo y en un hotel donde no había más viajero que yo. Allí, en la quietud y soledad de mi cuarto, he pensado también en las «cosas de otro tiempo», completando más de dos mil páginas que habrán fatigado, más que a mí, al más sufrido y paciente de mis lectores.

En una de las épocas en que gobernó la República el general don Antonio López de Santa-Anna, se desarrolló el robo en la capital, en sus cercanías y en el camino de Veracruz de una manera tal, que llamó la atención de las autoridades; pero no eran robos comunes y vulgares, sino golpes premeditados y ejecutados con una precisión asombrosa, rodeados, siempre de circunstancias singulares y misteriosas.

Por medios también raros y casuales, se descubrió que un coronel Yáñez, ayudante del general Santa-Anna, Presidente de la República, era el jefe de una asociación, que tenía cogidas como en una red a la mayor parte de las familias de México. El aguador, la cocinera, el cochero, el portero, todos eran espías, cómplices y ladrones y, por más seguridades que se tomaran y los mejores papeles de conocimiento que se exigieran, nunca se llegaba a saber si se tenían sirvientes honrados o pertenecían a la banda de Yáñez.

He aquí los pocos recuerdos que conservo. Que ese Yáñez era muy sociable y simpático en su trato personal, que tenía, como se dice vulgarmente, muy buena presencia, que era lujoso y hasta exagerado en el vestir, pues siempre traía cadenas muy gruesas de oro enredadas en el chaleco, botones de hermosos brillantes en la camisa y anillos de piedras finas en los dedos; que el ciego Dueñas hablaba muy mal de él y le había puesto Relumbrón, a causa de las muchas alhajas que ostentaba; que el general Santa-Anna, aunque le distinguía mucho, al cerciorarse de los crímenes atribuidos a su ayudante, hizo una cólera que lo tendió en la cama; que lo entregó a la justicia ordinaria, y algunos añadían que le arrancó las presillas de los hombros y se las tiró a la cara antes de entregarlo al juez que personalmente fue a prenderlo al Palacio Nacional.

A la captura del coronel Yáñez siguieron otras, y más de ciento cincuenta personas de diversas categorías fueron encerradas en la cárcel, y otras, como unos bilbaínos de gran rumbo y apariencia, lograron fugarse y volver a España.

En el curso de la causa, un fiscal muy enérgico y terrible fue envenenado en el chocolate y murió como herido de un rayo al tomar la segunda sopa, y un escribano fue casi muerto a palos en una calle oscura. Esto infundió tal terror, que nadie quería ya encargarse de la causa, hasta que la tomó a su cargo un valiente fiscal, que creo que se llamaba Castro.

Por último, el coronel Yáñez y tres o cuatro compañeros fueron condenados a muerte y ejecutados, y cosa de cincuenta enviados a los presidios de Perote y San Juan de Ulúa.

El coronel Yáñez trató de suicidarse en la prisión con una navaja de barba; fiero no tuvo el valor suficiente y solamente se hizo una herida en la garganta. Los médicos le hicieron la primera curación y lo vendaron, y con todo y la herida, sostenido del brazo de dos personas, caminó a pies hasta la plaza de Mixcalco, donde le dieron garrote en unión de sus cómplices.

Recuerdo también que se dijo que la navaja de barba con que intentó degollarse se la llevó su mujer, que era de buena familia y de excelentes prendas.

Los autos de tan célebre causa los vi, y eran, no cuadernos, sino cuatro o cinco resmas de papel. Antes de que yo pudiera obtener permiso para registrarlos, habían desaparecido. Después o antes de la desaparición de los autos se imprimió un folleto que tenía por título: Extractos de la causa del coronel Yáñez y socios. Por más diligencias que he hecho, imposible me ha sido conseguir ese escrito, y he tenido que atenerme a los pocos recuerdos que llevo apuntados y de cuya exactitud no estoy bien seguro. El personaje, pues, que figura en la novela, ha existido realmente; pero por más que he hecho para inventar lances, robos y asesinatos, me he quedado muy atrás de la verdad, y el extracto de la causa habría sido más interesante que cuantas novelas se pueden escribir. Ajusticiado el coronel Yáñez, y sus socios, acabó a los pocos días la curiosidad pública; los robos cesaron también por mucho tiempo, y no se volvió a saber de la familia de este célebre criminal. Un abogado casado con una señora principal de México, complicado en la causa, se constituyó prisionero en su casa y no volvió a salir de ella sino cuando lo sacaron cuatro cargadores para enterrarlo.

Con este material escaso, con el título alarmante que me dio mi buen amigo don Juan de la Fuente Parres, y con algunos sucesos contemporáneos, formé la trama y he escrito esta novela, no de largo, sino de larguísimo aliento.

Cerraba yo mi carta para Bercelona remitiendo estas últimas cuartillas y muy contento de haber concluido, cuando entró el criado del hotel con un paquete de cartas, que me apresuré a abrir, y en una de ellas noté la palabra Bandidos escrita con letras muy claras. Con cierto enfado la puse en un extremo de la mesa, proponiéndome no leerla ni al día siguiente ni nunca, pues los bandidos, y particularmente los de Río Frío, me salen ya por los ojos.

La curiosidad por un lado y la firma con que terminaba la carta de tres pliegos de letra menuda, me determinaron a leerla. Era de un viejo y querido amigo.

No voy a imponer al lector el cruento y último sacrificio haciéndole tragar la carta entera. Me contentaré con extractos, y eso en razón a que completa, como quien dice, la novela, y modifica notablemente el carácter de algunos de los personajes:


No sé qué razones de gran peso tuviste —me escribe mi amigo— para no poner tu nombre al frente de la novela y convertirte en un Ingenio de la corte. ¿No recuerdas que los ingenios de la corte en tiempos pasados se han llamado Calderón, Lope, Tirso, Moreto y Ruiz de Alarcón, y en los presentes, Pereda, Selgas, Cánovas, Núñez de Arce y otros muchos? ¿Tendrías la pretensión de quererte introducir como de contrabando entre esas gentes y cuando se descorriese el velo del anónimo aparecer como un prodigio… de talento? No lo creo, porque nunca te he conocido ni orgulloso ni fatuo, y mal que bien, desde hace años has firmado tus artículos, sufriendo con paciencia la crítica y recibiendo con modestia las alabanzas. Por otra parte, es del todo imposible que quieras ocultarte cuando escribes. Todo en ti se reduce a plática, y lo mismo es un discurso en el Congreso, que una novela, o que una charla insustancial en un café. No te ofendas por esto, pero es la verdad, y de poco te ha servido leer a los clásicos franceses, a los clásicos italianos, a los clásicos españoles y a los clásicos de todo el mundo. Tú has quedado el mismo, sin aprender nada y sin corregirte de tus defectos; pero vamos a lo esencial.

He recibido con exactitud las entregas de Los Bandidos de Río Frío, que ha publicado nuestro amigo Parres. Buen papel, letra moderna, que llaman elzeviriana, tinta un poco negra, pues hoy, por moda o por economía, se imprime, particularmente en Barcelona, con tinta blanca. Los lectores de aquí a cien años encontrarán las hojas de los libros blancas como salieron de las fábricas de papel. A Parres, pues, no hay motivo para criticarlo; a ti tal vez, pero parapetado tras del Ingenio de la corte, estarás a salvo y no tendrás que tomar la pluma para contestar; pero, repito, no es esto lo esencial, y me desvío de mi camino.

Entre los personajes que figuran en tu novela, los hay evidentemente fantásticos, como ese Evaristo que a cada momento le daban goles y pedradas en la cabeza, y que en el curso de su vida criminal no tuvo un lance ni medianamente interesante que diera idea del arrojo, de la destreza en manejar el caballo, de la mezcla de generosidad, barbarie y elegancia salvaje que caracterizaba, hace años, a los bandidos de nuestro país.

En cuanto a Relumbrón, no me ha gustado nombre tan retumbante, pero así en efecto llamaba el ciego Dueñas al célebre coronel Yáñez, y has debido conformarte con la historia y la tradición. Mucho siento no haberte podido enviar el folleto que me encargaste, pues habrías, sujetándote solamente a los hechos, escrito un libro más interesante y menos voluminoso.

En otros personajes designados con nombres diversos, inventados al correr la pluma, he creído reconocer a individuos de carne y hueso que han existido, y a quienes hemos hablado y dado la mano, como, por ejemplo, a Cecilia. Los dos hemos comido sabrosas frutas durante largas temporadas en el puesto de Cecilia en la Plaza del Volador. Los dos hemos admirado, y a cual más, ese pecho apiñonado y turgente que se adivinaba debajo de una camisa fina y bordada; los dos hemos elogiado las sartas de perlas finas que ostentaba el cuello torneado de esa rica y hermosa frutera, que ganaba el dinero que quería; los dos hemos visto llenar de duraznos, de peras y de ricos zapotes el pañuelo paliacate de don Pedro Martín de Olañeta, y lo hemos visto salir contento de la plaza del mercado en compañía de don Andrés Quintana Roo: los dos, en fin, recordamos a ese don Diego de Noche, que en compañía de otros calaveras que llegaron después, como el general Arista, a ser grandes hombres, desbarataba bailes apagando con un sablazo la lámpara de maderas, de cristal y batiéndose después con el dueño de la casa o con cualquiera de los galanes que asistían a estas tertulias y bailes caseros que han desaparecido completamente.

No sé qué conclusión tendrás meditada para tan estupenda novela, pero por si pudieses hacer uso, te daré noticia de la suerte que han corrido algunos de tus personajes.

La moreliana, que se llamaba doña María Josefa Quintero y Rubio, salió al fin de la casa de locas.

Fue don Cayetano Gómez, de Morelia, que era su banquero y apoderado, el que la sacó de la horrenda prisión cuando estaba a punto de perder de veras el juicio. El doctor alienista no quiso reconocer su error, y afirmó que él la había curado con cierto método usado en los hospitales de París.

Algunos de los parientes de la moreliana habían muerto, y con los que quedaban celebró una transacción don Cayetano Gómez, y quedó expedita, sin perder su fortuna, para casarse con el doctor alienista, que era quince años menor; pero él y ella no tenían malos bigotes y llamaban la atención en el paseo de Bucareli, adonde no dejaban de ir todas las tardes aunque lloviera o tronara. Por supuesto, nadie sabía los deslices de la moreliana con el platero de la Alcaicería, que dieron por resultado que viniese Relumbrón a escandalizar el mundo. El ciego Dueñas únicamente olfateó algo de esta antigua y oscurísima historia y la contaba muy en secreto a pocas personas. Seguramente te la refirió a ti y la aprovechaste para tu novela, omitiendo el nombre de la moreliana, que ya no hay necesidad de ocultar. Murió de parto (era ya de la edad de Santa Isabel) y el alienista la siguió al sepulcro a los tres años, dejando un huérfano riquísimo, y que a su mayor edad probablemente no tendrá ni camisa limpia que ponerse, pues faltando don Cayetano Gómez, que también falleció, los licenciados y tutores se lo comerán todo.

La guapa Cecilia no cambió ni de maneras, ni de lenguaje, ni de honradez, pues ha sido fiel y buena mujer hasta lo último; pero Lamparilla no pudo darle (pues ya era tarde) ni las maneras, ni la instrucción, ni la dulzura de una señorita educada en los colegios de México, y al lado de una familia fina y de modales cortesanos.

Tarde reflexionó Lamparilla en esto: mientras pasó la luna de miel en la soledad y las comodidades del rancho, no notó estos defectos, pero pasados dos años, se arrepintió como de sus pecados de haberse casado con una frutera; peor todavía, con una trajinera que había tenido amores con un bandido que había acabado en la horca. A los dos años le ocurrió acordarse de ciertas escenas, de comentarlas a su modo, y de convertirse en un fingido Otelo. Se encelaba del mozo que servía la comida, de los peones que trabajaban en el campo, de su sombra misma, y todo esto para concluir en una reconciliación que daba por resultado el que Cecilia, llorando como una niña, le abandonase sus alhajas o una parte del dinero en oro que tenía escondido. Lamparilla había dado en beber y, lo que es peor, en jugar. En el curso del tiempo fue perdiendo, perdiendo; hipotecó el rancho quizá en más de lo que valía, para pagar las cajas y dio en seguida tras lo que Cecilia había llevado a su lado, que no era poco. Raras veces se le veía en el rancho y la mayor parte del tiempo lo pasaba en México, en casa de don Moisés, que logró burlar a la justicia, vivía de una manera misteriosa y tenía sus encierritos, donde concurría lo mejor de México y hacía prodigios con su baraja mágica. Lamparilla, sin embargo de ser corrido de mundo, era una de sus víctimas, y con todo y esto tenían la mayor intimidad y almorzaban juntos por el rumbo del Rastro en casa de los matanceros.

Doña Pascuala, que quería a Cecilia como si fuera su hermana, trataba de componer el matrimonio y ponerlo en paz; pero ¡quizá!… imposible. Lamparilla prometía enmendarse, y cada vez era peor. La verdad es que, desde que se hizo verdaderamente rico, sació sus deseos y se vio ligado para toda su vida con una trajinera, reflexionó que hubiera podido casarse con una hermana del marqués de Valle Alegre y ser un aristócrata (como hay muchos en México) y sentarse en un sillón del Congreso y heredar el acreditado bufete de don Pedro Martín; le entró en el corazón tal odio y tal desprecio por la pobre Cecilia que sólo lo disimulaba cuando quería sacarle dinero para saciar los dos feos vicios en que había dado, por despecho, como decía cuando algún amigo le solía ir a la mano o hacerle una observación. Dicen bien que Dios castiga sin palo ni cuarta, porque Lamparilla, por más que se diga, estuvo complicado en más de una de las muchas travesuras de Relumbrón, y se salvó por el ciego cariño que le tenía don Pedro Martín, que lo creía el más honrado de los abogados jóvenes que había tenido por discípulos.

El mal estado de los negocios de Cecilia y sus pesares domésticos afectaban mucho a doña Pascuala; pero más que todo esto, la postró enteramente la larga ausencia de Moctezuma III, que fue enviado con su regimiento a pacificar a los indios de las orillas del río Yaqui, y la prevaricación de su hijo Espiridión. Sí, señor; óyelo bien, la prevaricación de Espiridión, que empezó a estudiar la religión protestante. El arzobispo lo removió del curato de Ameca, quizá injustamente, y concibió tal encono y tal odio que no hallaba cómo desquitarse. Dio precisamente en esos momentos con un inglés, maquinista de la fábrica de Miraflores, que no era más que un propagandista disfrazado; trabaron amistad y ahí tienes a nuestro antiguo y cristiano cura negando quién sabe cuántos misterios de la religión católica, persuadiendo a doña Pascuala de que no debía confesarse a la hora de la muerte y tratando de que comulgara con vino y un pedazo de tortilla mojado en el cáliz. La infeliz madre no pudo ya resistir estos pesares y ellos y los muchos años que tenía, la llevaron a la eternidad. Un día Cecilia, que la fue a visitar y a quejarse de las groserías de Lamparilla, la encontró muerta en su cama.

Pero lo que debes sentir más es lo relativo a don Pedro Martín de Olañeta. Se te conoce de a legua que has tenido sincero afecto, y con razón, a ese magistrado tan santo y tan honrado. Pues vas a ver. Después de sus malogrados amores, pues no cabe duda que estaba profundamente enamorado de esa Casilda (que se convirtió de zalamera vendedora de fruta en el portal, en una monjita ejemplar), la única distracción que tenía era hacer de cuando en cuando un viajecito a Ameca y vivir una corta temporada, ya en el curato, ya en el rancho de Cecilia, ya en la hacienda cercana donde residía doña Pascuala. La conducta de Lamparilla, la apostasía de Espiridión y la muerte repentina de aquella buena mujer, lo alejaron de Ameca y no volvió más. Desde entonces su tristeza era tan profunda y tan amarga, que no se mató porque era buen cristiano. Se le veía en el Café de Manrique todas las tardes tomando café, pero echando en él tantas copas de refino, que al último resultaba que era una taza de aguardiente con unas gotas de café. Otro magistrado, igualmente sabio y respetable como él, lo acompañaba, y como él tomaba también su café compuesto de la misma manera. La tertulia era silenciosa, no hablaban más que una que otra palabra, y al oscurecer se retiraban a su casa cabizbajos, vacilando y teniéndose en las paredes y en los postes de las esquinas. Con todo y los agravios que le hicieron Prudencia y Coleta, fue tan bueno don Pedro, que las dejó de herederas. A Clara la desheredó.

Cuando se abrió el testamento delante de las tres en casa de doña Dominga de Arratia, los sollozos de dolor de Prudencia y de Coleta se oían hasta la calle, acompañados de las maldiciones e improperios de Clara, que salió furiosa de la casa, dirigiéndose a la de Lamparilla para que promoviera inmediatamente la nulidad del testamento.

Las honras en la Profesa por el alma de don Pedro Martín de Olañeta fueron solemnes, y asistieron los magistrados de la Suprema Corte, los jueces, el Colegio de Abogados todo entero y lo más granado de la sociedad de México.

Durante los nueve días lloraron de un hilo Prudencia y Coleta, sus ojos eran unos manantiales que podrían haber formado un río navegable; pero terminado el duelo oficial, sus ojos se secaron completamente y comenzaron a contar sus dineros y a tomar posesión de sus fincas. Habían quedado riquísimas. Mediante tres mil pesos que dieron a Lamparilla (que en el acto fue a perder al juego) lograron que Clara desistiera de su pretensión, y mientras ellas vivían en una gran casa en la calle principal de la ciudad, Clara se metía en las ajenas a pedir limosna, que no le escaseaba gracias a la memoria y al respeto que aún después de muerto tenían los que habían sido sus amigos y sus clientes a don Pedro Martín.

Coleta y Prudencia eran feas de encargo y viejas, pero ricas, y esto bastaba para que tuviesen pretendientes a montones. Jovencitos imberbes les hacían el oso, las seguían a las iglesias y rondaban la calle; pero ellas despreciaban a todos esos fifiriches mexicanos. Querían a toda costa un extranjero que las llevase a París.

Al fin sus deseos fueron colmados. Una se casó con un peluquero francés y otra con un italiano que vendía figuras de yeso. La vieja luna de miel la fueron a pasar a París y a los baños de moda. Me han contado que el francés ha llegado a ser Comendador de la Legión de Honor, se titula el marqués del Volcán y es recibido en los mejores círculos de la sociedad parisiense. Además, es miembro del Jockey Club de la Rue Royale. El italiano es príncipe de Rustipoli y habita una elegante quinta en las cercanías de Florencia. Coleta es marquesa del Volcán y Prudencia princesa de Rustipoli. Por supuesto, cuando un mexicano, por error de cuenta, va a visitar a estas nobles damas, ni la puerta le abren. Por la reja de la ventanilla del portal los despide el portero.

Clara volvió a sus amores con el alférez de infantería, y vinieron los dos a vivir en un cuarto del Mesón de San Dimas. Todo lo que juntaba Clara de limosnas, especialmente del marqués de Valle Alegre, que le pasaba una mesada, lo gastaba el alférez con unas mujeres asquerosas que vivían por el Puente Blanco, y cuando la que él llamaba su mujer se atrevía a encelarse o hacerle la más ligera observación, le daba una felpa de padre y muy señor mío, que a veces la tendía en cama por dos o tres días.

Ya que vino a la pluma el nombre del marqués de Valle Alegre, te daré algunas noticias del tipo verdadero y acabado de la antigua nobleza mexicana, muy distinto, por cierto, de los ridículos personajes que tú y yo conocemos, y que porque tienen unos montones de pesos ganados con la usura y el agio, se figuran grandes hombres, se titulan ellos mismos aristócratas, no tratan más que con ministros extranjeros y cónsules, y ven con el más alto desprecio al resto de la sociedad mexicana.

Se dijo aquí en la Lonja y en las reuniones de gran tono, que el marqués, triste y sin esperanzas ningunas de unirse con Amparo, se había remontado a las nieves de la Suiza y era monje en el convento de San Bernardo. Viajeros mexicanos lo habían visto con una barba blanca muy crecida, vestido con un grueso sayal pardo oscuro, precedido de cuatro o cinco perros, buscando y salvando a los turistas, a quienes cada año envuelven en sus sudarios de cristal las avalanchas del Monte Blanco. También han asegurado haber visto bailando muy contento por las cocottes, en los jardines de París, al pobre don Carlotto, que tú sabes muy bien que despareció misteriosamente de la noche a la mañana, y nadie ha vuelto a saber de él. Tú has inventado que Evaristo lo mató en el monte del Río Frío, y la dulcera de la Estampa de Regina lo reconoció; pero esto no se probó suficientemente en la causa que se siguió al coronel Yáñez y socios. La verdad, el único que conoce los secretos del marqués es don Manuel Campero, su apoderado y su amigo. Parece que el marqués regresó a México de incógnito e inmediatamente se dirigió a las haciendas del interior. Supo que doña Severa había fallecido, que Amparo estaba sola, aislada, consumiéndose de dolor y de fastidio y realmente muriendo en vida. Logró verla, le rogó tanto y le dio tantas pruebas de sincero cariño, que al fin la persuadió, se casaron en secreto y viven retirados en una hacienda, y tan felices como pueden serlo en esta tierra de lágrimas, donde no hay dicha completa.

El doctor Ojeda, que regresó de Europa con el marqués, contribuyó mucho a este desenlace inesperado y novelesco que la imaginación misma no preveía.

El doctor Ojeda, que es hoy un hombre muy rico, no cura más que a sus amigos o gentes escogidas, que le ruegan mucho y que le pagan con puñados de oro. Es un prodigio, especialmente para las enfermedades nerviosas, y se cuentan maravillas, pues aseguran que su ciencia llega hasta el grado de resucitar muertos. Si hubiera inquisición ya estaría el doctor en un calabazo.

¿Qué te parece que hizo Juan, el huérfano recogido del muladar por la buena vieja Nastasita? Ni lo creerás, pues estás acostumbrado a ver que los jóvenes de casas principales y a los que ningún trabajo ha costado ganar el dinero, se embarcan para Europa a tirarlo, a ser víctimas de los escrocs de levita, que se fingen condes y marqueses, y a encenegarse en los vicios parisienses.

Juan hizo todo lo contrario. Con el permiso de sus padres se marchó a París con su esposa, con la encantadora Lucecilla. Él se dedicó al estudio y se vivía en la Escuela de Artes y Oficios y en la de Agricultura, y Lucecilla era media pensionista en un convento de monjas del Sagrado Corazón de Jesús. A las seis de la tarde Juan iba por Lucecilla al convento de la calle de Rochechuard, comían en un gabinete de la Rotonda, en la esquina del boulevard Haussmann, daban en seguida un paseo o concurrían algunas noches al teatro, y antes de la medianoche se retiraban a un apartamento lujoso que tenían arrendado en la calle de Miromesnil. A los tres años de esta vida, Lucecilla hablaba francés como una parisiense, tocaba el piano, pintaba paisajes, escribía correctamente el español y el francés, y tenía nociones de historia natural, y, sobre todo, modales decentes y finos para brillar en la mejor sociedad. En cuanto a Juan, era ya un inteligente agricultor capaz de dirigir bien cualquier finca de campo e introducir en ella las mejoras que los adelantos de las ciencias aconsejan.

Cuando Juan y Lucecilla regresaron a la hacienda acompañados de vacas bretonas y suizas, de carneros merinos de Meklemburgo y de España, de perros de razas finísimas, de burros blancos de Egipto, de becerros de Veraguas, en fin, de un Arca de Noé, don Remigio, a punto de volverse loco de alegría, y la condesa y Robreño no cesaban de acariciar y de llenar de elogios a ese hermoso par resplandeciente y dichoso que parecía rodeado de una alegrísima y luminosa aureola.

La condesa y Robreño entregaron la dirección de la casa a Lucecilla y la de las haciendas a Juan, y resolvieron hacer un viaje a la capital, donde llegaron con un tren tanto o más lujoso que el que llevó el marqués de Valle Alegre cuando hizo el desgraciado viaje de novio.

Vendieron la funesta casa de la Calle de Don Juan Manuel y compraron otra en la Ribera de San Cosme, arreglaron sus negocios y regresaron a sus posesiones a vivir tranquilos y felices en compañía de sus hijos, teniendo sólo el pesar de no encontrar ya a Agustina, que había pasado a mejor vida, dejando de heredera a Mariana y encargándole que trasladase la milagrosa Virgen de las Angustias a la capilla de la hacienda.

Si en algo te sirven estas noticias para la conclusión de tu novela, aprovéchalas, y si no resérvalas para cuando te dediques seriamente a escribir las Cosas de otro tiempo.
 

Aproveché, pues, la carta de mi viejo amigo, y con los extractos que acaban de leerse, envié las pruebas a la imprenta de Barcelona. Terminó, a Dios gracias, la inacabable novela de Los Bandidos de Río Frío…


Hotel de Rin, Dieppe, julio de 1891.


Publicado el 3 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
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