Dicen que en Europa se llama lisa y peladamente ministerio, a la reunión de todos los miembros que se hallan encargados de los ramos de administración pública, y dicen también que esto es porque generalmente el hombre más influyente lleva la voz en los asuntos, y así se dice ministerio Mole, ministerio Mendizábal, etcétera. Si es esto verdad o no, díganlo los que han estado en Europa y han echado una ojeada al estado político de aquellos países. Aquí no sucede eso. Los cuatro ministros han conservado la independencia de sus funciones y obedecen y mandan a la vez, y sus nombres se imprimen con letra bastardilla en los diarios, sin que los redactores de ellos hayan tenido hasta hoy motivo para encabezar la parte política con «actos del ministerio fulano», sino actos del gobierno, y luego: «Cámara de Representantes y Corte Suprema de Justicia». Esto ha sucedido desde el establecimiento de la libertad, y la base de ella y de la Constitución, ha estado y está indicada en todos los periódicos.
Cada ministerio, pues, tiene una fisonomía particular en sus labores, en sus maneras, en sus empleados y en sus pretendientes.
En el Ministerio de la Guerra, todo es actividad, todo movimiento. Sus empleados, todos los más militares, tienen algunas aventuras que contar: uno, campañas en el sur; otro, en el norte con los indios bárbaros; otros, largas peregrinaciones por Morelia y Guadalajara; y otros en la misma capital que también ha sido teatro donde se han tirado sendos balazos. Hablan con despejo, con gracia, con cierta franqueza militar: no son a veces los más amigos de la milicia, porque dicen que al dulcero le da basca comer dulce, y platican y ríen, pero despachan con velocidad sus negocios. Todo el día corren de sus mesas a la del mayor: las puertas crujen; los gritos y la campanilla imprimen acción a los viejos muelles de los ordenanzas; los antecedentes pululan y saltan de mesa en mesa, hasta que un decreto de Archívese les da estabilidad, y por la ley de gravedad caen a su centro que son los estantes.
Todas las fisonomías que aparecen en el Ministerio de Guerra son severas, de sendos bigotes y de luengas perillas. Todos los cuerpos están adornados de bandas azules o verdes, de galones en el pantalón, de solapas encarnadas, de bordados de oro o de plata, porque concurren naturalmente: tenientes que quieren ser capitanes, capitanes que desean el grado de comandantes de escuadrón o batallón, tenientes coroneles a quienes no se han premiado sus servicios en Tejas, y generales que llegan de expediciones o salen a ellas. Todos, se supone, entran de prisa porque es gente ocupada; pisan recio, hablan conciso, y en su aire marcial y buena apostura se conoce que han estudiado la ordenanza.
Las solicitudes debían pasarse a un historiador. Primero, porque allí vería hechos heroicos, patriotismo depurado, y virtudes que no soñaron conocer los atenienses o los espartanos; y segundo, porque conocería la fisonomía de la revolución. Los solicitantes de 28 alegaban los méritos contraídos en la Acordada; los de 31 y 32 en el plan de Jalapa y campaña del sur; los de 33 en favor de la Federación; los de 36 en contra de la Federación; los de 39 en el 15 de julio en la Ciudadela; y los de 41, todos, todos cooperaron con sus débiles esfuerzos a la regeneración política. Muchos hay que en cada una de estas épocas han presentado una docena de instancias dándolas por caducadas conforme ha pasado el tiempo oportuno, y muchos hay a quienes se ha premiado, y suben y bajan corriendo en pos de todos los ministros de Guerra reclamando premio.
¡Qué batahola de asuntos, qué complicación de expedientes, qué de cosas interesantes ocurren en el Ministerio de Guerra! Los de Coahuila se quejan de que los matan los indios bárbaros; los de Morelia, de que los roban los ladrones; los de Tampico, que los enferma la fiebre; los de Mazatlán, de que los arruina el contrabando; los de Querétaro, de que no tienen allí más de camotes. Un general dice que su tropa no tiene que comer; otro, que está descalza; otro, que necesita caballos; otro, que le sobran oficiales y otro, que le faltan. Un extraordinario llega, dos se van; el acuerdo, el correo ordinario, la firma, todo viene a un tiempo, todo es del día, y eso en épocas pacíficas, que cuando los comandantes generales se enojan, ahí te quiero ver. Ya se ve, entonces balazos y bombas. Pasemos a otro ministerio.
El de Relaciones Exteriores forma un contraste con el de Guerra, y debe formarlo. Los asuntos diplomáticos exigen calma y madurez. Es menester hojear a Grocio y Puffendorf, registrar el derecho marítimo y aprender de memoria el internacional. Los códigos diplomáticos no están tan claros y terminantes como los artículos de la ordenanza, y a un ministro extranjero ni se puede arrestar ni sumariar, sino que es menester hacerle mil cortesías, mil mieles, mil agasajos, de los cuales se pagan todos los infrascritos del mundo, mientras no se trata de salud y pesetas.
Una silla puesta antes que otra en una función de la Catedral: un paso mal dado: una antesala de más tiempo que el acostumbrado: un nombre adjetivo en lugar de un sustantivo en una comunicación oficial, una alegría de nuestra plebe; cualquiera cosa es objeto de un expediente, porque también la mayor parte de los infrascritos de mundo son fanáticos en la observancia de la diplomacia, que ha venido a ser una especie de religión, con sus ritos, sus sacerdotes, y su premio y su castigo.
Los empleados de Relaciones tienen unas caras de cortesía, de atención, caras diplomáticas, esto es, revestidas de un aire grave a la vez que afable. Siempre vestidos de limpio, traduciendo periódicos extranjeros con una quietud y un método, que anuncia el buen estado de nuestros negocios exteriores. Siempre pensando surcar el océano, en abordar a las nebulosas playas de Inglaterra, en pasearse por el bullicioso París, o en atravesar las risueñas ciudades italianas y llegar a la clásica Roma a recibir en el hombro suaves presiones de su santidad. Algunos cuentan sus navegaciones a lejanos países, las tempestades en el mar, las costumbres en tierra, la pobreza en las legaciones hispanoamericanas. Los solicitantes allí son de un rango superior. Comerciantes que solicitan consulados, notabilidades de coches que marchan a misiones diplomáticas, ministros extranjeros que reclaman, todos van elegantemente vestidos: buenas maneras, conversación sobre geografía, sobre viajes, sobre derecho de gentes, sobre fuerzas navales, bloqueos y demás cosas de ese tenor. ¿Qué vale una nación, dicen los de Relaciones, cuando no están organizadas sus negociaciones con las extranjeras? Este ministerio es el más importante.
Lleguemos al de Hacienda que es el foco donde se reúnen militares que piden, agiotistas que prestan y cobran, licenciados que abandonan el bufete y cambian a las Siete Partidas del rey don Alfonso por la Recopilación de Arrillaga, escribanos que dejan su arancel por el marítimo, tenedores de bonos que amenazan arrancar los ejes al mundo si se suspende el pago; bello sexo viudo, marchito, ajado por el tiempo que reclama los descuentos que dejó en vida el difunto. Meritorios que quieren ser escribientes, escribientes que cansados de escribir, desean tener algún descanso saliendo a oficiales; oficiales que alentados al ver lo mucho que se cuenta en la República, quieren ser contadores; contadores que cansados de contar quieren ser tesoreros o administradores. Las hojas de servicio, los certificados de don Benito Cuéllar, del intendente Mazo, de los ministros de la tesorería general y de otros jefes, abundan, y en todas las mesas se ven multiplicadas las hermosas águilas impresas en el papel del sello tercero. Y lo más agradable es oír la música de los que piden, porque es una verdad evangélica que al ministro de Hacienda todos le piden. «Señor, una paga; señor, media paga; señor, algo para comer, que mis hijos se mueren de hambre; señor, he servido cuarenta años, y al fin de ellos viejo, enfermo, y cargado de familia, me hallo en la miseria.» El ministro ocupa la mayor parte del día en decir: «Señor, no hay un centavo; señora, veremos lo que se hace; señor, espere usted unos cuantos días; señor, no me muela usted, que tengo mil asuntos»; y corre, y se va desesperado pensando en el rancho de la tropa.
Pero en medio de esto, los empleados del Ministerio de Hacienda conservan siempre cierta superioridad sobre los demás; cierta sonrisa maligna revela que enorgullecidos con el roce inmediato del disponedor del dinero del erario, creen, y con fundamento, que el guerrero, el jurisconsulto y el diplomático, tienen de doblar la cerviz ante el Ministerio de Hacienda. De cada ministro nuevo esperan que les atenderá, que les pagará sus sueldos; y aunque esto no se verifique, la esperanza es algo, y se confortan con el olor, como los hidalgos pobres de Quevedo. Siempre ideando contribuciones, clamando unos por el sistema de hacienda del gobierno español, y otros llamándole bárbaro, expidiendo circulares para economías, órdenes para declaraciones de montepío y pagos de préstamos, nombramientos de guardas y administradores marítimos, van pasando su vida en un círculo monótono sin meterse en contiendas de balazos, porque los empleados civiles son de todos los gobiernos, y no les toca más de cumplir con su deber. ¿Qué vale una nación sin rentas, sin erario y sin dinero? Claro es que vale menos que un grano de anís; y de ahí concluyen que el Ministerio de Hacienda es el de mayor importancia.
Quedó el de Justicia para lo último, porque la justicia es lo último. Es decir, primero se presentan escritos, se promueven artículos, se corren traslados, se le pagan derechos al escribano y honorarios al abogado, y luego se administra la justicia. A este ministerio recalan de arribada las reclamaciones extranjeras, y siguen su viaje hasta anclar en la Corte Suprema de Justicia. Todos los pretendientes a los juzgados de letras saben latín con su poco de castellano rancio, y sus méritos deben ser los elocuentes informes de estrado, los pleitos justos o injustos que hayan ganado, que si son de esta última clase, es más en su abono, pues en un pleito injusto es donde luce más la destreza del abogado. Los clérigos tienen, a lo que creo, también que tropezar sus largos sombreros con las puertas de este ministerio. Es decir, andan en negocios arduos por ese rumbo las manos muertas, que son los eclesiásticos, y las manos vivas, que son los abogados. Este ministerio tiene fisonomía de Febrero o de Novísima Recopilación, es decir, agria y rígida. Pero ¿qué vale un país donde no se administra cumplidamente la justicia a los ciudadanos? Nada, porque destruidas las garantías sociales, se destruye la existencia de la sociedad. De ahí concluyen también que este último ministerio es el más importante.
Cada ministerio cree ser el de más rango, y todos en su ramo lo son. Quizá por esto se quiso en una época que fuera compacto el ministerio; pero eso hubiera sido lo mismo que destruir la fisonomía particular de cada uno, y juntar y confundir a los militares, a los covachuelistas, a los jurisconsultos y a los diplomáticos; y esto si se hubiera perpetuado, habría traído el mal de no poder escribir este artículo de costumbres.
Yo