pone huevos a manada,
pone uno, pone dos, pone tres, pone cuatro,
pone cinco, pone seis, pone siete, pone ocho.
Tapa el bizcocho.
Juego de la infancia
Dijo Voltaire que el mundo era un huevo, y cuanto en él había, puros huevos o productos de ellos. No es mucho, si Voltaire que era un sabio dijo esto, que yo, que no soy más que Yo, ni aspiro a más gloria que la de entretener a mis lectores y revelar algunas verdades, diga que todos en el mundo somos pollos, puros pollos y pollitos.
En castellano se llama pollo al que es astuto y suspicaz. ¿Y quién hay en el mundo que no lo sea, cuando ni los tontos están libres de la astucia y suspicacia? Cupido se dice generalmente al que está enamorado, y ¿quién no es enamorado en este mundo? Pues bien. Cupido es el más lindo de los pollitos. Pollitos se llaman los muchachos de corta edad, y por tanto aun los que no pueden abrigar el amor, ni tener astucia y suspicacia, puedo decir que son pollos y pollitos. Aun cuando el idioma no justificase mi creencia, pudiera apoyarla en las repetidas muestras que para ella nos ofrece el mundo y su historia. Antes que el universo crió Dios los ángeles (alados); antes que el hombre crió las aves, la agilidad y hermosura de unos y otros, fueron objeto de envidia para el hombre. Esta envidia se aumentó, cuando después que pecó el hombre fue un ángel quien le echó del paraíso, y cuando concluido el diluvio fue una paloma la primera que visitó la tierra. ¡Oh, quién tuviera sus alas poderosas!, dirían todos… Y aunque no lo dijeran, el resultado es que desde el mentecato Ícaro, hasta el bendito inventor del carruaje aéreo de Londres, cuyo costosísimo aparato no le ha valido más que la cera con que aquel hizo sus alas, todos los hombres y los pueblos han mirado con envidia a las aves; todos los hombres han sentido deseos de volar, en sus inventos, en sus creencias, en la predilección y aun fanatismo, con que han mirado las alas e imaginándolas en todo lo grande, en todo lo sublime, hasta en lo divino. ¡Pobres pollos, nunca han podido salir de su infancia ornitológica, siempre han permanecido débiles polluelos!
Ved si no, cómo pintan a la fama, pregonera de las grandezas humanas, con su par de alas; si algún mensajero celeste ha venido a la tierra con alguna misión divina, preciso es que trajera alas; si se quiere personificar al genio, lo más grande que hay en la humanidad, ¡qué pintadas y bellas son las alas que se les ponen! ¿Pues no?, así los polluelos se consuelan con decir: si es poeta.
El vate es un ser privilegiado, su misión es santa y su peregrinación llena de dolores; pero su genio le conquistará un puesto en la inmortalidad, y su fama volará eterna para gloria del universo (mía).
Si es filósofo.
¡Oh, sublime filosofía! El hombre que penetra tus arcanos remonta su vuelo hasta lo infinito, busca, analiza, raciocina, resuelve, y de descubrimiento en descubrimiento, de problema en problema, vuela hasta el empíreo en alas del genio que le inmortaliza (a mí).
Si no es filósofo ni poeta, también le lisonjea y alimenta la esperanza de volar, y como si toda nuestra gloria consistiera en ser aves, no perdonamos la ocasión de demostrar este deseo.
Se trató de elogiar a una cantante, es un canario, un ruiseñor, un sinsonte, una calandria.
Se quiso encomiar el puro amor de dos tiernos amantes, y nos acordamos de las tiernas tortolillas.
«Pichón, pichoncito mío», dice la recién casada a su adorado esposo. «Pichona, paloma mía», con palabras muy cariñosas en el lenguaje del esposo y del amante.
¡Quién tuviera alas para volar a su lado, para saber su cuitas!, solemos decir a menudo.
Alas dan las madres cariñosas a sus hijos, o éstos se las toman.
Alas da al magnate el poder de que se ve revestido.
Bajo sus alas patrocina el poderoso al indigente y al criminal.
Los aduladores cobijan con sus alas que han dejado implumes a millares de víctimas, a otros aduladores que descañonan cuantos pollos pueden.
Raro es el escudo de armas en que no figura algún pajarraco. En el nombre de un águila se amotinan pueblos, se destronan reyes, se destruyen imperios, aquella águila simboliza una cosa grande, sublime, todos corren en pos de ella; ¿pero qué van a hacer los pobres pollos? Se embebecen contemplando su vuelo, y mientras tanto viene un milano, que en nombre del águila pica por aquí, pica por allá, empezó por las plumas, y acabó por comerse los pollos enteros y verdaderos, que mueren gustosos y entusiasmados con la idea de que se han sacrificado nada menos que a un águila.
No nos cansemos: nunca podremos negar nuestra condición de pollos: todo lo testifica: yo tengo para mí que si los literatos gastan espejuelos, es con el objeto de ostentar unos ojos más parecidos a los del ave, y esa chalina que cae en grandes lazos sobre el pecho, y ese bigote y pera y martillo, ¿qué son, sino una prueba ostensible de la predilección con que miramos las barbas del gallo? Y esos faldones anchísimos, ¿qué son sino un remedo de las alas? Y esas espuelas que gasta el caballero: ¿qué otra cosa significan que el deseo de tener espolones? Además, ¿no hay hombres y mujeres cotorras, escritores loros y escritores patos? ¿No llamamos gallo al guapetón, guanajo al tonto, y lechuza al parásito? Todavía otra prueba: cuando enmudece uno por algún accidente, solemos decir, se fue, o se murió sin decir ni pío, lo que prueba que el habla no es otra cosa que piar: y es muy cierto esto, porque continuamente estamos piando. Si va uno en casa de su abogado, la conversación es un puro pío, pío, de una y otra parte; si asistimos a los tribunales pío, pío; si a la aduana, «despácheme usted por Dios», pío, pío; si visitamos al que puede darnos, pío, pío; si al que puede pedirnos, pío, pío; si pretendemos una corteja, qué píos tan quejumbrosos hacemos que hieran sus oídos, y piando por fa y por nefa se gasta nuestra vida de miserables polluelos.
¿Estáis convencidos, lectores míos, de que tengo razón en llamar pollos a todos los hombres? ¿Pero quién pía por ahí? Parece que oigo a algún pollito llamarme descarado, pobre hombre y parrafasco escritor o escritor polluno (más vale ser polluno que pollino). Pues señor, si hay quien dude, vaya la última prueba de nuestra polluna condición.
Existe un juego de muchachos que se llama el juego de los «Pollitos». Consiste en ponerse cuatro o seis niños sentados en el suelo, con los pies juntos suela con suela. Ya en esta situación va uno de ellos dando golpecitos en cada pie de los allí reunidos, y diciendo a la vez que ejecuta: «La gallina papujada pone huevos a manada, pone uno (primer golpe), pone dos (2.º), pone tres (3.º), y así sucesivamente pone cuatro, pone cinco, pone seis, pone siete, pone ocho… Tapa el bizcocho». El muchacho en cuyo pie tocó el otro al decir pone ocho, obedeciendo inmediatamente su mandato tapa el bizcocho (el pie) escondiéndolo debajo del muslo: repítese igual operación con los demás pies, hasta que todos quedan ocultos, y entonces uno hace como que echa alpiste en el centro de la reunión, y los muchachos al son de un pío, pío atolondrados sacan sus pies, y los menean y refriegan por el suelo, que es un gusto para el pobre papá que les compra los zapatos.
Este juego que a primera vista parece una simpleza, sin más resultados que la utilidad que produce a los zapateros, es de la mayor consecuencia maduramente mirado, y sin duda fue obra de algún sabio filósofo. Ese juego al parecer de niños, le juega la gente grande, como decía el otro, con más frecuencia que el del monte y la malilla, el tute y el tresillo: ese juego es un preludio del gran juego de la vida humana, o un remedo más bien de la conducta del hombre en sociedad.
En efecto, todos o a lo menos la mayor parte, ponen uno, dos y tres, etcétera, y después tapan el bizcocho, que por fortuna se descubre al fin o lo descubren ellos cuando huelen el alpiste. He aquí algunos ejemplos.
1. Fulano entró de dependiente en la tienda tal, de la propiedad de un tío suyo. El primer año trabajó con asiduidad, puso uno. El segundo dejó su sueldo a interés en el establecimiento, puso dos; después la tienda progresaba, y el sobrino de su tío quedó encargado de ella, puso tres; como tal encargado hizo algunos negocitos por su cuenta, puso cuatro, enfermó el tío y le aconsejó que se fuese al campo para reponerse, puso cinco; empezó a sacar géneros del establecimiento, cubriendo artificiosamente los entrepaños para que no se notase, puso seis; empezó a sacar dinero y a ponerlo en parte segura, puso siete; cuando vino el tío le presentó las cuentas del gran capitán; el estado de la tienda era ruinoso, los acreedores infinitos, era preciso presentarse en quiebra, puso ocho… Tapó el bizcocho o… quebró, y se fue con el santo y la limosna; el tío murió de pesadumbre. En el día la más aflictiva miseria le ha hecho conocer que hay un Dios que castiga las malas obras. El sobrinito ha descubierto bien el bizcocho, es la verdad, porque anda por ahí con los zapatos tan rotos que da lástima.
2. Juanita era una coquetilla graciosa, con más ganas de casarse que un donado de cantar misa: hizo cucamonas a Juanito, puso uno; admitió sus galanteos, puso dos; le dio varias citas, puso tres; le toleró algunas delibertades, puso cuatro; hizo que la pidiera a sus padres, puso cinco; consiguió darle la mayor franqueza en la casa, puso seis; fue con él a las máscaras, puso siete; el diablo anduvo en el negocio, y entre el diablo y Juanita y Juanito pusieron ocho… entonces… ¡Tapa el bizcocho! Juanito tuvo que casarse con Juanita; lo casaron a la fuerza; pero bien han destapado luego el bizcocho, porque cada uno anda por su lado como Dios sabe.
3. ¿Quién es aquel mocito de bigote negro, que tanto tono se da arrellanado en su luneta del gran teatro? ¡Oh!, ése es un ruso que vino a La Habana polizón: andaba por esas calles en mangas de camisa que era un gusto verlo; después quiso hacerse gente; no le faltaba labia al picarón, y merced a ella puso uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis de seguida; consiguió colocarse en un puesto decente, fingiéndose amigo entrañable de sus consocios: luego para poner siete, introdujo entre ellos la cizaña, y arruinó a algunos: después a duras penas buscó otro acomodo y logró poner ocho y tapar completamente el bizcocho; ya veis el tono que se da en el teatro. ¡Cáspita! Mas con todo, ¿creéis que tiene tapado el bizcocho? Nada menos que ayer le descubrió. Oíd cómo se explicaba, hablando de uno que había llamado amigo. Así decía en medio de una gran concurrencia: «Ese hombre miserable, sin principios ni delicadeza, llevado de un pensamiento innoble y capaz de vender a su padre por tres o cuatro monedas de oro, ocupa un puesto que por ningún título le corresponde». Al oír este razonamiento, la multitud que conocía al tan furiosamente ultrajado y tenía de su conducta y sus principios los mejores antecedentes, no pudo menos de recordar los del orador y que le venía de molde su perorata, y todos prorrumpieron en exclamaciones contra el que achacaba al inocente sus propios delitos. He aquí cómo el mismo charlatanismo que le sirvió para tapar el bizcocho, hizo que se le descubriese. ¡Pobrecito!, cuántos corren esta suerte.
4. El señor don Esperencejo, para recibir tal grado o cual condecoración, tuvo que poner sus ocho y tapar el bizcocho, que en él eran las pasas. Después se ofreció heredar, y él mismo destapó el bizcocho, probando que era hijo de su madre, que era china, pero no del imperio celeste, sino del imperio etiope.
5. Conocí a un jugador que iba a los tahúres y ponía siempre con tal tino, que así que llegaba a los ocho tapaba su bizcocho, y se lo llevaba a casa en el bolsillo. Así se hizo pronto rico a costa de sus prójimos; pero ni por ésas; a lo mejor del tiempo le hicieron jugando destapar tanto el bizcocho, que lo dejaron a pedir limosna. ¡Bien haya lo que se va como vino!
6. Cada vez que veo a cierto amigo, se lamenta de un pleito que tuvo, el cual le costó más ganarlo que si lo hubiera perdido. Fue esto, según dice, porque el picarón de su defensor le hacía poner sin misericordia, y cuanto mejor iba el negocio, peor se lo pintaba el abogado, tapándole el bizcocho, para apandar nuevos puventos. Después es verdad que el bizcocho se descubrió; pero ya el dinero estaba dado, y como él ganó el pleito, tuvo además que dar las gracias. ¡Dios me libre de jugar a los pollitos con estos compañeros!
7. Don Canuto era un hombre que daba dinero a premio en la lonja. Mi amigo Simplicio estaba un día tan apurado, que fue a pedirle seis onzas a pagárselas el mes siguiente.
—¿Sabe usted el interés que llevo? —le preguntó el prestamista.
—Oh, sí, seguramente —contestó el otro deseoso de salir del apuro, y fiado en que había visto prestar al 1.5 por ciento.
—Pues señor, hagamos el pagaré.
Al ir a firmarlo el que había tomado las seis onzas, dice la crónica que exclamó en verso:
—Don Canuto, ¿y cómo es eso?
¿Es esta errata o exceso?
—Es, señor, lo convenido
—le contestó desabrido.
—Os equivocáis… ya veis,
ponéis ocho y disteis seis.
—Bien… ¿y si no pongo ocho,
cómo tapo mi bizcocho?
Y no hubo remedio, dio ocho por las seis onzas; el pobre como nadie ha destapado ese bizcocho, yo lo descubro aquí para escarmiento de pícaros.
8. También los periodistas ponen, ponen hasta que tapan el bizcocho, pero con menos éxito, porque el público tiene su olfato tan delicado que muy pronto lo descubre, y los deja a la luna de Valencia por muy recóndito que esté el escondrijo. En vano se presenta ante él como redactor sapiente un señor don Pantaleón Campanudo Petulancia de Porra, predicando moral, en son de reformador de las costumbres, que pinta con altisonantes colores, en estupendo cuadro de colosales formas. Habrá un lector que se sorprenda de la fuerza del colorido, habrá dos, más; podrá don Pantaleón tapar el bizcocho por algunos días: pero bien pronto enseñará la punta de la oreja, o le arrancarán las vistosas plumas usurpadas por el grajo de la fábula. Desengañaos, escritores, si hay alguno a quien comprenda este consejo; desengañaos, colegas, amados compañeros míos: el público rara o ninguna vez se engaña: con el público no valen de nada vuestras argucias, no podéis esconder de él el bizcocho.
¡Al público!, ¡vaya!, ¡vaya! Para tapar el bizcocho al público, es menester ser algo más que escritor, y sabio y… Eso sólo puede conseguirlo un rey o… Buenas noches, lectores. Estoy en el octavo ejemplo: es decir que he puesto ocho y que debo aquí «tapar el bizcocho».
Yo