Remedio Infalible

Manuel Payno


Cuento


Para el que se le cae el pelo


Qui n’a pas l’sprit de son age
De son age à tout le malheur.
 

La caída de la hoja seca es en los campos del antiguo mundo imagen del otoño, precursora del invierno. El otoño de la vida se anuncia con la caída del pelo. En el campo y en el hombre se atrasa alguna vez esta estación, pero generalmente los hombres de este siglo de las luces lo pierden todo a un tiempo, la juventud, el pelo, las ilusiones, las creencias y el dinero. Estoy viendo en este instante una carta escrita del puño y letra de un anciano de ochenta y cinco años de edad, venerable padre de familia, que acuerda medio siglo de desastres en su patria, que repelidas veces desempeñó cargos públicos, que sacrificó su fortuna, su vida, en beneficio de su país, y hoy tiene pelo, y escribe sin espejuelos, y anda una legua a pie, y goza de la vida. Ahora los hombres no tienen pelo ni tienen ojos a los veinte años.

Así discurría yo tristemente, pensando en esa degeneración física de la especie humana, de que no puede dudar el que tome en peso el casco que llevaba a la guerra el cardenal Cisneros, o ver la armadura del caballero español, que pesaba 20 arrobas, o contemple la espada de Bernardo del Carpio, armadura y espada de gigantes.

Los descendientes del Cid y de Pelayo tenemos el cutis blanco, musculatura menos pronunciada, mórbidos, puede decirse nuestros miembros, débil, suave como la seda nuestro pelo. Hay hombres en este siglo tan hermosos como una mujer. Así pues, como existen muchos que aprecian sus ventajas físicas como en el bello sexo se aprecian, me he propuesto hoy hacerles un servicio señalado, dándoles cuenta de una pequeña aventura que me condujo al descubrimiento del remedio infalible para el que se le cae el pelo. He aquí el hecho.

—Su pelo de usted está en estado de quiebra —me dijeron hace un mes unas hermosas niñas que estimo mucho.

—¿Por qué? —les pregunté.

—Porque de esa cabeza sale más pelo que entra.

—Verdad es, hijas mías, verdad es que necesito un remedio.

—Pues a eso vamos, al remedio —replicó Paulina—: mire usted, si quiere que le crezca el pelo, mande a la plaza de Monserrat por el aceite de nabo, que es eficaz.

—¡Eficaz! —repitieron todas.

—Tan eficaz —añadió Paulina—, que crece el pelo en dos horas.

—Pero vida mía, si los nabos tienen aceite, también habrá aceite de berenjenas.

—Yo no sé, pero me consta que hace crecer el pelo.

Seis días froté mi cabello con aceite de nabo y el otoño de mi cabeza seguía contristando mi alma, porque veía caer en cada pelo una ilusión. Pasé a dar parte del mal éxito del remedio a mis queridas amigas que me lo habían prescrito, y me rodearon de repente para asegurarse de los efectos del medicamento. Entregué mi cabeza a seis hermosas manos capaces de trastornármela en dos minutos, y Julia, que está estudiando la geografía de Antillón, dijo a las demás examinando mi cogote:

—Muchachas; en la parte norte de este islote ha disminuido en efecto la población.

—Pues en esta costa sur —dijo Carolina—, hay una entrada a un verdadero desierto.

—Y en estos mares —añadió Anita—, se ve el fondo.

Con una risa general fue recibida la última expresión, y aquella que la había proferido desapareció de repente, pero para volver a los tres minutos.

—Tome usted —me dijo—; este remedio es infalible.

Y me entregó un pomo que tenía este letrero: Prodige. Pommade du lion pour faire posseur en un mois les cheveux, favoris et moustaches (Prodigio. Pomada de león para hacer crecer en un mes el pelo, las patillas y los bigotes).

La necesidad es madre de la fe. Así, no dudé un momento en remplazar el aceite de nabo por la pomada de león. A los quince días de su uso quisieron ver Anita y sus comprofesoras el principio del efecto, y vieron, ¡ay de mí!, el principio del fin.

—Aquí hay un destrozo terrible —dijo Julia examinando mi cabeza.

—Esto no es tumbar caña, esto es arrancarla —dijo Carolina.

—Pues la pomada de león —replicó Anita—, es muy eficaz, tal vez ésta sea apócrifa.

—¿Y qué hago yo? —pregunté a mis directoras capilares.

—Soy de opinión —dijo Julia—, que use la manteca de oso.

—Yo creo —dijo Carolina—, que es más eficaz la pomada negra. Mamá dice que a los tres días de usarla se ve crecer el pelo.

—Pues yo pienso —replicó Anita—, que el mejor de los remedios es el famoso aceite de yema de huevo.

—Es muy singular —exclamé yo—, de todo se saca aceite en estos tiempos: aceite de nabo, aceite de huevo.

—Eso quiere decir —replicó Anita—, que se exprimen las cosas con más inteligencia, y no sería extraño que se descubriera un aceite de agua.

—Use usted el que le digo, y tendrá usted más pelo que un oso.

—¿Y dónde está ese aceite?

—Lo tiene M. Chauve: ¿no le conoce usted?

—Sí, le conozco.

—Pues pídale usted un frasquito, y yo respondo del efecto.

Pasé en efecto a ver a M. Chauve, y al instante que me oyó el nombre del específico, exclamó:

—¡Admirable! El aceite de yema de huevo es un gran remedio para hacer crecer el pelo, pero no puede compararse con la pomada de Grand Jean que acabo de recibir de Norteamérica. Vea usted ese pomo. Es un tesoro. Pero tenga usted cuidado, mi amigo, porque donde toca esta pomada nace pelo; por consiguiente úsela usted con un guante o con una pequeña brocha. Una niña de un conocido mío quiso probar el sabor de esta pomada con la punta de la lengua y le nacieron pelos en ella. Así, su madre no puede decir que no tiene pelos en la punta de la lengua.

—Eso sí que es admirable, M. Chauve.

—Pues aún hay más: ¿ve usted ese cofre viejo? Ha viajado por Europa y América como viajan muchos hombres, y a tanto rodar perdió el pelo que tenía cuando le compré en Valladolid a mi paso por España. A mi niño Henry se le antojó hace tiempo frotarlo con el resto de la pomada de Grand Jean que halló en el último pomo que me quedaba, y a los quince días la piel que reviste el baúl había recobrado todo su pelo.

—¡Es posible!

—¿Cómo si es posible? Si tiene usted celos de alguna mujer bonita, úntele usted la cara de la pomada de Grand Jean, y nadie le mira a ella a los ocho días. Más. ¿Ve usted mi patilla a lo abencerraje? Pues a los cuarenta años era barbilampiño. Más aún. Entierre usted en tierra colorada una onza de la pomada de Grand Jean, y a los quince días nacen unas yerbas que parecen pelos.

Sorprendido, admirado de los efectos de la pomada del Grand Jean, pasé a dar parte a las amables consultoras del resultado de mi entrevista.

—Pero usted —me dijo Julia sonriéndose—, no observó lo mejor. Pensó usted solamente en el remedio infalible para hacer crecer el pelo, y no reparó usted que el que se lo daba es bastante calvo.

—¡Calvo! Es verdad.

—Pero no es calvo —dijo Carolina—, porque no tengan eficacia sus remedios, sino porque quiere M. Chauve que su cabeza no desmienta su apellido.

—Veamos —dijo Anita— el estado de ese pelo. Acérquese usted más a la luz.

—Obedezco, querida doctora, examine en compañía de estas señoritas el estado de la enfermedad.

—Pues señor y señoras, yo que soy la primera que tengo hoy la palabra sobre esta cabeza, digo que la despoblación continúa, y que usted está amenazado de una calvitis crónica.

—¿Y le parece a usted, Anita, que podré contener el progreso del mal enamorándome?

—¡Qué disparate! Pues si todos los autores están conformes en que la causa principal de la calva, ¡es el amor!

—Pues me casaré.

—¡Hombre de Dios!, no haga usted eso; mire usted que al mes se queda usted sin un pelo.

—¿Pues qué hago?

—Fuera chirigotas. Mañana a la noche ofrezco a usted con toda formalidad darle el remedio único, eficaz, y probado en dos millones de cabezas.

Miraron Julia y Carolina a Anita, y al ver su semblante, me aseguraron que sin duda debía ser un secreto de su tío, que a nadie revelaba, porque no lo confundieran con los charlatanes que venden esas drogas.

—Tenga usted confianza —me dijeron—, es un bálsamo, un óleo particular, que quiero darle a usted por un gran favor.

No falté a mi cita, como debe suponerse. Hallé ya reunidas las consabidas amigas, y cinco jóvenes más. A mi llegada todas me miraron a la cabeza. Entró Anita en uno de los cuartos interiores, y volvió luego con una cajita de cedro.

—¿Son muchos pomitos? ¿Será alguna pomada de tuétanos de vaca? —me preguntaba a mí mismo.

—Tal vez será de buey —dijo Julia.

Colocó Anita en la mesa de mármol la cajita de cedro, y dijo antes de abrirla:

—Aquí está el remedio infalible: no he querido hasta ahora hacer uso de esta cajita, porque ha pertenecido a mi difunto tío, don Leandro, que hacía de ella un misterio.

—¿Contiene aceite de nabo? ¿Es manteca negra? ¿Es aceite de yema de huevo, Anita? ¿Es manteca de oso?

—No, ninguna de esas cosas. El único remedio para el que se le cae el pelo, es éste… ¡UNA PELUCA!

P.


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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