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Entonces me percaté de que estaba hablando con el esqueleto de Tom Bobbins. No me precipité a sus rodillas, ni exclamé: «¡Atrás, fantasma, seas quien seas, alma perturbada en tu descanso, que expías sin duda algún crimen cometido en vida, no vengas a visitarme!». No, pero examiné a mi pobre amigo Bobbins más de cerca y comprobé que estaba muy desmejorado; tenía sobre todo una expresión de melancolía que me llegó al corazón; y su voz se parecía, hasta el punto de equivocarme, al silbido triste de una pipa cascada. Pensé que lo reconfortaría ofreciéndole un cigarro; pero él lo rechazó argumentando el mal estado de sus dientes que sufrían mucho por la humedad de su fosa. Naturalmente, le pregunté solícito acerca de su ataúd; me contestó que era de buena madera de abeto pero que entraba por las rendijas un airecillo colado que le estaba produciendo reumatismo en el cuello. Le aconsejé que usara franela y le prometí que mi mujer le enviaría un jersey tejido por ella misma.
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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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