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Tratado, Filosofía.
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26 de enero de 2017.
Y no estoy yo de acuerdo con aquellos que recientemente han empezado a plantear que el espíritu perece al mismo tiempo que el cuerpo y que todo resulta borrado por la muerte: mayor peso tiene a mi juicio la autoridad de los antiguos, mejor dicho, de nuestros antepasados, los cuales dedicaron a los muertos unos ritos tan devotos que no los hubieran hecho si hubieran pensado que en nada les atañía, o la importancia de aquellos que existieron en Grecia —la cual entonces florecía, si bien ahora ha sido ciertamente destrozada— y pulieron esta tierra con sus directrices y consignas o la autoridad de aquel al cual el oráculo de Apolo designó como el más sabio, quien en vez de argumentar, como tenía por costumbre, las dos caras de un debate en este tema siempre mantuvo la misma opinión, a saber, que el espíritu de los hombres era como divino, y que este, al abandonar el cuerpo, tenía la posibilidad de volver al cielo, mucho más rápida para todos aquellos cuyo comportamiento fuera el mejor y más justo. Esto mismo es lo que pensaba Escipión, el cual, como si intuyera su muerte, unos pocos días antes de su muerte, debatió sobre política durante tres días, cuando estábamos presentes Filo y Manilio y muchos otros y tú también, Escévola, venías conmigo. El final de este debate casi acabó siendo sobre la inmortalidad del espíritu, de la cual decía que él había oído hablar en un sueño a una aparición de Escipión el Africano (el viejo). Si el viaje final de las almas es así, es decir, que el espíritu de los mejores fácilmente se marcha volando tras la muerte, como si abandonara la vigilancia y las cadenas del cuerpo, ¿a quién le podría haber resultado más fácil este camino que a Escipión? Por esto, temo que entristecerse por su partida sea más propio de un envidioso que de un amigo. No obstante, si aquellas otras tesis son más acertadas (a saber, que la muerte del cuerpo y del espíritu sucede a la vez y no permanece ninguna ente capaz de sentir), en ese caso no hay nada bueno en la muerte, pero tampoco, ciertamente, hay nada malo: si desaparece ese ente, sucede casi lo mismo que si no hubiera nacido aquel que, sin embargo, nació, para gozo nuestro y alegría de nuestra nación mientras perviva.