Introducción
Quinto Mucio (Escévola), el augur, solía contar con su gracejo y gran memoria muchas anécdotas de Gayo Lelio, su suegro, y no vacilaba en ninguna de sus narraciones en tildarlo de sabio; por mi parte, mi padre había puesto mi educación en manos de Escévola en cuanto vestí la toga viril, de tal manera que, hasta donde pudiera y se me permitiera, no me alejara nunca de su lado: por este motivo, yo almacenaba en mi memoria todo cuanto él examinaba con su inteligencia, en especial en aquellos casos donde expresara su parecer de forma concisa y precisa, y me esforzaba en mejorar mis conocimientos merced a su sabiduría. Cuando murió, me dirigí al pontífice Escévola, cuyo carácter y sentido de la justicia me atrevería a decir que es el más destacado de entre todos los ciudadanos romanos. Sin embargo, esas son otras historias; ahora volveré a centrarme en el augur. Si bien son muchas las imágenes que me vienen a la cabeza, recuerdo que una vez en su casa, sentado en el jardín como tenía por costumbre, cuando solamente estábamos presentes unos pocos allegados y yo en total, abordó aquel tema que en entonces corría de boca en boca. De hecho, seguro que recuerdas, Ático, en especial porque tenías mucho trato con Publio Sulpicio cuando él, mientras era tribuno de la plebe, se opuso a Quinto Pompeyo —el entonces cónsul, con el que había sido uña y carne— con extrema ferocidad, qué gran estupor o, mejor dicho, lamento produjo entre todos.
Así las cosas, Escévola, cuando abordó esta misma cuestión, nos explicó el debate que Lelio había sostenido sobre la amistad con él y con su otro yerno, Gayo Fanio, el hijo de Marco, unos pocos días después de la muerte de Escipión el Africano. Guardé en mi memoria las ideas de ese debate, que he expuesto en este libro tomándome alguna libertad, presentándolos como si ellos mismos estuvieran hablando para no estar repitiendo constantemente “dice”, “dijo” y para que parezca que los participantes están teniendo esa conversación cara a cara. Como ya me habías solicitado más de una vez que escribiera alguna cosa sobre la amistad, este tema me ha parecido apropiado tanto por ser un tema de reflexión propio de todos los hombres como por la relación que nosotros dos tenemos. Así las cosas, he acometido este proyecto sin desgana, a fin de que pueda resultar beneficioso para muchos a partir de tus peticiones. Pero al igual que en el Catón Mayor, que escribí para ti sobre la vejez, presenté a Catón el viejo como uno de los participantes, porque no había otro personaje que me pareciera más adecuado para hablar de aquella etapa de la vida que que aquel que tan largo tiempo fue viejo y en esa misma vejez floreció por encima del resto, en esta obra, dado que nuestros padres nos han transmitido que su amistad con Escipión fue digna de recuerdo, me ha parecido que el personaje idóneo era Lelio para debatir sobre la propia amistad, un tema que Escévola recordaba que este había abordado. Y no sé cómo un discurso de este tipo, afianzado sobre la autoridad de unos hombres de antaño, y especialmente en la de unos eminentes, podría tener mayor peso: por esto, cuando yo leo mis propias palabras, hay veces que me conmueven tanto que pensaría que es Catón, y no yo, quien habla.
No obstante, de la misma manera que en aquel libro escribí de viejo a viejo sobre la vejez, en este libro, como su mayor amigo, he escrito para mi amigo sobre la amistad. Entonces hablaba Catón, en cuya época casi nadie superaba en vejez y nadie en inteligencia; ahora Lelio, no sólo un sabio —pues por tal era tenido— sino también eminente merced a los honores que otorgaba a su amistad, hablará sobre la amistad. Me gustaría que alejes tu atención de mí y que pensarás que es el propio Lelio quien habla. Gayo Fanio y Quinto Mucio visitan a su suegro tras la muerte de (Escipión) el Africano; ellos inician el diálogo y Lelio responde, el cual versa en su totalidad sobre la amistad y que, cuando lo leas, te hará conocerte a ti mismo.
Discurso de Gayo Lelio sobre la amistad
Fannio: Así son las cosas, Lelio: no ha existido un hombre mejor ni más ilustre que el Africano, pero también debes apreciar que todos los ojos se han centrado en ti y todos te consideran y te tildan de sabio. Así se le rendían honores a M. Catón; sabemos que a Lucio Acilio, en la época de nuestros padres, se le llamó también sabio, pero cada uno de ellos de un modo diferente: Acilio, porque se consideraba que era un consumado conocedor de la legislación, Catón, porque estaba versado en múltiples temas: constantemente iban de boca en boca sus prudentes consejos, sus firmes acciones y sus precisas respuestas, ya tuvieran lugar en el senado o en el foro y, por este motivo, casi tenía el apodo de sabio ya durante su propia vejez. A ti, en cambio, de un modo algo diferente, no sólo te consideran sabio por tu naturaleza y tus hábitos sino también por tus esfuerzos intelectuales y tus conocimientos, y no a la manera del pueblo sino como las gentes instruidas suelen considerar a alguien sabio, de los cuales no tenemos noticia en ninguna parte de Grecia excepto de uno solo en Atenas —pues los estudiosos de este tema no cuentan entre los sabios a los conocidos como los “siete sabios”— y él, en efecto, incluso fue valorado como tal por el oráculo de Apolo . Creen que tú albergas esa clase de sabiduría, de tal manera que portas en tu interior todas tus posesiones y consideras que los infortunios humanos son menos importantes que la virtud. Por tanto, suelen preguntarme —y creo que también a Escévola— cómo llevas la muerte del Africano, en especial porque en las últimas nonas, cuando llegamos a los jardines de D. Bruto el augur para observar los cielos, como es costumbre, tú no estabas presente, aunque siempre habías sido muy escrupuloso en asistir en ese día a aquellos oficios.
Escévola: La verdad es que son muchos los que preguntan, Lelio, tal y como ha dicho Fanio, pero yo les respondo que, por lo que yo he visto, estás llevando el pesar que te causó la muerte de un hombre tan descollante y, al mismo tiempo, tan amigo tuyo con mesura, aunque no habías podido evitar sentirte afectado ni eso habría sido propio de tu condición humana; respecto al hecho de que no pudieras asistir a nuestra reunión en las nonas, lo achaco a tu salud y no a la tristeza.
Lelio: Tus respuestas son, desde luego, correctas y verdaderas: ni debería haberme ausentado de ese oficio, al que siempre he tenido por costumbre acudir cuando me lo permitió la salud, ni considero que ningún infortunio puede obligar a un hombre firme a dejar pasar alguno de sus deberes. Mas tu, Fanio, eres muy amable al afirmar que se me rinden tan grandes honores que yo ni admito ni pido, pero, a mi juicio, no juzgas correctamente de Catón: o bien nadie fue sabio —lo que yo, al menos, me creo más— o solamente él, si es que hubo alguien, lo ha sido. ¡Cómo —por no andarme por las ramas— sobrellevó la muerte de su hijo! Recordaba la conducta de Paulo y había presenciado la de Galo, pero ellos soportaron las muertes de unos niños, Catón de un hombre hecho y derecho. Por esto, mira tú a ver si no deberíamos poner, y con razón, a Catón por delante de ese mismo al cual, como dices, Apolo consideró el más sabio: del uno se ensalzan sus acciones, del otro sus opiniones. Por lo que a mi respecta, consideradme tal y como ahora mismo os voy a decir a los dos.
Si yo ahora afirmara que mi añoranza por Escipión no me conmueve, los “sabios” apreciarían qué correcta es mi conducta, pero sinceramente sería una mentira. Me afecta la pérdida de un amigo de tal calibre como, según creo, nunca jamás nadie lo será —y, como puedo confirmar, nadie nunca lo ha sido antes—. No obstante, no carezco de remedio: yo mismo me consuelo y hallo gran solaz en el hecho de que no he caído en la equivocación que suele causar a la mayoría angustia por la muerte de sus amigos: creo que a Escipión no le ha sucedido nada malo; si algo malo ha sucedido, me ha sucedido a mi. Sufrir un gran pesar por el malestar propio es una característica de alguien que no ama a sus amigos sino a sí mismo. Sin embargo, ¿quién diría que su vida no ha transcurrido de de manera ilustre? A no ser que deseara aspirar a la inmortalidad —cosa que a Escipión nunca le preocupó—, ¿qué objetivo no ha alcanzado en esta vida que le sea a un hombre lícito aspirar? Él, que sobrepasó una y otra vez en su juventud merced a su increíble gallardía aquellas enormes esperanzas que sus propios conciudadanos habían puesto en él ya en su infancia; él, que fue dos veces elegido cónsul a pesar de nunca haberlo buscado, la primera vez antes de la edad que le tocara, la segunda en el año que le tocaba, aunque casi demasiado tarde para Roma; él que eliminó con la conquista de las dos ciudades más enemigas de este gobierno no solo las guerras actuales sino también las venideras... ¿Y qué decir de sus costumbres, las más afables: del amor a su madre, de la generosidad con sus hermanas, de la bondad para con los suyos, de su sentido de la justicia con todos? A todos os resultan conocidas. La tristeza ante su muerte nos ha demostrado hasta qué punto le fue querido a sus conciudadanos. Así pues, ¿en qué le podría haber ayudado disponer de unos pocos más años? La vejez, aunque no sea pesada —como recuerdo que Catón debatió con Escipión y conmigo el año antes de morir—, no obstante te priva de esa lozanía en la que todavía se encontraba Escipión. Por todos estos motivos, su vida evidentemente tuvo tanta grandeza que ya en nada podía aumentar, ya fuera gracias a la fortuna ya fuera por nueva reputación, mas la rapidez de su muerte le privó de sentirla. Es difícil hablar de la naturaleza de su muerte: ya veis que sospecha la gente; sin embargo, también puedo decir que para Publio Escipión, de entre los muchos días que a lo largo de su vida le habían parecido los más gloriosos y gozosos, aquel día fue el más brillante, cuando al acabar la sesión del senado fue acompañado a su casa por la tarde por senadores, ciudadanos romanos, aliados y latinos, el día antes de abandonar la vida, de tal manera que partiendo de un punto tan alto de grandeza parece que haya alcanzado a los dioses celestiales antes que marcharse a las sombras de los infiernos.
Y no estoy yo de acuerdo con aquellos que recientemente han empezado a plantear que el espíritu perece al mismo tiempo que el cuerpo y que todo resulta borrado por la muerte: mayor peso tiene a mi juicio la autoridad de los antiguos, mejor dicho, de nuestros antepasados, los cuales dedicaron a los muertos unos ritos tan devotos que no los hubieran hecho si hubieran pensado que en nada les atañía, o la importancia de aquellos que existieron en Grecia —la cual entonces florecía, si bien ahora ha sido ciertamente destrozada— y pulieron esta tierra con sus directrices y consignas o la autoridad de aquel al cual el oráculo de Apolo designó como el más sabio, quien en vez de argumentar, como tenía por costumbre, las dos caras de un debate en este tema siempre mantuvo la misma opinión, a saber, que el espíritu de los hombres era como divino, y que este, al abandonar el cuerpo, tenía la posibilidad de volver al cielo, mucho más rápida para todos aquellos cuyo comportamiento fuera el mejor y más justo. Esto mismo es lo que pensaba Escipión, el cual, como si intuyera su muerte, unos pocos días antes de su muerte, debatió sobre política durante tres días, cuando estábamos presentes Filo y Manilio y muchos otros y tú también, Escévola, venías conmigo. El final de este debate casi acabó siendo sobre la inmortalidad del espíritu, de la cual decía que él había oído hablar en un sueño a una aparición de Escipión el Africano (el viejo). Si el viaje final de las almas es así, es decir, que el espíritu de los mejores fácilmente se marcha volando tras la muerte, como si abandonara la vigilancia y las cadenas del cuerpo, ¿a quién le podría haber resultado más fácil este camino que a Escipión? Por esto, temo que entristecerse por su partida sea más propio de un envidioso que de un amigo. No obstante, si aquellas otras tesis son más acertadas (a saber, que la muerte del cuerpo y del espíritu sucede a la vez y no permanece ninguna ente capaz de sentir), en ese caso no hay nada bueno en la muerte, pero tampoco, ciertamente, hay nada malo: si desaparece ese ente, sucede casi lo mismo que si no hubiera nacido aquel que, sin embargo, nació, para gozo nuestro y alegría de nuestra nación mientras perviva.
Por esto, como ya he dicho, su vida ha tenido un final ciertamente inmejorable, aunque para mí no sea tan agradable, para quien habría sido más justo abandonar antes esta vida, igual que entré en ella antes que él. No obstante, disfruto del recuerdo de nuestra amistad hasta tal punto que parece que he tenido una vida feliz por haberla pasado con Escipión, con el cual compartí las cuitas de la política y la vida personal, a cuyo lado serví en el ejército, con quien viví bajo un mismo techo y conecté en el mayor grado en deseos, gustos y opiniones, donde radica toda la fuerza de la amistad. Así las cosas, a mí no me deleita tanto esta reputación de sabio que Fanio hace nada apuntó como el hecho de que tengo la esperanza de que el recuerdo de nuestra amistad será sempiterno, y esta ilusión me complace especialmente porque en toda la historia apenas se mencionan tres o cuatro pares de amigos: creo que puedo tener la esperanza de que, en esa línea, la amistad entre Escipión y Lelio será reconocida.
Fanio: Todo cuanto has dicho hasta aquí seguro que es así como dices, Lelio. Pero dado que has mencionado a la amistad y nosotros tenemos tiempo libre, me darías un gran placer —espero que así también a Escévola— si de la misma manera que sueles explicarte en el resto de cuestiones cuando se te preguntan, también plantearas sobre la amistad cuáles son tus percepciones, cómo la valoras y qué consejos das.
Escévola: Para mí realmente será un placer y yo mismo pensaba intentar tratar este mismo tema contigo... Fanio se me ha adelantado. Por tanto, de esta manera nos complacerás a los dos.
Exposición inicial sobre los rasgos en los que se basa la amistad
Lelio: Yo no me opondría si tuviera confianza en mis propias capacidades, pues este es un tema noble y no tenemos ninguna obligación pendiente, como ha dicho Fanio. Pero ¿quién soy yo? ¿Qué capacidad tengo yo? Esa es una costumbre de los eruditos, especialmente de los griegos, de tal manera que se les plantea de sopetón un tema de debate: esa es una gran tarea y requiere no poco entrenamiento. Por este motivo, creo que debéis buscar las respuestas sobre todo lo que puede debatirse acerca de la amistad en aquellos que las explican en pública: yo solamente os puedo recomendar que pongáis la amistad por encima de cualquier otro asunto humano: no hay ninguna otra cosa en la naturaleza humana que sea tan adecuado, tan beneficioso en situaciones de bonanza y de desdicha. Pero esto es lo primero que he notado: que la amistad no puede existir más que entre buenas personas, aunque no limito tanto este extremo como aquellos que explican al máximo detalle estos temas y quizá tienen razón pero con muy poca utilidad práctica, los cuales afirman que no puede existir un hombre bueno si no es sabio. Admitamos que puede ser así, pero ellos consideran que esa sabiduría todavía ningún mortal la ha alcanzado; nosotros debemos examinar aquellos aspectos útiles y cotidianos, no hipótesis o deseos. Nunca diría que, según los planteamientos de esos estudiosos, Gayo Fabricio, Manlio Curio o Tiberio Coruncanio —a los que nuestros mayores consideraban unos sabios— fueron unos sabios. Así pues, bien que podrían quedarse ellos con el oscuro y odioso apelativo de sabio mientras admitan que han existido los buenos hombres, pero ni siquiera lo harán: dirán que eso no se le puede reconocer a nadie excepto a un sabio. Entonces, actuemos, como dice el refrán, “con una torpe Minerva”. Quienes así se comportan, quienes viven de tal manera que su lealtad, entereza, equidad y generosidad quedan demostradas y no hay rastro en sus conductas de pasión, capricho, insolencia sino que tienen un carácter firme —como lo fueron aquellos que acabo de nombrar—, a estos debemos pensar que estamos en la obligación de considerarlos “buenos hombres” —tal y como se les considera—, porque siguen, hasta donde pueden los seres humanos, a la Naturaleza, la mejor guía para vivir bien. A mi juicio, me parece que existe entre todos los seres humanos, por mor de su nacimiento, unos ciertos lazos, más importantes cuanto mayor es la cercanía. Así, los conciudadanos son preferibles a los extranjeros y los vecinos a los forasteros: con estos individuos más cercanos, nuestra propia naturaleza ha engendrado un sentimiento de cercanía, aunque no es lo bastante sólido, puesto que la amistad es superior a la cercanía: a la cercanía se le pueden quitar los buenos deseos, a la amistad no; si se pierden esa benevolencia, el título de amistad desaparece, el de cercanía no. Podemos comprender pues la gran fuerza que tiene la amistad a partir del hecho que este sentimiento ha sido el resultado de una concentración y reducción de los ilimitados lazos que se dan entre seres humanos por obra de la naturaleza, de tal manera que todo su amor se quedara ligado a dos personas o, como mucho, a unas pocas.
La amistad no es más que la igualdad de pareceres en todos los asuntos, divinos o humanos, unida a la benevolencia y el cariño mutuos: a excepción de la sabiduría, no sé si los dioses han concedido a los humanos ninguna otra cosa mejor que esta. Hay quienes prefieren la riqueza, otros la buena salud, estos el poder, aquellos los cargos políticos e incluso hay muchos que anteponen sus caprichos, si bien esto último es propio de las bestias; el resto de cosas que he comentado arriba son perecederas e inciertas y son consecuencia no tanto de nuestros planes como de los azares de la fortuna. Por otro lado, hay quienes consideran la virtud el más excelso bien —ellos, ciertamente, actúan de forma ilustre— pero la propia virtud a la que se refieren engendra y alberga en su interior a la amistad, ya que en modo alguno puede existir la amistad sin la virtud. Interpretemos ahora qué significa la “virtud” a partir de nuestras acciones en el día a día y de nuestras palabras: no la debemos examinar con grandilocuencia, como hacen algunos eruditos sino enumerando a aquellos que son considerados unos buenos hombres, como los Paulos, Catones, Galos, Escipiones, Filos... Estos se sintieron satisfechos con la vida en comunidad; pasaremos por alto a esos hombres tan perfectos que todavía no se ha descubierto ninguno. Así pues, una amistad entre dos hombres de tal clase tiene tantos momentos para disfrutarse que apenas soy capaz de nombrarlos. En primer lugar, ¿cómo puede ser una vida “vivaz”, en palabras de Ennio, aquella que no descansa en los buenos deseos compartidos con un amigo? ¿Qué puede haber más dulce que tener con quien te atrevas a hablar de cualquier tema, como si fuera contigo mismo? ¿Cómo se disfrutaría tanto en la prosperidad si no tuvieras quien se alegrara de ella tanto como tú mismo? Y sería difícil soportar la adversidad sin el que las soporta incluso con mayor peso que tú. Por último, cada uno de cuantos objetivos los humanos nos trazamos son útiles casi para una sola cosa: las riquezas, para usarlas; el poder, para cultivarlo; los cargos políticos, para alabarlos; los caprichos, para disfrutarlos; la salud, para evitar dolor y cumplir con los rigores del cuerpo... En cambio, la amistad tiene muchísimas aplicaciones; donde te gires, la verás a mano, de ningún lugar queda excluida, nunca llega a deshoras ni resulta irritante: como dice el refrán, ni el agua ni el fuego se usan en más sitios que la amistad. Y yo no estoy hablando ahora de la amistad vulgar o regular, que sin embargo, también es provechosa y agradable, sino de aquella que es auténtica y perfecta, tal y como fue la de aquellos pocos que se suelen nombrar. Pues la amistad hace también que una buena racha resulte más brillante y que, en cambio, las malas rachas sean más ligeras, al repartirlas y dividirlas.
Puesto que la amistad alberga tan gran número de ventajas, y tan importantes, entonces resulta preferible a cualquier otra, ya que ilumina el futuro de buenas esperanzas y no permite que los ánimos se debiliten o decaigan. Quien mire a un amigo verdadero, que lo mire como si se tratara de una imagen de sí mismo. Gracias a ella, los ausentes están presentes, los débiles tienen fuerza y, lo que resulta más difícil de decir, incluso los muertos viven: tan grandes son las honras, los recuerdos y los deseos de sus amigos que los acompañan. Por este motivo, la muerte de aquellos parece feliz, mientras que la vida de estos resulta digna de encomio; pero si eliminaras del mundo esta unión de buenos deseos, no podría permanecer erguida ninguna familia ni ciudad, ni siquiera la agricultura quedaría. Y si no se entiende cuán grande es la fuerza de la amistad y la concordia, podemos captarla en las disputas y discordias: ¿qué casa hay tan sólida, qué comunidad tan firme que no pueda derrumbarse hasta los cimientos a causa de los odios y las divisiones? A partir de esto se puede juzgar cómo de buena es la amistad.
Todos conocemos, sin duda, que cierto erudito de Agrigento cantó, inspirado por los dioses, en unos poemas griegos que la amistad unía todo aquello en la naturaleza y el mundo que estaba inmóvil y en movimiento, pero que la discordia lo separaba. Y desde luego cualquier mortal entiende esta opinión y la aprueba: así, si algún amigo, cumpliendo con su deber, se adentra o comparte los peligros de su amigo, ¿quién no ensalzaría este acto con las máximas alabanzas? ¡Qué clamor hace poco oímos en todo el recinto del teatro por la nueva obra de M. Pacuvio, amigo y huésped mío! Cuando, al no saber el rey cuál de los dos era Orestes, Pílades afirmó que él era Orestes para que lo mataran en su lugar y Orestes, tal y como había estado diciendo, seguía afirmando que él era Orestes, el público se puso de pie para aplaudir... ¡a una ficción! ¿Qué pensaríamos si lo hubieran hecho de verdad? La naturaleza fácilmente demostraba su poder al juzgar los hombres que eso que ellos no se atrevían a hacer era correcto que le pasara a otro.
Hasta aquí me parece que he podido decir cuáles son mis percepciones sobre la amistad; si quedan más cosas —y creo que son muchas—, preguntadles a aquellos, si os parece bien, que debaten estos temas.
Causas de la amistad
Fanio: Nosotros preferimos preguntártelas a ti; aunque muchas veces les he oído e incluso les he preguntado no sin quererlo, pero tu discurso sigue como un guión diferente.
Escévola: Todavía lo dirías con mayor seguridad, Fanio, si hace poco hubieras estado en el jardín de Escipión, cuando se debatió sobre el estado ¡Qué defensor de la justicia fue entonces Lelio frente a aquel cuidado discurso de Filo!
Fanio: Fácil lo tuvo el hombre más justo de todos para defender a la justicia
Escévola: ¿Por qué? ¿No le resultaría fácil defender la amistad al que consiguió la mayor gloria gracias a haberla conservado con su máxima fidelidad, firmeza y sentido de la justicia?
Lelio: Esto es de todas todas utilizar la violencia. ¿Qué importa que motivo utilizáis para obligarme? ¡Y vaya que si me obligáis! Pues no solo es difícil sino también incluso injusto resistirse a las peticiones de unos yernos, especialmente por un buen motivo.
Así pues, cuando reflexiono sobre la amistad, muchas veces me suele parecer que el principal punto que hemos de tomar en consideración es si se busca la amistad por la debilidad y las carencias propias para, dando y recibiendo favores, aceptar y devolver al otro aquello que cada uno por separado sería menos capaz de realizar o si por el contrario este aspecto es inherente a la amistad pero hay motivo más antiguo, bello y procedente en mayor medida de la propia naturaleza: ciertamente, el amor —de donde surge la palabra amistad— es el que dirige hacia esta unión de buenos deseos, ya que desde luego perciben sus beneficios incluso aquellos que fingen cultivar una amistad y reciben sus servicios por causa del momento. Mas nada hay fingido en la amistad, nada se disimula y todo cuanto hay en ella es auténtico y voluntario. Es por esto que, a mi parecer, la amistad nace de la naturaleza antes que de la necesidad, por una extensión del espíritu con un cierto tipo de amor antes que de una reflexión sobre cuánto provecho se le podrá sacar. El hecho de que la amistad sea así puede percibirse incluso en algunos animales salvajes, los cuales aman a sus crías y reciben su amor hasta tal punto que fácilmente se muestran sus impulsos. Este aspecto es mucho más claro entre los hombres, en primer lugar por ese cariño que hay entre los hijos y sus padres, que no puede disolverse excepto con algún crimen aborrecible; después, cuando está presente el similar impulso del amor, si nos topamos con alguien con cuyas costumbres y naturaleza congeniamos, ya que nos parece contemplar en él como una especie de atisbo de la honradez y la virtud. Pues nada hay más merecedor de nuestro amor que la virtud, nada que nos atraiga más hacia el placer, puesto que, a causa de la virtud y honradez, en cierto modo nos gustan algunas personas a las que nunca hemos llegado a ver. ¿Quién hay que no recuerde a G. Fabricio o Manlio Curio con un cierto cariño benevolente? ¿Y acaso hay alguien que no odie a Tarquinio el soberbio, Espurio Casio o Espurio Melio? Nuestra ciudad ha combatido con dos generales por la supremacía en Italia, Pirro y Aníbal; con el primero, gracias a su honradez, no sentimos un gran enemistad, al otro, en cambio, su carácter sanguinario siempre hará odiarlo a nuestros ciudadanos.
Pero si la fuerza de la honradez es tan grande que la apreciamos ya sea en aquellos a los que nunca conocimos, ya sea —lo que es más importante— incluso en un enemigo. ¿por qué nos admiramos si el espíritu de los hombres se conmueve cuando les parece observar esa virtud y honradez en aquellos con los que pueden estar unidos con frecuencia? Aunque tanto el recibir favores como percibir el cariño del otro y compartir el día a día fortalecen el amor, todas estas cosas, cuando se unen a aquel primer vuelco en el espíritu orientado hacia el amor, encienden la mecha de una, por así decirlo, admirable y grandiosa benevolencia. Si alguien cree que esta surge de la debilidad, de tal forma que sea considerada como un medio con el que conseguir aquello que cada uno desee, dejan el nacimiento —por así decirlo— de la amistad como una cosa en la práctica rastrera y nada generosa, la cual prefieren que nazca de la necesidad y la carencia. Y si así fuera, cuanto más minúsculo un hombre se considerara, más adecuado sería para la amistad, lo cual dista mucho de la realidad: a medida que uno tiene el más alto grado de confianza en sí mismo y está protegido hasta el máximo por su virtud y sabiduría, de tal manera que no carece de nada y siente que lleva consigo todas sus posesiones, entonces es cuando más destaca a la hora de buscar y cultivar amistades. ¿Que por qué lo digo? ¿Es que el africano tenía alguna necesidad de mí? Para nada, ¡por Hércules! Ni siquiera yo de él; pero yo lo apreciaba porque admiraba en cierto modo su virtud y él a su vez quizá me apreciara por alguna estima que tuviera de mis costumbres; después, el trato diario hizo que la inicial benevolencia creciera. Aunque a la amistad la siguieron muchos grandes beneficios, los motivos para nuestro aprecio mutuo no se basaron, sin embargo, en la expectativa de ellos. En tanto que somos bondadosos y generosos, juzgamos por tanto que la amistad es un bien que debemos buscar no para extraer, atraídos por las expectativas de un intercambio, un beneficio de ella —y tampoco es que la prestemos con intereses, antes bien tendemos por naturaleza hacia la generosidad—, sino porque todo su rendimiento se basa en amor de la propia relación.
Difieren en mucho de esta opinión (¡cómo no!) aquellos que lo reducen todo a sus caprichos, como unos animales: no pueden admirar nada excelente, nada grandioso ni divino quienes han limitado todas sus reflexiones a un nivel tan rastrero y tan despreciable. Por este motivo, debemos apartar sin dudarlo a estos individuos de este debate, si bien tenemos que entender nosotros que nuestra capacidad para percibir el placer y el aprecio hacia estos sentimientos de benevolencia mutua nacen de nuestra Naturaleza como algo propio de una conducta honrada. Quienes han deseado esta benevolencia mutua, se entregan a ella y se van acercando de tal manera que no solo disfrutan de sus costumbres, están equilibrados e igualados en su amor y prefieren más merecer elogios que pedirlos sino que también existe entre ellos una honrada competición. Así es como se podrá aprovechar mejor la amistad y nacerá más importante y auténtica por su naturaleza que por su debilidad: pues si fuera el provecho lo que cohesiona una amistad, en cuanto este interés cambiara esta se disolvería, pero como la naturaleza no puede alterarse, las auténticas amistades son sempiternas. Ya tenéis mi visión sobre el surgimiento de la amistad, a no ser que quizá queráis añadir algo.
Las leyes de la amistad
Fanio: Tú sigue, Lelio; en esto hablo también por mi amigo con derecho, ya que es más joven.
Escévola: Está bien lo que dices, de todas formas. Queremos seguir oyéndote.
Lelio: Entonces escuchad, estimados caballeros, lo que solíamos debatir Escipión y yo sobre la amistad. Ciertamente Escipión decía que, sin embargo, no había nada más difícil que mantener una amistad hasta el último día de la vida, ya que sucede muchas veces que no siguen un mismo curso o que dejan de sentir lo mismo sobre la política; además, afirmaba que las costumbres de los hombres cambian a menudo, a veces por las desgracias, a veces por el peso de la edad. Y a partir de una comparación con el paso del tiempo ejemplificaba sus afirmaciones, ya que él pensaba que con gran frecuencia las amistades infantiles más estrechas caían en cuanto los jóvenes vestían la toga pretexta. Sin embargo, si alcanzaban la juventud, creía que entonces podían separarse a causa de las disputas matrimoniales o por alguna otra posesión que ambos no pudieran tener a la vez. No obstante, si habían mantenido su relación como amigos durante más tiempo, pensaba que esta se derrumbaba si coincidían compitiendo por un cargo público: no hay ninguna amenaza peor para la amistad que, en la mayoría de casos, la avaricia y, entre los mejores hombres, la competición por los cargos públicos y la gloria, de donde a menudo han surgido entre los amigos más íntimos las peores enemistades. Además, pueden producirse estas grandes separaciones —y por norma general, con justicia— cuando se pide de los amigos algo que no es correcto o que se conviertan en los servidores de nuestros caprichos o que nos ayuden a cometer fechorías: quienes rechazan estas peticiones, aunque lo hagan por honradez, son acusados de haber abandonado las leyes de la amistad por aquellos que no quieren seguirlas: a aquellos que se atreven a pedir a un amigo cualquier cosa, reconocen por su propia petición que ellos mismos se atreverían a hacer cualquier cosa por un amigo y por sus incesantes quejas no solo suelen apagarse las relaciones sino que incluso pueden surgir sempiternos odios. Así pues, hay muchos factores —casi como si fuera su destino— que amenazan a un amistad, de tal manera que afirmaba Escipión afirmaba que a su juicio evitarlos todos era cuestión no solo de sabiduría sino también de fortuna.
Por esto, examinemos primero, si os parece bien, hasta dónde el amor de la amistad debe llegar. Si Coriolano tuvo amigos, ¿deberían haber tomado las armas a su lado contra su patria? ¿Acaso deberían haber ayudado a Vecelino sus amigos cuando buscó el trono?¿O a Melio? Ya vimos que cuando Tiberio Graco atacó la república, Quinto Tuberón y otros amigos de su edad lo abandonaron; sin embargo, G. Blosio Cumano, huesped de tu familia, Escévola, cuando vino a pedir por su perdón ante mí —dado que yo estaba en el consejo de los cónsules Lenado y Rupilio—, presentaba esta justificación para su perdón: que tenía tanto aprecio a Tiberio Graco que pensaba que tenía que hacer cualquier cosa que él le pidiera. Entonces yo le pregunté: “¿Incluso si quisiera que llevaras antorchas al Capitolio?”. “Nunca” —contestó él— “lo habría él querido, pero si lo hubiese así querido, le habría obedecido”. ¿Veis qué palabras tan nefastas? Y ¡por Hércules! que hizo lo que dijo o incluso más: no es que obedeciera al temerario Tiberio Graco sino que incluso lo superó y no solamente fue compañero de su locura sino que se convirtió en su líder. Y así, como tenía miedo de someterse ante un tribunal, en su locura escapó a Asia, se unió a nuestros enemigos y cumplió con una condena justa y dura por sus crímenes contra la república.
Así pues, no excusa en modo alguno el error haberlo cometido en aras de un amigo: pues si el aprecio a la virtud es lo que aúna las amistades, difícil es mantener una amistad si te alejas de la virtud. Si decidiéramos con rectitud conceder a los amigos aquello que pidieran o pedirles lo que quisieran, si en efecto tuviéramos una perfecta sabiduría, no habría ningún problema, pero hablamos de amistades que tenemos a la vista, o que hemos visto o que guardamos recuerdo, a las que conoció una vida en una comunidad. De esta muestra debemos tomar nuestros ejemplos y especialmente de aquellos que más se acercaron a la sabiduría. Sabemos que Papo Emilio fue íntimo amigo de Luscino —así nos lo contaron nuestros padres—, que fueron cónsules dos veces ambos juntos y compartieron la censura; entonces también se recuerda que Manlio Curio y Tiberio Coruncanio tuvieron una relación muy estrecha. Entonces, ni siquiera podemos llegar a sospechar que alguno de ellos pidieran a su amigo cualquier cosa que fuera en contra de su confianza, de los juramentos o de la república, pues, en efecto, ante tales hombres, ¿qué importa decir, si nos lo planteáramos, qué no se debería pedir? Como aquellos hombres eran de lo más venerables, sería abominable no solo pedir algo así sino también igualmente hacerlo si te lo pidieran. Sin embargo, a Tiberio Graco lo seguían Gayo Carbón, Gayo Catón y ciertamente su hermano, no mucho entonces pero ahora mucho más entregado. Por tanto, debemos establecer esta ley en las amistades: que ni se pueden pedir favores deshonrosos ni se deben hacer en el caso que se pidan. La amistad apenas sirve como excusa —y bien poco dice en favor del que la presenta— tanto en el resto de errores como si alguien confiesa haber actuado en contra del interés de la república por un amigo. Y así ahora, Fanio y Escévola, hemos llegado a tal punto en el que es necesario prever con antelación las desgracias que pueden abatirse sobre la república: nuestro espacio y discurrir político actual lleva ya un tiempo divergiendo un poco de los usos de nuestros antepasados. Tiberio Graco intentó ocupar el trono o, mejor dicho, consiguió reinar unos pocos meses. ¿Había alguna vez oído o visto el pueblo un acontecimiento similar? Y no soy capaz de decir sin que me salten las lágrimas lo que sus seguidores y allegados incluso hicieron contra Publio Escipión, pues a causa de la reciente condena de Tiberio Graco hemos soportado después a Carbón de cualquier manera, como hemos podido; no me atrevo a predecir qué debemos esperar del desempeño del cargo de tribuno de la plebe por parte de Gayo Graco. Este asunto, que desde el momento en el que empezó se desliza de cabeza hacia la ruina, trae cola: ya veis qué desastre ha afectado a las votaciones, primero con la ley gabinia y dos años después con la ley de Casio. Me parece que ya puedo ver al pueblo separado del senado, dirigiendo los asuntos de estado más importantes basándose en la opinión de la muchedumbre y más personas habrá que sepan cómo conseguir que suceda esto que cómo resistirse a ellos.
¿A dónde irían, si no, estos planes? Pues nadie se atreve a acometer tales objetivos sin compañeros. Hay que aconsejar a los buenos hombres, por tanto, que, si hubieran caído en alguna desgracia por desconocer las normas de la amistad de esta manera, no se consideren unidos hasta tal punto a sus amigos que no se puedan apartar de ellos si cometen alguna clase de importante mala acción contra la república; para los malos hombres, en cambio, debemos establecer una condena que no sea menor para aquellos que hayan seguido a otro que la que recibirán los que dirigieron tales actos impíos. ¿Hubo alguien más famoso o más poderoso que Temistocles en Grecia? Cuando, después de haber liberado como general a Grecia del yugo de la esclavitud persa, fue exiliado de la ciudad por su impopularidad, en vez de soportar la injusticia de su patria como era su deber, hizo lo mismo que contra Roma había hecho Coriolano 20 años antes, sin embargo, no encontró a nadie que lo ayudara a atacar a su patria. Así, cada uno conoció únicamente su muerte (y no la de su patria). Por esto, una similitud de pareceres entre los malos hombres no solo no debe cubrirse bajo la excusa de la amistad sino que más bien es nuestra obligación castigarla con toda clase de penas, de tal manera que nadie piense que está permitido seguir a un amigo incluso si lleva la guerra contra su país; tal y como está empezando a ir la política, desde luego no estoy seguro de que no suceda alguna vez: no me preocupa menos cómo será la república tras mi muerte que la situación en la que se halla hoy en día.
Por tanto, sancionemos esta como la primera ley de la amistad: pide a los amigos favores honestos y haz por tus amigos cosas honestas, ni siquiera esperes a que te lo pidan; siempre debe haber entrega al otro, nada de remolonear, y con toda libertad atrévete a aconsejarlos. El prestigio de los amigos que dan buenos consejos debe tener mucha importancia en una amistad: este prestigio debe utilizarse no solo para aconsejar de forma abierta sino incluso hiriente, si el tema en cuestión lo requiere, y debe obedecerse cuando se ejerce. Según tengo entendido, algunos a los que creo que en Grecia se les considera sabios sintieron mucho aprecio por algunas opiniones descabelladas —ahora bien, no hay nada que los griegos no sigan hasta sus más finas sutilezas—: algunos enseñaban que hay que evitar las grandes amistades, para que no sea necesario que uno esté preocupado por muchos, pues cada uno tiene más que suficiente con sus propios asuntos y resulta más que enojoso verse implicado en los ajenos; que lo más cómodo es tener amistades muy superficiales a las que puedas llevar a donde quieras o que las puedas abandonar, pues lo más importante es la seguridad de vivir felizmente, de la cual no puede disfrutar nuestro espíritu si está él solo entregado a muchos. Otros, según se dice, afirman que es menester buscar amistades por motivo de la ayuda y auxilio, no de la benevolencia y la caridad, lo cual —tema que hace poco ya he tratado— es extremadamente inhumano: según esta lógica, si alguien tuviera muy poca entereza y apenas fuerzas, busca el máximo de amistades: es por esto que las mujeres buscan el refugio de las amistades más que los hombres, los pobres más que los ricos y los desgraciados más que aquellos que son considerados felices.
¡Oh ilustre filosofía! Los que quitan la amistad del vida parece que privan al mundo del sol: ningún don de los dioses inmortales es mejor que ella, nada es más agradable. ¿De qué sirve esa “ausencia de preocupaciones”? En apariencia, resulta agradable, pero en muchas ocasiones es despreciable: no tiene ningún sentido no implicarse en un asunto o en una acción honesta ni dejarla de lado cuando ya estás implicado para no preocuparse, porque si rehuimos nuestras preocupaciones, es menester abandonar toda virtud, que requiere de alguna preocupación para despreciar y odiar a su contrario, tal y como la bondad a la maldad, la mesura a la inconstancia y a la pereza la fortaleza: de esta manera, puedes ver a los justos sentirse muy dolidos por la injusticia, a los fuertes por timoratos y por los despilfarradores a los moderados. Es propio de un espíritu bien formado, por tanto, alegrarse por lo bueno y dolerse por lo contrario.
Así las cosas, si cae sobre el sabio el dolor de espíritu, que por supuesto también le afecta a no ser que consideremos que ha extirpado cualquier vestigio de humanidad de su alma, ¿por qué motivo deberíamos arrancar la amistad de nuestra vida? ¿Para que no nos cause problemas? ¿Qué diferencia habría si privamos al hombre de sus sentimientos no diré ya entre un hombre y un animal sino entre un hombre y un árbol o una piedra o alguna otra cosa de este estilo? Tampoco hay que hacer caso a esos que desearían una virtud sólida y casi de hierro: la virtud es tanto en la amistad como en muchas otras cosas, tierna y maleable, de tal manera que se expanda ante los éxitos de un amigo pero se encoja ante sus adversidades. Por consiguiente, esta angustia en la que estamos obligados a caer con frecuencia por un amigo no es tan importante como para eliminar la amistad de nuestras vidas, no es más importante que el rechazo de toda virtud por el simple motivo de que unas pocas preocupaciones y problemas nos afecten.
Dado que la virtud cohesiona las amistades, si —como ya hemos dicho— resplandece alguna señal de su presencia, es menester que ante ella los espíritus de similar talante se unan y, si esto sucede, surja el amor. ¿Qué puede haber tan absurdo como sentirse complacido por poseer una gran colección de cosas inanimadas, como las honras, la gloria, la vivienda, los vestidos y el aspecto corporal para aquel individuo que, dotado con una virtud que lo anima, sería capaz tanto de amar sino también —por así decirlo— de ser recíproco en este amor y no solo de sentirse complacido? Nada hay más agradable que los beneficios de esos buenos sentimientos mutuos y su intercambio. ¿Y qué pasa si completamos nuestra teoría también —porque es posible y correcto añadirlo— señalando que no hay nada que seduzca y atraiga hacia sí a ninguna cosa tanto como la similitud a la amistad? Pues que tendrá que reconocerse que es cierto que las buenas personas disfrutan con los buenos y reconocen que están unidos a ellos por su naturaleza y por una sensación de familiaridad: nuestra naturaleza se abalanza, más que ningún animal, sobre aquello que le parece semejante a sí misma. Por esta causa, Fanio y Escévola, debe quedar claro que, en mi opinión, las buenas personas tienen casi la obligación de ser buenos con el resto de buenos, lo cual la naturaleza ha establecido como la fuente de la amistad. No obstante, esta sentimiento de bondad también se preocupa por la masa: la virtud no es inhumana, ajena a las responsabilidades y exclusiva, ya que tiende a proteger incluso a pueblos enteros y cuidarlos de la mejor manera; esto en efecto no lo haría si rechazara ayudar al pueblo.
Por otro lado, a mí aquellos que fingen sus amistades por el interés me parece que eliminan de la amistad el lazo más estimable. No es tanto el provecho que se puede sacar de un amigo como el propio amor por el amigo lo que nos complace y entonces sucede que nos agrada aquello que hace un amigo por nosotros si lo hace con entrega. ¡Cómo se contradice con esta teoría de que las amistades se cultivan por necesidad el hecho de que quienes las cultivan son los más generosos y filantrópicos, aquellos que por su riqueza, abundancia y gran virtud, en la que está la mejor protección, apenas si carecen de algo! Pero no sabría decir si no es necesario para una amistad que ni siquiera falte nada. ¿Pues cuándo se habría fortalecido nuestra relación, si Escipión no hubiera necesitado nunca de mi consejo o de mi actuación en Roma o en la guerra? Así pues, no sigue la amistad al provecho, sino que es el provecho lo que sigue a la amistad. No deberíamos escuchar, entonces, a los hombres que persiguen el placer si en algún momento debaten sobre la amistad, para la cual ellos no encuentran ninguna utilidad ni motivo. ¡En el nombre de los de los dioses y los hombres! ¿Existe quien desearía nadar en la máxima abundancia y vivir sin que le falte de nada para no apreciar a nadie ni ser apreciado a nadie? Esta es la vida de los tiranos, en la que no puede existir ninguna lealtad, ninguna amabilidad, ninguna confianza permanente en la benevolencia, sino que todo resulta siempre sospechosos y preocupante y no existe lugar alguno para la amistad. Y es que ¿quién aprecia a quien teme o al que cree que le teme? Sin embargo, se cultivan esas amistades fingidas... durante un tiempo, porque si al final acaban cayendo, como suele suceder con frecuencia, entonces comprenden cuán pobres eran en amigos. Dicen que Tarquinio dijo que al exiliarse supo realmente cuántos amigos fieles tenía y cuántos no, cuando ya no podía recompensar o castigar a ninguno de ellos. Sin embargo, me sorprendería que él, con aquella soberbia e insolencia, pudiera haber tenido algún amigo. De la misma manera que las costumbres de este, al que acabo de mencionar, no le pudieron procurar auténticos amigos, así los recursos de muchos poderosos dejan fuera a las amistades fieles: no solo la propia Fortuna es ciega, sino que muchas veces incluso convierte en ciegos a aquellos a los que ella ha elegido, pues así su orgullo y arrogancia los sacan casi de su lugar —y nada puede llegar a ser más insoportable que un necio afortunado—. Y es bien fácil ver que aquellos que antes fueron de trato agradable cambian al recibir el mando militar, el poder o la prosperidad, desprecian a sus antiguas amistades y se complacen en las nuevas.
¿Qué comportamiento es más necio que comprar, cuando se poseen abundantes riquezas, recursos y posesiones, todo el resto de cosas que se pueden comprar con dinero, como caballos, esclavos, magníficos vestidos y delicadas vajillas y no cuidar los amigos que son, por así decirlo, los mejores y más bellos muebles de una vida? En efecto, cuando compran todas esas otras cosas, no saben ni para quién las compran ni por quién se esfuerzan, pues cada una de ellas acaban siendo propiedad del más fuerte; en cambio, las amistades son para todos una posesión segura y firme, de tal modo que, incluso si se mantienen aquellos bienes que son casi un regalo de la Fortuna, una vida yerma y carente de amigos no puede ser agradable. Pero con esto ya hemos tratado bastante este tema.
Teorías sobre la finalidad y los límites de la amistad
Ahora ha llegado el momento de definir cuáles es la finalidad de la amistad y casi los límites de su afecto. Respecto a este punto, sé que tres son las teorías que suelen darse, de las cuales no apruebo ninguna. La primera razona que sentimos el mismo afecto hacia nuestros amigos que el que sentimos por nosotros mismos; la segunda afirma que se corresponde en igual modo y medida nuestra benevolencia para con ellos con la suya para con nosotros y la tercera que un hombre es tan importante para sus amigos como él mismo se considera a sí mismo. No estoy totalmente de acuerdo con ninguna de estas tres opiniones. No es verdad la primera cuando dice que nos portamos con nuestros amigos según como seamos: ¡cuántos cosas hacemos por nuestros amigos que nunca haríamos para nosotros! Implorar por alguien indigno, suplicar, entrarle a alguien con mucha aspereza y perseguirlo una y otra... cosas que en nuestros asuntos no serían suficientemente respetables, por causa de un amigo se tornan las más honradas. Hay muchas ocasiones en las que los buenos hombres se privan y toleran ser privados de sus bienes para que sus amigos antes que ellos puedan disfrutarlos. La otra teoría es la que confina la amistad a un equivalencia entre deberes y apetencias: desde luego resulta muy pobre y limitado equiparar la amistad con unos cálculos, como si fuera una balanza contable la proporción entre favores dado y recibidos. Más rica y caudalosa me parece que es la auténtica amistad, y no eso de mirar con lupa que demos más de lo que hayamos recibido: tampoco hay que tener miedo de que algo se caiga, se derrame y llegue el suelo o se acumule en la amistad más de lo justo.
En tercer lugar, tenemos aquella última explicación, la peor de todas, que señalaba que los amigos lo valoran a uno en función de la importancia que uno se dé: con frecuencia en algunos hombres su espíritu es el más abyecto o las expectativas de mejorar su fortuna las más azarosas. Así pues, no es propio de un amigo ser de una determinada manera en función de lo que aquel se considere, sino más bien apoyar y esforzarse para dar ánimos al amigo que ha caído y transportarlo hacia unas mejores expectativas y pensamientos. Por tanto, aquí debemos establecer otro de los fines de la auténtica amistad, aunque ya he expresado una opinión que Escipión solía criticar especialmente. Pues él decía que nunca había podido descubrir una definición más alejada de la amistad que la de aquel que dijo que era necesario amar a un amigo tal y como si alguna vez lo fuéramos a odiar: Escipión afirmaba que a él no lo podrían convencer para pensar, tal y como se solía decir, que esto lo había dicho Biante, al cual consideran uno de los siete sabios, pues era una opinión propia de alguien impuro, o bien ansioso de poder o bien que lo reducía todo a su propio poder. ¿De qué otra forma, si no, podría ser alguien amigo de uno del cual piensa que podría ser su enemigo? Así, sería incluso necesario querer y desear que un amigo se equivoque a todas horas, para tener más asas, por así decirlo, de donde cogerlo, e incluso deberíamos angustiarnos, dolernos y odiar los bienes y buenas acciones de nuestros amigos. Por este motivo, ese modo de conducta, quienquiera que sea su autor, es útil para eliminar la amistad; más bien debemos recomendar que apliquemos ese esfuerzo a la hora de elegir amistades de tal modo que no empecemos nunca a estimar a quien alguna vez podríamos odiar. De hecho, incluso si el disfrute de esa amistad nos hiciera menos felices, deberíamos soportarlo, pensaba Escipión, antes que pensar que había llegado el momento de la enemistad.
La elección de los amigos y su conservación
Es menester, por tanto, servirse de estos fines para que, en la medida que las costumbres de los amigos sean correctas, así exista entre ellos una unión sin excepciones de todo, opiniones y gustos, a fin de que, incluso si acaeciera alguna desgracia que nos obligara a socorrer los deseos menos justos de nuestros amigos, en los que se pone en juego su cabeza o su prestigio, estemos obligados a apartarnos del camino, siempre que no comporte la mayor de las desvergüenzas: ahí está límite hasta donde se le puede dar venia a la amistad. Y tampoco debemos ignorar la opinión ajena ni conviene considerar que la benevolencia de los conciudadanos es un arma menor para llevar a cabo nuestros propósitos: da vergüenza ajena atraer esa buena opinión con halagos y peloteo, pero la virtud, a la cual le sigue la caridad, no hay que rechazarla para nada. No obstante —y de nuevo vuelvo a Escipión, cuyo discurso fue enteramente sobre la amistad— él solía quejarse de que los hombres son más aplicados para cualquier cosa que la amistad: todos podían decir cuántas cabras y ovejas tenían, pero no podían decir cuántos amigos tenían ni dedicaban atención para preparárselos ni cuidaban la elección de los mismos ni tenían como una especie de cuentas o notas donde enjuiciaran a los que fueran idóneos para ser amigos.
Hay que elegir a aquellas personas resistentes, estables y firmes, un tipo del cual hay gran escasez, y es muy difícil juzgarlos a no ser que hayan sido puestos a pruebas, mas en la propia amistad está la necesidad de ponerse a prueba. Por tanto, la amistad precede al juicio y elimina la posibilidad de ponerlos a prueba. En consecuencia, es propio de las personas prudentes retener el empuje de nuestra buena voluntad para que la podamos aprovechar en una carrera como si de un caballo al galope se tratara y así también sucede con la amistad cuando acecha el peligro a las costumbres de nuestros amigos: en algunos casos se observa con un poco de dinero qué volubles son; otros en cambio, a los que un poco no los mueve, se llegan a conocer en las grandes cantidades. Pero si encontráramos a quienes consideren que poner el dinero por delante de la amistad es sucio, ¿dónde podríamos encontrar a los que no antepongan a la amistad las honras, los cargos políticos y militares, el poder, las riquezas... de tal manera que, cuando se les pusiera a un lado estas prebendas y al otro las leyes de la amistad, no preferirían con mucho las primeras? Nuestra naturaleza es débil para rechazar el poder: aunque los hay capaces de conseguir el poder dejando de lado las amistades, consideran que esto debe quedar en secreto, porque no sin un gran motivo, a su juicio, la han dejado de lado. Nada hay más difícil que encontrar auténticas amistades entre aquellos que se mueven entre cargos públicos y la política: ¿dónde encontrarás al que anteponga el honor de un amigo al suyo propio? ¿Por qué? Para no entrar en detalles, ¡qué duro, qué difícil le parece a la mayoría asociarse a las desgracias, para ahondar en las cuales no es nada fácil encontrar a alguien! Aunque Ennio dice con tino:
"El amigo seguro se reconoce en la incertidumbre"
A la mayoría de personas estas dos, la volubilidad y la
debilidad, los superan, ya sea porque desprecian la prosperidad de un
amigo, ya sea porque lo abandonan en su desgracia. Por tanto, a quien se
hayan mostrado en ambos casos seguro, firme y sereno en su amistad,
debemos considerar que pertenece a un género excepcional de hombres y
casi divino.
La firmeza de la constancia y la seguridad de aquel en quien buscamos la amistad es la confianza: nada que carezca de confianza es firme. Además, es adecuado elegir a personas sencillas, afables y empáticas, es decir, que tenga los mismos sentimientos, elementos que ayudan todos en su conjunto a establecer la confianza: no se puede confiar en aquel que tiene un carácter cambiante y enrevesado, ni tampoco quien no tenga los mismos sentimientos ni sienta con la misma naturaleza puede ser firme o de fiar. A este mismo cabe añadir que no se debe deleitar lanzando acusaciones contra ti ni creyendo aquellas que lancen contra ti, cosas que atañen todas a la constancia, que hace poco hemos tratado: así resulta verdadera aquella afirmación que dije en un principio: “la amistad no puede existir si no es entre buenos hombres”, pues es propio de un buen hombre, al mismo que sea lícito llamarle sabio, tener estas dos virtudes en una amistad: en primer lugar, que nada sea fingido ni simulado —es más propio de un carácter noble demostrar abiertamente su aversión que guardarse su opinión en la mente—, en segundo lugar, no solo rechazar las acusaciones que cualquiera lance sino ni siquiera albergar una sospecha, pensando siempre que se ha ejercido una clase de violencia contra su amigo. Conviene que a su carácter se le añada una cierta finura en su modo de hablar y en su comportamiento, un nada despreciable condimento de la amistad. La severidad y esa seriedad en todos los asuntos confiere ciertamente importancia, pero entre amigos conviene ser más suelto, más generoso, más agradable y más proclive a todo tipo de chanzas y amabilidad.
En este punto, sin embargo, se nos plantea una cuestión un tanto difícil: ¿cuándo debemos anteponer a los nuevos amigos, dignos de nuestra amistad, a los antiguos, tal y como solemos preferir los potros a los viejos caballos? ¡Cuán indigna de un hombre esta duda! No debe existir, como en el resto de cosas, un hartazgo de la amistad: las más antiguas, como esos vinos que aportan su vejez, deben ser las más agradables. Y es verdad aquello que suele decirse: hay que compartir muchas comidas juntos para completar los deberes de la amistad. Si las nuevas amistades aportan expectativas de que brote en ellas, como si no fueran unas malas hierbas, un buen fruto, desde luego no hay que repudiarlas, aunque también hay que guardar en su lugar a las viejas amistades: no hay fuerza que supere a la antigüedad y a la costumbre. En efecto, si nada lo impide, nadie montaría en ese caballo que acabo de mencionar, pero con mucho más gusto utilizamos aquel que tenemos por costumbre que un nuevo e indomado. De hecho, la costumbre es importante no solo con los seres vivos, sino también con los objetos, al disfrutar en los mismos lugares, montañosos e incluso agrestes, en los que más tiempo hemos pasado.
Pero es de vital importancia en una amistad sentirse igual a los inferiores: muchas veces existen personas extraordinaria, tal y como era Escipión en nuestro, por así decirlo, rebaño — él nunca se puso por delante de Filo, de Rupilio o de Numio, nunca por delante de sus amigos de clases inferiores, pero a Quinto Máximo, su hermano, sin duda un hombre distinguido pero en nada igual a él, como lo aventajaba en edad, lo trataba como a alguien superior y quería que todos los suyos, gracias a él, pudieran ser más importantes. Así es como cualquiera debe actuar y el ejemplo a seguir, para que si ha destacado en modo alguno por su valentía, inteligencia o fortuna, lo comparta y distribuya entre sus allegados, de tal modo que, si han nacido en una familia humilde, si tienen amigos con un espíritu o fortuna más débiles, puedan aumentar sus fortunas y reciban honores y prestigio. Como sucede en los cuentos, los que en algún momento, por desconocer su linaje y familia, acabaron como esclavos, cuando al ser reconocidos se descubre que eran hijos de unos dioses o unos reyes, sin embargo mantienen su cariño hacia los pastores que, durante muchos años, consideraron sus padres. Y sin duda alguna, este sentimiento se deberá cumplir mucho más con los auténticos y verdaderos padres: se consigue el mayor fruto de nuestro carácter y virtud cuanto más se comparte con cada uno de nuestros más allegados.
Así pues, al igual que quienes son superiores en una relación entre amigos o parientes deben igualarse a los inferiores, también los inferiores no deben dolerse por verse superados por los suyos en inteligencia o fortuna. La mayoría de estos siempre se están quejando de algo o incluso lo reprochan, especialmente si creen que ellos tienen algo por lo que que puedan decir que se han aplicado en el cumplimiento de su deber de amigo y con algún esfuerzo por su parte. Y es que resulta especialmente odioso el tipo de hombres que echan en cara los favores hechos: debe recordarlos el que los ha recibido, no el que los ha hecho. Por este motivo, al igual que quienes son superiores deben someterse en un amistad, así también en cierto modo los que son inferiores deben superarse: los hay que convierten a las amistades en una molestia, ya que se consideran despreciados — esto casi nunca sucede excepto a aquellos que creen que deberían ser despreciados, a los que debemos eliminar esta creencia no solo con palabras sino también con hechos. Hay que otorgar a cada uno, primero, lo que puedas realizar y, segundo, lo que aquel, a quien aprecies y ayudes, pueda soportar: no podrías, por más destacado que seas, conducir a todos tus amigos a los más altos honores, de la misma manera que Escipión pudo conseguir que Publio Rupilio fuera cónsul, pero no pudo conseguirlo con su hermano Lucio Rupilio. Pero si incluso pudieras concederle a tu amigo cualquier cosa, vigila primero qué podría soportar él.
Sin duda alguna, hay que juzgar las amistades cuando tanto la edad como el carácter ya se han fortalecido y afirmado y no es necesario, si algunos compartieron en su juventud el gusto por la caza o los juegos de pelota, tener como amigos a aquellos a los que apreciaron entonces por disfrutar de las mismas aficiones. Si fuera así, nuestras ayas y esclavos instructores recibirían nuestro máximo cariño según esta ley de antigüedad: ciertamente no debemos dejarlos de lado, pero hay que estimarlos de una manera diferente. De otra forma, las amistades no pueden gozar de estabilidad: a costumbres dispares les siguen aficiones diferentes, cuya diferencia separa las amistades — los buenos no pueden ser amigos de los malos ni los malos de los buenos no por otra causa que por el hecho de que existe entre ellos la máxima distancia posible entre sus costumbres y sus aficiones. Puede también aconsejarse, y con acierto, en las amistades que una cierta benevolencia desmesurada —lo que a menudo sucede— no debe poner trabas a las grandes ocasiones que se les presentan a nuestros amigos. No podría, si volvemos a las leyendas, haber capturado Troya Neoptólemo si hubiera hecho caso a Licomedes, su educador, cuando intentó impedir su marcha hacia Troya entre grandes llantos. Y es frecuente que grandes acontecimientos tengan lugar que requieran la separación de los amigos: quien las quiera impedir por no soportar la añoranza con facilidad, es un débil y un blando y por este mismo motivo poco justo con sus amistades. Y es que en cualquier cuestión hay que tomar en consideración qué puedes pedir de tus amigos y qué toleras que te pidan.
Es también una especie de calamidad, algunas veces inevitable, la ruptura de una amistad: ahora ha llegado el momento de que nuestro discurso se separe de las amistades entre hombres sabios y pase a las amistades corrientes. Pueden ser motivo de ruptura el mal comportamiento, tanto contra los propios amigos como contra otros ajenos, la infamia del cual, sin embargo, recae sobre sus amigos. Así pues, tales amistades deben deshacerse por una gradual falta de contacto o, como le oí decir a Catón, antes disuadirlas que zanjarlas, a no ser que alguna ofensa tan intolerable haya prendido de tal manera que no resulte correcto ni honrado ni pueda suceder otra cosa más que la obligación de realizar un inmediato alejamiento y separación. Si existiera un cierto cambio en las costumbres o en las aficiones, como suele suceder, o tuvieran lugar discrepancias sobre las políticas de la república —estoy hablando, como he dicho antes, de las amistades corrientes, no de las de los sabios—, habrá que andarse con cuidado de no solo dejar caer la amistad sino incluso incurrir en una enemistad: nada resulta más vergonzoso que hacer la guerra contra aquel con el que habías compartido tu vida con la máxima cercanía. Por causa mía, Escipión rompió su amistad con Q. Pompeyo, como sabéis, y por las disputas políticas que existían se distanció de nuestro colega Q. Metelo : su enemistad con ambos la llevó con dignidad y compostura, sin amargos sentimientos de odio. Por este motivo, lo primero que hay que hacer es esforzarse en que no se produzca ningún alejamiento entre los amigos pero, si ya hubiera sucedida, debemos procurar que parezca que la relación se han apagado antes que ahogado. Con mucho cuidado debemos andarnos para que las amistades no se conviertan en profundas enemistades, de donde surgen las riñas, las maldiciones y las injurias. No obstante, si fueran soportables, deberemos aguantarlas y rendir este honor a aquella antigua amistad, de tal manera que recaiga la culpa sobre quien realiza la injuria y no sobre quien la padece.
La conveniencia de juzgar bien a las amistades
En resumidas cuentas, frente a todos estos defectos e inconvenientes existe una única medida de seguridad y control: que ni los amigos empiecen a gustarte rápido ni que sean indignos. Son dignos de ser amigos aquellos en los que en su propio carácter se halle la causa por la que son apreciados. Una rara especie, rara, desde luego, como todo lo ilustre y nada hay más difícil que encontrar aquello que en todo su conjunto es perfecto entre su especie. Pero la mayoría de personas no conocen otro bien en las relaciones humanas más que la rentabilidad, y eligen a sus amigos sobre todo como rebaños, de los que esperan extraer los máximos beneficios. Así ellos carecen de aquella bellísima y esencialmente natural amistad cuya razón de ser es ella misma y se la busca por esto mismo, y no pueden aprender de su propia experiencia ni cuál es la fuerza de la amistad ni cómo de grande: todos nos amamos a nosotros mismos, no para sacar un beneficio de nuestra propia autoestima, sino porque nos tenemos aprecio a nosotros mismos. Si no transferimos este sentimiento a la amistad, nunca seremos capaces de encontrar un verdadero amigo: aquel que es como un otro yo. ¡Pero si hasta podemos ver en las bestias, en los pájaros, en los peces, salvajes, domesticadas o fieras que primero ellas piensan en sí mismas —al igual que todo ser vivo—, pero que después buscan y prefieren unirse a otras de su mismo género, cosa que hacen con un deseo que se asemeja al amor humano! ¡Hasta qué punto no se hallará en mayor grado este impulso natural en los hombres! El ser humano no solo se aprecia a sí mismo sino que también busca a quienes con cuyo espíritu pueda combinar el suyo de tal manera que casi salga uno de donde había dos.
La mayoría de hombres, sin embargo, desean tener un amigo de este tipo de una manera irracional —por no decir desvergonzada— cuando ellos mismos no pueden serlo, puesto que desean de sus amigos todo aquello que ellos mismos no les ofrecen: es tan importante ser un buen hombre como buscar a otro que se nos asemeje. En tales asuntos, esta estabilidad —de la que hace poco hemos hablado— de la amistad puede reafirmarse, cuando dos hombres, unidos por su benevolencia, primero controlen esos deseos que a los demás esclavizan y, después, disfruten con la equidad y la justicia, se defiendan en el uno al otro en todo, no se pidan favores más que aquellos honrados y correctos y no solo cultiven su relación y se aprecien sino también que se respeten. Pues quien priva a la amistad del respeto, elimina su mayor ornamento. En consecuencia, yerran de manera perniciosa quienes consideran que en la amistad se permite todo tipo de caprichos y vicios: la amistad nos ha sido entregada por la naturaleza como una ayuda para las virtudes, no como una compañera en los defectos, de tal manera que la virtud, puesto que a solas no puede alcanzar las cotas más elevadas, acompañada y asociada a otra pueda alcanzarlas. Si este pacto tiene, tuvo o tendrá lugar, debe considerarse su compañía como la mejor y más feliz para aspirar a los más altos bienes de la naturaleza. Este pacto, decía, es en el que radica todo cuanto los hombres consideran que es menester perseguir: honradez, buena fama, calma y felicidad, hasta tal punto que, cuando se han conseguido estos objetivos, la vida es dichosa, pero sin ellos no puede serlo. Dado que este es el mejor objetivo y el más noble, si lo queremos alcanzar, hemos de prestar atención a nuestra virtud, sin la cual no podemos alcanzar ni la amistad ni cualquiera de estos objetivos que vale la pena perseguir. Si la dejamos de lado, quienes creen que tienen amigos al final notarán que se habían equivocado, cuando alguna imponente desgracia los obligue a ponerlos a prueba.
Por todos estos motivos —es necesario recordarlo una vez más—, conviene que, una vez los hayas juzgado, tus amigos te agraden, pero no que los juzgues una vez ya te hayan gustado. Pero al igual que sucede en muchos otros temas, donde nuestra negligencia nos domina, así especialmente ocurre a la hora de elegir y cultivar las amistades: nos servimos de opiniones desfasadas y, tal y como ese antiguo refrán desaconseja, actuamos acabada la función, pues rompemos de repente las amistades a mitad de trayecto por alguna ofensa cuando ya estamos ligados por el trato cotidiano o incluso algunos favores. Es más, deberíamos incluso criticar más tan gran descuido en un asunto tan fundamental: solamente la amistad es lo único cuya utilidad nadie discute. Muchos desprecian hasta la virtud y consideran que es una especie de arrogancia y boato; otros tantos miran por encima del hombre las riquezas, a los cuales, satisfechos con poco, una vida y una vestimenta austera les deleita; a los cargos políticos, por su parte, por cuya ambición algunos se inflaman, otros los desprecian hasta tal punto que creen que no existe nada más vano y superfluo. Y así sucede con el resto de cosas, que a algunos les parecen dignas de admiración y, en cambio, hay muchos más que consideran que no sirven de nada... Sin embargo, todos opinan lo mismo respecto a la amistad, tanto aquellos que se entregan a la política como quienes se deleitan en el conocimiento y ciencia, como los que dirigen sus negocios libres de cargas públicas como incluso aquellos que se han entregado en su totalidad a sus caprichos: todos creen que sin la amistad no hay vida alguna, si al menos desean vivirla de alguna manera con gusto.
La amistad, no sé de qué forma, se desliza en la vida de todos los hombres y no hay forma de vida que tolere su ausencia. De hecho, incluso si alguien tuviera un modo de vida tan salvaje e inhumano que rechazara todo contacto con el resto de hombres y lo rehuyera, tal y como nos cuenta la tradición que hizo un tal Timón en Atenas, no podría, sin embargo, aguantar sin buscar a alguien con quien expulsar esa ponzoña de su alma agriada. Y esto podría juzgarse con mayor acierto si pudiera suceder lo siguiente: que un dios nos sacara de este trato continuo con los hombres y nos colocara en algún lugar remoto y solitario y allí, disponiendo en cantidad y abundancia de todo aquello cuanto nuestra naturaleza desea, nos eliminara la posibilidad de entrar en contacto con hombre alguno. ¿Quién tendría un carácter tan férreo como para poder soportar esa vida, al cual esa soledad no le quitara el placer de disfrutar de sus deseos? Es, por tanto, verdad aquello que nuestros ancianos suelen recordar que decían los ancianos de su época, algo que dijo, según creo, el tarentino Arquitas: “si alguien subiera a los cielos y contemplara la naturaleza del mundo y la belleza de las estrellas, la admiración que sentiría le parecería desagradable, pero sería en cambio la más placentera si tuviera a alguien a quien contárselo”. La naturaleza no ama la soledad y siempre busca algo en lo que apoyarse: no hay apoyo más agradable que el de un gran amigo.
Una auténtica amistad se basa en la verdad, no en la adulación
Sin embargo, a pesar de que la naturaleza nos señale tantas veces qué desea, qué busca y qué quiere, no sé cómo le prestamos, no obstante, oídos sordos y no oímos sus consejos. Las experiencias con una amistad son muchas y muy variadas y dará pie a muchas causas para sospechar de nuestros amigos y sentirnos ofendidos, cosa que es de sabios tanto evitar como aliviar como soportar. Pero hay una ofensa en concreto que no se debe tomar excesivamente en serio, para que tanto el beneficio como la confianza se mantenga en una amistad: pues es frecuente tener que aconsejar y amonestar a los amigos, críticas que hay que aceptar amigablemente, siempre y cuando se hagan con benevolencia. Y sin embargo, no sé muy bien cómo, es verdad aquello que dice mi gran amigo (Terencio) en su comedia “Andria”:
“La adulación engendra amigos; la verdad, odio.”
La verdad resulta molesta, si desde luego de ella nace el odio,
que es veneno para una amistad, pero la adulación es mucho más molesta,
porque en su indulgencia permita que nuestro amigo se arroje de cabeza a
sus vicios; mas la máxima culpa recae en aquel que rechaza la verdad y
por esa adulación es empujado hacia su ruina. Cualquier persona debe
tener en estos asuntos capacidad de razonar y actuar con rapidez,
primero para que el consejo carezca de acritud, y después para que las
críticas no añadan injurias. Ante los aduladores, por seguir utilizando
con libertad el término de Terencio, que haya una cierta afabilidad,
pero que queden bien lejos los halagos, una ayuda para nuestros
defectos, que no son dignos ya no de un amigo, sino ni siquiera de un
hombre libre; de otra manera, viviremos a veces con un amigo, a veces
con un tirano. No obstante, cuando las orejas de alguien están tan
cerradas a la verdad que no puede ni oírla en labios de un amigo, poca
esperanza nos deja de salvarlo. Todos sabemos aquella opinión de Catón,
como tantas otras: “algunos se merecen amigos de lengua afilada antes
que otros que parezcan suaves: aquellos suelen decir la verdad, estos
nunca”. Y resulta absurdo el hecho de que aquellos que reciben los
consejos no se enojan por lo que deben sino por lo que no deberían: no
les angustia el haberse equivocado pero soportan a duras penas las
críticas; al contrario, deberían dolerse de sus fechorías y alegrarse
con las rectificaciones.
Por tanto, al igual que aconsejar y ser aconsejado es propio de una verdadera amistad, dando los consejos con tacto y no con aspereza y recibiéndolos con paciencia y no con repugnancia, también debemos considerar que no hay peor peste para un amistad que la adulación, los halagos, la zalamería... en efecto, hay muchas formas de denominar este defecto, propio de hombres débiles y engañosos que lo dicen todo para gustar y nunca por la verdad. De la misma forma que el fingimiento es en cualquier asunto una estafa —pues altera y adultera nuestra capacidad de juzgar la verdad—, también esta conducta repulsa especialmente a la amistad: elimina a la verdad, sin la cual las leyes de la amistad no tienen validez. Pues si la fuerza de la amistad reside en que de varios espíritus se consigue casi uno, ¿cómo se podría lograr esto si ni siquiera una sola persona tiene siempre el mismo carácter, sino que es variable, mutable y voluble? ¿Qué puede ser tan maleable, tan inconstante como el carácter de aquel que se transforma no solo según los sentimientos y los placeres del otros, sino incluso según su apariencia física y su aprobación?
“Que dice que no, digo que no; que sí, digo que sí;
en fin, que yo mismo me ordené a mí
estar de acuerdo en todo...”
...como dice el mismo Terencio, pero en boca del personaje de
Cnatón, porque es señal de poco fuste tener un amigo de esa clase. Mas
al haber muchos imitadores de Cnatón con mayor clase, fortuna o
prestigio, su adulación resulta especialmente molesta cuando se le suma
su poder a su vacuidad. Si se utiliza la inteligencia, tan fácil es
reconocer y separar a un amigo adulador de uno verdadero como distinguir
los actos fingidos y simulados de los sinceros y verdaderos. Una
asamblea pública, que está formada por los más ignorantes, suele
reconocer sin problemas las diferencias entre un populista, es decir, un
ciudadano adulador e inconstante, y uno grave, sereno y serio. ¡Con qué
halagos Gayo Papirio intentó influenciar hace poco a los asistentes de
la asamblea, cuando propuso aquella ley sobre la reelección de los
tribunos de la plebe! Nosotros los disuadimos, pero no diré nada de mí,
sino que prefiero hablar de Escipión ¡Qué serenidad que demostró, oh
dioses, qué discurso tan majestuoso! Con qué facilidad lo reconocerías
no como un amigo del pueblo sino como su líder. Pero vosotros estabais
allí y las copias de su discurso circulan de mano en mano. Así se tumbó
aquella ley popular sobre el sufragio del pueblo. Pero, volviendo a
hablar de mí, recordáis qué populista parecía aquella ley sobre el
sacerdocio de Gayo Licinio Craso cuando eran cónsules Quinto Máximo, el
hermano de Escipión, y Lucio Mancino. Se transfería al pueblo la
posibilidad de elegir a los sacerdotes —por cierto, él fue el primero en
iniciar la costumbre de dirigirse al pueblo en el foro—. Sin embargo,
con mi defensa, la veneración a los dioses inmortales venció con
facilidad a aquella propuesta tan populista. Y esto se hizo cuando yo
era pretor, cinco años de ser elegido cónsul: así pues, esta causa se
defendió más por su propia importancia que por la alta autoridad de
algún implicado.
Pero si en un acontecimiento público, es decir, en una asamblea, donde suele haber mucho espacio para el fingimiento y la manipulación, a pesar de todo la verdad tiene valor, siempre que sea de manera abierta y clara, ¿qué debería suceder en una amistad, la cual depende de una sinceridad total? En ella, a no ser que, como suele decirse, veas el corazón del otro y enseñes el tuyo, no puedes tener nada de confianza, ni siquiera amar o ser amado si ignoras lo que realmente sucede. En efecto, esta adulación, si bien resulta perjudicial, no puede dañar a nadie más que a aquel que la acepte y se deleite en ella. Así sucede que el que más se adula a sí mismo y más narcisista es, mayor atención presta a las adulaciones. La virtud siempre se ama a sí misma: ella es la única que mejor se conoce y sabe hasta qué punto se le puede querer. No estoy hablando ahora de la virtud, sino sobre la imagen de virtud: muchos prefieren parecer tener la auténtica virtud que realmente tenerla. A estos individuos les gusta la adulación, cuando se les regala un falso elogio que se ajuste a lo que deseen oír, creen que ese vacuo discurso testimonia sus virtudes. En estos casos, cuando el uno no quiere oír la verdad y el otro está preparado para mentirle, no existe amistad alguna. Y no nos resultaría cómica la adulación de los parásitos en las comedias si no fuera por la existencia de los soldados fanfarrones :
"¿Me da Thais muchas gracias?"
Bastaba con responder “muchas”, pero le responde “infinidad”. El
adulador siempre aumenta aquello que el otro, al gusto del cual se
habla, quiere que sea grande. Por esto mismo, aunque esa dulzona
vacuidad tenga su valor junto a aquellos que la alientan y favorecen, es
menester advertir incluso a los más serios y serenos que tengan cuidado
de aceptar esos hábiles halagos: no hay nadie que no vea venir a un
adulador público, a no ser que sea estúpido; pero para que no nos aceche
aquel que sea astuto y sigiloso debemos andarnos con mucho cuidado,
pues tampoco se les puede reconocer con gran facilidad dado que muchas
veces halagan incluso llevando la contraria, adulan mientras fingen
oposición y al final se rinden y soportan su derrota para que el
engañado tenga la impresión de haber sido mejor. ¿Pero qué hay más
innoble que ser engañado? Para que esto no suceda, hay que andarse con
mucha cautela.
“Hoy, delante de todos estos viejos estúpidos de comedia
me has puesto del revés y has hecho de mi engaño la mejor de sus diversiones”
Pues incluso en los cuentos el personaje más estúpido de todos es el del viejo crédulo y corto de miras.
Conclusión
No sé cómo, mi discurso ha pasado de tratar de las amistades entre hombres hechos y derechos, es decir, sabios —hablo de esa sabiduría que realmente podemos encontrar en un hombre—, a las amistades más livianas. Por esto mismo, volvamos a aquellas primeras amistades y concluyamos de una vez con este debate.
La virtud, decía, Gayo Fanio y Q. Mucio, la virtud es lo que une las amistades y las mantiene: en ella hay armonía, firmeza, estabilidad; cuando se nos muestra ella misma, arroja su luz y observa y reconoce esos mismos rasgos en otro, se le acerca y acoge a su vez lo que hay en el otro: por esto se enciende ya sea el amor, ya sea la amistad —ambos términos derivan de “amar” y amar no es más que apreciar a aquel que ames en sí mismo sin carencias, sin buscar ningún provecho, a pesar de que este provecho pueda brotar de la amistad incluso cuando tú menos lo busques. Sentí aprecio y esta benevolencia cuando era joven por estos ancianos, Lucio Paulo, Marco Catón, Gayo Falo, Publio Násica, Tiberio Graco —el suegro de mi Escipión—; pero esta brilla con más fuerza entre iguales, como sucedió entre Escipión, Lucio Furio, Publio Rupilio, Espurio Mumio y yo. A su vez, los ya ancianos también encontramos placer en el cariño de los jóvenes, como el vuestro o como el de Quinto Tuberón; de hecho, incluso me deleita especialmente mi estrecha relación con los jóvenes Publio Rutilio y Aulio Virginio. Puesto que es ley de vida y de nuestra naturaleza que a una generación le siga otra, aun así no hay más remedio que desear que puedas llegar a la meta, por así decirlo, con aquellos que salieron contigo en la salida. Pero como todo cuanto tiene que ver con los hombres es frágil y pasajeros, siempre hay que buscar a a algunos a los que apreciemos y que nos aprecien; si privamos a la vida del cariño y esta bondad, la vida se queda sin motivos de gozo. Para mí Escipión, aunque la muerte me lo haya arrebatado de repente, vive y siempre seguirá vivo: he amado la virtud de este hombre, la cual no se ha apagado, y no la veo yo solo, que siempre la tuve muy próxima, sino que incluso para las futuras generaciones será ilustre y eminente. Nadie nunca podrá aspirar o desear alcanzar las cotas más altas sin pensar que no debe tener en cuenta su recuerdo y su imagen.
En efecto, de entre todo aquello cuanto la fortuna o la naturaleza me ha otorgado, nada tengo que pueda comparar con mi amistad con Escipión. En ella hallé un común parecer sobre la política, consejos para mi vida privada y una tranquilidad llena de placer. Nunca lo ofendí, ni siquiera en el más mínimo aspecto, porque lo habría notado; nada le oí decir que yo no quisiera: teníamos un mismo hogar, un mismo modo de vida que compartíamos y no sólo habíamos compartido nuestro servicio militar sino también nuestros viajes al extranjero y salidas al campo. ¿Y qué podría añadir sobre su pasión por conocer siempre algo y aprenderlo? En estos afanes consumimos todo el tiempo que pasamos alejados de la política y de los ojos del pueblo. Si el recuerdo y la memoria de todo esto hubiera desaparecido con él, no podría soportar de ninguna manera mi añoranza por un hombre al que estaba tan unido y quería tanto. Pero ni estos recuerdos han desaparecido sino que más bien se alimentan y crecen con mis pensamientos y mi recuerdo y, si careciera de ellos, mi propia vejez sería mi mayor consuelo: ya no tendré que vivir mucho más con esta añoranza. Todo lo breve resulta más soportable por más grande que sea.
Esto es cuanto tenía que decir sobre la amistad: os animo a que valoréis la virtud —sin la cual no puede existir la amistad— hasta tal punto que penséis que, a excepción de ella misma, no hay nada más valioso que la amistad.