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—El jefe del zemstvo, Súshov, y el molinero Mamáev —dijo entre dientes Isái medio vuelto hacia mí, y en tono respetuoso ordenó a su caballo—: So, compadre… ¿Hemos llegado tarde, pues? —y, quitándose el sombrero, se dirigió a un cochero gordinflón que estaba en la troika.
El cochero, con aire hosco, echó una mirada a su cabeza ahuevada y guardando silencio le dio la espalda.
—No le han gustado —respondió sonriendo el comerciante Mamáev, un hombre pequeño y rechoncho de rostro colorado y falsos ojos cariñosos.
El jefe del zemstvo, acodado en el guardabarros del carruaje, fumaba y se retorcía el bigote, mirándonos de reojo. Había dos personas más: el cochero de Mamáev, de baja estatura, cabellos rizados y una gran boca; y un hombrecillo de piernas torcidas, vestido con una zamarra rota, con el cinturón bien apretado, doblado hacia delante, como si se hubiera petrificado haciéndonos una reverencia. Su pequeño rostro arrugado estaba cubierto por una barba rala y canosa, tenía los ojos escondidos en sacos de arrugas, los labios finos dispuestos en una sonrisa en la que se mezclaban el respeto con la burla, y la estupidez con la picardía. Estaba sentado en cuclillas, parecía un mono, y volviendo la cabeza lentamente ora a un lado, ora al otro, vigilaba a todos sin enseñar a nadie sus ojos. De los incontables agujeros de su zamarra asomaban jirones de corderillo sucio, y la figura completa del hombre producía una extraña impresión: parecía masticado, como si acabara de librarse de una enorme boca que hubiera tratado de devorarlo… El alto montículo de arena detrás del que estábamos parados nos escondía del viento, y al río de nosotros.
14 págs. / 25 minutos.
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Publicado el 11 de abril de 2018 por Edu Robsy.
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