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Edición física «Veintiséis y Una (poema)»
Pero, además de las canciones, había otra cosa buena, algo que todos amábamos y que, en cierto modo, hacía las veces del sol para nosotros. En la segunda planta de la casa había un taller de bordados de oro y allí, entre otras muchas artesanas, vivía una doncella de dieciséis años llamada Tania. Cada mañana, asomaba su carita sonrosada de alegres ojos azules al ventanuco de nuestra puerta y, con voz aguda y amigable, nos reclamaba:
—¡A ver esos krendeliá, mis prisioneros!
Todos nos volvíamos al oír aquella voz familiar, cristalina, para contemplar contentos y animados la cara virginal que nos sonreía deliciosamente. Nos encantaba ver la nariz aplastada contra el cristal del ventanuco y los dientes pequeños y blancos que destellaban entre los labios rosados, siempre sonrientes. Nos apresurábamos a abrirle la puerta, empujándonos unos a otros; ella entraba, animada y afable, tendiéndonos su delantal. Se quedaba parada ante nosotros, con la cabeza un poco inclinada hacia un lado, sin dejar de sonreír. Una gruesa trenza de cabello castaño le caía desde el hombro y reposaba sobre su pecho. Y nosotros, sucios, tiznados, encorvados, la mirábamos desde abajo —cuatro escalones separaban el umbral de la puerta del suelo del taller—, la mirábamos levantando la cabeza y le dábamos los buenos días, empleando determinadas palabras que no utilizábamos con nadie más que con ella. Al hablarle, nuestras voces se volvían más dulces, nuestras bromas más livianas. Todo era diferente con ella. El hornero sacaba una palada de los krendeliá más tostados y crujientes, volcándola con pericia en el delantal de Tania.
17 págs. / 30 minutos.
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Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.
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