En La Nación, acreditadísimo diario de Buenos Aires, y en el último número del Mercure de France —el de febrero—, ha publicado Gómez Carrillo unas notas que le di, acerca de nuestra juventud intelectual y del efecto que ella me produce. Y con ésta, son muchas ya las veces que he tratado de ese tema, quedándome muchas más por tratar de él. Y es que, si no nos preocupan los jóvenes, ¿qué nos va a preocupar?
Dice Carrillo que parece no estimo a los jóvenes. Todo lo contrario. Dudo que a nadie le interesen más; dudo que haya en España quien con más ahínco busque firmas nuevas y las siga; dudo que haya quien con más ardor desee verlos ir unidos al asalto del ideal. Lo que hay es que yo, como muchos otros, manifiesto con cierta dureza mis cariños y gusto de fustigar a los que quiero. Para los irredimibles, para los que no tienen sino arrastrar una oscura vida o una muerte más oscura aún, para éstos no cabe sino el apóstrofe del florentino: no hablemos de ellos, sino mira y pasa.
Permitidme que hable de mí mismo; permítame mi joven amigo J. O. G., de quien reproduciré luego dos cartas; permitídmelo: soy el hombre que tengo más a mano, como decía mi paisano Trueba.
Llevo cerca de veinte años de profesorado, trece de ellos en cátedra pública y oficial; llevo cerca de veinte años tratando con jóvenes, y andan ya haciendo papel por el mundo discípulos míos. Llevo cerca de veinte años de profesorado, y aun no he cumplido los cuarenta. En el trato frecuente, y lo más íntimo que me es dable con la juventud, procuro mantener mi juventud en frescura. Y, sin embargo, nunca he logrado ver que se me tratara como a joven. Cuando, teniendo poco más dieciséis años, envié, sin firma, un artículo a El Noticiero Bilbaíno, Trueba, que era entonces el alma de este diario, lo atribuyó a una persona mucho mayor que yo, que vive y con la que me une hoy buena amistad. Y a partir de entonces, casi siempre me vi tratado de niño viejo. Lo cual me consuela, pues creo es el mejor camino para llegar a viejo niño. Y todo esto me ha creado, como se lo decía a Carrillo, una situación especialmente favorable, pues ni la gente vieja me cuenta entre los suyos, ni entre los suyos me cuenta la gente nueva. Partiendo de lo cual, suele tentarme Satanás en mis horas de desfallecimientos del espíritu, diciéndome: «No hagas caso, Miguel; eso es que no tienes edad; ni eres de los jóvenes ni de los viejos; ni eres de ayer ni de mañana; eres de hoy, eres de siempre». Y yo le digo: Vade retro, Satana. Pero, ¿por qué no confesarlo?, removidas mis pecadoras entrañas por esas palabras del Tentador.
Y no quiero seguir por aquí, pues esta mañana he estado leyendo en el Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, del V. padre Alonso Rodríguez, lo que este piadoso varón decía del segundo grado de la humildad en el capítulo XIII del tratado tercero de la parte segunda de su prolija y sosegada obra, capítulo en que habla de los que se humillan para ser ensalzados, que no hay mayor soberbia que pretender ser tenido por humilde, y de lo que un padre muy grave y muy espiritual llamaba humildad de garabato, «porque con ese garabato queréis sacar del otro que os alabe». Y no vaya la malicia a pensar que, al ensalzarme yo por mediación de Satanás, busco el que se me eche eso en cara y me humillen y no sé cuántas otras cosas.
Lo que sí digo es que no son los más soberbios los que más hablan de sí mismos, ni es soberbia el reconocer, a la vez que los propios deméritos y faltas, también los méritos y perfecciones propias. Y traigo esto a cuento porque veo que son no pocos los jóvenes que dan en ensalzarse de un modo o de otro, ya directamente, ya por medio del elogio mutuo, y hasta los hay que, engañados por Nietzsche, el gran embaucador, hablan de su propia soberbia. Y no hay tal soberbia, ni los que dicen padecerla la padecen, sino que es una moda como cualquier otra, sin que haya por debajo, en lo regular, otra cosa que la rebusca del pan de cada día.
Hay en nuestros jóvenes mucha soberbia fingida, como es pura ficción la horribilidad de aquel inocente animalito al que llaman los naturalistas Moloch horridus, inofensivo lagarto de la Australia, que al verse hostigado, toma la apariencia de espantable animal dañino, erizándosele de miedo no sé qué gola o pendejo del cuello.
Los más de los males de que nuestra juventud padece arrancan de la pobreza de nuestro país y de nuestra vida. Su fantasía los engaña con sobrada frecuencia, mostrándoles el pan en forma de gloria. Lo he dicho muchas veces, y lo repito, y no por última vez: en el español, la codicia ahoga a la ambición. Somos un pueblo de pordioseros arrogantes que despedimos con un «¡Dios se lo pague!» al que nos da limosna, y con un «¡Vaya un tío!» al que no nos la da.
Llega un mozo a Madrid en busca de colocarse, y al punto procura un rodrigón, y es ello forzoso. Y los que más aparentan independencia suelen ser los que con más ahínco lo buscan.
Y lo más triste es que los jóvenes andan desparramados y sin haber comprendido que el unirse, dejándose de rodrigones, y el marchar en falange compacta les daría mucha más fuerza.
No ha sido posible hasta ahora unirlos a todos, y es acaso porque la busca del pan desune, y no todos comprenden que no sólo de pan vive el hombre.
Y ahora, antes de proseguir con esto, voy a insertar aquí dos cartas de mi joven amigo J. O. G., que ha hecho ya, y con aplauso de los buenos, sus primeras armas. Dice así la primera:
«Mi querido amigo: a pesar de lo cariñosa que era su carta, no la he contestado cuando y como debiera; me perdonará usted. Esperaba a estar más sereno, a que el espíritu me entrara en ritmo sociable. Como, por lo visto, el compás no acaba de ganarme la cabeza, renuncio a escribirle tranquilamente.
Tengo un verdadero lío en la cabeza: la consabida sopa de letras, hirviendo; unas me suben, otras me bajan, en sartas o en pedazos; ahora tengo una duda sobre algo elemental y básico, y al punto se me monta una afirmación absoluta tenazmente. Otras veces, siento que bajo la conciencia me andan ideas desconocidas haciendo sus menesteres; de cuando en cuando, una asciende como un pez a tomar aire, y la veo; pero, como no veo el resto de su familia, no me sirve de nada. En una palabra, un lío ideal que con su jaleo, me impide verme lo instintivo, lo espontáneo que haya o haya de haber en mi personalidad.
Luego me agarra la convicción de que no sé ni una palabra de nada; pero así, ni una palabra. Fuera de unos cuantos, todos los demás caballeros pensantes no tenemos ninguna idea seriamente hecha; queremos fabricar tremendas ideologías tajantes, sin datos de la realidad de hoy o pasada, por un lado, y sin dejarnos crecer el logaritmo de nuestro yo de otro lado, porque acaso advertimos que repele las modas intelectuales. Somos unos parvenus, unos golfos, unos arrivistas, como dicen messieurs les français.
Acaso me diga usted que no hace falta saber para pensar; pero le he de confesar que ese misticismo español-clásico, que en su ideario aparece de cuando en cuando, no me convence; me parece una cosa como musgo, que tapiza poco a poco las almas un poco solitarias como la de usted, excesivamente íntimas (no se indigne), y preocupadas del bien y del alma por vicio intelectualista. Sólo el que tenga una formidable intuición podrá con pocos datos, con pocas piedras, hacer un templo; si no tiene ningún dato, hará una cosa anacrónica y brutal (Mahoma), y, si no tiene esa tremenda intuición, hará sólo majaderías. Esto es lo que han hecho los señores de treinta años, y lo que comenzábamos a hacer nosotros los de veinte. Aquéllos traían algo de frescura y de vida antiliteraria, e hicieron una irrupción de bárbaros en estos campos de las ideas. Más vale, es cierto, algo que nada. Pero yo, dígolo francamente, no me allano al papel de bárbaro, y, por mucho que me alaben la robustez de mis brazos y mis buenos colores salvajes, me creo capaz de ser un hombre franco, bueno, justo, de aire libre, al mismo tiempo que entendido, aficionado, studiosus, lento y calientalibros.
Nunca olvidaré las frases amargas, humanas, con que habla Turgueniev, en Humo, de los diamantes en bruto de su país: "No extendáis por Rusia la idea de que se puede hacer algo sin el estudio, ¡por Dios! No; aunque se tenga una frente como una hectárea, hay que estudiar, comenzando por el alfabeto; si no, hay que callarse y estarse quieto". Una de las cosas honradas que hay que hacer en España (como en Rusia), donde falta todo cimiento, es desterrar, podar del alma colectiva la esperanza en el genio (que viene a ser una manifestación del espíritu de la lotería), y alentar los pasos mesurados y poco rápidos del talento. Si fuéramos Francia, otra cosa hablaríamos. Prefiero para mi patria la labor de cien hombres de mediano talento, pero honrados y tenaces, que la aparición de ese genio, de ese Napoleón que esperamos, y que llamaba Baroja con el nombre de Dictador en el último o penúltimo número de Alma Española. Corre por todos los ánimos de los intelectuales nuestros de hoy un viento de personalismo corto de miras, estéril, que es lo más opuesto a nuestras necesidades. Un genio nos alzaría un momento, y muerto o roto, volveríamos a nuestro faquirismo, o, mejor judaísmo, a esperar, enfermos, inquietos, imposibles, otros dos o tres siglos el nuevo genio que por reparto providencial y sin esfuerzo nuestro nos correspondiera.
Según usted, mi cariñoso amigo, yo debiera decir esto en público, hablando, o escribirlo, puesto que, bueno o malo, se me ha ocurrido. Si tal hiciera, y la cosa pareciera una tontería, como si nada; si parecía lógico y digno de consideración, la falta de madurez, el cachorrismo, las inexperiencias y candideces que necesariamente habrían de envolver su exposición, estropearían, embotarían lo que de bueno pudiera haber en ella. Así que me lo guardo. Creerá usted que es avaricia o temor a comprometerse; pero yo le aseguro que es respeto a las ideas, y —¡qué demonio!— cierto asco de entrar a formar parte, casi a sabiendas, del coro de ocas.
Observará usted que estoy pesimista. Sí; creo que, por donde vamos, no vamos a ninguna parte. Me produce verdaderamente malestar leer los artículos que se escriben: "Iba yo por la calle...", "Me acosté anoche...", "Un amigo mío...". ¿Será que estos señores tienen tan poca confianza en el timbre de su voz, que temen resultar anónimos y desvaídos si no hablan en primera persona? Y el caso es, que casi casi, son cuartas...
Al llegar aquí, releo la carta, y me parece un poco fuerte; he pecado de algunos vicios que aquí mismo censuro; pero, al cabo, esto es una carta a usted, que tiene ciertos hábitos y gustos de confesor, y no es un artículo.
Podrá ser que no haya nada de cierto en cuanto digo, pero ¿se atreverá a censurarme que, no teniendo cosa mejor que hacer, trabaje sobre los libros de nueve a diez horas diarias, y que crea que, haciendo esto unos cuantos años, se puede pensar mejor que no haciéndolo?
Espero me conteste.
Sabe usted es su amigo de veras,
J. O. G.».
No recuerdo lo que contesté a esta carta de mi joven amigo, aunque me lo figuro. Protesté, desde luego, de que haya yo nunca creído que no hace falta saber para pensar, ni que haya condenado el estudio, yo, que hago de él la principal ocupación de mi vida, y que he sido un devoralibros, sobre todo de mis dieciséis a mis veintiséis años. Lo que sí es cierto es que, aún más que leer, me gusta ver y observar lo que en torno mío pasa, y que en el orden de estudios que profeso hoy oficialmente, el de la lingüística castellana, prefiero oír hablar a los charros y estudiar la lengua viva del pueblo, tomándola de su boca, que no embutirme en la mollera viejos mamotretos de hablistas de siglos hace. Me produce más júbilo el encontrar en uso un vocablo que, a partir del latín y por deducción fonética, había supuesto como posible en castellano, tal cual me ha acontecido con la voz anidiar, enjalbegar o limpiar una casa, usada en parte de esta provincia de Salamanca, y que es derivación del latín nitidus, catalán netejar, francés nettoyer, y derivación conforme a todos los principios fonéticos conocidos; me produce más júbilo esto que no el pescar con caña de erudito un voquible raro en cualquier fraile del siglo XVI. Pero no desdeño leerlos. Mas sí lamento lo frecuente que es encontrar a nuestros jóvenes zambullidos en ciencia puramente libresca y entregados a la pedantería. Hablan demasiado de autores y de libros, y muestran demasiado empeño en hacer ver los unos que los han leído, y que no los han leído los otros.
Por otra parte, el libro es en España más imprescindible que en otras partes. Donde hay más cultura en el ambiente social que la que aquí hay, recíbela uno sin saber cómo: de conversaciones, de la lectura de diarios, de conferencias, del espectáculo mismo de la vida. Aquí tenemos que suplir cada uno las deficiencias de la cultura ambiente y las deficiencias de nuestra educación; el español se ve obligado a ser autodidacto. Y de nuestro forzoso autodidactismo proceden, con algunas ventajas, no pocos de nuestros inconvenientes.
Y puestos a leer, leer mucho. En esto aplaudo a mi amigo. Y también aquí he de repetir palabras mías de otra ocasión, y es que, cuanto menos se lee, hace más daño lo que se lea. Cuantas menos ideas tenga uno y más pobres sean ellas, más esclavo será de esas pocas y pobres ideas. Las ideas se compensan, se contrastan, se contrapesan y hasta se destruyen unas a otras.
Más complicada es la cuestión de la esperanza en el genio, que plantea en su carta mi joven amigo, y muy exacto lo de que viene tal esperanza a ser una manifestación del espíritu de la lotería. Sin embargo, yo, que, como los más de los españoles que pueden tirar una vez al año cinco duros, juego a la lotería por Navidad, a ver si me cae el premio gordo, aunque sin hacerme ilusiones al respecto ni echar sobre ello las cuentas de la lechera, creo que la esperanza en el genio no es obstáculo para que cada cual trabaje por sí mismo, preparándose así al advenimiento de aquél, si es que ha de llegar. El genio sirve de poco, o no sirve de nada, si no es el núcleo en torno del cual se agrupan los «cien hombres de mediano talento, pero honrados y tenaces». Es más: creo que un solo genio, un genio solitario, si por acaso naciese entre nosotros —y tal vez haya nacido, y viva y aun se muera o se haya muerto, sin que de él nos hayamos percatado—, creo que ese genio no maduraría, a falta de otros genios. Es la sucesión de genios, la mutua fecundación de sus labores, lo que hace las grandes épocas de un pueblo, como lo ha mostrado bien el gran pensador norteamericano Guillermo James en su ensayo sobre los grandes hombres y su ambiente1. Un genio, a la vez que es producto de un grupo de talentos que le fomentan y maduran, es quien puede reunirlos y multiplicarlos.
La espera del genio, si de veras lo esperáramos, en vez de sumirnos en la quietud nos movería a la acción, así como la esperanza en el Mesías era lo que arrancaba a las mujeres judías de la esterilidad voluntaria y las hacía ansiar la maternidad. Y la esperanza en el Mesías es lo que mantiene aún vivo y activo a ese pueblo maravilloso. Y así como toda doncella judía deseaba ardientemente llegara el hombre que la hiciera fructificar de entrañas, en esperanza de que su fruto fuera el Mesías prometido, si de veras esperáramos el genio —que yo creo que no lo esperamos con esperanza activa—, todos procuraríamos con ardor que fructificasen por el estudio nuestras entrañas espirituales y las de nuestros hijos, por si el genio dormía, o en nuestro propio seno espiritual o en el de nuestros hijos.
No, yo no creo que esperemos el genio, porque esperar es rogar a Dios, pero dando con el mazo y veo nuestro mazo parado. A lo sumo, le aguardamos. Esperar es salir a la puerta de la casa con la luz en la mano, y escudriñar y avizorar las tinieblas exteriores y dar voces por si nos responden, mientras que aguardar llamo a echarse a dormir, diciéndose: «Ya vendrá y dará en la puerta, y me despertará con el aldabonazo y saldré a abrirle».
Para que llegue el genio, hay que hacerse digno de él; hay que provocarlo. Si nuestros jóvenes creyeran de veras en el advenimiento del genio, habríanlo producido ya, sacándolo de entre ellos mismos; si tuviesen fe en el genio, habrían hecho el genio, porque la fe crea su objeto.
El personalismo de que mi joven amigo se lamenta es una de las causas de que no brote entre nuestros jóvenes el genio, que es la personalización de lo más impersonal. Cada uno finge creer en sí mismo, para ver si así se atrae la fe de los demás, en vez de creer en los otros. O creer en sí mismo; pero sin fingimiento, con hechos, y no con meras palabras.
A mi contestación a la carta trascrita, que es del 6 de enero de este año, me contestó con esta otra:
«Mi querido amigo: Muchas gracias por los alientos que me da. Me complace ver que coincido con usted en algunas cosas; coincidencia tan exacta, que las apostillas de usted a lo que yo le decía, también las pensaba yo, si bien me las dejé en el tintero.
Como siento un gran desdén apriorístico hacia cuanto ahora pienso, por no considerarme en condiciones de pensar normal y seguramente al ver en usted cierta conformidad, me digo: "¿Conque no eran majaderías?".
Respecto a la publicación de mi carta como motivo de un ensayo, por lo mismo que tengo una grande ansia de notoriedades grandes, me castigo y cerceno las pequeñas ansias de notoriedades chicas, como ver mi nombre en los periódicos por cualquier motivo que sea. Desearía, pues, que no diera usted la carta mía sino como el estado mental de un muchacho de veinte años, que abrió los ojos de la curiosidad razonadora al tiempo de la gran caída de hojas de la leyenda patria. Únicamente dándole esta fuerza representativa adquiere la carta valor de hecho sugestivo para un desmontador de almas sociales como usted. Hay, sin embargo, una dificultad: hago en la carta afirmaciones rotundas e hirientes; algunos señores habrán de sentirse molestos. Si usted quiere, por medio de una vaga alusión o perífrasis, puede dar a entenderlo a estos señores, quien, desde su modesta y callada mesa de trabajo, siente un gran desdén por sus obras, y las juzga disolventes, bárbaras, y por lo menos estériles: crimen este de esterilidad, que equivale hoy en España a un crimen activo. Así, sólo quien necesite comprenderlo lo comprenderá.
Tiene usted cierta fe en un arquitecto, en un presunto rimador que congregue esos versos sueltos en una labor constructora. Pero vea usted: esos señores han hecho una cosa buena: todo lo bueno —le decía en mi anterior— que puede hacer un irruptor salvaje: derruir, romper ídolos, labor negativa. Son cerebros hechos para ir del más al menos; hágalos usted moverse del menos al más, ¡cualquier día! Les falta en absoluto esa pequeña, infinitesimal capacidad de renunciamiento, de disciplina, en sentido universal, casi biológico, necesarias para hacer lo que un ser solo no puede hacer. Son pegujaleros intelectuales; no sienten, no ambicionan el hijo de sí mismos. Si hubiera vivido entre ellos Juan Jacobo no habría imaginado aquella explicación matemática del contrato social por una dejación (c’est à vous) de partes alícuotas de libertad individual. Por tanto, si aquí se ha de hacer algo, lo primero es no contar con esos decadentes. Y es lástima, porque, in honore veritatis, tienen cierto valor intelectual, cosa que por acá andaba perdida hace tiempo, mucho tiempo. ¿Podría usted decirme cuánto?
Sólo me queda decirle una cosa, si me perdona usted esta intromisión crítica: Ha aprendido usted de los jesuitas un secreto táctico que ellos aprendieron de las mujeres: el secreto de preocuparse individualmente de los que se les acercan, sabiduría de confesor y de cortesana (parce mihi). Es usted terrible.
A Maeztu hace mucho que no le veo; me dicen que está de montreur d’ours, paseando a Grandmontagne. Este hombre, que acaso tenga tan buena fe y tanta honradez anímica como Ramiro, me parece el peor estratega, si no existiera Maeztu. Y ya que va de crítica y valoración psicológica, diré a usted que tengo a Ramiro como el hombre más bueno, más de primer movimiento, más sincero, más niño, en fin, con menos redroideas de cuantos andan con una pluma en la mano. Ama las cosas tan fuertemente, con tanta inocencia, con tal ardor y olvido de sí mismo y de los demás, con tal desprecio del ridículo, que las estropea, las rompe y las hiere en la matriz. Leyendo en vidas de los grandes hombres, y mejor sus memorias y arias, ¿no es verdad que se aprende cierto maquiavelismo o jesuitismo, sabio, alto y humano? Las ciegas impurezas de la realidad... Creo que me entiende usted.
En fin de cuentas, sabe usted es su amigo,
J. O. G.».
Bien sé que mi joven amigo José Ortega Gasset no quedará del todo contento de que le publique estas sus dos cartas, pero creo con ello hacerle un gran bien, y hacer otro a la juventud española. La falta de intimidad de nuestro ambiente espiritual es verdaderamente enervadora y sofocante; un falso pudor contiene nuestras más legítimas expansiones. Mucho de la hostilidad que he notado entre los jóvenes hacia otro joven citado en esta carta, Maeztu, ¿no proviene de que éste vive al aire libre, con el alma desnuda a las miradas de todos? Esa falta de intimidad lleva a pobreza de espíritu, y esta pobreza hace que acaben no pocos de nuestros jóvenes por hocicar en el más chinesco casticismo, por preocuparse poco más que de la pureza, armonía y elegancia de la frase castellana. El esteticismo, y el de peor ralea, es el paradero de tales almas que cierran sus entrañas.
Antes de seguir, tengo que protestar de un concepto que en su carta estampaba mi joven amigo, y es lo de que haya yo aprendido de los jesuitas secreto alguno táctico. Ni me han educado jesuitas ni he tenido continuado trato íntimo con ninguno de ellos. A pesar de lo cual, estoy harto de oír se me moteje de jesuita. A lo que suelo contestar: «Es muy posible que vean otros algo de jesuítico en mí; pero ello se deberá a hermandad de origen entre la Compañía y yo, y no a influencia ninguna de ella sobre mí. Y digo hermandad, porque el Padre de la Compañía, Íñigo de Loyola, era, como yo, un hijo de la raza vasca, y lo que pueda haber de común entre mi espíritu y el jesuítico será lo que uno y otro tengamos del espíritu vasco».
Por lo demás, apenas necesita comentario la segunda carta de mi joven amigo. Todo lo que en ella se refiere a los instintos destructores de los jóvenes decadentes, me parece de perlas. ¿No será más bien que, así como la busca del ideal une, la rebusca del inmediato mañana desune y desagrega?
Me hallaba preocupado con estas cartas, y deseando darlas a luz, como aquí las doy, comentadas, cuando recibí otra con unos versos de otro joven amigo mío, del poeta Antonio Machado, hermano de Manuel. Los versos de uno y de otro son de lo más espiritual que puede hoy leerse en España. Machado, que creía soñar en la quietud del que duerme, dice que hay que despertar y soñar despierto y obrando.
Hay en su carta pasajes dignos de reproducción. He aquí uno:
«No quiero que se me acuse de falta de sinceridad, porque eso sería calumniarme. Soy algo escéptico y me contradigo con frecuencia. ¿Por qué hemos de callarnos nuestras dudas y nuestras vacilaciones? ¿Por qué hemos de aparentar más fe en nuestro pensamiento o en el ajeno de la que en realidad tenemos? ¿Por qué la hemos de dar de hombres convencidos antes de estarlo? Yo veo la poesía como un yunque de constante actividad espiritual, no como un taller de fórmulas dogmáticas revestidas de imágenes más o menos brillantes».
Cuando publique mi ensayo sobre la consecuencia, se verá cuán acertadas me parecen estas líneas de Antonio Machado. Y, sobre todo, si un poeta no es un espíritu que vive a nuestros ojos, al que sentimos vivir, es decir, fraguarse día a día su sustancia, ¿qué es un poeta? Y si un joven no es así, ¿qué es juventud?
Sigue Machado:
«Pero hoy, después de haber meditado mucho, he llegado a una afirmación: todos nuestros esfuerzos deben tender hacia la luz, hacia la conciencia. He aquí el pensamiento que debía unirnos a todos. Usted, con golpes de maza, ha roto, no cabe duda, la espesa costra de nuestra vanidad, de nuestra somnolencia. Yo, al menos, sería un ingrato si no reconociera que a usted debo el haber saltado la tapia de mi corral o de mi huerto. Y hoy digo: Es verdad, hay que soñar despierto. No debemos crearnos un mundo aparte en que gozar fantástica y egoístamente de la contemplación de nosotros mismos; no debemos huir de la vida para forjarnos una vida mejor, que sea estéril para los demás».
Lo inserto así, hasta en lo que a mí se refiere. ¿Por qué no? No hay más que una humildad verdadera, y es la sinceridad. El que se preocupa de mostrarse humilde o de aparecer modesto es que alimenta una real soberbia. Lo derecho es dejarse ser como es, es coger el alma propia y con fuerte brazo tenderla en la plaza pública, a las miradas y a las pisadas de todos los que pasen.
Sigue diciéndome Machado, después de hablar de la sed de misterio:
«Nada más disparatado que pensar, como algunos poetas franceses han pensado tal vez, que el misterio sea un elemento estético —Mallarmé lo afirma al censurar a los parnasianos por la claridad en las formas—. La belleza no está en el misterio, sino en el deseo de penetrarlo. Pero este camino es muy peligroso y puede llevarnos a hacer el caos en nosotros mismos si no caemos en la vanidad de crear sistemáticamente brumas que, en realidad, no existen, no deben existir».
No deben existir en el campo de batalla; fuera de él, sí; el misterio está más allá de la lucha, y su revelación es el premio de la victoria. Tiempos de lucha son los actuales para nuestra España, y no puede nuestra juventud recogerse a pulir joyas de oribería ni a rebuscar nuevos ritmos. Los nuevos ritmos surgen espontáneamente de la nueva vida; las canciones nuevas se improvisan en la embriaguez del triunfo. Si todos los jóvenes que, mustios y lacios, arrastran sus videzuelas entre envidias y desalientos, se uniesen para la lucha de hoy, surgiría de entre ellos, al punto, el poeta de mañana. La poesía es cogüelmo de acción; es también acción muerta.
Me habla luego Machado de que cree observar en la vida literaria madrileña un esfuerzo hacia la actividad del pensamiento, y que este esfuerzo ha creado una fuerza nueva, que necesite cauce. "«Pero el torpe resurgir a la luz de nuestros cerebros adormilados nos hace —dice— mirarnos todavía como enemigos»". Y sigue:
«Aquí hay una gran inquietud que nos hace ser injustos unos con otros. Nos miramos por dentro, y, al ver nuestros defectos, no tenemos el heroico valor de confesarlo, sino que se lo arrojamos en forma de catilinaria a nuestro vecino. Apenas si surge un adjetivo que no se lo tiren a la cabeza todos a todos, con el santo deseo de descalabrarse. En realidad es que a todos nos duele. Pero en el fondo de esta gran miseria hay algo que nos llevará a todos a unificar nuestros esfuerzos hacia un ideal que está más alto que nuestra vanidad. No cabe duda».
No, no cabe duda. Del fondo de la miseria común es de donde suele surgir el remedio. He ahí un joven que dice de sus compañeros en juventud lo que acaso no hubiera dicho yo, a quien acusan algunos de juzgar muy duramente a los jóvenes. A los jóvenes, que son ya lo único que en España me interesa.
Sí, del fondo de la común miseria surgirá el remedio cuando cada cual se persuada de que lo que es mal de todos, lo es de cada uno. En un libro, en torno al cual parece ha hecho el silencio nuestra Prensa, cuando es merecedor de todo elogio, en el libro Mi rebeldía, del comandante de Infantería don Ricardo Burguete, he leído esta sentencia, fuertemente sugestiva: "«La defensiva es una forma democrática: se confía en el esfuerzo común y éste descansa en el mérito ajeno»". Lo cual me hace recordar otra sentencia, ésta de una mujer, la famosa teósofa mistress Annie Besant, sentencia que cita James en otra de sus tan doctrinales obras (The varieties of religious experience), y es la que dice así: "«Mucha gente desea prospere una buena causa cualquiera, pero muy pocos se cuidan de fomentarla, y muchos menos aun arriesgarían algo en su apoyo». «Alguien tiene que hacerlo, pero ¿por qué yo?»", es la muletilla de toda apocada simpatía. "«Alguien tiene que hacerlo, ¿por qué no yo?»", es la exclamación de algunos serios servidores del hombre, que ansían avanzar a encararse con un deber peligroso. Entre estas dos sentencias median siglos enteros de evolución moral. Locos son, en efecto, los que se deciden a ser los primeros; cada cual quiere que le preceda otro. «El papel de precursor es muy poco grato —me decía un joven amigo mío—, porque luego viene el otro, el precursado, y se lo coge todo con sus manos lavadas». Mas yo le dije, y aquí repito, que si los jóvenes todos se dedicaran a precursores del genio, con esperanza en él, pronto brotarían de entre ellos los genios.
Los jóvenes esperan. ¿Qué esperan? Lo que ha de venir. ¿A quién esperan? Al que ha de venir. ¿Y qué es lo que ha de venir y quién vendrá? Nadie lo sabe. ¿Y qué le traerá? Le traerá la esperanza. Porque la esperanza, como la fe, crea su objeto.
Un antiguo apotegma escolástico decía que no puede quererse nada que no se haya conocido antes, nihil volitum quin praecognitum; y tal es el principio supremo de todo intelectualismo. Al cual principio debemos oponer, jóvenes, el inverso, y afirmar que no cabe conocer nada que no se haya querido antes, nihil cognitum quin praevolitum. El deseo es primero, y su realización después. Y el deseo no surge de inteligencia.
Dice Machado que ansía luz. Es que se está haciendo la luz en sus entrañas, o, mejor, en sus sotoentrañas espirituales. Es el alba del espíritu. ¿Qué será un alba perpetua? ¿Y qué importa? ¿Hay acaso nada más dulce, nada más fortificante, nada más vivificante que el alba? ¡Hermosa hora aquella en que ve uno nacer su sombra pálida y larga, y, al volverse se encuentra con que el sol, cual gigante flor de fuego, brota de tierra! Y aunque no salga, ¿qué importa?
Nihil cognitum quin praevolitum. No conocerán nuestros jóvenes al Príncipe de juventud en torno al cual se unan para el asalto de la fortaleza que guarda el misterio de mañana, del eterno mañana, mientras no sepan desearlo, mientras no sepan quererlo. El Enviado vino, pero vino al pueblo de Raquel, de aquella Raquel que decía a Jacob, su hombre: "«Dame hijos, o si no me muero»" (Génesis, XXX, 1); y se los dio. El Enviado vino, y vino a las entrañas de la mujer, que dijo al anunciárselo el ángel: "«He aquí la criada del Señor; hágase en mí según tu palabra»" (Luc., I, 38). También vendrá a España el que nos haga falta, el genio esperado; pero es siempre que los jóvenes lo ansíen, y que al abrir los ojos a la luz, se diga cada uno de ellos: «¿Seré yo el esperado? ¿Seré yo el que esperamos todos, el que yo espero?». Y si sintiera en sí la comezón de las alas, el empuje de las alturas; si se sintiera crecer y henchirse de ambición sagrada, entonces se llenará, no de soberbia, sino de sumisión perfecta, y viéndose el servidor de todos, esperará que se haga en él según la esperanza de España, según la esperanza de su juventud, según la esperanza de todos. «Tiene que venir, ¿por qué no he de ser yo?». Sólo el que sienta esto de veras, el que lo sienta, y no sólo lo piense; y el que de veras, y no por ficción lo sienta; sólo el que sienta eso de veras, es joven por juventud inmarchitable.
No mires, joven, tu reflejo en los demás; mira sus reflejos en ti mismo. No te busques desparramado en los otros antes de haber buscado a los demás coyuntados en ti. Si los unes en tu espíritu, sabrás luego unirlos en la vida.
Mayo de 1904.