Contra Esto y Aquello

Miguel de Unamuno


Ensayo, artículo



Prólogo a la segunda edición

Los artículos que componen esta colección no son propiamente ensayos críticos, ni pretende su autor que lo sean. Tan sólo son notas de un lector. En rigor, un pretexto para ir el autor entretejiendo sus propias ideas con las que le dan aquellos otros escritores a los que lee.

Escritos a vuelapluma y para satisfacer exigencias de labor periódica, no se enderezan a llevar a cabo un trabajo de erudición, que debe quedar para otros ingenios mejor dotados a tal respecto. El autor de estos ensayos no lee para citar lo leído, sino más bien para encender y enriquecer su propio pensamiento.

Hay, además, en la colección ésta algunos trabajos que no se refieren expresamente a obra alguna literaria, sino que son reflexiones generales sobre temas literarios y uno sobre la crítica. En éste trata el autor de sincerarse en cierto modo para que no se le tome por un crítico, por lo que se llama correctamente un crítico, a cuyo oficio renuncia, lo mismo que al de erudito, por no sentirse con aptitud para ninguna de esas dos tan inútiles y tan nobles funciones.

Poco tendría que añadir a lo que aquí hace ya dieciséis años dije si no hubiera pasado en tanto la terrible galerna, y a la vez terremoto, de la guerra mundial y sobre mí otra galerna que me tiene ya más de cuatro años y medio desterrado de mi patria, tiempo en que, merced sobre todo a trece meses de habitación en París, he podido rectificar ciertos juicios que acerca del espíritu francés, y más concretamente parisiense, había formado y publicado entonces. Pero no quiero tocar nada de lo que entonces dije, quiero respetar los juicios, equivocados o no, del que fui hace más de dieciséis años. Si algo rectificaría habrían de ser algunos vituperios, jamás los elogios, aunque respecto a éstos haya cambiado algo alguna vez.

Porque al releer, por primera vez, estos ensayos, me he percatado de que hay aquí más elogios y alabanzas que vituperios y denigraciones, y de lo equivocado, por tanto, del título que di a este libro: Contra esto y aquello. Título que ha podido contribuir a cuajar y corroborar en torno mío, envolviéndome y deformándome al conocimiento de los demás, una cierta leyenda que yo, tanto como los otros, he contribuido a formar. La leyenda de ser yo un escritor atrabiliario, siempre en contradicción, no satisfecho con nada ni con nadie y dedicado más a negar y destruir que a afirmar y reconstruir. Lo cual es falso.

Claro está que para reconstruir, y sobre el viejo solar, pues no hay otro, lo primero es desescombrar, y yo me he dedicado sobre todo a la tarea del desescombro. No ha de reconstruirse sobre ruinas tambaleantes y resquebrajadas.

Acaso ese prestigio —praestigium quiere decir engaño— y sugestivo título de Contra esto y aquello haya contribuido a poderse haber llegado a la segunda edición, pues un título es muchísimo para el suceso de una obra —tal con mi novela Nada menos que todo un hombre y con mi L'agonie du christianisme—, pero cuando es equivocado, como en este caso, lleva el inconveniente de que el lector juzgue de la obra de un autor no por lo que la obra misma dice, sino por lo que éste declara que dice o quiere decir. Y no debería ser así. El lector avisado debe hacer poco caso del juicio que el autor haga de su propia obra.

A este respecto he de aducir que, cuando al publicar mi novela Niebla inventé la palabreja aquella de nivola, echáronse sobre ella no pocos lectores a quienes la tal palabreja les alentaba, en su pereza mental, a juzgar la novela como tal novela, y nada menos que toda una novela, que es.

Y dicho esto, en descargo de la impropiedad de este título de Contra esto y aquello, y del estropicio a que me conduce de aparecer como un contradictor de menester o poco menos, tengo que renunciar a rehacer juicios contradictorios que sobre hombres y cosas aquí aparezcan. Tiempo y lugar espero haber de tener, y aun a pesar de mis años, para hacerlo cumplidamente.

Y vuelvo a dejaros, lectores, con el Unamuno de nuestra leyenda, la vuestra y la mía, que os saluda ya hermanal, ya paternalmente, desde el destierro fronterizo de Hendaya, hoy 11 de octubre de 1928.

MIGUEL DE UNAMUNO.

Algo sobre la crítica

No me gusta recoger las alusiones que se me dirigen ni protestar de los juicios que sobre mi valor se vierten. Los que escribimos para el público debemos ser sufridos. Pero como, por otra parte, tampoco me gusta someterme a rígidas normas de conducta, alguna vez quebranto el propósito de no comentar los comentarios que sobre mi obra se hagan. Y ésta es una de las veces. Le quebranto a propósito de una página que en el número 2 de la Verdad, revista mensual de arte, ciencia y crítica, que se publica en Santiago de Chile, me dedica el señor don Ernesto Montenegro.

Chile es hoy, después de la Argentina, el pueblo americano en que con más y mejores amigos cuento; en cada correo me llegan expresiones de aliento y de simpatía. Es uno de los pueblos en que creo contar con más lectores, y dentro de su número tal vez con los más atentos y los más reflexivos. Claro está que no todos los que de allí me escriben aplauden sin reservas mi labor, sino que con frecuencia me oponen reparos y censuras de buena fe; así es y así debe ser.

Hace pocos años, muy pocos, mis relaciones epistolares con chilenos eran escasísimas; hoy son muchas. Y esto lo he logrado "«con unas cuantas lanzadas del género crítico»", como dice el señor Montenegro; con unos ensayos ásperos y duros, tal vez despiadados, sobre las obras de dos escritores chilenos. "«Entre nosotros —añade el señor Montenegro— es casi un hombre célebre, y sólo por sus diatribas contra algunos de nuestros compatriotas célebres. Esto ha bastado para sustraer su nombre al silencio; ese respetuoso silencio en que se trasmiten al oído un nombre de maestro sus admiradores, y hoy llevan el suyo de boca en boca con más curiosidad que cariño las gentes de camarilla literaria o le rebajan su prestigio los periódicos para vengar pasiones de banderías»".

Esto es la pura verdad —debo declarar "«con la modestia que me caracteriza»" y empleando esta frase que he aprendido en Sarmiento, aquel noble y desinteresado egotista— y yo me tengo la culpa, si es que la hay, por haberme metido en corral ajeno. Y es que el ejercer la crítica a tanta distancia tiene el mal de que quien la ejerce ignora la actuación pública de los criticados, y los prestigios literarios suelen muchas veces no ser más que reflejos de prestigios de otro género.

Añade luego el señor Montenegro que hay quienes me estiman crítico rabioso porque desconocen mis obras. ¿Rabioso yo? Así Dios me perdone mis demás pecados, pero hombre más blando y más condescendiente dudo que lo haya.

«Para nosotros los que de veras le estimamos —sigue diciendo el señor Montenegro— no puede ser un mérito más su campaña devastadora, que tanto parece complacer a los envidiosos y fracasados, y a esa casta especial que, no pudiendo hacer nada serio, vive para burlarse del trabajo ajeno».

Tengo que dar las gracias al señor Montenegro por esta noble declaración, y declarar yo, por mi parte, que tampoco a mí me parece que me añade mérito esa que llama mi campaña devastadora y que lamento el que complazca envidias. No lo hice para eso.

Es, sin duda, una de las amarguras que acibaran el ánimo de cuantos combaten por la verdad y por la justicia y por la cultura el encontrarse con que se tergiversa el sentido de su labor. Las mezquinas pasiones de los hombres lo convierten todo en sustancia venenosa. Yo fui en cierta ocasión solemne de mi vida ruidosamente aplaudido por ciertas duras reconvenciones que dirigí a quienes más quiero, y lo triste fue que el espíritu que movió las más de aquellas manos a aplaudirme fue un espíritu contrario al que sacaba mis palabras de mi corazón a mi boca. Y algo así puede haberme pasado en Chile.

"«También este Chile —agrega el señor Montenegro—, tan maltratado en su patrioterismo por el fogoso libelista, le da un buen contingente de adeptos. De los que comulgan en su ferviente idealismo somos nosotros»". Lo creo, y creyéndolo espero de ellos la justicia de que me crean que es un interés real y vivo, que es una profunda simpatía hacia ese Chile, que tanto se parece en espíritu a mi pueblo vasco, lo que me ha movido en más de una ocasión a fustigar la irreflexiva patriotería de algunos de sus hijos, como fustigo siempre que se presenta la coyuntura la patriotería ciega de mis paisanos.

Los escritores chilenos, cuyas obras he tratado de desmenuzar sin compasión alguna hacia el escritor —el hombre merece mis respetos—, son de esos escritores que ponen en ridículo a su propio país. Y bueno es advertir que a los hijos de esas jóvenes naciones que prosperan en riqueza y en cultura y adoptan, desde luego, los mejores progresos de Europa, no les vendría mal en ciertas ocasiones una más discreta moderación de juicio al compararse con otros pueblos. La cultura es algo muy íntimo que no puede apreciarse tan sólo en un paseo por las calles de una ciudad, y tal la hay que teniéndolas mal encachadas, llenas de baches y tal vez de fango, y careciendo de refinamientos, de comodidad y de policía, puede encerrar formas de espíritu de muy elevada y muy noble prosapia.

La patriotería —lo que los franceses llaman «chauvinismo»— es una especie de enfermedad del patriotismo, cuando no un remedo de éste, y en Chile, donde el patriotismo sano, el normal, o si se quiere llamarle, forzando la metáfora, fisiológico, tiene tan hondas, fuertes y viejas raíces, es en uno de los países en donde menos debían consentir los patriotas que los patrioteros explayasen su manía.

En la ocasión solemne de mi vida a que antes me he referido, dije a mis paisanos que "«gran poquedad de alma arguye tener que negar al prójimo para afirmarse»", y esta mi sentencia de entonces, con lamentablemente harta frecuencia suelo tener ocasión de repetir. La repito siempre que algún patriotero cree necesario, para exaltar a su patria, deprimir alguna o algunas otras patrias; le repito siempre que me encuentro con patrioterías por exclusión, siendo así que el sano patriotismo es inclusivo. Ejemplo de éste tenemos en aquel soberano final del discurso de la bandera del gran Sarmiento, cuando llamaba a los pueblos todos de la tierra, empezando por los más afines, a construir la futura República Argentina.

No; yo no he maltratado jamás a Chile en su patriotismo —esto sería, además de una mezquindad, una locura y una injusticia—; lo que sí he hecho ha sido arremeter, en la medida de mis fuerzas, contra la patriotería de algún chileno, sobre todo cuando ésta iba, de rechazo, en desdoro y rebajamiento de otros pueblos.

"«Estos artículos que han venido a revolver la bilis de unos cuantos —sigue el señor Montenegro— más bien quisiéramos no conocerlos»". Y yo más bien quisiera no haber tenido que escribirlos. Haber tenido que escribirlos, digo, porque al leer ciertas cosas no suelo poder resistir la tentación de arremeter contra ellas. ¿De qué me serviría predicar a los cuatro vientos el evangelio de don Quijote, si llegada la ocasión no me metiese en quijoterías por los mismos pasos por que él se metió? Encontrarse él con algo que le pareciese desmán o entuerto y arremeter, era todo uno.

"«El autor de la Vida de don Quijote y Sancho, el admirable revelador del símbolo caballeresco, se basta para merecer toda nuestra admiración. Lo demás de su obra que ha llegado hasta nosotros lo es de pasiones momentáneas, y como ellas, pasa sin dejar rastro»". Yo siento mucho, claro está, que fuera de mi Vida de don Quijote no haya llegado a manos del señor Montenegro, cuyos son también esos dos párrafos, otra cosa que los frutos que en mí hayan podido dar pasiones momentáneas; pero espero que, tanto él como aquellos de sus paisanos que como él sientan a mi respecto —honrándome con ello no poco—, habrán de comprender que quien predica el quijotismo quijotice.

¿Y por qué —me preguntarán acaso— has venido a dar precisamente contra los escritores chilenos? Aparte de que más de una vez he tratado con igual dureza, si no en tan prolongado ataque, a otros escritores no chilenos, la pregunta tiene una fácil contestación. He ido a topar precisamente contra escritores chilenos por la razón misma que suele aquí combatir de preferencia los que creo defectos de mis paisanos: por interés. De otros, o no me entero, o si me entero me encojo de hombros.

Don Quijote salía por los caminos a busca de las aventuras que la ventura del azar le deparase, y jamás dejó una con el fin de reservarse para más altas empresas. Lo importante era la que de momento se le presentase. Hacía como Cristo, que yendo a levantar de su mortal desmayo a la hija del Jairo, se detenía con la hemorroidesa. No seleccionó el caballero sus empresas. Y no gusto yo de seleccionarlas.

Tal es la razón de que haya ido dejando el oficio de crítico, sin renunciar a la crítica por ello. Imponerme la obligación de hacer crítica de estas o las otras obras con regularidad, a plazos fijos, por vía de profesión, me parece algo así como si me impusiera la obligación de escribir un soneto o una oda cada sábado. Eso me obliga a leer para criticar, y me gusta más bien criticar por haber leído, atento a aquella sutil a la vez que profunda distinción establecida por Schopenhauer entre los que piensan para escribir y los que escriben porque han pensado.

Esta razón por una parte, y por otra la de que una crítica suelta de una obra aislada rara vez tiene valor permanente, me han ido apartando del oficio de crítico en que estuve a punto de caer, y hoy me reservo el ir leyendo las obras americanas que caen en mis manos para hacer más adelante un trabajo de conjunto sobre la literatura contemporánea hispanoamericana, en que todas ellas sean examinadas en relación y colectividad, prestándose luz mutua y sirviendo cada una, según su respectivo mérito, de ejemplo de una tendencia o de un valor generales.

Pero esto no empece el que si alguna vez un libro americano me llama poderosamente la atención, o siquiera me sugiere algunas consideraciones, rompa mi propósito y le dedique algunas cuartillas.

En los dos ataques de crítica agresiva, según el señor Montenegro la llama, que he dirigido a dos chilenos, fue que ambos me tocaron en dos de mis puntos doloridos, en dos que estimo dos fatales errores de no pocos hispanoamericanos, y no sólo chilenos. Es el uno la fascinación que sobre ellos ejerce París, como si no hubiese otra cosa en el mundo y fuera el foco, no digo ya más esplendente, sino único, de civilización. Es manía que he combatido muchas veces, encontrando para ello fuerza en la manía contraria de que acaso estoy aquejado. Pues no he de ocultar que padezco de cierto misoparisienismo, que reconociendo lo mucho que todos sabemos en el orden de la cultura a Francia, estimo que lo parisiense ha sido, en general, fatal para nosotros.

Y el otro error y más que error injusticia, que estallaba en el otro libro a que embestí sin compasión, es el de creer que los pueblos llamados latinos son inferiores a los germánicos y anglosajones y están destinados a ser regidos por éstos. Es menester que acabemos con esa monserga de inferioridad y superioridad de razas, como si la hubiese genérica y permanente y no fuera más bien que quien en un respecto supera a otro le cede en otro respecto, y quien hoy está encima estuvo ayer debajo y tal vez volverá a estarlo mañana para encumbrarse de nuevo al otro día. Acaso lo que hace a unos menos aptos para el tipo de civilización que hoy priva en el mundo, sea eso mismo lo que les haga más aptos para un tipo de civilización futura. Cuando se nos moteja a los españoles de africanos, suelo recordar que africanos fueron Tertuliano, san Cipriano y san Agustín, almas ardientes y vigorosas.

Los autores de esos libros a que tan sin compasión traté, me son, como escritores, indiferentes y sólo me sirvieron como casos de dos enfermedades generales. Ellos me servían para ejemplificar doctrina y a la vez como representantes de la patriotería irreflexiva. Si mis ataques les han dolido, lo siento, porque no gozo en molestar a nadie; pero es el caso que las censuras en abstracto, al modo de los moralistas que tronaban contra los vicios, tienen poca eficacia. La cosa es triste, bien lo veo; pero una censura a un vicio apenas tiene valor sino especificándola en un vicioso. Y lo mismo sucede con los vicios intelectuales. Don Quijote pudo haber tronado en la plaza pública contra los amos que tratan mal a sus criados, pero prefirió socorrer al de Juan Haldudo el Rico, y en todo hizo lo mismo. La campaña dreyfusista en Francia ha sido mucho más eficaz que habrían sido predicadores sin base de aplicación individual.

Lo malo es cuando se ataca a uno por pasiones personales, por mala voluntad, por ganas de hacer reír a su costa o per mezquindad de espíritu o envidia, no tomándole como un mero caso de ejemplificación. Y he aquí por qué en las líneas que el señor Montenegro me dedica, tan benévolas, tan respetuosas y desde el punto de vista en que se coloca tan justas, sólo hay una cosa que me desplace y de la que he de protestar, y es lo de llamar a esas mis duras críticas "«panfletos a lo Valbuena»". No; no quiero parecerme a Valbuena, ni quiero que mi crítica tenga nada de la suya. Yo podré ser duro, pero hago esfuerzos por no ser grosero y burdo, y sobre todo, nunca he buscado hacer reír a los papanatas con chocarrerías sacristanescas y a costa del prójimo. No; nunca me he inspirado en el bachiller Sansón Carrasco, patriarca de los Valbuenas, ni he hecho de mi incomprensión la medida de las cosas. Muchos serán mis defectos, pero el caer en crítico a lo Valbuena consideraría como una de las mayores desgracias que pudiera afligirme.

En todo lo demás debo confesar que estoy mucho más de acuerdo con el señor Montenegro de lo que pudieran creer los que me tengan por un crítico displicente y rabioso.

Leyendo a Flaubert

Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, dijo el gran Perogrullo, que es uno de mis clásicos, y a quien acaso —o sin acaso, como él diría— se le ha calumniado más de lo debido. Hace años ya, cuando empezaba a escribir para el público, dije que "«repensar los lugares comunes es el mejor modo de librarse de su maleficio»", y un semanario madrileño, el Gedeón, que por entonces me distinguía con sus frecuentes cuchufletas, dijo que la tal sentencia era una paradoja enrevesada que no había modo de entender. Como el que se empeñaba en no entender eso y otras cosas tan claras como ello se murió, yo no sé si sus compañeros que hoy quedan lo entenderán o no. A mí sigue pareciéndome tan claro como cuando lo formulé, hace años. Y ese viejo lugar común perogrullesco de que todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pierde el maleficio de todo lugar común, que es el de fomentar nuestra pereza de pensamiento sustituyendo una idea por una frase, si volvemos a pensar en él.

El vivir, como yo vivo, en una antigua y retirada capital de provincia, apartado de las grandes vías de comunicación y donde es relativamente fácil aislarse, metiéndose en casa, tiene sin duda sus inconvenientes, pero creo que sus ventajas son mayores aún.

Nunca le falta a uno la media docena de amigos con quienes departir; en buenos días de vacaciones están el campo, la sierra, el encinar, y hay luego los chismes de ciudad y las cosas del Ayuntamiento. Y francamente, vale más hablar de ellas que no de los problemas nacionales e internacionales, sobre todo cuando éstos apestan. Y queda en todo caso, y más en estos días cortos, destemplados y lluviosos del otoño, el meterse en casa a vivir con los propios hijos y con los muertos. Con los grandes muertos; con los genios de la humanidad.

Y así hago ahora. Leo a Tucídides, leo a Tácito, para no enterarme de lo que está pasando en Europa. Dejo el periódico que me habla de las negociaciones franco-alemanas, de la güera turco-italiana o de la revolución en China, para enterarme de la expedición de los Atenienses a Sicilia o de la muerte de Germánico. Así he leído últimamente la Historia de la República Argentina, de Vicente P. López, a la que debo no pocas enseñanzas, cuyo efecto alguna vez saldrá en estas correspondencias.

El buen lector debe leer a la vez tres, cuatro o cinco libros, descansando de cada uno en la lectura de los otros. Así estos días, a la vez que leo a Jenofonte, a Tácito, una historia de la religión cristiana, alemana, un libro portugués, un libro de historia del gran historiador norteamericano Parkman, he leído y releído a Flaubert. Sobre todo, los cinco volúmenes de su correspondencia.

Flaubert es una de mis viejas debilidades. Porque yo, que no pienso volver a leer ninguna novela de Zola, he leído hasta tres veces alguna de Balzac, repetiré acaso alguna de los Goncourt y he repetido las de Flaubert. Y es que Zola, como hace notar muy bien Flaubert, apenas se preocupó nunca del arte, de la belleza. La pretensión de hacer novela experimental y su cientificismo de quinta clase le perdían. Tenía una fe verdaderamente pueril en la ciencia de su tiempo, sin acabar de comprenderla. Pero este Flaubert, este enorme Flaubert, este puro artista, está henchido de entusiasmo por el arte y a la vez de escepticismo, de íntima desesperación.

He releído L'Education Sentimentale, los Trois Contes, me propongo releer Madame Bovary, ayer terminé Bouvard et Pecuchet. ¡Pero, sobre todo, la Correspondance! Aquí está el hombre, ese hombre que dicen —lo decía él mismo— que no aparece en sus obras. Lo cual no es cierto, ni puede serlo tratándose de un gran artista.

Sólo en obras de autores mediocres no se nota la personalidad de ellos, pero es porque no la tienen. El que la tiene la pone dondequiera que ponga la mano, y acaso más cuanto más quiera velarse. A Flaubert se le ve en sus obras, y no sólo en el Federico Moreau de La Educación Sentimental, sino hasta en la misma Emma Bovary, y en san Antonio y en Pecuchet mismo. Sí, en Pecuchet.

Él, Flaubert mismo, decía que el autor debe estar en sus obras como Dios en el Universo, presente en todas partes, pero en ninguna de ellas visible. Hay, sin embargo, quienes aseguran ver a Dios en sus obras. Y yo aseguro ver a Flaubert, al Flaubert de la correspondencia íntima, en muchos personajes de sus obras.

¡Cómo me atraía estos días seguir las vicisitudes sentimentales de este hombre de altos y bajos, de entusiasmos y abatimientos, de eterna decepción y desencanto! Hay una cosa sobre todo que siempre me ha atraído hacia él, y es lo que sufría de la tontería humana.

Sí, comprendo, más que comprendo, siento ese sentimiento que en Bouvard y Pecuchet le hace decir: "«Entonces se les desarrolló una lamentable facultad ("une faculté pitoyable"), la de ver la estupidez y no poder ya tolerarla»". En francés tiene más fuerza la palabra «bêtise». Y en 1880 escribía a su amiga Madame Roger des Genettes: "«He pasado dos meses y medio absolutamente solo, como el oso de las cavernas, y, en suma, perfectamente bien; verdad es que no viendo a nadie no oía decir tonterías. La insoportabilidad de la tontería humana ha llegado a ser en mí una "enfermedad", y aun me parece débil la palabra. Casi todos los humanos tienen el don de "exasperarme" y no respiro libremente más que en el desierto»". Lo comprendo, y aun diré más, aunque se me tome a petulancia: conozco esa enfermedad.

Ello es doloroso, muy doloroso, bien lo comprendo, y acaso no es bueno; tiene una raíz de soberbia, de lo que se quiera, pero me ocurre lo que al pobre Flaubert; no puedo resistir la tontería humana, por muy envuelta en la bondad que aparezca. Dios me perdone si ello es algo perverso, pero prefiero el hombre inteligente y malo al tonto y bueno. Si es que caben bondad, verdadera bondad, y tontería, verdadera tontería, juntas, y no es más bien que todo tonto es envidioso, necio y mezquino. Su tontería le impide acaso al tonto hacer mal, pero no desea bien.

Antes perdono una mala pasada que se me juegue, que una ramplonería o una sonora vulgaridad que se me diga como algo que vale la pena de ser oído. La mediocridad y la rutina mentales me duelen hasta físicamente. Hay amigos a quienes he dejado de frecuentar por no oírles los mismos eternos y sobados lugares comunes, ya sean católicos o anarquistas, creyentes o incrédulos, optimistas o pesimistas. Y la vulgaridad más moderna, la de moda, me molesta más que la antigua, la tradicional. El lugar común de mañana me es más irritante que el de ayer, porque se da aires de novedad y de originalidad. Por eso la tontería anarquista me es más molesta que la tontería católica.

Ese libro de las simplezas y las decepciones de Bouvard y Pecuchet es un libro doloroso. Hasta su manera de estar escrito, seca, cortada, a saltos, con feroces sarcasmos de vez en cuando, es dolorosa. Y hay en esos dos pobres mentecatos —no tan mentecatos, sin embargo, como a primera vista parece— algo de don Quijote, que era uno de los héroes y de las admiraciones de Flaubert, algo de Flaubert mismo.

Y como don Quijote y Sancho, Bouvard y Pecuchet —inspirados en parte, no me cabe duda, por aquéllos—, no son cómicos sino a primera vista, y sobre todo a los ojos de los tontos, cuyo número es, según Salomón, infinito, siendo en el fondo trágicos, profundamente trágicos.

El Quijote era una de las grandes admiraciones de Flaubert. En 1852, a sus treinta y un años, escribía a Luisa Colet, la Musa: "«Lo que hay de prodigioso en el Don Quijote es la ausencia de arte y la perpetua fusión de la ilusión y de la realidad, que hace de él un libro tan cómico y tan poético. ¡Qué enanos todos los demás al lado de él! ¡Qué pequeño se siente uno, Dios mío, qué pequeño!»". El Quijote dejó indeleble marca en el espíritu de Flaubert; su producción literaria es profundamente quijotesca. Cervantes era, con Shakespeare y Rabelais, con Goethe acaso, el genio que más admiraba. Y fue acaso Cervantes quien lo llevó a contraer aquella "«enfermedad de España»", de que en una de sus cartas habla: "«Je suis malade de la maladie de l'Espagne»". No acabó nunca, en cambio, de sentir bien al Dante, a este formidable florentino, que es una de mis debilidades. Pero me lo explico por lo mismo que sentía hacia Voltaire una admiración de que no puedo participar, aun reconociendo toda su grandeza. Es cuestión de sentimiento, o mejor dicho, de educación, y la de Flaubert no fue muy católica.

Pero sentía la fuerza del catolicismo. En 1858 escribía a la señorita Leroyer de Chantepie, una mujer trabajada por inquietudes religiosas —«¡rara avis!»— diciéndole: "«De aquí a cien años Europa no contendrá más que dos pueblos: los católicos de un lado y los filósofos del otro»".

Y él, el pobre Flaubert, no podía irse ni de un lado ni del otro. Le faltaba la fe religiosa, pero no era tampoco uno de esos espíritus simples que pueden entusiasmarse con la filosofía, la ciencia, el progreso o la ingeniería. Comprendo su posición; ¡no la he de comprender! Mejor aun, la siento; ¡no he de sentirla!

En 1864 escribía a la señora Roger des Genettes: "«La rebusca de la causa es antifilosófica, anticientífica, y las religiones me desagradan aún más que las filosofías porque afirman conocerla. ¿Qué es una necesidad del corazón? ¡De acuerdo! Esta necesidad es lo respetable, y no dogmas efímeros»". ¡Cuántas veces he dicho lo mismo!

Pero oíd este otro párrafo de una carta de 1861, a la misma señora: "«Tiene usted razón; hay que hablar con respeto de Lucrecio; no le encuentro comparable sino a Byron, y Byron no tiene su gravedad ni la sinceridad de su tristeza. La melancolía antigua me parece más profunda que la de los modernos, que dejan entender todos más o menos la inmortalidad más allá del "agujero negro". Pero para los antiguos este agujero era el infinito mismo; sus ensueños se destacan y pasan sobre un fondo ébano inmutable. Nada de gritos, nada de convulsiones, nada más que la fijeza de un rostro pensativo. Los dioses no existían ya y Cristo no existía aún, y hubo, desde Cicerón a Marco Aurelio, un momento único, en que el hombre se encontraba solo. En ninguna parte halla esta grandeza, pero lo que hace a Lucrecio intolerable es su física, que da como positiva: ¡Es débil porque no ha dudado bastante; ha querido explicar, concluir!»". ¿Veis al hombre? Yo no sólo lo veo, lo siento, y lo siento dentro de mí.

Y este hombre, a quien se ha creído impasible y hasta frío por aquella añagaza artística de la impersonalidad, este hombre escribía en 1854, ¡a sus treinta y tres!, a la Colet: "«¡Creo que envejecemos, nos enranciamos, nos agriamos y confundimos mutuamente nuestros vinagres! Yo, cuando me sondo, he aquí lo que siento hacia ti: una gran atracción física, ante todo; después, una adhesión de espíritu, un afecto viril y asentado, una estimación conmovida. Pongo el amor por encima de la vida "posible" y no hablo nunca de él en uso propio. Has abofeteado delante mío la última noche, y abofeteado, como una burguesa, mi pobre ensueño de quince años, acusándole una vez más de "¡no ser inteligente!". Estoy seguro, ¡vaya si lo estoy!, ¿es que no has comprendido nunca nada de lo que escribo?, ¿no has visto que toda la ironía con que en mis obras me ensaño contra el sentimiento, no era sino un grito de vencido, a menos que no sea un canto de victoria?»". Grito de vencido, sí, grito de vencido, ¡y no canto de victoria!; grito de vencido, del que cinco años más tarde, en 1859, escribía a Ernesto Feydeau, con ocasión de haber éste enviudado:

"«No te revuelvas ante la idea del olvido. ¡Llámala más bien! Las gentes como nosotros deben tener la religión de la desesperación. Hay que estar a la altura del destino, es decir, impasible como él. A fuerza de decirse: "Ello es, ello es", y de contemplar el agujero negro, se calma uno»". ¿Se calma? ¿De veras se calma? No, no se calma. Lo que hay que hacer es sacar de la desesperación misma esperanza y mandar a paseo a todos esos estúpidos cientificistas que os vienen con la cantilena de que nada se aniquila, sino que todo se transforma, de que hay un progreso para la especie, y otras necedades por el estilo.

Leed la correspondencia de Flaubert y veréis al hombre, al hombre cuya terrible ironía era un grito de vencido; al hombre que sufrió con Madame Bovary, con Federico Moreau, con Madame Arnoux, con san Antonio, con Pecuchet... Veréis al hombre cuya religión era la de la desesperanza y cuyo odio era el del burgués satisfecho de sí mismo, que cree conocer la verdad y gozar la vida, y os suelta una necedad cualquiera, a nombre de la fe o a nombre de la razón, amparándose en la religión o amparándose en la ciencia. ¿Es extraño que un hombre así, como el hombre Flaubert, el solitario de Croisset, padeciese la dolencia de insoportabilidad de la tontería, de la «bêtise» humana? Y para no tener que soportarla se enterraba entre libros, a desahogar su dolencia en sus inmortales obras.

¡Y le dolían los males de su patria, vaya si le dolían! No hay sino leer sus cartas de 1870, cuando la invasión prusiana y el sitio de París. Llegó a decir que creía era el único francés a quien de veras le dolía Francia. Y se encerraba en Croisset a cumplir el que estimaba su deber, a trabajar en sus obras. Creyó hacer en La Educación Sentimental una obra altamente patriótica, y la hizo. Más, mucho más que tantos otros que peroraban en el Parlamento. Hizo una obra de profunda política, él, que detestaba eso que comúnmente se llama, por antonomasia, política. ¿Y cómo no va a detestar la política el que sufre de insoportabilidad de la tontería humana?

¿Cómo voy a salir de casa estos días? ¿A qué? ¿A ponerme malo de oír la tontería monárquica o la tontería republicana, la conservadora o la liberal, la carlista o la socialista? ¿Voy a salir a oír el consuelo del tonto creyente que nunca ha dudado, o el del no menos tonto librepensador que tampoco duda? ¡No, no, no; mejor meterme en casa a fortificarme contra el destino, leyendo a los grandes desengañados y a los grandes engañadores, a los apóstoles de la desesperación y a los de la inmortal esperanza, a los que quieren dejar de ser y a los que quieren ser siempre! Y que los «vivos», entre tanto, se burlen de los locos; ¡que siga el «macaneo» de los que se creen avisados!

¡Oh, santa soledad!

La Grecia de Carrillo

Tengo aquí, a la mano, el libro Grecia, de Gómez Carrillo, con el cual, a la vez que he dado una vuelta por la Grecia de hoy, he refrescado mis estudios clásicos. En una de sus páginas, el autor me pide perdón —no puedo dar lo que no tengo— por si dice una herejía al traducir la prudencia griega por don de mentir o virtud de engañar. De hecho los griegos se jactaban de engañar al enemigo; su moral no era, ciertamente, la moral caballeresca.

Pero, ¿por qué Carrillo se dirige especial y señaladamente a mí? Sin duda por ser yo un catedrático de lengua y literatura griegas. Sí, lo soy, como lo fue —y Carrillo lo recuerda— Nietzsche; pero no soy un erudito helenista. Y aun hay más, y es que por esa erudición siento una mezcla de repugnancia y de miedo. Para un erudito que conozca yo con alma, conozco veinte que no la tienen. Si en la oficina en que se está comentando a Homero entrara de pronto Homero mismo redivivo, cantando en lengua moderna, lo echarían de allí por importuno.

No es esto, sin embargo, desdeñar la erudición, no. Carrillo dice una vez en su libro, hablando de la geografía, que es una demoledora de leyendas, casi tan absurda como la filología. Pero es que la filología ha creado tantas o más leyendas que ha tratado de destruir. Sucede como en todos los problemas: de la solución de uno cualquiera de ellos surgen nuevos. La filología nos ha dado una nueva antigüedad helénica, pero no menos legendaria que la antigua. Y ¡qué suma de poesía no se ha puesto muchas veces en doctos comentos filológicos! Tanta cuanta ha podido poner, y no es poca, Carrillo en sus notas de viaje.

Y él, el mismo Carrillo, ha ido provisto de sus eruditos guías, de sabios comentaristas, ¿cómo no?, y a través de ellos ha visto Grecia. A través de ellos y a través de su propio temperamento.

Esos comentaristas que le han servido de guías son, y es natural, franceses los más, y así resulta que la Grecia de Carrillo está vista y sentida a las veces muy a la francesa, pero no menos también a la española otras veces, y muy a la española. Y siempre muy a lo Carrillo. Cada cual ve, dondequiera que va, aquello que más le preocupa, y propende a no fijarse en lo que no le interesa.

Dejo para más adelante el discernir la parte de francesidad que haya en esta nueva obra de Carrillo, y voy a lo otro, a lo personal.

Carrillo es un curioso, curioso como un griego; un hombre que recorre países y tierras a la busca de nuevas sensaciones, de visiones nuevas, de novedades, en fin. Y ésta fue siempre una pasión, una verdadera pasión de los griegos: la pasión del conocimiento, el ansia de saber. La hermosa, la hermosísima palabra «filosofía», amor del saber y no estrictamente sabiduría, sólo en Grecia pudo nacer. Leed los poemas homéricos, y allí veréis con qué complacencia se detienen los héroes a contar y oír contar historias. Recréanse con ello como con la comida. Parece como que el fin de la vida es para estos hombres hablar de ella y comentarla.

En el discurso —los héroes homéricos hablan en discurso todos— que Alcinoo, el rey de los feacios, dirige a su corte, luego que Ulises se delata al oír a Demódoco cantar las hazañas del caballo de madera por aquél ideado, dice que los dioses traman y cumplen la destrucción de los hombres para que los venideros tengan argumento de canto. Las calamidades, las guerras, las hazañas, todo ocurre para que de ello se hable. El fin de la acción es su conocimiento, pero su conocimiento poético. Pasan siglos, muchos siglos, y al contarnos el autor del libro de los Hechos de los apóstoles la visita de san Pablo a Atenas, nos dice que los griegos pasaban el tiempo en hablar de la última novedad. ¿Y no es ésta acaso la labor de Carrillo, al contarnos la última novedad, aunque esta novedad parezca antigua? ¿No es convertirlo en novedad todo y entretenernos de la vida y de la muerte, como se entretenían aquellos héroes homéricos?

Y esto, que podrá parecer a algún espíritu vulgar y mentidamente serio algo fútil, algo superficial, es, sin embargo, una de las cosas más profundamente serias, porque puede ser una cosa profundamente apasionada. La pasión por el conocimiento era avasalladora entre los griegos.

Recordad la hermosa leyenda de las sirenas: "«Es la mala sirena que atrae a los náufragos de la voluntad para envenenarlos con el perfume de su seno; es la diabólica divinidad de la lujuria y del engaño»", dice el Remo de la Galatea de Basiliadis, de que Carrillo nos habla. Y, sin embargo, las dos sirenas de la Odisea, las sirenas homéricas, no envenenan con el perfume de su seno, no es la lujuria su aliciente. Las sirenas no le llaman a Ulises ofreciéndole deleite carnal, sino que le dicen: "«Ven acá, famoso Ulises, gloria de los aqueos; detén la nave para oír nuestro relato. Nunca pasó nadie por aquí de largo en su negra nave sin haber antes oído el dulce canto de nuestras bocas, recreándose con él y marchándose sabiendo más de lo que sabía. Sabemos cuánto sufrieron los argivos y los troyanos en la ancha Troya, por decreto de los dioses; sabemos cuanto ocurre en la fecunda tierra»". Para un griego, para Ulises, la tentación era terrible; ¿cómo pasar de largo sin detenerse a oír cuanto ha sucedido en la tierra? Fue una de sus mayores proezas ésta de vencer la tentación del conocimiento, la curiosidad, la terrible curiosidad, que es la principal fuente del pecado.

Por curiosidad cayó Eva, por curiosidad más que por lascivia caen las más de sus hijas. La caída de nuestros primeros padres en el paraíso de la inocencia fue por probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Seréis como dioses, sabedores del bien y del mal —les dijo, tentándolos, el demonio—. Y por anhelo de saber, por ardiente curiosidad, pecaron, cayendo en la «feliz culpa», según la llama la Iglesia misma en su liturgia.

Y esta ardiente curiosidad, este anhelo de ver, de oír, de saber cosas nuevas, de atesorar cuentos y leyendas, esto llevó a Carrillo a Grecia.

Y él, el cronista, el curioso, el amante de novedades, fue a dar en ese pueblo eternamente curioso, perennemente joven, siempre charlatán. "«Ser orador, parecer ser orador —nos dice Carrillo— es más honroso que ser hijo de un general ilustre o nieto de un héroe legendario»". "«Toda la vida de Atenas —nos cuenta Carrillo que le decía un griego— está en el café, y toda nuestra energía mental se disipa en diálogos de café... La palabra, entre nosotros, es la más fuerte bebida, el opio más poderoso, la morfina más alucinante»". De aquí, de este pueblo, salió el místico platonizante, que en el proemio del cuarto Evangelio escribió aquello de que en el principio era la palabra, el verbo, que estaba junto a Dios, y la palabra era Dios y por ella se hizo todo. ¡La palabra era Dios!

Los griegos son, según decía Stanley, retóricos y filósofos, no lógicos y juristas como los romanos; los griegos hicieron con retórica, con oratoria, dialogando libremente, en dialéctica, la filosofía, así como los romanos hicieron el derecho. Los griegos fueron los verdaderos filósofos amantes del saber; amantes, mejor dicho, de la raza del saber. En los inmortales diálogos del divino Platón se siente el placer de perseguir la verdad más aún que el de sorprenderla; la inteligencia goza de la gimnasia de sus facultades. "«Porque de lo que se trata no es —como nos dice Carrillo— de hallar la verdad, sino de correr tras ella para no alcanzarla nunca»".

¿No recordáis aquellas tan mentadas palabras de Lessing, el germano helenizante, uno de los tudescos más empapados en el alma helénica? Decía: "«Si Dios tuviera encerrada en su mano derecha toda la verdad y en la izquierda no más que el siempre vivo anhelo de la verdad, aunque con el añadido de errar por siempre, y me dijese: "¡escoge!", caería yo, humilde, ante su izquierda, y le diría: "¡Padre, dame esto!; la pura verdad no es más que para Ti solo"»". Era, sin duda, el temor de que la pura verdad le matase. "«Quien a Dios ve, se muere»", dicen las Escrituras.

Esta pasión, esta desenfrenada pasión por la caza de la verdad, más aún que por la verdad misma; este loco amolde jugar la inteligencia, consumía a Sócrates. Aquello de "«viejo pedante que todo lo razona y nada siente»", que Carrillo nos cita, es una calumnia de Piladelo, como lo de «hombre-teoría» es otra calumnia de Nietzsche, que era maestro en ellas, pues se pasó la vida calumniando. Calumnió a Sócrates, lo mismo que calumnió a Cristo, él, que quiso ser un Sócrates y un Cristo.

El griego fue siempre un curioso. Y tengo para mí que, si Helena siguió a París, provocando la guerra de Troya, fue arrastrada, más que por Afrodita, la diosa del deleite, por la misma Atena, la diosa del saber, de la curiosidad, así como de la prudencia. Cuando Ulises entró a hurtadillas, disfrazado de mendigo, en Troya, a ejercer espionaje y maquinando sus tretas, Helena fue la única que le conoció. Revelole el héroe sus propósitos, bajo juramento que ella prestó de no revelarlos, y cuando metieron los aqueos el caballo de madera, ¿qué hizo Helena? ¿Qué iba a hacer? Ir, verlo, dar tres vueltas en derredor de él, llamando a los héroes, a comprometer el éxito de la treta. Y no más que por curiosidad.

¡Curiosidad, divina fuente del saber desinteresado!, ¡madre de la filosofía! También el estómago, la necesidad de vivir, engendra ciencia; pero esta ciencia que brota del estómago es abogacía, no filosofía. La filosofía es saber por el saber mismo.

¿Y esto no satisface? No, no satisface.

Carrillo nos confiesa su desilusión ante el Acrópolis de Atenas. Recordando la famosísima oración ante el Acrópolis de aquel eterno curioso que fue Renán, de aquel goloso de saber, escribe Carrillo un capítulo, el último de su obra, que se titula así: «La oración en el Acrópolis». Y allí nos cuenta su desilusión:

"«Aun las almas románticas, en efecto —dice Carrillo— sienten, al encontrarse en presencia de la diosa ateniense, una infinita inquietud y un infinito malestar. ¿Es esto?, parecen preguntar. ¿Es esto nada más?»". Y yo digo: Las almas románticas, las almas apasionadas, más aún que las otras. Y nos cuenta Carrillo la frialdad de Chateaubriand, de Lamartine, de Gautier ante la Acrópolis.

"«Entre el Acrópolis y nosotros, en efecto —añade Carrillo— hay muchos siglos y muchas ideas»". Lo que hay entre el Acrópolis y nosotros es el cristianismo, la terrible verdad del cristianismo, la desesperación resignada del cristianismo. Entre nosotros y la Razón helénica está la Cruz, la sublime locura de la Cruz.

A esa Atena, a esa Razón, "«nadie la ve de repente —dice Carrillo, añadiendo—: La cordura no surge cual una aparición. Suavemente, paso a paso, sin prisas, sin sobresaltos, va acercándose. El hombre la ve venir, y duda, y no la reconoce. ¿Una divinidad esa dama altiva que no se esconde entre velos y agita palmas enigmáticas? Más bien parece una estatua animada. Poco a poco la estatua se trueca en imagen. Y la imagen continúa su camino tranquila hasta que, después de mucho tiempo, pone en nuestra frente su dedo níveo, y nos sonríe. Entonces volvemos la vista atrás. El Acrópolis aparece de nuevo ante nuestros ojos llenos de luz. Una magnífica apoteosis alumbra el templo blanco. De nuestros labios, al fin, brota la oración definitiva»".

Muy sereno, ¿no es así? Muy gracioso. Y, sin embargo, no; esa oración no nos brota del corazón mismo. La cordura surge cuando vamos a morir; la cordura es la muerte. Nuestro señor don Quijote se volvió cuerdo para morir. El Caballero de la Fe, si hubiera llegado al Acrópolis, habría entrado lanza en ristre a desencantar a la pobre Atena, allí presa del número, la proporción, el ritmo y la medida.

¡Atena, Minerva, la de los ojos de lechuza! Penetra, sí, con su mirada en lo oscuro; pero no llega a las entrañas de las cosas, donde se asienta el misterio. La razón no llega al misterio. La razón es inhumana.

Llevo ya veinticuatro años en trato con los antiguos genios de la Grecia, oyendo la voz de su sabiduría; llevo más de veinte explicándolos en la cátedra. Me aquietan, me serenan, me apaciguan; cada vez creo comprenderlos mejor, pero no me satisfacen. Y lo que en ellos más me gusta es la inquietud, la eterna inquietud que a cada paso no pueden menos que dejar descubrirse. Al fin eran hombres. Y así llegó el Cristo y le bautizaron, brotó su más íntima naturaleza.

No es verdad que no tuvieran "«vanos temores (¿vanos?, ¿por qué vanos?) de tenebroso más allá»"; no es verdad que aceptaran "«la idea divina sin vanas angustias»".

"«Entre todos los pueblos del mundo, éste es el menos místico»" —escribe Carrillo—. Y el misticismo cristiano nació en Grecia, no en Palestina; el misticismo cristiano procede de Platón más que del Evangelio. ¿Qué, no es místico el pueblo de Plotino, de Porfirio, de Proclo, de Jámblico, de san Clemente, de Orígenes, de tantos otros? Me dirán que muchos de éstos no eran griegos, aunque en griego escribían. De esto habría mucho que hablar.

Hay algo en que me parece que Carrillo ha penetrado menos que en lo demás, y es tal vez por no interesarle gran cosa, y es en lo que a la religiosidad helénica se refiere. Y, sin embargo, la teología católica es casi toda ella de origen griego. Precisamente cuando me puse a leer la Grecia de Carrillo acababa la lectura de las lecciones de Penrhyn Stanley sobre la Iglesia ortodoxa. Si Carrillo se hubiese alguna vez interesado por problemas teológicos, habría visto en Grecia, de seguro, muchas cosas que no vio.

Hay en el libro que me sugiere estas líneas un capítulo titulado «El alma pagana», que merece especial comento. Es tanto lo que se habla de paganismo y de alma pagana, que conviene detenerse un poco de cuando en cuando a esclarecerlo en lo posible. Carrillo no cae en los errores y precipitaciones de otros, no; y por eso, por ser lo suyo más comedido, más razonable, más sereno que cuanto de ordinario dicen los paganizantes, por eso merece comentarlo.

Pero esto merece especial atención y más especial tratado. Bueno será, pues, dejarlo. Pero antes de cerrar estas líneas quiero decir que, para mí, un libro que me sugiere reflexiones, así sean contrarias a las del autor de él, es un libro bueno, y cuantas más reflexiones me sugiera es el libro mejor. Y Carrillo, con su Grecia, me ha hecho viajar, no tan sólo por Grecia misma, lo que vale mucho, sino por mis propios reinos interiores, lo que vale mucho más.

José Asunción Silva

Alguna otra vez he hecho notar el hecho de que mientras los americanos todos se quejan, y con razón, de lo poco y lo mal que se les conoce en Europa y de las confusiones y prejuicios que respecto a ellos por aquí reinan, se da el caso de que no se conozcan mucho mejor los unos a los otros y abriguen entre sí no pocas confusiones y prejuicios.

Lo vasto de la América y la pobreza y dificultad de sus medios de comunicación contribuye a ello, ya que Méjico, v. g., está más cerca de España o de Inglaterra o de Francia que de la Argentina.

Me refería hace poco un escritor argentino, Ricardo Rojas, que de los ejemplares que remitió de una de sus obras desde Buenos Aires a lugares de las «tierras calientes», apenas si llegó alguno a su destino.

Por otra parte, el sentimiento colectivo de la América como de una unidad de porvenir y frente al Viejo Mundo europeo, no es aún más que un sentimiento en cierta manera erudito y en vías de formación. Hubo, sí, un momento en la historia en que toda la América española, por lo menos toda Sudamérica, pareció conmoverse y vivir en comunidad de visión y de sentido, y fue cuando se dieron la mano Bolívar y San Martín en las vísperas de Ayacucho; pero pasado aquel momento épico, y una vez que cada nación sudamericana queda a merced de los caudillos, volvieron a un mutuo aislamiento, tal vez no menor que el de los tiempos de la Colonia.

En ciertos respectos sigue todavía siendo Europa el lazo de unión entre los pueblos americanos, y el panamericanismo, si es que en realidad existe, es un ideal concebido a la europea, como otros tantos ideales que pasan por americanos.

Todo esto se me ocurre a propósito de la reciente publicación, en un volumen, de las Poesías del bogotano José Asunción Silva, que acaba de editarse en Barcelona.

Apenas habrá lector de estas líneas, con tal de ser algo versado en literatura americana contemporánea, que no haya leído alguna vez alguna de las poesías de Silva que andaban desparramadas y perdidas por antologías y revistas. Hasta hay alguna, como el Nocturno, que ha llegado a hacerse famosa en ciertos círculos.

Si hablamos de eso que se ha llamado modernismo en literatura, y respecto a lo cual declaro que cada vez estoy más a oscuras acerca de lo que sea, preciso es confesar que de Silva, más que de ningún otro poeta, cabe aquí decir aquello de que fue quien nos trajo las gallinas. Se ha tomado de él, más acaso que de otro alguno, no tan sólo tonalidades, sino artificios, no siempre imitables.

Silva se suicidó en su ciudad natal, Bogotá, el 24 de mayo de 1896, a los treinta y cinco años y medio, sin que hayamos podido averiguar los móviles de tan funesta resolución. Aunque leyendo sus poesías se adivina la causa íntima, no ya los motivos del suicidio. Pues sabido es con cuánta frecuencia los motivos aparentes a que se cree obedece una determinación grave, y a los que la atribuyen los mismos que la toman, no son sino los pretextos de que se vale la voluntad para realizar su propósito. La voluntad, en efecto, busca motivos. Y hay voluntad suicida, voluntad reñida con la vida. O que tal vez huye de esta vida por amor a una más intensa.

Leyendo las obras de los escritores suicidas se descubre casi siempre en ellas la íntima razón del suicidio. Tal sucede entre nosotros con Larra, en Francia con Nerval y en Portugal con Antero. Y tal sucede con Silva.

A Silva, de quien no cabe decir que fuese un poeta metafísico, ni mucho menos, le acongojó el tormento de la que se ha llamado la congoja metafísica, y le atormentó como ha atormentado a todos los grandes poetas, cuyas dos fuentes caudales de inspiración han sido el amor y la muerte, de los que Leopardi dijo que


«Fratelli, a un tempo stesso, Amore e Morte,
ingenerò la sorte».
 

La obsesión del más allá de la tumba; el misterio detrás de la muerte, pesó sobre el alma de Silva, y pesó sobre ella con un cierto carácter infantil y primitivo. No fue, creo, que peso resultado de una larga y paciente investigación; no fue consecuencia del desaliento filosófico, sino que fue algo primitivo y genial. La actitud de Silva me parece la de un niño cuando por fin descubre que nacemos para morir.


«Al dejar la prisión que las encierra,
¿qué encontrarán las almas?»
 

se preguntó el poeta, pero se lo preguntó como un niño.

Un ambiente de niñez, en efecto, se respira en las poesías de Silva, y las más inspiradas de ellas son a recuerdos de la infancia, o mejor dicho, es a la presencia de la infancia a lo que su inspiración deben. Basta leer las cuatro composiciones que en ésta, la primera edición de sus Poesías completas, figuran bajo el título común de «Infancia».

Tal vez se cortó Silva por propia mano el hilo de la vida por no poder seguir siendo niño en ella, porque el mundo le rompía con brutalidad el sueño poético de la infancia. Y aquí cabe recordar aquellas palabras de Leopardi en uno de sus cantos: ¿Qué vamos a hacer ahora en que se ha despojado a toda cosa de su verdura?

Cuando Silva, saliendo de la niñez fisiológica, pero siempre niño de alma, como lo es todo poeta verdadero, se encontró en el duro ámbito de un mundo de combate, presa debió de sentirse su alma delicadísima, como se encontraría un Adán al verse arrojado del Paraíso. Fuera del Paraíso y a la vez con la inocencia perdida.

Y esa angustia metafísica se expresa en los versos de Silva del modo más ingenuo, más sencillo, más infantil y hasta balbuciente, no con las frases aceradas con que se manifiesta en los esquinosos sonetos de Antero de Quental, llenos de fórmulas que acusan la lectura de obras filosóficas.

No digo que Silva careciera de cultura, antes más bien se ve claro en sus poesías que era un espíritu cultísimo; pero dudo mucho de que su inteligencia se hubiese amaestrado en una rígida disciplina mental. Sus estudios universitarios, nos dice Gómez Jaime que fueron breves, y luego parece se dio a leer por su cuenta, y sospecho que más que otra cosa literatura, y literatura francesa. No parece, sin embargo, que careciese de un cierto barniz de cultura filosófica, y tengo motivos para suponer que había leído a Taine, por lo menos, y algo a Schopenhauer, a quien cita en una de sus composiciones llamándole su maestro.

Y no digo que Schopenhauer le suicidase o contribuyera a hacerlo, porque estoy convencido de que no son los escritores pesimistas y desesperanzados los que entristecen y amargan las almas como la de Silva, sino que más bien son las almas desesperanzadas y tristes las que buscan alimento en tales escritores.

En la poesía titulada «El mal del siglo», es Silva mismo quien nos habla del desaliento de la vida que nacía y se arraigaba en lo íntimo de él, del mal del siglo; el mismo mal de Werther, de Rolla, de Manfredo, de Leopardi, "«un cansancio de todo, un absoluto desprecio por lo humano, un incesante renegar de lo vil de la existencia..., un malestar profundo que se aumenta con todas las torturas del análisis»". Y a esto le responde el médico:

«Eso es cuestión de régimen; camine de mañanita; duerma luego; báñese; beba bien; coma bien; cuídese mucho; ¡lo que usted tiene es hambre!».

Y hambre era, en efecto; hambre de eternidad. Hambre de eternidad, de vida inacabable, de más vida, que es lo que a tantos los ha llevado a la desesperación y hasta el suicidio.

Porque es cosa curiosa el observar que es a los más enamorados de la vida, a los que la quieren inacabable, a los que se acusa de odiadores de la vida. Por amor a la vida, por desenfrenado amor a ella, puede un hombre retirarse al desierto a vivir vida pasajera de penitencia en vista de la consecución de la gloria eterna, de la verdadera vida perdurable, y por hastío de la vida, por odio a ella, se lanza más de uno a una existencia de placeres. Podrá estar equivocado el anacoreta, y o no existir para nosotros vida alguna después de la muerte corporal, o aun en caso de que exista, no ser el camino que él toma el mejor para conseguirla feliz; pero acusarle de odiador de la vida no es más que una simpleza.

El paganismo, el hoy tan decantado paganismo por los que hacen profesión de anticristianos, vino en sus postrimerías a dar en un hastío y desencanto de la vida, en un tétrico pesimismo. Y si la religión de Cristo prendió, arraigó y se extendió tan pronto, fue porque predicaba el amor a la vida, el verdadero amor a la verdadera vida y la esperanza de la resurrección final. Más agudo y perspicaz era Schopenhauer al combatir el cristianismo por optimista, que aquellos espíritus ligeros que le acusan de haber entenebrecido la vida. La esperanza de resurrección final fue el más poderoso resorte de acción humana, y Cristo el más grande creador de energías.

Ese amor a la vida, mamado por Silva en el apacible remanso de Bogotá, en aquella encantada Colombia, la de los días iguales y la perenne primavera, la de costumbres arraigadas; ese amor debió de padecer sobresaltos, merced al sosiego mismo y a las brisas heladas que desde Europa le llegaban.

Hay una circunstancia, además, que nos explica el que se exacerbara su tristeza ingénita, y es que un año antes de haberse despojado voluntariamente de la vida, en el naufragio de L'Amerique, ocurrido en las costas de Colombia en 1895, se perdieron los más de los escritos de Silva, tanto en verso como en prosa. Se puede, pues, decir que el libro ahora editado es el resto de un naufragio. Y es menester haber pasado años vertiendo al papel lo mejor de la propia alma para comprender lo que haya de afectarle a uno al verse de pronto sin ello.

Hay un fragmento en prosa de Silva, el titulado «De sobremesa», que nos hace sospechar si acaso no presintió a la locura y para huir de ella se quitó la vida. Concluye así:

«¿Loco?... ¿y por qué no? Así murió Baudelaire, el más grande para los verdaderos letrados de los poetas de los últimos cincuenta años; así murió Maupassant, sintiendo crecer alrededor de su espíritu la noche y reclamando sus ideas... ¿Por qué no has de morir así, pobre degenerado, que abusaste de todo, que soñaste con dominar el arte, con poseer la ciencia y con agotar todas las copas en que brinda la vida las embriagueces supremas?».

En este párrafo hay, entre otras cosas significativas, una que lo es mucho, cual es la de llamar a Baudelaire el más grande "«para los verdaderos letrados»" de los poetas de los últimos cincuenta años, cuando en esos años hubo en Francia otros poetas a quienes suele ponerse por encima de Baudelaire. Y digo en Francia, porque de los poetas de otros países, ingleses, italianos, alemanes, escandinavos, rusos, etc., no era cosa de pedir a Silva, dado el ambiente americano de su tiempo, un regular conocimiento. Es muy fácil que de Browning o de Walt Whitman, pongo por caso, no conociera ni el nombre —no andaban, ni anda aún más que en parte uno de ellos, traducido al francés— y de Carducci acaso poco más que el nombre.

Y fue lástima. Porque es seguro que de haberlos conocido, de haberse familiarizado algo con la maravillosa poesía lírica inglesa del pasado siglo —tan superior en conjunto a la lírica francesa, en el fondo lógica, sensual y fría— habría encontrado tonos. ¿Qué no le hubieran dicho a Silva Cowper, Burns, Wordsworth, Shelley, lord Byron —a éste lo conocía—, Tennyson, Swinburne, Longfellow, Browning, Isabel Barret Browning, Cristina Rossetti, Thomson (el del pasado siglo, no el otro), Keats, y, en general, todo el espléndido coro lírico de la poesía inglesa del siglo XIX? Es muy fácil que le hubieran levantado el ánimo tanto como Baudelaire se lo deprimió y abatió.

¡Pobre Silva!

La imaginación en Cochabamba

Hoy vuelvo al precioso libro Pueblo enfermo, del boliviano Alcides Arguedas. Ya os dije que este libro, rico en instrucciones y en sugestiones, había de darme pie para más de una de estas conversaciones, que no otra cosa son estas mis correspondencias.

En el capítulo III de su obra, capítulo que se titula «Psicología regional», nos dice, el señor Arguedas, hablando del pueblo cochabambino, que lo que se observa en él, "«desde el primer momento que se le estudia, es un desborde imaginativo amplio, fecundo en ilusiones, o mejor, en visiones de carácter sentimental»". Es esta afirmación de ser los cochabambinos imaginativos la que voy a estudiar y a rectificar con datos que el mismo señor Arguedas ha de proporcionarnos.

Necesito, ante todo, establecer un principio, y es el de que, generalmente, se confunde la imaginación con la facundia, con la memoria o con la vivacidad de expresión. Imaginación es la facultad de crear imágenes, de crearlas, no de imitarlas o repetirlas, e imaginación es, en general, la facultad de representarse vivamente, y como si fuese real, lo que no lo es, y de ponerse en el caso de otro y ver las cosas como él las vería. Y así resulta que llaman imaginativos a los individuos y a los pueblos que no lo son.

Aquí, en España, pongo por caso, es corriente oír decir que los andaluces tienen mucha imaginación, y, sin embargo, todos os cuentan los mismos cuentos y chascarrillos, y de la misma manera, y si les quitáis el gesto, la mímica, el acento, apenas os queda cosa de sustancia imaginativa. Sus poetas, pareciéndose en esto a los arábigos, están dándoles vueltas siempre a las mismas metáforas, las del acervo común.

Hay quien dice que Zorrilla era un poeta de poderosa imaginación, y yo os invito a que lo leáis todo entero, si es que tenéis paciencia para tanto, y veáis cuántas imágenes creó aquel hombre en tantas estrofas, y tan hojarascosas y palabreras, como compuso en su vida. Sus metáforas son, por lo común, las del común acervo.

Es más aún, y es que en este pueblo que se cree imaginativo, porque es redundante y palabrero, la imaginación cansa y molesta. Difícilmente se resiste el más genuino producto de la imaginación: la paradoja. La monotonía y ramplonería en el pensar son aplastantes.

Y ahora volvamos a Cochabamba, ya que esta remota ciudad boliviana me parece para el caso una ejemplificación de la América española.

Porque también los hispanoamericanos presumen de imaginativos, a mi parecer, sin gran fundamento. Son, en general, como nosotros los españoles, más palabreros que imaginativos.

Dice Arguedas que los cochabambinos aman la música de fácil comprensión, "«de giros suaves, lacrimosos»"; es decir, añado yo, la que exige menor esfuerzo imaginativo, menos colaboración activa del que oye. Luego habla de pueblos de "«imaginación seca, meditativos y observadores»". ¡Aquí está el punto! ¡Imaginación seca! ¡Seca! Siendo seca, muy seca, puede ser mucho más imaginación que la mojada, que la hojarascosa. Lo seco no se opone a lo imaginativo. Seca y ardiente es la imaginación robusta, y no húmeda y fría. La poesía seca, escueta, sobria, concentrada, exige mayor esfuerzo de imaginación que no la húmeda, ampulosa y exuberante... ¡Pueblos meditativos y observadores!... Meditar es cosa di imaginación y observar también. Los pueblos que no saber recogerse a meditar y expansionarse a observar, es por falta de imaginación, no por sobra de ella.

En Cochabamba más que en ningún otro pueblo se observe la intemperancia religiosa, nos dice el señor Arguedas, añadiendo: "«Las masas, enteramente devotas, no consienten ni aceptan ninguna creencia fuera de la suya; adoran sus dogmas con enérgico apasionamiento y les parece que, consintiendo la exteriorización de otros, ofenderían gravemente su divinidad. Son fáciles a exaltarse enfrente de los disidentes y los indiferentes. Aun las elevadas clases sociales son intolerantes»". ¿Y esto qué es sino pobreza imaginativa? ¿De dónde sino de falta de imaginación proviene la intolerancia? El intolerante lo es, no porque se imagine con gran vigor sus propias creencias, no porque se las imagine con tanto relieve que excluya las demás, sino por ser incapaz de ponerse en la situación de los otros y ver las cosas como ellos las verían. El poderoso dramaturgo siente con igual fuerza las situaciones más opuestas; el autor de un diálogo polémico ahora opina esto y luego lo contrario. Los más grandes imaginativos son los que han sabido ver el fondo de verdad que hay en las más opuestas ideas. Los dogmáticos lo son por pobreza imaginativa. La riqueza imaginativa le lleva al hombre a contradecirse a los ojos de los pobres en imaginación.

Luego el autor nos habla de los jóvenes cochabambinos, "«cuya especialidad consiste en el aprendizaje casi inmemorial de las disposiciones de los códigos»"; jóvenes que "«hablan siempre con absoluta seguridad de lo que dicen»", jóvenes "«aficionados a evocar épocas remotas, citar nombres de héroes griegos o romanos y narrar con sus detalles los culminantes detalles de la Revolución Francesa»". Y todo esto, ¿qué es sino pobreza imaginativa? Pobreza imaginativa es aprenderse códigos de memoria, y obra también de memoria, y no de imaginación, es evocar nombres y fechas gloriosas.

"«Además, en Cochabamba —sigue diciéndonos Arguedas—, por su situación aislada, poco cambian las costumbres, y no se renuevan casi nunca»". ¿Para qué les sirve entonces la imaginación? "«Los hombres crecen y se desarrollan bajo una modalidad uniforme, y para ello es casi un crimen romper, de hecho, con lo tradicional...»". Es decir, falta de imaginación. Y a falta de imaginación y no a otra cosa que a falta o pobreza de ella hay que atribuir el que el cochabambino "«no conciba otro cielo mejor, otro clima más bondadoso, otros aires más puros que el cielo, el clima y los aires de Cochabamba»". No es, en rigor, que no lo conciba; es que no se lo imagina. Y no se lo imagina por falta de imaginación, que no por sobra de ella. Los pueblos que se creen los mejores suelen ser pueblos imaginativos.

"«Cochabamba es pueblo esencialmente mediterráneo: procede de la raza quechua, raza soñadora, tímida, profundamente moral, poco o nada emprendedora...»". ¿Soñadora? ¿Qué quiere decir eso de soñadora? ¿La raza quechua es que soñaba o que dormía? Y además, hay muchas maneras de soñar, y hay pueblos, pueblos imaginativos que se pasan la vida soñando, pero siempre el mismo sueño y de la misma manera. Para el imaginativo la vida es sueño y es para él la vida sueño porque el sueño es vida, porque sus sueños tienen realidad de cosas vivientes. El imaginativo sueña, reproduce, reconstruye, hace propio lo mismo que ve y es emprendedor. Un hombre de negocios emprendedor sueña los negocios, y en cambio no puede decirse que sueña el que se tiende sobre la hamaca a fumar pensando en los ojos de su novia. No hay nada más pobre, desde el punto de vista de la imaginación, que la poesía erótica.

Nos dice luego el autor, hablándonos, no ya de Cochabamba, sino de Chuquisaca, que "«un joven chuquisaqueño sabe cuándo está bien hecha la raya de su pantalón, y para él es cosa grave y trascendental el saber partir en dos, matemáticamente, su cabellera»". Y esto no es tampoco más que falta de imaginación.

Al final del capítulo dice el autor: "«Todo lo de aspecto pomposo, sinuoso, festoneado, enguirnaldado, bonito, fácil de comprender, nos seduce y entusiasma. En arquitectura, lo rococó; en música, la melodía sentimental; en pintura, los paisajes o escenas de caza o guerra, si no el desnudo; en escultura, de igual modo, el desnudo, pero no el clásico, sereno y púdico. La simplicidad de rasgos o de líneas jamás nos dice nada. En medio de esta civilización europea, permanecemos impasibles por falta de comprensión, y sólo sentimos entusiasmo por esas brillantes exterioridades que se ofrecen a la sensualidad y son comprensibles sólo en su grosera apariencia, y aun esto por poco tiempo, pues despierta en nosotros el espíritu tartarinesco, y... ¡adiós entusiasmo!, ¡adiós admiración!, permanecemos irreductibles, firmemente convencidos de que por acá podrá haber todo menos un "cielo" como aquél, un "aire" tan puro, ni "bosques" tan frondosos, ni "aves" tan pintadas, ni "ríos" tan caudalosos, ni "montañas" tan elevadas»".

Acabé de leer esto, y me dije: ¿Pero es que esto se escribe sólo en Bolivia? Y luego me fijé en aquello de que buscan lo "«fácil de comprender»" y más adelante en lo de permanecer impasibles por "«falta de comprensión»". Yo pondría lo "«fácil de imaginar»" y "«falta de imaginación»". Es falta de imaginación, en efecto, lo que hace que uno permanezca impasible ante los exquisitos tesoros artísticos en que ha cuajado la historia y delante de un templo romántico no piense sino en la incomodidad del empedrado.

En el capítulo V, y bajo el título de «Una de las enfermedades nacionales» —¿de Bolivia sólo?—, trata el autor de la megalomanía e inserta fragmentos de un folleto titulado La Palabra, que en 1906 publicó un candidato a diputado por la ciudad de La Paz. "«Hombre torrente»" le llama el autor, y este hombre torrente, palabrero y altisonante revela la mayor pobreza imaginativa. Todo eso de que la voz del pueblo es como el rugido de los leones en el desierto, y que si se encoleriza brama en grandes oleajes que se levantan rugiendo espirales tremendas y caen mugiendo en las rocas de los mares; todo lo de la caverna de Eolo, donde se oye "«el rugir vertiginoso de los grandes huracanes»", todo eso se ha dicho miles de veces, todo eso es una mera repetición de los decrépitos lugares comunes que vienen hace siglos rodando de pluma en pluma y de boca en boca; todo eso arguye pobreza imaginativa. La poderosa imaginación es sobria, ceñida, precisa.

"«La oratoria es preocupación general —añade Arguedas—; se ha visto que la palabra eleva y da prestigio; hoy son oradores todos. Faltan ideas, pero desborda el verbo»". Y si faltan ideas y desborda el verbo, es porque falta imaginación, de donde las ideas brotan y sobra memoria, donde las palabras se almacenan.

En otro pasaje dice el señor Arguedas de sus paisanos que son ágiles de cerebro. Y yo pregunto: ¿Ágiles de cerebro o ágiles de lengua? Porque la agilidad de cerebro no se compadece en el apego a la rutina que, según el mismo autor, les caracteriza.

No; en esto de la imaginación reinan grandes confusiones. Se toma por imaginación lo que no es sino facundia y una perniciosa facilidad de hablar o de escribir. La afluencia de palabra no supone imaginación. Ahí en esa América española, como aquí, en muchas regiones de esta nuestra España, apenas hay cierta edad joven que no haya perpetrado algunas rimas a su novia, a su madre o a unos supuestos primeros desengaños; pero eso no arguye imaginación, eso no arguye más que una funestísima facilidad para rimar palabras con todos los lugares comunes de la entre nosotros llamada poesía. No creo que haya una tal facilidad entre los jóvenes ingleses, y, sin embargo, es dudoso que haya una poesía lírica más verdaderamente imaginativa que la poesía lírica inglesa, que la poesía lírica de ese pueblo al que muchos de nuestros papanatas tienen por poco imaginativo. Para descubrir las leyes de Newton, para inventar la máquina de vapor o el telar mecánico hace falta enormemente más imaginación —imaginación, así como suena, imaginación y no sólo ciencia ni paciencia— que para escribir las oquedades fonográficas del folleto La Palabra. Si no tenemos ni filosofía ni ciencia propias, es por no tener imaginación suficiente para hacerlas, y por esta insuficiencia imaginativa es tan hueca, tan vacíamente sonora, tan vulgar, tan monótona, nuestra literatura de lugares comunes.

No es sólo en Cochabamba, en casi toda la América española, en casi toda España se dice que tiene mucha imaginación un caballero que se sabe todos los más retumbantes y los más floridos —con flor de trapo— lugares comunes retóricos y los zurce con gran facilidad en un momento dado. Pero cuando surge algo verdadera y hondamente imaginativo, algo que nos obliga a detenernos para imaginarlo, casi todos estamos prontos a denigrarlo como extravagancia o paradoja.

No; ni el verboso y rimbombante es imaginativo, ni el vivo, el listo, es inteligente. Hay que temer a los hombres de comprensión rápida; los que parecen comprender algo pronto, lo comprenden casi siempre mal. Entre nosotros, y creo que ahí más aún, sustituye a la sana comprensión, a la que es fecunda en simpatía humana, una cierta malicia. Somos pueblos maliciosos, recelosos, propensos a la burla, siempre con miedo de que se nos tome de primos, siempre temiendo una emboscada o un engaño. Nuestra preocupación ante un desconocido es buscarle el flaco. Y luego el empeño de no admirarnos. El admirarse es cosa de patanes.

¿Que viene acá X, una celebridad allá en su tierra? Vamos a oírle; es decir, vamos a verle. Lo mismo da que sea un gran químico que un gran filósofo, que un literato, que un tenor, que una bailarina, que un trapecista; lo que importa es poder decir que se ha visto al oso blanco. Y ver si es rubio o moreno y si viste mejor o peor, y cómo lleva la corbata, y qué tal acciona, y qué tal voz tiene. ¿Lo que dice?, y eso, ¿a quién le importa? A lo sumo, como lo diga. Pero sobre todo y ante todo, poder decir que le hemos tenido aquí, contratado, al famoso «divo», sea de la ciencia, sea del arte, sea de la religión. Y luego, en el fondo, no hay que admirarse. Eso de admirarse es cosa de pobres provincianos. El que tiene que admirarse es él, el «divo», de que le hayamos traído y le hayamos escuchado y le hayamos aplaudido. Y que no se crea que nos sorprende. No, no hay que dejarse sorprender; el dejarse sorprender es cosa de ingenuos, y la ingenuidad...

A nada hay más miedo entre nosotros, que a pecar de ingenuo. Desde niños nos educan a ser maliciosos, a ser suspicaces. Y pasa por más vivo, por más listo, el más suspicaz y más malicioso. Se admira un artículo felino, reticente, en que el autor procuró reventar a alguien con las más corteses formas. Esa indecente y repugnante costumbre de lo que aquí llamamos tomar el pelo, del choteo, del macaneo o como queráis llamarlo —todo lo indecoroso tiene muchos nombres—, esa costumbre es un estigma.

Un muchacho que había pasado tres años en un colegio inglés venía maravillado de la ingenuidad, de la simplicidad de los muchachos ingleses. "«Son de lo más infantiles —me decía—; cada uno de nosotros, a los doce años, les damos cien vueltas: no sospechan que se les esté tomando el pelo; lo creen todo, les falta malicia»". Y al oír a este joven español estas cosas, pensé en esa poderosa e íntima lírica inglesa, tal vez el más rico tesoro de imaginación de los tiempos modernos.

Hay que desacreditar esa imaginación que, según el señor Arguedas, distingue a los cochabambinos, y hay que repetir una y mil veces que eso no es imaginación; hay que desacreditar esa viveza de nuestros vivos y de vuestros vivos; esa viveza hija de malicia y que florece en burlas y en tomaduras de pelo. La verdadera imaginación es seria y grave; la más honda inteligencia desconoce las burlas hábiles y las habilidades felinas. Esa torpe viveza, hija del recelo y de la envidia, es productora de mala fe, de donde fluyen las perfidias. Y no quiero aquí recordar las terribles palabras de Bolívar, que el señor Arguedas estampa al principio del capítulo IX de su obra.

Ahora quiero hablaros de otro vicio de que el autor del libro Pueblo enfermo nos habla varias veces, de otro vicio que no deja de tener íntimas afinidades con esa viveza maliciosa, de un vicio de que habló terriblemente, en Chile, Lastarria; de un vicio que carcome a los pueblos habladores e imaginativos. Me refiero a la envidia, a la terrible envidia, compañera inseparable de la vanidad.

De cepa criolla

Cuando me disponía a ordenar las notas que sobre la religión y la religiosidad griegas fui tomando mientras leía la tan sugestiva Grecia de Gómez Carrillo, hete aquí que viene a dar en mis manos el libro de Martiniano Leguizamón que lleva por título el mismo que esta correspondencia: De cepa criolla.

Hace años que conozco a Leguizamón como escritor, y cuando publicaba en La Lectura, de Madrid, notas bibliográfico-críticas sobre libros hispanoamericanos, publiqué alguna sobre algunos de sus libros.

Una circunstancia especialísima hizo que me fijase en él, y fue su apellido. Este apellido Leguizamón, que creo recordar es también de un gaucho famoso que figura o en la historia de Juan Moreira o en otra análoga —pues escribo esto sin tener los libros delante—, es uno de los apellidos más genuinos de mi tierra vasca. Los Leguizamón figuran entre los más célebres banderizos que ensangrentaron con sus luchas fratricidas a Vizcaya, allá en las postrimerías de la Edad Media, y aun hoy quedan restos de la antigua casa-torre de los Leguizamón a orillas del río Nervión o Ibaizábal, el que atraviesa Bilbao, y no lejos de esta mi villa nativa. Y es, por cierto, el rincón solariego de los Leguizamón uno de los más apacibles y más recogidos rincones de que en los alrededores de Bilbao puede gozarse.

Este atractivo de su nombre me ha hecho leer los libros de Martiniano Leguizamón, y la lectura de ellos me ha movido a leer este nuevo. Y además, lo mucho que me interesa eso que llaman criollismo.

En las breves y algo dispersas notas que van a seguir, he de recalcar forzosamente sobre conceptos que antes de ahora he expuesto en estas mismas columnas; pero soy de los que creen que la repetición es lo único eficaz en la vida, ya que la vida misma no es sino repetición.

Si bien se mira, se observará que los escritores y pensadores que más profunda traza han dejado sobre el espíritu humano han sido, por lo general, hombres de muy pocas, pero muy hondas y arraigadas ideas, y que sus obras giran en derredor de unos cuantos, muy pocos, conceptos fundamentales, aunque conceptos muy comprensivos. Y por algo enseñaba santo Tomás que, según se asciende en la escala de las inteligencias, se comprende el universo con menos ideas, hasta llegar a Dios, que lo ve en una sola: la de sí mismo.

Me he propuesto, pues, siempre reducir mis concepciones a unas pocas ideas, y de aquí el que tienda a una cierta monotonía y repetición de conceptos.

Y dejando todo esto, voy a ir pasando en revista algunas de las afirmaciones de Leguizamón, en su libro De cepa criolla.

Hablando del lenguaje de Hidalgo, nos dice Leguizamón (pág. 12) que aunque el tal lenguaje no nuevo ni original, por derivar del antiguo romance castellano, no puede negarse que el asunto regional ya le da una fisonomía distinta y que la adopción de modismos del país —en que el guaraní, el quichua y el araucano contribuyeron con gran aporte de voces nuevas— ha concluido por marcar diferencias entre el lenguaje popular en la madre patria y el del criollo rioplatense. Y en la página siguiente añade que, "«como eran diametralmente diversas las tendencias del criollo y del peninsular, no podía ser idéntico su lenguaje»".

¿Diametralmente diversas? ¿Pero es que acaso Leguizamón conoce bien al campesino peninsular? ¿Es que ha estado alguna vez en España —y no sólo en Madrid— y ha estudiado al pueblo de que procede el pueblo criollo? Pues yo le digo que quien quiera encontrar en la literatura criolla algo profundo y netamente español, debe ir a buscarlo, como yo lo he hecho, en Hidalgo mismo, en Ascasubi, en Estanislao del Campo, en José Hernández. Todo ello es profunda e intensamente español, incluso el lenguaje. Como dije en un estudio que hace ya años dediqué al Martín Fierro, parece que, al encontrarse los españoles ahí en condiciones sociales y de luchas análogas a las que aquí produjeron nuestros viejos romances, el alma del romancero resucitó.

Cierto es que el mismo Leguizamón llama poco antes a la guitarra "«guitarra nacional»", y llamarle en la Argentina nacional a la guitarra es un desahogo del mismo género que llamarle idioma nacional al idioma castellano o español que en ella se habla.

Sí, nacionales son una y otro, ambos argentinos, pero es porque ambos son españoles. Me figuro que en los Estados Unidos llamarán lengua inglesa a la lengua que allí se habla.

Y cuanto más se estudia el habla criolla, tanto más se convence uno de que muchas voces y giros que en América se estiman de origen guaraní, quichua o araucano, son genuinamente españoles. Y son voces y giros que no están anticuados en España en el habla popular de los campos, diga lo que quiera el Diccionario de la Academia, al cual nadie le hace aquí más caso que en América pueda hacérsele. No, «ramada», v. g., en el sentido en que Leguizamón nos la presenta, no es voz anticuada en España. La he oído yo.

Recuerdo que hablando un día en mi cátedra de gramática histórica de la lengua española —oficialmente se le denomina de "«filología comparada de latín y castellano— de la voz "brincar", indiqué cómo en portugués significa "jugar o juguetear con algo" y se llama "brinco" a un juguete, siendo su acepción primitiva la de pendiente de la oreja o arracada, derivándose del latín vinculu, que con pérdida de la vocal postónica interna dio vinclo, con el tan frecuente cambio de 1 en r vincro, y con la no menos frecuente metátesis de la r, "brinco"»". Y añadí: "«si la palabra latina vinculu, lazo, atadero, y su plural neutro vincula hubieran pasado al castellano, habrían tomado la forma vincho, vincha, como cingulu dio cincho, trunculu troncho, mancula (y no macula) mancha, conchula concha, etc.»". Y agregué: "«y no podemos decir que la tal palabra, con algún sentido derivado del sentido del vinculu latino, no subsista en alguna parte»". Y poco después la leía en el hermosísimo libro de Ricardo Rojas En el país de la selva, y cuando aquí estuvo Rojas hablé con él del caso.

Y por cierto, ya que he citado a Rojas, he de decir que este intensísimo escritor, con Lugones, con Larreta —el autor de La gloria de don Ramiro, admirabilísima pintura de la España de Felipe II, y de la que os hablaré— y con otros, al marcar una tendencia hacia el casticismo castellano, no sólo no renuncian a lo castizo criollo, sino que lo realzan y ahondan. Es que las raíces de uno y otro son comunes y no hay nada de eso de lo «diametralmente» diverso. Si Leguizamón viajara por pueblos y lugares de España, y sobre todo de Andalucía y Extremadura, se convencería de ello.

"«¿Charamuscas?... palabra insurgente, barbarismo criollo, exclamará con desdén el lector español»", nos dice Leguizamón. No amigo, no; el lector español no exclamará semejante cosa, y menos con desdén. Y además, el lector español lo que no dirá es lo de «insurgente», porque esta palabra, que por lo demás está muy bien y es muy correcta, no la usa el pueblo español ni creo que la use el pueblo argentino y sí sólo los escritores. Y es en esto, en los neologismos que inventan los escritores, no en los del pueblo, en lo que se distinguen un poco, muy poco y nada diametralmente, el español que se escribe en España y el que se escribe en la Argentina. Es la lengua de la política, de la banca, del deporte, la lengua de las clases acomodadas, la que se distingue un poco más.

Esa voz charamusca tiene una fisonomía muy netamente castellana y no me extrañaría que se conservase aún por acá —aunque yo no la he oído— y parece haber nacido de una acción de influencia analógica entre las voces «chamarasca» y «chamuscar», lo mismo que aquí, en Salamanca, la voz «uña» ha influido en «arañar», convirtiéndola en «aruñar». Y respecto a la metátesis de «chamarasca» no hay sino recordar entre otros casos, que «chiribitil», pasando por «chibiritil» deriva en «chibitiril», que es diminutivo de «chibitero», que es como llaman los campesinos, por lo menos los de esta tierra al cobertizo en que se guardan los chivos.

"«Ella —es decir, la Real Academia— sigue encastillada en sus vetustas interpretaciones, sorda a toda voz que venga de más allá de las fronteras peninsulares; mientras nosotros, desde que nos "independizamos" —dando vida a este verbo insurgente, como dice con no poca gracia Ricardo Palma— no nos cuidamos mucho en averiguar si tal o cual locución, está en el diccionario, bastándonos saber que es de uso corriente y que responde a una necesidad idiomática, para emplearla»". Así escribe Leguizamón.

Aquí hay dos cosas. La primera es la de que la Real Academia Española se haya resistido a incluir en su diccionario voces americanas, y esto es inexacto. Más oído ha prestado a voces venidas de más allá de las fronteras peninsulares que no a voces regionales y locales de España misma; más vocablos de uso americano acogió en su última edición, que no provincialismos españoles. Y así sucede que algunas de esas voces o algunas de esas acepciones, que como americanas registra, son voces y acepciones corrientes en alguna región de España, aunque la Academia lo ignore.

Lo segundo es eso de que los americanos de lengua española no se cuiden mucho en averiguar si tal o cual locución está en el diccionario. En esto no están solos: nos sucede lo mismo a nosotros. Tampoco los españoles —fuera de algunos mentecatos, cada vez menos, por fortuna—, cuando hablamos o escribimos, nos cuidamos de averiguar si la Academia ha sancionado o no las voces de que nos servimos.

Eso de la Academia es para muchos un coco, algo así como la inquisición o el jesuitismo o la intolerancia. Y el caso es que, hoy por hoy, España es uno de los países menos inquisitoriales y menos académicos de Europa; desde luego, mucho, muchísimo menos que Francia.

Acaban de pasar por esta ciudad de Salamanca cuatro distinguidos profesores de la Universidad de Burdeos, y entre ellos su rector, M. Thamin. Y una de las cosas de que más se ha sorprendido es de la grande, de la grandísima, de la casi ilimitada libertad de que goza el catedrático español en su cátedra. En la vecina república se cuidará muy mucho un profesor oficial de combatir en su cátedra las instituciones fundamentales del Estado o de explicar la historia de Francia con tendencias legitimistas, y cosas análogas se hacen aquí sin peligro alguno. Al rector de la Universidad de Burdeos le sorprendió ver fijado en la esquina de una calle un cartel convocando a una reunión para el día de hoy —11 de febrero— para conmemorar el aniversario de la proclamación de la república española en 1873. "«Pero es que no hay monarquía en España?»", preguntaba, añadiendo: "«¿Y cómo consiente esto el Gobierno?»". Y hube de explicar cómo en España lo más liberal que hay son los Gobiernos, incluso los conservadores —y acaso éstos no menos que los otros—, es el Estado. Si alguna intolerancia hay —y es mucha menos de lo que se dice— será en las costumbres: en la aplicación de las leyes reina el espíritu de más amplia libertad.

Y en cuanto al academicismo, dudo que haya país menos académico. Y la reacción contra la ampulosidad lírica quintanesca, de que también nos habla Leguizamón, no fue en España menor que en América. Cuando el quintanismo dominaba en España, dominaba también, y no con menos fuerza, en la América española, y es difícil encontrar aquí un poeta más quintanista que Olmedo, pongo por caso de poeta hispanoamericano.

Los movimientos literarios han sido sincrónicos en España, y en la América española. Cuando aquí se quintanizaba, se quintanizaba allí; cuando Larra hacía aquí furor, Alberdi le imitaba en la Argentina: Núñez de Arce reinó algún tiempo en uno y otro hemisferio. Y más recientemente, la influencia de Rubén Darío no ha sido aquí menos que allende el Océano. El mismo afrancesamiento de las letras americanas —mucho menor y mucho más superficial de lo que se cree comúnmente— ha sido un afrancesamiento mediato, a través de traducciones y de imitaciones españolas.

Y ahora, para concluir «por ahora» con esto, he de permitirme dirigir, más que un consejo, una indicación al autor de De cepa criolla. Y es que, cuando quiera hacer comparaciones entre las cosas de su tierra y las cosas de España, buscando diametrales divergencias entre ellas, ni haga gran caso de lo que lea en los más de los escritores españoles que se dirigen a los lectores americanos — el lector dirá: ¡pues tú eres uno de ellos!— ni de lo que oiga a los emigrantes. Que no haga gran caso de lo que lea en los corresponsales españoles de diarios americanos, porque los españoles tenemos, con raras excepciones, la manía de calumniarnos y de creer que son peculiares nuestros males y de exagerarlos. Y que no haga gran caso de lo que oiga a los emigrantes, porque éstos no proceden, por lo común, y esto no es denigrarlos, de las clases más cultas. El emigrante, sea donde fuere, no es el que mejor representa a su patria.

Es más que probable que si alguna vez se encuentra un criollo con un español, le critique un vocablo o un giro genuino y castizamente español. Corren en boca del pueblo argentino muchedumbre de vocablos y de giros de origen andaluz o extremeño que no habrá oído en su vida un vasco, un asturiano, un montañés, un gallego o un catalán. Precisamente hasta hace poco la emigración a la América partía, sobre todo, de las regiones españolas en que no tiene tradición el lenguaje castellano, de las regiones en que aun se conserva el vascuence, el bable, el pasiego, el gallego u otra habla no genuinamente castellana. Y esta emigración se encontraba con un pueblo cuya más primitiva y más genuina cepa popular era, sobre todo, de origen andaluz y extremeño, como procedente de aquellos tiempos en que era de Sevilla de donde partían los más de los aventureros que se embarcaban para las Indias Occidentales. Y esta primitiva cepa criolla, la cepa andaluza y extremeña, no ha sido borrada en mucho tiempo por los sucesivos aluviones de gentes del litoral cantábrico.

Créame Leguizamón: cuanto más leo a los escritores americanos que critican el criollismo, más me convenzo de que en ese criollismo entra lo español andaluz, extremeño y castellano casi por todo, casi por nada lo guaraní, quichua o araucano. Aunque tampoco me extrañaría que hubiese secretas e íntimas afinidades entre andaluces, extremeños y castellanos de un lado y de otro lado guaraníes, quichuas y araucanos. Muy representativos me parecen aquel Almagro hijo, el mestizo, que tanto papel jugó en las primitivas guerras civiles del Perú, y aquel historiador Garcilaso de la Vega, mestizo también como él y que narró sus hazañas. Uno y otro tan españoles como indios.

Educación por la historia

Tengo aquí, a la vista, el último libro de Ricardo Rojas, La restauración nacionalista. Informe sobre Educación; siento necesidad íntima de hablar sobre él, o mejor dicho, de hablar sobre los problemas que suscita y sobre la manera de suscitarlos, y no sé, ciertamente, por dónde empezar. ¡Son tantas las cosas que este libro contiene y de tanto alcance todas ellas! Veamos, sin embargo.

El presidente de la República Argentina comisionó a Rojas para que estudiase el régimen de los estudios de historia en Europa, y de esta comisión ha salido el libro.

Debo empezar por declarar que mi gusto por la historia es muy tardío; me ha ido entrando con los años. Siendo yo mozo tenía una decidida afición por los estudios filosóficos y por la literatura, pero la historia me hastiaba. Y me hastiaba sin haberla realmente probado. Abrigaba en contra de ella todas las prevenciones que han abrigado otros muchos, entre ellos Schopenhauer. Creía con éste que la historia nos enseña a conocer más bien a los hombres que no al hombre; nos da noticias empíricas respecto a la conducta de los unos para con los otros, más bien que una visión de su esencia, y que quien ha leído a Heródoto no tiene mucho que aprender de la historia. La historia nos muestra más bien sucesos que no hechos: tal era mi noción.

Leía, sin embargo, a los historiadores artistas, y sobre todo a los que nos presentan retratos de personajes. Me han interesado siempre las almas humanas individuales mucho más que las instituciones sociales. Un historiador como Oliveira Martins, verbigracia, gran pintor de almas, o como Carlyle —a quien he traducido— me encantan.

Empecé después a comprender que la historia nos da materiales para eso que se llama la sociología, pero a esta tan decantada y asendereada sociología le tengo una fuerte manía. Apenas hay para mí cosa más insoportable que los libros llamados de sociología, conjunto de perogrulladas y vaciedades, mezcladas con síntesis fantásticas por lo general. Me figuro que dentro de medio siglo caerá sobre esta llamante sociología un descrédito tan grande como el que hoy pesa sobre la filosofía de la historia desde hace medio siglo.

Se me hacían y siguen todavía haciéndoseme insoportables esos eruditos de historia a que Rojas se refiere en la nota de la página 20 de su obra, eruditos que se limitan a publicar textos, ateniéndose a la letra y fingiendo desdeñar la imaginación, ya que no les ha sido concedida. Esta pedantería vino, como otras muchas pedanterías, de Alemania.

Pero según he ido entrando en años, y eso que no soy viejo, he ido poco a poco aficionándome a la historia, y ahora los libros históricos forman una buena parte de los que leo. Son los que mejor me hacen matar el tiempo. Si son buenos, quiero decir, artísticos, los prefiero con mucho a las novelas. Las obras históricas de Taine, de Michelet, de Saint-Beuve (su Port-Royal), de De Barante, de Gaston Boissier, para no atenerme ahora más que a los franceses, me resultan mucho más entretenidas que cualquier novelista de los suyos, y no digo de Zola, porque las novelas de éste tienen mucho más de historia mala que de novela buena.

Y he comprendido, por fin, cuán profunda verdad encierra la sentencia, expresada también por Rojas, de que la historia es educativa, no instructiva. "«Decir que no pueden extraerse de ella principios permanentes de conducta —escribe Rojas— es sólo decir que la historia no es la moral»".

Y como Rojas parece que se preocupa, con excelente acuerdo, de la educación cívica más bien que de la instrucción técnica de su pueblo, de ahí que exalte la importancia de la enseñanza adecuada de la historia.

Mi joven amigo, ese tan hondo y tan noble y tan penetrante patriota argentino, me parece que ve en esto muy claro. Conozco hombres nada escasos de instrucción técnica —que es la que da dinero— en el ramo a que profesionalmente se dedican, y aun en otros, y los conozco también que no carecen de una cierta ilustración general, principalmente literaria, y de las novedades en moda, que les permite hacer regular papel en sociedad, pero faltos unos y otros de sólida educación humana, de íntima religiosidad de la vida, de elevadoras preocupaciones. Son gentes, como Rojas dice de las nuevas generaciones argentinas, de un innoble materialismo que les lleva a confundir el progreso con la civilización. Yo diría más bien con la cultura. Y sin esa nueva idea —como dice muy bien mi noble amigo, vuestro gran patriota— "«no conseguiremos ni fundar una patria ni servir con nuevos dones a la humanidad»".

¿Cómo no he de aplaudir estas predicaciones idealistas de Rojas yo, que apenas hago aquí otra cosa que predicar idealismos?

¿Y cómo no he de aplaudir su nacionalismo yo, que, como él, he hecho cien veces notar todo lo que de egoísta hay en el humanitarismo? He de repetir una vez más lo que ya he escrito varias veces, y es que cuanto más de su tiempo y de su país es uno, más es de los tiempos y de los países todos, y que el llamado cosmopolitismo es lo que más se opone a la verdadera universalidad.

El tan decantado cosmopolitismo bonaerense creo sea el mayor obstáculo para la universalización de la patria argentina, para que ésta llegue a cumplir una misión en la historia humana. No me parece que se deban tomar muy a la letra las palabras de Sarmiento en su discurso de la bandera.

Los verdaderos y buenos patriotas se entienden mejor a través de sus respectivas patrias que no los antipatriotas, los humanitaristas de una humanidad abstracta y utópica. Así Rojas y yo, él radicalmente argentino y radicalmente español yo, nos entendemos muy bien.

He aquí unas palabras de él, de Rojas, que hago mías: "«El cosmopolitismo en los hombres y las ideas, la disociación de viejos núcleos morales, la indiferencia para con los negocios públicos, el olvido creciente de las tradiciones, la corrupción popular del idioma, el desconocimiento de nuestro propio territorio, la falta de solidaridad nacional, el ansia de la riqueza sin escrúpulos, el culto de las jerarquías innobles, el desdén por las altas empresas, la falta de pasión en las luchas, la venalidad del sufragio, la superstición por los nombres exóticos, el individualismo demoledor, el desprecio por los ideales ajenos, la constante simulación y la ironía canalla —cuanto define la época actual— comprueban la necesidad de una reacción poderosa en favor de la conciencia nacional y de las disciplinas civiles»".

¡Bien, amigo Rojas, bien, muy bien! Y si la ironía canalla se ceba en usted, como alguna vez se ha cebado en mí, y en una u otra forma le llaman macaneador, lírico o cristo, mejor para usted. No haga caso a la envilecida malicia metropolitana. Aspiremos a que se nos ponga bajo el "«divino nombre de Quijote»". Bien, muy bien, amigo Rojas, y firme y duro en la pelea, que siempre se gana.

No pocos de esos males que Rojas señala en las páginas 88 y 89 de su obra, los padecemos también por acá, donde no hace menos falta que ahí una restauración nacionalista. Los destrozos de toda clase de anarquismo —y el peor es el de los poderosos y bien acomodados, que rechazan el nombre, pero abrigan la cosa— han sido y siguen siendo aquí enormes. Aquí, como ahí, una literatura plebeya y una filosofía egoísta, que disimulaba bajo manto de filantropía su regresión hacia los instintos más oscuros, ha causado algún daño, en estos últimos tiempos, a la idea de patriotismo; aquí como ahí, el innoble veneno, profusamente difundido en libros baratos por ávidos editores, ha contaminado a las turbas ignaras y a la "«adolescencia impresionable»". Tiene mucha razón Rojas al decir que "«ha sido una de las aberraciones democráticas de nuestro tiempo y de nuestro país que la obra de alta y peligrosa filosofía circulase en volúmenes económicos, más asequible que el libro nacional o que los Manuales de escuela»".

¡Cuánto no vengo yo predicando contra esas malas bibliotecas baratas, de obras mutiladas y pésimamente traducidas, que aquí explotó sobre todo un ávido editor no español y creo que de ninguna otra patria tampoco! Pobres obreros, que ignoran los rudimentos de las ciencias, que desconocen el teorema de Pitágoras y la ley de la caída de los graves, que no distinguen los pistilos de los estambres, ni el páncreas del bazo, y se meten a leer libros, no de ciencia, sino de seudofilosofía seudocientífica, en que se nos afirma muy seriamente que ya no hay en el universo enigmas, ni misterios, ni alma, ni patria, ni Dios.

Sí, tiene razón Rojas: "«se hace necesario proclamar de nuevo la afirmación de los viejos ideales románticos»" y decir que "«en las condiciones actuales de la vida esa fórmula, contraria a la patria, implica sustituir el grupo humano concreto por una humanidad en abstracto, que no se sabría cómo servir»". Y véase lo que son las cosas: el más conspicuo y saliente de los ácratas o anarquistas españoles no hace todavía muchos años, anda haciendo ahora de... ¡catalanista! Después de haber combatido las patrias todas en nombre de la humanidad, se entretiene ahora en trazar ridículos y desatinados paralelos entre los castellanos y los catalanes. Y he conocido otros anarquistas así, llenos de prejuicios localistas y de campanario.

Hay en la pintura que Rojas traza del estado actual de su patria una observación en que me he detenido, porque responde a una de mis más arraigadas preocupaciones, y es donde dice que falta a los argentinos aquella aptitud metafísica que salvó del desastre a los alemanes.

Sin entrar a tratar ahora si fue o no la aptitud metafísica lo que a los alemanes salvara, aunque conforme en el fondo de ello con Rojas, sí he de hacer notar que siempre me ha llamado la atención el desvío, disgusto o poca aptitud, no ya sólo de los argentinos, sino de los hispanoamericanos todos para con los estudios metafísicos y genuinamente filosóficos. La filosofía que por ahí priva suele ser una filosofía dilettantesca, con más de literatura que de filosofía, o uña cierta seudofilosofía cientificista y no científica. Se conoce mejor a Spencer que a Stuart Mill, y se lee más a Nietzsche que a Kant o a Hegel. Y así sucede que un hombre como el doctor Carlos Vaz Ferreyra, el profesor de filosofía de Montevideo, uno de los hombres de pensamiento filosófico más penetrante, hondo y robusto que yo conozco, apenas tenga el prestigio y el predicamente que merece, mientras privan otras lucubraciones más agradables tal vez, más amenas o más brillantes, pero en exceso literarias y vagas.

Y me he preguntado muchas veces si esa falta de aptitud metafísica de que nos habla Rojas no tendrá una cierta relación con el escaso interés que me parece despiertan ahí los eternos problemas religiosos, el de la finalidad última del universo, el de la persistencia de la conciencia, el de la inmortalidad del alma, el de la comprensión de Dios.

Por mi parte, no acierto a explicarme un sólido patriotismo sin una cierta base religiosa. Claro está que no quiero decir precisamente base dogmática de una Iglesia determinada, sino que no me explico una patria que sea tal, un pueblo que tenga un cierto vislumbre de su misión y papel en el mundo no siendo que su conciencia colectiva responda, aunque sea por manera oscura, a los grandes y eternos problemas humanos de nuestra finalidad última y nuestro destino. Lo que da más fuerza al ardiente y místico patriotismo de un Mazzini, pongo por caso, es su fuerte base religiosa. El problema religioso fue el que más le preocupó siempre.

No digo yo que este problema no preocupe ahí a nadie. Precisamente estos días he estado repasando las obras de Francisco Bilbao, el chileno, el entusiasta de Lammenais y de Edgardo Quinet, y en él se ve bien clara la preocupación religiosa. Ni creo tampoco que sea tan aislado el caso del sacerdote peruano Vigil. Pero se me antoja que todo esto es por ahí mucho más caro que en estos pueblos europeos. Así como se me antoja también que alcanza ahí mucha más extensión que aquí lo de confundir el progreso con la civilización —según la fórmula de Rojas— y un cierto supuesto positivismo práctico a base de cientificismo barato y de última edición popular, que cree pisar en firme terreno de realidades concretas. Un estudio del pensamiento del gran Sarmiento nos ilustraría mucho a este respecto.

Y he aquí otra razón por que me parece laudable y fecunda la labor por Rojas emprendida. El patriotismo de éste tiene una cierta exaltación, aunque serena y contenida, y a las veces frisa con una especie de religión de la patria. Descansa en cimiento de fe. Se ve en él un constante anhelo de dar a conciencia la americanidad —permitidme esta palabra, que no equivale a americanismo, voz que lleva esa fea coleta del ismo—, un esfuerzo por hacerla consciente.

Toda su labor conspira a eso, a fundar la verdadera y durable independencia de su pueblo, la independencia espiritual. Independencia relativa, claro está, ya que, en rigor, no hay nadie independiente. Todos vivimos dependiendo los unos de los otros; he aquí un incontrovertible lugar común. Pero llamamos independiente a aquel que se apropia y asimila lo que los otros le dan, que lo toma como alimento, que en propia sustancia y a imagen y semejanza de ella lo elabora. Y es un pueblo espiritualmente independiente el que crece orgánicamente, por asimilación de materia, y no mecánicamente por yuxtaposición de ella.

Con las ideas ocurre como con los hombres, y es que, así como un país puede crecer por inmigración de gentes, poco orgánicamente, por aporte de elementos extraños que no se asimila del todo, así un espíritu con las ideas. Y así también un espíritu colectivo. El que la Argentina, pongo por caso, no acabe de asimilarse todas estas «colonias» que acuden a explotarla, no me parece que es mal mayor que el mal de que el espíritu colectivo de su clase ilustrada no acabe tampoco de asimilarse las colonias de ideas —algunas de desecho— que acuden ahí. Me parece que dice muy bien Rojas al decir: "«Vivimos a la espera del barco de ultramar que antes venía cada tres meses con noticias de Cádiz, y que ahora llega cada día con noticias de Francia o de Inglaterra»".

Y Rojas ha tomado el problema por donde debe tomársele: por la enseñanza pública. Quiere que las escuelas sean nacionales, propias, y que en ellas se fragüe la «argentinidad» espiritual. Mas como esta voz es de mi cosecha, y aun me queda no poco que decir, lo dejaré para otro artículo.

Sobre la argentinidad

En mi correspondencia anterior, primera de las que dedico al libro de Ricardo Rojas La restauración nacionalista, libro henchido de sugestiones, usé de dos palabras que ignoro si han sido o no usadas ya, pero que ciertamente no corren mucho. Son las palabras americanidad y argentinidad. Ya otras veces he usado la de españolidad y la de hispanidad. Y los italianos emplean bastante la voz «italianitá».

Fue leyendo al gran historiador y psicólogo portugués Oliveira Martins como me hirió la imaginación la voz «hombridade», que aplica a los castellanos. Tenemos, es cierto, la voz hombría en el giro «hombría de bien», pero hombridad me pareció un hallazgo. No es lo mismo que humanidad, voz que, siendo de origen erudito, se halla estropeada por aplicaciones pedantescas y sectarias. Y no es tampoco uno de esos terribles terminachos que huelen a secta y a doctrina abstracta. Hombridad es la cualidad de ser hombre, de ser hombre entero y verdadero, de ser todo un hombre. Decir, pues, de uno que tiene hombridad, equivale a decir de él que es todo un hombre. ¡Y son tan pocos los hombres de quienes pueda decirse que sean todo un hombre!

Al hablar, pues, de americanidad o de argentinidad, quiero hablar de aquellas cualidades espirituales, de aquella fisonomía moral —mental, ética, estética y religiosa— que hace al americano americano y al argentino argentino. Y si no me engaño, a eso tiende la labor de Rojas: a sacar a flor de conciencia colectiva la argentinidad, para que se robustezca y defina y acreciente al aire de la vida civil y de la historia.

Rojas, continuador de la obra de los Sarmiento, Alberdi, Mitre y otros grandes conductores de su pueblo, cita aquellas palabras del primero de éstos: "«¿Somos nación? ¿Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento? ¿Argentinos? Hasta dónde y desde cuándo, bueno es darse cuenta de ello»".

Y aquí un alto.

Es fácil que alguno de mis lectores criollos, sobre todo alguno de los que están tocados de la "«ironía canalla»" de que Rojas nos habla, imaginándose que estoy macaneando, me interrumpa por lo bajo, diciéndome: "«Pero, ¿y a usted quién le da vela en este entierro?»", o en el giro correspondiente que ahí se use. A usted —se dirá—, ¿qué le va ni le viene en este pleito? Voy a ello.

Aquí podría yo, en propia apología, presentar los memoriales que me acreditan como uno de los pocos, de los poquísimos europeos que se han interesado por el conocimiento de las cosas de América, y algunos de esos memoriales podría sacarlos de la obra misma de Rojas, que me sirve de tema para estos mis actuales comentos.

Tiene mucha razón Rojas cuando acusa a los europeos de poca curiosidad cosmopolita, y cuando, no sin cierto dejo de modestia, se queja de que por acá, por Europa, haya gentes que pasan por cultas, que apenas si saben hacia dónde cae Buenos Aires. Esto es muy cierto, y es tanto más cierto cuanto el país europeo sea más adelantado.

Puede asegurarse que en ciertos respectos el máximo de ignorancia alcanzan las clases medias, la burguesía de la cultura en París, Londres y Berlín. La incipiencia del parisiense de buena cepa, respecto a lo que pasa más allá de Batignolles, es proverbial. Lo reconocen ellos mismos y hasta se jactan de semejante cosa.

Creo ser una excepción a esa incuriosidad europea. No sólo me han interesado y me interesan las cosas de toda América, sino que soy una de las excepciones a la profunda ignorancia que aquí reina respecto a la historia, literatura y arte de Portugal. Ésta mi incurable plurilateralidad de atención, este espíritu curioso por todo lo que en todas partes pasa, me llevó a aprender danés —o noruego, que es lo mismo— para poder leer sobre todo a un hombre, a Kierkegaard, y he estado a punto de aprender rumano para leer a otro. Y de cada país me interesan los que más del país son, los más castizos, los más propios, los menos traducidos y menos traducibles.

Hay, por ejemplo, poetas ingleses que han llegado a hacerse poetas cosmopolitas, por así decirlo, a quienes se traduce e imita; tal, en primer lugar, lord Byron. Y con él, aunque menos, se habla de Shelley y de Tennyson, y de otros. Pero yo prefiero a los más indígenas, a los más propios, a los de más anglicanidad. Debo confesar que una de las cosas que más me llevó a engolfarme en Wordsworth es el que apenas se le cita fuera de Inglaterra, y, sobre todo, el que los franceses que conocen literatura inglesa sientan un cierto desvío hacia él. Y me recrea Browning, a pesar de sus oscuridades.

Y así, de los escritores y pensadores argentinos he buscado, no a esos sociólogos traducidos, o a esos poetas en un tiempo modernistas, y hoy no sé qué, que me dicen mejor o peor —generalmente peor— lo mismo que estoy harto de oír aquí, sino a aquellos más de la tierra, más verdaderamente nativos, pero nativos de verdad, y no tampoco por moda de criollismo literario y macaneante, a aquellos que me revelan la argentinidad latente. Y he aquí por qué he sido tan devoto lector y tan entusiasta panegirista de Sarmiento. Sin mucha eficacia aquí.

Sin mucha eficacia, repito. A raíz de una conferencia que di en el Ateneo de Madrid, y en que hablé como suelo siempre hacerlo del gran Sarmiento, surgió entre algunos jóvenes ateneístas la idea de dirigir a la Junta de aquel Centro de cultura una instancia pidiendo que adquiriera para su biblioteca las obras de aquél. Y no debieron de haberse adquirido, por cuanto al ir a dar, uno o dos años después, una conferencia en aquel mismo Centro Rojas, tuvo que procurarse el Facundo, los Recuerdos de provincia y los Viajes de mi librería particular, pues en Madrid no pudo obtenerlos. Hace pocos días ha pronunciado un discurso en ese mismo Centro Belisario Roldán: ha sido estrepitosamente aplaudido, y la Prensa toda se ha deshecho en elogios a su elocuencia. En ese discurso habló de Sarmiento, según mis noticias, con la conmovida devoción con que debe hablar todo argentino de aquel genio a quien tantas veces se le trató de loco en vida por la ironía canalla. Pues bien, os aseguro que no ha conseguido Roldán el que uno solo de sus oyentes se haya decidido a pedir una siquiera de las obras de Sarmiento.

Además —y vaya esto por vía de digresión—, es tan difícil encontrar aquí libros americanos... Y la gente que no se molesta. Por recomendación mía ha habido quienes han buscado en las librerías de Madrid las Conferencias y discursos del gran poeta-orador Zorrilla de San Martín y el libro Ideas y observaciones del gran pensador y pedagogo Vaz Ferreyra, orientales ambos, y al no encontrarlos, no han hecho gestión alguna ulterior para procurárselos.

Ahora sí, parece como que aquí escritores, políticos, literatos y artistas agitan un poco más eso de la fraternidad hispanoamericana y hablan de la comunidad de raza, pero no les hagáis caso. Conozco a mi gente. En el fondo se trata de egoísmos mercantiles. Dicen que aquí hay campo; dicen que tal o cual se ha traído tantos y cuantos miles de pesos; dicen que nuestros dramaturgos y saineteros empiezan a cobrar trimestres de América; dicen que ése tiene que ser nuestro mercado de libros; dicen que lo que importa es calzarse alguna corresponsalía en un diario americano, que son los que pagan. Y de todo eso de la confraternidad, la mitad es macaneo.

Y esto os lo digo yo, yo, que por lo que hace a mi pluma, vivo más de la América que de Europa, y os lo digo con este noble cinismo y con esta que dicen mi displicencia, que me ha rodeado de una protectora muralla de antipatía; os lo digo yo, el egoísta según los otros. Y os lo digo porque estoy harto de farsas ahí, aquí y en todas partes.

Y volviendo a mi tema —si es que le tengo y no es esto una sarta de reflexiones sin cuerda—, os diré que la argentinidad me interesa porque mi batalla es que cada cual, hombre o pueblo, sea él y no otro, y me interesa además como español recalcitrante y preocupado de mantener aquí la españolidad.

Al fin del informe que me pidió Rojas, y que en su obra inserta, informe en que hacía yo constar que ahí, en la Argentina, empiezan a dar fruto gérmenes que siendo muy castizos y peculiares nuestros, aquí se han malogrado y en que decía cómo estoy convencido de que cuando se quiera ver la historia en argentino, en nativo, se acabará por verla en español; al final de este informe escribe Rojas: "«Cree el señor Unamuno que cuando los argentinos veamos nuestra propia historia en argentino concluiremos por verla en español, y yo creo que cuando los españoles la vean con esa clarividencia terminarán por verla en argentino, coincidiendo unos y otros en sus apreciaciones»". Conformes de toda conformidad.

Lo que Rojas escribe sobre la pedagogía de las estatuas es acertadísimo. Es verdad, las estatuas de Garibaldi y de Mazzini —y lo mismo diría si se tratase de las de Castelar o de Riego— parecen decir a sus paisanos: "«no venís a una patria, sino a una colonia»" (Son palabras de Rojas). Y luego tiene mucha razón al añadir que "«en cuanto a Garibaldi y Mazzini, su significado es actual y político, grande dentro de Italia, pero fuera de Italia depresivo para nosotros, o reducido a las proporciones de una época o de un partido»". Y tiene razón, mucha razón, en decir que como testimonio de fraternidad correspondíale ese honor al Dante, "«símbolo de la Italia nueva y de la vieja y de la italianidad imperecedera»". Y todo lo que luego escribe Rojas sobre Garibaldi y sobre Mazzini —y cuenta que éste es uno de los hombres a quien más admira— es de una gran justeza. Pero es que el Dante está por encima de los entusiasmos sectarios; es que el Dante fue católico, en el más noble, más alto, más imperecedero y más hondo sentido de la catolicidad. Fue católico y gibelino.

¿Y nosotros, los españoles? Como homenaje de fraternidad debería bastarnos con la estatua de Cervantes, el creador del Quijote, que es tan americano como español. Y luego, con que se cumpliese el voto de Rojas de que sobre el pedestal en que hoy se alza ahí Mazzini se alzase Juan de Garay, ¿para qué queríamos más? Porque Garay fue español y muy español, doblemente español por ser de sangre vasca, no es de colonia, sino que es el nexo entre la españolidad y la argentinidad, que en su fondo primitivo ha brotado de aquélla.

Todo cuanto Rojas escribe de la necesidad de argentinizar a la Argentina frente a las colonias es de una justicia evidente. Yo lo traduzco a nuestro problema español y veo su justicia. Las palabras del inspector general don Víctor M. Molina, dirigidas al ministro Wilde, y que en la página 317 de su obra reproduce, son acertadísimas.

Y muy bien, muy bien, muy bien, lo que sobre la limitación de la libertad de enseñanza en provecho de los altos intereses patrios escribe. Es también aquí mi batalla; es mi constante predicación. Y creo haber contribuido no poco a una cierta reacción en sentido estadista, de suprema imposición del Estado, que aquí entre los liberales empieza a notarse, a una reacción en favor del Estado docente.

Aquí, aunque mucho menos que en la Argentina, dada nuestra homogeneidad, también es la escuela privada factor de disolución nacional, en cuanto lo es de fanatismo, sea católico, sea laico.

La restauración nacionalista con que Rojas sueña, como toda restauración nacional —y aquí la nuestra, la española, tan amenazada por lo torcidamente que se entiende eso de la europeización—, tiene que empezar por la escuela, la escuela debe ser ahí la cuna de la argentinidad, como la escuela debe aquí ser la cuna de la españolidad.

Y en la argentinidad es donde tiene que buscar la Argentina su universalidad. "«No olvidemos —escribe Rojas— que si el país ha abierto sus puertas al extranjero ha sido por un doble movimiento de patriotismo y de solidaridad humana: necesitábamos crear económicamente la nacionalidad, cuya conciencia ya existía en tiempos de la Constitución, y entregar, en generosa compensación, la tierra virgen al trabajo humano. Pero nosotros no abrimos las puertas de la nación al italiano, al francés, al inglés, en su condición de italiano, de francés, de inglés; se las abrimos en calidad de "hombre" simplemente. Cuando ese hombre que invoca sentimientos de solidaridad humana al llamar a nuestras puertas conviértese, después de haber entrado, en campeón de sus prejuicios políticos de italiano, de francés o de inglés, ese hombre traiciona nuestra hospitalidad»". Esto está muy bien, muy bien, muy bien. Y nótese que lo que moralmente no le es lícito ni al italiano, ni al francés, ni al inglés, ni al español, es convertirse ahí en campeón de los prejuicios políticos de su país, no de su italianidad, galicanidad, anglicanidad o españolidad en lo que éstas tienen de eternas, de culturales y no de políticas. El fuerte contingente italiano de la República Argentina ha podido y debido llevar algo de la italianidad eterna a la argentinidad, pero habrá de llevarlo en argentino. En argentino, tanto en lengua como en espíritu.

Aun quedan en las obras de Rojas otros puntos que merecen ser dilucidados, como es el referente al estudio de la lengua y su gramática. Pero éste merece capítulo aparte.

Un filósofo del sentido común

Entre los libros que formaban la modestísima, pero no mal escogida biblioteca de mi padre, estaban las obras de Jaime Balmes, el centenario de cuyo nacimiento se celebrará dentro de pocos días en su pueblo nativo, Vich. Y siendo yo un mozo, a mis catorce años, cuando estudiaba en el Instituto de este mi Bilbao la asignatura de psicología, lógica y ética, dediqué no pocas horas a la lectura y estudio del publicista catalán. No puedo, pues, negar que Balmes contribuyera tanto o más que otro cualquiera a despertar mi curiosidad filosófica.

Cierto es que no cabe formarse una regular idea de lo que fueron los portentosos sistemas de Kant, Hegel, Fichte, Schelling, etc., por lo que de ellos nos dice Balmes en su Filosofía fundamental. Balmes no los comprendió, ni podía en rigor comprenderlos. Pero a través de sus pálidas traducciones, deformadas casi siempre, se adivina al original. ¡Qué de vueltas no les di yo en aquellos mis años juveniles a las para mí entonces misteriosas fórmulas de Fichte, A = A y yo = yo! Mi pobre espíritu andaba peloteando entre tautologías y paradojas.

Después no volví a leer a Balmes hasta que, a mis veinticinco años, fui a opositar una cátedra de psicología, lógica y ética. Y entonces lo leí, más para atemperarme al ambiente intelectual de los que habían de juzgarme, que por otra cosa. Y luego no he vuelto a leerle. No es autor cuya lectura se repite.

Y ahora, en la proximidad de su centenario, tengo aquí, a la vista y a mi mano, y en este mismo cuarto en que hace más de treinta años los leía, los libros de Balmes, que fueron compañeros de las melancolías trascendentales de mi pubertad de cuerpo y de espíritu.

De todas estas obras de Balmes era su Filosofía fundamental lo que más me inquietaba, pugnando por penetrar en sus entonces para mí sublimes oscuridades, pero era su libro El Criterio el que más me encantaba. Todo aquello del tintorero y el filósofo, el jugador de ajedrez, Sobieski en el sitio de Viena, las víboras de Aníbal, los cambios políticos de don Marcelino, las pinturas del aborrecido, el arruinado, el instruido quebrado y el ignorante rico, el cotejo entre el orgullo y la vanidad, el hombre riéndose de sí mismo, las mudanzas de don Nicasio en breves horas..., todo esto hacía mis delicias por lo anecdótico.

Se ha dicho muchas veces que uno de los mejores modos de conocer a una persona es por los pasajes que subraya y señala en las obras que lee, y esta observación me ha guiado a no subrayar ni señalar pasaje alguno en mis libros para quitar al que los lea luego asideros por donde juzgarme. Pero ahora aquí me encuentro con los pasajes que señaló en este libro de Balmes aquel que fui yo hace más de treinta años. Y es significativo para mí encontrar que mi antepasado —es decir, yo mismo a mis catorce o dieciséis años— señaló este pasaje del párrafo I del capítulo XXI de El Criterio, donde dice: "«La vida es breve, la muerte cierta; de aquí a pocos años el hombre que disfrutaba de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá, por experiencia, lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos de la otra vida»". ¡Qué «mío» era ese mi antepasado que señaló ingenuamente, en sus preocupaciones juveniles, este pasaje!

Pero después, como digo, no he podido volver a leer a Balmes. Cuando lo he intentado me ha saltado al punto a la vista la irremediable vulgaridad de su pensamiento, su empacho de sentido común. Y el sentido común es, como dicen que decía Hegel, bueno para la cocina. Con sentido común no se hace filosofía.

"«Sentido común, he aquí una expresión sumamente vaga»", dice el mismo Balmes al empezar el capítulo XXXII, dedicado al criterio del sentido común, del libro primero de su Filosofía fundamental. ¡Y tan vaga! Pero luego entra Balmes en el análisis de este sentido de que tanto usó y abusó, y nos dice que sentido excluye reflexión, excluye todo raciocinio, toda combinación, que "«cuando sentimos el espíritu se halla más bien pasivo que activo, nada pone de sí propio; no da, recibe; no ejerce una acción, la sufre»". Y añade que hay que separar del sentido común todo aquello en que el espíritu ejerce su actividad, y que con respecto al criterio de sentido común el entendimiento no hace más que someterse a una ley que siente, a una necesidad instintiva que no puede declinar. Y luego dice: "«común: esta palabra excluye todo lo individual e indica que el objeto del sentido común es general a todos los hombres»". Y por último, concluye definiendo así: "«yo creo que la expresión sentido común significa una ley de nuestro espíritu, diferente en apariencia según son diferentes los casos a que se aplica, pero que en realidad, y a pesar de sus modificaciones, es una sola, siempre la misma, y consiste en una inclinación natural de nuestro espíritu a dar un ascenso a ciertas verdades no atestiguadas por la conciencia, ni demostradas por la razón, y que todos los hombres han menester para satisfacer las necesidades de la vida sensitiva, intelectual y moral»".

Fijémonos en esta tan característica definición y en el análisis que le precede y veremos cómo Balmes, el filósofo (??) del sentido común, sentía todo lo que de instintivo y pasivo, todo lo que de irreflexivo e irracional tiene ese sentido que se endereza a satisfacer necesidades; es decir, a un fin pragmático. ¿No dijo acaso este mismo sacerdote católico catalán que al mundo real hay que considerarle y tratarle tal como es en sí, positivo, prosaico? (El Criterio, capítulo XXII, libro III).

Yo diría, y lo he dicho antes de ahora, que el sentido común es el que juzga con los medios comunes de conocer y en vista de una finalidad práctica, y que así en un paraje donde sólo un sujeto conociese y usase el telescopio y el microscopio rechazarían los demás sus afirmaciones, por contrarias al sentido común, juzgando ellos a simple vista, y que, por otra parte, el sentido común demuestra o cree demostrar todo lo que nos hace falta para vivir.

Entre los ejemplos que Balmes presenta de sentido común es el de que, si uno pretendiese sacar de un gran montón de arena un grano muy pequeño que en él se hubiese metido, revolviéndolo luego, los circunstantes se mirarían desconcertados, exclamando: ¡qué despropósito!, ¡no tiene sentido común! Y aquí, como se ve, no se trata sino de un caso de probabilidad, sujeto a cálculo, de la probabilidad de sacar un número dado entre uno, dos, tres o mil millones.

Aquí tenemos a Cournot, el gran matemático especialista en el cálculo de probabilidades, agudo economista y sutil y profundo pensador francés; a Cournot, cuyo crédito parece que ha vuelto a entrar en alza. Oigámosle lo que en su libro: Consideraciones sobre la marcha de las ideas en los tiempos modernos nos dice acerca del sentido común.

En el capítulo V del libro III de esta penetrante obra, hablando de la psicología, escribía Cournot: "«Privado de este medio de comprobación, confinado en el estudio de una especie única en su género y hasta a menudo de una variedad única, el psicólogo se ve reducido a apelar en todo caso ("opportune, importune") a la opinión común. Pero el sentido común dice que la ballena es un pez, o por lo menos que se parece más a un pez que no a un cuadrúpedo, y en esto el sentido común se engaña: la ciencia que se llama zoología lo demuestra. El sentido común le encontrará a un baobá más analogía con una encina que con una yerba como la malva, y la botánica condenará aquí la opinión del sentido común. Que se nos cite un caso en que la psicología corrija así al sentido común y creeremos en la psicología científica»".

Acaso hoy podrían citársele a Cournot casos de estos que pide, y hasta cuando escribía eso, hacia 1870, podía haberlos encontrado. Pero véase cómo para Cournot lo característico de la ciencia es corregir al sentido común. Hay que hacer notar, sin embargo, que si el sentido común afirma que la ballena se parece más a un pez que no a un cuadrúpedo, no se equivoca al afirmarlo. Exteriormente, en lo que con los sentidos comunes apreciamos, así es. No es posible que nadie afirme que la ballena, que no tiene patas, se parece más a un cuadrúpedo que a un pez. Cournot anduvo torpe al decir cuadrúpedo donde debió decir mamífero, que no es lo mismo. El error del sentido común sería concluir que la analogía externa a la interna. Como es exacto que el baobá y la encina son ambos lo que llamamos árboles y la malva no lo es. Pero aun con estas exageraciones paradójicas, el criterio dominante en Cournot me parece más profundamente filosófico que el criterio dominante en Balmes, esta especie de escocés-catalán.

He dicho exageraciones paradójicas. Y es que lo que llamamos paradoja es el más eficaz correctivo de las ramplonerías y perogrulladas del sentido común. La paradoja es lo que más se opone al sentido común, y toda verdad científica nueva tiene que aparecer como paradoja a los del sentido común en seco.

En el Segundo Congreso Científico de Ginebra de 1905 presentó G. Vailati una memoria sobre «El papel de la paradoja en el desarrollo de las teorías filosóficas», de la cual es el siguiente párrafo: "«La paradoja es siempre el efecto de una definición más exacta de los conceptos, definición que introduce un desacuerdo entre estos conceptos y la significación equívoca del término correspondiente en el lenguaje común»".

En el lenguaje común... El lenguaje común, en efecto, es el del sentido común, formado por las necesidades prácticas de la vida y enderezado a servirlas. No es cosa suya la precisión científica. Por lo cual tiene la ciencia que empezar por formarse un lenguaje propio y hasta una especie de álgebra, como la de la química, con sus fórmulas. Entre la palabra corriente y usual bencina y la fórmula química con que se la representa media un abismo.

Pero es claro que el sentido común tiene su campo, como lo tiene el suyo la paradoja. Cuando un bachiller pedante enuncia gravemente que el frío no existe, no hace sino soltar una enorme tontería, porque el pueblo, al hablar del frío, no supone teoría alguna ni menos que su causa es contraria a la del calor, sino supone sencillamente una sensación y una causa, sea la que fuere, de esta sensación.

El sentido común tiene, sin duda, su campo, que no es precisamente el filosófico; pero la paradoja tiene también el suyo. Y si aquél es lo colectivo, lo común, éste es o empieza por ser lo individual, lo propio. La paradoja es el más genuino producto del sentido propio. Y es, por lo tanto, el más eficaz elemento del progreso, ya que por lo individual se progresa. El cambio es siempre de origen individual; una masa, en cuanto masa, no cambia sino de posición respecto a otras masas.

La historia toda del pensamiento humano podría reducirse al conflicto y juego mutuo entre el sentido común y el propio, entre la perogrullada y la paradoja, entre el instinto práctico y la razón especulativa.

Y hay también una paradoja práctica y moral. Y si el cristianismo fue un escándalo para los paganos, según san Pablo, es porque fue una enorme paradoja. Y a medida que ha ido desparadojizándose, acomodándose al sentido común moral, ha ido descristianizándose, como lo vio muy bien aquel terrible danés que se llamó en vida Kierkegaard.

Muchas veces se ha hecho notar lo profundamente paradójico del cristianismo. Y sin entrar en lo de "«credo, quia absurdum»", en el mero campo moral es muy exacta la observación del profesor Bousset, de Gotinga, de que no entenderemos bien ciertas palabras de Jesús mientras no nos demos cuenta de que, tomadas unilateralmente, a la letra, son paradójicas. ¿Qué, sino paradoja, es aquello de que si el ojo derecho te hace tropezar, te lo saques? ¿Y lo de presentar la otra mejilla al que nos golpeare en una? ¿Y lo de ser más difícil entrar un rico en el reino de los cielos que hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, o enhebrar por éste un calabrote (según se traduzca)? ¿Y aquello otro de que no puede ser discípulo de Cristo el que no odie a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas?

El honrado P. Scio, en las notas que puso a su traducción castellana de la Biblia, dice, al llegar a este último pasaje (Lucas, XIV, 26), que "«aborrecer a sus parientes no quiere decir quererlos mal, sino detestar sus máximas y su conducta, cuando son opuestas al Evangelio»". Nota henchida, sin duda, de sentido común, pero en la que no resplandece, ciertamente, una gran comprensión del terrible sentido de las palabras de Jesús, pronunciadas cuando se esperaba el próximo fin del mundo. Y la terribilidad de ese sentido es una terribilidad permanente, porque el fin del mundo está de continuo inminente para cada uno de nosotros. De donde el principio de no apegarnos a los afectos de la carne, los que la muerte rompe.

¡Adonde me ha traído el comentario de Balmes! El cual, por cierto, jamás se dejó llevar a semejantes terribilidades. Su fuerte dosis de sentido común, práctico catalán, le apartó de todo misticismo. No había en él la estofa de un san Juan de la Cruz, el castellano. Vich no es Fontiveros. No hay sino leer, en el capítulo XXVIII de la ética de su Filosofía elemental, las páginas que dedica a la inmortalidad del alma y los premios y penas de la otra vida. Todo es del más sosegado sentido común: falta el soplo del misterio. Es una disertación retórica, y hasta elocuente. "«La inmortalidad nos encanta»", dice con encantadora sencillez. Oídle: "«Y este deseo inmenso que vuela a través de los siglos, que se dilata por las profundidades de la eternidad, que nos consuela en el infortunio y nos alienta en el abatimiento; este deseo que levanta nuestros ojos hacia un nuevo mundo, y nos inspira desdén por lo perecedero, ¿sólo se nos habría dado como una bella ilusión, como una mentira cruel, para dormirnos en brazos de la muerte y no despertar jamás? No, esto no es posible: esto contradice a la bondad y sabiduría de Dios; esto conduciría a negar la Providencia, y de aquí al ateísmo»". Ved en este párrafo, que no carece de una cierta elocuencia vulgar y de lugares comunes —los propios del sentido común—, el instinto sustituido a la razón para servir a las necesidades prácticas del orden moral. Se busca consuelo más que verdad.

El hombre, al tratar de esto, se exalta. "«¿Quién nos mece con tantas esperanzas, si no hay para nosotros otro destino que la lobreguez de la tumba? ¡Ay, qué triste fuera entonces el haber visto la luz del día, y el sol inflamando el firmamento, y la luna despidiendo su luz plácida y tranquila, y las estrellas tachonando la bóveda celeste como los blandones de un inmenso festín, si al deshacerse nuestra frágil organización no hay para nosotros nada, y se nos echa de este sublime espectáculo para arrojarnos a un abismo donde durmamos para siempre!... Entonces el mundo no sería una belleza, no el «cosmos» de los antiguos, sino el caos: una especie de fragua donde se elaboran, en confusa mezcla, los placeres y los dolores; donde un ímpetu ciego lo lleva todo en revuelto torbellino; donde se han reservado para el ser más noble, para el ser inteligente y libre, mayor cúmulo de males, sin compensación ninguna; donde se han reunido, en síntesis, todas las contradicciones: deseo de luz y eternas tinieblas; expansión ilimitada y silencio eterno; apego a la vida y muerte absoluta; amor al bien, a lo bello, a lo grande y el destino a la nada; esperanzas sin fin, y, por dicha final, un puñado de polvo dispersado por el viento»". Y acaba estas nobles páginas últimas de su ética, henchidas de la elocuencia del sentido común, diciéndonos que la existencia de otra vida la enseña la razón —lo que es dudoso—, nos lo dice el corazón —lo que es muy cierto—, lo manifiesta la sana filosofía —¿cuál es la sana?—, lo proclama la religión, y así lo ha creído siempre el género humano. Esto último, que debe ser lo de más fuerza para un filósofo de sentido común, es algo que la historia desmiente.

Pero, ¡con qué íntima y recogida emoción, con qué palpitaciones de corazón y de espíritu leía yo estas elocuentes consolaciones allá, en los melancólicos albores de mi mocedad, en este mismo cuarto en que ahora escribo estas líneas!

La vertical de Le Dantec

Libro más divertidamente cómico y a la vez más representativo que éste de Félix Le Dantec, encargado de cursos de la Sorbona, sobre el ateísmo —L'Atheísme—, no espero poder volver a leerlo en mucho tiempo.

Y no es que me escandalice el ateísmo del señor Le Dantec; ¡muy lejos de eso! Es muy libre de ser ateo, y allá Dios se las entienda con él. Ni voy a hablar de su ateísmo, que es como el ateísmo de otra porción de ateos; y muy respetable, sin duda. Voy a hablar del cientificismo de este formidable biólogo señor Le Dantec, a quien no le faltan —¡y cómo habían de faltarle!— admiradores. Pero dejemos los juicios para después de nuestro examen.

Empecé a leer este libro para distraerme y matar el rato. Todo iba bien mientras el autor nos explica cómo él es ateo y no puede menos de serlo y lo es de nacimiento, casi ab ovo, por una especie de determinismo biológico. Lo cual es muy ameno, y no sé si discutible. Pero hete aquí que, al llegar a la página 27, me encuentro con este párrafo:

"«Descartes, que era matemático, sabía, sin embargo, que ciertas cantidades pueden crecer indefinidamente sin pasar jamás de un límite dado, o si se prefiere, que ciertas curvas tienen una asíntota (asymtota) horizontal»". ¡Asíntota horizontal! —me dije—. Creía no leer bien. ¡Asíntota horizontal!

Invito a cuantos sepan matemáticas a que me indiquen en qué se diferencia una asíntota horizontal de una vertical o que viene de sesgo. Sin duda alguna, el libro en que el formidable señor Le Dantec estudió geometría analítica tenía pintada alguna rama de hipérbole con su asíntota representando la horizontal respecto a la posición en que se coloca el lector. No tenía sino haber dado un cuarto de vuelta al libro y hete ya la misma asíntota representada vertical.

Pero lo divertido no es esto. Lo divertido es que este publicista de biología, profesor de la Sorbona, formidable ateo y más formidable cientificista —lo cual no quiere decir hombre de ciencia, ni mucho menos— ignora, así, ignora que las nociones de horizontalidad y verticalidad, así como las de arriba, abajo, delante, detrás, a la derecha y a la izquierda no son nociones geométricas ni de ellas se necesita en geometría. Son nociones que más bien podrían llamarse fisiológicas; dicen relación al espectador. Cualquier chiquillo, aunque no sea biólogo ni ateo ni determinista ni haya estudiado en la Sorbona, sabe que aquello que tenemos ahora a la derecha, con sólo dar media vuelta, se nos pone a la izquierda.

«¡Pues si es precisamente lo que luego dice Le Dantec!» —exclamaría algún lector que le haya leído—. Y yo le replico: no, no es eso lo que dice. El señor Le Dantec supone al vulgo de los mortales unas nociones que no posee; el señor Le Dantec es uno de esos pedantes que andan diciendo que el frío no existe. Vamos a verlo.

«¿Diréis que el color existe, que existe el sonido?» —pregunta el ateo—. Y yo respondo: claro que sí, pues que veo el uno y oigo el otro. Y me contesta: «Os responderé que el color resulta del encuentro de ciertas condiciones ambientes y de un ser vivo capaz de ser impresionado, pero que es preciso que haya dos factores para que el color exista, a saber: un estado particular de lo que los físicos llaman el éter y un hombre que vea. Ahora bien, tenemos una idea tan absoluta del color que no podemos imaginar al color como no existente, aun cuando todos los seres vivos se destruyeran». ¿Puede darse superficialidad más ramplona? Llámele usted a la causa objetiva o externa del color como usted quiera, y crea usted en el éter más que en lo que ve, o en Dios, siendo así que el éter es, por lo menos, tan hipotético como Él, siempre resultará que la sensación existe y que la tal sensación es tan real, y hasta tan objetiva, como el supuesto éter. ¿O es que yo no soy objeto y no es objeto lo que en mí pasa? Y como si los seres vivos se destruyeran podría continuar esa causa, continuaría el color. Otra cosa equivaldría a afirmar que, destruida —si es que su total y absoluta destrucción cabe, cosa que no lo sé— la conciencia, se destruiría todo lo que en ella se refleja. ¿Quién sabe cómo es la realidad exterior, en sí, fuera y aparte de nuestra representación de ella? El formidable biólogo ateo no ha pasado por Kant; su cientificismo es de lo más infilosófico, es decir, de lo más grosero que cabe.

La tontería —porque no es más que una tontería— es del mismo género que aquella otra de que el frío no existe y parte de la gratuita suposición de que el vulgo cree que el frío es una cosa objetiva, independiente en absoluto de nosotros y opuesta a otra que se llama calor. Y no hay tal cosa. El vulgo —es decir, el vulgo no cientificista y ateo— no supone nada de eso. Se limita a decir que hace frío cuando lo siente y cuando siente calor a decir que lo hace; y tiene razón, y no hay que calumniar al vulgo. ¿Que el frío resulta de una disminución en tales o cuales movimientos moleculares o como sea? Bien; lo mismo da. Es como si yo dijese que el hielo no existe; que no es más que agua congelada. Pero hay que seguir con Le Dantec, porque ahora viene lo bueno.

Ahora entra en su incomparable ejemplo de la vertical. ¡Oído a la caja! Habla de la vertical absoluta. ¿Absoluta?, ¿qué es esto? Yo no lo sé, y creo que Le Dantec tampoco. Veamos primero; ¿a qué llamamos vertical? Llamamos vertical a la línea de la plomada, a la de un grave cuando cae. No es, pues, una noción geométrica, sino física, o más bien fisiológica. La vertical dice relación a la posición normal del espectador, cuando está de pie. Es una cosa que se siente. Y llamamos todos vertical a la trayectoria de un grave que cae sin obstáculo, y a todas las que le sean paralelas en el espacio. Ni más ni menos. Volvamos a Le Dantec.

"«Tengo la idea innata de esta vertical»" —nos dice—. ¿Innata? Luego este formidable biólogo cree en las ideas innatas. Bueno es saberlo. Pero, ¿qué entenderá por idea innata? Él mismo prevé la dificultad, y nos dice que si no queremos disputar sobre esto, si esa idea no le es innata, esto es, si no le viene por herencia de un error ancestral largamente acreditado, ha nacido en él, naturalmente, por la constatación errónea de la superficie plana de la Tierra.

¡Qué de cosas, Dios mío! (Perdón por haber invocado a Dios en este caso.) ¿Qué tendrá que ver la noción de verticalidad con si la Tierra es plana o es redonda? El bueno de Le Dantec cree, sin duda, que para las gentes la noción de verticalidad viene de la de horizontalidad, que estimamos ser vertical la perpendicular a un plano horizontal. ¡Pedantería, pedantería, pedantería!

Sea redonda, como parece ser que es, sea plana la Tierra, siempre será para cada uno de nosotros vertical la línea de la plomada y siempre serán horizontales el plano y las líneas de este plano perpendiculares a la vertical o que con él forman ángulo recto, siempre será horizontal todo plano, como el de una mesa de billar, donde el nivel lo señale. Y ese plano horizontal es un plano ideal. El plano ideal del mar, el que formaría si estuviese en perfecta y absoluta calma, es el de una superficie curva, convenido; pero tenemos, no ya sólo la noción, sino el sentimiento de una superficie plana, tangente al punto de la curva terrestre en que nos hallamos, y a esto le llamamos horizontal.

Y ello es tan real y tan objetivo como cualquier noción rigurosamente geométrica.

"«Tal vez hay gentes —escribe el formidable biólogo— que no conciben la vertical absoluta, como hay ateos»". Pero si la vertical se siente, señor Le Dantec, ¡se siente!

Y Dios también se siente. Lo que hay es que el señor Le Dantec ni sabe bien lo que es una vertical, ni menos sabe lo que es Dios. Porque esto es lo que de su libro resulta: que no tiene la más remota idea de qué es lo que llamamos Dios muchos de los que en Él todavía creemos.

"«Ahora bien —prosigue—; la idea de la vertical absoluta es matemáticamente absurda; hay tantas verticales como puntos hay en la superficie de la Tierra...»". ¡Evidente! Para cada observador hay una vertical, y todas las líneas, que son infinitas, a ella paralelas. ¿Y por eso no es absoluta? ¿Qué es eso de absoluto? Por ese procedimiento me comprometo a demostrarle que nada real es absoluto. Todo es, pues, relativo. Convenido; pero, ¿y la relatividad misma, no es también relativa? ¿No estamos, llevados por estos cientificistas pedantes, jugando con las palabras?

Pero lo gordo es lo que sigue a los puntos suspensivos que dejé arriba, y es esto: "«La (vertical) de mi antípoda es contraria a la mía»". ¡Estupendo! El formidable biólogo divide las verticales, a lo que parece, en verticales que van de arriba abajo y verticales que van de abajo arriba. Ya lo sé para en adelante, gracias a este amenísimo ateo; tengo en mi casa dos escaleras contrarias, aquellas por las que bajo y aquellas otras por las que subo. A lo cual podrá decirme cualquier Le Dantec de aun menor cuantía que la escalera de mi casa es algo real, concreto, tangible y visible, mientras que la vertical o línea trayectoria de un grave que cae sin obstáculo no es sino una línea ideal. Tanto más en mi favor. El grave cae de arriba abajo, claro está; pero la línea ideal que recorre, ni cae ni sube, ni va de arriba abajo, ni de abajo arriba.

Casi me da vergüenza, lectores míos, de entrar en estas explicaciones, y no lo haría si no supiese los estragos que hace el cientificismo, sobre todo en los que no tienen una sólida educación científica y en los que no han disciplinado su mente con una seria y austera filosofía, con aquella filosofía perenne de que habló, creo que Leibnitz, y viene viviendo y acrecentándose, juntamente con la idea de Dios, a través de los siglos. Y da pena ver gentes que hurtan su espíritu a las fecundas fatigas del trato con esa filosofía perenne, y se prendan de cualquier pincharranas que nos hable de asíntotas horizontales y no más que porque va contra Dios y contra las más seculares y probadas concepciones humanas. Al tan famoso odium theologicum hay un odium antitheologicum o contratheologicum que se le contrapone. Pero volvamos a Le Dantec.

El cual dice más adelante, en la página 31: "«Aun admitiendo que se pudiera demostrar que no hay Dios, como se ha demostrado que no hay vertical absoluta...»". Y esto se me aparece como lo que suelen hacer los predicadores jesuitas —especie de Le Dantec de la otra banda— después que disparan un argumento, y es que añaden: "«Queda, pues, evidentemente demostrado que, etc.»", por si acaso el oyente no lo había advertido. Lo mismo que el pintor famoso que puso al pie de un bicharraco mal pergeñado: Esto es un gallo.

Me he propuesto no seguir al formidable biólogo descubridor de las asíntotas horizontales en su tesis central de ateísmo. ¿Para qué, si empiezo por decir que el señor Le Dantec no tiene apenas idea de qué es lo que entienden por Dios los creyentes ilustrados? Con que hubiera dicho: «no sé qué es eso de Dios», y ello es verdad que no lo sabe, se habría ahorrado todo el libro. El formidable biólogo no sabe qué es Dios, pero sabe, en cambio, que "«la conciencia moral está más desarrollada en las abejas o en las hormigas que entre los hombres, a juzgar cuando menos por el orden perfecto de su vida social»" (página 34). Cuéntase que oyendo un discípulo de Plinio decir a éste que el elefante ve crecer la yerba, exclamó: o Plinio ha sido elefante o algún elefante se lo ha contado a Plinio. Y este formidable Le Dantec, que del orden perfecto (¿ ?) de la vida social de las abejas y las hormigas deduce que tienen una conciencia moral más desarrollada que la del hombre, como de los movimientos de los planetas podría deducir que éstos conocen las leyes de Copérnico; este mismo descubridor de las dos verticales, la que baja y la que sube, nos dice poco más adelante (página 56) que sus hermanos creyentes "«rehúsan a las hormigas, que son tan pequeñas, la idea misma de Dios»". ¿A quién se le ocurre ni rehusar ni atribuir a las hormigas ni esa ni otra idea alguna? Pero de estas imputaciones gratuitas está lleno el libro del horizontal biólogo, que se finge unos creyentes fantásticos o sólo tiene en cuenta los pobres aldeanos cándidos e ignorantes de su nativa Bretaña. Tiene buen cuidado en decirnos que es bretón, paisano de Chateaubriand, de Lamennais, de Renán...

¡Qué idea tiene de los creyentes! "«Orar es la más importante ocupación de los creyentes»", nos dice poco después, y hace seguir a esta formidable afirmación unas líneas en que demuestra ignorar qué es y qué significa la oración para los creyentes que no sean los aldeanos sus coterráneos sobre cuya mentalidad no le ha elevado su biología toda.

Y más vale dejar todo lo que sigue, y entre ello lo de que no cree que el tigre tenga la idea de Dios, y otras amenidades del mismo calibre. ¿Para qué seguir?

Pues de estos formidables cientificistas están hoy llenas nuestras bibliotecas económicas y de avulgaramiento. No hace mucho que en un artículo, largo como suyo, nos hacía saber el señor Morote que no existen ni la idea del tiempo ni la del frío, que son... ¡anticientíficas! Y como es de creer que nuestro fecundo publicista quisiese decir lo que dijo, esto es, que no existen las «ideas» de tiempo y de frío, pues que de ellos hablamos, habrá querido decir, supongo, que no existen ni el frío ni el tiempo, lo cual es más ameno y más «ledantequesco» todavía. Ya Marinetti, el futurista, mató no hace mucho, en un célebre manifiesto —amenísimo también— al tiempo y al espacio, diciendo así: ¡Ayer murieron el tiempo y el espacio! Con que ahora maten a la lógica ya quedamos libres de los tres tiranos del espíritu, pues eso de que no pueda uno estar a la vez en dos partes, que no pueda vivir a la vez ayer, hoy y mañana, y que no pueda sacar de un principio la conclusión que más le agrade, es decir, que no podamos ser infinitos, eternos y absolutamente libres, es bien fuerte cosa. Pero no, a la lógica no pueden matarla, y por bien clara razón.

¿Todo esto es sólo ameno y ridículo? No: todo esto es triste, muy triste. Debajo de ese cientificismo nada científico, debajo de toda esa gárrula y ramplona pedantería asoma bien claro el odium antitheologicum, no menos dañino que el odium theologicum, y, en realidad, la misma cosa que él.

Con estas patochadas con disfraz de ciencia se está envenenando a los pobres espíritus ansiosos de saber y halagando malas pasiones. Y todos esos biólogos horizontales, ya sea Le Dantec, ya sea Haeckel —que aunque algo más serio tampoco lo es mucho ni menos ignorante de lo que trata de combatir, como puede verse por su archisuperficial libro sobre Los enigmas del Universo— forman una especie de asociación o masonería internacional, con aduanas en las fronteras, se traducen y celebran los unos a los otros y pretenden cerrar el paso al conocimiento de los pensadores serios y bien intencionados, libres de sectarismos y de rabias —sea la rabia teológica o sea antiteológica—, a los filósofos que se adhieren a la filosofía perenne. Y así hay quien se extasía con Haeckel y apenas si conoce a Darwin, y admira a Le Dantec sin haber estudiado debidamente a Claudio Bernard. Verdad es que ni Darwin ni Claudio Bernard se propusieron nunca, que yo sepa, demostrar que no hay Dios o que le hay.

Estos cientificistas metidos a filósofos y teólogos —o antiteólogos, que es igual— están haciendo un vulgo cientificista y horizontal, más vulgo aún que el otro. Porque el vulgo sencillo y a la buena de Dios dice que hace frío cuando le siente y que se va el tiempo, y no se mete en filosofías respecto a lo que sean o no sean objetivamente el frío y el tiempo, mientras que el otro vulgo, el vulgo adulterado por malas lecturas pésimamente digeridas, cree creer en el éter más que en sus propias sensaciones y se traga cualquier cosaza, más o menos horizontal, de cualquier biólogo, con tal que confirme sus prejuicios y sus supersticiones, tanto o más supersticiosas que las del otro vulgo y sin disculpa de las de éste.

¡Y qué cándido es este vulgo adulterado por el cientificismo! De vez en cuando recibo alguna carta de algún incógnito lector cientificista en que me dispara, empleando tal vez para ello una docena de pliegos, los más resobados y asendereados lugares comunes de la ciencia y la filosofía más baratas. «No es posible que este señor piense así y diga estas cosas sino porque ignora todo esto», deben de pensar. Porque hay personas tan candorosas que, cuando se encuentran con alguien que no piensa como ellas en un punto dado, suponen que es porque no tiene los datos y conocimientos que tienen ellos sobre el tal punto y no se les pasa por las mientes la idea de que acaso tengan todos esos datos y conocimientos y otros más. Y si llegan a sospechar tal cosa, al punto le piden a uno que les ilustre, como si fuese posible dar todo un curso. El teorema 121 se apoya en el 120, éste en el anterior y así sucesivamente, y hay veces en que habría que explicar los 120 teoremas. Y hay quienes escriben obras doctrinales de conjunto y hay quienes hacemos ensayos sueltos, más para suscitar y sugerir problemas que para desarrollarlos.

Y conviene decir, por conclusión, que si hay una biología, y una fisiología, y una geometría, y una sociología, hay también una teología, tan ciencia en su método como otra cualquiera. Y que tan absurdo es que un Le Dantec cualquiera se meta a escribir del ateísmo sin haber saludado la teología, como que un teólogo se meta a hablar del plasma germinativo o de la herencia biológica sin haber saludado la biología.

Ocasiones sobradas tendré, por desgracia, de volver sobre este mismo tema, uno de mis favoritos. Y los horizontales todos, biólogos y no biólogos, quedan libres de decir que no soy más que un redomado retrógrado, un jesuita disfrazado, ¡como ellos saben lo que piensan las hormigas!...

El Rousseau de Lemaître

Acabo de leer, con grandísimo interés por cierto, las diez conferencias que dedicó, creo que en la Sorbona, Julio Lemaître a Juan Jacobo Rousseau (Jules Lemaître, Jean Jacques Rousseau. París, Calmann-Lévy).

Sabido es que las tales conferencias tuvieron un gran éxito, y que han dado lugar a no pocas polémicas.

En el fondo, las tales conferencias han tenido tanto de político como de literario, y han sido un acto más de la reacción discreta y razonada contra los últimos excesos del jacobinismo francés.

Debo declarar que me es muy poco simpático este jacobinismo, y que pareciéndome muy bien la labor de un Combes, un Waldeck-Rousseau y hasta la de un Clemenceau, me causan pena declaraciones como las que lanzó desde la tribuna el ministro Viviani, jactándose de que se le hubiera arrancado al pueblo la fe en otra vida ultraterrena.

Pero si el dogmatismo racionalista, la ridícula fe en que la Ciencia y la Razón bastan y la falta de espiritualidad del jacobinismo me son poco simpáticos, no me lo es más el conservadorismo archidiscreto y el escepticismo elegante del neocatolicismo literario francés. Me repugnan esos católicos volterianos y nacionalistas que defienden el catolicismo porque va ligado a las grandes figuras de la literatura francesa, y sobre todo, porque el protestantismo les parece germánico. No creo posible mayor mezquindad de punto de vista.

He querido siempre a Rousseau; le he querido tanto como me ha sido odioso Voltaire. He querido siempre al padre del romanticismo, y le he querido por sus virtudes evidentes y hasta por sus más evidentes flaquezas; he querido siempre a esa pobre alma atormentada, que a pesar de profesar, por defensa propia, el optimismo, es el padre del pesimismo. Y en este punto no se para Lemaître, ni me parece haber visto bien que, a pesar de las apariencias, Rousseau, el padre espiritual de Obermann, fue siempre un sombrío pesimista, un negador del valor de la vida.

Lemaître juzga a Rousseau con gran severidad, hasta con dureza, y le carga en cuenta casi todos los que él estima males que han asolado a Francia. Y en el fondo, ¿sabéis cuál es la acusación principal que contra él dirige? La de ser extranjero. No lo dice expresamente así más que dos o tres veces; pero se lee entre líneas.

«Esta sinrazón —dice en la conferencia décima—, esta subordinación total del juicio a la sensibilidad, le coloca en un lugar único en nuestra literatura. Comparadle, no digo con los grandes escritores del siglo XVII, sino con Voltaire, con Montesquieu, con Buffon, hasta con el aventuroso Diderot. ¡Qué sensatos se os aparecerán! ¿Por qué no decirlo? Innumerables páginas de Rousseau desbordan de un absurdo ingenuamente insolente. Os he hecho ya notar que sus más decididos partidarios se ven a menudo obligados a interpretarlo y a confesar que lo interpretan; no hay que considerar, dicen, lo que se dice, sino lo que ha querido significar, y que es profundo o sublime. Ahora bien: Rousseau es el único de nuestros clásicos (si es que puede dársele este nombre) que necesite de una interpretación tan complaciente y tan radicalmente transformadora del texto. Los demás pueden engañarse; dicen lo que dicen y no otra cosa. Entre sus audacias o sus caprichos les queda su razón. Se mantienen en la tradición francesa. Rousseau, este interruptor de tradiciones; Rousseau, este extranjero, inserta en nuestra historia un fenómeno, un monstruo».

Y más adelante, al final de su última conferencia, dice: "«He adorado el romanticismo, he creído en la Revolución. Y ahora pienso con inquietud que el hombre que no sólo ciertamente, pero más que nadie, creo, resulta haber hecho o preparado entre nosotros la Revolución y el romanticismo, fue un extranjero, un perpetuo enfermo, y por último, un loco»".

¡Un extranjero! He aquí el mayor delito para este francés francisante. Un extranjero, es decir, ¡un bárbaro! Y además, un loco. Y un loco en cuanto extranjero.

¿Qué? ¿Os choca esto último que digo? Pues oíd al mismo Lemaître, que os dice que las partes más sanas de Rousseau son aquellas en que hubiera reconocido a sus abuelos parisienses y católicos. Es decir, que la locura de Rousseau le venía de lo que tenía de no francés. Sabido es, en efecto, que la razón es un privilegio de la raza francesa —M. Pierre Lessere os dirá que es privilegio del francés ser entusiasta sin hacer el primo, sin ser «dupe»—, y que los demás pueblos no gozan de ella sino en cuanto se dejan influir por el espíritu francés.

Y estos hombres, henchidos de la más ridícula petulancia colectiva, petulancia que se nutre de la ignorancia de los demás y hasta de la incapacidad de comprenderlos; estos hombres nos hablarán del orgullo de Juan Jacobo.

M. Lemaître se cuida del lugar que Rousseau ocupa en la literatura francesa y duda de si puede o no llamársele un clásico de ella; pero no se le ocurre pensar cuál sea su lugar en la literatura universal, y si es posible que signifiquen muy poco o no signifiquen nada en ella tal o cual clásico francés, su Bossuet, verbigracia, que a los no franceses nos resulta sencillamente insoportable.

Al final de su séptima conferencia dice Lemaître: "«Pues este hombre, que ha escrito él solo más tonterías, mucho más que todos los demás grandes clásicos juntos, es también el que ha abierto a la literatura y al sentimiento más caminos nuevos...»". Y es natural. Leed entre los maravillosos ensayos de William James («The will to believe and other essays») el titulado Los grandes hombres y su ambiente («Great men and their environment»), y veréis cómo os explica que la absurda física de Aristóteles, y su lógica inmortal fluyen de la misma fuente. En cambio no he encontrado ni una sola tontería en las diez conferencias de Lemaître; pero, en cambio, tampoco me ha abierto una sola senda y no me ha servido más que para admirarme de cómo el «bon sens» puede ahogar todo profundo sentido de comprensión íntima.

En otro pasaje nos dice que sí, que Rousseau estaba loco, sin duda, y en seguida añade con su buen sentido habitual: "«¡Y cuántos hombres no lo estarían a nuestros ojos, Dios mío, si los conociéramos, si escribieran libros y si entre su desvarío tuvieran algún genio!»". Y he aquí por qué no se le puede conocer a Lemaître su locura: porque no tiene ni un átomo de genialidad.

Leéis las diez conferencias, rebosantes de «bon sens», y no podéis por menos de ir diciendo; ¡es verdad, tiene razón este señor profesor; pero al concluirlas y traer a vuestra memoria al Rousseau de vuestros años juveniles, exclamáis: ¡e pur si muove!».

Cuando Lemaître quiere explicarse cómo Rousseau, a pesar de sus contradicciones, de sus paradojas, de sus absurdos, despertó el entusiasmo de tantos y llegó a ser un ídolo como no pudo serlo el antipático y razonable Voltaire; cuando ve todo esto no se le ocurre sino acudir a la estupidez, a la «bêtise» humana, que no se entusiasma ni con Bossuet ni con Augusto Comte, que parecen ser dos de los santones de Lemaître y sus congéneres. Y esto de la «bêtise», o de la estupidez, es una explicación de una conformidad inaudita; es una explicación sencillamente «bête».

¡Pobre Rousseau! En el fondo de los ataques que a este protestante ginebrino dirige el profesor parisiense y catolizante —no me atrevo a llamarlo católico—, no hay sino un horror a la pasión y un culto a la razón. Aunque el buen hombre proteste de lo primero y nos quiera hacer ver que la sensibilidad no es la sensiblería romántica, ni la pasión el desenfreno.

Siempre en el seno del catolicismo ha habido dos tendencias. Una, la genuinamente religiosa, la cristiana, la mística si se quiere, la no pervertida por el moralismo mundano, la que floreció en los jansenistas, en Francia —en aquellos nobles, profundos y santos jansenistas—, la que muestra el lado por donde el catolicismo puede entenderse y concordarse con las demás confesiones cristianas, y de otra parte la tendencia política, la específicamente católica, la escéptica. Los católicos de la primera tendencia han sentido simpatía por Rousseau, aun deplorando los que estiman sus horrores y aversión a Voltaire mientras que los católicos de la segunda tendencia han temido a Rousseau y se han recreado con las «polissoneries» de Voltaire.

M. Lemaître parece acercarse a este segundo y horrendo catolicismo volteriano, resucitado por motivos políticos, y sobre todo por francesismo, a este catolicismo nacionalista que es la ruina de toda verdadera piedad. Y este catolicismo se está poniendo de moda en Francia.

Cuando hace poco, en respuesta a la «enquête» que ha abierto el Mercure de France sobre si asistimos a una disolución o a una evolución de la idea y del sentimiento religioso, vi que el poeta Francis Jammes contestaba: "«Asistimos a la disolución de todo lo que no es el catolicismo»", no se me ocurrió sino exclamar: «¡farceur!, ¡poseur!» Y en el mismo número —en el cual iba también mi respuesta— contestaba Lemaître: "«Confieso que no sé nada de ello»". Lo cual puede ser verdad y puede ser «pose» de escepticismo.

Por supuesto, a pesar de estos «dilettanti» de catolicismo y de estos execradores del romanticismo y de la Revolución, la obra del «affaire», la obra de la separación de la Iglesia y del Estado, la obra de la Revolución, en fin, sigue. Y en esa obra alienta el espíritu del ginebrino, del descendiente espiritual de la Revolución, y a esa obra han contribuido los hijos de la Reforma, esa animosa y austera minoría de nietos de hugonotes que son la sal del espíritu religioso francés. Y es de esperar que salvarán a Francia del catolicismo escéptico y del racionalismo agnóstico y que Francia será cristiana.

La lectura del Rousseau de Lemaître, la lectura de Le romanticisme français, de Laserre, que Lemaître recomienda, me han llenado el ánimo de tristeza y de irritación; de tanta tristeza y tanta irritación como me llena la lectura de cualquiera de los libros de Jules de Gaultier o de otro de la secta. Es el nihilismo católico que avanza, y un nihilismo frío, seco, raciocinante. La suprema preocupación de estos desdichados parece no ser «dupes», no dejarse coger de primos.

Y me acuerdo de nuestro don Quijote, de aquel glorioso Caballero de la Fe, honrosísimo blanco de todas las burlas, ludibrio de las gentes todas y a quien un niño podía engañar; de aquel prodigio de valor que supo arrostrar impávido el ridículo.

Cuando el temor de hacer el ridículo se apodera de un individuo o de un pueblo, están perdidos para toda acción heroica.

Pilatos quiso hacer un sainete del juicio de Jesús de Nazaret, y convertir su pasión en farsa, le puso cetro de caña y manto y le presentó al pueblo, diciéndole: «¡He aquí el hombre!». Pero el pueblo necesitaba tragedia, y aulló: «¡Crucifícale!». Y Pilatos es hoy la execración de las gentes.

Las conferencias de Lemaître están henchidas de ironías fáciles, pero no hay en ellas un solo acento de profunda indignación o de profunda piedad, de odio verdadero o de verdadero amor. Y se ve desde luego que el buen señor es capaz de todo menos de sentir a Rousseau el extranjero.

¡El extranjero! Sí, el extranjero fue el principal promotor de la Revolución. Y así sucede siempre, la vida se nos viene de fuera. Incluso a los franceses.

Rousseau, Voltaire y Nietzsche

Las conferencias de M. Lemaître sobre Rousseau, de que ya aquí mismo tengo tratado, y el libro de M. Laserre sobre el romanticismo francés, han tenido la virtud de poner una vez más poco menos que de moda entre ciertos intelectuales al inagotable ginebrino.

Todos cuantos aman el recuerdo de Rousseau reconocen que no están destituidos de fundamento los reproches que se le dirigen, pero creen, por otra parte, que no es la buena fe la que de ordinario los dicta. Y esto es claro en el caso de Lemaître.

En el número del Mercure de France, correspondiente al 15 de este mes de junio, acabo de leer un trabajo de Luis Dumur sobre los detractores de Juan Jacobo, y en él encuentro, como no podía menos de ser, no pocos de los puntos de vista que indiqué en la correspondencia que al mismo asunto dediqué en estas columnas. M. Dumur hace hincapié en el hecho de que los detractores franceses de Rousseau le echan en cara, sobre todo, el haber sido suizo y no francés, y protestante y no católico de origen.

Por lo que al primer punto respecta, hace notar M. Dumur que el francés es un producto del cruzamiento de un celta, un romano y un germano, y que el ginebrino es un producto análogo, descendiente de una tribu de celtas (los alóbrogos), de una colonia romana y de un pueblo germano (los burgondos), y añade que, por el contrario, un bearnés, un bretón, un provenzal y hasta un gascón, no tienen esa triple ascendencia, entrando en ellos razas desconocidas al resto de Francia, como son los ligures, los iberos, los griegos y los fenicios, y que son mucho menos franceses que un ginebrino, un valdense y un walón.

He aquí una cuestión delicadísima, como todas las que se refieren a etnología. En cuanto se habla de razas y sangres, y de su pureza o su mezcla, reclamo siempre en mi ayuda todo el repuesto de escepticismo que en mí pueda haber. Rara vez se fundan en verdadera ciencia las consideraciones basadas en pasión. Creo que en pocas cosas tenemos el camino más expedito que lo tenemos en cuestiones de razas, porque aquí podemos estar seguros de una cosa, y es de que no se sabe nada de cierto. Y no es poco saber. En el caso de Rousseau, sin embargo, se sabe que descendía de una familia parisiense.

Acostumbro sustituir la consideración de la raza con la de la lengua, porque si es difícil, acaso imposible, determinar la raza a que un europeo pertenezca, es una cosa facilísima la de averiguar en qué lengua piensa. Y la lengua es, he de repetirlo una vez más, la sangre del alma, el vehículo de las ideas, y Rousseau pensaba y se expresaba en francés correcto y genuino.

En cuanto a lo de haber sido protestante, monsieur Dumur se revuelve contra la especie de que la Reforma no fuera francesa, y hace notar cómo eran franceses cuantos llevaron el protestantismo a Ginebra, excepto uno. Francés fue el primero, Farrel; francés fue Froment y francés fue, sobre todo, el gran Calvino, una de las cabezas de la Reforma. Y Calvino, como hace notar muy bien M. Dumur, fue uno de los franceses más franceses, con todas las cualidades que distinguen a la inteligencia y al temperamento franceses. Francés fue aquel picardo de espíritu claro, artista, aquel didáctico y aquel organizador, aquel político admirable y admirable escritor "«que renovó la lengua con la misma maestría con que removió la teología»", y ciertamente, su libro de la «Institución» es, a la vez que un monumento a la teología cristiana, un monumento de la lengua francesa.

Esto que sucede en Francia, es que unos cuantos señores que se han declarado católicos —católicos volterianos que no creen en Dios ni el Diablo— por «chauvinisme» o patriotería, por francesismo, por estimar que lo protestante es germánico y antilatino, esto mismo sucede, aunque en menor escala, también en España. Pues en España también hay quienes maldicen del protestantismo, no por lo que tenga de heterodoxo, desde el punto de vista de la Iglesia Católica Romana, sino por lo que dicen que tiene de no español, de exótico, de extranjerizante. Y si en Francia el protestantismo tiene una tradición nobilísima —recuérdese a Calvino, a Coligny, a Guizot, a tantos otros—, no deja de tenerla también en España. Yo creo que nuestros místicos españoles del siglo XVI preludiaron una verdadera Reforma española, indígena y propia, que fue ahogada en germen luego por la Inquisición.

Claro está que, al hablar así del protestantismo, no me refiero a ese protestantismo de secta y de capilla abierta, con sus pastores a sueldo de cualquier sociedad más o menos bíblica. Los adherentes de este protestantismo suelen ser, entre nosotros, más fanáticos y más estrechos de criterio que los católicos. Acostumbran negar el dictado de cristiano a los que, como los unitarianos, no admiten la divinidad de Jesucristo, y en punto a la autenticidad de los libros sagrados, llegan a extremos verdaderamente ridículos. Están tan cerrados como los católicos, si es que no más, a las consecuencias obtenidas por la exégesis verdaderamente científica y por los trabajos bíblicos que han ilustrado hombres como Baur, Straus, Harnack, Holztmann, etc.

Pero, dejemos esto y volvamos a Rousseau.

Es un hecho que a los ojos de esos neocatólicos literarios franceses de la laya de los Coppée, Barres, Maurras, Lemaître, etc., halla Voltaire mucha más gracia que Rousseau. Y en el fondo, el catolicismo de los intelectuales modernos es de fondo volteriano, esto es, conservador. Entre nosotros mismos, aquí en España, el catolicismo político de los moderados y conservadores —de un Moyano o un Cánovas del Castillo— fue un catolicismo volteriano.

A este respecto creo conveniente trasladar aquí lo que el gran Carducci escribía en su estudio sobre el Dante, Petrarca y Boccaccio. Escribía así:

«Considerando, por la vía de parangón, cuál fuese el poder de Petrarca en su tiempo y cuál la diferencia entre su siglo y el del Dante, veremos que el paso dado por el Boccaccio no estaba exento de riesgos y dificultades. Imaginaos que D'Alembert, en vez de soplar el fuego de la discordia entre los dos hombres más grandes del siglo XVII, hubiese escrito a Voltaire para animarlo, dejando de lado sarcasmos, a que admirase y alabase a Juan Jacobo; que Melanchton hubiese escrito algo parecido a Erasmo cuando éste rompió con Lutero, espantándose su elegancia por la dura audacia del fraile. Imaginaos algo de esto, lectores, y figuraos las respuestas que probablemente habrían recibido. Verdad es que Dante había muerto y el Petrarca no era culpable, si es que lo era, más que de silencio. Sin embargo, la respuesta de Petrarca es tal que parecería yo injusto al dudar de que Erasmo y Voltaire la hubieran hecho igual en semejante caso. Pero, antes de leerla, entendámonos un poco, si os agrada. Dante, Lutero, Juan Jacobo, son como los grandes rebeldes de sus respectivos siglos, hasta cuando parece que se obstinan en defender la autoridad. Petrarca, Erasmo, Voltaire, son, en el fondo, conservadores, si se me permite aplicar a ingenios tan elefantes estas metáforas de la revolución, y lo son hasta cuando llegan a la parte tribunicia o de demolición. Entre los unos y los otros hay antipatía de naturaleza, y los segundos guardan en secreto miedo de los primeros, de donde procede su recato, su suspicacia y las restricciones en el modo de tratarlos y de discurrir sobre ellos».

En este pasaje de Carducci está perfectamente indicada la diferencia entre los verdaderos revolucionarios y los que sólo lo son de apariencia. De un lado los espíritus religiosos, los hombres de pasión y fe, los de entusiasmo: el Dante, Lutero y Rousseau; y del otro, los hombres de raciocinio y de duda; Petrarca, Erasmo y Voltaire.

Y es que el elemento más genuino y eficazmente revolucionario, es decir, progresista, el resorte más enérgico de todo progreso es el entusiasmo religioso, es la fe, y el elemento más genuino y eficazmente conservador, cuando no reaccionario, la rémora más grande a todo progreso espiritual, es el sentido racionalista. Es la ilusión lo que hace avanzar a los pueblos.

Todos los volterianos enemigos de Rousseau son, en el fondo, tan conservadores como lo era Voltaire mismo. Faltos de toda creencia religiosa, de toda fe en la trascendentalidad de la vida, creen, sin embargo, que la religión puede ser un arma política y que es un medio de contener a las muchedumbres.

Se me dirá que también los racionalistas pueden ser hombres de fe y que hay quienes la tienen en la razón misma. Sin duda alguna, pero éstos, en el fondo, no son tales racionalistas. La razón es que ellos creen no es razón, como no es ciencia la ciencia en que creen los cientificistas.

Conozco adorador de Nietzsche —y ¡qué estragos ha hecho este hombre funesto en la legión de espíritus faltos de cultura filosófica!— que se cree libre de toda ilusión trascendente, cuando no hace sino vivir de ilusiones y de fantasmas que le sugirió aquel desgraciado poeta soñador que, para defenderse de su ingénita y jamás vencida debilidad, inventó la sofistería de la fortaleza.

En el tercer volumen de su gran obra La Reconciliación y la Justificación, decía Ritschl que la oposición entre la ciencia materialista y el cristianismo no es sino la oposición "«entre el instinto de la religión natural fundido en la observación científica, y de otro lado la concepción cristiana del universo»". Lo cual quiere decir que no es la ciencia lo que se opone a la religión, sino que es la religión pagana, o más bien el sentimiento pagano, disfrazado de ciencia, lo que se opone a la religión cristiana.

En rigor, no hay nada menos científico que los ataques que a nombre de la ciencia se dirigen al cristianismo. A los dogmas de éste —del cristianismo dogmático, se entiende— se oponen otros dogmas, no menos dogmas y no menos extrarracionalmente construidos.

Un libro como el famoso Fuerza y materia, de Büchner, pongo por caso, es de lo menos científico y de lo más religioso —religioso pagano— que puede darse, empezando porque los conceptos mismos de fuerza y de materia, tal y como Büchner los concibe y los aplica, son conceptos místicos y muy poco racionales.

Y no vengamos a hombres como Nietzsche, porque sus calumnias gratuitas y absurdas contra el Cristo y el cristianismo no han podido hallar acogida y asenso más que entre personas profundamente ignorantes de lo que es y lo que significa el Cristo, y que jamás se han tomado la molestia de leer con atención y sin prejuicios los Evangelios. El desdichado soñador llamó ladrón de energías al Cristo, que es quien más energías ha despertado, y él, por su parte, ha contribuido más que nadie a que se crean genios no pocos majaderos y que se figuren tener almas de leones, por haber aprendido sus aforismos, legión de borregos que, por espíritu rebañego, se han apartado del grueso del rebaño.

En el breve, pero sustancioso estudio que dedica Papini a Nietzsche en su libro, que ya antes os he recomendado, Il crepusculo dei filosofi, después de poner de manifiesto, citando pasajes evangélicos, lo gratuito y arbitrario de los ataques de Nietzsche al Cristo, añade: "«Pero su odio al cristianismo deriva, en parte, de una especie de rivalidad o de miedo, que se puede sorprender en ciertos de sus pensamientos. Los combatía por una especie de rencor contra aquella tentativa de sustituir nuevos vencedores a los antiguos. Por una extraña y anacrónica solidaridad, Nietzsche gustaba de los fuertes de tipo pagano, y me atrevo a insinuar que las críticas que dirigió contra el cristianismo tienen un motivo semejante a aquel que atribuye al cristianismo, y es el miedo»".

Siempre he creído que Nietzsche fue un hombre dominado por el miedo, por el miedo de morirse del todo, miedo que le hizo inventar lo de la vuelta eterna y miedo que le hizo arremeter contra el cristianismo, ya que no lograba ser cristiano. Él fue quien dijo que en el fondo sólo había un cristiano, y éste murió en la cruz. Y antes que él, otro hombre que se le parecía en ciertas cosas, pero que, en conjunto, le era muy superior, Kierkegaard, el gran teólogo y soñador danés, alma atormentada y heroica, había escrito que la cristiandad está juzgando al cristianismo. Pero Kierkegaard fue un hombre demasiado sincero para haberse popularizado.

Pero todavía puede uno simpatizar con el alma de Nietzsche, aun abominando de sus enseñanzas y cobrar cariño y admiración —hijos de piedad una y otro— a aquel espíritu de torturas que vivió en lucha perpetua con la Esfinge, hasta que la mirada de ésta le derritió el sentido arrebatándole la razón. Pero con quienes es muy difícil simpatizar es con los nietzschianos, sobre todo con los nacidos y criados en nuestros países católicos, donde la ignorancia en materias religiosas es la ley general.

Y desgraciado del pueblo en que se agosta o se hiela el hondo sentimiento religioso que ha producido esos grandes rebeldes como el Dante, Lutero y Juan Jacobo. La causa del progreso espiritual está perdida en tales pueblos, y muy pronto las clases cultas de ellos pierden el apetito de vivir, cayendo en las formas del tedio disfrazado y en toda clase de deportes, entre los que se cuenta la política. Porque la política, en estos desgraciados pueblos, cuando no es un medio de medrar y de satisfacer concupiscencias o codicias personales, es un deporte, un verdadero juego. El ideal ha desaparecido por completo.

Mi buen amigo el joven uruguayo Alberto Nin y Frías, que no siente vergüenza de profesar a todos vientos su cristianismo, se me lamenta de la indiferencia con que es acogida la labor suya y de otros animosos compañeros suyos, y de la rabia con que le atacan los nietzschianos y anticristianos de por allá. Y yo le aconsejo que no haga caso de los espíritus rebañegos que, no encontrando su humanidad, se han agarrado a lo de la sobrehumanidad, y que siga tranquilo y confiado su labor constante. Esa moda pasará, y en cambio hace ya veinte siglos que, en una u otra forma, no ha dejado de estar de moda siempre el Cristo. Y los que más abominan de Él están, sin saberlo ni quererlo, más vivificados de lo que creen por su doctrina.

Lo horrible, lo verdaderamente horrible, es el escepticismo volteriano, el que ha hecho esos convertidos franceses a los que tan justamente fustigaba Gourmont en el «Epílogo» del número de primero de este mes de junio, del Mercure de France. Son convertidos que se convierten para vender un libro. Eso no es más que literatura y cristianismo a lo Chateaubriand, es decir, comedia. Se prendan de la Virgen. Y a este propósito dice Gourmont que no sabe si Pascal, que tenía inteligencia de hombre, nombra una vez siquiera, con reverencia particular, a la Virgen santísima. Y como en mi Vida de don Quijote y Sancho Panza he discurrido sobre lo que este culto idolátrico a la Madre de Jesús significa y vale en su fondo, no me parece bien repetirlo ahora aquí.

Y así los individuos y los pueblos, después de errabundas divagaciones por los más extraños campos, vuelven siempre a los eternos principios de la eterna fe y de la esperanza eterna que son la sustancia de la vida espiritual.

Isabel o el puñal de plata

Una de las mayores desgracias que a una nación puede sobrevenirle es la de que se ponga en moda literaria. Y esta desgracia le está cayendo, no sé en expiación de qué culpas, a España. Desde hace algún tiempo verbenean, que es una desolación, los libros escritos en el extranjero, en la «docta» (!!!) Europa, sobre nuestra España. Unos son impresiones de viaje, otros estudios sociológicos —y éstos los más terribles, porque nada hay tan desecante como ese galimatías de vulgaridades a que se da el pomposo nombre de ciencia (!!!) sociológica— y otros, en fin, novelas y hasta poemas. Han caído sobre nuestra leyenda, o mejor sobre nuestras múltiples leyendas, con frecuencia contradictorias las unas de las otras, toda casta de literatos impotentes a la husma de lo exótico. ¡Y qué de cosas se escriben, cielos santos! Voltaire puso en moda a los chinos, Montesquieu a los persas, Chateaubriand a los nachez y no sé quiénes nos están poniendo en moda a los españoles. Y ponerle a uno en moda es querer ponerle en ridículo. Menos mal que nos reímos de ellos más aún que ellos puedan reírse de nosotros.

Mas entre los engendros ultrapirenaicos, a costa de nuestro pueblo, dudo que se haya podido producir otro más deliciosamente disparatado que el que acaba de perpetrar un tal Pascal Porthuny bajo el título de Isabel ou le poignard dargent, novelucha truculenta donde hay muertes repentinas, incendios, asesinatos, jesuitas y conventos. Un verdadero modelo en su género.

El apellido Porthuny, a pesar de la hache que a la te se sigue, es un apellido genuinamente catalán, y el nombre Pascal, o Pascual, también tiene mucho de ello. Además, el libro va dedicado a un Domingo Solé, que sin duda será quien más le haya sugerido al autor los cien mil desatinos de que ha llenado su librejo. Pero aunque catalán al parecer, en realidad el Porthuny es francés, y muy francés, aunque no en lo bueno, sino más bien en lo malo. Ha estado en España, no cabe duda, y en esta pecadora Salamanca, donde pone el escenario de su novelucha, y ha aprendido algunas palabras españolas con que empedra su prosa francesa, sin traducirlas ni subrayarlas, o más bien «cursivarlas». Así vemos que sabe lo que quiere decir alcarraza, conserjería, peluquería, paseo, ventana, corral, aguardiente, feria, corrida, criada, navaja, etc., etc., aunque ignore que en español no se dice ni Guilhem de Castro, ni Teresia, ni otras cosas por el estilo. Aunque la verdad es que a un «artista» del fuste de Forthuny (Pascal) no se le pueden exigir conocimientos lingüísticos. Le es muy lícito, pues, presentarnos a su héroe, el salmantino Lorenzo Sánchez, premiado por un trabajo de comparación entre los idiomas vasco, bretón y céltico, y un diccionario de las raíces comunes a los «tres» idiomas. Si se tratara de un lingüista habría que echarle al corral — es una de las palabras españolas que el autor conoce— por ignorar que el bretón es una rama de los idiomas célticos y que el hablar del celta como de un idioma distinto del bretón es hablar del indoeuropeo como distinto del alemán o de la lengua románica como distinta del italiano, del español o del provenzal, y lengua por sí. Y en cuanto a esa misteriosa comunidad de raíces que Pascal Forthuny, y no Lorenzo Sánchez, ha descubierto entre el vascuence y el bretón, obra es tal descubrimiento, no ya moderno, de un razonamiento que no tiene vuelta de hoja. Cual es éste: En Francia no se hablan sino dos idiomas que no sean de origen latino, dos solos idiomas de que un francés que no sea de los países en que se hablan no logre entender ni palabra apenas, y son el bretón y el vascuence; «ergo» el bretón y el vascuence son hermanos. ¿Cómo van a poder diferenciarse profundamente dos cosas que yo no diferencio porque no las entiendo? ¿Cómo van a poder hablarse en Francia dos lenguas igualmente ininteligibles para un francés puro, sin que sean en el fondo la misma lengua? Fuera de mí no hay sino la confusión.

Y no vaya a creerse el lector que esta consideración sobre el fantástico parentesco entre el bretón y el vascuence sea algo episódico y digresivo aquí, ¡no! En este detalle se denuncia la psicología toda del autor, cuya incapacidad, no ya para sentir, pero ni aun para comprender el alma española, es notoria. Para el señor Forthuny no hay más vida, ni más progreso, ni más cultura, ni más alegría, ni más porvenir que el suyo, el que cree ser de su pueblo; todo lo demás es muerte, inmovilidad, atraso, tristeza y tradición. No se le ha pasado siquiera por la mollera que pueda haber otro desarrollo de vida, es decir, otra vida que la suya. El potro está condenado a muerte, a inmovilidad y a vegetar en la memoria del pasado, porque va derecho a hacerse caballo en vez de ir, como debiera, a hacerse toro; por lo menos, así piensa el ternero.

La acción de Isabel o el puñal de plata transcurre, como os decía, en esta pecadora Salamanca en que habito y vivo y trabajo hace ya veinte años, y a la que no conocía hasta que el señor Forthuny ha venido a descubrírmela. Transcurre en esta Salamanca, "«madre de las virtudes, de las ciencias y de las artes»", repite el autor, en esta Salamanca que si hiciera caso a los Lorenzo Sánchez, o sea a los Forthunys, "«podría constituir acaso un día en el cuerpo español, con la Barcelona del Este, las dos meninges de inteligencia y de progreso a que todos los otros miembros obedecieran»". Gracias, señor Forthuny, gracias, muchas gracias en nombre de Salamanca, pero... no merecemos tanto. Y no es modestia.

El señor Forthuny ha estado en Salamanca, y por ciertos detalles se deduce que en época de ferias, de fines de agosto o a mediados de septiembre, en época en que yo no estoy allí. Os juro que no le conozco y os juro también que si hubiese estado conmigo se habría tal vez ahorrado los disparates de su libro, es decir, se habría ahorrado el libro. Pero ¡quiá!, ¿venir a España y no escribir un libro de ella?, y un libro conforme a la idea preconcebida que de España se tenía, por supuesto, ya que sólo se vino a corroborar esa idea, cerrando los ojos a cuanto no lo confirme. Es decir, cerrándolos no, antes más bien no viendo aún con los ojos abiertos.

El señor Forthuny estuvo en Salamanca, en efecto, y tomó ciertos datos y noticias en su «carnet» de viaje. Sabe que el tren de Medina llega a las 4 y 33 de la mañana, aunque esta hora pueden cambiarla antes que publique la segunda edición de su novelita; sabe que hay un hotel del Pasaje, una señora rica y soltera a la que se le conoce con el nombre de la Pollita de Oro, un diario que se llama El Adelanto, de cuyo sentido se informó bastante bien; una calle del Doctor Riesco: el señor Forthuny sabe, respecto a Salamanca, bastantes detalles que también sabemos sus vecinos y moradores, pero sabe también otras varias cosas que ignoramos, como que Alfonso Rodríguez —supongo será el P. Alonso Rodríguez, jesuita y uno de los primeros prosistas de nuestro siglo clásico— fue jefe de la Universidad; que fray Luis de León —¡y éste sí que es descubrimiento!— fue fundador de ella, que son frailes los colegiales del colegio de Irlandeses, que la iglesia de San Esteban tiene torres, que los dominicos andan descalzos, que la catedral vieja tiene criptas, que hay aquí una giralda..., etc., etc. Pero éstas son menudencias. Puede el visitante de un pueblo equivocarse en cien detalles y coger el alma del pueblo, así como un libro de historia cabe sea una gran mentira siendo verdaderos sus datos todos y ser una gran verdad plagada de inexactitudes de detalles. Y en esto de haber sorprendido el alma de Salamanca sí que es portentoso Forthuny.

En este libro, que lleva por subtítulo La tragedia de las dos Españas, había que escoger la ciudad española más trágica y más atrasada, la más reaccionaria, la más levítica. Y es claro, en toda España, "«ciudadela arcaica de los prejuicios, de los enceguecimientos, de los enervamientos, de los entorpecimientos, de las incuriosidades, trinchera de las fes que han muerto, último baluarte en que se obstinan en no conocer nada del mundo exterior, pueblo nacido demasiado tarde en un siglo demasiado joven»", en un España tal, la ciudad muerta por excelencia tenía que ser Salamanca. Isabel le dijo al autor que no creía, fuera de los malditos catalanes, en la sinceridad de un español que invoque tiempos nuevos. ¡Esto de tiempos nuevos tiene la mar de gracia! La pobre Isabel, la del puñal de plata, la que después de matar con él a su amante, nadie sabe por qué y menos que nadie el señor Forthuny, se mete monja en Alba de Tormes, la pobre Isabel no había salido nunca de Salamanca, que si hubiese salido de ella habría visto que cualquier otra ciudad española es mucho más levítica y más reaccionaria y más presa de eso que Forthuny entiende por pasado que ésta su ciudad natal, y desde luego muchísimo más que ella cualquier ciudad catalana.

Al bueno de Forthuny le tomaron aquí de primo y se quedaron con él dándole la castaña. (Tres giros que, a pesar de sus conocimientos en castellano, de seguro no entiende.) Y que se fio, sin duda, de algún viajante o comisionista catalán, que resultó ser su compañero de posada. Y ese comisionista le hizo creer que en las librerías de Salamanca sólo se vende lo que los jesuitas quieren, cuando se venden hasta las obras de otros Forthuny; que los nobles irlandeses, unos pacíficos estudiantes que con nadie se meten, ocupándose sólo en seguir sus estudios, pasear y jugar al fútbol, intrigan para comprar librerías (!!!); que los jesuitas —¡oh, el coco!, ¡el coco!— compran a desdichados para que asesinen a otros; que un guardia civil se mete en una taberna a echar unas copas en Francia se ve alguna vez soldados borrachos; en España, ¡jamás!—; que al que manifiesta aquí ideas racionalistas se le aísla y huye la gente de él como de un apestado; que la mayoría de los obreros de esta ciudad comulga todos los años y precisamente el 25 de diciembre; que... ¡Le hizo creer tantas cosas! Y en Salamanca, precisamente en Salamanca, en esta Salamanca que creo conocer algo, por habitar, vivir y trabajar en ella hace veinte años, y que es una de las ciudades de espíritu más abierto, de mayor tolerancia para todas las ideas, una de las ciudades de España en que más se lee y de todo, una ciudad en que desde hace tiempo, desde los tiempos del cantón, la mayoría es republicana. Esto último lo sabe Forthuny, se lo dijo el comisionista, su lazarillo, pero le dijo también que el ejército, la guardia (¿cuál?), la iglesia, la mujer, la tradición, la pereza, neutralizan el número, y que si "«esta banda de imbéciles»" —así llama Lorenzo a los republicanos salmantinos— no estuvieran desunidos, hace tiempo que se habría visto algo nada menos que en la Península. ¡Aquí de la meninge aquélla!

¿El argumento de Isabel? ¿Para qué os he de contar ese argumento? No le tiene. Todos aquellos errores melodramáticos, jesuitas que compran un asesino, un dominico «descalzo» (!!) que en plena iglesia denuncia por su nombre a Lorenzo Sánchez —cosa absolutamente inverosímil, y más tratándose de los dominicos de Salamanca—, muertes repentinas, asesinatos, noches de pasión en que —prepárense a oír un delicioso galimatías— los amantes "«quedaban suspendidos en medio del infinito, descarnados, reencarnados en el éter imponderable del maravilloso himen»" —¿qué tal?—, todo eso no es argumento. Todo eso es, en el fondo, tenebroso y secreto como aquellos caminos «secretos» también, que en el templo dominicano de San Esteban llevan por galerías del claustro al coro, y cuyo secreto conoce aquí todo el mundo.

Y todos estos males que nos asedian, y de cuya existencia ni nos habíamos dado cuenta, ¿por qué los tenemos así encima? Por obstinarnos en seguir siendo españoles; ni más ni menos. Si España vegeta aparte, "«la pobre y magnífica España es y será el convento inaccesible donde unas viejas, en la sombra, implorando a Dios, hacen abortos»"; si España no tiene porvenir es porque en Arapiles, en vez de derrotar lord Wellington a Marmont, nos derrotó Marmont a Wellington. Los Arapiles figuran también en esta novela; en el que fue campo de batalla tiene lugar una entrevista nocturna entre Isabel y Lorenzo, entre las dos Españas. ¡Qué profundo simbolismo, no sé si descarnado o reencarnado y si suspenso en medio del infinito, en el éter imponderable del maravilloso himen!

Esta pobre y «magnífica» —¿a qué conduce juntar estos dos epítetos?— España está perdida, irremisiblemente perdida, "«es un cuerpo sin pensamiento»", está muerta, "«est morte, bien morte»", si no se echa en brazos de los republicanos y de los catalanes. Tal es la moraleja. Los republicanos y los catalanes son los que saben admirar a Francia y tomarla por modelo; ellos son los verdaderos patriotas. El pobre Lorenzo Sánchez, víctima del puñal de plata de Isabel, su amante, sufría en esta España de las pelotas vascas, de los «banderillos» (¡sic!) y de las bebidas frescas, ¡horror! ¿Cómo vamos a tener porvenir, cómo vamos a entrar en el concierto de las naciones cultas, con Francia a la cabeza, si nos entercamos en seguir jugando a la pelota y en beber refrescos, «des baissons fraiches», en vez de ajenjo, cuando hace calor?

Oídle a Lorenzo Sánchez, es decir, oíd a Forthuny, o mejor dicho, oíd al comisionista, probablemente catalán y republicano, que sirvió aquí de lazarillo ciego al autor de Isabel; oídle:

«Es en Francia, es en Inglaterra, donde se ha sabido que era un buen español. He visto el mundo, y vosotros habéis vivido bajo las torres de la catedral nueva. Os lo juro por Dios, soy más castellano que vosotros. Porque conozco la sonrisa socarrona —"le sourire narquois"— de los otros, de los extranjeros cuando hablan de España; porque he oído cómo se burlaban de nuestra patria de guitarras, de seguidillas y de toreros, por esto es por lo que sueño en una resurrección de nuestra vieja raza española...».

¡La sonrisa burlona! —«¡le sourire narquois!»— ¡Pobre Lorenzo! Pero yo le asegura a Lorenzo, o a Forthuny, o a su lazarillo, que ahora que empezamos a conocer mejor a Europa, empezamos también a reírnos de ella, y que acabaremos riéndonos, no con la sonrisa burlona de Voltaire, sino con la terrible risa de Cervantes. El pobre Lorenzo Sánchez, llevando clavada en el corazón como un puñal, aunque no de plata, como el de su amante, esa sonrisa burlona, miraba al puente de hierro de la Salud, "«por donde se va a otros países»".

Fíjense bien en esto, en un puente de hierro de un ferrocarril por donde se va a otros países. ¡Y por ese puente de la Salud se va ante todo al ex reino y hoy República de Portugal, a Oporto, a Lisboa, donde se puede tomar un barco de vapor que le lleve a uno a Londres, a Hamburgo, a Nápoles, a Buenos Aires, a Nueva York, al Havre y de allí a París o a Babia! Sí, por ese puente puede ir uno, a celebrar una entrevista con Pascal Forthuny, descubridor de la tragedia de las dos Españas que se representa en esta muerta ciudad de Salamanca, que podría llegar a ser, con Barcelona en el este, una de las dos meninges de inteligencia y de progreso a que todos los otros miembros obedecieran. ¿Y si luego suspendiésemos esa meninge en medio del infinito, en el éter imponderable del maravilloso himen?

La que llamaremos novela acaba con una visita de los reyes a Salamanca y una aclamación popular en la Plaza Mayor. Y entonces, hasta Hernández, catedrático francés y de historia y uno de los progresistas afectos a Lorenzo —por algo era catedrático de francés— grita: "«¡Viva el rey! ¡Viva Carlos V! ¡Viva Felipe Tercero! ¡Viva María Cristina! ¡Viva Alfonso XIII! ¡Viva El Escorial! ¡Viva España! ¡Viva el rey!»". Lo que faltaba allí era alguien que gritara: "«¡Viva la meninge! ¡Viva el éter imponderable! ¡Viva el himen maravilloso! ¡Viva Marmont!»".

Acabemos. Al frente de este libro, y como dignísimo pórtico de él, aparecen traducidas al francés unas palabras de Salmerón, en que este funestísimo repúblico calumnió una vez más a su patria diciendo que es hostil al progreso —¿a qué progreso?—, palabras que recuerdan las de aquel triste discurso que dejó caer en el Congreso el día 9 de junio de 1902, y en que pedía que nos pongamos a la cola y al servicio de Francia, contentándonos con que nos dé, "«no lo que constituye un hueso, que no tengamos ya ni dientes para roer, sino algo en lo cual la carga se compense con el beneficio»", y recordaba, con la oportunidad que lo distinguió siempre, la expulsión de los moriscos.

De Isabel o el puñal de plata no hay sino tomarlo a chacota y reírse con algo más que sonrisa burlona entre sorbo y sorbo de estos refrescos que nos tienen tan a mal; pero de discursos como aquel incalificable que el 9 de junio de 1902 pronunció el que de seguro ha sido el patriota español modelo, según los Forthuny, de éstos no cabe reírse. Si oímos con calma tales cosas en casa, ¿qué no dirán fuera de nosotros? Y esto, lo que digan, es lo que menos debe importarnos. Hay algo peor.

La ciudad y la patria

Otra vez he de apoyarme en hechos históricos leídos en la Historia Constitucional de Venezuela, del señor Gil Fortoul.

Leyéndola tomó forma concreta en mi mente, saliendo de la nebulosa en que se revolvía por concretarse y aclararse, una suposición respecto a un problema político que ha tenido que preocupar a cuantos hayan meditado en las vicisitudes del desarrollo político de las naciones hispanoamericanas. ¿Por qué las repúblicas americanas de lengua española son hoy —con Panamá y Cuba— dieciocho y no dieciséis o veinte? En pocos años, muy pocos, se formaron dieciséis naciones. ¿Y por qué no más?

La historia nos explica cómo la Banda Oriental del Uruguay se hizo una nación independiente y no se hizo tal Entre Ríos; pero la historia no nos pone muy en claro la razón íntima de eso. Un carlyliano, uno que rinda culto a los héroes, podrá explicarlo por la superioridad de tal caudillo sobre tal otro, y asegurar que el Uruguay fue obra de Artigas y el Paraguay del doctor Francia; pero siempre habrá muchas gentes que no se satisfarán con tal explicación. Otros acudirán a razones de geografía, de clima y suelo, pero tampoco tales razones convencen siempre. Soy de los que rinden más sincero homenaje de admiración y simpatía al talento brillante y a la imaginación cálida y a la par fresca —dos cosas que en la imaginación no se excluyen— del gran poeta Zorrilla de San Martín; pero no me pueden convencer aquellos ingeniosos y patrióticos esfuerzos que hizo en su discurso al inaugurarse la estatua ecuestre del general Lavalleja, para demostrarnos que el Uruguay tiene que ser una nación independiente con la voluntad, sin la voluntad y hasta contra la voluntad de los orientales, por ser una patria subtropical y atlántica.

Hoy, después de más de tres cuartos de siglo que las naciones hispanoamericanas están, en su mayoría, constituidas, la historia ha creado en ellas tradiciones haciéndolas patrias, pero siempre queda en pie, para la mayor parte de ellas, el problema sociológico y político del origen de su constitución. Y no creo que ayude a resolverlo del todo el remontarnos a la constitución de las colonias.

Claro está que tanto la acción de los caudillos, y el que unos fuesen más fuertes que otros, como la geografía y otras explican en parte el hecho, pero siempre queda margen para otras explicaciones. Y la lectura del primer tomo de la Historia Constitucional de Venezuela, del señor Gil Fortoul, me ha hecho fijarme en un factor al que de ordinario no se le da todo el relieve que a mi juicio merece.

La gran Colombia que formó Bolívar el Libertador se dividió, ya en su vida, en la actual Colombia, Venezuela, el Ecuador y aun Bolivia, así como más tarde se deshizo la Confederación Peruano-boliviana de Santa Cruz. El señor Gil Fortoul nos cuenta cómo Páez, el llanero venezolano, no se formaba idea exacta de la «patria grande», preocupándose ante todo de los asuntos caseros de su «patriecita» —como decía Soublette— de los llanos de Barinas y Apure. Lo mismo les pasaba a no pocos de los caudillos argentinos.

Y eso es enteramente natural. El sentimiento de patria, de patria grande, de patria histórica, con una bandera y una historia común y una representación ante las demás patrias, siendo por ellas reconocida como tal, es un sentimiento de origen ciudadano. Nace, y si no nace, se robustece en las ciudades. El campo no engendra sino sentimientos regionales, de agrupación informe. El federalismo es rural en su origen, o si no rural enteramente, producto de pequeñas villas, de burgos reducidos; el unitarismo nace en las grandes metrópolis.

Aun hay más, y es que, contra un prejuicio muy generalizado, aseguran observadores agudos y desapasionados que los pueblos de los campos, los aldeanos, campesinos, llaneros, etc., se diferencian entre sí menos que el pueblo bajo de las ciudades, que un labriego castellano y un peasant inglés o un paysan francés se parecen más que el chulo de Madrid, el cockney de Londres y el obrero parisiense. Lo que distingue a los pueblos son sus grandes ciudades, y en torno a una gran ciudad es como, ante todo y sobre todo, se forma una patria.

El patriotismo nacional es civil, es un sentimiento de origen ciudadano. Y no se olvide que civilización deriva de civis, de donde deriva también ciudad, civitas.

En la citada obra del señor Gil Fortoul puede verse cómo el elemento más activo en la separación de Venezuela de la gran Colombia fue Caracas, la ciudad, donde se formó un partido "«descontento de ver la capital en Bogotá y adversario, de la forma centralista de la Constitución de Cúcuta»" (pág. 890). A lo que hace observar el autor (pág. 394): "«Obsérvese que este espíritu de independencia de la municipalidad de Caracas, imitado después por otras, revela que renacía bajo la república la tradición de los ayuntamientos españoles... Ulteriormente veremos que la vida política regional tiende a concentrarse en la capital de la provincia o estado, o más bien en su gobernador o presidente; de tal suerte que el régimen federativo, según el concepto especialísimo que de él se forman los pueblos sudamericanos (lo mismo Venezuela que Nueva Granada y Méjico y la República Argentina), contribuye al fin a sustituir la autonomía municipal con un vigoroso y tenaz centralismo en el gobierno regional»". Sigue narrando los sucesos y mostrándonos cómo la opinión de la clase oligárquica, porque el pueblo era pasivo, sólo se preocupaba de lograr la autonomía de la antigua capitanía general, llegando la municipalidad de Caracas, en 2 de octubre de 1826, a convertirse en un verdadero parlamento político.

Sigue contándonos cómo el partido revolucionario de Caracas y Valencia estaba resuelto a no cejar en su empeño de dividir la república, y en la página 414 llega al fondo del problema con estas palabras: "«Apenas había ley de la república que se cumpliese eficazmente en Venezuela; y puede afirmarse que a este respecto su unión con Nueva Granada fue más bien motivo de atraso que de progreso. La Universidad de Caracas y las escuelas —no obstante la protección que Bolívar quiso dispensarles a las últimas cuando desde el Perú subvencionó a Láncaster para plantear aquí su sistema de educación— vivían de un modo precario por la irregularidad con que se pagaban los sueldos de los profesores y porque los fondos de que podía disponer Colombia para fomentar la instrucción científica se empleaban casi todos en los institutos de Colombia»". Y en otro pasaje dice el señor Gil Fortoul, hablando de Bolívar: "«Quiso tornarse árbitro de los destinos de la América española y fracasó en su empresa de juntar en un haz político países separados por distancias inmensas, sin caminos, casi desiertos»". Y aquí, en esto de las distancias inmensas, de la falta de caminos y de los desiertos, aquí estriba el peso todo del problema. Los caminos son tan necesarios a la unidad de una nación como las venas y las arterias al cuerpo humano.

Sarmiento, en su Facundo, libro lleno de vislumbres, dijo que el mal de la República Argentina era su extensión; pero esto, dicho así, en seco, necesita ser aclarado. Porque extensos son los Estados Unidos. El mal de la Argentina en tiempos de Sarmiento era, más que su extensión, lo poco poblada de ésta y la dificultad y largura de las comunicaciones. Cuando las comunicaciones de los distintos lugares de una nación con su capital, con la residencia del gobierno, son difíciles, la vida nacional se hace difícil también. Y he aquí la conclusión a que quería llegar, y es que uno de los factores capitales en la formación de las nacionalidades americanas fue la esfera de acción de las grandes ciudades. Toda región o territorio cuya ciudad capital tuviera que depender para su vida económica y social de otra capital colocada en mejores condiciones, tenía que ser región o territorio dependiente. Y de aquí el que yo crea, concretándome, para ejemplificar mi aserto, al caso de la Argentina y el Uruguay, que el haberse hecho la Banda Oriental una nación independiente se debe, más que a Artigas o Lavalleja y a los Treinta y Tres, y más que a ser ella subtropical y atlántica, a Montevideo. Montevideo hizo el Uruguay, porque Montevideo, con su puerto en el Atlántico y a la boca del Plata, no dependía, para su vida económica y social, de Buenos Aires. Por el puerto de Montevideo podían y pueden entrar y salir mercancías de toda clase sin tener que pasar por Buenos Aires —en algunos casos grandísimo—, puede decirse que Buenos Aires hizo la Argentina, Montevideo el Uruguay, Valparaíso y Santiago Chile, Lima el Perú, Bogotá Colombia, Caracas Venezuela, Guayaquil el Ecuador, etcétera.

¿De qué proviene aquí, en España, la fuerza del regionalismo catalán, lindero a las veces con el separatismo, sino de que Barcelona tiene más vida propia que Madrid, más población y verdadera independencia económica?

Si las ciudades del interior de la República Argentina no hubiesen necesitado del puerto de Buenos Aires para su más perfecta vida económica, tal vez hubiésemos tenido alguna o algunas repúblicas más, y Güemes, López u otros habrían hecho lo que hizo Artigas. Obsérvese que las naciones americanas se formaron casi todas a lo largo de las costas, supeditadas a algún puerto, excepto cuando un vasto «hinterland» les permitía crearse una capital interior o cuando su vida era muy sencilla, muy «robinsoniana», como sucedía con el Paraguay.

La influencia de las grandes ciudades en la formación y cimentación de las nacionalidades es decisiva. Una vez más he de repetir que el patriotismo es, ante todo, ciudadano. Y hasta en el caso de un Rosas, que puede a primera vista parecer un símbolo de la campiña y un representante de los rurales, hay que ver que era un ciudadano de origen y que, asentando su dictadura en la ciudad, asentó, de hecho, la dictadura de la ciudad. Y cuanto más una capital se diferencia de otra capital, más se diferencian dos naciones. Los ayuntamientos de dos capitales pueden hacer por la inteligencia de dos naciones tanto, por lo menos, como sus gobiernos respectivos.

En el libro mismo que suscita estas líneas se dice que la «municipalidad» de Quito envió a Bolívar al Perú, en julio de 1826, comisionado con instrucciones reservadas contra la Constitución de Cúcuta y la unión con Colombia; y el 28 de agosto el pueblo de Guayaquil reasume su soberanía y entrega su suerte a Bolívar. Es decir, que así como Caracas hizo Venezuela, Quito y Guayaquil, su puerto, hicieron el Ecuador.

Y hay más, y es que si las grandes ciudades —grandes relativamente— con vida independiente, hicieron las naciones americanas, el no ser lo bastante grandes y el haber entrado aquellas otras que les estaban supeditadas en mayor o menor grado, no pocas con cierta vida propia y radio de acción propio también, fue lo que produjo aquel especialísimo federalismo sudamericano de que tanto se ha disertado y sobre el cual un folleto, publicado en Caracas ya en 1828, decía: "«¿Por qué delirio quieren algunos extinguir el gobierno central de la nación, para multiplicar este mismo sistema "unitario", según la denominación de moda, en diversos puntos de la república?... La federación vendría a ser el mismo centralismo, no sólo respecto de la nación con los estados, sino de éstos con las provincias o los pueblos que los compongan... Podríamos llevar hasta el infinito la multiplicación del gobierno central, y jamás llegaría a realizarse la federación»". A lo que añade el señor Gil Fortoul, como comentario, que en ese párrafo se prevé el sistema que adoptaría Venezuela en 1864: "«Federalismo en la constitución y centralismo en la práctica»". O sea una descentralización del unitarismo, que es a lo que viene a reducirse el federalismo hispanoamericano, hijo del español.

Las ciudades han hecho las patrias. Hablaba como un sabio, creo, Mosquera, cuando en la sesión del 21 de abril de la convención de Ocaña, en 1822, contesta a Santander, que hablaba de que la diversidad de climas y costumbres se oponía al centralismo, diciéndole que la diversidad de costumbres es pura imaginación; que en América, de Méjico a Buenos Aires, todo es igual, hasta los resabios (v. pág. 429). Podrá haber en esto más o menos hipérbole, pero en el fondo lo creo exacto.

Aquí, en España, ponderamos las diferencias de carácter, costumbres y modo de ser que separan a unas regiones de otras, y, sin embargo, los extranjeros declaran que no las ven tan marcadas como nosotros las vemos. Y ahí pasará algo parecido entre las distintas naciones. Y eso que ahí todas hablan en castellano, y en castellano, pese a argucias, muy uniforme, mientras aquí subsisten el vascuence, el catalán y el gallego. Como que por fuerza han de ser más uniformes pueblos formados por la mezcla de los mismos elementos. Claro está que la influencia de la sangre negra dará un tono especial a ciertas naciones en que abundaron los esclavos africanos y que las diferencias entre los diversos elementos indígenas influirán algo, pero estos factores creo que sean de menos peso que se les supone.

En esas naciones en formación, el elemento caracterizador y diferenciador tiene que ser la ciudad. Y a la ciudad, se me dirá, ¿qué la diferencia? Esto merece ya capítulo aparte. Y antes de ponerme a tratar de ello he de recomendar a mis lectores que sepan el inglés, la lectura del ensayo de W. James, el gran pensador norteamericano, sobre los grandes hombres y su ambiente —«The great men and its environment»—, ensayo publicado en el libro que lleva por título: The will to believe and other essays.

Y antes de terminar he de advertir a alguno de mis lectores que no soy un tan hombre de libros como él se figura, que no he vivido mi vida toda metido en Salamanca —de donde no soy—, que he corrido un poquito el mundo, y que el ir a Madrid y meterme en eso que llaman la vida —no sé por qué— sospecho no habría de acrecentar mi experiencia ni hacerme variar de puntos de vista esenciales. Y, por último, que el llamar buen hombre al gran Sarmiento —a quien pocos han hecho más justicia que yo— arguye que mi admiración a su genio no empece mi cariño al hombre, tal como a través de sus escritos se revela. Y es por lo que empleé esa frase que sueña cariñosa y familiar.

«La epopeya de Artigas»

La Epopeya de Artigas: Historia de los tiempos heroicos del Uruguay; así se titula esta última y tal vez la más hermosa obra de Zorrilla de San Martín, que me ha acompañado en estas últimas noches de este crudo invierno. Al amor de la camilla, y alternándola con el viejo Herodoto, la he leído.

-Epopeya... y así es, una epopeya, un poema épico en prosa poética. Como tal poema hemos de considerarla primeramente, para dejar al examen de subsiguientes artículos sus aspectos más genuinamente históricos y sociológicos, su doctrina sobre la lucha de la democracia artiguista contra el patriciado unitario porteño y su doctrina sobre el origen y justificación de la patria oriental, que es toda una doctrina sobre las patrias en general.

Como epopeya, como obra de poesía y arte ante todo, ya que para guiar fantasías y manos de artistas fue principalmente escrita y a los artistas está dedicada.

Al frente de la obra figura un decreto del presidente de la República Oriental, William, de fecha 10 de mayo de 1907, en que éste acuerda se erija en la Plaza de la Independencia un monumento a la inmortal memoria del general José Artigas, "«precursor de la nacionalidad oriental, prócer insigne de la emancipación americana»", llamando a ello a los escultores uruguayos y extranjeros, y en el art. 40 del decreto se designa al doctor Juan Zorrilla de San Martín para que, de acuerdo con las instrucciones del gobierno, prepare una memoria sobre la personalidad del general Artigas y los datos documéntanos y gráficos que "«puedan necesitar los artistas»".

Se ha escrito, pues, esta obra, ante todo para los artistas, para los escultores, si bien sea ello un pretexto para haberla escrito. Con la sacramental fórmula de «amigos artistas» empiezan las conferencias que constituyen la epopeya.

Y la epopeya es ya un monumento, «aere perennius», más duradero que el bronce. Dudo mucho que artista alguno del cincel pueda erigir a la memoria y al culto de Artigas un monumento, en mármol o en bronce, más sólido y más poético que éste. El monumento que el presidente William decretaba, está ya en pie. Y canta como una estatua no puede cantar.

Y este monumento pretende ser una guía para el otro.

Precisamente en estos mismos días he estado leyendo otra obra militar, de hito, sólo que ésta en el campo de la estética. Es el Laoconte o sobre los límites entre la pintura y la poesía, de Lessing, una obra de que habrán oído hablar casi todos mis lectores, que conocerán muchos de ellos. El libro de Lessing se abre con unas observaciones de Winckelmann y una discusión de si el famosísimo grupo escultórico de Laoconte y sus dos hijos ahogados por la serpiente se inspiró en la descripción que del caso nos hace Virgilio en la Eneida o si Virgilio se inspiró en esa u otra análoga obra de arte, o ambos, independientemente uno de otro, en la leyenda viva. Y de aquí se sigue una doctísima y muy aguda disertación sobre los límites respectivos entre las artes plásticas y las de la palabra. Pues ni la pintura es poesía muda, ni la poesía pintura que habla.

Debo haceros gracia de los penetrantes análisis de Lessing, aunque no estará de más que los leáis, o volváis a leerlos quienes los hayáis leído, puesto que aun persigue a la poesía el descripcionismo y a la pintura el literatismo, aun se pretende hacer poesía pictórica y pintura o escultura literaria.

Y esto no lo traigo aquí a despropósito. Al mismo Zorrilla de San Martín, excelso poeta, lo que a las veces le perjudica es una cierta confusión entre los límites infranqueables de los campos de los diversos sentidos estéticos. Gusta de mezclar los términos del mundo auditivo y del visual. Aplica con harta frecuencia el epíteto musical a las cosas visibles y no sonoras, y aunque metafórico, puede desviar la recta percepción artística, no ya vulgar. Nos habla de "«pensamiento musical»", de "«corazón sonoro»", de "«silencio de mira»", de "«músicas invisibles al oído de los corazones armoniosos»", de llenar el tallado mármol con palabras melodiosas. Todo lo cual es muy poético y muy sugerente, pero...

Al final de esta su obra nos da Zorrilla una definición del arte, definición poética más que estética, pero definición al fin. "«Fundir palabras viejas en aleación vibrante»", para infundirles la juventud de los dioses; "«cincelar o laminar esa divina sustancia hasta transformarla en instrumento sonoro capaz de acordarse al diapasón de un alma melodiosa, eso es arte»". ¿Lo ves? Fundir..., cincelar..., laminar... y luego lo sonoro, el diapasón y la armonía.

Y aun admitido esto, ¿es el Artigas de Zorrilla, siendo tan poético cual es —y no digo que tan verdadero—, es, digo, escultórico? Propendo a creer que es más bien pictórico. El arte literario de Zorrilla tiene más de pictórico que de escultórico, más colorido que línea.

Le ayuda, además, a un escultor una obra así, por excelsa que sea, y la de Zorrilla lo es en altísimo grado. Dudo mucho que a Rodin, para hacer su Sarmiento, le sirviera gran cosa el conocimiento del hombre espiritual. Debió de ver su rostro inconfundible, su expresión corporal llena de vida, y esto le bastaría. Es la de Sarmiento una hermosa cabeza para un artista. Y basta. En ella y sólo en ella debe ver el escultor su alma.

"«La palabra humana —escribe Zorrilla en la conferencia XIX— tiene que ser sucesiva, y la sucesión, hija del tiempo, es el atributo de la limitación, de la impotencia. Lo infinito es simultáneo; el tiempo y el espacio son apariencias»". Y dice Lessing en su Laoconte que en la poesía se desarrolla una acción sucesiva en la serie del tiempo y que en esto consiste su preeminencia sobre la pintura y la escultura. Precisamente por desarrollarse la palabra humana en tiempo se puede expresar con ella lo que con la pintura no se expresa, si bien ésta expresa a su vez cosas a aquélla negadas.

El monumento escultórico a un héroe no puede sino recordarnos su historia, su heroísmo. El que lo contemple sin saber nada de esa historia no puede ver en él lo histórico del hombre.

El heroísmo es acción más que actitud: aunque de raíces eternas, se manifiesta en tiempo. El defecto principal de las figuras históricas que nos ha dejado Taine es, lo he dicho antes de ahora, que están concebidas en un cierto modo escultóricamente, esto es, estáticamente, en un momento dado. Falta en ellas proceso evolutivo, vida, a pesar del evolucionismo de su autor. Parten de una definición; apenas tienen contradicciones íntimas. Son una ecuación psicológica desarrollada, no una vida.

Afortunadamente para Zorrilla, su héroe, «su» Artigas, no resulta, a pesar de sus esfuerzos, escultórico. Hay en él acción más que actitud. Por mucho que prodigue los epítetos de eternidad y quietud, aquel hombre se mueve, aspira, vive.

Al final de la obra, al hablar Zorrilla de la muerte solitaria de Artigas en el Paraguay, nos dice que es la muerte de un impasible y estampa este hermosísimo pensamiento: "«la esperanza es atributo del tiempo; en la eternidad no existe»". Muy hermoso, ¿no es verdad? Pero, ¿es así? ¡Ah, tal vez no! Tal vez la eternidad misma no es más que esperanza, esperanza sustancial, y ésta madre de la fe y la fe madre de Dios. Esperemos, pues, aunque sólo sea... ¡a la esperanza misma!

¿Pero todo esto qué importa? ¡Importa, sí! Le mandó a Zorrilla su patria que escribiese la guía para un monumento escultórico al padre Artigas y ha escrito el monumento mismo, ¡pero no escultórico, no! ¿Que ha de servir de poco o nada a los escultores? Acaso mejor. ¡Mejor, sí!

El modo de hacer Zorrilla su Artigas en nada se parece al modo de hacer Taine su Napoleón. Taine era un crítico y un filósofo sistemático, muy grande en su campo, pero no en rigor un historiador; Zorrilla es, ante todo y sobre todo, un poeta. ¿Y un historiador? Paréceme que con poesía se llega mejor a la entraña, a la verdad verdadera de la historia, que no con filosofías sistemáticas. Michelet es más verdadero que Taine. No depende de la documentación.

El guía principal de Zorrilla en su técnica, y él no nos lo oculta; es Carlyle, otro poeta, el de los héroes y el culto al heroísmo. Alguna vez le llama «el inglés», así a secas. Esta obra del gran poeta en lengua castellana está llena de frases carlylescas. Unas veces es el hombre real, otras el dios interior; ya el arcángel, rojo, ya el dragón alado que pasa por el aire como un meteoro, ya... ¿A qué seguir? ¡Y no me extraña, no! Esas frases resonantes se os quedan prendidas a la memoria como la hiedra al muro. Yo he sufrido su fascinación. Cuando acabé de traducir su Historia de la Revolución Francesa, traducción en que procuré respetar la retórica toda — porque es, sí, retórica— de Carlyle, casi todo lo que yo escribía me resultaba carlyliano. Salí de aquello, como he salido de otras cosas, pero aun le llevo dentro. Y sea a la buena de Dios.

De frases carlylescas está llena esta Epopeya de Artigas, pero está mucho más llena de frases sanmartinescas, de frases del mismo Zorrilla de San Martín, de aquellas sonoras y henchidas que vienen rodando por sus escritos desde el Tambaré. Hay frases de esas que valen por todo un poema. Y descripciones... digo, no, narraciones, narraciones poéticas que justifican ampliamente lo de epopeya. Aquella marcha de Artigas con su pueblo al Hervidero, aquellos sus últimos años en el Paraguay, aquel retrato poético, no pictórico, de don Gaspar Rodríguez de Francia.

Este misterioso don Gaspar Rodríguez de Francia, esta esfinge...; pero dejemos ahora lo de la esfinge paraguaya, porque tenemos que hablar muy largo de ella. Es casi toda una filosofía; es, desde luego, toda una sociología. Volvamos a las poéticas frases sanmartinescas.

Y no os choque el que así me detenga en las frases. El mérito de una obra poética ni el de una meramente literaria no depende de las frases, sino más bien de su enlace; pero los más grandes poetas, y hasta los más grandes pensadores, han sido forjadores de frases. Por una frase vive la memoria de un hombre; por una "«frase inconsútil»", como llama Zorrilla a aquella de Artigas: con libertad ni ofendo ni temo. Cada uno de los siete ya legendarios sabios de Grecia era autor de una sentencia que iba para siempre unida a su nombre. Y esta sentencia pasaba a ser proverbio, que corría de boca en oído y de oído en boca a través de las generaciones de los hombres. El que deja a su pueblo un proverbio, un proverbio inmortal, una frase inconsútil, le deja, más que un poema, el germen de muchos poemas. Arvers vive en la literatura francesa no más que por un soneto, el llamado soneto de Arvers. Y este Arvers es Arvers el del soneto, el del soneto de Arvers. Pero yo os digo que muchas veces una frase, un verso de un soneto, es más que el soneto entero; pues éste no se escribió sino para sustentarla, para que le sirva de marco. Lo sé muy bien, porque lo sé de experiencia propia.

Y los grandes forjadores de frases, de frases inconsútiles, de expresiones únicas e indestructibles, han sido los grandes apasionados, los grandes poetas. A dos de ellos cita en su obra nuestro autor, y son dos hombres de fuego: san Agustín y Pascal. Y las frases inmortales del uno y del otro son como las frases en que la pasión irrumpe, bloques de lava, frases hechas de antítesis, paradojas para el común de los mortales.

Zorrilla es un gran forjador de frases. Y las suyas brotan del contexto de su narración y son como el coronamiento de ella, y no superpuestas o añadidas. No viene el contexto a justificar la frase, sino que ésta la resume y corona. O son toques pintorescos. Cuando nos habla de los pesares domésticos de Artigas, del dolor que la muerte de su mujer le causara, nos dice que "«Artigas había perdido para siempre a su esposa; pero no la esperanza de recobrarla. Y ésta no hacía otra cosa que diluir en los años el dolor de las horas aciagas»". Y agrega: "«las horas nos quedan para llorar los instantes»". ¡Oh, para los que nos pasamos la vida meditando en la esperanza y esperándola!

Otra vez nos dice que desdeña "«los templos sin más dios que la muchedumbre»"; más allá que "«el que vence con morir es invencible»", frase de cristiano; tal vez, que "«el pasado no está detrás de nosotros, como suele creerse, sino delante; lo que ha muerto nos precede, no nos sigue»". Exacto; acaso el presente, la realidad, no es sino el pasado pugnando por hacerse porvenir.

Y otras veces son frases descriptivas, pero de descripción poética, como la quería Lessing, en el retrato que Zorrilla nos hace de aquel hombre esfíngico, de aquel doctor Francia que durante tantos años guardó, fiel perro vigilante, la siesta de su pueblo velando por que nadie se la cortara, nos dice que tenía unos ojos "«sin patria ni sexo»", y luego, que muerto ya, su mirada estaba "«más llena de muerte que cuando estaba viva»". Pero de esta esfinge paraguaya, cuyo retrato es de lo mejor que La Epopeya de Artigas contiene, ya os hablaré. Y al retratar en otra parte al gaucho —del que tan egregio retrato nos dejó ya en su discurso al inaugurarse la estatua de Lavalleja— nos dice de él que "«como se ven las alas en el pájaro que camina, se percibe el caballo en el gaucho que anda a pie»". Y ésta es una de esas descripciones poéticas tales cuales Lessing las quería, de las que no pretenden ser pictóricas. Leed la agudísima crítica que Lessing hace de la descripción de una hermosa mujer en el Ariosto.

Guerra Junqueiro nos habla una vez de


prados tão mimosos, que quizera a gente
convertirse em ave para os não calcar.

 

Y esto vale por cien descripciones de inventario, como aquellas que con su característico sentido antipoético hacía aquel Zola a quien tan en exceso leímos y admiramos hace unos años y a quien, acaso con no menos exceso, tan poco leemos y nada admiramos hoy ya. Su descripcionismo se ha hundido como se han hundido sus ridículas pretensiones de hacer la novela... experimental. Lo que no se tiene sobre su propio pie se cae pronto.

Mas si execro así del descripcionismo, de la manía de describir por describir, pretendiendo acaso rivalizar con la pintura, no es que condene la descripción ni mucho menos. Zorrilla tiene en esta su Epopeya de Artigas espléndidas descripciones, como aquella del éxodo del pueblo oriental siguiendo a Artigas al campamento de Purificación. "«El cuadro es homérico»", nos dice a la mitad de su espléndida descripción, y así es.

Estoy considerando esta obra de Zorrilla de San Martín como una obra poética, como lo que ella se titula, una epopeya, una epopeya en prosa, con un valor sustantivo e intrínseco en sí y por sí y no como una guía para los escultores. Pero esta obra es a la vez obra de historiador, obra de sociólogo y obra de patriota. Y en cierta parte también —la justicia es el supremo homenaje— obra de abogado. Zorrilla en ella sustenta sus tesis. Así es y así tiene que ser.

Hay primero una tesis histórica y es la de la lucha de Artigas, encarnación de la democracia americana, según su cantor, contra el patriciado unitario porteño, los Rivadavia, Posadas, Alvear, Pueyrredón, Sarratea..., los mismos Belgrano y San Martín, en el fondo monárquicos y poco o nada creyentes en la capacidad de su propio pueblo para gobernarse, republicana y democráticamente, por sí mismo. Y luego otra tesis, tesis histórica y sociológica, sobre la existencia de la Banda Oriental del Uruguay como nación independiente. Y de una y de otra tesis quiero deciros algo para sacar de ello enseñanzas generales. Puedo considerarlas no sólo a través de mis lecturas de historia americana y argentina en especial, sino también a través de lo que hoy pasa en esta mi patria. Porque aquí, desde hace un siglo y algo más, desde aquel tiempo del afrancesamiento de nuestros intelectuales, desde aquellos tiempos en que Belgrano estudió en esta Universidad de Salamanca, foco entonces de enciclopedismo afrancesado, y San Martín y Alvear se educaron y formaron en nuestro ejército español, desde entonces subsisten los «europeizantes», nuestros unitarios, los que no creen en la capacidad de nuestro pueblo para gobernarse por sí. "«Mire con recelo a ese Rivadavia, que no en vano ha pasado tantos años en Europa»", cuenta Zorrilla que escribió Ádams, el ministro de Monroe en los Estados Unidos, a su cónsul en Buenos Aires. Y esto lo comprendo muy bien, ¿no he de comprenderlo? Creo que en más de un respecto acaso esta vieja España está más cerca, mucho más cerca de esa América que del resto de Europa, a la que geográficamente dicen que pertenecemos.

Y también esa otra tesis patriótica uruguaya puedo verla a través de nuestras cosas. Y no temáis que hiera sentimientos sagrados.

En ese otro problema, además, creo tener un cierto mayor derecho a intervenir, ya que Zorrilla de San Martín me hace el honor de discutir, y aceptar en parte, completándola, una tesis que en estas mismas columnas sostuve: la de la formación de las nacionalidades hispanoamericanas en torno a grandes núcleos urbanos económica y socialmente independientes.

Mas una y otra cosa, y acaso alguna más, exigen correspondencias aparte.

Taine, caricaturista

De las varias revistas que recibo de la América de lengua española, una de las que ojeo siempre con más interés y complacencia es la Revista de Letras y Ciencias Sociales, de Tucumán, que dirige don Ricardo Jaimes Freyre y redactan los doctores Julio López Mañán y Juan B. Terán. Debo, además, no pocas deferencias a esta revista, donde con frecuencia se reproducen y comentan frases mías.

En el número de esta revista correspondiente al 10 de enero de este año, se comenta el que yo llamara a Hipólito Taine un "«portentoso falsificador y sistemático caricaturista»", y se oponen a este juicio mío reparos muy discretos. "«Taine —dice el redactor T. de la revista de Tucumán —era un generalizador y un filósofo, un filósofo y no un biógrafo, un modelo de la historia»". Agrega que yo encuentro que la síntesis de Taine ha mondado lo pintoresco, lo irregular de las impresiones concretas.

No, no es esto. Taine no sintetiza, sino que escoge los rasgos que concuerdan con la idea apriorística que se ha forjado de un individuo y los pone de relieve, dejando en la penumbra o en la sombra los demás. Los hombres no son para Taine hombres, sino casos de ejemplificación de teorías abstractas. En su libro De l'intelligence está la clave de sus trabajos históricos y críticos.

En rigor, Taine no creía en la individualidad ni en el alma personal, y sus personajes, si bien se mira, carecen de alma.

No hay sino compararlos con los de Michelet, aquel historiador portentoso, lleno de visión y de entusiasmo, o con los de Carlyle. Michelet, sí, Michelet sentía a los hombres y los resucitaba ante nuestros ojos. Claro está, como que es suya aquella enérgica y entrañable exclamación: "«¡mi yo, que me arrebatan mi yo!»".

Casi ninguno de los llamados filósofos de la historia es buen historiador. Para historiar es menester dejarse de un lado la filosofía y que los hechos mismos hablen y filosofen ellos; y mucho más tratándose de una filosofía tan seca, tan geométrica, tan fríamente cartesiana, tan poco histórica como era la filosofía de Taine.

Caricaturista, sí. ¿Qué es lo propio de la caricatura? Lo propio de la caricatura es acentuar los rasgos diferenciales de un individuo, atenuando y hasta haciendo desaparecer los demás. Y, sin embargo, un hombre es humano y es vivo por lo que tiene de común con los demás. El hombre triste, sin sus alegrías, no sería hombre, como no lo sería el alegre sin sus tristezas. Las flaquezas de los fuertes, las decisiones de los indecisos, los rasgos de valor de los cobardes y los momentos de cobardía de los valientes, las simplezas de los genios y las genialidades de los simples, todo esto, las contradicciones íntimas de los hombres, es lo que hace que nos parezcan hermanos y se atraigan nuestra simpatía. Nunca late nuestro corazón con más amor hacia el Cristo que al leer el relato de su desaliento en el olivar. Sin eso, no sería hombre.

Y en los personajes de Taine suelen estar sistemáticamente excluidas estas diferencias. Le sirven para demostrar una tesis. Sus biografías, sus retratos de personas, hacen parangón con los trabajos de psicología de Ribot. El mismo rígido e implacable mecanismo, la misma lógica de conceptos abstractos. Los hechos que expone Taine son un revestimiento de conceptos previos: no salen las ideas de los hechos, sino que vienen éstos, hábilmente seleccionados, a corroborar aquéllas.

Y no es que allí falte lo pintoresco ni la impresión concreta, no. Taine, que era a su modo un soberano artista, sabía dar la pincelada pintoresca, sabía reproducir la impresión concreta. Pero es cuando concurrían a corroborar su tesis; en otro caso prescindía de ellas.

Taine nos ha dejado magníficas esculturas literarias, pero la escultura no es la verdad. La escultura nos representa a un hombre en una edad de su vida, en una posición, en un gesto, en un momento. Y el hombre pasa por diversas edades, posiciones, gestos y momentos. Cierto es que Taine traza la vida de sus personajes siguiéndolos a través de sus vicisitudes, pero si se le lee atentamente se verá que va a tiro hecho, a fijarlos en una actitud y en un momento. Sus hombres son ideas encarnadas, ideas más o menos complejas, pero ideas en fin.

"«Era un filósofo y no un biógrafo»", dice el redactor de la revista tucumana. Pues quien no es un biógrafo mal puede ser un buen historiador, y Taine escribió historia. Con muy profundo sentido —lo he dicho antes de ahora— agrupó Sarmiento en torno a la figura de Facundo la historia de la lucha entre la civilización y la barbarie en la Argentina, y agrupó Mitre en torno a las figuras de Belgrano y San Martín la historia de la emancipación sudamericana.

Aprovecho el recuerdo. Ahí está Sarmiento, que en visión histórica y fuerza de expresión plástica no es inferior a Taine, superándole en otros conceptos, así como cede ante él en muchos. También Sarmiento era un caricaturista, también su Facundo es una caricatura, como lo es siempre, en mayor o menor grado, todo retrato verdaderamente artístico. También Sarmiento acentuó unos rasgos de su héroe y atenuó otros. Y así es como en su Facundo nos ha dejado un retrato caricaturesco.

Y aquí he de hacer una breve digresión, para hacer notar que la caricatura no implica necesariamente lo grotesco y lo cómico. Hay deformaciones épicas, que engrandecen al deformado.

Los retratos que Sarmiento nos ha dejado de Facundo, de Rosas, de Aldao, del cura Castro, de don Domingo de Oro, son, sin duda, soberanas deformaciones, son verdaderas caricaturas, pero ¡qué diferencia con las deformaciones de Taine! Éste, el francés, deformaba fríamente, con regla y compás, según un sistema de coordenadas, con arreglo a una psicología mecanicista, mientras que el argentino deformaba con calor, por amor o por odio, por pasión. El uno deformaba, caricaturizaba con la cabeza; el otro, con el corazón. Y yo me quedo con el segundo.

Y aquí está, de otra parte, Mitre, cuya Historia de san Martín estoy ahora leyendo con singular agrado. No tiene Mitre la genialidad bravía y robusta de Sarmiento, pero su labor, de marcha más lenta y más apacible, acaba por ponernos ante los ojos figuras vivas. Figuras crepusculares, un poco borrosas de suyo; figuras de menos relieve, pero de más simpática humanidad. Ni Belgrano ni San Martín se prestaban a la caricatura; uno y otro eran héroes plutarquinos, modelos de serenidad moral, pero no de genialidad mental, como el mismo Mitre lo reconoce. Si recordamos el paralelo que Taine precisamente estableció entre los procederes de Shakespeare y de Balzac, veremos que, guardadas proporciones, Sarmiento se valía del primero y Mitre del segundo.

Pero uno y otro, los argentinos, escribían movidos por patriotismo pasional y era la pasión, impetuosa y bravía en el uno, contenida y serena en el otro, lo que guiaba sus plumas. Eran de raza española al cabo. Mientras que Taine es un perfecto ejemplar del espíritu intelectualista francés, frío, geométrico, «désabusé», cartesiano.

Advirtiéndole en cierta ocasión a Taine de los peligros que podían seguirse de las consecuencias que los franceses sacasen de sus Orígenes de la Francia contemporánea, dicen que contestó: "«cuando yo escribo no pienso que haya franceses en el mundo»" (Pudo añadir que ni hombres). He aquí una frase que no concibo ni en boca de Sarmiento ni en boca de Mitre. No puedo figurármelos escribiendo sin tener en cuenta que hubiese argentinos en el mundo.

Cita luego el redactor de la revista tucumana un juicio de Lecombe, que dice de Taine que es el prosador más animado e imaginativo que haya entre los franceses. Imaginativo, sí, pero... ¿animado? Alma es lo que encuentro que les falta a sus personajes. Hablan, razonan —como razonar, razonan demasiado acaso—, obran, pero el alma no se les descubre.

"«Es en prosa el equivalente de Hugo»", añade Lecombe. ¡Por Dios!, no tanto, no, no tanto. Tomándolo con cautela puede uno fiarse de Taine; de Hugo, no. Taine deformaba por sistema; Hugo, por ignorancia. Precisamente estoy leyendo la Leyenda de los siglos y regocijándome con la acumulación de despropósitos históricos del padre Hugo. Tenía una radical impotencia para comprender la historia. Sentía predilección por los asuntos españoles y, en efecto, no puede hablar de España sin soltar algún disparate. Su geografía, su historia, su toponimia española son divertidísimas de puro desatinadas. Baraja nombres, sucesos y lugares con la mayor desaprensión. Y en el fondo Hugo es tan frío y tan sistemático como Taine, aunque aquél sea un ignorante y éste no. Porque Taine se enteraba bien antes de hablar algo, y Hugo no se tomaba la molestia de enterarse.

Nadie pone en duda las severas virtudes de estudioso y de hombre de Taine, ni la acendrada sinceridad de sus ideas. Puede un hombre ser estudioso, sincero y amante de la verdad y ser falsificador y caricaturista. Su genio mismo le impulsaba a ello. No creo que Taine se pusiera adrede unas gafas verdes o rojas para ver los objetos de uno o de otro color, no; sino que su especial daltonismo le impulsaba a ver como veía. Es un escritor profundamente subjetivo, pese a su objetivismo profesional. Lo mismo que le pasa a Flaubert.

Y esto es muy frecuente en escritores franceses. Preocupados de no dejarse coger de primos, decimos en España, «de n'être pas dupes», de ver las cosas sin ilusiones ni prejuicios pasionales, de salirse de sí mismos, de hacer obra severamente impersonal y científica, caen en un profundo prejuicio y son presa de una ilusión: de la ilusión de la objetividad. Su facultad hipercrítica acaba por destruir la realidad concreta, y en vez de hechos nos dan o leyes congeladas o polvo de hechos. Cuajan en témpanos la corriente fugitiva o reducen a polvo el hecho bruto. Y de aquí la singular sensación de vacío y de desaliento que su literatura nos deja. Y es que en ella, con pocas y muy nobles excepciones, falta pasión.

Algo diría sobre el juicio —juicio muy discreto y complaciente— que de mí hace el redactor de la revista tucumana y algunos reparos le pondría a lo de considerarme moralista y comentador —fundado, creo, en mi Vida de don Quijote y Sancho, mi obra cardinal hasta hoy—, algo diría de esto si no fuese porque me he trazado como regla de conducta el no juzgar los juicios que de mí, como escritor, se hagan, ni aun cuando sean tan razonados y tan de buena fe y benévola simpatía como es el juicio a que me refiero. Tomo de ellos cuenta e influyen en mi ulterior producción, pero jamás los ratifico ni los rectifico.

De paso habla el redactor de la revista tucumana de la originalidad sustancial de Spencer. ¡Cuánto habría que reparar a esto! Spencer es otro pensador tan peligroso como Taine, por ser igualmente sistemático. Tuve yo también mi época de spencerismo, y sin duda me enseñó mucho el ingeniero filósofo inglés; pero, afortunadamente, salí pronto de su encanto. Y como no es cosa de alargar este comentario, no me detengo a desarrollar un punto que acaso sorprenda a muchos, y es el de la incapacidad metafísica de Spencer. Basta compararle con Stuart Mill; basta cotejar las superficialísimas críticas de Kant, contenidas en los Primeros principios —obra en lo fundamental de una endeblez e inconsistencia manifiestas— con las profundas disquisiciones de Stuart Mill en su Examen de la filosofía de Hamilton.

Ocasiones tendré de volver sobre esto y sobre los estragos que creo ha hecho en la mentalidad hispanoamericana —lo mismo que en la española— ese positivismo mecanicista y geométrico que estuvo en moda hace veinte años y fue el credo de la mesocracia intelectual. Sólo se salvaron acá y allá los que sentían arder pasiones que mantuvieron, en una u otra forma, el fuego sagrado de la ilusión trascendental.

Ni la de Taine ni la de Spencer pueden ser filosofías para pueblos que vierten su pensar en lengua española. Éstos tienen otra alma, alma que en pocas obras habrá sido mejor analizada que en la Historia da civilição ibérica, del portugués Oliveira Martins.

Yo sé que muchos de mis lectores de allende el océano se revolverán a esto de que meta en un mismo cuño de alma a los pueblos todos de lengua española, y acaso alguno hasta a que llame española a la lengua en que les hablo y me entienden perfectamente; pero yo sé a qué atenerme y sé, como lo he dicho muchas veces, que pocas veces se me aparecen los americanos más radical y profundamente españoles, o si se quiere ibéricos, que cuando, como en el caso del gran Sarmiento, gustan de renegar de España. ¿No renegamos acaso de ella siete veces al día los españoles estrictos?

Repito que ahora está poniendo ante mi vista, vivo y actuante, a San Martín su eminente biógrafo, Mitre, y ¡cómo me acuerdo de nuestros héroes castizos ante ese castizo héroe que después de haber hecho aquí la guerra contra los franceses invasores fue a su patria a libertarla y hacerla campo libre a la actividad de los hijos de los pueblos todos, incluso ¡el español! Y el héroe se me aparece en toda su apacible complejidad, sin salientes violentos, sin relieves pronunciados, pero con todo su sano equilibrio y con todo el calor de humanidad con que ha sabido presentárnoslo el ilustre historiador.

A propósito de Josué Carducci

Ya lo sabéis, ha muerto Josué Carducci, el más grande poeta italiano que quedaba vivo y el más grande acaso del mundo entero en el tránsito del siglo XIX al XX. Somos, por lo menos, muchos en creerlo.

El duelo que Italia ha ofrecido a la memoria de su poeta ha sido digno de Italia y digno de Carducci. Pocas veces, ni en lugar ni en tiempo alguno, se habrá visto una manifestación más concorde y más grandiosa.

Para juzgar la obra poética y la obra crítica de Carducci, será menester que pase algún tiempo y que se haya asentado el polvo que levantó con su soplo airado, serenándose el cielo. Para Italia era el poeta civil por excelencia, el poeta de la patria, el poeta de la unidad italiana. Será menester que lo juzguen extranjeros y que su obra acabe de hacerse universal.

Al entusiasmo patriótico de los italianos que han llegado a ponerlo en su panteón al lado del Dante, se ha unido la pasión sectaria y hasta la manía anticristiana, manía que se alimenta del más lamentable desconocimiento de lo que en su espíritu y esencia el cristianismo es. En estos días ha llegado a decirse en Italia que el himno a Satanás, de Carducci, es el exponente de su obra toda poética, y que quien rechaza aquél tiene que rechazar éste. No se me ocurre rechazar el himno a Satanás, que sólo pudo escandalizar a los simples z que no quisieron penetrar en su fondo —un fondo nada anticristiano—, pero sí conviene recordar que el mismo Carducci dijo de ese su himno, escrito a sus veinticinco años, que jamás salió de sus manos «guitarrada» («chitarronata») más vulgar, salvo cinco o seis estrofas.

Todo poeta, todo escritor, atrae la atención de sus contemporáneos, no por lo mejor suyo, no por sus producciones más íntimas y más personales, sino por aquellas otras que a razón de circunstancias del momento producen más escándalo o más entusiasmo pasajero. A raíz de la muerte de Leopardi, de lo que más se hablaba era de su canto a Italia, y hoy estamos de acuerdo todos en que no es ése su canto más leopardino. Lo mismo sucede con Carducci.

¡Qué modelo de carrera la de este ardiente y noble poeta! Hay que seguirle desde que en 1856, siendo profesor de retórica en el Liceo de San Miniato al Tedesco, publicó, a sus veintiún años, la primera edición de sus rimas, con el honrado propósito de pagar sus deudas, hasta que frisando en los setenta y dos acaba de dormirse en la sombra que no acaba, en su querida Bolonia, en cuyo camposanto deseó descansar de la vida.

Cuando publicó aquel su primer libro de rimas, hubo crítico que lo acusó de "«falta absoluta de toda posible facultad poética»". Y de hecho el libro no gustó. Carducci tuvo que fraguarse su gloria golpe a golpe, contra la indiferencia primero, contra la hostilidad después. Su espíritu rebelde y desdeñoso no se plegaba a acomodamientos fáciles y su poesía alta, serena y fuerte, no era de las que entran fácilmente en un público que rehúye manjares jugosos.

Carducci, desdeñoso y fuerte como el Dante, despreciaba la blandenguería romántica que dominaba el ambiente espiritual cuando su alma empezó a respirar. No podía resistir el manzonismo, aunque siempre respetó la noble figura de Manzoni. Y como el cristianismo se le aparecía en torno bajo la investidura católica manzoniana, se revolvió contra el cristianismo también. De aquí su paganismo.

Siendo estudiante saltó una vez de la cama para salir a la puerta a gritar: «¡Viva Giove!», «¡abasso il succesore!», en respuesta a un amigo que le cantaba lo de


«Dormi, fanciul, non piangere,
Dormi, fanciul celeste...».

 

Y toda su vida permaneció fiel a esto que podría llamarse su paganismo, rechazando a los curas, pidiendo morir bajo los cantos del padre Homero. ¿Quién no conoce su famosa poesía «En una iglesia gótica», donde se lee aquello de que los templos cristianos excluyen al sol y que el cristianismo faja de tedio el alma? ¿Quién no conoce su canto a las fuentes de Clitumno, en que pide que el sauce llorón "«il piangente salcio»", sea sustituido por la negra encina, "«l'ilice nera»", símbolos el uno del cristianismo y el otro del paganismo?

Habría, sin embargo, mucho que hablar de este paganismo y de ese cristianismo. Por ahora he de limitarme a indicar que cuanto en el cristianismo repelía a Carducci —y lo mismo pasa con Nietzsche— era, sobre todo, el elemento de origen pagano que se ha introducido en él. Carducci amaba a Francisco de Asís, y Carducci, en su hermosa poesía a la iglesia de Polenta, ha engarzado en ritmo suavísimo la salutación del Ave María. ¿Contradicción, diréis? ¡No, contradicción no! En las alturas serenas y luminosas de la poesía no hay contradicciones posibles. Allí todos los grandes espíritus se abrazan.

He citado a Nietzsche al hablar de Carducci; mas esto no se interprete en el sentido de que los junto. Aprecio al poeta italiano mucho más que al desesperado pensador germánico. En el fondo las razones, o mejor dicho, los sentimientos por que uno y otro se revolvieron contra el cristianismo, son muy diversos. Y contra el cristianismo de hoy, oficial y ritual, se revolvió antes que ellos, con otros muchos, aquel excelso espíritu danés que se llamó Kierkegaard, alma profundamente cristiana. Éste dijo aquella terrible frase: la cristiandad juega al cristianismo.

Mas dejando ahora esta cuestión espinosa y volviendo a Carducci, hay que hacer notar el carácter de su lírica.

Carducci, el poeta civil, no es el egoísta que se encierra en su torre de marfil a cantar sentimientos personalísimos ni a molestarnos con cosucas que sólo a él le importan. Este gran poeta moderno, el más grande, el más poeta y el más moderno de los poetas modernos, es el menos modernista, en el sentido que ordinariamente se da a este mote tan poco envidiable. Carducci, que odiaba, sobre todo y ante todo, la vulgaridad, es un poeta popular en el sentido alto y duradero de esta palabra. No que sus poesías anden en boca de lo que suele llamarse por antonomasia pueblo, no; sino que con ellas ha contribuido a fraguar un pueblo. Cantó sentimientos de su patria. Su alma vibraba con el alma de lo mejor de su pueblo.

A raíz de nuestro desastre, aquí en España, me decía el gran poeta portugués Guerra Junqueiro: "«Ustedes no tienen un poeta, porque han recibido un golpe y no se ha oído la queja melodiosa; el reponerse, la cura, es cuestión de tiempo, pero el quejido, el grito de dolor, esto es del momento»". Y diciéndole yo: "«Acaso tengamos poetas, pero no son patriotas»", me replicó: "«No, no es posible; si un hombre no siente lo que tiene en derredor, lo concreto, lo tangible, la patria, podrá ser un gran filósofo, un gran pensador, un gran sociólogo; pero un poeta, no»". Y él, el mismo Guerra Junqueiro, acaso nunca ha llegado a mayor intensidad poética que en su poema «Patria», grito de indignación y de sinceridad que le arrancó la vergüenza de Portugal.

Ya sé que andan por ahí jóvenes rimadores, más o menos melenudos, que sonríen compasivamente cuando de patria se habla y que no se les cae de la boca la palabreja «emoción» y la torre de marfil. Hacia estos tísicos del alma sintió siempre un soberano desdén Carducci, y basta leer sus invectivas a un heiniano de Italia.

Sí, a Carducci se le ha acusado de desdeñoso hacia la juventud. ¿Acusarlo? Eso no es una acusación. Tenía motivos sobrados, al ver cómo desertando del «maiora canamus!» se ponen a cantar, no ya las cosas menores, sino las mínimas, y se nos vienen con la milésima sonata a los pies de Laura o con elegías a Pierrot o a Colombine, o con insípidos y pálidos recuerdos versallescos o con unos faunos, sátiros y centauros anémicos, traducidos del francés bulevardero, o con cualquier otra gansada por el estilo. Ese hombre que esculpía sus pensamientos en estrofas severas, las mejores de ellas sin rima, ¿cómo iba a deleitarse en esos juegos malabares, de versos vacíos de sentido, en que sólo se busca un fugitivo halago al oído carnal?

De buena gana os diría algo respecto a la técnica carducciana y a sus discutidos metros; pero tengo en prensa un tomo de poesías —os lo anuncio ya; creo que me ha de ser permitido esto—, y como entre ellas hay más de una compuesta en la misma horma, por ahora me callo. Y en ese mismo tomo, en el que a mis poesías originales hago seguir cinco o seis traducidas, van dos de Carducci.

¿Cómo este poeta, el más grande, repito, según muchos creemos, de la segunda mitad del pasado siglo, ha influido tan poco en España y en la América de lengua española? Siendo como es italiano, mucho más afín que no el francés al castellano, y siendo su prosodia nuestra prosodia, parecería lo natural que los grandes poetas italianos hubiesen influido en los nuestros más que los franceses. Además, la poesía italiana es, por lo común, más poesía; quiero decir, más poética que no la francesa. A ésta le sobran ciencia, habilidad, artificio y espíritu lógico y formal. Son demasiado buenos geómetras y demasiado buenos críticos para ser buenos poetas.

¿Cómo es, podría uno preguntarse, que para una vez que veamos citado, comentado o imitado entre nosotros a Carducci, vemos diez, quince o veinte veces citados, comentados o imitados Musset o Verlaine? Yo lo atribuyo, sobre todo, a la debilidad de nuestros estómagos mentales, y permitidme lo rudo de la frase. Entre nosotros adquieren más favor los que nos obligan menos a fijarnos y los que menos nos dicen; los que nos mecen unos vagarosos ensueños sin consistencia y a las veces sin forma.

Carducci es un poeta discursivo, ilativo. En sus cantos hay un argumento lírico, en sus cantos hay una idea dominante, clara y precisa, que va desarrollándose procesionalmente y con soberana pompa. Por esto pudo prescindir de la rima: porque la asociación poética de las imágenes y pensamientos es interna y es robusta.

Fijaos, en efecto, en que hay poetas que necesitan de la rima para no perderse en la más absoluta incoherencia, en el cinematografismo más descosido, en una cháchara deshilvanada. Conozco poesías en castellano —y de las que citan como ejemplo los adeptos de cierta escuela— en que si se quitan las lañas de la rima se desparrama todo aquello.

Carducci, como verdadero gran poeta, es un poeta traducible. No le ocurre lo que a nuestro Zorrilla. Poned a Zorrilla en inglés, alemán o francés, despojándole del halago del sonsonete, y decidme cuánta poesía queda en aquel aluvión de lugares comunes literarios y en aquel desfile de imágenes imprecisas o revenidas de puro viejas. En cambio Campoamor, por ejemplo, sean cuales fueren sus faltas en otro respecto, es traducible. Y Carducci lo es enteramente, como es traducible el Dante, como lo es Homero, como lo es Shakespeare, como lo es Goethe. Lo que cantan es de suyo poético; sus cantos están formados con materia poética. Y es poética la forma interna de ellos.

Lo cual no quiere decir, ¡claro está!, que no sea bellísima y armoniosa la versificación carducciana. No tiene, sin duda, esas cadencias arrastradas y muelles que se canturrean, más que se recitan, lánguidamente, a la hora de tomar ajenjo. Su música es una música robusta. Ni violines versallescos ni caramillos pánicos.

Y no vaya a creerse por esto que Carducci no tiene delicadezas. Las tiene, y de las más delicadas, como lo son siempre las de los fuertes. No hay, en efecto, ternuras más tiernas ni blanduras más dulcemente blandas que las de los vigorosos y recios. Las flores más fragantes son las del desierto o las que crecen bravías entre las rendijas de las rocas. El toque más delicado es el de un gigante. Si Oto o Efialte os cogieran y os levantaran en sus manos, no sentiríais el toque: tan sin esfuerzo lo harían. Los niños se sienten mejor, más a sus anchas, en los brazos de los hombres robustos que no tienen que hacerse violencia alguna ni tienen que apretarlos para mantenerlos seguros.

Leed la bellísima composición de Carducci a la boda de su hija, aquella en que habla del "«vulgo vil de Italia»", y ved si el amor paterno puede hablar un lenguaje más robustamente tierno. Y como ésta, otras composiciones.

La labor de Carducci no es muy copiosa. No ha sido poeta tan fecundo como Víctor Hugo, pongo por caso de fecundidad. Y sus composiciones son todas relativamente cortas. Nada de poemas en varios cantos o de novelas en verso, nada de dramas. La verdadera inspiración lírica es de vuelo alto y firme, sí, pero corto.

Y además, y esto no debe olvidarse, Carducci no se constituyó en un profesional de la poesía, no fue un literato de esos que se creen obligados a escribir versos con cierta regularidad de tiempo. Su ocupación principal y primaria fue su cátedra de literatura italiana en la Universidad de Bolonia, después sus trabajos de crítica e investigación de textos antiguos. Y sólo cuando se sentía henchido de concepción poética era cuando hacía versos.

De aquí su posición respecto a la poesía, a la literatura y al arte en general, tan distinta de la posición ordinaria en aquellos que, por haber hecho rimas que han obtenido algún aplauso, se creen con derecho a menospreciar otras actividades. De una carta que Carducci dirigió en 1887 al director del Resto del Carlino traduzco este sustancioso párrafo:

«Dije que está bien que Italia no tenga, al menos por ahora, una producción literaria conforme la pretenden muchos. Me explicaré. Creo firmemente ser dañosa para el vigor moren de un pueblo la demasiada literatura; creo que la demasiada literatura perdió a Grecia y enerva hoy a Francia; creo que Italia, teniendo, como tiene, que cobrar fuerzas, necesita de muy otras cosas que de excitantes o deprimentes neuróticos, y la literatura moderna no puede dar otra cosa. La imposibilidad de que saliese en Italia una novela que se pueda leer era para mí una prueba y un consuelo, prueba de que a este pueblo le queda aún una fibra de los antiguos riñones, y era una esperanza para el porvenir. Ahora siento que aquella querida imposibilidad va disminuyendo de día en día. Me disgusta. Nuestros padres pusieron barra a la caponera de la arcada; ¿por qué queremos mantener abierto en demasiados periódicos un mercado de vulgarización de los últimos excrementos del romanticismo en prosa y en verso?».

El que escribía estas palabras tan sensatas era el primer literato de Italia, o mejor dicho, el primer humanista.

Esta noble, nobilísima palabra, esta palabra de abolengo que parece trasportarnos al siglo XVI, entre los esplendores del Renacimiento, esta palabra de humanista es la que mejor cuadra a Carducci.

Muerto este robusto luchador prometeico, le sucede en su cátedra, y somos muchos los que creemos que en su primacía en la poesía italiana, Pascoli, cuyos cantos, sin el vigor herculino de los cantos carduccianos, tienen, en cambio, más morbidez y más serenidad tranquila. Pascoli se inclina a las veces más a Leopardi que a Carducci. Pero mientras este dulcísimo y sereno Pascoli, que parece ser uno de los que han encontrado la fuente homérica, es casi desconocido entre nosotros, a todas horas nos están restregando los oídos con el nombre de guerra de Gaetano Rapagneta, conocido por Gabriele d'Annunzio. Este insoportable comediante, vano y hueco, es el que para nuestro vulgo literario —y es el peor de los vulgos— cubre con su nombre el nombre de Pascoli, del cual dijo una vez Carducci que era capaz de escribir cantos que podría firmar Ariosto.

Es una cosa vista la de que no son los poetas, ni en general los escritores mejores, más jugosos y más hondos, los que antes consiguen salvar las fronteras de su patria. Una cosa son los escritores universales y otra los internacionales, ni se traduce primero lo mejor, sino lo más fácil de comprensión. Pero de esto de lo universal y lo internacional en literatura os hablaré otro día, y espero entonces engarzar a mis propias reflexiones y observaciones, observaciones y reflexiones de Carducci.

Sobre el ajedrez

Nunca olvidaré —me contaba una vez un cura de aldea, socarrón y malicioso—, nunca olvidaré mi primera visita a un pueblo «civilizado». Habíame criado yo en mi aldea nativa, con un tío cura que me enseñó el latín, y que cierto día me advirtió me preparase para ir con él a la villa próxima. Era a Guernica. Llegamos a ella y me llevó al Casino, donde él tenía que avistarse con un amigo. Me dejó por mi cuenta. Empecé a recorrerlo, encogido y medroso, y hubo de llamarme la atención un grupo de cuatro personas, agrupadas en silencio en torno a una mesita y sin levantar sus cabezas de ella. Su mutismo y su recogimiento atrajeron mi atención. Me acerqué al grupo y oí romperse el silencio para que uno de los cuatro caballeros exclamara: «¡Si hace usted eso, le como el caballo!», y otro le replicó: «en ese caso, le comeré yo la torre». Estas palabras me trastornaron. ¡Un señor que dice va a comerse un caballo y otro que le replica que comerá una torre! Me aparté de allí, no sin cierto temor no fuese que de mansa se les convirtiese en furiosa y me tirasen por el balcón a la calle, pero pudo más mi curiosidad y volví a acercarme al grupo. «¡Este peón será reina!» —exclamó triunfalmente uno de aquellos señores, y yo miré a todas partes—. Me aquietó un poco el que los demás asistentes al Casino no parecían dar importancia al caso. Me acerqué más, y aun pude ver que tenían un tablero de madera con cuadrados blancos y negros, y unas piececitas, algunas en forma de castillos y otras con cabezas de caballos, que movían de tiempo en tiempo de un sitio a otro. No quise ver más, sino que me fui a mi tío, y asiéndolo por la sotana, le dije: «¡tío, vámonos de aquí, vamos a casa!», y todavía al salir del Casino de Guernica volvía mi mirada a él temiendo no saliese con un cuchillo, frenético ya, el comedor de caballos, o el de torres. —Tal fue mi primera impresión de lo que es una sociedad civilizada —acabó diciéndome el socarrón y malicioso cura de aldea.

Y entonces me tocó el turno de contarle a mi vez cómo yo, en mis mocedades, había caído bajo la seducción de la mansa e inofensiva locura del ajedrecismo y cómo, durante mis años de carrera, en Madrid, hubo domingo en que invertí lo menos diez horas en jugar al ajedrez. Este juego, en efecto, llegó a constituir para mí un vicio, un verdadero vicio. Pero como soy, gracias a Dios, hombre de recia voluntad, conseguí dominarlo. Y hoy no lo juego sino de higos a brevas, o sea de año a San Juan, y las pocas, poquísimas veces en que lo juego, no paso de un par de partidas, a lo sumo tres. Se me pasan meses sin tomar un alfil a la mano. Y es que tengo siempre presente aquel aforismo de que el ajedrez, para juego, es demasiado, y para estudio demasiado poco. Y eso que llegué a jugarlo bastante bien.

¡Recuerdos y reflexiones son estos que se me ocurren al leer la carta que don José Pérez Mendoza, presidente del Club Argentino de Ajedrez, dirige a don Enrique de Vedia, consocio suyo y rector del Colegio nacional central, carta que aparece en el número correspondiente al primer trimestre de este año de la Revista del Club Argentino de Ajedrez.

El señor Pérez Mendoza se dirige al señor Vedia con objeto de que se introduzca el ajedrez en los colegios. La carta honra a quien la ha escrito, pues que demuestra cuán en serio toma su ajedrez, y siempre es digno de todo respeto y de todo elogio el que toma algo en serio, y más en los días que corremos. Y el que se toma muy en serio un juego, un deporte, es una enseñanza, una advertencia y un reproche para tantos como hay que toman en juego las cosas más serias.

No se le oculta al señor presidente del Club Argentino de Ajedrez lo arduo de llevar a la práctica su propósito, lo difícil que es encontrar "«quien tenga valor suficiente para desafiar la crítica de los que sonríen burlonamente cuando no tienen nada de fundamento que oponer a un propósito»", y recuerda a este efecto la conmiseración con que en una época no lejana se les motejaba con aquello de «es miembro de la Protectora de Animales». Pero como dice muy bien el señor Pérez Mendoza, "«el tiempo ha transcurrido y todos hacen justicia a los propósitos de Sarmiento, reverendo Thompson y otros»".

Esta actitud del presidente del Club Argentino de Ajedrez me es altamente simpática.

Siempre aplaudo a los que, sea por lo que fuere, afrontan la crítica de los que sonríen burlonamente. Un ejemplo así es siempre fecundo en país donde la propensión a la burla, al choteo, hace estragos. Eso no es, en el fondo, sino quijotería, y sabido es que me he constituido en el aplaudidor profesional de todo quijote.

"«Las ideas hacen camino»", dice muy bien el señor Pérez Mendoza. Y para demostrarlo se limita a citar el caso de la señorita Elina Paso, que se matriculó para médica en el colegio que el señor Vedia rige. "«Hubo resistencia tenaz para impedirlo por los retrasados en ideas, pero más fuerte fue el empeño, y la buena doctrina triunfó, siendo ¡al fin! admitida»". Es evidente: las ideas hacen camino.

«Y usted, que es educacionista y por ende ajedrecista de raza...» —sigue diciendo al rector del Colegio nacional central el presidente del Club Argentino de Ajedrez. Pero aquí tenemos que detenernos. Ese «por ende» me ha herido la mente como una flecha silenciosa en la oscuridad. Eso de que un educacionista tenga que ser ajedrecista, la verdad, no acabo de comprenderlo. Yo que, como he dicho, fui ajedrecista y hasta maniático del ajedrez en mi juventud, no veo las relaciones entre el juego de ajedrez y la pedagogía. Pensaré en ello, sin embargo. Aunque por ahora temo tratar a mis alumnos y discípulos como peones, alfiles, caballos y torres de ajedrez.

Sigue la carta, y en ella pide su autor que se desarrolle en la juventud argentina la afición al ajedrez, «que ennoblece» porque es caballeresco en sus propósitos; que es culto porque da motivo a desarrollar la sociabilidad; que es el más intelectual y educador porque para practicarlo es necesario poner en ejercicio funciones múltiples de observación, orden, previsión y tantas otras que desarrollan la intelectualidad, y sobre todo, más arriba que todo, que es un medio, si no de extirpar, de oponerse "«a la ola que avanza»" y que por desgracia "«es difícil, bien que no imposible de contener y que tantos perjuicios trae aparejados en su programación: me refiero a las varias formas de juego con apuestas»".

Vamos por partes.

Y empecemos por la última: la de los juegos de apuestas. En esto, como en aquello otro de afrontar las sonrisas burlonas, estoy enteramente al lado del presidente del Club Argentino de Ajedrez. Todo lo que en bien de la cultura se haga para combatir los juegos de envido y azar, incluyendo en ellos la lotería y las carreras de caballos, sería poco. Y no es lo peor de tales juegos el que arruinen a unos y enriquezcan a otros sin trabajo, enseñándoles a fiar de la fortuna; lo peor de la afición a los juegos de azar y envido es que revela una gran pobreza imaginativa. Suelen caer en ese vicio aquellas personas que sin una base de educación intelectual se encuentran con dinero. No saben qué hacer, la lectura les fastidia, el arte está para ellos cerrado, y el único modo que tienen de no aburrirse es jugar. Puede asegurarse que donde el juego hace estragos la cultura es superficial y más de apariencia que de fondo. Las emociones del juego llenan un vacío espiritual que no se llena con emociones de arte, de ciencia o de una actividad útil y culta. Cuando se reúnen personas de cultura, de ingenio, de ilustración, y sobre todo de espíritu, conversan, cambian ideas e impresiones, no cartas de baraja. Los tontos, dice Schopenhauer, no teniendo ideas que cambiar, inventaron unos cartoncitos con figuras, y los cambian.

Pero de este mal del juego, que es para mí lo peor de él, ¿está acaso enteramente exento el ajedrez?

"«Ennoblece porque es caballeresco»", dice el señor Pérez Mendoza. Sí, no lo dudo, pero he presenciado disputas muy agrias ocasionadas por el ajedrez. Y se comprende. Como los dos jugadores juegan con los mismos elementos, dispuestos del mismo modo, no cabe atribuir al acaso la derrota. El que pierde, pierde porque se descuidó más que el otro, no porque juega menos que él. Y así sucede que en ningún juego se interesa más el amor propio que en el ajedrez. Al que pierde un día al tresillo le queda el recurso de decir que le dio mal el naipe. No así al que pierde al ajedrez. Y de aquí todo eso de jugar a cara de perro, sin volver las jugadas, aquello de pieza tocada, pieza jugada. Es muy caballeresco este juego, sí, pero llega a engendrar verdaderas antipatías, así como engendra simpatías. El amor propio queda muy al descubierto en él, y lo más educativo que tiene es el enseñarnos a dominarlo. Pero esto se consigue lo mismo en una conversación en que juega el ingenio.

"«Es culto porque da motivo a desarrollar la sociabilidad»", añade el señor Pérez Mendoza. Según lo que por sociabilidad se entienda. En mi época de ajedrecimanía solía yo jugar con un ancianito que no parecía vivir sino para el ajedrez. Todas las tardes me pasaba dos o tres horas jugando con él. Y jamás supe sino su nombre, que hoy ya no lo recuerdo. No sé de dónde, ni cómo era, ni qué ideas tenía, ni nada de su vida pasada. No nos unía más que la común afición al ajedrez. Y así se ve que dos hombres pueden reunirse todos los días dos, tres o más horas, en torno a un tablero, a comerse caballos y torres y convertir a peones en reinas y desconocerse profundamente el uno al otro, manteniéndose mutuamente extraños. Y en tal sentido no fue tan falsa como parece la visión que de la civilización tuvo mi amigo el cura de aldea socarrón y malicioso.

Mucho de la sociedad civilizada no es más que la sociabilidad que con el juego del ajedrez se engendra y desarrolla. Dos hombres pueden pensar y sentir del modo más opuesto, ser en el fondo incompatibles el uno con el otro, y juntarse a jugar al ajedrez. Un día falta uno de los jugadores, dura su ausencia unos días y al cabo de ellos vuelve a su hábito, pero vestido de luto y con aspecto de cierta tristeza. En esos días ha quedado viudo. Y puede muy bien ocurrir que su competidor lo ignore. No; no es esa sociedad la que debemos promover, sino otra más íntima, más espiritual, más comunicativa. Es comunión, comunión de ideas y sentimientos, no sociabilidad lo que nos hace falta. Un club ajedrecista es lo más opuesto a una iglesia cualquiera, a un centro de comunión espiritual. El ajedrez puede llegar a ser uno de los medios de juntarse las personas sin comprometer en esta junta sus almas.

Lo que hay que promover y fomentar es la conversación íntima y libre, el cambio de ideas. Hay que hacer de los casinos verdaderos hogares de ideas. Hogares y, a la vez, templos. Dicen que es de muy buen tono, de la más profunda urbanidad y cortesía el que en una «reunión de confianza» —son las reuniones en que menos confianza cabe— en una sociedad, en un casino, no se hable de lo más íntimo y vital: de religión. Para mí ese buen tono, esa urbanidad y esa cortesía no son sino signo de muerte. Sociedad en que privan máximas semejantes no es sino un hormiguero de egoístas, de aventureros, de superficiales, de escépticos y de aburridos. Y he aquí por qué odio esas sociedades y huyo de ellas. No quiero ser un hombre de sociedad, un hombre de mundo. El saber llevar el frac puede llegar a ser una inferioridad manifiesta.

Paréceme, pues, que para defender a los jóvenes estudiantes de la «ola que avanza», mejor aun que aficionarlos al ajedrez, y aun no siendo del todo malo este remedio, es aficionarlos a otras cosas, y ante todo al estudio; es, sobre todo, provocar en ellos las eternas y tradicionales inquietudes de espíritu, las que no dejan vacío que tenga que llenarse con apuestas al juego de azar.

Y por lo que hace a las funciones de observación, de orden, previsión, etc., con que el ajedrez desarrolla la intelectualidad, cedo la palabra al sutilísimo Edgar Allan Poe, que en la introducción a su cuento sobre Los asesinos de la calle de la Morgue, decía así:

«Es muy posible que la facultad de resolución se robustezca con el estudio de las matemáticas y especialmente de aquella su más elevada rama que no más sino a causa de sus operaciones retrógradas ha sido llamada, injustamente, análisis por excelencia. Pero calcular no es lo mismo que analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, cumple lo uno sin esfuerzo alguno para lo otro. De donde se sigue que el juego del ajedrez ha sido muy mal entendido en sus efectos sobre el carácter mental. No estoy escribiendo un tratado, sino simplemente un prefacio a un relato, prefacio con observaciones sobre el azar. Aprovecho, pues, la ocasión para afirmar que las potencias más elevadas del intelecto reflexivo se ejercitan más decidida y útilmente con el modesto juego de damas que con la complicada frivolidad del ajedrez. En este último, en que las piezas tienen diferentes y extraños movimientos, con varios y variables valores, se confunde lo que no es sino complejo con lo profundo, error nada raro. La atención entra aquí poderosamente en juego. Si marra por un instante, se comete un descuido, de que resulta pérdida o derrota. Como los movimientos posibles son, no sólo múltiples, sino complicados, las probabilidades de tales descuidos se multiplican, y en nueve casos por cada diez el que vence es el jugador más concentrado ("concentrative") y no el más inteligente ("acute"). En las damas, por el contrario, donde los movimientos son "únicos" y no sufren sino leves variaciones, disminuyen las probabilidades de inadvertencia, y quedando, relativamente, sin empleo la mera atención, las ventajas que obtenga una de las partes las obtiene por un superior ingenio ("acumen"). Para ser menos abstracto, supongamos un juego de damas en que las piezas se reducen a cuatro damas, y en que, por supuesto, no cabe esperar descuido. Es obvio que la victoria en este caso no puede decidirse a jugadores iguales, sino por algún movimiento rebuscado, efecto de fuerte trabajo intelectual. Privado de recursos ordinarios, el analista se mete en el espíritu de su contrario, se identifica con él, y no raras veces ve así, de una mirada, los únicos métodos —a las veces absurdamente sencillos— por los que puede inducirle a error o empujarle a un mal cálculo».

Esto, como todo lo de Poe, es más ingenioso que sólido, y en el fondo un tanto paradójico. Pero la paradoja es la más excelente forma de la verdad desconocida. El mismo Poe reconoce, por lo demás, que el ajedrez desarrolla la atención. Sólo que le faltaba añadir que desarrolla la atención... para el ajedrez. Es como las carreras de caballos, que desarrollan la cría de caballos... de carrera, y los juegos florales, que promueven el cultivo de la poesía... jocoso-floral.

Hay que reconocer, por otra parte, que el ajedrez es una escuela de psicología práctica. Viendo jugar a uno varios días me comprometo a dar un bosquejo de su psicología. Uno juega por jugar, otro por inventar jugadas, otro para ganar, uno se distrae, otro cuenta con las distracciones ajenas, éste charla para confundir a su adversario y engañarle, aquél parece atender a un lado del tablero cuando en realidad se fija en otro, etc., etc. Pero esto pasa con todo juego. Y aun hay más, y es que creo que el tresillo exige mucha mayor agudeza, dotes más finas de observador, de psicólogo, que no el ajedrez. Hay que adivinar lo que no se ve. Y hay quien, a las primeras jugadas, sabe ya las cartas que tiene el contrario, siempre que conozca a éste. En el tresillo cabe jugar una jugada mirando a los ojos del contrario; en el ajedrez hay que mirar al tablero. Como en el tresillo entra por algo el azar, entra también por más el elemento psíquico, espiritual. Saber servirse del azar es el supremo arte de la vida.

«¿Conque saber servirse del azar es el arte supremo de la vida? —me dirá aquí, interrumpiéndome, algún lector avisado—; pues entonces lo atrapé en contradicción. Porque si el arte supremo de vivir es aprovecharse del azar, ¿por qué condenar los juegos de azar y envite, los juegos de apuestas?». No te falta razón, lector avisado, que así me objetas, pero de eso ya hablaremos. Y hablaremos de la parcial justificación y más aparente que real, que de esos juegos puede darse... Porque, en efecto, los juegos de azar responden a algo más que a llenar un vacío de espíritu; la pasión por el azar tiene hondas y muy vivaces raíces. Y bien dirigida, entiéndelo bien, bien dirigida, puede dar frutos provechosos.

Y lo que salva al ajedrez de ser una cosa puramente mecánica es precisamente el elemento de azar que su complicación misma lleva consigo: el poder contar con los descuidos del adversario. Pero es indudable que hace falta más cálculo para idear el modo de dar mate con el rey, alfil y caballo, sin más, no habiéndolo aprendido antes, que no para empezar y desarrollar un juego. La simplicidad del caso abona lo que Poe dice.

El ajedrez tiene, sin duda, alguna de las ventajas, pero tiene casi todos los inconvenientes de las matemáticas. Y yo no encomendaría un asunto delicado a un puro matemático. Las matemáticas, dadas sin compensación ni contraveneno, son funestísimas para el espíritu. Son como el arsénico, que en debida proporción fortifica y en pasando de ella mata. Los matemáticos puros se acostumbran a discutir con el encerado o el papel y no con la cabeza. Obsesiónales una falsa idea de la exactitud. Es, sin duda, mucho más educadora cualquier ciencia de observación, de laboratorio, la biología sobre todo, porque en ella hay que aprender a doblegarse al hecho, que sólo en pequeña parte nos es conocido. Toda célula, por muy conocida que nos sea, cela un misterio: el triángulo, por el contrario, o la elipse, como no es sino un concepto, lo tenemos todo entero en el espíritu. El que los rumiantes tengan la pezuña partida, no se sabe bien por qué, además de ser tan exacto como (a + b)2 = a2 + 2 a b + b2 es mucho más educador. Y en cuestión de juegos, el tresillo, pongo por caso, es más biológico que el ajedrez, que tiene más de matemático. El azar es el misterio y la fuerza del hombre es saber dominar el azar, es saber servirse del misterio.

He conocido muchos jugadores de ajedrez y he jugado a su juego con muchos de ellos. Y debo declarar que la mayor pericia en el juego no coincidía necesariamente con la mayor inteligencia. Junto a hombres muy inteligentes y. grandes jugadores de ajedrez he conocido ajedrecistas distinguidísimos que eran hombres de una mentalidad menos que ordinaria, y he conocido, en cambio, hombres de ingenio torpísimo, de pésimas dotes de observación, de inteligencia confusa y tarda, que jugaban admirablemente bien al ajedrez. El ser un coloso en el ajedrez, como un Philidor, un Morphy, un Steinitz, un Tchigorin, un Golmayo, un Martínez, un Mackezie, un Lasker..., no prueba sino que se es un coloso en ajedrez. En lo demás puede ser coloso, hombre ordinario pigmeo.

Una cosa me ha llamado la atención en los manuales de ajedrez y en los libros de partidas famosas —muchas de ellas las he vuelto a jugar, libro y tablero en mano— y es que entre los nombres de los jugadores famosos, de los grandes maestros de ajedrez, figura un número de apellidos españoles —como Martínez, Golmayo, Ponce, Vázquez, etc.—, mayor que el que figura entre los nombres famosos en ciencias, arte y letras. ¿En qué consiste esto?

Algo se me ocurre a este respecto, pero el haber alargado ya lo bastante este escrito, me impide, afortunadamente, el decirlo aquí. Tal vez es mejor para callado.

Arte y cosmopolitismo

Mi óptimo amigo y paisano Grandmontagne creyó bien, a lo que parece, publicar una de las cartas que en privado le he dirigido, carta en que con la franqueza que nuestra buena amistad otorga, declaraba yo ciertas opiniones que respecto al estado de la literatura argentina abrigo, y que no he hecho públicas por falta de los comprobantes todos que creo necesarios. Pero debo felicitarme de ese amistoso celo de mi Grandmontagne, porque la carta me ha valido otra interesantísima (inédita ésta) del señor Martiniano Leguizamón y el hacer con este insigne literato conocimiento, pudiendo así haber saboreado sus Recuerdos de la tierra, su Calandria y su Montaraz con que ha tenido la bondad de obsequiarme. Y, como lo que tales obras y la carta de Leguizamón me sugieren podría interesar a los habituales lectores de La Nación, allá van algunas reflexiones acerca del cosmopolitismo en el arte.

Díceme Leguizamón que se sintió molestado por el «chaguarazo» (¡linda palabreja!) que en la tal carta les asesté. Lo siento de todas veras, pero ocasión se me brinda que ni pintada de remediarlo.

Soy uno de tantos españoles que al coger una obra americana queremos nos traiga soplo de la vida, de la tierra y de la gente en que brotó, intensa y verdadera poesía, y no literatura envuelta en tiquis-miquis decadentistas y en exóticas flores de trapo. Hace años que leí el hermosísimo Martín Fierro, al que dediqué un estudio, y Carmelo Uriarte, mi paisano y entrañable amigo de la infancia, me proveyó de no pocas silvestres flores de la literatura gauchesca. Remitiome últimamente las populares novelas de Eduardo Gutiérrez, tan ricas en primera materia poética, sin desbastar apenas, y leyendo Juan Moreira, me decía: ¡qué cantera! Mi buen amigo, el autor del hermoso Nastasio, Soto y Calvo, me regaló, por su parte, sus obras, y diome a la vez a conocer las de otros escritores criollos, «Fray Mocho» entre ellos. (¡Qué buenos ratos debo a Un viaje al país de los matreros!)

Y de todo ello nació en mí el deseo de dedicar una obra a la actual literatura genuinamente argentina. Y ahora la carta de Leguizamón me induce a anticipar, a reserva de ulteriores rectificaciones, algo acerca de las dos principales tendencias que creo se disputan el campo ahí, algo acerca de la lucha entre el nacionalismo y el cosmopolitismo en literatura.

En una mi carta dirigida a Soto y Calvo, que este buen amigo ha puesto al frente de su «evocación de un poema argentino», El genio de la raza, expuse lo más condensado que me fue posible mi concepto acerca del cosmopolitismo en poesía, y como en contestación a ello, el crítico que de El genio de la raza se ocupó desde las columnas de El País, del 25 de junio último, repetía aquello de que la poesía no tiene límites ni fronteras, no sabe de razas, de religión, de lengua ni de patria, que como hija de la sensación, de la imaginación y del sentimiento, es universal, y que el patriotismo en parte es una ficción peligrosa que puede ocasionar incurable raquitismo en las literaturas jóvenes y sin tradiciones. ¡Peregrina psicología y profunda concepción del arte!

De lo que más sabe la poesía de todos los tiempos y de los países todos es de razas, de religiones, de lenguas y de patrias; como que éstas nutren, abrevan y visten a la imaginación y del sentimiento, ni hay cosas que encanije a la poesía más que un estéril y abstracto cosmopolitismo, lo más opuesto que cabe a la honda y positiva universalidad. Decíame en cierta ocasión el gran poeta portugués Guerra Junqueiro que en España no debemos de tener poetas, discurriendo así: "«Han recibido ustedes un gran golpe; el curar y reponerse de él cosa es de tiempo, de régimen, de paciencia y de trabajo; pero la queja, el grito de dolor, es del momento, y puesto que aquí nadie se ha quejado con alguna fuerza, que yo sepa, es que no tienen ustedes poetas en España»".

Y como yo le contestara, por vía de argumentación: "«o que no son patriotas»", replicome al punto: —"«No, no es posible; ¡un pensador, un filósofo, un sociólogo, puede no ser patriota!; ¡pero un poeta, si no siente lo que en derredor tiene, lo concreto y vivo, con mayor fuerza que lo lejano y abstracto, será cualquier otra cosa, pero poeta, no!»". Algo estrecho es, sin duda, este concepto, pero encierra una mayor alma de verdad que el opuesto concepto del crítico de El País.

Aunque lo he dicho y repetido, a repetirlo vuelvo: "«es dentro y no fuera donde hemos de buscar al Hombre; en las entrañas de lo local y circunscrito, lo universal, y en las entrañas de lo temporal y pasajero, lo eterno»". Fuera de cada particular recinto no hay sino el espacio geométrico, abstracción de frías teorías euclidianas o metaeuclidianas; fuera de nuestra hora de dolor o goce no hay sino el tiempo matemático; la infinitud y la eternidad hemos de ir a buscarlas en el seno de nuestro recinto y de nuestra hora, de nuestro país y de nuestra época. Eternismo y no modernismo es lo que quiero; no modernismo, que será anticuado y grotesco de aquí a diez años, cuando la moda pase.

Así como no conozco doctrina que más ahogue la individualidad que eso que, por antítesis tal vez, llaman individualismo, tampoco conozco credo que más desconozca la universalidad, la humanidad más bien, que el credo cosmopolita al uso. Trátase de llegar por él a un hombre común, hombre-tipo, pero es a un hombre esquemático, logrado por vía de remoción, que diría un escolástico, a un pobre bípedo implume que se vista por el mismo patrón en todas partes, a la última moda de París y de Nueva York, y con el inevitable tubo sobre la sesera. Es decir, el hombre para el traje y no el traje para el hombre, principio este último a que obedece el atavío del charro a quien desde un balcón miro con su gorrillo, sus ceñidos calzones, su cinto de media vaca y sus polainas para montar garboso, su jaca tras la vacada, o el gaucho de ahí con el traje que su vida le hizo.

Humanidad, sí, universalidad, pero la viva, la fecunda, la que se encuentra en las entrañas de cada hombre, encarnada en raza, religión, lengua y patria no fuera de ellas, no en el abstracto «contratante social» de los jacobinos. El genio mismo, ¿es otra cosa que lo universal revelándose en lo individual y en lo temporal lo eterno? Shakespeare, Dante, Cervantes, Ibsen, son humanos en fuerza de ser inglés, florentino, i castellano y noruego, respectivamente.

Dante ha cobrado la ciudadanía del mundo y de los siglos porque, en puro ser el más italiano de los trecentistas italianos y el más trecentista de los italianos trecentistas, llegó a la roca eterna del hombre de Italia en el siglo XIII, al hombre de todos los tiempos y países, al Hombre.

Juzgando Enrique D. Davray, en el Mercure de France —revista grata a los cosmopolizantes argentinos, creo— las obras de Rudyard Kipling, hacía constar que sus mejores relatos son aquellos cuya acción en las Indias pasa o que se refieren de algún modo a las Indias, donde vivió Kipling los años de su infancia, y de que ha conservado impresiones extremadamente vivas. Y añadía estas notables palabras: "«Pero no cabe ser niño en dos países diferentes, lo que se comprende bien leyendo las otras novelas que a cualquier otro asunto se refieran. Adviértese en ellas en demasía el esfuerzo del autor y el aprovechamiento de notas que yendo de excursión ha tomado, y de observaciones cuidadosamente apuntadas en cuaderno de bolsillo»". No cabe ser niño en dos países diferentes, ¡admirable comentario! No cabe ser niño en dos países, y hay que haberlo sido en alguno y seguir en él, en cierto modo, siéndolo para ser poeta, pues es el poeta quien más a flor de alma tiene su infancia. Payró, en el precioso prólogo que a Montaraz, de Leguizamón, ha puesto, nos recuerda muy a propósito que "«el escritor nacional, con el alma de niño, que pedía Corot para ver la naturaleza, debe inspirarse en las cosas que le rodean, libre e ingenuamente»". Libre e ingenua, infantilmente.

Cuando quise yo hacer una obra de arte y poesía, una obra en que vertí diez años de meditaciones y contemplaciones y amores, busquela en mi país nativo, en la tierra de mi niñez, en mis montañas vascas, y en aquella lucha entre carlistas y liberales, con cuyos ecos resuena mi infancia cuando me sube a flor de alma cantándome recuerdos. Mis estudios, mis lecturas, mis filosofías, sirviéronme para ver mejor aquel bombardeo de Bilbao, de que fui testigo y que mi memoria, como vivísima visión, me pone delante de la imaginativa.

Universalidad, sí, pero la rica universalidad de integración, la que brota del concurso y choque de las diferencias. Aquí abajo, en medio de la orquesta, apenas oímos más que las disonancias; pero allá arriba, en el cielo del arte, óyese la sinfonía armónica que producen las razas, las religiones, las lenguas y las patrias, dando sendas notas, vibrando en su cuerda propia cada una, con su específico timbre.

Dé el pueblo argentino, como los demás pueblos, su nota, la que él sólo puede dar, y como canta Soto y Calvo en El genio de la raza:


Un grano habrá de tal metal nativo
En el venero inmenso de las almas
Que añada gloria a nuestra nueva gloria.
 

Lo que así no sea acaba en literatura, en el mal sentido de esta palabra, en literatismo más bien, en arte libresco de profesionales y para profesionales tan sólo. El libro es bueno; pero lo es como el lente, cuando no estando empañado, nos hace ver mejor la naturaleza a través de él, sin que a él mismo le veamos.

¡Mezquina cosa la literatura de literatura, alquimia de biblioteca, específico de escuela con su esotérica receta acaso! De toda la inmensa labor alejandrina, labor genuinamente decadentista, en la gran literatura universal de los siglos, ¿qué queda? ¿No es acaso la mayor utilidad de la pintura de paisaje enseñarnos a embellecer con la mirada el paisaje real? Y en tal sentido, el decadentismo y el exotismo ahí, como en todas partes, han llevado a cumplimiento una tarea meritoria, justo es confesarlo, y es la de educar los ojos de no pocos poetas, para que los vuelvan al campo y a la vida que les rodea y los descubran. Pero, ¿quién va a pretender que prefiramos los estudios, por sabios que sean y por complicada prestidigitación que exijan del virtuoso sobre el teclado, a las sonatas en que vibra el aire de la tierra; ahí no el céfiro helénico, hiriendo la lira eolia, sino la brisa pampera cernida en el ombú, haciendo sonar la vieja guitarra de los payadores mentaos? Bueno es hacer ejercicios, pero para ejercitarse, nada más. Al pueblo se le da una higa de los esfuerzos profesionales por vencer la dificultad creada.

Nadie ha olvidado aquello, creo que del Tartarín en los Alpes, de que los souvenirs suizos, las baratijas con paisajes alpestres, son en París más baratas que en la Suiza misma, ¡Claro, como que está en París la fábrica!, ni nadie ignora que hay dibujantes japoneses que a París han ido a aprender a dibujar a la japonesa aparisiensada. Es natural; el esfuerzo del Cerebro del Mundo por universalizarse es vano, y más de afectación que de sustancia. No hay, con más apariencias de vasta, comprensión más estrecha que la del francés; hoy, como en tiempos de Voltaire, digan lo que quieran y crean lo que creyeren, siguen en el fondo de su alma teniendo a Shakespeare por un bárbaro. Léase a Zola, a Paguet, a Lemaître, léaseles con cuidado, léase sobre todo a Taine, el francés que más ha luchado acaso por ensanchar su comprensión, léase juzgando a Carlyle, a Walter Scott, a Dickens, a Wordsworth, y compárese lo que de ellos dice con su espontáneo entusiasmo por el gaulois Lafontaine, por Racine, por Condillac. Mas esto me llevaría a otro punto, cual es el de la influencia perniciosa, por lo casi exclusiva, de la literatura francesa en las literaturas americanas. El huguismo hizo estragos, el mercurialismo los hace ahora. Puestos a traducir, ¿por qué no verter la Inocencia de Tonay, verbigracia, mejor que ese insoportable Belkiss de Eugenio de Castro, libro que huele a polvillo de biblioteca amasado en aceite de lámpara, y a orientalismo de enésima mano?

Claro es que hay una poesía cosmopolita, sin aparente sabor de raza, ni de religión, ni de patria —sin sabor de lengua, no sé qué pueda haberla como no esté en esperanto—, como hay flores de cultivo de estufa, hermosas de verdad y aun fragantes. Líbreme Dios de excluirla. Pero esa poesía sólo vive a la sombra de la otra; dejada sola, moriría al cabo, porque es infecunda. Es injerto de viejo olivo en acebuche. Pero ¡ojo con llamar cosmopolita a lo específicamente francés más o menos despotencializado!

Parece como que en algunos americanos ha habido algo así como vergüenza de presentarse ante el mundo tales como son, temor de que les tomen por bichos raros, por una especie de avechucho peregrino, bueno para contemplado un momento, objeto de curiosidad, que es lo que los críticos parisienses suelen hacer cuando, en vena de exotismo, se dignan fijar su atención en un extranjero, en un bárbaro. Por otra parte, lo populoso de las ciudades y lo raro de la población campesina han hecho que no pocos literatos argentinos, criados en ciudad, padezcan de urbanismo. ¡Cuanto más que en sus quintaesenciados tipos y sus sutilezas decadentistas veo eterno fondo humano y poético en la genuina literatura criolla, popular!

Y cuidado que al decir popular no digo populachera. A cuyo respecto es de leer lo que Payró dice en su ya citado prólogo a Montaraz: "«Una obra nacional no exige para serlo estar escrita en nuestra jerga vulgar..., la descripción de lugares y escenas, la pintura de sentimientos y pasiones, no requieren elementos extraños al idioma —mientras no se trate de cosas no ya sólo peculiares, sino únicas— y, por el contrario, ostentan más brillo, plenitud y eficacia, si para su ejecución ha servido de instrumento perfeccionado y afinado por el uso de siglos»". Así nos presenta Leguizamón en su Montaraz la vida de sus campos patrios, en castellano genuino, fluido, corriente, limpio, literario en el mejor sentido de la palabra. Sí, ya lo sé, con genuino y naturalísimo zumo de vid aireada y soleada al campo abierto, hácense, merced a delicadas decantaciones y a fermentaciones prolijas, vinos exquisitos y raros, mientras el vinazo peleón con que se regodean los borrachos de taberna o pulpería puede no ser más que alcohol de suelas, palo campeche y drogas indigestas. Ni olvido lo de Schiller en su hermosa Canción del ponche: "«también el arte es don del cielo»". Pero, ¿y la materia sobre que el arte opera? El arte intensifica lo vivo, pero no da vida a lo muerto, dígase lo que se quiera, ni lo resucita; puede hacer un Aquiles de Martín Fierro, pero no de un homunculus de retorta; depura y decanta el zumo de la vid, pero no hace champaña, ni jerez, ni oporto, en un laboratorio con simples nada más y por síntesis de química orgánica, mediante reactivos. Y en laboratorio, con simples, por síntesis químico-orgánica literaria, con reactivos cosmopolitas, quieren hacernos ilíadas. Más cerca está de ellas el Martín Fierro.

No sé si habrá ahí como aquí original que, repitiendo a D'Annunzio, hable del "«divino César Borgia»", refiriéndose a aquel famoso tirano del Renacimiento italiano, pero en tiranos —ya que hasta lo moralmente malo puede ser objeto de arte— dramatizables, la historia americana nos los ofrece que dan quince y raya a los Sforzas, Borjas y Médicis, y en héroes y patriotas rico tesoro. La guerra del Paraguay, ¿no fue homérica?

El asunto es, en realidad, inagotable; dejemos cortada tela, que para una sesión creo que ya basta.

Sobre la carta de un maestro

Recibo una carta de mi amigo y compañero don Antonio González Garbín, profesor hoy de la Facultad de Letras de la Universidad Central de Madrid, y que durante muchos años lo ha sido de la de Granada.

Es el señor González Garbín un anciano venerable y benemérito, hoy casi ciego, que durante una larga vida ha estado educando silenciosa y pacientemente a generaciones de jóvenes en el amor y el gusto de las culturas clásicas, griega y romana.

Al leer esto es fácil que se encoja de hombros y deje diseñarse en sus labios una sonrisa alguno de esos que se figuran que el conocimiento directo y el trato con aquellos escritores que han amaestrado a tantas generaciones es hoy por lo menos superfluo. Pero como yo creo que aunque el conocimiento y el cultivo de la antigüedad clásica no contribuyan desde luego a aumentar las rentas de un país, contribuyen, y mucho, a apartar a lo más florido de sus intelectuales de los fáciles, pero funestos caminos de la superficialidad, me atengo a creer que González Garbín ha hecho no poco por formar caracteres.

Aquel hombre singular, de recio temple y espíritu comprensivo; aquel hombre que parecía arrancado al marco del Renacimiento italiano y que se llamó Ángel Ganivet, discípulo fue de González Garbín y muchas veces le oí hablar de éste con grandísima veneración y como del hombre que más había contribuido a formar su espíritu.

Y ahora viene lo de la carta a la que en la primera línea de este escrito me refiero. Y es que en ella, hablándome González Garbín de ciertas sentencias y originales observaciones —es su frase— de un escritor español contemporáneo cuyo nombre callo por razón que me reservo, aunque dejándola adivinar a los agudos, añade: "«Ellas me hacen recordar a aquel discípulo amadísimo mío Ángel Ganivet, en el que perdió la patria española un gran pensador y un consejero de gran valía, de nobilísimo corazón. Los maestros pasamos por ignorados días de luto y de gran aflicción. ¡Yo en un corto período de tiempo he llorado a mi querido Ángel; a Rafael Torres Campos, que se había conquistado merecida nombradla como científico y pedagogo; y al culto elegante escritor Atienza, que enaltecía el nombre de España más allá de los mares!»".

Pocas veces he encontrado en carta alguna un pasaje tan conmovedor en su severa sencillez clásica, y ha de permitirme el venerable maestro que lo saque al público.

Llevo unos veintitrés años dedicado al Magisterio —en esta Universidad diecisiete— y son ya bastantes los jóvenes que por mí han pasado y creo estar en tan buena disposición como el que más para comprender toda la íntima amargura, toda la intensidad de afectos que late bajo esta sencillísima frase: Los maestros pasamos por ignorados días de luto y de gran aflicción.

Yo, que sé cuánto quería Ganivet a su maestro Garbín y de cuánto se le confesaba deudor, comprendo todo lo profundo de la aflicción que debió de embargar el alma del maestro al saber la temprana y malograda muerte del discípulo que más y mejor había de reflejarla. Es un dolor comparable, creo, al del padre que ve morir a su hijo cuando éste empieza a formar familia y a continuar en ella la sangre y el nombre de aquél, antes de que a su vez tenga hijos.

Porque la existencia de nietos que perpetúan su nombre y su sangre ha de templar en cierto modo la pena por la muerte del hijo.

¿En el prestigio de tantos hombres, cuyos nombres la fama lleva y exalta, hasta qué punto entra la labor oscura de sus maestros?

A las veces salva los mares del olvido en la historia algún maestro venerable, que nada nos dejó escrito, pero cuyo nombre pronuncian con respeto los que fueron sus discípulos. Así, el nombre de Sócrates que Platón y Jenofonte, sobre todo, nos lo han transmitido rodeado de inmarchitable gloria y que con ella persiste a pesar de las fáciles rechiflas de Aristófanes. Porque el «titeo», como tiene origen tan miserable y mezquino, se hunde pronto.

No nos damos bien siempre cuenta de lo que es esa labor oscura y tenaz, de lo que es la obra de la palabra viva vertida un día y otro día en la intimidad del afecto que crea el trato, mirándose maestro y discípulos a los ojos, sintiéndose mutuamente la respiración cálida.

He escrito mucho en los años que llevo de vida —tal vez, demasiado—, pero puede ser que, si bien mi nombre se salve, si es que se salva, del olvido, merced a esos mis escritos, mi espíritu, o mejor dicho, aquella parte del espíritu común que se me confió en depósito, perdure vivo después de yo muerto, gracias a esa labor oscura y paciente, de pecho a pecho, gracias a mis discípulos por España y fuera de ella derramados.

La frase sencillamente afectuosa de la carta de Garbín me trajo a la memoria lo que con un discípulo me pasó:

Llegó acá, hace ya algunos años, cuando empezaba yo mi magisterio universitario, un muchachito de Arévalo, Mamerto Pérez Serrano —no quiero callar su nombre, ya que su alma descansa en el eterno descanso— que venía a estudiar i filosofía y letras. Era muy vivo y muy despierto el mozo, pero muy pobre. Pretendió una beca y no la consiguió. Tuvo que seguir su carrera con no pequeños apuros. Era en mi clase el más adelantado y el que más progresos hacía, y, sin embargo, no me cabía duda alguna de que apenas estudiaba fuera de ella. Todo lo tomaba al oído, y había que verle oír. Verle, digo, porque oía hasta con los ojos. Pasábase buena parte del tiempo libre jugando al dominó en el café.

Como yo en mi clase he procurado siempre no sólo enseñar aquella disciplina para cuya enseñanza me tiene aquí el Estado, sino además despertar con esa misma enseñanza el espíritu de mis discípulos y educarles el gusto y la aspiración a lo serio, hondo y clásico, me fijé en el jovencito de Arévalo y puse en su porvenir grandes esperanzas. Y, después que acabó la carrera, siguiéndolo con el pensamiento y el afecto, como sigue siempre todo maestro a todo discípulo aventajado, me preguntaba: ¿qué se habrá hecho de Mamerto?

El pobre Mamerto no tuvo suerte. Tuvo que ir al servicio militar y se fue con nuestro desgraciado ejército a Cuba, y después de aquella triste derrota volvió derrotado también, con el alma y el cuerpo enfermos.

Volvió a su pueblo natal, Arévalo, y volvió a morir. Y cuando yo supe su temprana muerte, pasé por uno de esos ignorados días de luto y de gran aflicción por que los maestros pasamos.

El lector habrá de perdonarme el que le ponga delante de estos recuerdos tan íntimos y tan personales; pero, ¿es posible acaso dar fuerza a las reflexiones que estoy ahora exponiendo, como no sea ungiéndolas con la unción de la intimidad?

Es nuestro egoísmo y nada más que nuestro egoísmo, es el egoísmo ingénito y connatural en todo hombre; pero agravado y exacerbado en el escritor; es el egoísmo, y sólo el egoísmo, el que nos hace agarrarnos más a esta labor de publicista que va unida a nuestro nombre, que no a esa otra labor silenciosa de maestros orales en que derramamos nuestro espíritu.

Y este nombre de maestros no implica en este caso nada de petulancia, sino que es, por el contrario, el más sencillo y el más humilde, pudiendo a la vez llegar a ser el más sublime. Maestro es el que enseña las primeras letras, y ni él las inventó ni para transmitir su enseñanza hace falta ni una inteligencia poderosa ni menos conocimientos extraordinarios. Pero puede enseñar a leer con tal espíritu y poniendo en ello tanta alma y tanto amor y tanta dedicación religiosa, que llegue a verdadera sublimidad de magisterio la enseñanza de las primeras letras.

No, el llamarse maestro no implica petulancia. Un maestro no es un sabio. Por maestro me tengo y en mi enseñanza he procurado siempre poner todo el ahínco y todo el amor de tal: pero en cuanto a lo de sabio, no una, sino mil veces he rechazado semejante calificativo, que, creyendo por lo demás muy honroso, sé que no puede aplicárseme sino por una ingenua benevolencia o por un miserable «titeo» de raíces emponzoñadas.

Ya sé yo lo extraño que hoy resulta escribir dejando que el corazón mueva la mano; ya sé que a muchos les parece, no ya impúdico, sino hasta antipático, el que en vez de andar escogiendo las palabras y puliendo los párrafos se deje abierta la corriente de los afectos; pero aun así y todo, no dejaré de decir que si creo haber merecido la vida no es por los conocimientos que haya podido transmitir a otros, sino por ánimos que haya logrado levantar. "«Cuando hayan pasado algunos años después de haber dejado los bancos de mi clase —suelo decir—, los más de mis discípulos habrán olvidado casi todas las doctrinas que les transmití, pero de mí no se habrán olvidado»".

Y hablando ya menos personalmente he de decir que sucede no una, sino muchas veces, que un escritor se apodera del ánimo de sus lectores y éstos creen que es por su ciencia, por la novedad o la profundidad de sus pensamientos y observaciones, y no es por eso, sino por cierto calor íntimo que circula por dentro de sus escritos. Y en cambio hay otros que quieren poner calor y sólo ponen vistosidad de llamarada.

Y volviendo a mí, he de añadir que estoy seguro de que cuando hayan desaparecido los ingenuos y los maliciosos que me motejan de sabio —aquéllos por benevolencia y por malevolencia y pequeñas pasioncillas rastreras éstos— habrá muchos que me harán la justicia de comprender y sentir que, si logré alguna vez algo, es por haber escrito con el corazón.

¿González Garbín es acaso un sabio? No digo que no lo sea en cierto respecto, pero su nombre no va unido a ningún descubrimiento importante en la rama de los estudios de humanidades clásicas a que viene dedicado. No se le cita como a un erudito de nota ni como autor de trabajos fundamentales. Todo lo que de él conozco, fuera de alguna cosa suelta, es un manual de literaturas, griega y latina, muy bien escrito, como todo lo que él escribe, pero que no pasa de ser un manual como otro cualquiera, un sencillo libro de texto, de enseñanza, sin pretensiones.

Pero conozco de él algo que vale más que todos los manuales habidos y por haber, por muy buenos que ellos sean, y son las palabras de Ángel Ganivet cuando hablaba de su maestro, de aquel a quien tenía por su maestro por excelencia.

No fue mucho, hay que confesarlo, el griego que de él aprendió, como no fue mucho el que aprendí yo de mi maestro, don Lázaro Bardón; pero nunca pronunciaba Ganivet el nombre Garbín sin la profunda reverencia envuelta en el más cálido cariño con que pronuncio yo el nombre de mi maestro Bardón. Porque éste era, no un catedrático de lengua griega, sino todo un hombre, y jamás su recuerdo se borrará de mi memoria.

Leyendo hace poco el excelente libro que sobre Walt Whitman ha publicado León Bazalgette, me detenía a reflexionar sobre lo que nos dicen acerca del efecto de presencia que el noble maestro de Camden producía sobre todos los que se le acercaban, de aquella especie de magnética influencia que irradiaba de su persona. He conocido hombres así, aunque tal vez no he tenido la dicha de conocerlos en el grado de Walt Whitman, y uno de esos hombres era Bardón. No eran las cosas que decía las que nos impresionaban, sino su modo de decirlas: el gesto, el tono de su voz, la autoridad, en fin, con que las pronunciaba. Las cosas más vulgares se transformaban en nobilísimas en sus labios.

Esta acción personal de don Lázaro la experimentó también Rizal, el tagalo, como he podido observar leyendo sus notas de estudiante en Madrid, y encontrando alguna reminiscencia de cosas de Bardón en sus escritos.

Creo saber el secreto de aquella su autoridad, y es el secreto mismo de la autoridad íntima de Walt Whitman. Estriba en que estos hombres, aunque no faltos de un cierto dulce y humano humorismo, son serios, fundamentalmente serios, profundamente serios. Lo toman todo en serio, hasta la broma misma, y si saben jugar es seriamente. Son todo lo contrario de los necios señoritos más o menos estetas enamorados de superficialidades y aficionados al «titeo».

Y por almas así, que irradian noble seriedad, ¡cuántos ignorados días de luto y de gran aflicción no han de pasar!

Si el párrafo de la carta del maestro de Ganivet, que me ha inspirado este escrito, me ha llegado tan adentro, es porque en medio de tanto mequetrefe que busca unir su nombre a garambainas literatescas, y cuando barrunta no poder lograrlo, se venga de su suerte «titeándose» de todo lo que no siente, levanta el ánimo el encontrarse con espíritus nobles, cuyo ahínco fue hacer sentir a los demás la augusta seriedad de la vida.

Historia y novela

Con relativa frecuencia recibo de la Argentina, así como de otras naciones americanas, libros de historia, y junto a ellos son pocas, muy pocas, poquísimas, las novelas que recibo. Y además, aquéllos, los libros históricos, suelen ser, por lo general, muy superiores a los novelescos.

Esto podría darme ocasión para desarrollar una idea que desde hace algún tiempo se va arraigando cada vez más en mi espíritu y es idea referente a la forma de imaginación más propia hasta hoy de los ingenios americanos, según en la literatura se revela.

Me parece que a este respecto domina la misma preocupación que respecto a la imaginación de los andaluces. Y es que llamamos imaginación, más bien que a la facultad de «crear» imágenes, de hallar imágenes nuevas, a la facilidad de traer prontamente a expresión y de cambiar de diversos modos las imágenes hechas, sacadas del común y tradicional acervo. De la selva ya ingente de la poesía hispanoamericana, son muy pocas las imágenes realmente nuevas que se pueden sacar. Sus novedades suelen ser meras novedades de técnica, de artificio. La imitación, más o menos disfrazada, reina allí en soberano.

En tesis general, prefiero los trabajos de los americanos cuando versan sobre materia dada, sobre fondo objetivo, que cuando se ejercen buscando ese fondo, y creo que hay más amplitud para la investigación científica que para la imaginación poética, juicio que ha de parecer, estoy seguro de ello, paradójico. De la literatura americana —en lengua española, se entiende— prefiero las obras de historia, de política, de jurisprudencia, hasta la ciencia, a la obra de pura y vaga amena literatura.

Éste es un punto que he de tratar algún día con extensión y con ejemplos, mostrando cómo cuando algún poeta americano se ha metido a historiador, ha ganado.

Hay dos libros argentinos, famosos ya, y típicos: el uno es una historia anovelada y el otro una novela histórica. Claro está que me refiero al Facundo, de Sarmiento, y la Amalia, de Mármol. En el primero halló ancho campo el genio de Sarmiento, ejerciendo su imaginación, con más o menos realidad, sobre los hechos históricos comprobables, y en la Amalia es indudable que lo más flojo es lo puramente novelesco y lo de más valor el cuadro histórico.

Imaginar lo que sucedió realmente exige mayor contracción de espíritu que inventar sucesos fantásticos, y en rigor las novelas que de un modo o de otro tienen un fondo histórico o autobiográfico. Esto cuando la novela no es más que un mero pretexto para disertaciones filosóficas, sociológicas o morales.

Hay novelas, en efecto, en que la novela misma, el cuento, lo que se llama el argumento, es lo de menos, y lo de más son sus disertaciones. Y hay, en cambio, lo que se ha llamado la novela novelesca, la novela por la novela misma, el cuento por el cuento, como los de Las mil y una noches. Éstas son las populares, pero, por lo general, no entran en el dominio de la elevada literatura.

Se ha podido observar que la novela y la historia tienden a aproximarse la una a la otra, es decir, que a medida que la, novela se hace más documentada, más histórica, va haciéndose la historia más imaginada, más reconstructiva, más novelesca. Y así se llega a que una historia tenga tanto o más atractivo que una novela.

La Historia del pueblo inglés, de Green; la Historia de la revolución francesa, de Carlyle; la de la decadencia y caída de Roma, de Gibbon; la de Inglaterra, de Macaulay —para no atenerme sino a la literatura inglesa, que estimo la literatura modelo—, son libros tan amenos como las novelas históricas de Walter Scott y tan imaginativos como ellas. Y lo mismo puede decirse de Michelet, Taine, Boissier, etc., comparados con Zola, Daudet o los Goncourt. He encontrado, no diré más instrucción tan sólo, sino más deleite y amenidad en los trabajos históricos de Gaston Boissier que en cualquier novela francesa, sobre todo si se trata de esas noveluchas a la moda del bulevard, con su salsa de voluptuosidades artificiosas. Y en la literatura portuguesa, ¿hay acaso novela de Eça de Queiroz que nos despierte interés más profundo que la maravillosa Historia de Portugal, de Oliveira Martins?

Claro está que a este efecto contribuye mucho la idea de que estamos leyendo algo que pasó real y verdaderamente, que aquellos sujetos cuyos dichos se nos narran existieron de carne y hueso y dijeron e hicieron lo que de ellos se nos cuenta.

Se ha dicho que el gusto por la historia es un gusto tardío y que no se desarrolla sino con la madurez del espíritu. Los jóvenes prefieren la novela, las personas maduras se deleitan más con la historia. Yo de mí sé decir que en mis mocedades gustaba muy poco de leer historias —cierto es que las más de cuantas en mis manos cayeron eran detestables—, pero hoy cada vez me cuesta más leer novelas, que me hastían pronto, y encuentro más gusto en las historias. Estoy leyendo ahora el Port-Royal, de Sainte-Beuve, y os aseguro que no sería capaz de leer una cualquiera de las novelas de Zola que no haya leído.

La novela es un género moderno, se ha dicho, y la historia un género antiguo, clásico. En realidad, la novela es un género pasajero y la historia permanente. La novela, en efecto, apenas tuvo sino indecisos ensayos en la antigüedad; la epopeya le sustituía. Junto a los nombres de Heródoto, Tucídides, Jenofonte, Tito Livio, Tácito, no pueden ponerse los nombres de novelistas que les igualen.

No trato de hacer un ensayo sobre el origen y las vicisitudes de la novela, ¡Dios me libre de ello!, sino de indicar que acaso el papel más hondo que a la novela ha cabido en el proceso literario ha sido el de impulsar el género histórico hacia una forma más imaginativa.

Dejo a salvo, claro está, aquellas novelas en que el cuento es soporte de pensamientos más hondos, como sucede en el Quijote. ¿Quién que lea esta obra inmortal con admiración y fervor crecientes puede soportar el Persiles y Sigismunda, del mismo Cervantes, ejemplar típico de la novela novelesca?

El gusto de la novela novelesca me parece denunciar en un individuo o en un pueblo cierto cansancio espiritual o cierta endeblez de espíritu. No puede esperarse gran cosa de los que se deleitan leyendo a A. Dumas, padre, o a Pérez Escrich, si bien haya diferencia grande de uno a otro, que no lo sé, pues apenas los conozco. Aborrezco las novelas de folletín, y una de mis jactancias es no haber leído el Rocambole.

Claro está que tampoco puedo resistir esos libros de historia, que no son sino comentarios de hombres y de sucesos, en que todo puede ser muy exacto, muy bien comparado, pero donde no hay ni poesía ni filosofía. En mi vida he podido leer la Historia contemporánea de España, de Pirala, o la de Chile, de Barros Arana. Podrán ser buenas canteras, pero no son edificios.

Creo poco o nada en la historia como ciencia y no andaría lejos de Schopenhauer, que estimaba que quien ha leído a Herodoto no necesita leer más historia, si no creyese que hay algo más que la ciencia propiamente dicha y que acaso es la historia la más honda, más intensa y más dramática poesía.

Es indudable que un libro de historia puede no contener ni un solo dato falso, ni una referencia equivocada, y ser, sin embargo, una pura mentira en su conjunto y que, por el contrario, puede darnos un fiel reflejo de la verdad y estar plagado de inexactitudes. Lo cual no es defender éstas.

En esta especie de preferencia que los escritores americanos parecen mostrar por la historia respecto a la novela —aunque el público prefiera ésta a aquélla—, ha de entrar, además de una tendencia específica de su clase de imaginación, el deseo de tener historia que domina a los pueblos jóvenes. Aquí, donde el peso de la historia llega a abrumarnos, y donde los recuerdos son más que las esperanzas y más fuertes, descuidamos la memoria de no pocos de nuestros héroes y, en cambio, en esa Argentina, que como nación independiente no cuenta un siglo de existencia, se exaltan figuras hasta de segundo orden, se ponen de relieve los méritos de los más modestos luchadores por la patria y se escudriñan sus menores actos. Lo cual, sin duda, es laudabilísimo.

Así se nota sed de historia, sed de glorias históricas, anhelos de héroes, por lo menos en los que tienen una noble y fecunda noción de la patria. Se nos repite todos los días que son los pueblos del mañana, del porvenir, los pueblos sin peso de tradiciones; pero es el caso que en pocas partes se escudriña con más afán el pasado, el ayer, y se escarba más en los recuerdos. Más que un sano instinto, una clara visión de lo que es la vida de una nación, advierte a los directores espirituales de esos pueblos jóvenes —a los que son algo más que puros políticos— que necesitan extraer de una tradición nacional, más o menos larga y más o menos formada, un ideal colectivo. Una nación subsiste como tal nación cuando se forma un concepto de su papel en el mundo. Un hecho espiritual del orden de la cultura, como la doctrina de Drago, verbigracia, significa más para el afianzamiento de la Argentina que una buena cosecha de trigo, piensen lo que pensaren los materialistas, que no ven el progreso de una nación más que en sus adelantos materiales.

Carlyle decía que Inglaterra debe dejar perder antes el imperio de la India que a Shakespeare —bien que éste es imperdible y tal es el privilegio de las cosas del espíritu—, y yo, parafraseándolo, he dicho que el Quijote le ha valido a España más que la hoy perdida por ella isla de Cuba. Y ahora os digo: a la Argentina le ha valido más el «loco» Sarmiento que unas leguas cuadradas más en la Patagonia. Es más fácil conseguir con espíritu tierra que no tierra con espíritu.

Estos principios son los que incuba en el alma de los pueblos la historia enseñada con alma y con imaginación.

La influencia de las lecturas históricas en la formación de los caracteres es grandísima. ¿Quién que haya leído la historia de la Revolución Francesa no ha visto la enorme influencia en ella del recuerdo de la historia romana? Y en los movimientos revolucionarios actuales, ¡qué grande es la influencia de la historia de la Revolución Francesa!

También las novelas influyen, sin duda, pero por lo común, más que impulsando a la acción y a la vida pública, disuadiendo de ella. Así como en el joven que se lanza a la vida pública, que anhela hacer algo por su patria, que sueña en aumentarle la gloria, veréis a menudo un fanatizado por la historia, así en el joven misántropo, despreciador de los hombres, predicador de la vanidad de vanidades y de la inutilidad de todo esfuerzo encontraréis con frecuencia al devorador de novelas.

Me parece que, por regla general, las novelas nos llevan a la vaga e inactiva soñación, a la indeterminación de propósitos, a la misantropía, y las historias a la acción viril.

Estimo que el más grave cargo que habrá de hacerse algún día a esa literatura, llamada con más o menos propiedad modernista o decadente, que ha soplado como un vendaval devastador sobre los espíritus en América, será su neutralidad frente a la patria, su poco o ningún calor patriótico, su ignorancia de la historia, su vaciedad lírico-novelesca. Afortunadamente, parece que eso está pasando o ha pasado ya. Y cuando se hayan hundido en merecido olvido todas esas paganerías de tercera mano, todas esas superficialidades versallescas, todo ese gorjeo de canario enjaulado, volverá a levantarse ahí la voz noble y severa de un Olegario Andrade, cantando a la patria recién nacida.

Y hasta por hoy, que el tema es vastísimo y me brotan nuevos aspectos bajo la pluma.

Literatura y literatos

Alguien me escribe desde esa América de mis cuidados llamándose la atención sobre el hecho de que, habiéndome yo dedicado al cultivo de las letras y escribiendo mis periódicas correspondencias a La Nación desde España, rara, rarísima vez, o por mejor decir, nunca, me haya ocupado en ellas del movimiento literario contemporáneo español. Y hay en la carta de ese alguien tales y tan solapadas malicias, que he llegado a sospechar si le habrá dirigido la pluma desde aquí, y como por una especie de sugestión telepática, alguno de nuestros literatos más o menos jóvenes. (Y aquí debo advertir, entre paréntesis, que esto de la juventud es entre los literatos, por lo menos en España, una profesión. Dicen «nosotros, los jóvenes», como podrían decir: nosotros, los abogados o los sastres.)

Lo que parece darle más que pensar a mi malicioso corresponsal espontáneo es que habiendo citado yo más de una vez a escritores americanos, parezca poner un especial cuidado en no apoyar mis aseveraciones con la corroboración de escritores españoles de hoy en día y que no cite a éstos ni para rebatirlos. La cosa tiene, sin embargo, una explicación naturalísima, aunque no habrá de creérmela, estoy de ello seguro, el curioso denunciador. Y la explicación es que no leo a mis compañeros los escritores contemporáneos españoles. Y no los leo porque estoy escarmentado de que me digan lo que ya me sé.

Hace aquí estragos, mi insidioso monitor, una plaga terrible, cual es la del literatismo. Nuestros literatos no son, por lo común, nada más que literatos y en el peor sentido en que este término pueda usarse. Son gentes del oficio, despreocupadas de todo lo más hondamente humano y lo más universal y sólo atentas a cosas del oficio. Y el oficio de literato, como tal oficio, me parece una cosa muy poco digna de aprecio.

Se pasan la vida estos señores menospreciando la política y la ciencia y la industria y la religión, y creyéndose, o por lo menos fingiendo creer, que lo único importante en este mundo es la producción de la belleza. Es decir, de lo que ellos llaman belleza. Tienden a constituir casta.

¿No ha conocido acaso mi insidioso consejero a alguno de esos «orfebres» encerrado en su torre de marfil cincelando cualquier chuchería literaria? Pues si lo ha conocido habrá visto que no hay nada más ridículamente vanidoso que los tales orfebres.

Estos señoritos han dado a la palabra estilo una significación completamente arbitraria y en el fondo inhumana. Para ellos es estilo una cierta quisicosa puramente formal y técnica que se trabaja a fuerza de escoplo, legra, papel de lija y barniz. Y resulta que con todas sus recetas no llegan a tener estilo y que le tiene, y muy brioso y muy propio, aquel otro hombre, no literato tan sólo, que jamás se cuidó de que en un párrafo suyo hubiera o no asonancias ni estuvo fraguando su decir en el molde de las voluptuosidades acústicas. Y así —vuelvo a citar un americano y el más grande de ellos entre los que escribieron—, Sarmiento, que nunca se paró en tecniquerías, tiene estilo y no le tienen esos señoritos que se pasan la vida piropeándose los unos a los otros. Y Sarmiento le tuvo porque no se preocupó de tenerlo, ni fue un orfebre, sino un recio forjador que batió el hierro en caliente, sobre un yunque levantado en medio del campo, al aire abierto, y no en torre de marfil. Y, sobre todo, porque fue un hombre patriota, preocupado por problemas que importaban a su pueblo.

No está mal que un hombre-poeta, uno que canta íntimos y hondos sentimientos de su pueblo, cosas universales y eternas, exclame alguna vez; «Minora canamus!»: ¡Cantemos cosas más pequeñas! Pero aquí parece quiere convertirse en norma el «minima canamus!», o, dicho de otro modo, el ¡viva la bagatela!

"«Odi profanum vulgus!»", «¡odio al vulgo profano!», dijo una vez Horacio; y Carducci, siglos más tarde, añadió: "«Odio l'usata poesia!»", «aborresco la poesía corriente y ordinaria». Y yo aborrezco, más que al vulgo profano, a los conventículos y cotarrillos de literatos en que se discute, invariablemente, si este vate vale menos que el otro y si tal frase debió de decirse de esta o de la otra manera, y odio más aún que la poesía corriente y ordinaria la literatura profesional.

He citado a Carducci. ¡Ése era un hombre! Un hombre de Italia, un italiano, y en fuerza de ser italiano, un ciudadano del mundo todo. Su corazón latió con todas las grandes alegrías y las grandes penas de su pueblo, con todas las esperanzas de Italia. No fue un orfebre en torre de marfil ese robusto forjador de la italianidad eterna y universal.

Tiempo hubo en que el decir «civis romanus sum!», «¡soy ciudadano romano!», equivalía a proclamarse hombre libre y dueño consciente de sí mismo, y Carducci pudo siempre decir que era el ciudadano de Italia.

Y antes que él, en su nobilísima patria, alentó aquel otro hombre, todo fuego y luz, aquel gibelino de Florencia que se llamó el Dante, tampoco un orfebre en torre de marfil, tampoco un estilista, él, el maestro del estilo, tampoco un literato.

¿Y cree mi insidioso consejero que esos jóvenes literatos, a quienes no tomo en cuenta, se encienden el alma leyendo al Dante o a Carducci? No, no les deja tiempo para ello el enterarse de la última preciosidad orfebresca del último literato bulevardero despreciador del vulgo profano.

Aquí, en España, hizo fortuna no hace muchos años una frase brutal atribuida a Ventura de la Vega, el argentino españolizado, de quien se dice que a la hora de la muerte, reuniendo a sus hijos, les dijo que iba a descargarse de un peso que le había abrumado toda la vida, de un secreto hasta entonces inconfesado. Y añadió:" «¡Hijos míos, me "carga" el Dante!»". Sólo que en vez del verbo cargar —que aquí, en España, es tolerable en tal respecto— empleó otro mucho más enérgico, pero tan brutal que no puedo yo estamparlo aquí por ser uno de los que nunca se ven escritos, aunque brote de las bocas con lamentable frecuencia. Y esta tremenda frase de Ventura de la Vega tuvo eco e hizo fortuna, por responder a un deplorable estado de la conciencia nacional. Sí, a las gentes de letras en España, por lo común, les carga el Dante; el Dante y todos los que como él son altos y hondos les resultan unos «lateros».

Así son estos «scriptores minimi» que merecen todo el desdén con que el Dante y Carducci, dos grandes desdeñosos, perseguían a sus semejantes. ¿Quién no conoce las frases de soberano desdén del Dante hacia los que no toman parte en la contienda humana?, y ¿quién que sea culto no conoce lo que Carducci escribió contra aquellos poetas «tisicuzzi», esmirriados, que imitaban en sus bandolines los suspirillos germánicos de Heine, sin llegar a la grandeza de éste, como hace poco los cabelludos tabernarios acompañaban a la bandurria los suspirillos parisienses de Verlaine, sin lograr la triste sinceridad de éste?

¿Desdén?, sí, ¡desdén! Toda pasión bien dirigida es iracunda. Iracundos fueron Moisés y Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles, y desdeñosos el Dante y Carducci y el saboyano José de Maistre. ¿Y qué?

Desdén, sí, desdén y nada más me inspiran los más de esos pobres diablos que se proponen ser mínimos, ligeros, bagatelescos, estilistas u orfebres. No resisto que se haga profesión de la superficialidad y hasta de la ignorancia.

De la ignorancia, sí, porque conozco más de uno de esos mocitos que hacen gala y alarde de no leer, dicen que para mejor conservar la originalidad, ignorando que uno es tanto más original y propio cuanto mejor enterado está de lo que han dicho los demás. Y así les resulta que por no querer dejarse influir de muchos imitan a uno, y lo que es peor, no directamente, sino de tercera, cuarta o quinta mano. ¡Hay por ahí cada helenizante incapaz de entender cuatro palabras de griego!... Y cada neopagano que no tiene la menor noción clara de lo que el paganismo es. A alguno de esos les basta con lo que ha leído en Nietzsche.

Claro está que no todos son así, gracias a Dios. (Sí, gracias a Dios, aunque esto de Dios no se lleve ya mucho entre ésta gente; pero ya volverá a estar de moda, y aun empieza a estarlo de nuevo.) Y me parece que esa plaga va pasando, supongo que para dejar el campo a alguna otra.

No todos son así, no; y cuando se presenta en liza alguno que sea como Dios manda, soy el primero en darle la bienvenida así que le veo. ¡Lo malo es que son tan pocos, tan pocos!...

Ahora precisamente tenemos uno: Enrique Díez-Canedo, que acaba de publicar un tomo de poesías, La visita del sol, que son muy otra cosa que orfebrerías trabajadas en frío en torre de marfil. He ahí un poeta, ese Díez-Canedo, de pelo corto y de espíritu largo, como lo es, verbigracia, Eduardo Marquina, un joven cuyas Elegías son algo honrado, hondo, sincero y noble.

Díez-Canedo empieza por ser una buena persona. ¿Y eso qué tiene que ver?, exclamarán, de seguro, al leer esto, algunos estetas. Pues bien; sí, tiene que ver, y tiene que ver mucho. Si se penetra con ahínco y cuidado en la endeblez de ciertas obras literarias, en lo que las hace poco duraderas y artificiosas y falsas, se verá que es el reflejo de una deficiencia moral. La ira, el desdén, la soberbia misma puede inspirar en ciertos casos grandes obras; pero el egoísmo voluptuoso, la cobardía moral, la vanidad, la envidia —aunque haya quien, como Carlos Reyles, trate de poetizar esta última plaga— no pueden producir nada grande.

Digo, sí, que Díez-Canedo, pongo por caso, es un alma limpia, honrada y noble, y por eso su poesía, la de La visita del sol, es verdadera y duradera poesía. No huele ni a aceite ni a vino.

Ya ve mi insidioso corrector cómo en cuanto encuentro ocasión de alabar alabo, sintiendo en el alma no encontrarla más a menudo. Pero ¡qué le voy a hacer!

Se nos ha dicho y repetido mucho, traduciéndolo del francés, que los españoles y americanos propendemos a lo enfático y a lo improvisado o primesautier, y bajando la cabeza ante el espíritu de Boileau, que dígase lo que se quiera reina siempre en la literatura de nuestros vecinos, nos hemos puesto —es decir, se han puesto otros, que no yo— a querer evitar el énfasis natural y a raspar con legra el estilo.

Y por huir del énfasis y de lo abrupto y de lo primesautier, han dado en unas garambainas orfebrescas que no hay quien las resista. Es lo que tiene querer disciplinarse en una estética hecha para otros, que a ellos les está muy bien y a nosotros muy mal.

Y no se me venga con que también «ellos» abominan de Boileau, porque no es sino con la boca chiquita, como suele decirse. En el fondo de su corazón estiman y creen que Shakespeare es un bárbaro que ha dado la primera materia para que pueda un Racine u otro análogo hacer dramas perfectos. Los demás pueblos producen primera materia literaria, y ellos la refinan y la hacen artística.

El señor Zola sostuvo muy serio, con toda la petulancia de su ignorancia de literaturas extranjeras, esta peregrina teoría. Y yo me he encontrado con un amigo mío y paisano del señor Zola que se sorprendió de que prefiera yo Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, al Cid de Corneille, inspirado en aquella obra. Y ¿quién que conozca ese amenísimo y originalísimo libro «picaresco» que se llama Lavengro, de George Borrow, no recuerda lo que su maestro de francés, aquel cura normando emigrado de Londres, le dijo respecto a «monsieur» Dante y a Boileau?

Yo sé que dirán algunos que a fuer de buen español saco la oreja del misogalismo o francofobia; pero esto no es verdad. Pocos deberán más que yo a esa literatura francesa, verdaderamente educadora, y confieso que en ella he aprendido mucho; pero ni de sus juicios respecto a otros pueblos hago gran caso, porque son pocos capaces de penetrar espíritus distintos del suyo, ni he querido nunca someterme a su estética, que es la que tiene más echada a perder nuestra literatura. En España, por regla general, lo que es de imitación inglesa o italiana resulta más español, más propio y, por lo tanto, más hermoso que lo de imitación francesa. Ésta es la verdad.

Y ahí, en América, digan lo que quieran los que a todo trance se empeñan en diferenciar esa literatura de la nuestra, sucede lo mismo. Es más; se podría hacer un estudio —y acaso lo emprenda algún día— demostrativo de que en las incipientes literaturas hispanoamericanas la tendencia españolizante encaja mejor con la índole de esos pueblos que no la otra. Muchos hay que pasan por imitadores de unos y lo son de otros.

Tema éste vastísimo y que volveré a tener ocasión de tratar.

Prosa aceitada

Hace algunos años llegó a mi tierra vasca un fraile agustino, el en un tiempo famoso niño Mortara, que tanto dio que hablar cuando el papa Pío IX era todavía soberano temporal de los estados pontificios.

Tuvo, en efecto, grandísima resonancia en toda Europa el hecho aquel de que una sirviente católica de una familia judía, la familia Mortara, hubiese bautizado a un niño a hurtadillas de sus padres, y el que, fundándose en este bautismo clandestino, se arrancara al niño del poder de sus padres. Y el niño fue educado en la religión católica y luego se hizo fraile, y rodando mundo fue a parar a mi tierra vasca convertido en padre Mortara.

Era un genuino israelita y un israelita italiano, vivo y sagaz, ingenioso y emprendedor. Todavía me acuerdo cuando en el balneario de Cestona recogía dinero para un Seminario que su Orden —la de canónigos regulares de san Agustín— estaba levantando en Oñate. Cada donante sería dueño de una piedra o de más, o de media piedra del edificio, según el donativo, y esa propiedad le daba derecho a la intención de una misa a cada tanto tiempo.

Otra aptitud tenía el genuino israelita, y era su facilidad para aprender idiomas. Era un verdadero poliglota; hablaba una porción de lenguas y predicaba en algunas de ellas. Y en llegando a mi país se propuso hablar vascuence y llegó a conseguirlo, cosa muy hacedera, pues el vascuence, como otro idioma cualquiera, lo sabe el que lo sepa por haberlo aprendido, sea en la cuna, sea después en una cualquiera edad. (Esto, que no es más que una perogrullada, lo digo enderezándolo a algún paisano mío, que por no haber sido el vascuence la lengua que aprendí en la cuna, se figura que no he podido aprenderlo, como en efecto lo aprendí, siendo ya bastante mayor, del mismo modo que he podido aprender otros idiomas no más fáciles.)

En cuanto el P. Mortara sabía algo del idioma del país en que estuviese, lo suficiente para darse a entender en él, se lanzaba a predicar en el tal idioma, diciendo que era el medio de perfeccionarse.

Sí, dicen que para enseñarle a uno a nadar no hay como echarle a un río. Y eso hizo al poco de saber algo de vascuence, y es que se lanzó a predicar en él.

Yo le oí un sermón predicado en vascuence, en Guernica, y os digo que se sufría oyendo a aquel hombre intrépido. Porque sus esfuerzos, y esfuerzos enormes, no eran para buscar ideas y pensamientos —éstos eran los vulgares y corrientes en un sermón católico, y de los más triviales de ellos—, sino que eran para buscar la forma de expresarlos, para cazar las voces eusquéricas en que encerrarlos. Daba apuro el espectáculo de aquella lucha a brazo partido con un idioma que no se domina.

Pues bien; un apuro parecido me sobrecoge cada vez que leo a los jóvenes y más recientes prosistas españoles e hispanoamericanos. Su lucha no es por buscar pensamientos claros u hondos o brillantes o sugerentes, sino por buscar una lengua nueva, original y preciosa. No piensan en lo que escriben, sino que piensan en cómo han de escribirlo, y, claro está, la cosa les resulta artísticamente detestable.

Sí, artísticamente detestable. Porque no hay nada más deplorable, desde el punto de vista estético, que eso que llaman estilo los estilistas. Por regla general, da sueño.

Sueño, y un sueño profundísimo, me da la prosa de hamaca de cierto prosista nuestro, cuya preocupación es ayuntar por primera vez dos palabras que antes no se han visto juntas.

Cuando he tenido que aguantar algo de esta prosa aceitada, prosa de ebanistería, me vuelvo a leer a Platón o a Benvenuto Cellini en aquellos sus párrafos negligentemente sueltos, llenos de anacolutos o cabos sueltos, de repeticiones, de construcciones según, sentido y no según gramática; me vuelvo a leer esa prosa «hablada», hastiado de la prosa escrita.

Porque, en efecto, aquello parece dictado de palabra a un escribiente —y a un escribiente taquígrafo no pocas veces— o escrito al correr de la pluma sin volver atrás los ojos, olvidando una línea cuando se está en la siguiente, en libre charla. Y es lo único que da la sensación de la vida.

Cuando me dicen de un hombre que habla como un libro, contesto siempre que prefiero los libros que hablan como los hombres.

Y éste es uno de los encantos que para mí tiene Sarmiento: su prosa, su prosa hablada, y a las veces agitada.

Ya sé que a muchos de esos..., ¿les llamaré modernistas?, les parecerá una herejía literaria el que trate de presentar a Sarmiento como un prosista, y, sin embargo, así es. Le tengo por un gran prosista, inmensamente superior a todos los que andan tachando de los párrafos asonancias y repeticiones y buscando discordancias gramaticales, y no digo superior a los que vuelcan el diccionario en sus escritos y hacen un artículo para colocar una palabreja, porque éstos no son prosistas, ni buenos ni malos. Son otra cosa.

Lo que hay es que la buena prosa, quiero decir, la prosa natural y viva, la prosa hablada, hay que saberla leer, y la inmensa mayoría de los lectores no saben leer.

No han perdido el tonillo que cogieron en la escuela, ni son capaces de leer de modo que uno que no les vea que lo hacen ignore si es que leen o que dicen.

Diciéndome un día un amigo que ciertos versos —míos, por cierto— no le sonaban, hube de replicarle: si los has leído tú mismo, no lo extraño. Cierta música, si ha tardado en entrar en los gustos del público, es porque la cantaban o la tocaban en un principio cantores y tocadores educados a cantar y tocar otra música. Y así pasa con el verso y con a la prosa. Y aquí, en España por lo menos —y supongo sucederá ahí lo mismo—, priva un sistema de recitación verdaderamente deplorable.

Es un canturreo que da sueño. Y de ello tienen mucha culpa los actores.

Decíame en cierta ocasión un sujeto que no había entendido bien un artículo mío, y entonces le invité a que, leyéndoselo yo, cuando llegase al pasaje o pasajes oscuros me lo advirtiera, para procurar yo aclarárselos. Empecé a leer mi artículo, continué leyendo y lo terminé sin que el buen señor hubiese chistado, y como al concluir le dijera: «y bien, ¿qué es lo que usted no ha entendido?», me replicó: «No, no; esta vez lo he entendido todo muy bien». Y entonces yo: «¿sabe usted lo que es esto? Que usted, como tantos otros, no sabe leer».

Estoy completamente convencido de que si recogiesen con toda fidelidad taquigráfica los discursos y se publicaran luego, impidiendo que sus autores los corrigiesen, como acostumbran hacer, habrían de aparecer a muchos confusos y oscuros párrafos que al ser pronunciados fueron entendidos perfectamente por los oyentes. Y si se hiciese un estudio de sintaxis castellana «hablada», es decir, viva y natural, sobre la base de discursos así recogidos y de conversaciones tomadas a fonógrafo, se vería cuánto discrepa de la sintaxis preceptiva a que ajustan los estilistas su prosa aceitada.

La prosa de Platón no resiste la crítica de un maestro de escuela o de un prosista modernista. (Después de leído esto, me ha asaltado por un momento el prurito de cambiar la voz «prosista» por la de «prosador», para evitar así algo que se sigan dos palabras aconsonantadas; pero luego he desechado la tentación, ateniéndome a mi sistema de ir en lo posible hablando lo que escribo.)

En lo posible, digo, porque la lengua escrita o literaria —literario deriva de «littera», letra, equivaliendo, por lo tanto, literatura a escritura— se insinúa y mete en la lengua hablada o conversacional, querámoslo o no.

Coleridge, en aquella su Biographia literaria, de la que dice Arturo Symons que es el libro más grande de crítica que hay en inglés y uno de los más aburridos que haya en cualquier idioma, nos dice: "«Dudo de si es siquiera posible conservar nuestro estilo enteramente limpio de la viciosa fraseología que se nos cuela de todas partes, desde el sermón al periódico, desde la arenga del legislador al brindis de un banquete. Rechinan nuestras cadenas mientras estamos quejándonos de ellas»".

Y así tal vez rechine en esta mi prosa la cadena literaria, mientras me estoy quejando de ella.

Y al hablar de literario y de literatura con un cierto desdén, no vaya a creer el lector que desdeño la belleza, la hermosura y la poesía, no. Es que son cosas muy diversas, y hay excelentes, excelentísimos literatos, tanto en prosa como en verso, y hasta artistas que tienen muy poco o nada de poetas. Y, en cambio, en no pocas de las más rudas e incorrectas décimas del Martín Fierro —para poner un ejemplo de esa tierra— hay mucha más poesía, muchísima más que en tantas composiciones de eso que llaman rima rica, y llenas de garambainas artificiosas y de musiquilla de bandolín.

El literatismo, tal es la plaga de la actual literatura española e hispanoamericana, o si se quiere la literatura, es hoy entre nosotros el verdugo de la poesía. O por otro nombre, eso que con vocablo de origen italiano se llama el «virtuosismo».

El pianista «virtuoso» se presenta al público a ejecutar difíciles «estudios», y los pianistas, buenos y malos y medianos que hay en el público salen exclamando: ¡qué ejecución!, ¡qué dedos!, ¡qué artistazo! Y el resto del público se aburre soberanamente al oír prestidigitación en vez de música. Y yo digo: «a estudiar a casa; aquí no se debe venir a darnos estudios ni a mostrarnos la dificultad vencida, sino a recrearnos el ánimo o a excitárnoslo».

Y es lo más curioso que esos señores virtuosos de las letras se entretienen en crear dificultades nada más que para darse luego pisto por haberlas vencido. No son otra cosa las más de las reglas de nuestra preceptiva llamada poética, y las más de las reglas del arte de escribir.

En el fondo de todo esto que nos está pasando no hay sino una completa carencia de ideales, no ya éticos, sino estéticos y aun puramente literarios. Los más están haciendo literatura de literatura, novelas sacadas de otras novelas, dramas extraídos de dramas, lírica que no es sino eco de otras líricas. Y lo que hacen falta son bárbaros.

El ser bárbaro no implica el ser ignorante ni indocto, no. Un bárbaro puede ser doctísimo y hasta sapientísimo. El bárbaro es el que irrumpe en un campo desde otro campo, con otras preocupaciones —con otros prejuicios, ¿pues quién no los tiene?—, con otra visión y otro sentimiento de la vida que aquellos que privan en el campo por él irrumpido. Juan Jacobo Rousseau irrumpió en el campo del derecho y la jurisprudencia como un bárbaro, como un extraño a las ciencias jurídicas y las reanimó con nuevo soplo de vida.

La literatura ha caído entre nosotros casi por completo en manos de profesionales de ella, y las profesiones se hacen en manos de los profesionales terriblemente conservadoras. Lo cual, si bien tiene sus ventajas, tiene muchos más inconvenientes. Ellos imponen o tratan más bien de imponer una cierta quisicosa que llaman buen gusto y no es más que la consigna de los profesionales agremiados. Porque se agremian.

¡Vaya si se agremian! Aunque luego los veáis riñendo unos con otros y mordiéndose y arañándose como mujerzuelas que pelean por unos trapos. Hay dentro del gremio prácticas y doctrinas libres, y en éstas puede cada cual hacer y decir lo que se le antoje, pero hay principios sagrados e intangibles. Y al que los quebranta se le hace el vacío y se le declara indigno de pertenecer al gremio.

Hay que haber entrado en un cotarro literario para ver todo lo que en él rebosa de vanidad, de tontería y de vulgaridad disfrazada. Dios os libre, lectores, de chocar con un literato, con un genuino y estricto literato, con un profesional de las letras, con un ebanista de prosa barnizada. Será una de las mayores desgracias que pueda sobreveniros.

Me explico que Plutarco, en el prólogo a su vida de Pericles, nos diga que ningún joven bien nacido desearía ser Anacreonte, Filetas o Arquíloco, por mucho que se recreara con sus composiciones.


Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.
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