Cuentos de Mí Mismo

Miguel de Unamuno


Cuentos, Colección



Ver con los ojos

Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa; verano como corona de un invierno duro.

El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecillas rojas, y el día convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los árboles, y sobre éstos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba a misa mayor, y al encontrarse saludaban los unos a los otros como se saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus convecinos: «¡Angelito! Dios se lo ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz, el pobre…!» ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar felicidad?

Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué el pobre Juan estaba triste? Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no escasa fortuna y deseos cumplidos?

Desde que había vuelto de la capital en que cursó sus estudios mayores, Juan vivía taciturno, huía todo comercio con los hombres y hasta con los animales, buscaba la soledad y evitaba el trato.

Por el pueblo rodaban de boca en boca sus extraños dichos, o mejor, dicharachos, amargos y sombríos, pensamientos teñidos no con el verde de los campos de su aldea, sino con el triste color de las callejuelas de la capital. Lo menos veinte veces diarias en otros tantos días habíanle oído decir: «La vida, ¿merece la pena de que se la viva?» Sólo hablaba del dolor y de la pena; eran sus relatos tristes y sus conversaciones amargas. Aumentaba la extrañeza de los cándidos aldeanos de cada día, porque era bien extraño un joven que hacía alarde de sentimientos hostiles a las creencias de sus convecinos, y, a renglón seguido de negar todo más allá del más allá, les enjaretaba una larga homilía a cuenta de la vanidad de las cosas humanas.

Su padre empezó preocupándose y acabó por dejar perder su buen humor, y la madre empezó perdiéndolo y acabó escaldándose los ojos a puro llorar. Porque Juan a sus solícitas preguntas sólo contestaba: «¡Es manía!» Si no tengo nada…, si estoy triste será porque así nací…; unos ven en claro, otros en negro.» Consultaron al médico, respetable viejecito que sabía mucho más de lo que creía saber, y contestó: «¡Bah! Eso no es nada; déjenle y ya vendrá a su tiempo el remedio. Este muchacho se ha empeñado en no levantar la vista del suelo…, casualmente aquí…, aquí donde hay un cielo tan azul. Y, sobre todo…, ¿dónde habrá unos ojos como los que por acá menudean…? ¡Bah, bah, bah! Déjenle que tope con sus ojos… ¡Vaya, vaya, ojos necesita, ojos…! ¡No quiere ver con los suyos!»

No era pequeña la ojeriza que mi buen Juan había tomado al médico, implacable socarrón, hombre vulgar y despiadado que jamás topó con el aburrido estudiante sin pincharle con alguna irónica observación. Era realmente cargante y molesto aquel vulgarote de médico de aldea, que se reía de la honda tristeza de un alma infeliz y no comprendida. «¡Tristezas teóricas, Juanito, tristezas teóricas…! ¡Ojos…!, ¡ooooojos!, ¡te faltan ojos para mirar al cielo!» Y Juanito pasaba bufando y añadiendo al terrible torcedor de un espíritu que se carcomía a sí mismo los sarcasmos de un mundo imbécil que aguza el dolor y embota la sombra de la escasa dicha. Aquel médico era el mundo, no cabe duda; la encarnación del mundo.

Juan se encerraba a solas larguísimas horas y leía y releía y volvía a releer. ¿Qué leía? Sus padres nunca lo supieron; vieron, sí, unos librotes en enrevesado gringo, con títulos enmarañados, muchas sch y pf y otras letras igualmente armoniosas y algún que otro tomo de versos. En uno de ellos se representaba en una viñeta un hombre llorando al pie de un sauce llorón, y otras cosas de tan pésimo gusto.

A la caída de la tarde, cuando el sol se acostaba en la montaña y los viejos salían con sus nietos a jugar ante las puertas, Juan salía también a pasear sus tristezas por el pueblo alegre, como un mendigo pasea sus harapos por las calles. «¡Adiós, Juanito!», le decían éstos. «¡Adiós, don Juan!», decíanle aquéllos, unos y otros con la sonrisa en la boca y la compasión en el alma. «¡Adiós!», contestaba secamente el desdichado.

Había a la salida del pueblo y al borde del camino una casita con un emparrado delantero y bajo el emparrado un banco de nogal. Allí Magdalena servía un refrigerio a los paseantes y a los viajeros.

Como a Magdalena se le había muerto el padre, quedó su madre viuda, y, lo que es peor que quedarse viuda, siéndolo ya, enfermó y quedó paralítica, dejando a su hija sin amparo. Era joven ésta cuando murió su padre, lo era menos cuando enfermó su madre, y se encontró en el cielo azul por techo, y por suelo y cama el campo verde. Los amigos de su padre le tendieron sus callosas manos y le pusieron aquella cantina, con cuyos escasos recursos atendía a su madre y se atendía.

¡Cuidado si era alegre la muchacha! Cuentan que nació la chica bajo aquel mismo emparrado; cuentan que era en un día de cielo azul y campo verde, y cuentan, además, que el viento tibio agitaba los racimos al compás que la niña sus manecitas. Añaden que su primer llanto fue llanto que parecía risa; cuentan que en aquella alma puso Dios todos los colores bellos, todos los perfumes suaves.

Juan venía a sentarse en aquel banco, y allí refrescaba su garganta, ya que no la sequedad de su alma. Era para el triste un verdadero misterio aquella muchacha alegre en una vida trabajosa, siempre sonriendo a la suerte que le ponía cara seria.

—Buenas tardes, don Juan. ¿Quiere usted algo?

—Trae lo que ayer.

—Ya van acortando los días y alargando las noches.

—Es natural.

—¡Si usted viera cuánto siento que se vaya el verano!

—Pues tiene que irse. A mí me aburre tanto sol; calienta los cascos y no deja hacer nada.

—¡Si usted viera cómo juegan los mosquitos con ese rayo de luz que suele pasar por la ventana! ¡Hasta el polvo se ve!

—Mejor es el día nublado.

—A mí me gustan las nubes cuando se rompen y se ve un cachito de cielo, tan azul…, tan azul…

—¡Ilusión óptica…!

—¿Ilusión… qué?

—No he dicho nada, muchacha.

—Pero… ¿qué le pasa a usted, don Juan?

—¡Mira! Llámame Juan, o Juanito, o como quieras; pero don Juan no…, el don es feo.

Y oyó una voz:

—Vamos, Juanito, vamos… ¡A ver si encuentras los ojos, vamos, hombre! Mira qué hermosas están las uvas… ¡Bah, bah, bah! ¡Si el mundo es detestable!

Era el implacable médico, que pasaba.

—Ese hombre me revienta.

—¿Por qué, don Juan? Si es muy bueno… y tan alegre. A mí me gustan los viejos alegres.

—¿Pues no decía usted ayer que es mejor no discurrir?

—A poder ser, sí.

Y etc., etc., etc., Juan apuraba su vaso, pagaba y se marchaba, diciéndose para sus adentros: «¡Pobre muchacha! Debe sufrir aunque lo oculta.» Y la pobre Magdalena se quedaba cabizbaja y meditando: «Cuando está tan triste, ¿qué tendrá?»

Juan al siguiente día volvía y tornaba a volver, y se hizo ya asiduo parroquiano del banco de nogal.

Un día de tantos estuvo revolviendo papelotes, que se llevó en los bolsillos, leyéndolos y corrigiéndolos, y al recogerlos para pagar y marcharse cayósele uno.

Cuando ya se hubo alejado, Magdalena notó en el suelo y recogió el olvidado papel. Era mujer y lo leyó:

«La vida es un monstruo que se devora; sufre al sentirse devorada, y goza al devorar. Los placeres se olvidan luego; persisten los dolores, amargando la vida. Mañana, cuando esté más sereno el día, más claro el cielo y más tibio el aire, se extinguirá la lámpara, y, perdidos en nuevas combinaciones, rodarán los elementos de la conciencia. Dices ¡ya viene!, ¡ya viene!; y cuando extiendes los brazos, vuelves la frente mustia y exclamarás: ¡es tarde, ya pasó! Da vueltas el mundo y al año vuelve al punto que partió, siempre en torno del Sol, sin alcanzarle nunca, que si acaso le alcanzara nos reduciríamos a polvo. ¿Por qué será el mundo como es? ¡Libertad, libertad! ¡Ah, necios! ¿Quién nos libertará de nosotros mismos? Sombra de sombra es todo, y la luz que se proyecta, luz fría y fuego fatuo. Ver todos los días salir el sol para hundirse, y hundirse para volver a salir. Yo pagaré con minutos como horas mis pasadas horas como minutos; el tiempo no perdona. Nací, vi el mundo, no me gustó, ¿es esto tan extraño? ¡Triste del alma que camina sola! Y ¿dónde encontrar un alma hermana? Comer para vivir y vivir para comer, horrible círculo vicioso. ¡Quién pudiera vegetar! Como un parásito que se agarra a un árbol para nutrirse, así se han agarrado a las últimas telas de mi cerebro estas ideas para atormentarme. No hay cosa más hermosa que dormir, cerrar los ojos y perderse. Hay más bocas que pan, hay más deseos que dichas. Tú sufrirás, y cuando hayas acabado de sufrir volverás a sufrir de nuevo. Consuelos y no ciencia me hacen falta. Yo soy mi mayor enemigo, yo amargo mis alegrías, yo aguzo mis pesares. ¿Dónde están el cielo de mi aldea, los pájaros que anidaban en mi casa? Tú que tienes en tu mano el sueño, déjalo caer sobre mí y no me lo quites nunca; dame un sueño sin despertar…»

Magdalena no siguió leyendo; inclinó su cabeza hermosa y secó en vano con el extremo del delantal sus ojos, porque tuvo que volverlos muchas veces a secar. Ella apenas comprendía lo que estaba leyendo, pero lo sentía, y sintió también un nudo en la garganta y como una bola caliente que por su interior chocara contra el pecho y se hiciera polvo, derramándose en escalofríos por el cuerpo. No hubo ya buen humor para la muchacha, y al través de sus lágrimas mal curadas vio descomponerse la luz como nunca había visto.

Por la tarde murió el sol, y Juan llegó como siempre a sentarse en el banco de nogal. Magdalena no estaba allí como otros días.

—¡Magdalena!

—¡Señorito…!

La muchacha apareció más triste, más taciturna, llevando con incierto pulso el diario refresco, que colocó sobre la mesa.

—¿Qué te pasa? Hoy tienes algo.

—Tome, señor.

Y alargó a Juan el pícaro papel origen de la pena.

Más fuerte que ella fue su dolor, más fuerte que el sombrío espíritu del parroquiano, que se infiltró en aquella alma de azul celeste; inclinó su cabeza y corrieron sus lágrimas por sus mejillas rojas, mientras el hipo la ahogaba.

Juan tomó el papel, vio lo que era, lo estrujó, miró entre sombrío y avergonzado a la joven y dejó descansar su fatigada cabeza en sus ociosas manos. Todos los vientos de tempestad se desencadenaron sobre aquel espíritu perdido en las tinieblas; vaciló, cayó, se alzó, para volver a caer, a tornar a levantarse; pasaron en revuelto maridaje los pájaros que anidaban en su casa y los murciélagos de la callejuela, el sol de mediodía y la oscuridad de la noche; toda la angustia le llenó el alma; sintió el único verdadero dolor que en años no había sentido, y sus lágrimas acrecieron el contenido del vaso.

A través de ellas vio pasar por el camino como una flecha un ágil viejecillo. Juan se secó los ojos con la manga, se levantó, arrugó el ceño para ponerse sereno, pagó y se marchó, sin probar el olvidado refrigerio, diciendo: «¡Hasta mañana!»

Cuando quedó sola Magdalena, secó también sus ojos y, como tenía ardiente y seca la garganta, apuró de un trago aquel refresco bañado con las primeras lágrimas de un pesimista. En su alma renació la luz y la alegría; esperó y se serenó.

A la entrada del pueblo encontró Juan al médico, al implacable médico, que esta vez le pareció más amable, más simpático y dulce.

—¡Olé, Juanito, olé! ¿Qué tienes, hombre, qué tienes, que traes tan encendidos los ojos? ¡Ya los has encontrado…! Mira, mira el cielo; mañana estará muy claro… Mañana es domingo…, irás a misa… y luego al banco de nogal…

Y, acercándose al oído, añadió:

—¡Tienes que secarte las lágrimas, bárbaro, bárbaro, más que bárbaro! ¿Dónde has aprendido a hacer daño al prójimo? ¡Conque es malo el mundo, y tú quieres hacerlo peor…! Ya estás salvo…, esto se cura llorando… Mañana mirarás al cielo con sus ojos, pero hoy a la noche quemarás todas esas imbecilidades que has ido ensartando. ¡Anda tontuelo, dame la mano… y a dormir!

La mano temblorosa y débil del joven oprimió la fuerte y tranquila del anciano.

—¡A dormir se ha dicho!

—Para despertar mañana.

Al día siguiente, Juan llegó muy temprano al banco de nogal y volvió más tarde; al mes, sus padres habían recobrado la calma y la alegría, y el pesimista era el más alegre, enredador y campechano de toda la comarca. Le saludaban con más amabilidad, se detenía en todas partes, y tenía la debilidad de creer que bajo aquel emparrado se veía mejor el cielo, y que los ojos de Magdalena habían convertido el detestable mundo en un paraíso y ahogado al monstruo de la vida que le devoraba. No eran los ojos, yo lo sé; era el alma de la muchacha, en que Dios había puesto su santa alegría, los colores más claros y los perfumes más suaves.

Lo que debía seguir vino de reata, era obligado.

Juan aprendió a esperar, y esperando unió lo venidero a lo presente, la dicha del perenne mañana de este mundo a la dulzura del dejarse vivir y el dejarse querer.


Cuando en adelante tuvo penas, y penas reales, no las ocultó, que dando el placer de que le consolaran recibió el de ser consolado. La verdadera abnegación no es guardarse las penas, es saberlas compartir.

El Noticiero Bilbaíno, Bilbao, 25-X-1886)
 

«Solitaña»

Soli, solitaña:
vete a la montaña.
Dile al pastor que traiga buen sol,
para hoy y pa mañana
pa toda la semana.

Canto infantil bilbaíno.
 

Érase en Artecalle, en Tendería o en otra cualquiera de las siete calles, una tiendecita para aldeanos, a cuya puerta paraban muchas veces las zamudianas con sus burros. El cuchitril daba a la angosta portada y constreñía el acceso a la casa un banquillo lleno de piezas de tela, paños rojos, azules, verdes, pardos y de mil colores para sayas y refajos; colgaban sobre la achatada y contrahecha puerta pantalones, blusas azules, elásticos de punto abigarrados de azul y rojo, fajas de vivísima púrpura pendientes de sus dos extremos, boinas y otros géneros, mecidos todos los colgajos por el viento noroeste, que se filtraba por la calle como por un tubo, y formando a la entrada como un arco que ahogaba a la puertecilla. Las aldeanas paraban en medio de la calle; hablaban, se acercaban, tocaban y retocaban los géneros; hablaban otra vez, volvían a regatear y al cabo se quedaban con el género. El mostrador, reluciente con el brillo triste que da el roce, estaba atestado de piezas de tela: sobre él unas compuertas pendientes que se levantaban para sujetarlas al techo con unos ganchos y servían para cerrar la tienda y limitar el horizonte. Por dentro de la boca abierta de aquel caleidoscopio, olor a lienzo y humedad por todas partes, y en todos los rincones, piezas, prendas de vestido, tela de tierra para camisas de penitencia, montones de boinas, todo en desorden agradable, en el suelo, sobre bancos y estantes, y, junto a una ventana que recibía la luz opaca y triste del cantón, una mesilla con su tintero y los libros de don Roque.

Era una tienda de género para la aldeanería. Los sentidos frescos del hombre del pueblo gustan los choques vivos de colorines chillones, buscan las alegres sinfonías del rojo con el verde y el azul, y las carotas rojas de las mozas aldeanas parecen arder sobre el pañuelo de grandes y abigarrados dibujos. En aquella tienda se les ofrecía todo el género a la vista y al tacto, que es lo que quiere el hombre que come con ojos, manos y boca. Nunca se ha visto género más alegre, más chillón y más frescamente cálido, en tienda más triste, más callada y más tibiamente fría.

Junto a esa tienda, a un lado, una zapatería con todo el género en filas, a la vista del transeúnte; al otro lado, una confitería oliendo a cera.

Asomaba la cabeza por aquella cascara cubierta de flores de trapo el caracol humano, húmedo, escondido y silencioso, que arrastra su casita, paso a paso, con marcha imperceptible, dejando en el camino un rastro viscoso que brilla un momento y luego se borra.

Don Roque de Aguirregoicoa y Aguirrebecua, por mal nombre Solitaña, era de por ahí, de una de esas aldeas de chorierricos o cosa parecida, si es que no era de hacia la parte de Arrigorriaga. No hay memoria de cuándo vino a recalar en Bilbao, ni de cuándo había sido larva joven, si es que lo fue algún tiempo, ni se sabía a punto cierto cómo se casó, ni por qué se casó, aunque se sabía cuándo, pues desde entonces empezaba su vida. Se deduce a priori que le trajo de la aldea algún tío para dedicarle a la tienda. Nariz larga, gruesa y firme; el labio inferior saliente; ojos apagados a la sombra de grandes cejas; afeitado cuidadosamente; más tarde calvo; manos grandes, y pies mayores. Al andar se balanceaba un poco.

Su mujer, Rufina de Bengoechebarri y Goicoechezarra, era también de por ahí, pero aclimatada en Artecalle: una ardilla, una cotorra y lista como un demonio. Domesticó a su marido, a quien quería por lo bueno. ¡Era tan infeliz Solitaña! Un bendito de Dios, un ángel, manso como un cordero, perseverante como un perro, paciente como un borrico.

El agua que fecunda a un terreno esteriliza a otro, y el viento húmedo que se filtraba por la calle oscura hizo fermentar y vigorizarse al espíritu de doña Rufina, mientras aplanó y enmoheció al de don Roque.

La casa en que estaba plantando don Roque era viejísima y con balcones de madera; tenía la cara más cómicamente trágica que puede darse: Sonreía con la alegre puerta y lloraba con sus ventanas tristes. Era tan húmeda que salía moho en las paredes.

Solitaña subía todos los días la escalera estrecha y oscura, de ennegrecidas barandillas, envuelta en efluvios de humedad picante, y la subía a oscuras sin tropezarse ni equivocar un tramo, donde otro se hubiera roto la crisma, y mientras la subía lento e impasible temblaba de amor la escalera bajo sus pies y le abrazaba entre sus sombras.

Para él eran todos los días iguales e iguales todas las horas del día: se levantaba a las seis; a las siete bajaba a la tienda; a la una comía; cenaba a eso de las nueve, y a eso de las once se acostaba, se volvía de espaldas a su mujer y, recogiéndose como el caracol, se disipaba en el sueño.

En las grandes profundidades del mar viven felices las esponjas.

Todos los días rezaba el rosario, repetía las avemarías como la cigarra y el mar repiten a todas horas el mismo himno. Sentía un voluptuoso cosquilleo al llegar a los ora pro nobis de la letanía; siempre, al agnus, tenían que advertirle que los ora pro nobis habían dado fin; seguía con ellos a fuerza de inercia; si algún día, por extraordinario caso, no había rosario, dormía mal y con pesadillas. Los domingos lo rezaba en Santiago, y era para Solitaña goce singular el oír medio amodorrado por la oscuridad del templo que otras voces gangosas repetían con él, a coro, ora pro nobis, ora pro nobis.

Los domingos, a la mañana, abría la tienda hasta las doce, y a la tarde, si no había función de iglesia y el tiempo estaba bueno, daban una vuelta por Begoña, donde rezaban una salve y admiraban siempre las mismas cosas, siempre nuevas para aquel bendito de Dios. Volvía repitiendo: «¡Qué hermosos aires se respiran desde allí!»

Subían las escaleras de Begoña, y un ciego, con tono lacrimoso y solemne:

—Considere, noble caballero, la triste oscuridad en que me veo… La Virgen Santísima de Begoña os acompañe, noble caballero…

Solitaña sacaba dos cuartos y le pedía tres ochavos de vuelta. Más adelante:

—Cuando comparezcamos ante el tribunal supremo de la gloria…

Solitaña le daba un ochavo. Luego una mujercilla viva:

—Una limosna, piadoso caballero…

Otro ochavo. Más allá, un viejo de larga barba blanca, gafas azules, acurrucado en un rincón con un perro y con la mano extendida. Otro más adelante, enseñando una pierna delgada, negra, untosa y torcida, donde posaban las moscas. Dos ochavos más. Un joven cojo pedía en vascuence, y a éste Solitaña le daba un cuarto. Aquellos acentos sacudían en el alma de Don Roque su fondo yacente y sentía en ella olor a campo, verde como sus paños para sayas, brisas de aldea, vaho de humo del caserío, gusto a borona. Era una evocación que le hacía oír en el fondo de sí mismo, y, como salidos de un fonógrafo, cantos de mozas, chirridos de carros, mugidos de buey, cacareos de gallina, piar de pájaros, algo que reposaba formando légamo en el fondo del caracol humano, como polvo amasado con la humedad de la calle y de la casa.

Solitaña y el mostrador de la tienda se entendían y se querían. Apoyando sus brazos cruzados sobre él, contemplaba a los chiquillos que jugaban en el regatón para desagüe, chapuzando los pies en el arroyo sucio. De cuando en cuando, el chinel, adelantando alternativamente las piernas, cruzaba el campo visual del hombre del mostrador, que le veía sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca.

Fue en cierta ocasión como padrino a la boda de una sobrina; «a refrescar un poco la cabeza —decía su mujer—, a estirar el cuerpo, siempre metido aquí como un oso. Yo ya le digo: Roque, vete a dar un paseo; toma el sol, hombre, toma el sol, y él, nada». A los tres días volvió diciendo que se aburría fuera de su tienda; él lo que quería es encogerse y no estirarse; los estirones le causaban dolor de cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y la sombra que reposaban en el fondo de su alma angelical: eran como los movimientos para el reumático. «Mamarro, más que mamarro —le decía doña Rufina—, pareces un topo». Solitaña sonreía. Otro de sus goces, además del de medir tela y los orá por nobis, era oír a su mujer que le reñía. ¡Qué buena era Rufina!

Venía alguna mujer a comprar.

—Vamos, ya me dará usted a dieciocho.

—No puede ser, señora.

—Siempre dicen ustedes lo mismo; ¡es usted más carero…! Lo menos la mitad gana usted. Nada, ¡a dieciocho, a dieciocho…!

—No puede ser, señora.

—¡Vaya!, me lo llevo… ¡Tome usted…!

—Señora, no puede ser…

—¡Bueno!, lo será…; siquiera a dieciocho y medio; vaya, me lo llevo…

—No puede ser, señora.

—Pues bien; ni usted ni yo: a diecinueve.

—No puede ser…

Vencida al fin por el eterno martilleo del hombre húmedo, o se iba o pagaba los veinte. Así es que preferían entenderse con ella, que, aunque tampoco cedía, daba razones, discutía, ponderaba el género; en fin, hablaba. Pero para los aldeanos no había como él; paciencia vence a paciencia.

La tienda de Solitaña era afortunada. Hay algo de imponente en la sencilla impasibilidad del bendito de Dios; los hombres exclusivamente buenos atraen.

Cuando llegaba alguno de su pueblo y le hablaba de su aldea natal, se acordaba del viejo caserío, de la borona, del humo que llenaba la cocina cuando, dormitando con las manos en los bolsillos, calentaba sus pies junto al hogar, donde chillaban las castañas, viendo balancearse la negra caldera pendiente de la cadena negra. Al evocar recuerdos de su niñez sentía la vaga nostalgia que experimenta el que salió de niño de su patria y vive feliz y aclimatado en tierra extraña.

Eran grandes días de regocijo cuando él, su mujer y algunos amigos iban a merendar al campo o a hacer alguna fresada. Se volvían al anochecer tranquilamente a casa, sintiendo circular dentro del alma todo el aire de vida y todo el calor del sol. Una vez fueron en tartana a Las Arenas; nunca había visto aquello Solitaña. ¡Oh!, los barcos, ¡cuánto barco!, y luego el mar, ¡el mar con olas! A Solitaña le gustaba el monótono resuello de la respiración del monstruo; ¡qué hermoso acompañamiento para la letanía! Al día siguiente, viendo correr el agua sucia por el canalón de la calle se acordaba del mar; pero allí, en su tienda, se palpaba a sí mismo.

Por Navidad se reunían varios parientes; después de la cena había bailoteo, y era de ver a Solitaña agitando sus piernas torpes y zapateando con sus pies descomunales. ¡Qué risas! Bebía algo más que de costumbre y luego le llamaba hermosa y salada a su mujer.

Bajo el mismo cielo, lluvioso siempre, Solitaña era siempre el mismo; tenía en la mirada el reflejo del suelo mojado por la lluvia; su espíritu había echado raíces en la tienda como una cebolla en cualquier sitio húmedo. En el cuerpo padecía de reúma, cuyos dolores le aliviaba el opio de las conversaciones de sus contertulios.

Iban a la noche de tertulia un viejo siempre tan guapo, bizcor, bizcor, según él decía, alegre y dicharachero, que contaba siempre escenas de caza y de limonada; otro que cada ocho días narraba los fusilamientos que hizo Zurbano cuando entró en Bilbao el año 41, y algunas veces un cura muy campechano. Siempre se hablaba de estos tiempos de impiedad y liberalismo; se contaban hazañas de la otra guerra y se murmuraba si saldrían o no otra vez al monte los montaraces. Solitaña, aunque carlista, era de temperamento pacífico, como si dijéramos, hojalatero.

Sin dejar de atender a la conversación, de interesarse por su curso, pensando siempre en lo último que había dicho el que había hablado el último, se dirigía a los rincones de la tienda, servía lo que le pedían, medía, recibía el dinero, lo contaba, daba la vuelta y se volvía a su puesto. En invierno había brasero, y por nada del mundo dejaría Solitaña la badila, que manejaba tan bien como la vara y con la cual revolvía el fuego mientras los demás charlaban, y luego, tendiendo los pies con deleite, dormitaba muchas veces al arrullo de la charla.

Su mujer llevaba la batuta, la emprendía contra los negros, lamentaba la situación del Papa, preso en Roma por culpa de los liberales; ¡duro con ellos! Ella era carlista porque sus padres lo habían sido, porque fue carlista la leche que mamó, porque era carlista su calle, lo era la sombra del cantón contiguo y el aire húmedo que respiraba, y el carlismo, apegado a los glóbulos de su sangre, rodaba por sus venas.

El viejo siempre tan guapo se reía de esas cosas; tan alegres eran blancos como negros, y en una limonada nadie se acuerda de los colores; por lo demás, él bien sabía que sin religión y palo no hay cosa derecha.

Hablaban de una limonada.

—¡Qué limonada! —decía el que vio los fusilamientos de Zurbano—; ¡pedazos de hielo como puños navegaban allí…!

—Tendríais sarbitos —interrumpió el viejo, siempre tan guapo—; en la limonada hasen falta sarbitos… Sin sarbitos, limonada, fachuda; es como tambolín sin chistu. Cuando están aquellos cachitos helaos que hasen mal en los dientes, entonces…

—Unas tajaditas de lengua no vienen mal…

—Sí, lengua también; pero, sobre todo, sarbitos; que no falten los sarbitos…

Solitaña se sonreía, arreglando el fuego con la badila.

—A mí ya me gusta también un poco de merlusita en salsa… —volvió el otro.

—¿Con la limonada? Cállate, hombre; no digas sinsorgadas… Tú estás tocao… ¿Merlusa en salsa con limonada? A ti solo se te ocurre…

—Tú dirás lo que quieras; pero pa mí no hay como la merlusa…; la de Bermeo, se entiende; nada de merlusa de Laredo; cada cosa de su paraje: sardinas de Santurse, angulitas de la Isla y merlusa de Bermeo…

—No haga usted caso de eso —dijo el cura—; yo he comido en Bermeo unas sardinas que talmente chorreaban manteca; sin querer se les caía el pellejo… Y estando en Deva, unas angulitas de Aguinaga, que ¡vamos…!

—Bueno, hombre, pues ¿qué digo yo?, cada cosa en su sitio y a su tiempo; luego los caracoles, después el besugo… Hisimos una caracolada poco antes de entrar en Zurbano el año…

—Ya te he dicho muchas veces —le interrumpió el viejo siempre tan guapo— que tú no sabes ni coger ni arreglar los caracoles, y, sobre todo, te vuelvo a desir, y no le des más vueltas, que con la limonada sarbitos, y al que te diga merlusa en salsa le dises que es un arlote barragari… Si me vendrás a desir a mí…

—Y si a mí me gusta en la limonada merlusa en salsa…

—Entonces no sabes comer como Dios manda.

—¿Qué no sé?

—Bueno, bueno —interrumpió el cura para cortar la cuestión—, ¿a que no saben ustedes una cosa curiosa?

—¿Qué cosa?

—Que los ingleses nunca comen sesos.

—Ya se conoce; por eso están tan coloraos —dijo el viejo guapo—, porque en cambio se sampan cada chuleta cruda y te pescan cada sapalora…

—Esos herejes… —empezó doña Rufina.

Y venía rodando la conversación a los liberales.

Cuando los contertulios se marchaban, cerraban la tienda doña Rufina y su marido; contaban el dinero cuidadosamente, sacando sus cuentas; luego, con una vela encendida, registraban todos los rincones de la tienda; miraban tras las piezas, bajo el mostrador y los banquillos; echaban la llave y se iban a dormir. Solitaña no acostumbraba soñar; su alma se hundía en el inmenso seno de la inconsciencia, arrullada por la lluvia menuda o el violento granizo que sacudía los vidrios de la ventana.

Al día siguiente se levantaba como se había levantado el anterior, con más regularidad que el sol, que adelanta y atrasa sus salidas, y bajaba a la tienda en invierno entre las sombras del crepúsculo matutino.

En Jueves Santo parecía revivir un poco el bendito caracol; se calaba la levita negra, guantes también negros, chistera negra que guardaba desde el día de la boda, e iba con un bastoncillo negro a pedir para la Soledad de la negra capa. Luego en la procesión la llevaba en hombros, y aquel dulce peso era para él una delicia sólo comparable a una docena de letanías con sus quinientos sesenta y dos ora pro nobis.

¡Pobre ángel de Dios, dormido en la carne! No hay que tenerle lástima; era padre, y toda la humedad de su alma parecía evaporarse a la vista del pequeño. ¿Besos?, ¡quiá! Esto en él era cosa rara; apenas se le vio besar a su hijo, a quien quería, como buen padre, con delirio.

Vino el bombardeo, se refugió la gente en las lonjas y empezó la vida de familias acuarteladas. Nada cambió para Solitaña; todo siguió lo mismo. La campanada de bomba provocaba en él la reacción inconsciente de un avemaría, y la rezaba pensando en cualquier cosa. Veía pasar a los chimberos de la otra guerra como veía pasar el eterno chinel. Si el proyectil caía cerca, se retiraba adentro y se tendía en el suelo presa de una angustia indefinible. Durante todo el bombardeo no salió de su cuchitril. La noche de San José temblaba en el colchón, tendido sobre el suelo, ensartando avemarías. «Si al cabo entraran —decía doña Rufina—, ya le haría yo pagar a ese negro de don José María lo que nos debe».

Su hijo fue a estudiar Medicina. La madre le acompañó a Valladolid; a su cargo corría todo lo del chico. Cuando acabó la carrera pensaron por un momento dejar la tienda, pero Solitaña sin ella hubiera muerto de fiebre, como un oso blanco transportado al África ecuatorial.

Vino el terremoto de los Osunas; y cuando las obligaciones bambolearon, crujió todo y cayeron entre ruinas de oro familias enteras, se encontró Solitaña una mañana lluviosa y fría con que aquel papel era papel mojado, y lo remojó con lágrimas. Bajó mustio a la tienda y siguió su vida.

Su hijo se colocó en una aldea, y aquel día dio don Roque un suspiro de satisfacción. Murió su mujer, y el pobre hombre, al subir las escaleras que temblaban bajo sus pies, y sentir la lluvia, que azotaba las ventanas, lloraba en silencio con la cabeza hundida en la almohada.


Enfermó. Poco antes de morir le llevaron el viático, y cuando el sacerdote empezó la letanía, el pobre Solitaña, con la cabeza hundida en la almohada, lanzaba con labios trémulos unos imperceptibles ora pro nobis, que se desvanecían lánguidamente en la alcoba, que estaba entonces como ascua de oro y llena de tibio olor a cera. Murió; su hijo le lloró el tiempo que sus quehaceres y sus amores le dejaron libre; quedó en el aire el hueco que al morir deja un mosquito, y el alma de Solitaña voló a la montaña eterna, a pedir al Pastor, él, que siempre había vivido a la sombra, que nos traiga buen sol para hoy, para mañana y para siempre.
¡Bienaventurados los mansos!

(El Diario de Bilbao, 16, 17, 19 junio 1888)
 

Las tijeras

Todas las noches, de nueve a once, se reunían en un rinconcito del café de Occidente dos viejos a quienes los parroquianos llamaban «Las tijeras». Allí mismo se habían conocido, y lo poco que sabían uno del otro era esto:

Don Francisco era soltero, jubilado; vivía solo con una criada vieja y un perrito de lanas muy goloso, que llevaba al café para regalarle el sobrante de los terroncitos de azúcar. Don Pedro era viudo, jubilado; tenía una hija casada, de quien vivía separado a causa del yerno. No sabían más. Los dos habían sido personas ilustradas.

Iban al café a desahogar sus bilis en monólogos dialogados, amodorrados al arrullo de conversaciones necias y respirando vaho humano.

Don Pedro odiaba al perro de su amigo. Solía llevarse a casa la sobra de su azúcar para endulzar el vaso de agua que tomaba al levantarse de la cama. Había entre él y el perrillo una lucha callada por el azúcar que dejaban los vecinos. Cuando don Pedro veía al perrillo encaramarse al mármol relamiéndose el hocico, retiraba, temblando, sus terroncitos de azúcar. Alguna vez, mientras hablaba, pisaba como al descuido la cola del perrito, que se refugiaba en su dueño.

El amo del perro odiaba sin conocerla a la hija de don Pedro. Estaba harto de oírle hablar de ella como de su gloria y de su consuelo; mi hija por aquí, mi hija por allí; ¡siempre su hija! Cuando el padre se quejaba del sinvergüenza de su yerno, el amo del perro le decía:

—Convénzase, don Pedro. La culpa es de la hija; si quisiera a usted como a padre, todo se arreglaría… ¡Le quiere más a él! ¡Y es natural! ¡Su mujer de usted haría lo mismo…!

El corazón del pobre padre se encogía de angustia al oír esto, y su pie buscaba la cola del perrito de aguas.

Un día, el perro se comió, después de los terroncitos de su amo, los de don Pedro. Al día siguiente, éste, con dignidad majestuosa, recogió, después de sus terrones, los del perro. Tras esto hablaron largo rato de la falta de justicia en el mundo.

Terribles eran las conversaciones de los viejos. Era un placer solitario y mutuo en las pausas del propio monólogo; oía cada uno los trozos del otro monólogo sin interesarse en el dolor petrificado que lo producía; lo oía, espectador sereno, como a eco puro que no se sabe de dónde sube. Iban a oír el eco de su alma sin llegar al alma de que partía.

Cuando entraba el último empezaba el tijereteo por un «¿Qué hay de nuevo?», para concluir con un «¡miseria pura! ¡Todo es farsa!»Su placer era meneallo, emporcarlo todo para abonar el mundo.

No reproduciré aquellos monólogos como se producían; prefiero exponer su melodía pura.

—Sea usted honrado, don Francisco, y le llamarán tonto…

—¡Con razón!

—¡Resignación!, predican los que se resignan a vivir bien. ¡Por resignarme me aplastaron…!

—¡Y a mí por protestar!

—¡La vida es dura, don Pedro! Siempre oculté mis necesidades, y me hubiera dejado morir de hambre en postura noble, como un gladiador que lucha por los garbanzos… ¡Oh, hay que saber lucir un remiendo cosido con arte…! Yo no he sabido lloriquear a tiempo. Siempre soltero, jamás hubiera cumplido deseos santos, porque me quitaban el pan padres de hijos que tenían las lágrimas en el bolsillo. Yo me las tragaba…

—Yo he sido casado; los solteros eran un sola boca, corrían sin carga, se conformaban con menos… Nada pude contra ellos…

—Pude ser bandido y no lo quise.

—Yo quise serlo y no lo pude conseguir; se me resistía…

—Dicen ahora que en la lucha por la vida vence el más apto. ¡Vaya una lucha! ¿El más apto? ¡Mentira, don Pedro!

—¡Verdad, don Francisco! Vence el más inepto porque es el más apto. Todos luchan a quién más se rebaja, a quién más autómata, a quién más y mejor llora, a quién más y mejor adula. ¿Tener carácter…? ¡Oh! ¿Quién es este que quiere salir del coro y aspira a partiquino? Hay que luchar por la justicia, que no baja, como el rocío, del cielo; el que no llora no mama. Apenas quedan más que dos oficios útiles: ladrón o mendigo; la amenaza, o las lágrimas. Hay que pedir desde arriba o desde abajo.

—¡Ah, don Francisco! El que para menos sirve es el que mejor sirve.

—Aunque lo digan, yo no soy pesimista. No tiene la culpa el mundo sí hemos nacido dislocados en él.

—No hay justicia, don Francisco; que aunque a las veces se haga lo justo, es a pesar de serlo.

—Mire usted, don Pedro, ¡cómo le paga su hija!

El pobre padre buscaba la cola del perrito de aguas mientras decía:

—¡La caridad! ¡Otra como la justicia! ¡A cuántas almas fuertes mata la lucha por la caridad…! «¡Ah!, éste sabe trabajar; no necesita», y todos pasan sin darle ni trabajo ni pan.

—¡La caridad, don Pedro! ¡Los pobres necesitaban el pan, me dieron palabras de consuelo…, les cuesta tan poco…! ¡Las tienen para su uso! ¡Los ricos me echaron mendrugos…, les cuesta tan poco…, los habrían echado a los perros! Nadie me ha dado pan con piedad: sobre el pan del cuerpo, miel del alma. He vivido del Estado, esa cosa anónima a la que nada agradezco.

—¡Ah, don Francisco! Pegan y razonan la paliza. No me duele el pisotón, sino el «usted perdone». La paliza, basta; la razón, sobra… Me decían: «Te conviene, es por tu bien, lo mereces»; mil sandeces más: echar en la herida plomo derretido.

—Tiene usted razón. Nadie me ha hecho más daño que los que decían hacérmelo por mi bien. Yo nací hermoso, como un gran diamante en bruto; me cogieron los lapidarios; a picazo y regla me impusieron las facetas; quedé brillante, ¡hermoso para un collar!… No quise ensartarme con los otros ni engarzarme en oro; rodé por el arroyo: libre, el roce me gastó; he perdido el brillo y los reflejos, y hoy, opaco, achicado, apenas sirvo para rayar cristales.

—Corrí yo tropezando en todas las esquinas para llegar al banquete. «No te apresures —me decían al final de cada jomada—; aún tienes tiempo, y no te faltará en la mesa, si no es un sitio, otro». Cuando llegué era tarde: el cansancio y el ayuno habían matado mi apetito, el resorte de mi vida; llegué a la ilusión desilusionado, harto en ayunas… ¡Se me había indigestado la esperanza!

Un día, unos estudiantes hicieron una judiada al pobre perrito. Su amo se incomodó: los chicos se le insolentaron, y se armó cuestión. En lo más crudo de ésta, una ola de pendencia ahogó al padre, que oía todo callado; se levantó, gruñó un saludo y se fue, dejando al amo del perro que se las arreglara. Pero al siguiente día volvió como siempre.

—Yo he sido siempre progresista —decía el amo del perro—; hoy no soy nada.

—¡Yo, siempre moderado…!

—Pero progresista suelto, desencasillado, fuera de Comité… ¡Eso me ha perdido!

—¡Eso nos ha perdido a los dos!

—¿Qué escarabajo es éste, don Pedro, que no tiene mote en los cuadros de la entomología política y social?

—Y mire usted, don Francisco, mire cómo viven. Trigonidium cicindeloides, Anaplotermes pacificus, Termes lucifugus, Palingenia longicauda y tantos más de la especie tal, género cual, familia tal del orden de los insectos.

—Las ideas, don Pedro, no son más que lastre… La única verdad es la verdad viva, el hombre que las lleva… Cuando quiere subir, las arroja…

—El hombre, don Francisco, es una verdad triste. Los buenos creen y esperan chupándose el dedo; los pillos se ayudan… y, al cabo, todos concluyen lo mismo. Yo creo en un Limbo para los buenos y en un Infierno para los malos.

—¡Feliz usted, don Pedro! ¡Feliz usted, que tiene el consuelo de creer en el Infierno!

—Mi mayor placer después de estos párrafos es dormir como un lirón. Me gustaría acostarme para siempre con la esperanza de encontrar a la cabecera de mi cama mi vasito de agua azucarada un día que nunca llegue… ¡Dormir para siempre, arrullado por la esperanza dulce!

—¡Mi único consuelo, don Pedro, es el pensamiento puro, y aun éste, en cuanto vive se ensucia…!

Así, aunque en otra forma, discurrían aquellos viejos, que, arrecidos por el frío, miraban con desdén la vida desde la cumbre helada de su soledad. Amaban la vida y gozaban en maldecir del mundo, sintiéndose ellos, los vencidos, vencedores de él, el vencedor. Lo encontraban todo muy malo porque se creían buenos y gozaban en creerlo. Era la suya una postura como otra cualquiera. Creían que el sol es farsa, pero que calienta, y en él se calentaban.

Salían juntos y bien abrigados, y al separarse continuaba cada uno por su camino el monólogo eterno. Todas las noches murmuraban al separarse: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!»

Un día faltó don Pedro al café, y siguió faltando, con gran placer del perrito de aguas. Cuando el amo de éste supo que el padre había muerto, murmuró: «¡Pobre señor! ¡Algún disgusto que le ha dado su hija! ¿Si encontrara algún día el vaso de agua azucarada a la cabecera de la cama?» Y siguió su monólogo. El eco de su alma se había apagado. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Cómo vivía? Ni lo supo ni intentó saberlo; quedó solo y no conoció su soledad.

Sigue yendo al rinconcito del café de Occidente. Los parroquianos le oyen hablar solo y le ven gesticular. Mientras da un terroncito de azúcar al perro, que agita de gusto su colita, rematada en un pompón, murmura: «¡Miseria pura, don Pedro! ¡Todo es farsa!» Y los parroquianos dicen: «¡Pobre señor! Desde que perdió la otra tijera, esa cabeza no anda bien. ¡Cuánto le afectó! ¡Se comprende…, a su edad!»


El amo del perro sale sin acordarse del padre de la hija, y solo sigue tijereteando: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!»

(La Justicia, Madrid, 27-XII-1889)
 

El desquite

Después de cavilar muy poco he rechazado el uso que emplea la voz galicana «revancha», y me atengo al abuso, quiero decir, al purismo que nos manda decir «desquite». Que nadie me lo tenga en cuenta.

Esto del desquite es de una actualidad feroz, ahora que todos estamos picados de internacionalismo belicoso.

* * *

Luis era el gallito de la calle y el chico más rencoroso del barrio; ninguno de su igual le había podido, y él a todos había zurrado la badana. Desde que dominó a Guillermo, no había quien le aguantara. Se pasaba el día cacareando y agitando la cresta: si había partida, la acaudillaba; se divertía en asustar a las chicas del barrio por molestar a los hermanos de éstas; se metía en todas partes, y a callar todo Cristo, ¡a callar se ha dicho!

¡Que se descuidara uno!

—¡Si no callas te inflo los papos de un revés…!

¡Era un mandarín, un verdadero mandarín! Y como pesado, ¡vaya si era pesado! Al pobre Enrique, a Enrique el tonto, no hacía más que darle papuchadas, y vez hubo en que se empeñó en hacerle comer greda y beber tinta.

¡Le tenían una rabia los de la calle!

Guillermo, desde la última felpa, callaba y le dejaba soltar cucurrucús y roncas, esperando ocasión y diciéndose: «Ya caerá ese roncoso».

A éste, los del barrio, aburridos del gallo, le hacían «chápale, chápale», yéndole y viniéndole con recaditos a la oreja.

—Dice que le tienes miedo.

—¿Yo?

—¡Dice que te puede!

—¡Dice que cómo rebolincha…!

—¡Sí, las ganas!

Se encontraron en el campo una mañana tibia de primavera; había llovido de noche y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo, les retozaba la savia en el cuerpo, los brazos les bailaban, y los corazones a sus acompañantes, que barruntaban morradeo.

Sobre si fue el uno o fue el otro quien derribó un cochorro de una pedrada, tuvieron palabras.

El cochorro estaba en el suelo, panza arriba, suplicando paz con el pataleo de sus seis patitas, esperando a que por él y junto a él se decidiera la hegemonía del barrio.

—¡Sí…! ¡Tú, tú echar roncas nada más no sabes…!

—¿Roncas? ¿Roncas yo? ¡Si te doy uno!

Hacía que se iba con desdén digno, y volvía.

—¡Calla y no me provoques!

—¡Ahí va!, provoques —exclamó uno de los mirones—, provoques…, provoques… ¡Qué farolín, para que se le diga que sabe!

Los circunstantes les azuzaban.

—¡Anda, pégale!

—¡Chápale a ése!

—¿Le tienes miedo?

—¿Miedo yo?

—¡Mójale la oreja!

—¡Tírale saliva!

—¡Llámale aburrido!

—¡Provócale, anda provócale!

Todos soltaron el trapo a reír al oír esto. Luis se puso como un tomate, y se acercó a imponer correctivo al burlón.

—¡Déjale quieto! —le gritó Guillermo.

—¡Y a ti también si chillas mucho!

—¿A mí?

Luis le dio un empellón, se lo devolvió Guillermo, siguió un moquete y se armó la gresca. Los mirones les animaban y saltaban de gusto. Uno de éstos se puso a rezar por Guillermo.

—Ojalá gane Guillermo. Ojalá, amén… Ojalá gane… Ojalá gane…

Se separaban para dar vuelo al brazo y descargarlo con más brío.

Al principio llevaban la mano a la parte herida y tomaban tiempo para devolver el golpe; después menudeaban los embistes sin darse reposo.

—Ojalá gane… Ojalá gane… Ojalá gane…

—¡Échale la zancadilla!

Cayeron al fin al suelo mojado, Luis debajo, y al caer aplastaron al cochorro que imploraba piedad con sus patitas. Guillermo sujetó con las rodillas los brazos del enemigo, y mientras éste forcejeaba, el otro, resudado, rojo de faz, irradiando alegría, feroz los ojos, le decía entre resoplidos:

—¿Te rindes?

—¡No!

Y le descargaba un puñetazo en los hocicos.

—¿Te rindes?

—¡No!

Otro puñetazo más, y así siguió hasta que le hizo sangrar por las muelas.

En aquel momento, uno de los mirones exclamó:

—¡Agua…, agua…, agua!

Era que venía el alguacil, el muy pillo cautelosamente, haciéndose el distraído, como tigre de caza. Al verle, abandonaron todos el campo echando a correr. Y el alguacil, al escapársele la presa, los amenazaba desde lejos con el bastón.

Entraron en la calle, el vencedor rodeado de los testigos de su triunfo y sin hacer caso a Eugenio, que le repetía:

—¡He rezado por ti! ¡He rezado por ti!

Poco después entró el vencido sangrando por la boca, embarrado, hosco y murmurando:

—¡Ya caerá! ¡Ya caerá!

¡Qué corte rodeó desde aquel día a Guillermo!

En la calle bailaban todos de contento; ya no temían al roncoso, ya podían decirle:

—Te ha podido Guillermo.

Quien más atenciones prodigó a éste fue Eugenio.

El cual tenía un hondísimo sentimiento de la dignidad humana. Si le pegaban 6, 15 ó 21 golpes, él devolvía 7, 16 ó 22; cuando el maestro le administraba una azotaina, contaba él los zurriagazos, y si éstos eran n, después, en desquite, tenía que tocar el faldón de la levita del maestro n+1 veces. Siempre quedaba encima.

Luis no volvió a abrir el pico, pero no cerró noche ni abrió día sin que murmurara:

—¡Ya caerá! ¡Ya caerá!

¡Ardoroso alimento de su augusta majestad caída!

* * *

«¡Valiente chiquillería! ¡Mira con qué nos sale!»

¿Dice esto el lector?

¡Bien!, pues ahí está el origen del sentimiento de justicia, porque nació ésta del desquite. Toda la monserga de la vindicta social se reduce a la revancha social, ni tilde más ni tilde menos. ¿Me pega? ¡Le pego, y en paz!

¡Vaya una paz!

Los pueblos pasaron de la venganza al castigo. Esta es una pura reacción, como el estornudo. Entra un granillo de polvo en la mucosa…, la laringe castiga al granillo estornudando.

Cuando veo a dos rapaces darse de mojicones en la calle, me digo:

«Esa es la educación social, y lo demás pamplina. Así, libre y al aire libre, cada uno aprende, así, que, frente a su voluntad, hay otras voluntades, y que no hay otro remedio que imponerse o someterse a ellas, o concertarse todos a escapar bajo el ojo del alguacil».

Todavía nos ha de enseñar grandes cosas el «¡ya caerás!» internacional que sale de lo hondo del pecho herido.


Pero ¡ojo, mucho ojo!, no hay que perder de vista al alguacil, que avanza cautelosamente, como tigre de caza, que desde lejos amenaza con el bastón y puede aguarnos la fiesta.

(El Nervión, Bilbao, 7-IX-1891)
 

La sangre de Aitor

De la más pura sangre de Aitor había nacido Lope de Zabalarestista, Goicoerrotaeche, Arana y Aguirre, sin gota de sangre de moros, ni de judíos, ni de godos, ni de maquetos. Apoyaba su orgullo en esta nobleza tan casual y tan barata.

Lope, aunque lo ocultó y hasta negó durante mucho tiempo, nació, creció, y vivió en Bilbao, y hablaba bilbaíno porque no sabía otra cosa.

Ya al cumplir sus dieciséis años, le ahogaba Bilbao e iba a buscar en el barrio de Asúa al viejo euskalduna de patriarcales costumbres. ¿Bilbao? ¡Uf! ¡Comercio y bacalao!

Como no comprendían al pobre Lope sus convillanos, le llamaban chiflado.

En cuanto podía, se escapaba a Santo Domingo de Archanda a leer la descripción que hizo Rousseau de los Alpes, teniendo a la vista Lope las peñas desnudas de Mañaria, que cierran el valle que arranca de Echébarri, valle de los mosaicos verdes, bordado por el río.

Una mañana hermosa de Pascua, a la hora de la procesión, se enamoró de una carucha viva, y al saber que la muchachuela se llamaba Rufina de Garaitaonandía, Bengoacelaya, Uría y Aguirregoicoa, saltó su corazón de gozo porque su elegida era, como él, de la más pura sangre de Aitor, sin gota de sangre de judíos, ni de moros, ni de godos, ni de maquetos. Bendijo a Jaungoicoa y juró que sus hijos serían de tan pura sangre como él. Y de noche soñó que se desposaba con la maitagarri, libertada de las terribles garras del basojaun.

A la vuelta de un viaje que hizo a Burgos se fue a Iturrigorri a abrazar a los árboles de su tierra.

A las romerías iba con alegría religiosa. Odiaba ésas otras en que mozas con mantilla bailan polkas y valses y buscaba esas otras, escondidas en rincones de nuestros valles.

Cuando veía a algún viejo de pipa de barro, viejo chambergo, con el ala recogida por detrás, greñas blancas, «capusay» y «mantarras», quedaba en éxtasis, pensando en el viejo Aitor.

Una pena oculta amargaba su alma. Ni él ni Rufina sabían una palabra de vascuence. ¿Por qué de niño no le llevaron a criar a un caserío de Cenarruza?

Mil veces proyectaron aprender el misterioso eusquera él y su íntimo, Joaquín G. Ibarra; es decir, Joaquín González Ibarra Puigblanch y Carballido. El cual Joaquín era tan exaltado como Lope, pero el pobre llevaba avergonzado sus apellidos. ¿Cuándo recibirían en su mente, como maná de Jaungoicoa, el verbo santo, preñado de dulces reconditeces? Pero… ¡es tan difícil! ¡Deja tan poco tiempo el escritorio! Luego tenía que aprender inglés para el comercio.

Si no sabía éusquera, ¿en qué le conocerían? Decidió, ya que no podía hablar la lengua de Aitor, para darse a conocer, chapurrear el castellano, ese pobre «erdera», ese romance de ayer mañana, nacido como un gusano, del cadáver corrupto del latín, lengua de los maquetos de allende el Ebro. Y decididamente empezó a estropear la lengua de su cuna, aquella en que le acarició su madre y en que rezaba a Dios.

Los veranos iba un mes a Villaro. Allí tomaba leche en los caseríos, admiraba las sencillas costumbres de los hospitalarios euskaldunas, y al irse les dejaba una propinilla.

Una noche de luna llena subió a Lamíndaro a soñar. El cielo estaba nublado.

Se presentó Aitor de pie junto al Cantábrico, alborotado; la barba le caía como la cascada de Ujola; vestía extraño traje, y miraba a la cuna del Sol, de donde vino, trayendo el misterioso verbo, fresco y grave, preñado de hondos arcanos; verbo que emanaba de los labios del aitona como rocío del espíritu. Aitor fue disipándose, como neblina del mar.

Brilló luego sobre el valle, blanca y redonda, la luz de los muertos (il-arguia), y a su lado las estrellas parecían punzadas del techo del mundo, por donde filtra la luz de Jaungoicoa. Peñas oscuras cerraban el valle, pálido a la luz de los muertos; los árboles extendían en él largas y recortadas sombras; las aguas corrían con rumor eterno, y en sus cristales danzaba, hecha pedazos, la luna, reflejada. Los perros le ladraban; croaban las ranas en los remansos de las aguas, y dormía todo sobre la tierra menos los nobles euskaldunas. Vestidos de pieles crudas se reunían a la puerta de sus caseríos de madera, y bailaban solemne danza, símbolo de la revolución de la Luna en torno de la Tierra. Lope, allí, en medio de ellos, los miraba enternecido. Presidían los ancianos; las viejas hilaban su mortaja.

Se adelantó el «koplari», y le ofrecieron pan y bellotas; lo probó y comenzó el canto. Acompañábase del atabal mientras entonaba en la lengua misteriosa himnos alados a Jaungoicoa, que encendió la luz de los vivos y la de los muertos, y que trajo a los euskaldunas de la patria del Sol.

Lope, que no entendía despierto el pobre eusquera que hoy se usa, entendía aquel eusquera, puro y grave.

La música parecía el rumor del viento en los bosques seculares de la Euscaria, sin mancha de wagnerismo ni armoniquerías, que infectan hoy los zortzicos.

Cantaba el «koplari» al sublime Aitor, que vino de la tierra del Sol, de la Iberia oriental, donde posó el arca; cantaba a Lelo, el que mató a Zara; cantaba a Lekobide, señor de Vizcaya, el que ajustó paz con Octavio, señor del mundo.

Callaba el «koplari»; brillaba, redonda y blanca, la luz de los muertos, y adoraban los euskaldunas al santo Lauburu, a la cruz, en que había de morir Cristo siglos más tarde, mientras Lope se persignaba y rezaba el padrenuestro.

Se disiparon los adoradores del Lauburu, y Lope se vio en la cima del sagrario Irnio, entre euskaldunas crucificados, que cantaban himnos belicosos y morían por haber defendido los fueros contra los romanos.

Vio pasar a los romanos, togados, como estatuas de piedra; a los cartagineses, de abigarrados trajes; a los godos, de larga cabellera; a los requemados moros, y a todos, estrellarse contra las montañas vascas, a las que venían a buscar riquezas, como las olas del Cantábrico contra el espinazo de Machichaco.

Vio a Jaun Zuría venir de la verde Erín; le vio derrotar en Padura al desdichado Ordoño, y vio la sangre de los leoneses transformar los pedruscos de Padura en la roja mena de hierro del actual Arrigorriaga, esto es, pedregal rojo.

Vio luego al «echeco-jauna» de Altobiscar asomarse en la puerta de su caserío, y oyó ladrar a su perro.

Vio venir las huestes de Carloman; vio a los euskaldunas aguzar sus azconas en la peña; les oyó contar los enemigos, cuyas lanzas refulgían; vio rodar los peñascos de Altobiscar e Ibañeta; oyó la trompa de Roldan, moribundo, y vio escapar a Carloman, con su capa roja y su pluma negra.

Luego asistió a las guerras de bandería, y desde el torreón de una cuadrada casa-torre oyó el crujir de las ballestas, la vocinglería de los banderizos; vio las llamas del incendio y disolverse todo al sonido grave de la campana de la ante-iglesia, que reñía a los ladrones nobles y llamaba a los plebeyos, como una gallina a sus polluelos.

En seguida la larga y callada lucha a papeladas con los reyes de España, que refunfuñaban antes de soltar privilegios.

Y tras de esto, la elegía triste, la sangre de Abel enrojeciendo el cielo; la nube roja, que viene del Pirineo preñada de los derechos del hombre, que en violento chaparrón amagaban ahogar los fueros.

Aparecieron boinas y morriones…

Entonces Lope volvió en sí, y pensando en la última chacolinada dejó aquel campo.

Aprendió a conocer a su patria en Araquistain, Goizueta, Manteli, Villoslada y otros. Leyó a Ossian y allí fue ella. Al volver de Iturrigorri, ya oscuro, miraba a los lados y al verse solo, exclamaba en voz baja:

«Pálida estrella de la noche, ¿qué ves en la llanura?, y como callaba la estrella, él mismo se contestaba: «Veo a Lelo que persigue a Zara…»

¡Qué enorme tristeza le daba ver desde las cimas a la serpiente negra, que silbando y vomitando humo arrastraba sus anillos por las faldas de las montañas y las atravesaba por agujeros, trayendo a Euscaria la corrupción de allende el Ebro! Entonces suspiraba por la muralla de China.

¿Qué nos han dado esos maquetos? —pensaba—. ¿No adorábamos la cruz antes que ellos nos trajeran el cristianismo? ¿No teníamos una lengua filosófica antes que ellos nos trajeran con su corrupto erdera la flor de la civilización romana? ¿No hizo Dios las montañas para separar los pueblos?

Y al sentir el ronquido de la serpiente negra exclamaba:

«Huye, huye, rey Carlomagno, con tu capa roja y tu pluma negra», y bajaba triste, apoyándose en su maquilla.

El sueño de su vida era el santo roble. No quería morir sin haberle visitado una vez cuando menos. El árbol santo es el complemento de la cruz que asoma entre sus ramas en el escudo de Vizcaya.

Llegó el día de la visita. Iba Lope en el imperial del coche cantando el himno de Iparraguirre y hartando sus ojos de paisaje. Subió Aunzagana a pie, apoyado en la maquilla. Entraron en la garganta de Oca, donde se despeña el arroyo entre fronda. Luego se abrió ante ellos la dilatada vega de Guernica, hendida de aire marino, y vio a lo lejos la iglesia de Luno, como centinela sobre el valle.

El aire corría por el valle acariciando los maizales verdes, el cielo se tendía sin una arruga, las peñas de Acharre cerraban el horizonte y la ermita de San Miguel parecía un pájaro gigantesco posado en la puntiaguda cima del Ereñozar.

Allí abajo, oculta tras los árboles, reposaba Guernica, Guernica la de las Juntas.

Cuando se apearon del coche Lope y Joaquín, estaban medio locos. Sin cepillarse el polvo, preguntaron por el árbol, y un chiquillo les mostró el camino. Entraron en el santo recinto, vieron mudo el anfiteatro donde batallaron las pasiones, muda la Concepción guardada por espingardas, mudos los señores de Vizcaya.

Llegaron frente al árbol y se descubrieron. Y ni una lágrima, ni una palpitación más, ni un impulso del corazón; era para desesperarse, estaban allí fríos. Miraron bien al pobre viejo, viéronle remondado de mortero, miraron al joven que se alza recto dividido en tres ramas, y se sentaron en los asientos de piedra del pabellón juradero. En el convento próximo tocaban las monjas.

Vino también un aldeano. Pasaba por primera vez por Guernica y no quería irse sin ver el árbol de la canción; le miró y remiró, preguntó tres o cuatro veces si era aquél y se fue diciendo:

—¿Cer ete da barruan? Es decir: ¿qué tendrá dentro?

Entonces les contaron a Lope y a Joaquín la llegada del último koblakari, no se sabe si de la región de los espíritus.

Una noche de plenilunio apareció junto al árbol el último koblakari. Era un mocetón robusto; las negras greñas le caían hasta la espalda, algo cargada; llevaba boina roja y un elástico rojo con bellotas doradas por botones. Se apoyaba en un bastón de hierro y llevaba una guitarra. El koblakari misterioso llegó, se arrodilló, abrazó y besó el árbol y lloró. Entonó himnos que subían al cielo como incienso, cantó el himno divino del anteúltimo koblakari, y cantó luego la degeneración de la noble raza vascongada, ¡y lo cantó en castellano!

Pero el pueblo no le conoció, hizo befa de él. Cabizbajo, sumido en honda tristeza, bajó a Guernica, dio de noche en la sociedad una sesión de guitarra y rifó un pañuelito de seda.

Lope y Joaquín se retiraron a la fonda silenciosos, y, después de haber calentado el estómago con unas humeantes chuletas y un vivificante vinillo de allende el Ebro, sintieron que una inmensa ternura les invadía el corazón, se resquebrajó el hielo que les hubo coartado frente al roble santo y el recuerdo de la visita les llenó de dulce tristeza que acabó en sueño.

Los dos, de vuelta de la santa peregrinación, ingresaron en una patriótica sociedad que se fundó en Bilbao, a la que iban a jugar al dominó.

Más tarde, en época de elecciones, hizo Lope de muñidor electoral. Cuando llegaban éstas el santo fuego le inflamaba, evocaba a Aitor, a Lecobide, a los héroes del Irnio y se despepitaba para sacar triunfante con apoyo del primero que llegara a ser candidato unido a un blanco, negro, rojo o azul, y aquí paz y después gloria.

¡Viejos euskaldunas que os congregabais en los batzarres y cantabais a Jaungoicoa a la luz de los muertos! ¡Vosotros que conservabais la médula fecunda del misterioso verbo euskárico!

¡Nobles koblakaris de la Euskaria! ¡Levantaos de la región de los espíritus, todos, desde el primero al último, el de los botones bellotas, levantaos! ¡Descolgad de los añosos robles los mudos atabales y entonad elegías dolorosas a esta raza que descendió del Irnio a los comicios, a esta raza indómita ante las oleadas de los pueblos, domada por el salitre del bacalao y la herrumbre del hierro!


Mientras ellos pelean a papeletazos por un cargo público, ¡llorad, nobles euskaldunas, a la sombra del roble santo!

(El Nervión, Bilbao, 14-IX-1891)
 

Chimbos y chimberos

I

Dejaron el escritorio el sábado, al anochecer; como llovía un poco, se refugiaron en la Plaza Nueva, donde dieron la mar de vueltas, comentando el estado del tiempo próximo futuro. Al separarse, dijo Michel a Pachi:

—Mañana a las seis, en el simontorio, ¿eh?

—¿En el sementerio? ¡Bueno!

—¡Sin falta!

El otro dio una cabezada, como quien quiere decir sí, y se fue.

—Reconcho, ¡qué noche!

Enfiló al cielo la vista: así, así. Soplaba noroeste, ¡maldito viento gallego! El cielo gris destilaba sirimiri, con aire aburrido; pasaban nubarrones, también como aburridos; pero…, ¡quiá!, las golondrinas iban muy altas… Se frotó las manos, diciéndose:

—Esto no vale nada.

Subió de dos en dos las escaleras, y a la criada, que le abrió, le dijo:

—¡Nicanora, mañana ya sabes!

—¿Pa las cinco?

A eso de las diez, se levantó de la mesa, fue al balcón, miró al cielo y al fraile y se acostó. ¡El demonio dormía!

Revoloteaba por la alcoba un moscardón, zumbando a más y mejor. Michel sintió tentaciones de levantarse, apostarse en un rincón y, cuando pasara, ¡pum!, descerrajarle un tiro a quemarropa… A las seis en el cementerio de Santiago. Había que levantarse, lavarse, vestirse, revisar la escopeta, ya limpia; tomar chocolate, oír misa de cinco y media en Santiago. ¡Pues no son pocas cosas! Lo menos había que levantarse a las cinco… No; mejor a las cuatro y media. Estuvo por levantarse e ir a dar la nueva orden al cuarto de la criada; sacó un brazo, sintió el fresco y se arrepintió; dio media vuelta y cerró los ojos con furia, empezando a contar uno, dos, tres, etc… ¡Maldito moscón, qué perdigonada se le podía meter en el cuerpo! ¡Qué mosconada bajo la parra!

El moscón empezó a crecer, hasta llegar tamaño como el chimbo; acudieron otros más, y se llenó el cuarto de moscones chimbos. Él se acurrucó en un rinconcito, bajo una parra, y, tiro va, tiro viene, a cada tiro derribaba un moscón chimbo, que caía desplomado en la cama, convertida en gran cazuela, y donde al punto quedaba frito… Luego pasaron volando merluzas, lenguas, sarbos, chipirones… Oyó que uno de sus compañeros gritaba a lo lejos:

—¡Las dos y nublado!

Luego, la misma voz más lejos, mucho más lejos. En seguida… cayó él mismo en la cazuela, y se despertó en la cama. Oyó despierto las tres, volvió a dormirse y volvió a despertar: ¡arriba! Fue al balcón en calzoncillos… Empezaba a clarear… Algunas nubes… Todo ello era la bruma de la mañana, porque el fraile tenía medio descubierta la calva; abrió un poco el balcón y sacó la mano… Se lavó y vistió el traje viejo, botas de correas y bufanda; sacó la burjaca, y salió del cuarto.

¡Nicanora en la cama! Estaba acostumbrada a esperar que el señorito se levantara antes de la hora de llamada.

—¡El chocolate, mujer de Dios!

Al rato salió Nicanora diciendo, como diría un cómico:

—¿Dónde estoy?

—¡En todavía!…

Mi hombre se abrasó el paladar con el chocolate, se echó al hombro la vieja escopeta de pistón y a la calle.

Su madre le gritaba desde el cuarto:

—Luego con cuidao…, ¿eh?

Empezó a recorrer, como alma en pena, las calles desiertas, hasta que dieron las cinco y media. Vio algunos perros, al churrero melancólico y a los serenos que se retiraban. En la puerta de San Juan, algunas viejas acurrucaditas esperaban a Lucas.

Llegó al simontorio, y, al toque de las cinco y media, entró en la iglesia, fría como bodega, llena de criadas y hombres de boina.

Poco antes del alzar, entró Michel.

—¡Esta misa no te sirve!

—¡Otro día oiré el pedazo que me falta!

Michel llevaba su escopeta cargada con apretado perdigón mostacilla, y un perrito chimbero, color castaño, lanudo, de hocico fino, por nombre Napoleón.

Estos chimberos dormilones son la decadencia. En la edad de oro, el hoy rústico chimbero se componía de un perrillo como el de Michel, una escopeta de pistón y un chimbo, debajo de un alto sombrero de paja ahumado, forrado con una levita de pana, con polainas de paño y cargado de burjaca, cartuchero, capuzonero, polvorinero colgante de un cordón verde, mil cachivaches más y su zurroncillo con la gallofa de pan y merluza frita u otra golosina así. De misa de cuatro y media, ande Rosendo, a embaularse café con su copita de chilibrán.

Hacía tiempo que estaba cantando su alegre ¡nip, nip! el chindor, de collar anaranjado, el amante del sol, que le saludaba al romper el día, deja sus sábanas de bruma, y le da las buenas noches cuando se acuesta entre purpurinas nubes. Eran las seis y cuarto.

¡Qué agradable es recorrer la villa cuando ilumina el sol los tejados y escapa de él el fresco por las calles! Era septiembre, mes de los chimbos.

—¡Mira, mira, cuánta eperdicara!

Eran las fregonas, con su delantal blanco y su mantilla negra, que salían en bandadas y se dispersaban escoltadas. Algunas venían de oír misa por el campo. ¡Judías! En el Arenal era todo un paseo.

—¡Adiós, salada!

—¡Adiós, salerosa!

No podían, ¡ay!, detenerse; el chimbo les esperaba cantando en su higuera himnos al sol recién nacido.

Cruzaron con un chinel, y empezaron a trepar como garrapos por la estrada del Tívoli. Cruzaban, a ratos, con aldeanas, que llevaban sobre la cabeza la cesta, cubierta con el trapo blanco, y, sobre éste, la cestita de la vendeja.

—¿No sabes tú algo de vascuence?…

—¡Sí, vascuence de Artecalle!…

—Diles algo, échales una flor…

—¡Eh, su… nesca… gurusu… gurusu…!

—No soy nesca; nescas en Bilbao Vieja tienes…

—¡Te ha chafao! ¿No sabes que hay que llamarlas nescatillas?

Michel quedó corrido y juró, en su corazón, vengarse del descalabro. Llegaron sudando a la cima de la cordillera.

Entonces pasaba un aldeano.

—Anda, Pachi, pregúntale por dónde se baja a Izarza…

—¿No sabes o qué?…

—Pregúntale, ¡verás qué chirene!

Tomó el inocentón las más suaves inflexiones de su voz para decirle:

—Diga usted, buen hombre, ¿hará el favor de decirme por dónde se baja a Izarza?

El aldeano se encogió de hombros, sonrió y siguió su camino, sin contestar palabra.

—¿Ves, ves, cómo no te las arreglas con el jebo?… Mira, aquí viene otro… ¡Eh, tú, di por donde puñeta se va a Izarza!

—¡Por aquí, señor! —contestó, señalando el camino.

—¿Ves, hombre, ves?… Aldeano de los alrededores de Bilbao, jebo sivilisao… Tiene más… más… qué sé yo que un gorrión.

Y el hombre aligeró el paso, con la satisfacción de la venganza. Había tomado la revancha por lo de las nescas. ¡Cuántas vueltas y revueltas tiene el laberinto del corazón humano!

Entraban en tierra aldeana. Michel había calumniado al jebo sivilisao, como él decía, al aldeano urbano. Cierto es que, como gato escaldado, huye del agua fría; pero si ve blanca, se apacigua y entra en razón.

Se detuvieron en una de las casas de la cima a echar una espuelita de aguardiente balarrasa. Corría un fresco de mil demonios.

Pachi, con las manos en los bolsillos, lagrimeando los ojos pistojillos y colgando el dindirri de la nariz, tapadas boca y orejas por la bufanda, miraba a lo que tenía delante por entre la tenue neblina de su propio aliento. De vez en cuando, por no sacar las manos, sorbía…

Bilbao, ensartado en el Nervión, se acurrucaba en aquella hondonada, cubierto en el edredón de la niebla, humeando a trechos y ocultándose, en parte, tras el recodo del camposanto. La luz de la mañana hacía brillar el verde de los campos de Albia, tendidos al pie de Arraiz. Apoyándose sobre las pardas peñas de San Roque, contemplaba a la villa el pelado Pagasarri, y, sobre sus anchas espaldas, asomaba la cresta Ganecogorta el gigante. Parecían tías que contemplaban al recién nacido sobrino, Arraiz, Arnótegui con los brazos abiertos, y Santa Águeda, de famosa romería.

A Pachi la ternura patria le hacía bailotear los ojillos… ¡Aquello era su Bilbao, su bochito, lo mejor del mundo, el nido de los chimbos, la tacita de plata, el pueblo más trabajador y más alegre!

El Nervión, ría y no río —¡ojo¡—, culebreaba a todo lo largo de la vega de Olaveaga; más lejos, parecía a ratos bosque de jarcia; luego, las altas chimeneas del Desierto, cuyo humo se mezclaba a los pesados nubarrones que venían de hacia las recortadas minas de vena roja. Se abría la ría, no río —¡ojo!—, en el Abra; Serantes el puntiagudo, reproducido en el Montano, se miraba en el mar; allí, las Arenas, como nacimiento de cartón, y volviendo a la derecha —Pachi se volvió—, el valle de Asúa, la inmensa calma de la aldea, Chorierri, tierra de pájaros, la tierra de promisión, el campo de los chimbos y los chimberos. En él, Sondica, Lujua, Erandio, Zamudio y Derio, cinco pueblecitos como cinco polladas, con sus cinco iglesias como cinco gallinas, picoteando en su valle de verdura eterna.

El fresco o la emoción humedecían los ojos de Pachi:

—Suisa, hombre, Suisa…

—¿Dónde has visto tú Suisa, arlote?

—¡Por los santos, hombre, por los santos!

—Pero qué, ¿no piensas casar, ni comer?

A esta palabra mágica se volvió, enternecido y sorbiendo los mocos. Empezaron a buscar aventuras. Bajaban por una calzada llena de baches y pedruscos, verdadero calvario.

Salían a la puerta de los caseríos los mastines a ladrarles como desesperados, cuando no acababan de olfatear a Napoleón bajo el rabo. Michel se impacientaba; tenía tanta ojeriza al perro aldeano como a su amo; les tiraba piedras.

—¡Para quieto, hombre! ¡Aquí llevo unos curruscus de gallofa y algunos de fote, verás. ¿Ves? ¿Ves?

—Sí, fíate. A mí una ves me echó uno un tarisco…

—¡Quiá! Porque eres un memelo…, y te quedarías apapanturi. Ladran de hambre, nada más que de hambre… Que te tiran del pantalón, es pa que les hagas caso…

—¡Calla! ¿No has oído?

—¡No! ¿Pues?

—¡Cállate!

Se oyó el alegre ¡pío, pío! de un chimbo. Primera aventura de verdad. Vieron luego al pajarillo salir del suelo y, con vuelo cortado y bajo, volver a ocultarse entre los terrones…

—¡Míale, míale! ¡Allí, allí! ¿No le ves?

—Sch, schsechut!… ¡Calla!

Michel se adelantó a pasos lentos, agachándose y con la escopeta en ristre… Se la echó a la cara… ¡Huyó! El chimbo levantó el vuelo y se fue hacia Pachi. Antes de poder decir ¡amén! en su lengua el pajarito, se oyó el tiro.

—¡Ya ha caído!

Empezaron a registrar entre terrones. Napoleón hozaba por aquí y allí, y todo en vano; ni rastro.

—¿No te digo yo?… ¿No te digo yo?… Se abre la tierra y los traga… Tiene razón Chomín: si traerían los toros de agosto por aquí no llegaban a Bilbao… ¿No te…?

¡Pi, pi, pío! Pero no consiguieron ver al animalito.

—¡Cuándo mete tanta bulla, será algún chimbo silbante!

—¡Sí; están verdes!

—¡Lo que es si vuelve atrás!

El buen chimbero desprecia al raquítico y negrucho silbante, el más pequeñín y flaco, el más bullanguero y saltarín…

—¡Vaya con el chirripito! ¡Reuses de pájaro, na más!…

Entonces se separaron, y tiró cada cual por su lado. Este es el encanto de la caza del chimbo. El chimbo chimbero es la encarnación mil trece del espíritu potente y ferozmente individualista de nuestro pueblo, falto de grandes hombres y ahíto de grandes hechos, donde todo es anónimo y todo vigoroso; donde, donde cada cual, con santa independencia y terquedad admirable, atiende a su juego y se reúnen sólo todos para comer y cantar. No de bullangueras asambleas, sino del lento trabajo del choque de intereses y de la larga experiencia, brotaron, como flor colectiva del espíritu individualista, aquellas admirables ordenanzas que han dado la vuelta al mundo.

A ratos lloviznaba. Michel, que caminaba entre abrojos, oyó cantar al chindor, amigo del hombre, que canta a la caída de las hojas en el tardío otoño. Le perdonó la vida.

—¡Que viva y cante!

¡Oh, magnanimidad chimberil!

Llegó a las orillas de un arroyo, que culebreaba entre mimbres y juncos, que le cubrían como cortinillas de verdura; subía a las narices una frescura de hierba húmeda, que dilataba el pecho y abría el apetito. Pasó como una flecha un pinchegujas, y, tras él, un pajarito de pecherita blanca, que iba, venía, gritaba, agitaba su colilla recta como una dama su abanico, mojaba su piquito en el arroyo, jugaba con el agua, se iba a mirar en ella y, al ver deformada su imagen por los rizos del agua, le entraba risa y echaba a volar, riendo en vivo ¡pío, pío! Sonó el tiro, y, aleteando un poco, cayó la pobre eperdícara en el agua, que envolviéndola, fue a dejarla entre unos juncos.

II

Entre tanto, el incomensurable Pachi, sin perro ni cosa que lo valga, seguía su caza. Al pasar por un sembrado, oyó una voz que le gritaba:

—¡Eh, tú, ándate con cuidao, luego!

—Este será carlista, de seguro —pensó.

Algunos de los Arrigorriaga —la cacería que cuento fue en septiembre del 72—, carlista, de seguro. ¡Claro está! ¡Un aldeano liberal no se cuida jamás de sus sembrados, y estos regañones, que miran al bilbaíno de reojo, carlistas, carlistas, de seguro!

Salió entonces a un claro, y, profiriendo un ¡ah!, quedó mi hombre absorto y como en arrobo chimberil. En el suelo había un pájaro que con una lengua larguísima, como una trompa, fuera del pico, esperaba a que se llenara de hormigas para engullírselas. El corazón le picoteaba el pecho a Pachi… Apuntó con todo ojo, y rodó por el suelo el animalito. Mi hombre se acercó y, antes de cogerlo, se le quedó mirando un rato. Era un chimbo hormiguero, el pintado y aristocrático chimbo hormiguero, de larga lengua, el que figura en una de nuestras canciones clásicas.

Pachi lo cogió, le abrió el piquillo y le arrancó la larga y viscosa lengua; operación que jamás olvida el buen chimbero, pues nada hay peor que aquella lengua apestosa, capaz de podrir a todo el chimbo y a los que con él vayan en la cazuela.

La alegría le retozaba en el cuerpo a Pachi. Sopló al cuerpecillo, aun tibio, debajo de la cola; le separó el plumoncillo, y dejó ver una carne amarillenta.

—¡Qué mamines! ¡Qué gordito! ¡Qué mantecasas!

Le desplumó la suave pelusilla del trasero, y apareció éste finísimo, amarillento, rechonchito, de piel tendida, como parche de tamboril. Pachi se enterneció, miró a los lados y no pudo resistir el deseo de darle un mordisco en chancitas en aquellas mantecas. Se lo guardó en la burjaca, tarareando:

«Aunque te escuendas
en el bujero,
chimbo hormiguero,
tú caerás…»
 

Perdonó la vida a una chirta, que chillaba en un sembrado de patatas.

—Gorriones, chontas, pardillos, pájaros de pico chato… ¡Carne dura! ¡Carne dura!

Mató aún algunos vulgares chimbos de higuera, que picoteaban el higo y saltaban en las ramas, con expresión cómico-trágica, imitando a los barítonos cuando hacen de traidores.

Vio a Michel a lo lejos.

—¡Eh, Michel! ¿No te dise nada la tripa?

—Sí; ya me está haciendo quili, quili.

—Pues vamos cansía la perchera. ¿Cuántos has matao tú?

—Verás; ahora sacaré del colco…

Y le enseñó el hormiguero, lo que aumentó el mal humor del otro; y fue tanto, que al ver un clinclón que les miraba con sus ojazos clavados en el cabezón, le apuntó y le cosió a perdigones, diciendo:

—¡Un favor a los jebos!

¡Así pagan en el mundo los pecadores por los justos!

Desembocaron al camino real. Volvían de misa las aldeanas con la mantilla en la mano. Quiso Pachi hacer una fiesta a una, que pasaba, de carota de pastel, pero se encontró con un moquete, que le puso el hocico más rojo que el que llevaba el tintinábulo en la procesión del Corpus, mientras oía:

—¿Qué se cree usted?

—¡Anda, anda con la nescatilla!

Los ancianos saludaban, dando los buenos días; los jóvenes se van civilizando a la inglesa.

El chorierrico o aldeano de Asúa es un buen pájaro, del tamaño de un hombre; lleva las patas abigarradas de retazos azules; cresta azul, y azul, por lo general el cuerpo; trepa como un garrapo la cucaña; canta poco y siempre a tiempo; pide lluvia metido en fango; baja a Bilbao a picotear y llevarse pajitas para su nido y grano para sus polluelos, y por ser celoso, de sobra, de su derecho, queda a las veces desplumado por algún milano, agachapado en el Código. Teme al chimbo bilbaíno, que se burla de él, le pisotea las sementeras y le manosea la hembra.

Llegaron a la taberna, que, según el amo de ella, otra mejor no la hay en todo Vizcaya. Junto a ella, el juego de bolos. Subieron por la cuadra a un caserón de aldea, de techo ahumado. Allí encontraron la flor y nata de la chimbería: Santi, el Silbante, llamado así por su exiguo cuerpecillo; el imponderable Chomín, Tripazabal, Juanito y Dioni. En resolución, que había merluza… y lo demás se arreglaría pronto.

Se acomodaron en un cuarto, con una ventana sin cristales, con enorme cama, en cuya cabecera no faltaba la indispensable agua-benditera, sobre un retazo de pared empapelado; una mesa ancha y dos largos bancos.

Santi, antes de sentarse, sacudió el banco, a ver si estaba firme.

—Eres de la condisión de la epecha, el pájaro más chirripito y cacanarru, que nunca se pone en una rama sin sacudir, pa ver si le sostiene…

—¡Cállate ahí!… ¡Enterao estás! Con que el más chirripito, ¿eh? ¿El más chirripito? ¿Y dónde dejas al chío y al tarín?…

—¡Bah! ¡Ya remanesió tu siensia!…

Cada cual sacó de su burjaca el botín de campaña.

Allí toda la numerosa clase de los vivarachos chimbos de mora, hermanos del ruiseñor; cenicientos chimbos de higuera, de cabecita fina, ancas azuladas y mantecosa pancilla; rojizos chimbos de maizal; algún raro chimbo de cabeza negra, enteco, como el silbante; otros, cenicientos de cola roja, mosqueros; coliblancos, rechonchos y plumosos, y, entre todos, luciendo su aristocrática supremacía, el pintado hormiguero de Pachi.

—¡Míate, míate! ¡Como buebos!

—¿A ver?… ¡Deja, hombre, que les atoque tan siquiera!

—¿No oyes que como buebos?

—¡Un tordo!

El tordo es, como la malviz, el ideal del chimbero. Pues qué, ¿se sostendría sin ideal la chimbería?

—¡No me ha amolao poco!… Lo que menos tres veses le he apuntao, y él se guillaba disiendo: «¡Cho!, ¡cho!, ¡cho!», que en vascuence quiere desir: «¡Chafarse!»

También salió un martinete pintado, con el color apagado ya.

Empezaron a desplumar los pajaritos, que quedaban desnudos, blancos, con la redonda cabecita colgada del delgado cuello, entornados los diminutos párpados.

—¡Pobres pajaritos!… ¡Iñusentes!

Hay ternura en el corazón del chimbero, que una cosa es la lucha por el ideal y otra el corazón, y, sobre todo, ¿para quién hizo Dios al mundo?

Llovía a jarros, y esperaban su pitanza los chimberos chimbos.

Chimbos nos llaman a los bilbaínos, y lo somos: silbantes unos, colirrojos otros, otros coliblancos, de zarzal y hasta hormigueros. El chimbo bilbaíno pía y picotea y procura echar mantecasas bajo el pulmón. Tiene su nido en el bocho; canta siempre, y busca para él pajitas y aparta grano. ¡Aire y libertad y alas para volar! Aquellos mismos chimberos chimbos, un año más tarde, respondían con alegre ¡pío!, ¡pío!, con canciones frescas y chillonas al estampido de las grandes escopetas de los chimberos jebos.

Seguía lloviendo a jarros. Los hombres se impacientaban; daban patadas al suelo. Uno andaba por la ahumada cocina, haciendo fiestas a la criada.

El cuarto vecino tenía entornada pudorosamente la puerta. Era el Ayuntamiento, que celebraba sesión con comilona.

En éstas y las otras, se anunció la comida. Santi, devoto conservador de las tradiciones chimberiles, se quitó el sombrero y se ciñó a la cabeza el pañuelo, según era uso y costumbre en los heroicos tiempos de la chimbería.

Espárragos riquísimos; una cazuela con patatas y bazofia; carne llena de gordo y piltrafas; pollo en salsa, y merluza nadando en un mar de aceite.

Se daban todos tal prisa en comer, que el buen Pachi tuvo que coger un mendrugo y clavarlo en el cazolón, exclamando con voz solemne:

—¡Mojón!

Santa palabra. Dejaron todos sus tenedores, y él:

—Dejeméis mascar tan siquiera; dejeméis mascar.

Llegaron los chimbos, tan gustosos para roer, negritos ya, y los chimberos se chupaban los dedos.

Se armó la gran discusión a cuenta de si el rito de la limonada pide sarbitos o merluza en salsa; luego se discutió si es o no de trampa el pantalón del torero; luego la diferencia que hay entre chanela y chalupa. A todo esto, Tripazábal metía más bulla que un picharchar, y todo para nada.

Rodando la conversación, se vino a dar en el melancólico tema de «¡Cómo pasan los años, oh póstumo! ¡Oh témpora, oh mores!»

Santi, el Silbante, era romántico hasta dejarlo de sobra. Se echó sobre el camón y, mirando al techo, endilgó esta elegía:

—Ahora… ¿Ahora? Estos de ahora no sirven pa nada… ¡Nosotros sí que teníamos arloterías entonses! Ahora son todos unos sensumbacos iñusentes, que andan faroleando en l’Arenal detrás de las chicas… ¡Ah, las cosas que me alcuerdo! Ayer le busqué sin querer a Totolo en cal Correo, y no hisimos pocas risas, habla que habla d’eso… Un día el chinel llevarme quiso abajo San Antón… Yo corre que te corre, que ni Pataslargas me cogería, y el chinel por detrás… ¡No tenía mal alcuerdo! Yo, sin mirar, ¡pum!, de un bulsiscón, un chenche al suelo; luego, me tropesé en un trunchu de chana, y ¡sas!, de bruses contra un orinadero… ¡De por poco me apurrucho la pavía! Estaba el suelo mojao y resbaliso, como si te seria un sirinsirin, porque había llovido sirimiri y se había hecho barro de bustina… El chinel m’enganchó y abajo San Antón, porque le hise un chinchón a una señora… ¡Qué risas te hisimos aquel día! ¡Y cada reganchada le di al chinel!…

—Yo que tú, de un corpadón le mando a Flandes…

—¡Entonses, entonses! ¿Ahora?

—¡Ahora saben más!

—Mejor nosotros. ¡Iñusentes, iñusentes! Hablábamos de las cosas que son pecau, y de las que no son pecau; íbamos and’el maestro a preguntarle si era pecau desir concho y otras cochinadas, fumar en la portalada y seguir a las chicas… ¿Hoy? ¿Hoy? Hasta los chenches chirripitos que andan en l’alda del aña y van alepo tienen novia, y fuman, y disen concho… y se visten en Carnaval de batos barragarris… ¿Cuándo les ves holgar a toritos? ¿Cuándo oyes en la calle: «¡Qué sale el toro Cucaña!»? ¿Cuándo les vez hacer jirivueltas?… Te digo que esto va mal: quitarán el sirinsirin de San Nicolás, quitarán los gigantes, quitarán todo…

Una inmensa tristeza cayó sobre todos: la inmensa tristeza de la digestión penosa.

En el silencio del cuarto empezó uno a cantar, y le siguieron todos. El canto salía vibrante y se tendía por el valle, perdiéndose en él sus ecos apagados.

Envuelto en los vivos gorjeos del zortzico de Bilbao, le subía del estómago repleto una enorme ternura a la tacita de plata, acurrucada en su bocho.

Poco antes de caer la tarde, salieron con sus perros y sus escopetas de vuelta a la villa.

Se habían pasado parte de la mañana en sudar tras un pajarillo de mala muerte, para dar de hocicos en el cazolón. Allí les envolvió la ternura patria, ahitos de merluza, fuera del pueblo. La comida fuerte y sólida hace de sol; tanto calienta un cazolón humeante como un sol de fuego desde un cielo azul.

Año y medio más tarde, aquellos mismos chimberos de la cazuela, no pudieron beber el aire de las montañas, lanzaban a él su ¡pío, pío¡, mientras tronaba sobre sus cabezas la bomba del jebo y recorrían las calles de la villa los viejos chimberos con la escopeta al hombro.

Dos años después, en aquel mismo mes de septiembre vieron la famosa romería de San Miguel en el Arenal de Bilbao, a la sombra del tilo.

Y más tarde aún, en premio a sus afanes y sudores, les mermaron la pitanza de la próvida cazuela, no para dar al falto lo que creían sobraba al harto, sino para echarlo al arroyo. ¿Por qué ha de estar graso el chimbo hormiguero, cuando el silbante está flaco?

El chimbo calla, se resigna, trabaja y sigue cantando y revoloteando de higo en higo, y esperando a la nueva primavera.

En la rápida transformación de nuestro pueblo es el chimbero, animal cuasi fósil, penumbra de lo que fue.

El Bilbao de las narrias y de los chimberos se ha transformado en el del tranvía urbano y los cazadores de acciones. Ya no se ven por las calles aquellos perritos lanudos, color castaño y hocico fino, y andan por ellas olfateando sabuesos, perdigueros, buldogos y hasta galgos y daneses.

Se va haciendo la paz entre el chimbo campesino y el urbano; aquéllos cantan, desde la primavera al otoño, al sol que dora las mieses, y a los arrastres de mineral, que matan al buey, mientras elevan las fábricas al espacio el himno fragoroso a la fuerza omnipotente del trabajo, que crea, sostiene, destruye y vivifica todo.


¡Animo, hijos de los viejos chimberos! ¡A cazar el pan para los hijos!

(Leído en la Sociedad El Sitio, l-V-1891, publicado en enero de 1892 en El Nervión de Bilbao)
 

San Miguel de Basauri en el Arenal de Bilbao

A D. Francisco de Yzaguirre.

Nada más grato que recordar las bulliciosas fiestas de los tiempos ingratos para nuestra villa; nada más saludable que evocar la memoria de los raudales de alegría que desbordaban entonces del vigor del alma bilbaína. Los hombres y los pueblos valerosos son los hombres y los pueblos verdaderamente alegres: la tristeza es hermana de la cobardía.

Vosotros, los de aquellos días, podéis decir:

—¡Estuvimos allí!

Yo que aunque muy niño entonces, también estuve allí, sólo aspiro a despertar en vuestra fantasía la imagen dulce de la bulliciosa fiesta, que fue como prólogo a aquel heroico período, a cuyo culto esta Sociedad está consagrada.

Era el otoño plácido de nuestras montañas, cuando el sol, cernido por la disuelta telaraña de neblina, llueve como lento sirimiri sobre el campo sereno, disolviendo los colores en el gris uniforme del crepúsculo del año.

La placidez de aquel otoño templaba la agitación de los espíritus. Bilbao estaba rodeada de enemigos; desde los altos que le circundan le hacían corte los jebos; las monjas de la Cruz habían abandonado su convento; los habitantes de Bilbao la Vieja y San Francisco invadían el casco nuevo, ocupando las casas desalquiladas; los cosecheros de chacolí vendimiaban su uva antes de sazón; faltaban correos, y merluza, a las veces; se acercaba el sitio, pero la alegría alentaba, y era hermoso el otoño plácido de nuestras montañas.

Amaneció el 29 de septiembre de 1873. Pachi, muy de mañana, llamó a la puerta de Matrolo:

—¡Vamos, arlote, dormilón, levántate! ¡A la romería! ¡A San Miguel!

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Matrolo, desperezándose.

—Nada, que Chapa va hoy a Guernica de paseo, y, lo que ya sabes, que viene Moriones con dos mil hombres… Los jebos, vendimiando… ¡Anda, levántate!

—Pero ¿es verdad que nos viene Murriones? —preguntó Matrolo, restregándose los ojos.

Cuando se hubo metido en su ropa, dirigióse a un rincón del cuarto, levantó una especie de cortina y mostró a Pachi un fusil Remington y una escopeta chimbera en íntima compañía, preguntándole:

—¿Cuál cojo?

—¡Coge la escopeta!…

—¡La gran idea, verás! Ayer hablé de ello…

Cogió la escopeta, se colocó la burjaca, el polvorinero, el capuzonero, todos los chismes, llamó al perro y dijo:

—¡Vamos!

—Pero… ¿estás del queso? ¿A dónde vas?

—¡A chimbos!

—¡Divertirse! —les gritó una joven—. Luego vamos nosotras.

—Tendría que ver —decía Matrolo, mientras bajaba las escaleras— que Velasco, el sombrerero libertador, se nos presentara a pasar sobre nuestros escombros…

—Parece —añadió Pachi— que Castor, el vejete, está haciendo de soplín, soplón, hijo del gran soplador; no hace más que inflar los papos en la fundición de Arteaga… Los postes de amarras no le bastan y dice que nuestro comercio no aguantará tres días de bombardeo…

¡Coitao! ¡Qué pronto se ha olvidado de San Agustín!… ¡Está memelo!

Entonces pasaba por la calle Chistu, con su tradicional casaca encarnada y pantalón azul, tocando el pastoril instrumento.

—¡A Basauri! ¡A San Miguel!

Era un grupo de jóvenes con boinas rojas y pantalones de dril blanco, saltando y gritando. La calle hacía de carretera; las serias casas de riente campo, porque llevaban dentro de ellos el campo y la alegría.

—¿Vamos a buscar a Bederachi? —dijo Matrolo.

—¿Bederachi? Desde que tiene novia…

El animoso Bederachi se entusiasmó como un niño con la idea de ir a chimbos al Arenal. ¡Al fin podría gritar y hacer chiquilladas en público, sacar al aire libre la plenitud de su alma!

—¡Esto es demasiado lujo! —exclamó Pachi al ver las bocacalles del Arenal con banderas y gallardetes.

Ante su vista, entre las estribaciones de Puente y la bicornuda fachada de San Nicolás, se extendía el Arenal famoso, del que dice la canción que

No hay en el mundo
puente colgante
más elegante,
ni otro Arenal…»
 

Parecía el campamento de la alegría. En los jardines, tiendas de poncheras, en que se veía, sobre blanco mantel, la jarra con su batidor de caña, los vasos y los azucarillos, respirando frescura; choznas cubiertas de ramaje; tiendas de campaña, por aquí y por allí, de juegos de navaja, de anillos, de dados, y, a través del follaje, que amarilleaba, los palos y el vergaje de los vapores empavesados y endomingados.

Un aire fresco dilató el espíritu de mis tres romeros, aire de alegría que soplaba su hálito sobre el Arenal desde las bocacalles de la villa.

Sintiéronse niños Bederachi y Matrolo, y empezaron a apuntar a los árboles, fingiendo disparar con gran contento de los chiquillos, que celebraban la ocurrencia.

Al pasar junto a una chozna, y oír el chirchir del aceite, Matrolo dilató las narices y preguntó:

—¿Es?

—¡Sí!

—¿Tenemos merlusita frita? ¡Qué felisidá!…

—No es del todo buena —observó Pachi—; pero, al fin, esos caribes nos dejan probar… La carne está dura, mala y cara; a veinticuatro cuartos libra. El vino…

—¡Prosaico! —le interrumpió Bederachi.

—Tú sampa y cállate.

Recorrieron los grupos de bailes; los dos chimberos dieron unas bajadas de sirinsirin en San Nicolás, con vergüenza de Pachi, y de allí se fueron a las Acacias, donde unos voluntarios de la República jugaban a los bolos.

—Este juego —les dijo uno de ellos estoicamente —está hecho con tablones de la batería de la Muerte…

—¡Qué miedo!

—¿Quién habla de muerte? En el camposanto han puesto un letrero que dice: «No se permite la entrada».

Frente al peligro que se avecinaba, halló nuestro pueblo la frescura del alma virgen, desligada del cuidado que consigo trae cada día.

Estaba apuntando a un árbol Bederachi, para regocijo de los muchachos y expectación del perrillo, que enderazaba las orejas, cuando, poniéndose, como amapola, dejó caer la escopeta al oír un

—¡Mireléis, chicas, mireléis!

—¿Por qué no disparas? ¡Sigue! —le dijo Pepita, que venía.

—¡Chiquilladas!… —murmuró confuso.

—¡Ay, ené! ¡Y qué vergonsoso es el chico!… —exclamó una de las compañeras.

Bederachi se les agregó escoltándoles con su escopeta al hombro, seguido del perrillo y cuchicheando al oído de Pepita. Para ellos era la fiesta; para ellos la placidez del otoño; sinfonía de su amor, el contento desparramado que les rodeaba.

—¿No te digo yo? —decía Pachi a Matrolo—. Con enamorados no se cuenta…

En aquel momento llegaban don Terencio y doña Tomasa, serios como corchos; con ellos, los gigantones africanos y asiáticos y los dos cabezudos. Eran los gigantes de la segunda dinastía; los anteriores a la reforma que les añadió americanos a compartir su reinado; los que conocieron a Gargantúa; los que, atacados más tarde de cloruritis y abandonados por su pueblo, fueron, a bordo de un arca de Noé, a Portugalete a acabar su vida, contemplando el mar, que se traga a los grandes ríos y a los arroyuelos chicos.

De las calles de la villa salían alegres grupos y vibrantes sansos, como retozo de un niño.

—Comeremos aquí y con música —dijo Matrolo.

Mientras la banda tocaba en el quiosco, comieron en las Acacias, en bulliciosa mesa, servida por los Pellos. Se habló allí de la guerra y de la paz, de la facción carlista y de aquellos cartageneros que distraían al ejército. Recordaron las pasadas romerías de Basauri, cuando iban por la blanca carretera o por el sombrío camino de la Peña, pasaban el Puente Nuevo, ante el cual se despliega el risueño valle de Echévarri, por cuyo seno, entre cortinones de verduras, el Nervión, aun joven, se enfurruña al saltar las presas; pasaban el Boquete, y, muy luego, se abría ante sus ojos la frescura del valle de Basauri, vestido de manto de árboles, en cuyo límite se destaca la iglesia de Arrigorriaga, teatro de heroicas hazañas.

Revoloteando la conversación alada, se fue de la romería a Basauri, y de Basauri a Arrigorriaga. Dijo un comensal:

—¿Os acordáis de aquella acción del año pasado, cuando la amorebietada? Antes del susto del día de la Ascensión…

Todos sonrieron, y miraron al único que comía en silencio, sin sonreír.

—Aquel día —añadió otro— fue herido nuestro bizarro compañero Abdelkader…

—¿Dónde? ¿Dónde? —preguntó Matrolo a su vecino.

—En el tacón —contestó éste.

—No hay que olvidar —añadió otro— el patriótico impulso que les trajo en un santiamén a dar cuenta de lo ocurrido…

—¡Bueno! ¡Basta de eso! —interrumpió seriamente un vecino del que comía y callaba.

La conversación varió de vuelo.

Entre tanto, la romería se animaba. Cruzó el Arenal, saliendo de la villa una carretela, tirada por caballos encascabelados y encampanillados, y los alegres jóvenes que iban en ella, adornados con dalias, llenaban el Arenal con sus sansos.

Matrolo apenas comía; se confundía en todo.

—¡Cigarros!

—¡Agua fresca! ¿Quién quiereeeee?

—¡Eh, aguadera!

—¡Churros! ¡Churros calientes!

Las tiendas de la villa se cerraron por la tarde. El Arenal parecía un hormiguero.

Entre tanto, desde la falda de Archanda, junto a una casería recién quemada, miraba con vista fosca a la fiesta el casero, mientras en lo íntimo de su alma, al rumor que subía del Arenal de la villa, se unían los ecos de las pasadas machinadas; ecos que, al nacer, trajo como herencia.

—¡La primera compañía v’haser el aurrescu!

—¡Pilili v’haser el aurrescu!

Lo oyó Matrolo y, con el bocado en la boca y la servilleta al cuello, fue a verlo. Se sobrecogió de respeto al ver los chuzos de la autoridad.

Comenzó el antiguo baile a los ecos agridulces del pito de Chistu; esos que iban a perderse en los oídos del casero de Archanda.

—¡Alza, Pilili!

Y Pilili hacía en el aire los trenzados habilísimos de sus pies.

—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamaba Matrolo, luciendo su servilleta.

—¡Aquí viene! ¡Aquí viene!

Matrolo corrió a dejar la servilleta y tomar la escopeta; se volvió y vio un tropel de gente que se acercaba.

—¡Aquí está el rey de las selvas! —dijo Pachi con seriedad.

Con boina encarnada, de la que colgaba borla de esparto; con banda azul, de rico percal, con borlas; con una placa de papel que le cubría el pecho; con artística espada de arrogante pino, benévola en los combates, como dice un cronicón coetáneo, venía, caballero sobre un rucio, a tambor batiente, llevando en la espalda un papel de trapo que decía: «Entrada del rey Chapa en Guernica».

Le seguía la guardia real: chicuelos, armados de palos, que le vitoreaban. Deteníase él, de cuando en cuando, para decirles:

—Guerreros, esta noche dormiréis en Bilbao.

Agregáronse a la comitiva los enanos y los gigantones.

Pasaban entonces en artolas dos ricos aldeanos, marido y mujer, representados con propiedad. Bajó el marido a besar la mano a Su Majestad.

Matrolo se sintió niño. Recordó los días en que, poniéndose un alfiler en la gorra, a guisa de pararrayos, corría delante del enano, gritándole: ¡Caransuelito! Y, con su escopeta al hombro, se agregó a la comitiva.

Pasaron la batería de la Muerte, fueron a la taberna de la Sandeja y se colocaron en batalla frente al blocaus de San Augustín, mientras Pachico el Gordo les miraba sonriendo.

—¡Allí están los jebos!

Desde Archanda, un grupo de hombres contemplaba la fiesta. Europa, representada en don Terencio y doña Tomasa, les miró asombrada; Asia y África les volvieron las espaldas.

Entonces se mezcló al regocijado clamoreo de la fiesta el ronquido del cañón, que, desde San Augustín, enviaba peladillas a los mirones. El eco de los cañonazos se disipó, como golpes de bombo en regocijado bailable, en el murmullo que brotaba del retozo de la muchedumbre. El Arenal parecía vivo, y resonante el polvo de la fiesta, que parecía destilar sobre los corazones el bálsamo del descuido.

Matrolo no sabía dónde acudir; quería estar en todas partes, mezclar su voz a todos los rumores de la fiesta, difundirse en el ambiente. El contento que le envolvía llevaba a su corazón este melancólico pensamiento:

—¡Qué mal está el que no tiene novia!

Junto a los impávidos gigantones, rodeados de chiquillos, circulaba la gente, bailaban a la música, se oían sansos, chirchir de guisos, sonsonete de ciegos…

De pronto, resonó sobre el alegre rumor de la fiesta la corneta de llamada. Por un momento se calmó el runrún, como el bramido del mar que cesa, mientras avanza por la altura la encanecida ola, para deshacerse en blanco polvo, rebramando contra la costa.

Matrolo echó a correr; Bederachi le siguió. Llegaron a sus casas, dejaron las escopetas y los perrilleros, cogieron los fusiles y las gorritas de higo, recordaron los tiempos duros en que estaban y, llevando en el alma el uno el soplo fresco de la romería, la mirada de Pepita el otro, se fueron a sus guardias.

¿Y el de la borla de esparto?

El cronicón de donde he sacado los datos, acaba su descripción diciendo:

«No comprendiendo, sin duda, su majestad mandilona que el buen ejemplo debe dimanar siempre de quien en lo más alto se ve encumbrado, olvidándose acaso de su elevado rango, se atreve a cometer serios desmanes que le obligan a retirarse quizá antes de tiempo, contra su omnímoda soberana voluntad, al regio alcázar hábilmente designado con el significativo nombre de La Perrera».

Ya de noche, se arrastraban los últimos ecos de la romería; recorrían las calles grupos, y se oían voces que se alejaban cantando:

Ené, qué risas le hisemos
al pasar por la Sendeja…
Chalos y todo nos hiso
desde el balcón una vieja…»
 

Así celebró Bilbao en su Arenal la romería de San Miguel de Basauri el 29 de septiembre de 1873.


¡Tiempos aquellos en que en el continuo vaivén de los sucesos, en la incertidumbre del mañana, despegadas las voluntades del amodorrador cuidado y flotando sus raíces como en el mar las algas, traía la villa a su seno el aire de los campos y recogía el soplo de la infancia animosa de los pueblos.

(Leído en la Sociedad El Sitio, l-V-1892, y publicado en mayo de 1892 en El Nervión)
 

El semejante

Como todos huían de Celestino el tonto, tomándole, cuando más, de dominguillo con que divertirse, el pobrecito evitaba a la gente paseándose solo por el campo solitario, sumido en lo que le rodeaba, asistiendo sin conciencia de sí al desfile de cuanto se le ponía por delante. Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescos sueños infantiles, para él tan reales como aquéllas, en una niñez estancada, apegada al caleidoscopio vivo como a la placenta el feto, y, como éste, ignorante de sí. Su alma lo abarca todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia. Se iba por la mayor soledad de las alamedas del río, riéndose de los chapuzones de los patos, de los vuelos cortos de los pájaros, de los revoloteos trenzados de las parejas de mariposas. Una de sus mayores diversiones era ver dar la vuelta a un escarabajo a quien pusiera patas arriba en el suelo.

Lo único que le inquietaba era la presencia del enemigo, del hombre. Al acercársele alguno, le miraba de vez en vez con una sonrisa en que quería decirle: «No me hagas nada, que no voy a hacerte mal», y cuando lo tenía próximo, bajo aquella mirada de indiferencia y sin amor, bajaba la vista al suelo, deseando achicarse tamaño de una hormiga. Si algún conocido le decía al encontrarle: «¡Hola, Celestino!», inclinaba con mansedumbre la cabeza y sonreía, esperando el pescozón. En cuanto veía a lo lejos chicuelos apretaba el paso; les tenía horror justificado: eran lo peor de los hombres.

Una mañana tropezó Celestino con otro solitario paseante, y al cruzarse con él y, como de costumbre, sonreírle, vio en la cara ajena el reflejo de su sonrisa propia, un saludo de inteligencia. Y al volver la cabeza, luego que hubieron cruzado, vio que también el otro la tenía vuelta, y tornaron a sonreírse uno a otro. Debía de ser un semejante. Todo aquel día estuvo Celestino más alegre que de costumbre, lleno del calor que le dejó en el alma el eco aquel que de su sencillez le había devuelto, por rostro humano, el mundo.

A la mañana siguiente se afrontaron de nuevo en el momento en que un gorrión, metiendo mucha bulla, fue a posarse en un mimbre cercano. Celestino se lo señaló al otro, y dijo riéndose:

—¡Qué pájaro…! ¡Es un gorrión!

—Es verdad, es un gorrión —contestó el otro soltando la risa.

Y excitados mutuamente se rieron a más y mejor: primero, del pájaro, que les hacía coro chillando, y luego, de que se reían. Y así quedaron amigos los dos imbéciles, al aire libre y bajo el cielo de Dios.

—¿Quién eres?

—Pepe.

—Y yo Celestino.

—Celestino… Celestino… —gritó el otro, rompiendo a reír con toda su alma—. Celestino el tonto… Celestino el tonto…

—Y tú Pepe el tonto —replicó con viveza y amoscado Celestino.

—Es verdad: Pepe el tonto y Celestino el tonto…

Y acabaron por reírse a toda gana los dos tontos de su tontería, tragándose al hacerlo bocanadas de aire libre. Su risa se perdía en la alameda, confundida con las voces todas del campo, como una de tantas.

Desde aquel día de risa juntábanse a diario para pasearse juntos, comulgar en impresiones, señalándose mutuamente lo primero que Dios les ponía por delante, viviendo dentro del mundo, prestándose calor y fomento como mellizos que coparticipan de una misma matriz.

—Hoy hace calor.

—Sí, hace calor; es verdad que hace calor…

—En este tiempo suele hacer calor…

—Es verdad: suele hacer calor en este tiempo…, ji, ji…, y en invierno, frío.

Y así seguían, sintiéndose semejantes y gozando en descubrir a todos momentos lo que creemos tenerlo para todos ellos descubierto los que lo hemos cristalizado en conceptos abstractos y metido en encasillado lógico. Era para ellos siempre nuevo todo bajo el sol, toda impresión fresca, y el mundo una creación perpetua y sin segunda intención alguna. ¡Qué ruidosa explosión de alegría la de Pepe cuando vio lo del escarabajo patas arriba! Cogió un canto, en la exaltación de su gozo, para desahogarlo despachurrando al bichillo; pero Celestino se lo impidió, diciéndole:

—No, no es malo…

La imbecilidad de Pepe no era, como la de su nuevo amigo, congénita e invariable, sino adventicia y progresiva, debida al reblandecimiento de los sesos. Celestino lo conoció, aunque sin darse cuenta de ello; percibió confusamente el principio de lo que les diferenciaba en el fondo de semejanza, y de esta observación inconsciente, soterrada en las honduras tenebrosas de su alma virgen, brotó en él un amor al pobre Pepe, a la vez, de hermano, de padre y de madre. Cuando a las veces se quedaba su amigo dormido a la orilla del río, Celestino, a su vera, ahuyentaba las moscas y los abejorros, echaba piedras a los remansos para que se callasen las ranas, cuidaba de que las hormigas no subieran a la cara del dormido y miraba con inquietud a un lado y otro por si venía algún hombre. Y al divisar chicuelos le latía el pecho con violencia y se acercaba más a su amigo, metiéndose piedras en los bolsillos. Cuando en la cara del durmiente vagaba una sonrisa, Celestino sonreía soñando el mundo que le encerraba.

Por las calles corrían los chicuelos a la pareja gritando:

¡Tonto con tonto,
tontos dos veces!
 

Un día en que llegó un granuja hasta pegar al enfermo, despertóse en Celestino un instinto hasta entonces en él dormido, corrió tras el chiquillo y le hartó de pescozones y de sopapos. La patulea, irritada y alborozada a la vez por la impresumible rebelión del tonto, la emprendió con la pareja, y Celestino, escudando al otro, se defendió heroicamente a boleos y patadas hasta que llegó el alguacil a poner a los chicuelos en fuga. Y el alguacil reprendió al tonto… ¡Hombre al cabo!

En el progreso de su idiotez llegó Pepe a entorpecerse de tal modo de sentidos, que se limitaba a repetir entre dientes, soñoliento, lo que su amigo iba enseñándole, según desfilaba como truchimán de cosmorama.

Un día no vio Celestino el tonto a su pobre amigo, y andúvole buscando de sitio en sitio, mirando con odio a los chicuelos y sonriendo más que nunca a los hombres. Oyó al cabo decir que había muerto como un pajarito, y aunque no entendió bien eso de muerto, sintió algo como hambre espiritual, cogió un canto, metiéndoselo en el bolsillo; se fue a la iglesia a que le llevaban a misa, se arrodilló ante un Cristo, sentándose luego en los talones, y después de persignarse varias veces al vapor, repetía:

—¿Quién le ha matado? Dime quién le ha matado…

Y recordando vagamente, a la vista del Cristo, que un día allí, sin quitarle ojo, había oído en un sermón que aquel crucificado resucitaba muertos, exclamó:

—¡Resucítale! ¡Resucítale!

Al salir le rodeó una tropa de chicuelos: uno le tiraba de la chaqueta, otro le derribó el sombrero, alguno le escupió, y le preguntaban: «¿Y el otro tonto?» Celestino, recogiéndose en sí mismo, perdido aquel fugitivo coraje, hijo del amor, y murmurando: «Pillos, pillos, repillos…, canallas…; éstos le han matado…; pillos», soltó el canto y apretó el paso para ponerse en su casa a salvo.


Cuando paseaba de nuevo solo por las alamedas, a orilla del río, las oleadas de impresiones frescas, que, cual sangre espiritual, recibía como de placenta del campo libre, venían a agruparse y tomar vida en torno a la vaga y penumbrosa imagen del rostro sonriente de su amigo dormido. Así humanizó la naturaleza, antropomorfizándola a su manera, en pura sencillez e inconsciencia; vertía en sus formas frescas, cual sustancia de vida, la ternura paterno-maternal que al contacto de un semejante había en él brotado, y sin darse de ello cuenta vislumbró vagamente a Dios, que desde el cielo le sonreía con sonrisa de semejante humano.

(El Imparcial, Madrid, 20-V-1895)
 

Sueño

Cuando conocí a don Hilario no era ya nadie ni hacía nada, resultando un sujeto de los más borrosos y comunes a pesar de su fama de raro. Mas, aun así y todo, tuve la fortuna de presenciar una de sus explosiones, una erupción de sus honduras espirituales, y oírle contar sus desventuras con aquella voz gangosa y aquel modo doloroso que en casos tales, y hasta volver a caer en su natural huronería, le dominaba por completo.

Ciego de mozo por la lectura y el estudio, creía a pies juntillas haber sido tal vicio la fuente de sus males. Con hidrópica sed de saber misterios, había devorado de todo, ciencias, letras, humanidades, con encarnizamiento insaciable. El misterio se le iba agrandando a la par que descubría nuevas caras por que abordarle y sentía desazón e impaciencia al encontrarse cientos de veces con las mismas cosas en cientos de libros diversos. Anhelando novedades, ideas nuevas o renovadas que le refrescaran la mente, encontrábase con insoportables repeticiones. Todos los libros que tratan de una materia contienen un fondo común, y este fondo le daba ya sueño, a puro machaqueo. El que consigue descubrir una verdad en química no se conforma con menos que con escribir un tratado completo de química, y gracias si no pretende que esa verdad modifique todas las restantes y sea piedra sillar de un nuevo sistema.

Al acostarse dejaba sobre la mesilla de noche tres o cuatro libros, solicitado a la vez por todos ellos; tras breve vacilación, cogía uno, lo hojeaba, leía trozos salteados, empezaba un capítulo, inatento, distraído por el deseo de los restantes libros de la mesilla; y así lo dejaba para tomar otro, y a su vez dejarlo en cuanto se convertía en lo que decían el sugestivo lo que dirían. Muchas veces tocaba a uno y otro y se quedaba sin ninguno, y acabó por ni tocarlos siquiera, optando por dormir al sentimiento de la vecindad de sus queridos libros.

Pasó a leer monografías, notas bibliográficas, referencias, extractos, y sobre todo revistas. De las revistas se fue a las revistas de revistas. Pero aquí todo era esqueleto sin carne ni alma, planos esquemáticos. Y lo peor era que los extractos le resultaban más palabreros y vacíos que las obras mismas extractadas.

Y ¡qué desilusión al ver estropeados los más hermosos títulos!

Buscó por fin las obras atiborradas de referencias y notas para leer éstas; sobre el andamiaje que el autor levantara para construir su obra fantaseaba él otra. Y acabó en leer catálogos.

¡Los catálogos! Pocas cosas más sugestivas que un catálogo. Sobre un título, ¡qué de fantasías nebulosas, imprecisas!, ¡qué de imaginar sin concepto alguno! Se acostaba con un catálogo y lo iba hojeando. Su conocimiento de idiomas vivos le ayudaba mucho.

Wiezzieski: «El problema del mal», ¡qué campo tan vasto!, y vagaba sin idea alguna por oscuros vislumbres de ese problema; Wadsworth: «El porvenir de la India», séptima edición, en cuarto, seis chelines, ¡qué cosas dirá!, y pasaban por su mente Warren Hastings, Lord Clive, el budismo, el espíritu inglés, mil otras imágenes; Bonnet-Ferrière: «El arte en la vida», nueva evocación de inarticulada sinfonía de larvas ideas; Schmaushauser: «La filosofía de la química», ¡¡decimoquinta edición!!, ¡¡veinte liras!!, y durante un rato veía ordenados rigodones de átomos llenos de personalidad y de vida; López Martínez: «Comentarios al derecho procesal», ¡qué lata tan soberana! Y quedábase dormido.

A la par iba cobrando desenfrenado amor al sueño. Pasábase el día mientras hojeaba libros u hojeaba catálogos, esperando la hora de acostarse y acariciando la imagen del sueño, y una vez acostado se arrebujaba en las sábanas a gozar en la espera del momento de sumersión en la inconsciencia. Daba a las veces en ponerse a espiar el momento preciso en que entraba en el sueño, momento que se le escapaba siempre, pues siempre se distraía en la coyuntura propicia. Otras veces se revolvía, preso de ardiente agitación, pensando en la nada, que le aterraba más que el infierno.

¡La nada!, estar cayendo, cayendo por el vacío inmenso…, no, no estar cayendo siquiera…

Se levantaba tarde, se vestía, lavaba y almorzaba con toda calma, leía el periódico hasta los anuncios, repasaba algún catálogo, miraba con cariño a sus libros, tocándolos, cambiándolos de lugar, hojeando algunos, y así le llegaba la hora de comer. Después café, rato de sentada en el casino viendo jugar al tresillo, que no entendía poco ni nada, paseo lento, gradual invasión de sueño, frugalísima cena y a la cama temprano.

El día en que estalló me decía:

—¡Qué enfermedad más terrible el…, pero no, bien mirado, ni es enfermedad ni es terrible! Paso el día esperando la hora de acostarme, acariciándolo en mi imaginación, y me acuesto deleitándome en la idea de que voy a dormir para resucitar con el nuevo día, lleno de frescura espiritual. ¡El sueño! Es la vis medicatrix naturae y la digestión mental… Durante el sueño bajan digeridas las ideas al fondo del olvido, donde se hacen carne de nuestra alma… Lo que mejor sabemos es lo olvidado.

Todo eso de corrientes nuevas, de crisis espiritual, de degeneración, de fin de siglo, de neurosis y neurastenia, de misticismo y anarquismo, todo es sueño social y nada más. ¡Claro está!, tanta revista de revistas, tanta bibliografía y tanto catálogo…, sueño, sueño, no es más que sueño. ¿Los agitadores, los revolucionarios dice usted? Aspirantes a sonámbulos. Vuelvan las tinieblas medievales y a dormir…

—Pero eso es negar el progreso.


—¿El progreso? ¿Pero usted cree que no hay más progreso que la vigilia? Hay que digerir el progreso, y el hartazgo da sueño. ¡A dormir!, a dormir para hacer la digestión espiritual del progreso y despertar en otro siglo con la cabeza fresca, de buen humor y enriqueciendo el vivífico y fecundante fondo del olvido, que es algo positivo, muy positivo, créamelo usted.

(El Fomento, Salamanca, 11-I-1897)
 

Una visita al viejo poeta

En el nutrido sosiego que venía a posarse plácido desde el cielo radiante, iba a fundirse la resignada calma que de su seno exhalaba la vieja ciudad, dormida en perezosa siesta. Me sumí en las desiertas callejuelas que a la Colegiata ciñen, y en una de ellas, donde me habían dicho que habitaba el viejo poeta, de tan largo tiempo enmudecido, di a la aldaba del portalón que lo era de la única casa de la calleja. Resonó el aldabonazo, quebrando el soñoliento silencio en los muros que formaban la calleja, flanqueada, como un foso, de un lado por el tapial de la huerta de un convento, y por agrietadas paredes del otro.

Me pasaron, y al cruzar un pequeño jardincillo emparedado, uno de esos mustios jardines enjaulados en el centro de las poblaciones, vi a un anciano regando una maceta. Se me acercó. Era su conocidísima figura.

—Ahora mismo subo —me dijo.

—No; prefiero hacerle aquí la visita; ¿qué más da?

—Como usted quiera… Rosa, baja unas sillas.

Desprendíase una calmosa melancolía de aquel pedazo de naturaleza encerrada entre las tapias de abigarradas viviendas. Dos o tres arbolillos se alzaban al arrimo de ellas, en busca de sol, y en ellos se refugiaban los pájaros. En un rincón, junto a un pozo, sombreaba a un banco de piedra una higuera. La casa tenía un corredor de solana, con balaustrada de madera, que miraba al jardincillo. El vertedero de la cocina servía para regar la higuera. Y todo ello parecía ruinas de naturaleza abrazadas a ruinas de humana vivienda.

Allí encima se alzaba la airosa torre de la Colegiata, a la que doraba el sol con sus rayos, muy inclinados ya; la torre severa, que contribuía a dar al pedazo de cielo desde allí visible su anguloso perfil. Unas gallinas picoteaban el suelo.

—Es mi retiro y mi consuelo —me dijo.

—Yo creí que preferiría usted el campo verdadero…, el aire libre…

—No. Voy a él de cuando en cuando, muy de tarde en tarde; pero es para volver al punto a encerrarme en esta jaula, con estos mis arbolillos presos, a la vista de esa torre, en este bosquecillo enjaulado, que me parece un enfermo cachorro de selva que, cautivo y nostálgico, me lame el alma y a mis pies se tiende humilde. Aquí no les sacuden tormentas ni el vendaval los agita; aquí crecen al arrimo de estas tapias. Mire la higuera, mi higuera doméstica; ¡qué lozana! Me recoge el sol y en dulzura me lo guarda. Al través de su verdura contemplo la dorada torre, árbol frondoso también del arte, con su exuberante follaje arquitectónico. ¡Si oyese usted cómo resuena entre estas viejas tapias el son pausado de sus campanas! Cuando sus vibraciones se dilatan derritiéndose en el sereno ambiente, parecen bañarse en el eco derretido estos mis pobres arbolillos… Esta casa me recuerda la de mi niñez, a la que ha arrasado el inevitable progreso. Tenía un jardincillo así. Aquí me baño el alma en mis recuerdos infantiles; reanudo mi dulce vigilia después de años de sueño…

—¿Y no ha sentido usted nunca pruritos de salir, de volver al mundo…; no le ha tentado la gloria?

—¿Qué gloria? —me preguntó con dulzura.

—¡La gloria!…

—¡Ah, sí, la gloria! Dispénseme, me olvidaba de que hablo con un joven literato.

Se levantó para quitar una oruga de uno de los arbolillos, miró un rato a la erguida torre, dorada por el sol poniente, y prosiguió:

—¿Cree usted acaso que cuando ha finado, derretido en la serena calma del ámbito, el eco de esas lenguas de bronce, no vive aún en el silencio su dulce ritmo muerto? Sí, posa en el mar del silencio, en su eterno lecho, donde descansan las voces y los cantos todos que han sido, y donde esperan tal vez la suprema evocación que haya de resucitarlos para entonar la gloriosa sinfonía eterna. Cantan en el silencio…

Yo, más que le oía, contemplaba su hermosa cabeza de vidente.

—Sí —continuó—, mi nombre va olvidándose; casi nadie lo cita ya; pero es ahora, en que se olvida mi nombre, cuando obra acaso mi espíritu, difundido en el de mi pueblo, más viva y eficazmente. Prodúcese un pensador o un artista, y mientras su obra no posa en el alma de su pueblo, mientras le es extraña a éste y en él choca, necesita llevar el nombre de su padre. Mas cuando se hace nuestro pensar, pensar de los que nos rodean, cuando nuestro sentir se aúna al sentir de nuestro pueblo, haciéndolo más complejo, cuando nuestra voz se acuerda al coro enriqueciendo la común sinfonía…, entonces nuestro nombre se hunde poco a poco. Nuestras ideas los son ya de todos; el busto de nuestra moneda se ha borrado, y con él la leyenda, y la moneda corre porque es de oro de ley. Cuando menos se habla de un escritor, suele ser muchas veces cuando más influye.

—Tal vez… —empecé, y él, sin oírme, continuó:

—¡Mi nombre! ¿Para qué he de sacrificar mi alma a mi nombre? ¿Prolongarlo en el ruido de la fama? ¡No! Lo que quiero es asentar en el silencio de la eternidad mi alma. Porque, fíjese, joven, en que muchos sacrifican el alma al nombre, la realidad a la sombra. No, no quiero que mi personalidad, eso que llaman personalidad los literatos, ahogue a mi persona (y al decirlo se tocaba el pecho). Yo, yo, yo, este yo concreto que alienta, que sufre, que goza, que vive; este yo intrasmisible…, no quiero sacrificarlo a la idea que de mí mismo tengo, a mí mismo convertido en ideal abstracto, a ese yo cerebral que nos esclaviza…

—Es que el yo que usted llama concreto…

—Es el único verdadero; el otro es una sombra, es el reflejo que de nosotros mismos nos devuelve el mundo que nos rodea por sus mil espejos…, nuestros semejantes. ¿Ha pensado usted alguna vez, joven, en la tremenda batalla entre nuestro íntimo ser, el que de las profundas entrañas nos arranca, el que nos entona el canto de pureza de la niñez lejana, y ese otro ser advenedizo y sobrepuesto que no es más que la idea que de nosotros los demás se forman, idea que se nos impone y al fin nos ahoga?

—Alguien llamaría egoísmo a eso… —me atreví a insinuarle de prisa, antes de que, arrepentido, recogiese mis palabras.

—¿Egoísmo? —me contestó con calma—. ¡Oh, sí; ahora han inventado eso del altruismo! ¡Altruismo! Eso sí que es inmoral e inhumano; sacrificar a mi idea, porque no es más que a una idea a lo que se sacrifica; sacrificar a mi idea, a la mía, entiéndalo, a todos mis prójimos, incluso a mí mismo, mi primer prójimo, el más prójimo o próximo a mí.

Pareció hundirse en algún recuerdo remoto de esos de fuera del tiempo, y prosiguió:

—No quiero devorar a otros; ¡que me devoren ellos! ¡Qué hermoso es ser víctima! ¡Darse en pasto espiritual…, ser consumido…, diluirse en las almas ajenas! Así resucitaremos un día cuando se unan todas, y sea Dios en todos, como San Pablo dice…

No daba ya la luz más que en la cresta de la torre; parecían espesarse la calma y el silencio, interrumpidos tan sólo por algún vencejo que cruzaba chillando el anguloso cacho de cielo del jardinillo enjaulado.

—¡Mire usted; mire usted al gato cómo trepa por ese arbolillo a la ventana de la cocina! Arriba caza ratones; aquí, entre los árboles, pajarillos. Y me entretiene mucho. ¡Qué vida!, dirá usted. ¡Aquí, con sus arbolillos, su higuera triste, su concierto de pájaros, su gato, sus gallinas, sus flores…, regando sus recuerdos y cultivando su tristeza!… Después de aquel triste suceso que usted conoce, me retiré al campo a bañar mi enfermo espíritu en su quietud sedante. Iba a curarme a la vez de los estragos del urbanismo, de esa corea espiritual en que nos hunde la diaria descarga de impresiones de la ciudad. Allí, en el campo, supe lo que es dormir, y el que no sabe dormir no vive. En la ciudad, miradas, vaho de ansiosos alientos, de impuros deseos, de rencores, sonrisas equívocas, saludos, retardos, paradas…, ¡todo nos electriza! Es una serie continua de insignificantes punzadas, de cosquilleos imperceptibles, que nos galvanizan la vida y al fin nos rinden. Y fui a recibir el gran baño, la inmersión en aire libre, en luz libre, en libre calma, en el remanso de las horas tranquilas. Y allí a pensar rítmicamente, con calma, con todo el cuerpo y con el alma toda, no con el cerebro tan sólo, asiento de lo que ustedes llaman personalidad.

Interrumpióle la voz sonora de la campana de la Colegiata, que tocaba a la oración de la tarde. Miró a sus arbolillos, que parecían escucharle, y calló un rato. Respeté su silencio. Y luego, con calma, dijo:

—Del campo vine a este asilo. He renunciado a aquel yo ficticio y abstracto que me sumía en la soledad de mi propio vacío. Busqué a Dios a través de él; pero como ese mi yo era una idea abstracta, un yo frío y difuso, de rechazo, jamás di con más Dios que con su proyección al infinito, con una niebla fría y difusa también: con un Dios lógico, mudo, ciego y sordo. Pero he vuelto a mí mismo, al pobre mortal que sufre y espera, que goza y cree, a aquel a quien despiertan los sobresaltos del corazón enfermo, y aquí, en este pobre jardinillo, junto a estos mustios y silenciosos amigos, me dedico a la más honda filosofía, que consiste en repensar los viejos lugares comunes. Medito las palabras de la señora Paula, una buena vecina, inagotable en las tan conocidas reflexiones del vulgo acerca de la caducidad de la dicha y de la necesidad de la resignación. Y otras veces, a la sombra de esa higuera, armonioso órgano de pardales y becafigos,

leo el Evangelio.Y en él se me muestra el Hijo del Hombre, el hombre mismo, palpable, concreto, vivo, y por Cristo, con quien hablo, subo a su Padre, sin argumentos de lógica, por escala cordial…

—¡Qué vida! —murmuré.

Y él, que me lo oyó:

—Sí —dijo—, ya sé que ustedes disertan mucho acerca de la vida, y dicen que hay que amarla; pero la tienen de querida y no de esposa. ¡La vida! ¡En ella me he enterrado, he muerto en vida en ella misma! ¡Hay que vivir! ¿Y para qué?…, Esto es, ¿para qué?… ¿Para qué todo?, dígamelo. ¿Para que?… ¿Para qué? No quiero inmolar mi alma en el nefando altar de mi fama; ¿para qué?


Cuando salí, de noche ya, parecía que al son de mis pisadas, que retumbaban en el tenebroso silencio de la solitaria calleja, vagaba por ella con quebrado vuelo, cual invisible murciélago, esta pregunta: ¿Para qué?

(Publicado en La Ilustración Española y Americana, Madrid, 8-IX-1899)
 

El abejorro

La verdad, no le creía a usted hombre de azares —le dije.

—¿Por qué? ¿Por lo del abejorro? —me preguntó.

Y a un signo afirmativo mío, añadió:

—No hay tales azares, si bien debo decirle a usted que creo que si investigáramos las últimas raíces de las supersticiones mismas que nos parecen más absurdas, aprenderíamos a no calificarlas de ligero… Figúrese usted que mis hijos, de verme a mí, adquieren mi horror al abejorro, y de mis hijos lo toman mis nietos, y va así trasmitiéndose. Se convertirá en un azar. Y, sin embargo, el tal horror tiene en mí raíces muy hondas y muy reales.

—Hombre, eso…

—No lo dude usted. Soy de los hombres que más se alimentan de su niñez; soy de los que más viven en los recuerdos de su lejana infancia. Las primeras impresiones que recibió el espíritu virgen, las más frescas, son las que forman su lecho, el rico légamo de que brotan las plantas que en el lago de nuestra alma se bañan.

—Fue mi niñez —siguió diciendo—, una niñez triste. Casi todos los días salía con mi pobre padre, herido ya de muerte entonces. Apenas lo recuerdo: su figura se me presenta a la memoria esfumada, confinante con el ensueño. Sacábame de paseo al anochecer, los dos solos, al través de los campos, y apenas recuerdo otra cosa si no es que aquellos paseos me ponían triste.

—¿Pero no recuerda usted nada de sus palabras o conversaciones?

—Sí, sí; algunas me han quedado grabadas con imborrables caracteres. Me hablaba de la luna, de las nubes y de cómo se formaban; de cómo se siembra y crece y se recoge el trigo; de los insectos y de su vida y costumbres. Estoy seguro de que aquellas enseñanzas, hasta las que he olvidado, son las más sustanciosas que he recibido, la roca viva de mi cultura íntima. Hasta las olvidadas, se lo aseguro a usted, me vivifican el pensar desde el olvido mismo, porque el olvido es algo positivo, como el silencio y la oscuridad lo son.

—Por lo menos —le interrumpí— son el olvido, la oscuridad y el silencio los que hacen posibles la memoria, la luz y la voz.

—De pronto le entraban arrebatados súbitos y me cogía en brazos y me besaba y besuqueaba, preguntándome a cada momento: «Gabriel, ¿serás bueno siempre?» Y yo, más que conmovido asustado, le respondía siempre: «Sí, papá». Lo recuerdo bien; me daba miedo aquella pregunta de «¿Serás bueno siempre?»; miedo, miedo, era lo que me daba. Alguna vez llegó hasta a llorar sobre mis mejillas; y yo recuerdo que rompí entonces a llorar también con un llanto silencioso, como el suyo, con un llanto hondo que me arrancaba de las entrañas del espíritu toda la tristeza con que ha sido amasada nuestra carne, pesares de ultracuna… ¿Quién sabe?, dolores heredados tal vez.

—¡Qué teorías! —dije yo.

—No son teorías —me contestó—: son hechos. Se fatigaba mucho, y tenía que sentarse a cada paso; y una tarde, puesto ya el sol, me habló, mirando hacia el dorado poniente, de su cercana muerte. Y acabó con su pregunta de siempre: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?». Nunca me dio la pregunta más miedo, más religioso terror que entonces. Ni sé si supe contestarle.

—Veo que recuerda usted más de lo que decía…

—Sí, cuando me pongo a pensar en ello. Todos estos recuerdos son el fondo sobre que he recibido mil ulteriores impresiones en la vida, y todas están teñidas de su color. Todo lo he visto a través de ellos; pero de él, de mi padre mismo, de su figura, recuerdo poco. Otras veces me hablaba del Padre, que es como llamaba siempre a Dios, y allí, en medio del campo mientras la luz se derretía en la noche, me hacía rezar el Padrenuestro, explicándome cada una de sus palabras. Solía detenerse en el hágase tu voluntad, y al concluir de explicármelo me abrazaba sofocado, diciéndome: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?».

Calló un momento, como recogiendo sus lejanos recuerdos, y prosiguió:

—Lo que sí recuerdo es su último día, el día de su muerte, el día del abejorro. Estaba ya muy débil; tenía que sentarse a cada momento, y cuando se ponía a explicarme algo lo hacía con tal lentitud, tantas pausas y tantos anhelos, que me infundía un vago terror. Aquel anochecer se sentó en un tronco de árbol derribado, y al poco tiempo, uno de esos abejorros sanjuaneros que revolotean como atontados, tropezando con todo, después de puesto el sol empezó a revolotear en torno a nosotros. Mi padre le ahuyentaba con la mano, y hasta este esfuerzo le era penoso. «Échale», me dijo. Y yo, con mi gorra, le ahuyenté. «Hoy no hay luna, papá», recuerdo que le dije; y él, con una calma terrible, mascullando cada palabra, me respondió: «Luna sí hay, hijo mío; es que está apagada, y por eso no la ves; luna hay siempre; cuando la ves como una hoz, es que no le alumbra el sol por entero… Otras veces sale casi de día…» Volvió el abejorro, y ya no se entretuvo en ahuyentarlo. «¡Qué mal estoy, hijo!», exclamó. Yo callaba, y el abejorro zumbaba en torno nuestro. Se adelantó entonces mi padre un poco, y le brotó un chorro de sangre de la boca. Yo quedé aterrado, y a mi terror acompañaba con su revoloteo el abejorro. «¡Yo me muero, Gabriel —dijo mi padre—: adiós! ¿Serás siempre bueno?» No pude responder. Mi padre cayó muerto; y yo, frío, solo con él en medio del campo, de noche ya, no recuerdo lo que pensé ni lo que sentí. No recuerdo más de aquellos momentos que al abejorro, al tenaz abejorro, que parecía repetirme: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?», y que fue a posarse en la cara misma de mi padre.

—Ahora se comprende todo —le dije—; pero ¿cómo le aterraba a usted esa sencilla pregunta, tan natural, tan dulce?

—¿Cuál? ¿La pregunta de mi padre? ¿Su última pregunta? ¿La que me dirigió poco antes de nacer a la muerte? No lo sé; pero lo que sí puedo asegurarle es que cuando me pongo a escarbar en mi conciencia y a rebuscar el porqué del terror que desde entonces me inspiran los abejorros que al anochecer revolotean como atontados, encuentro que no se debe tanto este terror a que me recuerden la muerte de mi padre como a que me traen la fatídica pregunta: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?» Es una pregunta que me parece venir de la tumba…

—Creo que usted se equivoca. La impresión de una muerte, y de la muerte de un padre, sobre todo, y más en las circunstancias en que usted me la ha narrado, deja una huella indeleble en el alma de un niño. Es una revelación tremenda, es una fuente de seriedad para la vida.

—Puede ser; pero yo le aseguro a usted que pienso en la muerte con relativa tranquilidad; que alguna vez me ejercito en representármela al vivo y en representarme mi propia muerte, y afronto tal imagen. Pero cada vez que traigo a mi memoria aquella insistente pregunta paternal, incubada con todas las misteriosas melancolías del anochecer, aquello de «¿Serás siempre bueno?», me pongo a temblar, a temblar como un azogado. Porque, dígamelo, ¿sé yo acaso si seré siempre bueno?

—Con proponérselo…

—¡Oh!, sí, lo de todos y lo de siempre… ¡Con proponérselo! ¿Sé yo si seré siempre bueno? ¿Sé siquiera si lo soy?

—¡Hombre!

—Esperaba esa expresión de asombro; con ella me han respondido casi siempre. Sí, ¿sé si lo soy?

—¡Hombre, la voz de la propia conciencia!…

—¿Y está muda?

—Quien no tiene conciencia de obrar mal es que no obra mal, porque la intención…

—¡La intención! ¡La intención! ¿Conocemos nuestras propias intenciones? ¿Sabemos si somos buenos o no? Créame usted que es esa tremenda cuestión lo que nos hace temblar cuando zumba en torno de nosotros el abejorro evocador de la muerte. Sin esa pregunta, nadie creería en la muerte.


—Extrañas teorías…
—No, no son teorías: son hechos.

(La Ilustración Española y Americana, Madrid, 8-I-1900)
 

Don Martín, o de la gloria

¡Pobre don Martín! Jamás olvidaré la última conversación que con él tuve. ¡Pobre don Martín, el antiguo y glorioso escritor, clásico ya en vida! Y este es su testamento: asistir a su propia inmortalización. Se mira en su fantasma y tiembla; su nombre inmortalizado le sume en desaliento.

¡Pobre don Martín! ¡Qué triste caso el suyo! Está el pobre hecho todo un mortal, todo un miserable mortal, así en lo bueno como en lo malo.

La idea de que su nombre durará acaso siglos le hace considerar con mayor amargura la muerte, que no puede estar lejos.

Había oído hablar de las tristezas de don Martín, del pesar con que echa de menos sus tiempos de resonancia, de su hipocondría, y hasta me habían asegurado que ofrecía síntomas premonitorios de delirio de las persecuciones. Y lo que he podido barruntar en él es que, a semejanza de Calipso, en su dolor por no promover ya aquel ruido que antaño metía en nuestra patria, no puede consolarse de ser inmortal. Ha descendido al fondo de la memoria de sus compatriotas, y quisiera estar a flor de ella.

Porque don Martín, ¿quién lo duda?, ha entrado ya entre nuestros inmortales, es un clásico de nuestra literatura. Y es el pesar que el pobre hombre siente, sin darse de ello clara cuenta; es que la mortalidad se le escapa. Está visto que no somos más que un poco de barro soplado.

Hubo un tiempo en que la publicación de un libro de don Martín era un acontecimiento patrio, arrebataba el público de manos de los libreros en pocos días copiosas tiradas de él, discutíanse sus doctrinas, poníansele en los cuernos de la luna o por debajo de las piedras, y el hombre gozaba o sufría a un tiempo, oscilaba entre esperanzas sin medida y desesperaciones sin fondo, soñaba con la gloria arrullado por los aplausos. Hoy tiene ya la gloria, pero no la oye; hoy sus libros gotean como lluvia dulce y continua, y el pobre don Martín, que no la siente, suspira por los días en que desataba chaparrones sobre el público. Porque entonces leía lo que de él y sus obras se escribía, y oía los aplausos y alabanzas, mientras que ahora no oye cómo se precipita el latir de los corazones de los mozos cuando, al trasponer su bachillerato, cogen en mano las obras clásicas de don Martín. Hoy que ha vencido suspira por la batalla. La gloria vale poco; lo hermoso es el esfuerzo por lograrla.

—No se acuerdan de mí —me decía con lágrimas en los ojos—; ya no se habla de mis obras…

—Tampoco se habla de las coplas de Jorge Manrique —le dije—, ni se comenta en los cafés los dramas de nuestro antiguo teatro… Y usted, don Martín, es ya un antiguo…

—Un antiguo…, un antiguo… No, no, la juventud no me quiere…

—¿Es que quiere usted que estén hablando de usted de continuo, y que se aprendan de memoria sus obras y las vayan por ahí recitando…?

—¡Oh, no, no!, no es eso; pero…

—Mire usted, hace poco releí El fantasma del bosque…

—¡El fantasma del bosque! —me interrumpió vivamente—. No me recuerde eso, no me lo recuerde…, no lo resisto. He intentado volver a leerlo varias veces, y me ha sido imposible. Eso no lo hice yo, no pude hacerlo…

—Sin embargo, el público…

—Sí, el público es lo que prefiere entre mis obras. Es natural; es lo suyo; porque eso no lo hice yo, lo hizo mi público.

—Pues es la obra que ha de inmortalizarle —añadí con algo de aviesa intención.

—¿Inmortalizarme? Una noche me senté en un banco junto a la estatua de uno de nuestros más grandes hombres, de un inmortal, y sentí que él era de bronce y de memoria, y yo de carne y de espíritu. Si no le miran y le conocen, ¿qué alma tiene?, es decir, ¿qué memoria reside en él? ¡Qué martirio más horrible, pensaba para mí mismo, qué martirio más horrible si condenase Dios a mi pobre alma a que encarnara en una estatua así y se estuviese, presa de ella, viendo pasar a los hombres a sus pies, casi todos indiferentes! Y me puse a pensar que una pena así me reservaría el Juez Supremo en castigo de mi loca sed de vanagloria.

—Pero ¿y su memoria de usted en los corazones, que es, más que en los cerebros, en los corazones de los que han de venir?

—¿Mi memoria? ¿Y qué es eso?

—Su fama de usted se ha hecho habitual; forman las concepciones que a usted debemos parte de la concepción de nuestro pueblo, y por eso no necesitamos recordarle expresamente a cada paso. Usted es un hábito…

—Un hábito…, un hábito… Lo que se hace habitual se hace inconsciente… Mi espíritu se desparrama y difunde en el de mi pueblo, tal vez tenga usted razón, pero es perdiéndolo yo. Yo no soy mío.

—¿Y el de sobrevivir así?

—No, no sobreviviré yo…, sino mis obras. Mis obras me sobrevivirán…

—Es un consuelo perpetuarse en los hijos…

—¿Perpetuarse? ¡Cuánta vaciedad inspira la desilusión de vivir! Y diga usted: ¿yo no soy hijo? ¿No soy yo hijo mío?

Callóse y en su actitud de pesadumbre adiviné que hacía de él presa la congoja de pensar que sus obras han de sobrevivirle, que ha traspasado a ellas su vida. Daría el pobre un poco de fe en la otra vida, en la ultraterrena, por todo cuanto de él han de decir los manuales de literatura del siglo XXX. De pronto levantó la abrumada cabeza y dijo:

—¡Oh fe! ¡Santa fe la de aquellos que han dado al mundo obras anónimas! Ahí está la Imitación de Cristo; su autor no vendió su alma por su nombre. Es que creía en otra inmortalidad y trabajaba para la eternidad, no para la Historia. Pero ahora estamos tristes porque sabemos que hay que morir…, que hay que morir de veras… ¡Qué hombres! Animales en su vida de austeridades, de heroísmos, de abnegaciones, de increíbles hazañas, o indecibles martirios, una sed inextinguible, loca de inmortalidad, pero con fe. Hoy esa misma sed lanza a tantos y tantos en el camino de la gloria; pero como lo que perseguimos no es más que sombra de inmortalidad y en el fondo positivo engaño, todo nuestro heroísmo no es más que sombra de tal. Ya no caben héroes; las estatuas los ahogan. Para acabar en estatua y figura histórica no merece la pena de ser heroico.

—Pero ¿y la satisfacción de haber cumplido con la vida? ¿Y el bien por el bien mismo? ¿La belleza por la misma belleza? ¿La verdad por la verdad? ¿La vida por la vida?

—Qué, ¿también usted me trae esas estúpidas monsergas? Estos muchachos se han propuesto libertar a los cuerpos de la gravitación. La belleza por la belleza misma es lo más feo que conozco; el bien por el bien, lo más inmoral; la verdad por la verdad, lo más ilógico. En cuanto veo un altruista, me pongo en guardia; no quiero más que seres naturales. Si viese usted un peñasco cerniéndose sobre su cabeza, como un aerolito, como un meteoro, sin sostén, huiría usted más que de prisa hasta ponerse en salvo. Huya de igual modo de todo hombre sin egoísmo, porque si cae lo aplasta a usted. Y el egoísmo culmina en querer sobrevivir de verdad, en aspirar a ser inmortales de sustancia y no de mentirijillas. Estos muchachos, estos muchachos… Ahí está don Esteban Pobedaño, el autor de ese drama tan sonado que titulan La vida.

Calló. Pocas cosas entristecían a don Martín tanto como el ver a los mozos trepar la escarpada montaña de la gloria. «Nuevos aspirantes a entrar en el Panteón —piensa—, ¡entre tantos, nos tocará a menos!» Y siente, al pensarlo, la tristeza que sienten no pocos justos al imaginarse que pueda no haber infierno. ¡Pobre don Martín, el inmortal condenado a muerte! ¡El clásico de la vida! ¡Pobrecito don Martín, que no ha comprendido que la gloria se da toda entera a cada uno y es mayor cuanto entre más se reparte! ¡Pobre don Martín, que ignora que cada nuevo dios que en el Panteón ingresa refleja sobre los demás su gloria y la recibe reflejada de éstos! ¡Pobre don Martín, hecho de tierra y soplo, ya que no de bronce y noticia! ¡Pobre don Martín! ¡Qué bien le vendría la muerte, la muerte que le abriese la intuición de la verdad, o que por lo menos le cerrase la de la mentira y la ilusión! Pero jamás olvidaré una cosa terrible que le oí cierta noche, una cosa cuyo recuerdo me da escalofríos, una cosa que me hizo penetrar hasta el hondón de su fantástico espíritu.

—¿A que no sabe usted —me dijo— una de las cosas que más terrible me hacen la visión de la nada de ultratumba? Pues es el pensar que ni siquiera he de saber el secreto, si es que fuera ése; que si muero y no hay más allá nada, no he de tener el consuelo de saberlo; que en la nada no hay ni conciencia de ella… Morirse, morirse para no saber el secreto de la muerte… Entonces, ¿para qué morir? ¡Esto es terrible, joven! ¡No sólo no existir, fíjese, sino no saber que no se existe…!

«¡Qué embolismo! —me dije—. Este hombre está loco perdido.» Y por el pronto no me di cuenta de todo el estado de conciencia que sus palabras revelaban; pero me sobrecogí instintivamente, como sí hubiese tocado una visión impalpable, hecha de frío; un fantasma, un espíritu sapo.

Porque es el caso que siempre ha tenido don Martín para mí algo de lúgubremente fascinador, sobre todo desde aquel día en que me dijo, poniéndome su mano sobre el hombro y con una sonrisa amarga:

—Joven, intente usted una noche, estando acostado, concebirse como no existiendo, y verá usted, verá usted qué hormigueo le da en el alma y cómo se cura de esa pestilente salud de los que no han llegado al hastío de haber vivido, de haber vivido, joven, no de vivir.


Cuando recuerdo estas y otras cosas del pobre don Martín, bórraseme todo afecto de caridad hacia él y, si fuese Juez Supremo, le condenaría a prisión eterna en una estatua.

(Los Lunes de «El Imparcial», Madrid, 2-VI-1900)
 

El maestro de Carrasqueda

Discurrid con el corazón, hijos míos, que ve muy claro, aunque no muy lejos. Te llaman a atajar una riña de un pueblo, a evitarle un montón de sangre, y oyes en el camino las voces de angustia de un niño caído en un pozo: ¿le dejarás que se ahogue? ¿Le dirás: «No puedo pararme, pobre niño; me espera todo un pueblo al que he de salvar»? ¡No! Obedece al corazón: párate, apéate del caballo y salva al niño. ¡El pueblo… que espere! Tal vez sea el niño un futuro salvador o guía, no ya del pueblo, sino de muchos.»

Esto solía decir don Casiano, el maestro de Carrasqueda de Abajo, a unos cuantos mozalbetes que, en la escuela, mientras se lo decía, le miraban con ojos que parecían oírselo. ¿Le entendían acaso? He aquí una cosa de que, a fuer de buen maestro, jamás se cuidó don Casiano cuando ante ellos se vaciaba el corazón. «Tal vez no entiendan del todo la letra — pensaba—; pero lo que es la música…» Había, sin embargo, entre aquellos chicuelos uno para entenderlo: nuestro Quejana.

¡Todo un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos a aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1920 al entonces pobre lugarejo en que acaba de morir, a ese Carrasqueda de Abajo, célebre hoy por haber en él nacido nuestro don Ramón Quejana, a quien muchos llaman el Rehacedor.

Cuando, el año veinte, llegó don Casiano a Carrasqueda, lo encontró muy chico, e incapaces de sacramentos a los carrasquedeños. ¡Buen pelo iba a echar raspándoles el de la dehesa! Lo primero enseñarles a que se lavaran: suciedad por dondequiera; suciedad e ignorancia. Había que mondarles el cuerpo y la mente; quitar, más que poner, tanto en ésta como en aquél.

Con los mayores no se podía, pues a todo paraban el golpe con un «¡Eso no pinta aquí!» «Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena» era su refrán favorito. Que se cubrieran los estercoleros de abono; que no los dejaran en montoncitos sobre las tierras; que… ¡Bah, bah, bah! ¡Querer enseñarles labranza a ellos, labradores desde siempre…! «¡Señor maestro, enseñe el catecismo a los niños, y luego, si hay tiempo, a leer y escribir, y déjese de andróminas!»

Cada visita del concejo a la escuela costaba una sofoquina al pobre maestro. Quiso suprimir el discursito de rigor cuando se anunció la visita del inspector, pero el cura:

—Amigo don Casiano —le dijo—, no se nos venga con pedagogías y cosas de ayer por la mañana, que los tíos son tíos, aunque no lo quieran, y es menester que el hijo del alcalde eche su discursito, como es costumbre en casos parecidos, y mejor si es verso… y que no lo entiendan, sobre todo…

Tuvo el maestro una idea. Llamó a Ramonete, hijo del tío Quejana, el alcalde, para que convenciese a su padre que no hacía al caso el discurso. «El chico tendrá mejor sentido que el padre, pues no le ha sobrado tanto tiempo de echarlo a perder», pensó. Y, en efecto, se prendó del mocito. ¡Vaya un chicuelo! Y en adelante le brindó las lecciones y por él hablaba a los demás. Cuando ni aún Ramonete le entendía, exclamaba malhumorado: «¡Es como si hablara a la pared!», pensando al punto: «Las paredes oyen… y entienden acaso».

Dios no le dio hijos de su mujer; pero tenía a Ramonete, y en él al pueblo, a Carrasqueda todo: «Yo te haré hombre —le decía—; tú déjate querer». Y el chico no sólo se dejaba, se hacía querer. Y fue el maestro traspasándole las ambiciones y altos anhelos, que, sin saber cómo, iban adormeciéndosele en el corazón.

Era en el campo, entre los sembrados, bajo el infinito tornavoz del cielo, donde, rodeado de los chicuelos, Ramonete allí juntito, a su vera, le brotaban las parábolas del corazón. Aún recuerda Quejana —se lo hemos oído más de una vez— cuando les decía que Jesucristo fue un artesano lugareño a quien mataron en la ciudad, o cuando, frente a un barbecho, exclamaba: «¿Creéis que esta tierra no hace más que descansar? ¡Pues no! El aire manso y silencioso la está renovando, mientras que el ventarrón no hace sino meter ruido y derribar…»

Y cuando aquellos niños se hicieron hombres y padres, don Casiano les hacía leer los domingos, comentándoles lo que leían, y les mondó cuerpos y mentes, y les enseñó a cubrir el estiércol y a aprovecharlo, y, sobre todo, a conservar en el fondo del corazón una niñez perpetua.

Mas su preocupación era Ramonete; Ramonete, que se fue a la ciudad a estudiar carrera. Los veranos, en vacaciones, ¡qué paseos por campos sin fin, entre barbechos!

Todos conocemos la brillante carrera de don Ramón, aquellos sus primeros triunfos, su encumbramiento, su victoria final; todos sabemos sus desalientos también, sus dudas y sus desazones. Cuando, después de la famosa ruptura de la Liga, en 1850 se retiró don Ramón a su pueblo despechado y descorazonado, fue su primer maestro quien le curó, enseñándole a querer a la patria y hablándole de su ensueño de una España celeste. Cuando, después de su victoria definitiva, fue a su pueblo a recoger el último suspiro de su madre, ¡qué abrazo el que se dieron él y don Casiano, en el ejido del lugar, ante los lugareños conmovidos!

Don Casiano se ha hecho célebre por el célebre estribillo de don Ramón, estribillo que apenas falta en ninguno de los discursos; aquello de «Decía una vez mi maestro…» Al principio provocaba risa el inciso; pero muy pronto empezó a provocar la mayor atención y recogimiento en los oyentes.

Don Ramón intentó cierta vez condecorarle, y cuentan que le contestó: «Mi condecoración eres tú, Ramonete.» Y no insistió éste.

—Si usted hubiera salido, don Casiano…

—¿Salir? ¿A dónde?

—Hoy tendría posición, nombre, gloria…

—¡Posición, nombre, gloria! ¿Y Carrasqueda de Abajo? ¿Y tú, Ramonete, y tú? No, yo no soy de los que se guardan las perrillas para amasarse un caudalejo, agarrarse a la usura y legar a los hijos una rentita; lo que he ganado un día lo he dado siempre al siguiente, en calderilla, como lo gané. He derramado mi espíritu en Carrasqueda, en calderilla también, y esto vale más que recogerse un nombre de oro en el mundo, un nombre que me dé renta de elogios. Carrasqueda es mi mundo, y el mundo entero, esta pobre tierra donde querías que dejase un nombre, nada más que un Carrasqueda algo mayor. Levanta de noche tu vista a las estrellas, Ramonete; recuerda lo que te he enseñado, y te convencerás. ¿Qué prefieres, que tu nombre trasponga el Pirineo y ande en bocas de extraños, o que tu alma se derrame en silencio por España, entre los que piensan con la lengua en que piensas tú?

—Una cosa y otra, don Casiano…

—¿Es posible? No tomes a la patria de pedestal de tu fama ni de campo de tus hazañas, ni hagas como esos que la maldicen o desprecian porque, no siendo oída en la junta de las naciones, no se les escucha a ellos. No digas: «¿Qué culpa tengo de haber nacido español?», no vaya a creerse, al oírtelo, que pareces grande tan sólo porque ella es chica. Ponte a sus pies, de escabel de su gloria y de su dicha, escondido entre los sillares de sus cimientos…

—Pero en un lugarejo…

—Sí, sé lo que vas a decirme: se embrutece, se envilece y se empobrece. Pero ¿no era mi deber trabajar para que se humanizaran, ennoblecieran y enriquecieran tus hermanos los carrasquedeños?

—¿Por qué no escribe usted, don Casiano?

—¿Escribir yo? ¡Obra tú, Ramonete! Me he enterrado en vosotros, en mis discípulos.

Todos recordarán aquel viaje precipitado de don Ramón a su pueblo, cuando, dejando colgados graves asuntos políticos, fue a ver morir a su maestro, ochentón ya.

Hizo éste que le llevaran a morir a la escuela, junto al encerado, frente a aquella ventana que da a la alameda del río, apacentando sus ojos en la visión de las montañas de lontananza, que retenían las semillas de los ensueños todos que, contemplándolas, le habían florecido al maestro en el huerto del espíritu. En el encerado había hecho escribir estas palabras del cuarto Evangelio: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él solo queda; mas si muriere, lleva mucho fruto». Al acercársele la piadosa Muerte, le levantó a flor de alma las raíces de los pensamientos como en el mar levanta, al acercársele, la Luna las raíces de las aguas. Y su espíritu, cuando sólo le ataba al cuerpo un hilo, sobre el que blandía la Muerte, piadosa, su segur, henchido de inspiración postrera, habló así:

—Mira, Ramonete: se me ha dicho mil veces que mi voz ha sido de las que han clamado en el desierto…, ¡sermón perdido! Yo mismo os repetía en la escuela, cuando tú no me entendías: «¡Es como si hablase a la pared!» Pero, hijo mío, las paredes oyen; oyen todo, y todo empieza, ahora que me muero, a hablarme a los oídos. Mira, Ramonete: nada muere, todo baja del río del tiempo al mar de la eternidad, y allí queda…; el universo es un vasto fonógrafo y una vasta placa en que queda todo sonido que murió y toda figura que pasó; sólo hace falta la conmoción que los vuelva un día… Las voces perdidas y muertas resucitarán un día y formarán un coro, un coro inmenso que llene el infinito… Me voy de esta España, de la terrestre, de la que fluye, a la otra España, a la España celestial… Ya sabes que el cielo envuelve a la tierra… ¡Habla y enseña aunque no te oigan…! Soy una voz que se apaga en el desierto… ¡Adiós, hijo mío!


Y calló para siempre. Y Quejana besó aquella boca, sellada para siempre por el supremo silencio, y al besarla cayeron de los ojos vivos del discípulo dos lágrimas a los muertos ojos del maestro, fijos en la eternidad.

(La Lectura, Madrid, julio 1903)
 

La locura del doctor Montarco

Conocí al Dr. Montarco no bien hubo llegado a la ciudad; un secreto tiro me llevó a él. Atraían, desde luego, su facha y su cara, por lo abiertas y sencillas que eran. Era un hombre alto, rubio, fornido, de movimientos rápidos. A la hora de tratar a uno hacíale su amigo, porque si no habría de hacérselo no dejaba que el trato llegase a la hora. Era difícil de averiguar lo que en él había de ingénito y lo que había de estudiado: de tal manera había sabido confundir naturaleza y arte. De aquí mientras unos le tachaban de ser afectado y afectada su sencillez, creíamos otros que en él era todo espontáneo. Es lo que me dijo y me repitió muchas veces: «Hay cosas que, siendo en nosotros naturales y espontáneas, tanto nos las celebran, que acabamos por hacerlas de estudio y afectación; mientras hay otras que, empezando a adquirirlas con esfuerzo y contra nuestra naturaleza tal vez, acaban por sernos naturalísimas y muy propias».

Por esta sentencia se verá que no fue el doctor Montarco, mientras estuvo sano de la cabeza, el extravagante que mucha gente decía, ni mucho menos; sino más bien un hombre que en su conversación vertía juicios atinados y discretos. Sólo a las veces, y ello no más que con personas de toda su confianza, como llegué yo a serlo, rompía el freno de cierta contención y se desbordaba en vehementes invectivas contra las gentes que le rodeaban y de las que tenía que vivir. En eso denunciaba el abismo en que fue al cabo a caer su espíritu.

En su vida era uno de los hombres más regulares y más sencillos que he conocido; ni coleccionaba nada —ni siquiera libros— ni le conocí nunca monomanía alguna. Su clientela, su hogar y sus trabajos literarios: tales eran sus únicas ocupaciones. Tenía mujer y dos hijas, ocho y diez años, cuando llegó a la ciudad. Vino precedido de un muy buen crédito como médico; pero también se decía que eran sus rarezas lo que le obligó a dejar su ciudad natal y venir a aquélla en que le conocí. Su rareza mayor consistía, según los médicos sus colegas, en que siendo un excelente profesional, muy versado en las ciencias médicas y en biología, y escribiendo mucho, jamás le dio por escribir de medicina. A lo que él me decía una vez, con su especial estilo violento: «¿Por qué querrán esos imbéciles que escriba yo de cosas del oficio? He estudiado medicina para curar enfermos y ganarme la vida curándolos. ¿Los curo? ¿Sí? Pues entonces que me dejen en paz con sus majaderías y no se metan donde no los llaman. Yo me gano la vida con la mejor conciencia posible, y una vez ganada, hago con ella lo que se me antoja, y no lo que se les antoja a esos majagranzas. No puede usted figurarse bien qué insondable fondo de miseria moral hay en ese empeño que ponen no pocas gentes en enjaular a cada uno en su especialidad. Yo, por el contrario, hallo grandísimas ventajas en que se viva de una actividad y para otra. Usted recordará las justas invectivas de Schopenhauer contra los filósofos de oficio».

A poco de llegar a la ciudad, y cuando ya empezaba a hacerse una más que regular clientela y a adquirir renombre de médico serio, cuidadoso, solícito y afortunado, publicó en un semanario de la localidad su primer cuento, un cuento entre fantástico y humorístico, sin descripciones y sin moraleja. A los dos días le encontré muy contrariado, y al preguntarle lo que le pasaba estalló y me dijo:

—¿Pero cree usted que voy a poder resistir mucho tiempo la presión abrumadora de la tontería ambiente? ¡Lo mismo que en mi pueblo, lo mismito! Y lo mismo que allí, acabaré por cobrar fama de raro y loco, yo, que soy un portento de cordura, y me irán dejando mis clientes, y perderé la parroquia, y vendrán días de miseria, desesperación, asco y cólera, y tendré que emigrar de aquí como tuve que emigrar de mi propio pueblo.

—¿Pero qué le ha pasado? —le pregunté.

—¿Qué me ha pasado? Que son ya cinco las personas que se me han acercado a preguntarme qué es lo que me proponía al escribir el cuento ese, y qué quiero decir en él y cuál es su alcance. ¡Estúpidos, estúpidos y más que estúpidos! Son peores que los chiquillos que rompen los muñecos para ver qué tienen dentro. Este pueblo no tiene redención, amigo; está irremisiblemente condenado a seriedad y tontería, que son hermanas mellizas. Aquí todos tienen alma de dómine; no comprenden que se escriba sino para probar algo o defender o atacar alguna tesis, o con segunda intención. A uno de esos memos que me preguntó por el alcance de mi cuento le repliqué: «¿Le divirtió a usted?» y como me dijera: «Hombre, como divertirme, sí me divirtió; la cosa no deja de tener gracia; pero…» Al llegar al pero le dejé con él en la boca, dándole las espaldas. Para ese mamarracho no basta tener gracia. ¡Almas de dómines! ¡Almas de dómines!

—Pero… —me atreví a empezar.

—Hombre, no me venga usted también con peros —me atajó—; déjese de eso. La roña infecciosa de nuestra literatura española es el didactismo; por dondequiera el sermón, y el sermón malo; todo cristo se mete aquí a dar consejos y los da con cara de corcho. Una vez cogí la Epístola moral a Fabio y no pude pasar de los tres primeros versos: se me atragantó. Esta casta carece de imaginación, y por eso sus locuras todas acaban en tontería. Es una casta ostruna, no le dé usted vueltas, ostruna, ostras, ostras y nada más que ostras. Todo sabe aquí a tierra. Vivo entre tubérculos humanos; no salen de tierra.

No escarmentó, sin embargo, y volvió a publicar otro cuento más fantástico y más humorístico que el primero. Y recuerdo que me habló de él Fernández Gómez, cliente del doctor.

—Pues señor —me decía el bueno de Fernández Gómez—, ¿no sé qué hacer después de estos escritos de mi doctor?

—¿Y por qué?

—Porque me parece peligroso ponerme en manos de un hombre que escribe cosas semejantes.

—¿Pero a usted le cura bien?

—¡Oh, eso sí, no tengo la menor queja! Desde que me puse en sus manos, voy a su consulta y sigo sus prescripciones, me va mucho mejor y noto de día en día que voy mejorando; pero… esos escritos… ese hombre no debe andar bien de la cabeza… eso es una olla de grillos…

—No haga usted caso, don Servando; yo le trato mucho, como usted sabe, y nada he observado en él. Es un hombre muy razonable.

—El caso es que sí, cuando se le habla responde de acorde y todo lo que dice es muy sensato; pero…

—Mire usted, yo prefiero que me opere bien, con ojo y pulso seguros, un hombre que diga locuras (y éste no las dice), a no que un señor muy sesudo, soltando sensateces como puños de Pero Grullo, me descoyunte y destroce el cuerpo.

—Así será…, así será…, pero…

Al día siguiente le pregunté al doctor Montarco por Fernández Gómez, y me contestó:

—¡Tonto constitucional!

—¿Y qué es eso?

—Tonto por constitución fisiológica, a nativitate, irremediable.

—Yo le llamaría a eso tonto absoluto.

—Tal vez… porque aquí lo constitucional y lo absoluto se confunden; no es como en política…

—Dice que la cabeza de usted debe ser una olla de grillos…

—Y la suya y la de sus congéneres, ollas de cucarachas, que son grillos mudos. Al fin los míos cantan, o chirrían, o lo que sea.

Algún tiempo después publicó el doctor su tercer relato, éste ya agresivo y lleno de ironías, burlas e invectivas mal veladas.

—Yo no sé si le conviene a usted publicar esas cosas —le dije.

—¡Oh, sí!, necesito echarlas fuera; si no escribiera esas atrocidades acabaría por hacerlas. Yo sé lo que me hago.

—Hay quien dice que no sientan bien a un hombre de su edad, de su posición, de su profesión… —le dije por tentarle.

Y, en efecto, saltó y exclamó:

—Lo dicho, lo dicho, se lo tengo a usted dicho mil veces: tendré que irme, loco, a morirme de hambre. ¡Mi posición! ¿A qué llamarán posición esos porros? Créame: no saldremos en España de unos marroquíes empastados, y mal empastados, pues estaríamos mejor en rústica; no saldremos de eso mientras no entremos porque el Presidente del Consejo de Ministros escriba y publique un tomo de epigramas o de cuentos para los niños o un sainete mientras es Presidente. Arriesga con eso su prestigio, dicen. Y con lo otro arriesgamos nuestro progreso. ¡Qué estúpidamente graves somos!

Y así, arrastrado por un fatal instinto, se puso el doctor Montarco a luchar con el espíritu público de la ciudad en que vivía y trabajaba. Esforzábase cada vez más por ser concienzudo y exacto en el cumplimiento de sus deberes profesionales, cívicos y domésticos; ponía un exquisito cuidado en atender a sus clientes estudiándoles las dolencias; recibía afablemente a todo el mundo; con nadie era grosero; hablaba a cada cual de lo que podía interesarle, procurando darle gusto, y en su vida privada continuaba siendo el marido y el padre ejemplar. Pero cada vez eran sus cuentos, relatos y fantasías más extravagantes, según se decía, y más fuera de lo corriente y vulgar. Y la clientela se le iba retirando y haciendo el vacío en su derredor. Con esto su irritación mal contenida iba en aumento.

Y no fue esto lo peor, sino que empezó a tomar cuerpo e ir hinchándose y redundando un rumor maligno, y fue la acusación de soberbia. Sin motivo alguno que lo justificara empezó a susurrarse que el doctor Montarco era un espíritu soberbio, un hombre lleno de sí mismo, que se tenía por un genio y a los demás los tenía por pobres diablos incapaces de comprenderle por entero. Se lo dije, y en vez de estallar en una de aquellas sus acostumbradas diatribas, como yo esperaba, me contestó con calma:

—¿Soberbio yo? Sólo los tontos son de veras soberbios, y francamente, no me tengo por tonto; no llega mi tontería a tanto. ¿Soberbio? ¡Si pudiésemos asomarnos los unos al brocal de la conciencia de los otros y verles el fondo! Sí sé que me tienen por desdeñoso de los demás, pero se equivocan. Es que no los tengo por aquello en que se tienen ellos mismos. Y además, si entrara en descubrirle más por dentro mi corazón, ¿qué es eso de soberbia y empeño de prepotencia y otros estribillos así? ¡No, amigo mío, no!, el hombre que trata de sobreponerse a los demás es que busca salvarse; el que procura hundir en el olvido los nombres ajenos es que quiere se conserve el suyo en la memoria de las gentes, porque usted sabe que la posteridad tiene un cedazo muy cerrado. ¿Usted se ha fijado en un mosquero alguna vez?

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—Una de esas botellas con agua dispuestas para cazar moscas. Las pobres tratan de salvarse, y como para ello no hay más remedio que encaramarse sobre otras y así navegar sobre un cadáver en aquellas estancadas aguas de muerte, es una lucha feroz a cuál se sobrepone a las demás. Lo que menos piensan es en hundir a la otra, sino en sobrenadar ellas. Y así es la lucha por la fama mil veces más terrible que la lucha por el pan.

—Y así es —añadí— la lucha por la vida. Darwin…

—¿Darwin? —me atajó—. ¿Conoce usted el libro Problemas biológicos, de Rolph?

—No.

—Pues léalo usted. Léalo y verá que no es el crecimiento y la multiplicación de los seres lo que les pide más alimento y les lleva, para conseguirlo, a lucha así sino que es una tendencia a más alimento cada vez, a excederse, a sobrepasar de lo necesario, lo que les hace crecer y multiplicarse. No es instinto de conservación lo que nos mueve a obrar, sino instinto de invasión; no tiramos a mantenernos, sino a ser más, a serlo todo. Es, sirviéndome de una fuerte expresión del Padre Alfonso Rodríguez, el gran clásico, «apetito de divinidad». Sí, apetito de divinidad. «¡Seréis como dioses!»; así tentó, dicen, el demonio a nuestros primeros padres. El que no sienta ansias de ser más, llegará a no ser nada. ¡O todo o nada! Hay un profundo sentido en esto. Díganos lo que nos dijere la razón, esa gran mentirosa que ha inventado, para consuelo de los fracasados, lo del justo medio, la áurea mediocritas, el «ni envidiado ni envidioso» y otras simplezas por el estilo; diga lo que dijere la razón, la gran alcahueta, nuestras entrañas espirituales, eso que llaman ahora el Inconsciente (con letra mayúscula) nos dice que para no llegar, más tarde o más temprano, a ser nada, el camino más derecho es esforzarse por serlo todo.

—La lucha por la vida, por la sobre—vida más bien, es ofensiva y no defensiva; en esto acierta Rolph. Yo, amigo, no me defiendo, no me defiendo jamás; ataco. No quiero escudo, que me embaraza y estorba; no quiero más que espada. Prefiero dar cincuenta golpes y recibir diez, a no dar más que diez y no recibir ninguno. Atacar, atacar, y nada de defenderse. Que digan de mí lo que quieran; no lo oiré, no me entero de ello, cierro los oídos, y si a éstos, a pesar de mis precauciones para no oírlo, me llega lo que dicen, no lo contesto. Si nos dieran siglos por delante, antes les convencería yo a ellos mismos de que son tontos, y vea si es esto difícil, que ellos a mí de que estoy loco o de que soy soberbio.

—Pues —me atajó—, tiene sus quiebras, y sobre todo un gran peligro, y es que el día en que me flaquee el brazo, o la espada me quede mellada, aquel día me pisotean, me arrastran y me hacen polvo. Pero antes se saldrán con la suya: me volverán loco.

Entercóse en proseguir con sus relatos, relatos tan fuera de lo que aquí, en España, es corriente, y a la vez en no salir del género tan razonable de vida que llevaba. La clientela se fue alejando; llegó la penuria a llamar a las puertas de su casa, y, para colmo de males, ni encontraba revistas o diarios que admitieran sus trabajos, ni su nombre ganaba terreno en la república de las letras. Y todo ello concluyó en que unos cuantos amigos suyos tuvimos que hacernos cargo de su mujer y sus hijas y llevarle a él a una casa de salud, porque su agresividad de palabra iba en aumento.

Recuerdo como si fuera ayer, la primera vez que le visité en la casa de salud en que fue recluido. El director, el doctor Atienza, había sido condiscípulo del doctor Montarco y le profesaba gran cariño.

—Ahí está —me dijo—, estos días más tranquilo y encalmado que al principio. Lee algo, muy poco, porque estimo contraproducente el privarle en absoluto de lectura. Lo que más lee es el Quijote, y si usted coge su ejemplar y lo abre al acaso, es casi seguro que se abrirá por el capítulo XXXII de la parte II, en el que se trata de la respuesta que dio Don Quijote a su reprensor, aquel grave eclesiástico que en la mesa de los Duques reprendió duramente al caballero andante. Vamos a verle, si usted quiere.

Y fuimos.

—Me alegro de que venga usted a verme —exclamó así que me hubo visto, y levantando la vista del Quijote—; me alegro. Estaba pensando si, a pesar de lo que nos dice Cristo, según el versillo veintidós del capítulo quinto de San Mateo, estamos o no autorizados a emplear el arma prohibida.

—¿Y cuál es el arma prohibida? —le pregunté.

—«Quien llamare tonto, a su hermano, es reo del fuego eterno». ¡Vean, vean qué sentencia tan terrible! No dice quien le llama asesino, o ladrón, o bandido, o estafador, o cobarde, o hijo de mala madre, o cabrón, o liberal, no; sino quien le llame «tonto». Esa, esa es el arma prohibida. Todo se puede poner en duda menos el ingenio, la agudeza o el buen juicio ajenos. ¿Y cuándo le da al hombre por presumir de algo? Papas ha habido que se tenían por latinistas y que se hubieran ofendido menos de que se les tuviera por herejes que de haberles acusado de incurrir en solecismos al escribir latín, y hay graves cardenales que más puntillo ponen en pasar por castizos que en ser tenidos por buenos cristianos, y para quienes la ortodoxia no es más que una mera consecuencia de la casticidad. ¡El arma prohibida! ¡El arma prohibida! Vean la comedia política; se acusan los actores de las cosas más feas, se inculpan embozadamente de graves faltas; pero cuidan de llamarse elocuentes, hábiles, intencionados, talentudos… «Quien llamare tonto a su hermano, es reo del fuego eterno». Y, sin embargo, ¿saben por qué no avanza el progreso?

—Porque tiene que llevar a cuestas la tradición —me aventuré a decirle.

—No, no, sino porque es imposible convencerles a los tontos de que lo son. El día en que los tontos, que son todos los hombres, se convenciesen de verdad de que lo son, el progreso tocaría a su término. El hombre nace tonto… Pero quien llame tonto a su hermano es reo del fuego eterno. Y reo de él se hizo aquel grave eclesiástico «destos que gobiernan las casas de los príncipes; destos que como no nacen príncipes no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza se mida con la estrechez de sus ánimos; destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables…»

—¿Lo ve usted? —me dijo por lo bajo el doctor Atienza—; se sabe de memoria los capítulos treinta y uno y treinta y dos de la parte segunda de nuestro libro.

—Reo del infierno se hizo, digo —continuó el pobre loco—, aquel grave religioso que con los Duques salió a recibir a Don Quijote y con él se sentó a la mesa, frontero a él, a hacer por la vida; y luego, lleno de saña, de envidia, de estupidez, de todas las bajas pasiones cubiertas con capa de sensatez y buen juicio, amenazó al Duque con que tenía que dar cuenta a nuestro Señor de lo que hacía aquel buen hombre… Llamó buen hombre a Don Quijote, el muy majadero y grave eclesiástico, y luego le llamó Don Tonto. ¡Don Tonto! ¡Don Tonto! ¡Don Tonto! ¡Don Tonto al más grande loco que vieron los siglos! ¡Reo del fuego eterno! Y en el infierno está.

—Acaso no sea más que en el purgatorio, porque la misericordia de Dios es infinita —me atreví a decir.

—Pero la falta del grave eclesiástico, que es España y nada más que España, es enorme, enormísima. Aquel grave señor, genuina encarnación de la parte de nuestro pueblo que se cree culta; aquel insoportable dómine, después de levantarse mohíno de la mesa y llamarle sandio a su señor, al que le daba de comer, creo que por no hacer nada de provecho, y de decir aquello de «mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras; quédese vuestra excelencia con ellos, que en tanto que estuvieren en casa me estaré yo en la mía y me excusaré de reprender lo que no puedo remediar»; después de decir esto, y «sin decir más ni comer, se fue». Se fue, pero no del todo, sino que anda por ahí dando y quitando patentes de sensatez y cordura… ¡Es terrible! ¡Es terrible! En público le llaman a Don Quijote «loco sublime» y otra porción de cosas así que han oído; pero en el retiro de su corazón, y a solas, le llaman Don Tonto. Ya ve usted: Don Quijote, que por irse tras un imperio, el imperio de la fama, dejó a Sancho Panza el gobierno de la ínsula. ¡Don Quijote! ¿Y qué fue ese pobre Don Tonto? ¡Ni siquiera ministro! Y después de todo, ¿para qué crio Dios el mundo? Para su gloria, dicen; para manifestar su gloria. ¿Y hemos de ser nosotros menos?… ¡Soberbia! ¡Soberbia! ¡Satánica soberbia!, claman los impotentes. Vengan, vengan acá, vengan todos esos graves señores infectados de sentido común…

—Vámonos —me dijo por lo bajo el doctor Atienza—, porque se exalta.

Con una excusa cortamos la entrevista y me despedí de mi pobre amigo.

—Le han vuelto loco —me dijo el doctor Atienza, así que nos vimos solos—; le han vuelto loco a uno de los hombres más cuerdos y cabales que he conocido.

—¿Cómo así? —le pregunté.

La mayor diferencia entre los locos y los cuerdos —me contestó— es que éstos, aunque piensan locuras, a no ser que sean tontos de remate, porque entonces no las piensan; aunque las piensan, digo, ni las dicen ni menos las hacen; mientras que aquéllos, los que llamamos locos, carecen del poder de inhibición, no son capaces de contenerse. ¿A quién, como no llegue su falta de imaginación a punto de imbecilidad, no se le ha ocurrido alguna vez una locura? Ha sabido contenerse. Y si no lo sabe, o da en loco o en genio, mayor o menor, según la locura sea. Es muy cómodo hablar de ilusiones; pero créame usted que una ilusión que resulte práctica, que nos lleve a un acto que tienda a conservar o acrecentar o intensificar la vida, es una impresión tan verdadera como la que pueda comprobar más escrupulosamente todos los aparatos científicos que se inventen. Ese necesario repuesto de locura, llamémosla así, indispensable para que haya progreso; ese desequilibrio sin el cual llegaría pronto el mundo espiritual a absoluto reposo, es decir, a muerte, eso hay que emplearlo de un modo o de otro. Este pobre doctor Montarco lo empleaba en sus fantásticos relatos, en sus cuentos y fantasías, y así se libraba de ello y podía llevar la vida tan ordenada y tan sensata que llevaba. Y realmente aquellos relatos…

—¡Ah! —le atajé—. Son profundamente sugestivos; están llenos de sorprendentes puntos de vista. Yo los leo y releo, porque nada aborrezco más que el que me vengan diciendo lo mismo que pienso. Leo de continuo aquellos cuentos sin descripciones ni moraleja. Me propongo escribir un estudio sobre ellos, y abrigo la esperanza de que una vez se le ponga al público sobre la pista, acabará por ver en ellos lo que hoy no ve. El público ni es tan torpe ni tan desdeñoso como creemos; lo que hay es que quiere que le den las cosas mascadas, ensalivadas y hechas bolo deglutible para no tener más que tragar; cada cual harto tiene con ganarse la vida, y no puede distraer tiempo en rumiar un pasto que le sabe áspero cuando se lo mete en la boca. Pero los comentaristas sacan a flote a escritores así, como el doctor Montarco, en quien sólo se leía la letra y no el espíritu.

—Pues usted sabe —reanudó el doctor— que caían en el vacío. Su extrañeza misma, que en otro país les hubiera atraído lectores, espantábalos aquí de ellos. A cada paso y ante la cosa en el fondo más sencilla, se decían estas gentes ahítas de bazofia didáctica: «y aquí, ¿qué quiere decir este hombre?» Usted sabe lo que ocurrió: la clientela le fue dejando, a pesar de que curara bien; las gentes dieron en llamarle loco, a pesar de la cordura de su vida; se le acusó de pasiones de que en el fondo, y a pesar de las apariencias, estaba libre; se rechazaron sus escritos; la miseria llamó a su puerta, y le obligaron a decir y hacer locuras que antes pensaba y vertía en sus escritos.

—¿Locuras? —le interrumpí.

—No, no eran locuras, tiene usted razón, no lo eran; pero han conseguido que acaben por serlo. Yo, que le leo ahora, desde que le tengo aquí, comprendo que el error estuvo en empeñarse en ver un escritor de ideal en uno que, como este desgraciado, no lo era. Sus ideas eran una excusa, una primera materia, y tanta importancia tienen en sus escritos como las tierras de que se valiera Velázquez para hacer las drogas con que pintaba o el género de piedra en que talló Miguel Ángel a Moisés. ¿Qué diríamos del que para juzgar de la Venus de Milo hiciese, microscopio y reactivos en mano, un detenido análisis del mármol en que está esculpida? Las ideas no son más que materia prima para obras de filosofía, de arte o de polémica.

—Siempre he creído lo mismo —le dije—, pero veo que es una de las doctrinas que más resistencia encuentra en nuestro pueblo. Una vez, viendo jugar a unos ajedrecistas, asistí al más intenso drama de que he sido espectador. Aquello era terrible. No hacían sino mover las figurillas, dentro de los cánones del juego y sin salirse del casillero, y, sin embargo, no puede usted figurarse ¡qué intensa pasión, qué tensión de espíritu, qué derroche de energía vital! Los que seguían sólo las peripecias del juego creían asistir a una vulgar partida, pues lo cierto es que jugaban los dos medianamente; pero yo atendía al modo de coger las piezas y ponerlas, al silencio solemne, al ceño de los jugadores. Hubo una jugada de las peores y más vulgares por cierto, un jaque que no remató en mate, que fue extraordinaria. Usted hubiera visto cómo empuñó, con la mano toda, su caballo y lo puso dando un golpe sobre el tablero, y cómo exclamó: ¡jaque! ¡Y aquellos dos hombres pasaban por dos jugadores vulgares! ¿Vulgares? De seguro que Morphi o Filidor no eran mucho más. ¡Pobre Montarco!

—Sí, ¡pobre Montarco! Y hoy no le ha oído sino cosas razonables… Rara, muy rara vez desbarra por completo, y cuando le da por desbarrar se finge un personaje grotesco, al que llama el consejero privado Herr Schmarotzender; se pone una peluca, se sube en una silla y declama unos discursos llenos de espíritu, unos discursos en que palpitan las ansias eternas de la humanidad, y al concluirlo y bajarse de la silla me dice: «¿No es cierto, amigo Atienza, que hay mucho de verdad en el fondo de estas locuras del pobre consejero privado Herr Schmarotzender?» Y la verdad es que muchas veces he pensado en lo que hay de justo en ese sentimiento de veneración y respeto con que se rodea a los locos en algunos países.

—Hombre, me parece que debe usted abandonar la dirección de esta casa.

—No tenga usted cuidado, amigo. No es que yo crea que a estos desgraciados se les rasgue el velo de un mundo superior que nos está velado; es que creo que dicen cosas que pensamos todos y por pudor y vergüenza no nos atrevemos a expresar. La razón, que es una potencia conservadora y que la hemos adquirido en la lucha por la vida, no ve sino lo que para conservar y afirmar esta vida nos sirve. Nosotros no conocemos sino lo que nos hace falta conocer para poder vivir. Pero ¿quién le dice a usted que esa inextinguible ansia de sobrevivir no es revelación de otro mundo que envuelve y sostiene al nuestro, y que, rotas las cadenas de la razón, no son estos delirios los desesperados saltos del espíritu por llegar a ese otro mundo?

—Me parece, y usted dispense lo rudo de lo que voy a decirle, me parece que en vez de estar usted asistiendo al doctor Montarco, es el doctor Montarco el que le asiste a usted. Le están haciendo mella los discursos del señor consejero privado.

—¡Qué sé yo! Lo único que le aseguro es que cada día me confino más en esta casa de salud, pues prefiero cuidar locos a tener que sufrir tontos. Aunque lo peor es que hay muchos locos que son a la vez tontos. Ahora me dedico muy en especial al doctor Montarco. ¡Pobre Montarco!

—¡Pobre España! —le dije, le di la mano, y nos separamos.

Duró poco en la casa de salud el doctor Montarco. Le invadió una tristeza enorme, un abrumador aplanamiento y acabó por sumirse en una tozuda mudez, de la cual no salía más que para suspirar: «o todo o nada… o todo o nada… o todo o nada…» Su mal agravándose y acabó en muerte.

Luego que hubo muerto, registraron el cajón de su mesa, hallando en él un voluminoso manuscrito que tenía escritas al frente estas palabras:

O TODO O NADA
(Ruego que, así que yo muera, se queme este manuscrito sin leerlo).
 


No sé si el doctor Atienza resistiría o no la tentación de leerlo, ni sé si, cumpliendo la última voluntad del loco, lo quemó.
¡Pobre doctor Montarco! ¡Descanse en paz, quien bien mereció paz y descanso!
 

Y va de cuento

A Miguel, el héroe de mi cuento, habíanle pedido uno. ¿Héroe? ¡Héroe, sí! ¿Y por qué? —preguntará el lector—. Pues, primero, porque casi todos los protagonistas de los cuentos y de los poemas deben ser héroes, y ello por definición. ¿Por definición? ¡Sí! Y, si no, veámoslo.

P.— ¿Qué es un héroe?

R.— Uno que da ocasión a que se pueda escribir sobre él un poema épico, un epinicio, un epitafio, un cuento, un epigrama, o siquiera una gacetilla o una mera frase.

Aquiles es héroe porque le hizo tal Homero, o quien fuese, al componer la Ilíada. Somos, pues, los escritores —¡oh noble sacerdocio!— los que para nuestro uso y satisfacción hacemos los héroes, y no habría egoísmo si no hubiese literatura. Eso de los héroes ignorados es una mandanga para consuelo de simples. ¿Ser héroe es ser cantado?

Y, además, era héroe el Miguel de mi cuento porque le habían pedido uno. Aquel a quien se le pida un cuento es, por el hecho mismo de pedírselo, un héroe, y el que se lo pide es otro héroe. Héroes los dos. Era, pues, héroe mi Miguel, a quien le pidió Emilio un cuento, y era héroe mi Emilio, que pidió el cuento a Miguel. Y así va avanzando este que escribo. Es decir,

burla burlando, van los dos delante,
 

Y mi héroe, delante de las blancas o agarbanzadas cuartillas, fijos en ellas los ojos, la cabeza entre las palmas de las manos y de codos sobre la mesilla de trabajo —y con esta descripción me parece que el lector estará viéndole mucho mejor que si viniese ilustrado esto—, se decía: «Y bien, ¿sobre qué escribo ahora yo el cuento que se me pide? ¡Ahí es nada, escribir un cuento quien, como yo, no es cuentista de profesión! Porque hay el novelista que escribe novelas, una, dos, tres o más al año, y el hombre que las escribe cuando ellas le vienen de suyo. ¡Y yo no soy un cuentista…!»

Y no, el Miguel de mi cuento no era un cuentista. Cuando por acaso los hacía, sacábalos o de algo que, visto u oído, habíale herido la imaginación, o de lo más profundo de sus entrañas. Y esto de sacar cuentos de lo hondo de las entrañas, esto de convertir en literatura las más íntimas tormentas del espíritu, los más espirituales dolores de la mente, ¡oh, en cuanto a esto…! En cuanto a esto, han dichos poetas líricos de todos los tiempos y países, que nos queda muy poco por decir.

Y luego los cuentos de mi héroe tenían para el común de los lectores de cuentos —los cuales forman una clase especial dentro de la general de los lectores— un gravísimo inconveniente, cual es el de que en ellos no había argumento, lo que se llama argumento. Daba mucha más importancia a las perlas que no al hilo en que van ensartadas, y para el lector de cuentos lo importante es la hilación, así, con hache, de hilo, y no ilación, sin ella, como nos empeñamos en escribir los más o menos latinistas que hemos dado en la flor de pensar y enseñar que ese vocablo deriva de infero, fers, intuli, illatum. (No olviden ustedes que soy catedrático, y de yo serlo comen mis hijos, aunque alguna vez merienden de un cuento perdido).

Y estoy a la mitad de otro cuarteto.
 

Para el héroe de mi cuento, el cuento no es sino un pretexto para observaciones más o menos ingeniosas, rasgos de fantasía, paradojas, etc., etc. Y esto, francamente, es rebajar la dignidad del cuento, que tiene un valor sustantivo —creo que se dice así— en sí y por sí mismo. Miguel no creía que lo importante era el interés de la narración y que el lector se fuese diciendo para sí mismo en cada momento de ella: «Y ahora ¿qué vendrá?», o bien: «¿Y cómo acabará esto?» Sabía, además, que hay quien empieza una de esas novelas enormemente interesantes, va a ver en las últimas páginas el desenlace y ya no lee más.

Por lo cual creía que una buena novela no debe tener desenlace, como no lo tiene, de ordinario, la vida. O debe tener dos o más, expuestos a dos o más columnas, y que el lector escoja entre ellos el que más le agrade. Lo que es soberanamente arbitrario. Y mi este Miguel era de lo más arbitrario que darse puede.

En un buen cuento, lo más importante son las situaciones y las transiciones. Sobre todo estas últimas. ¡Las transiciones, oh! Y respecto a aquéllas, es lo que decía el famoso melodramaturgo d’Ennery: «En un drama —y quien dice drama dice cuento—, lo importante son las situaciones; componga usted una situación patética y emocionante, e importa poco lo que en ella digan los personajes, porque el público, cuando llora, no oye». ¡Qué profunda observación esta de que el público, cuando llora, no oye! Uno que había sido apuntador del gran actor Antonio Vico me decía que, representando éste una vez La muerte civil, cuando entre dos sillas hacía que se moría, y las señoras le miraban con los gemelos para taparse con ellos las lágrimas y los caballeros hacían que se sonaban para enjugárselas, el gran Vico, entre hipíos estertóricos y en frases entrecortadas de agonía, estaba dando a él, al apuntador, unos encargos para contaduría. ¡Lo que tiene el saber hacer llorar!

Si; el que en un cuento, como en un drama, sabe hacer llorar o reír, puede en él decir lo que se le antoje. El público, cuando llora o cuando se ríe, no se entera. Y el héroe de mi cuento tenía la perniciosa y petulante manía de que el público —¡su público, claro está!— se enterase de lo que él escribía. ¡Habráse visto pretensión semejante!

Permítame el lector que interrumpa un momento el hilo de la narración de mi cuento, faltando el precepto literario de la impersonalidad del cuentista (véase la Correspondance, de Flaubert, en cualquiera de sus cinco volúmenes Oeuvres complètes, París, Louis Conard, libraire-éditeur, MDCCCLX), para protestar de esa pretensión ridícula del héroe de mi cuento de que su público se entere de lo que él escribía. ¿Es que no sabía que las más de las personas leen para no enterarse? ¡Harto tiene cada uno con sus propias penas y sus propios pesares y cavilaciones para que vengan metiéndole otros! Cuando yo, a la mañana, a la hora del chocolate, tomo el periódico del día, es para distraerme, para pasar un rato. Y sabido es el aforismo de aquel sabio granadino: «La cuestión es pasar el rato»; a lo que otro sabio, bilbaíno éste, y que soy yo, añadió: «Pero sin adquirir compromisos serios». Y no hay modo menos comprometedor de pasar el rato que leer el periódico. Y si cojo una novela o un cuento no es para que, de reflejo, suscite mis hondas preocupaciones y mis penas, sino para que me distraiga de ellas. Y por eso no me entero de lo que leo, y hasta leo para no enterarme…

Pero el héroe de mi cuento era un petulante que quería escribir para que se enterasen y, es natural, así no puede ser, no le resultaba cuanto escribía sino paradojas.

—¿Que qué es esto de una paradoja? ¡Ah!, yo no lo sé, pero tampoco lo saben los que hablan de ellas con cierto desdén, más o menos fingido; pero nos entendemos, y basta. Y precisamente el chiste de la paradoja, como el del humorismo, estriba en que apenas hay quien hable de ellos y sepa lo que son. La cuestión es pasar el rato, sí, pero sin adquirir compromisos serios; ¿y qué serio compromiso se adquiere tildando a algo de paradoja, sin saber lo que ella sea, o tachándolo de humorístico?

Yo, que, como el héroe de mi cuento, soy también héroe y catedrático de griego, sé lo que etimológicamente quiere decir eso de paradoja: de la preposición para, que indica lateralidad, lo que va de lado o se desvía, y doxa, opinión, y sé que entre paradoja y herejía apenas hay diferencia; pero…

Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el cuento? Volvamos, pues, a él.

Dejemos a nuestro héroe —empezando siéndolo mío y ya es tuyo, lector amigo, y mío; esto es, nuestro— de codos sobre la mesa, con los ojos fijos en las blancas cuartillas, etcétera (véase la precedente descripción), y diciéndose: «Y bien, ¿sobre qué escribo yo ahora…?»

Esto de ponerse a escribir no precisamente porque se haya encontrado asunto, sino para encontrarlo, es una de las necesidades más terribles a que se ven expuestos los escritores fabricantes de héroes, y héroes, por tanto, ellos mismos. Porque, ¿cuál, sino el de hacer héroes, el de cantarlos, es el supremos heroísmo? Como no sea que el héroe haga a su hacedor, opinión que mantengo muy brillante y profundamente en mi Vida de Don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes Saavedra, explicada y comentada; Madrid, librería de Fernando Fe, 1905 —y sirva esto, de paso, como anuncio—, obra en que sostengo fue don Quijote el que hizo a Cervantes y no éste a aquél. ¿Y a mí quién me ha hecho, pues? En este caso, no cabe duda que el héroe de mi cuento. Sí, yo no soy sino una fantasía del héroe de mi cuento.

¿Seguimos? Por mí, lector amigo, hasta que usted quiera; pero me temo que esto se convierta en el cuento de nunca acabar. Y así es el de la vida… Aunque ¡no!, ¡no!, el de la vida se acaba.

Aquí sería buena ocasión, con este pretexto, de disertar sobre la brevedad de esta vida perecedera y la vanidad de sus dichas, lo cual daría a este cuento un cierto carácter moralizador que lo elevara sobre el nivel de esos otros cuentos vulgares que sólo tiran a divertir. Porque el arte debe ser edificante. Voy, por tanto, a acabar con una

Moraleja.— Todo se acaba en este mundo miserable: hasta los cuentos y la paciencia de los lectores. No sé, pues, abusar.

El canto adánico

Fue esto en una tarde bíblica, ante la gloria de las torres de la ciudad, que reposaban sobre el cielo como doradas espigas gigantescas, surgiendo de la verdura que viste y borda al río. Tomé las Hojas de yerba —Leaves of grass—, de Walt Whitman, este hombre americano, enorme embrión de un poeta secular, de quien Roberto Luis Stevenson dice que, como un perro lanudo recién desencadenado, recorría las playas del mundo ladrando a la luna; tomé estas hojas y traduje algunas a mi amigo, ante el esplendor silencioso de la ciudad dorada.

Y mi amigo me dijo:

—¡Qué efecto tan extraño causan esas enumeraciones de hombres y de tierras, de naciones, de cosas, de plantas… ¿Es eso poesía?

Y yo le dije:

—Cuando la lírica es sublime y espiritualizada acaba en meras enumeraciones, en suspirar nombres queridos. La primera estrofa del dúo eterno del amor puede ser el «te quiero, te quiero mucho, te quiero con toda mi alma»; pero la última estrofa, la del desmayo, no es más que estas dos palabras: «¡Romeo! ¡Julieta! ¡Romeo! ¡Julieta!» El suspiro más hondo del amor es repetir el nombre del ser amado, paladearlo haciéndose miel la boca. Y mira al niño. Jamás olvidaré una escena inmortal que Dios me puso una mañana ante los ojos, y fue que vi tres niños cogidos de las manos, delante de un caballo, cantando, enajenados de júbilo, no más que estas dos palabras: «¡Un caballo!, ¡un caballo!, ¡un caballo!» Estaban creando la palabra según la repetían; su canto era un canto genesíaco.

—¿Cómo empezó la lírica? —preguntó mi amigo—; ¿cuál fue el primer canto?

—Vamos a la leyenda —le dije— y oye lo que dice el Génesis en su segundo capítulo, cuando dice «Formó, pues, Dios de la tierra toda bestia del campo y toda ave de los cielos, y trájolas a Adán para que viese cómo las había de llamar, y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ése es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos, y a todo animal del campo; mas para Adán no halló ayuda que estuviese delante de él». Este fue el primer canto, el canto de poner nombre a las bestias, extasiándose ante ellas Adán, en el Alba de la humanidad.

¡Poner nombre! Poner nombre a una cosa es, en cierto modo, adueñarse espiritualmente de ella. Este mismo Walt Whitman, cuyas Hojas de yerba aquí tenemos, al decir en su «Canto a la puesta del sol» estas palabras: «Respirar el aire, ¡qué delicioso! ¡Hablar!, ¡pasear! ¡Coger algo con la mano!», pudo añadir: «Dar nombre a las cosas, ¡qué milagro portentoso!»

Al nombrar Adán a las bestias y aves se adueñó de ellas y mira cómo el salmo octavo, después de cantar que Dios hizo que el hombre se enseñorease de las obras de las divinas manos, que le pusieran todo bajo los pies, ovejas y bueyes, y asimismo las bestias del campo, y las aves de los cielos, y los peces del mar, y todo cuanto pasa por los senderos de éste, acaba diciendo: «Oh, Jehová, Señor Nuestro, ¡cuán grande es tu nombre, que millones de lenguas de hombres piden día a día que sea santificado! Si supiéramos dar el nombre adecuado, nombre poético, nombre creativo a Dios, en él se colmaría como en flor eterna toda la lírica.

En el Génesis también, y en los versillos 24 a 30 de su capítulo XXXII, se nos cuenta cómo al pasar Jacob el vado a Jacob, cuando iba en busca de Esaú, su hermano, se quedó a hacer noche solo y luchó hasta rayar el alba, con un desconocido, con un ángel de Dios o con Dios mismo, y lleno de angustia le preguntaba por su nombre, cómo se llamaba. En aquellos tiempos aurorales, declarar un viandante su nombre era declarar su esencia. Su nombre es lo primero que nos dan los héroes homéricos.

Y estos nombres no eran dichos: eran cantados en un empuje de entusiasmo y de adoración. Y tengo por indudable, lector, que el himno que más adentro del corazón se te ha metido fue cuando viste tu propio nombre, tu nombre de pila, el doméstico desnudo y puro, suspirando en la penumbra. Es la corona de la lírica.

La forma de letanía es acaso la más exquisita que las explosiones líricas nos ofrecen: un nombre repetido en rosario y engarzado cada vez en epítetos vivos que lo realza. Y entre estos hay el epíteto sagrado.

En los poemas homéricos brillan los epítetos sagrados; cada héroe lleva el suyo. Aquiles, el de los pies veloces; Héctor el agitapenachos. Y en todo tiempo y lugar, cuando alguien encuentra el epíteto sagrado que casa poéticamente con un hombre, todos lo adoptan y todos lo repiten. Y lo que sucede con los hombres sucede con los animales y con las cosas y las ideas. La astuta zorra, el perro fiel, el noble corcel, el paciente burro, el tardo buey, la arisca cabra, la mansa oveja, la tímida liebre…, y los designios de la Providencia, ¿pueden ser otra cosa que inescrutables?

Cantar, pues, el nombre, realzándolo con el epíteto sagrado, es la exaltación reflexiva de la lírica, y la exaltación irreflexiva, la suprema, en cantarlo solo y desnudo, sin epíteto alguno; es repetirlo una y otra vez, como sumergiendo el alma en su contenido ideal y empapándose en él sin añadido.

—No me sorprende —le dije a mi amigo— que te produzcan extraño efecto estas enumeraciones, y te confieso que pueden ellas no tener nada de poético. Pero han de extrañarnos más a nosotros, que con palabras muertas, reducimos la lírica a algo discursivo y oratorio, a elocuencia rimada.

—Observa, además —añadí—, que una palabra no ha cobrado su esplendor y su pureza toda hasta que ha pasado por el ritmo y se ha visto ayuntada a otras en su cadencia. Es como el trigo, que no está limpio y pronto para ir a la muela hasta que no ha sido apurado aventándolo al aire de la era.

—Ahora recuerdo —dijo mi amigo, interpolando un intermedio cómico—, ahora recuerdo cierto chascarrillo yanqui, y es que dicen que cuando Adán estaba poniendo nombre a los animales, al acercarse el caballo, dijo Eva a su marido: «Esto que viene aquí se parece a un caballo; llamémosle, pues, caballo.»

—El chascarro no carece de gracia —le dije—, pero es el caso que cuando Adán puso nombre a las bestias del campo y a las aves de los cielos, aún no había sido creada la mujer, según el Génesis. De donde se saca que el hombre necesitó hablar aun estando solo, hablar consigo, es decir, cantar, y que su acto de poner nombres a los seres fue un acto de pureza lírica, de perfecto desinterés. Se los puso para extasiarse con ellos. Sólo que una vez que así los cantó y les puso nombre, sintió la necesidad de un semejante a quien comunicárselo; una vez que de la grosura de su entusiasmo brotó aquel himno de nombramiento, sintió la necesidad de un auditorio, de un público, y así, agrega el texto, que Adán no halló ayuda que estuviese delante de él. Y a seguida de esto es cuando el relato bíblico nos cuenta la creación de la primera mujer, hinchándola de una costilla del primer hombre, y como si éste hubiese sentido más vivamente la necesidad de una compañera a raíz de haberse adueñado de los seres mediante los nombres. Sintió el hombre la necesidad de alguien con quien hablar, y Dios le hizo la mujer. Y apenas surge la mujer ante el hombre, luego de decir éste lo de «esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne», lo primero que hace es darle nombre, diciendo: «Esta será llamada varona, porque del varón fue tomada». Y este nombre, en efecto, no ha prevalecido, sino que los más de los pueblos cultos tienen para la mujer nombre de otra raíz que el nombre del hombre, y como si fuesen dos especies.

—Excepto el inglés, por lo menos —dijo mi amigo.

—Y algún otro —añadí yo.


Y recogiendo las Hojas de yerba, de Walt Whitman, dejamos el esplendor de la ciudad cuando se derretía en el atardecer.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 6-VIII-1906)
 

La beca

«Vuelva usted otro día…» «¡Veremos!» «Lo tendré en cuenta». «Anda tan mal esto…» «Son ustedes tantos…» «¡Ha llegado usted tarde y es lástima!» Con frases así se veía siempre despedido don Agustín, cesante perpetuo. Y no sabía imponerse ni importunar, aunque hubiese oído mil veces aquello de «pobre porfiado saca mendrugo».

A solas hacía mil proyectos, y se armaba de coraje y se prometía cantarle al lucero del alba las verdades del barquero; mas cuando veía unos ojos que le miraban ya estaba engurruñándosele el corazón. «Pero ¿por qué seré así, Dios mío?», se preguntaba, y seguía siendo así, como era, ya que sólo de tal modo podía ser él el que era.

Y por debajo gustaba un extraño deleite en encontrarse sin colocación y sin saber dónde encontraría el duro para el día siguiente. La libertad es mucho más dulce cuando se tiene el estómago vacío, digan lo que quieran los que no se han encontrado con la vida desnuda. Estos sólo conocen la vestidura de la vida, sus arreos; no la vida misma, pelada y desnuda.

El hijo, Agustinito, desmirriado y enteco, con unos ojillos que le bailaban en la cara pálida, era la misma pólvora. Las cazaba al vuelo.

—Es nuestra única esperanza —decía la madre, arrebujada en su mantón, una noche de invierno— que haga oposición a una beca, y tendremos las dos pesetas mientras estudie… ¡Porque esto de vivir así, de caridad…! ¡Y qué caridad, Dios mío! ¡No, no creas que me quejo, no! Las señoras son muy buenas, pero…

—Sí, que, como dice Martín, en vez de ejercer caridad se dedican al deporte de la beneficencia.

—No, eso no; no es eso.

—Te lo he oído alguna vez; es que parece que al hacer caridad se proponen avergonzar al que la recibe. Ya ves lo que nos decía la lavandera al contarnos cuando les dieron de comer en Navidad y les servían las señoritas…, «esas cosas que hacen las señoritas para sacarnos los colores a la cara»…

—Pero, hombre…

—Sé franca y no tengas secretos conmigo. Comprende que nos dan limosna para humillarnos…

En las noches de helada no tenían para calentarse ni aun el fuego de la cocina, pues no le encendían. Era el suyo un hogar apagado.

El niño lo comprendía todo y penetraba en el alcance todo de aquel continuo estribillo de «¡Aplícate, Agustinito, aplícate!»

Ruda fue la brega en las oposiciones de la beca, pero la obtuvo, y aquel día, entre lágrimas y besos, se encendió el fuego del hogar.

A partir de este día del triunfo, acentuóse en don Agustín su vergüenza de ir a pretender puesto; aunque poco y mal, comían de lo que el hijo cobraban y con algo más, trabajando el padre acá y allá de temporero, iban saliendo, mal que bien, del afán de cada día. ¿No se ha dicho lo de «bástele a cada día su cuidado»?, y no lo traducimos diciendo que «no por mucho madrugar amanece más temprano»? Y si no amanece más temprano por mucho madrugar, lo mejor es quedarse en cama. La cama adormece las penas. Por algo los médicos dicen que el reposo lo cura todo.

—¡Agustín, los libros! ¡Los libros! ¡Mira que eres nuestro único sostén, que de ti depende todo…! ¡Dios te lo premie! — decía la madre.

Y Agustinito ni comía, ni dormía, ni descansaba a su sabor. ¡Siempre sobre los libros! Y así se iba envenenando el cuerpo y el espíritu: aquél, con malas digestiones y peores sueños, y éste, el espíritu, con cosas no menos indigeribles que sus profesores le obligaban a engullir. Tenía que comer lo que hubiera y tenía que estudiar lo que le diese en el examen la calificación obligada para no perder la beca.

Solía quedarse dormido sobre los libros, a guisa de almohada, y soñaba con las vacaciones eternas. Tenía que sacar, además, premios, para ahorrarse las matrículas del curso siguiente.

—Voy a ver a don Leopoldo, Agustinito, a decirle que necesitas el sobresaliente para poder seguir disfrutando la beca…

—No, no haga eso, madre, que es muy feo…

—¿Feo? ¡Ante la necesidad, nada hay que sea feo, hijo mío!

—Pero si sacaré sobresaliente, madre; si lo sacaré.

—¿Y el premio?

—También el premio, madre.

Hallábase obligado a sacar el premio, obligado, que es una cosa verdaderamente terrible.

—Mira, Agustinito: don Alfonso, el de Patología médica, está enfermo; debes ir a su casa a preguntar cómo sigue…

—No voy, madre; no quiero ser pelotillero.

—¿Ser qué?

—¡Pelotillero!

—Bueno, no sé lo que es eso, pero te entiendo, y los pobres, hijo mío, tenemos que ser pelotilleros. Nada de aquello de «pobre, pero orgulloso», que es lo que más nos pierde a los españoles…

—Pues no voy.

—Bien, iré yo.

—No, tampoco irá usted.

—Bueno, no quieres que sea pelotillera…, pues no iré. Pero, hijo mío…

—Sacaré el sobresaliente, madre.

Y lo sacaba, el desdichado, pero ¡a qué costa! Una vez no sacó más que notable, y hubo que ver la cara que pusieron sus padres.

—Me tocaron tan malas lecciones…

—No, no; algo le has hecho… —dijo el padre.

Y la madre añadió:

—Ya te lo decía yo… Has descuidado mucho esa asignatura…

El mes de mayo le era terrible. Solía quedarse dormido sobre los libros, teniendo la cafetera al lado. Y la madre, que se levantaba solícita de la cama, iba a despertarle y le decía:

—Basta por hoy, hijo mío; tampoco conviene abusar… Además, te rinde el sueño y se malgasta el petróleo. Y no estamos para eso.

Cayó enfermo y tuvo que guardar cama; le consumía la fiebre. Y los padres se alarmaron, se alarmaron del retraso que aquella enfermedad podía costarle en sus estudios; tal vez le durara la dolencia y no podría examinarse con seguridad de nota, y le quedaría el pago de la beca en suspenso.

El médico aseguró a los padres que duraría aquello, y los pobres, angustiados, le preguntaban:

—¿Pero podrá examinarse en junio?

—Déjense de exámenes, que lo que este mozo necesita es comer mucho y estudiar poco, y aire, mucho aire…

—¡Comer mucho y estudiar poco! —exclamó la madre—. Pero, señor, ¡si tiene que estudiar mucho para poder comer poco…!

—Es un caso de surmenage.

—¿De sur qué?

—De surmenage, señora; de exceso de trabajo.

—¡Pobre hijo mío! —y rompió a llorar la madre—. ¡Es un santo…, un santo!

Y el santo fue reponiéndose, al parecer, y cuando pudo ponerse en pie pidió los libros, y la madre, al llevárselos, exclamó:

—¡Eres un santo, hijo mío!

Y a los tres días:

—Mira, hoy que está mejor tiempo puedes salir; vete a clase bien abrigado, ¿eh?, y dile a don Alfonso cómo has estado enfermo, y que te lo dispense…

Al volver de clase dijo:

—Me ha dicho don Alfonso que no vuelva hasta que esté del todo bien.

—Pero ¿y el sobresaliente, hijo mío?

—Lo sacaré.

Y lo sacó, y vio vacaciones, su único respiro. «¡Al campo!», había dicho el médico. ¿Al campo? ¿Y con qué dinero? Con dos pesetas no se hacen milagros. ¿Iba a privarse don Agustín, el padre, de su café diario, del único momento en que olvidaba penas? Alguna vez intentó dejarlo; pero el hijo modelo le decía:

—No, no; vete al café, padre; no lo dejes por mí; ya sabes que yo me paso con cualquier cosa…

Y no hubo campo, porque no pudo haberlo. No recostó el pobre mozo su cansado pecho sobre el pecho vivificante de la madre Tierra; no restregó su vista en la verdura, que siempre vuelve, ni restregó su corazón en el olvido reconfortante.

Y volvió el curso, y con él la dura brega, y volvió a encamar el becario, y una mañana, según estudiaba, le dio un golpe de tos y se ensangrentaron las páginas por el sitio en que se trataba de la tisis precisamente.

Y el pobre muchacho se quedó mirando al libro, a la mancha roja, y más allá de ella, al vacío, con los ojos fijos en él y frío de la desesperación acoplada en el alma. Aquello le sacó a flor de alma la tristeza eterna, la tristeza trascendental, el hastío prenatal que duerme en el fondo de todos nosotros y cuyo rumor de carcoma tratamos de ahogar con el trajineo de la vida.

—Hay que dejar los libros en seguida —dijo el médico en cuanto le vio—; ¡pero en seguida!

—¡Dejar los libros! —exclamó don Agustín—. ¿Y con qué comemos?

—Trabaje usted.

—Pues si busco y no encuentro; si…

—Pues si se les muere, por su cuenta…

Y el rudo don José Antonio se salió mormojeando: «¡Vaya un crimen! Este es un caso de antropofagia…: estos padres se comen a su hijo».

Y se lo comieron, con la ayuda de la tisis; se lo comieron poco a poco, gota a gota, adarme a adarme.

Se lo comieron vacilando entre la esperanza y el temor, amargándoles cada noche el sacrificio y recomenzándolo cada mañana.

¿Y qué iba a hacer? El pobre padre andaba apesadumbrado, lleno de desesperación mansa. Y mientras revolvía el café con la cucharilla para derretir el terrón de azúcar, se decía: «¡Qué amarga es la vida! ¡Qué miserable la sociedad! ¡Qué cochinos los hombres! Ahora sólo no falta que se nos muriera…» Y luego, en voz alta: «Mozo: ¡el Vida Alegre

Aún llegó el chico a licenciarse y tuvo el consuelo de firmar en el título, de firmar su sentencia de muerte con mano trémula y febril. Pidió luego un libro, una novela.

—¡Oh, los libros, siempre los libros! —exclamó la madre—. Déjalos ahora. ¿Para qué quieres saber tanto? ¡Déjalos!

—A buena hora, madre.

—Ahora a descansar un poco y a buscar un partido…

—¿Un partido?

—Sí; he hablado con don Félix, y me ha prometido recomendarte para Robleda.

A los pocos días se iba Agustinito, para siempre, a las vacaciones inacabables, con el título bajo la almohada —fue un capricho suyo— y con un libro en la mano: se fue a las vacaciones eternas. Y sus padres le lloraron amargamente.

—Ahora, ahora que iba a empezar a vivir; ahora que nos iba a sacar de miserias; ahora… ¡Ay, Agustín, qué triste es la vida!

—Sí, muy triste —murmuró el padre, pensando que en una temporada no podría ir al café.

Y don José Antonio, el médico, me decía después de haberme contado el suceso: «Un crimen más, un crimen más de los padres… ¡Estoy harto de presenciarlos! Y luego nos vendrán con el derecho de los padres y el amor paternal… ¡Mentira!, ¡mentira!, ¡mentira! A las más de las muchachas que se pierden son sus madres quienes primero las vendieron… Esto entre los pobres, y se explica, aunque no se justifique. ¿Y los otros? No hace aún tres días que González García casó a su hija con un tísico perdido, muy rico, eso sí, con más pesetas que bacilos, ¡y cuidado que tiene una millonada de éstos!, y la casó a conciencia de que el novio está con un pie en la sepultura; entra en sus cálculos que se le muera el yerno, y luego el nieto que pueda tener, de meningitis o algo así, y luego… Y para este padre que se permite hablar de moralidad, ¿no hay grillete? Y ahora, este pobre chico, esta nueva víctima… Y seguiremos considerando al Estado como un hospicio, y vengan sobresalientes y canibalismo…; ¡canibalismo, sí, canibalismo! Se lo han comido y se lo han bebido; se le han comido la carne, le han bebido la sangre…; y a esto de comerse los padres a un hijo, ¿cómo lo llamaremos, señor helenista? Gonofagía, ¿no es así? Sí; gonofagía, gonofagía, porque llamando a las cosas en griego pierden no poco del horror que pudieran tener. Recuerdo cuando me contó usted lo de los indios aquellos de que habla Herodoto, que sepultaban a sus padres en sus estómagos, comiéndoselos. La cosa es terrible; pero más terrible aún es el festín de Atreo. Porque el que uno se coma al pasado, sobre todo si ese pasado ha muerto, puede aún pasar; ¡pero esto de comerse al porvenir! Y si usted observa, verá de cuántas maneras nos lo estamos comiendo, ahogando en germen los más hermosos brotes. Hubiera usted visto la triste mirada del pobre estudiante, aquellos ojos, que parecían mirar más allá de las cosas, a un incierto porvenir, siempre futuro y siempre triste, y luego aquel padre, a quien no le faltaba su café diario. Y hubiera visto su dolor al perder al hijo, dolor verdadero, sentido, sincero (no supongo otra cosa); pero dolor que tenía debajo de su carácter animal, de instinto herido, algo de frío, de repulsivo, de triste. Y luego esos libros, esos condenados libros, que en vez de servir de pasto sirven de veneno a la inteligencia; esos malditos libros de texto, en que se suele enfurtir todo lo más ramplón, todo lo más pedestre, todo lo más insufrible de la ciencia, con designios mercantiles de ordinario…» Calló el médico, y callé yo también. ¿Para qué hablar?

Pasado algún tiempo me dijeron que Teresa Martín, la hija de don Rufo, se iba a monja. Y al manifestar mi extrañeza por ello, me añadieron que había sido novia de Agustín Pérez, el becario, y que desde la muerte de éste se hallaba inconsolable. Pensaba haberse casado en cuanto tuviera partido.

—¿Y los padres? —se me ocurrió argüir.

Y al contar yo luego al que me trajo esa noticia la manera como sus padres se lo habían comido, me replicó inhumanamente:

—¡Bah! De no haberle comido sus padres, habríale comido su novia.

—¿Pero es —exclamé entonces— que estamos condenados a ser comidos por uno o por otro?

—Sin duda —me replicó mi interlocutor, que es hombre aficionado a las ingeniosidades y paradojas—, sin duda; ya sabe usted aquello de que en este mundo no hay sino comerse a los demás o ser comido por ellos, aunque yo creo que todos comemos a los otros y ellos nos comen. Es un devoramiento mutuo.

—Entonces vivir solo —dije.

Y me replicó:


—No logrará usted nada, sino que se comerá a sí mismo, y esto es lo más terrible, porque al placer de devorarse se junta el dolor de ser devorado, y esta fusión en uno del placer y el dolor es la cosa más lúgubre que pueda darse.
—Basta —le repliqué.
 

Don Catalino, hombre sabio

Fui a ver a don Catalino. Recordarán ustedes que don Catalino es todo un sabio; esto es, un tonto. Tan sabio, que no ha sabido nunca divertirse, y no más que por incapacidad de ello. Lo que no quiere decir que don Catalino no se ría: don Catalino se ríe y a mandíbula batiente, pero hay que ver de qué cosas se ríe don Catalino. ¡La risa de don Catalino es digna de un héroe de una novela de Julio Verne! Y no digo yo que don Catalino no le encuentre divertido y hasta jocoso, amén de instructivo, ¡por supuesto!, al tal Julio Verne, delicia de cuando teníamos trece años. Don Catalino es, como ven ustedes, un niño grande, pero sabio, esto es, tonto.

Don Catalino cree, naturalmente, en la superioridad de la filosofía sobre la poesía, sin habérsele ocurrido la duda —don Catalino no duda sino profesionalmente, por método— de si la filosofía no será más que la poesía echada a perder, y cree en la superioridad de la ciencia sobre el arte. De las artes prefiere la música, pero es porque dice que es una rama de la acústica, y que la armonía, el contrapunto y la orquestación tienen una base matemática. Inútil decir que don Catalino estima que el juego del ajedrez es el más noble de los juegos, porque desarrolla altas funciones intelectuales. También le gusta el billar, por los problemas de mecánica que en él se ofrecen.

Un amigo mío, y suyo, dice que don Catalino es anestético y anestésico. Pero anestésicos son casi todos los sabios. Al cuarto de hora de estar uno hablando con ellos se queda como acorchado y en disposición de que le arranquen, sin dolor alguno, el corazón.

Don Catalino cree en la organización, en la disciplina y en la técnica, y es feliz. Tan feliz como un perro de aguas que le acompaña en sus excursiones científicas. Al cual perro de aguas le ha enseñado, para divertirse, a andar en dos patas y a saltar por un aro. Por donde se ve que no estuve del todo justo al decir que don Catalino no sabe divertirse. Aunque hay quien dice que no es por diversión, sino por experimentación, por lo que don Catalino, perfecto mamífero vertical —que es la mejor definición del homo sapiens de Linneo—, ha enseñado a su perro a verticalizarse, es decir, a humanizarse.

Además, don Catalino le ha enseñado a un loro que tiene a decir: «Dos más tres, cinco», y si no le ha enseñado (a+b)²=z²+2ak+b², o el principio de Arquímedes —«todo cuerpo sumergido en un líquido», etc.—, es porque esto resultaba demasiado largo para un loro. Y don Catalino se empeña que es mejor para el loro que aprenda eso de «dos más tres, cinco», que no «lorito real, para España y para Portugal», u otra vaciedad por el estilo. Vaciedad, así la llamaba él. Y no pude convencerle de que en boca del loro tan vaciedad es «el dos más tres, cinco», o un axioma cualquiera.

—No —me decía don Catalino—; ya que los loros hablan, que enuncien verdades científicas.

—Pero venga usted acá, don Catalino de mis pecados —le dije—; dejando a un lado eso de verdades científicas, como si no bastase que fueran verdades a secas, ¿usted cree que un axioma o el principio más comprobado es, en boca del loro, verdad? Ni es verdad ni es nada más que una frase.

—La verdad es algo objetivo, independiente de la intención y del estado de conciencia de quien la enuncia.

Y don Catalino se disponía a desarrollar este luminoso apotegma y a demostrármelo por a+b, cuando me puse en salvo. Porque don Catalino, sabio anescético y anestésico, es más objetivo todavía que las verdades científicas que enuncia. Y no hay nada que me desespere más que un hombre objetivo.

Inútil decir que a don Catalino se le conoce mucho más y mejor en Alemania que en esta su ingrata patria. Como que yo creo que aquí se empezará a conocerle cuando se traduzca su gran obra de la última traducción alemana. Don Catalino está en correspondencia con los grandes espadas extranjeros de la especialidad que cultiva, con los don Catalinos de Europa. De Europa como unidad intelectual, por supuesto.

Don Catalino se lamenta de nuestra ligereza, de nuestro exceso de imaginación. Esto del exceso de imaginación, que es una manía de don Catalino, es una manera de decir, porque nuestro sabio, hablando de imaginación, es como un buey mugiendo amor. Un día le encontré apenadísimo y casi indignado. Yendo de viaje, en un momento de distracción tentadora, se le ocurrió leer una crónica de Julio Camba, y luego me decía: «¡Esto no es serio…, esto no es serio!»

—¿Y qué es lo serio, don Catalino? —le pregunté.

—Bueno, dejémonos de paradojas —me contestó—. Eso que yo le digo a usted, amigo don Miguel, es que, a título de humorismo y para hacer reír a las gentes, se produce un lamentable espíritu de irreverencia hacia la Ciencia…

No se descubrió al pronunciar la palabra Ciencia —y la pronunció así, con letra mayúscula—, pero es porque estaba ya descubierto. Yo volví a ponerme en salvo, de miedo de que intentara demostrarme que es pernicioso para un pueblo el espíritu de irreverencia para con la Ciencia y sus abnegados cultivadores.

Como se ve, cada vez que me pongo a tiro de don Catalino acabo por escaparme, buscando ponerme a salvo. Y es que temo que acabe por convencerme de algo, que sería para mí lo más terrible que pudiera sucederme.

Fui, pues, como dije, a ver a don Catalino. Quería conocer su opinión respecto a esta guerra. Es decir, respecto a la guerra precisamente no, sino respecto a los zeppelines, a los submarinos, a los morteros del 42 y a los gases asfixiantes. Esperaba oírle cosas regocijantes y peregrinas sobre esos grandes inventos de la ciencia aplicada. Pero apenas me tuvo don Catalino a tiro, me espetó a boca de jarro este epifonema:

—Hombre, me alegra verle a usted, para decirle que cada vez le comprendo menos.

—¡Tanto honor…! —exclamé.

—¿Cómo honor?

—Honor, sí. El no ser comprendido por un sabio, y por un sabio como usted, don Catalino, es uno de los más grandes honores.

—Pues no le comprendo…

—Yo sí comprendo que usted no lo comprenda. Porque ustedes los sabios estudian las cosas, pero no los hombres…

—Hombre, hombre, amigo don Miguel… Hay antropólogos, es decir, sabios que se dedican a estudiar al hombre…

—Sí, pero como cosa, no como hombre.

—Y psicólogos…

—Sí, que estudian también el alma objetivamente, como una cosa…

—¡Ah! —exclamó— ¡Usted es partidario, sin duda, de la introspección! Pues verá usted…

—No, no veré nada —le dije, aterrado—. Me acuerdo de repente que tengo una cita. Volveré otro día…

Y me escapé una vez más. Fuime a casa a leer un poeta cualquiera, el menos científico, forzosamente convencido de aquella verdad de que si el poeta es loco, el sabio, en cambio, es tonto de capirote. Y entre oír los graciosos embustes de un loco o las ramplonas verdades de un tonto, no cabe duda alguna. Me divierten más las aventuras de Belerofonte o la leyenda de Edipo, que no el binomio de Newton. Y en cuanto a la utilidad, como al fin y al cabo se ha de morir uno… La cuestión es pasar la vida divertido. Y aunque me divierto con don Catalino, puedo asegurarles a ustedes que don Catalino no me divierte. No pasa de ser para mí una rara estética; quiero decir, un sujeto para bromas de mal género, como con esta semblanza pretendo darle. ¡Porque cuando la lea…!

(La Esfera, Madrid, 24-VII-1915)

La revolución en la biblioteca de Ciudámuerta

Había en la biblioteca pública de Ciudámuerta dos bibliotecarios que, como apenas tenían nada que hacer, se pasaban el tiempo discutiendo si los libros debían estar ordenados por las materias de que tratasen o por las lenguas en que estuviesen escritos. Y al cabo de mucho bregar vinieron a ponerse de acuerdo en ordenarlos según materias, y, dentro de éstas, según lenguas, en vez de ordenarlos según lenguas y, dentro de éstas, según materias. Venció, pues, el materialista al lingüista. Pero luego se acomodaron ambos a la rutina, aprendieron el lugar que cada volumen ocupaba entre los demás, y nada les molestaba ya sino que el público se los hiciera servir. Echaban las grandes siestas, rendían culto al balduque y remoloneaban cuando había que catalogar nuevas adquisiciones.

Y hete aquí que, no se sabe cómo, viene a meterse entre ellos un tercer bibliotecario, joven, entusiasta, innovador y, según los viejos, revolucionario. ¿Pues no les salió con la andrómina de que los libros no deben estar ordenados ni por materias ni por las lenguas en que están escritos, sino por tamaños? ¡Habráse oído disparate mayor! ¡Estos jóvenes utópicos y modernistas…!

Pero el joven bibliotecario no se rindió y, prevaliéndose de que su charla divertía a los dos viejos ordenancistas y sesteadores, al materialista y al lingüista, emprendió la tarea de demostrarles que, artificio por artificio, el de ordenar los libros según tamaño era el más cómodo y el que mayor economía de espacio procuraba, aprovechando estantes de todas alturas. Era como quedaban menos huecos desaprovechados. Y, a la vez, les convenció de otras reformas que había que introducir en la catalogación. Mas para esto era preciso ponerse a trabajar, y aquellos dos respetables funcionarios no estaban por el trabajo excesivo. Se contentaban con lo que se llama cumplir con la obligación, que, como es sabido, suele consistir en no hacer nada.

No se oponían, no —¡qué iban a oponerse!—, a las reformas que el joven revolucionario propugnaba; lo que hacían es irlas siempre difiriendo. Y más que por otra cosa, por haraganería. Faltábales tiempo, que lo necesitaban para hacer cálculos y más cálculos sobre el escalafón del Cuerpo, para leer los periódicos y para pedir recomendaciones para sus hijos, yernos y nietos. Y para jugar al dominó o al tute además. La haraganería y la rutina eran allí, como en todas partes, el mayor obstáculo a todo progreso.

Harto el joven de que le oyeran y le diesen la razón, sin hacerle más caso, amenazóles un día con echar abajo todos los volúmenes, para obligarlos así a reordenarlos debidamente.

—¡Ah, eso sí que no! —exclamó, indignado, el materialista—. Con amenazas, ¿eh, mocito? ¡Pues ahora sí que no se les toca a los libros!

—¡Pues no faltaba más! —agregó el lingüista—. A buenas se logra todo con nosotros; pero lo que es a malas…

—Pero es que voy perdiendo la paciencia… —argüyó el joven.

—Pues no perderla —le contestó el materialista—. ¿Qué se ha creído usted, que eso era cosa de coser y cantar? Hay que meditar mucho las cosas antes de hacerlas…

—¿Meditar? —dijo el revolucionario—. Será sestear…

Y la discusión acabó de mala manera y muy satisfechos los dos viejos de tener un pretexto para seguir no haciendo nada. Porque eso de «a mí no se me viene con imposiciones y malos modos» es el recurso a que apelan los que jamás atienden a razones moderadas ni están nunca dispuestos sino a no hacer caso.

Y un día sucedió una cosa pavorosa, y fue que el joven bibliotecario, harto de la senil tozudez de aquellos dos megaterios humanos, aburrido de su indomable voluntad de no salirse de la rutina y del balduque, fue y empezó a echar todos los libros por el suelo. ¡La que se armó, cielo santo! Iban rodando por el suelo, en medio de una gran polvareda, mamotreto tras mamotreto; los incunables se mezclaban con los miserables folletos en rústica; aquello era una confusión espantosa. Un tomo de una obra yacía por acá, y tres metros más allá otro tomo de la misma obra. Los dos viejos quedaron aterrados. Y tuvo el joven que comparecer ante el Consejo Superior del Cuerpo de Bibliotecarios a dar cuenta de su acto.

Y habló así:

—Se me acusa, señores bibliotecarios, de haber introducido el desorden, de haber turbado la normalidad, de haber armado una verdadera revolución en la biblioteca de Ciudámuerta. Pero, vamos a ver: ¿a qué llaman mis dos colegas orden? ¿Al que ellos habían establecido, el de materias y lenguas, o al que iba a establecer yo, el de tamaños? ¿Qué es orden? ¿Qué es desorden?

«Yo quise, señores, pasar de un orden a otro gradualmente, poco a poco, por secciones; pero estos dos sujetos, aunque me daban buenas palabras, no estaban dispuestos a renunciar a sus siestas, a sus cálculos cabalísticos sobre el escalafón, a las intrigas para colocar a sus hijos, yernos y nietos, que tanto tiempo les ocupaban; a sus partidas de dominó o de tute, a sus tertulias. Son rutinarios, son haraganes, y además presuntuosos. Y hasta sospecho que si se oponían a la nueva ordenación es para que no se descubriese los volúmenes que faltan y que ellos han dejado perderse por desidia o por soborno».

Al decir el joven esto, prodújose en la concurrencia eso que en la innoble jerga parlamentaria se conoce con el nombre técnico de sensación. Los dos viejos acusados protestaron airadamente.

—«Sí, señores —prosiguió el joven con más energía—; a favor de esa ordenada desidia, de esa normal haraganería, aquí han podido hacer los bibliómanos lo que les ha dado la gana. Los más preciosos códices de nuestra biblioteca han desaparecido de ella. Figuran hoy en las librerías privadas de distinguidos próceres. Aquí ha ocurrido caso como aquel del ejemplar de uno de los libros de caballerías que figuran en el escrutinio del Quijote que faltaba para la colección que de ellos hizo el marqués de Salamanca, que se hallaba en la Biblioteca Municipal de Oporto, y que un embajador de España en Portugal logró sacarlo de allí para trasladarlo, y se dijo por entonces que no desinteresadamente, a la librería del dicho marqués».

Nueva sensación en el concurso al oír, acaso por vez primera, esta tan conocida anécdota histórica, y que se la cuentan a cualquier visitante de la Biblioteca Municipal de Oporto.

Y así continuó el joven bibliotecario contando todas las pequeñas cosas —¡y tan pequeñas!— que aquellos dos testarudos haraganes, sólo cuidadosos de cobrar su sueldo, arrellanarse en sus poltronas y colocar a los suyos, habían dejado pasar. Y probó de la manera más clara que aquel orden no había sido orden, sino estancamiento y rutina y ociosidad. Y luego probó que el balduque puede llegar a ser un cordel de horca y un dogal para entorpecer todo progreso, y que el reglamento del Cuerpo era un conjunto de tonterías mayores que las que forman las ordenanzas esas de Carlos III. El escándalo que se armó fue indescriptible.

Y entonces, exaltándose, el joven bibliotecario pasó a sostener que la tontería, más que la mala intención, que la ineptitud y la incapacidad, son la fuente del enorme montón de menudas injusticias —como una montaña de granos de arena— que produce el general descontento público. Y habló del partido de los imbéciles, que, manejados por cuatro picaros, actúa en nuestra patria. Y, exaltándose cada vez más, divagó y divagó. Hasta que le atajaron diciéndole: «Bueno, ¿y qué tiene que ver todo esto con los libros?» A lo que contestó: «Todo tiene que ver con todo».


Y ahora, mis queridos lectores, Dios nos libre de que a cualquier loco se le ocurra ordenarnos por tamaños.

(Nuevo Mundo, Madrid, 28-IX-1917)
 

Al pie de una encina

Era un día de bochorno veraniego. Mi hombre se salió al campo, pero con un libro, y fue a tumbarse a la sombra de un árbol, de una encina, a descabezar una siesta, alternando con la lectura. Para hacer el papel de que se hace un libro hay que abatir un árbol y que no dé sombra. ¿Qué vale más, el libro, su lectura, o el árbol, la siesta a su sombra? ¿Libro y árbol? Problema de máximos y mínimos.

Empezó mi hombre, medio distraído, a leer —en el libro de papel, no en el de la naturaleza, no en el árbol—, cuando un violero, un mosquito, empezó a molestarle con su zumbido chillón, junto al oído. Se lo sacudió, pero el violero seguía violándole la atención de la lectura. Hasta que no tuvo otro remedio que apachurrarlo de un manotazo. Hecho lo cual volvió al libro; mas al volver la hoja se encontró con que en las dos que le seguían quedaba el cadáver, la momia mejor, de otro violero, de otro mosquito. ¿De cuándo? ¿De cuántos años hacía? Porque el libro era de una edición antigua, más que secular. ¿Cómo fue a refugiarse allí, a las páginas de aquel viejo libro, aquel mosquito, cuya momia se conservaba de tal modo? ¿Qué había ido a buscar en ellas? ¿Acaso a desovar? ¿O se metió entre página y página después de haber desovado? ¿Sería un violero erudito? «¿Y quién sabe —se dijo mi hombre— si este violero que acabo de apachurrar no era un descendiente en vigésima o centésima generación, tataranieto de tataranieto de aquel otro cuya momia aquí se conserva? ¿Y quién sabe si este violero que acabo de apachurrar no me traía al oído la misma sonatina, la misma cantinela, la misma violinada de aquel otro, de este cuya momia aquí calla?» Y empezó a retitiñirle en el oído el retintín de la violinada del violetero que apachurró. Y cerró el libro, dejando dentro de él la momia del antiguo violero. ¿Para qué leer más? Era mejor oír lo que le dirían el campo y sus criaturas.

Y ya no osó atentar contra ninguna de éstas. A una hormiga que empezó a molestarle se la quitó de encima, y la puso en el suelo, a que siguiera su ruta. «¡Pobrecilla! ¡Qué viva!», se dijo. Y se puso a pensar en eso de la hormiga y la cigarra. Y que si ésta canta, o mejor guitarrea, no lo hace en ociosidad, sino que guitarrea con los élitros, con las alas, mientras chupa la savia del olivo con su trompa clavada en él. «¡Admirable trovador! —se dijo—. Que toca y chupa a la vez. Soplar y sorber no puede ser, pero con cierta habilidad cabe mamar y tocar la guitarra a un mismo tiempo».

Luego le dio en la cara un vilano, una de esas semillas volantes del cardo corredor. La pobre flor presa de la planta, y ésta presa por las raíces del suelo, no puede sino dejar caer la semilla, pero he aquí que ha sabido darle alas que la lleven, al hilo del viento, a desparramarse a lo lejos. La planta es sedentaria; la semilla, no. El vilano la lleva a extenderse por el suelo. Y olvidado mi hombre de los dos violeros y de la hormiga y de la cigarra se puso a leer en el libro de la naturaleza —el otro cerrado— cosas que había ya leído en libros de papel. Porque son éstos los que nos enseñan a deletrear en el otro. Y también el arte es naturaleza, que dijo Schiller.

Y empezaba a ganarle la modorra cuando le dio en la cara uno de esos filamentos —hilachos— volantes a que en francés se les llama fils de la Vierge— hilos de la Virgen, ¡poético nombre! —y en tierras castellanas, «babas de buey». Que también es nombre poético, aunque a primera oída no lo parezca. Y que son hilos de araña —como las hebras de telaraña— en que el animalito, hilándose de sus entrañas, se lanza al aire en busca de nuevo asiento. (En mi obra La agonía del cristianismo he tratado, metafóricamente, de ello).

Y mi hombre, aleccionado previamente por los libros, se puso a meditar —a fantasear mejor— sobre la araña y sobre su hilo de la Virgen, sobre su baba de buey. No había tejido tela para esperar en ella a que cayese presa alguna pobre mosca, sino que, navegante aérea, aeronauta errante, se había lanzado a caza en hilo de sus entrañas. Y creyó sentir mi hombre la palpación de las entrañas de la araña en sus propias entrañas. ¿Pero es que en el zumbido del violero no iba también temblor de entrañas? ¿Y no había temblor de entrañas en las páginas del libro? Y recordó ese precioso dicho de las mujeres del pueblo campesino cuando dice alguna de su marido: «El mío es tan bueno que se le lleva con una baba de buey…» Y aunque a las veces piense decirlo, en la baba salival del buey de arado y no en otra, dice, aun sin saberlo, que al hombre bueno se le lleva con hilo de las entrañas.

Se acordó entonces de que una especie de romadizo que había padecido en un tiempo, un comezón en las fosas nasales, le dijeron —hombres de libros, ¡claro!— que provenía del polen de las flores de unos árboles. El temblor nupcial de aquellas flores le dio a él aquella molesta comezón. Y todo, violero, hormiga, cigarra, araña, flor, todo le enseñaba lo mismo. Arriba, en la encina, la candela, su recatada flor, empezaba a hacerse bellota. Y se acordó de que cómo con el corazón de la encina, con el rojizo rollo íntimo de su leño, casi como si dijéramos con su tuétano leñoso, hacen los charros dulzainas en que canta el corazón de la muerta encina.

Y con todo ello sintió mi hombre un profundo asco de aquella otra vida —la política— en que se había visto enredado, como una mosca en telaraña, y de las hormigas y las cigarras —que cantan y chupan a la vez— y de las babas de buey y de los violeros políticos. Recogió el libro cerrado; mas al recogerlo se cayó de él, de entre sus páginas, ¿la momia del viejo violero?, no, sino un recorte de periódico, que le servía de señal, y en que venía estampado un manifiesto electoral de partido.


Cogió el recorte, hizo un hoyo en la tierra, al pie de la encina, y lo enterró allí. «¡Bah! —se dijo—, si un día se hace una dulzaina del corazón de esta encina no cantará en ella ese manifiesto político electoral.» Y se fue. Se fue puesta la mira en otros tiempos y otros lugares que los de hoy y de aquí.

(Ahora, Madrid, 1-VIII-1934)
 


Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.
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