(Semblanza en arabesco)
Don Silvestre Carrasco, natural de Carvajal del Monte, es un hombre efectivo. Quiero decir que no es causativo. O más claro —si es que no más oscuro-: que no se preocupa de las causas, sino de los efectos. Ante todo fenómeno natural o histórico, material o espiritual, no busca sus causas, sino que inquiere sus efectos.
Hay filósofos, sin embargo, que atendiendo a que don Silvestre Carrasco ante el fenómeno «a» busca sus efectos —aquellos efectos de que «a» es causa— y no sus causas —las causas de que «a» es efecto— consideran que don Silvestre ve en «a» una causa y no un efecto, y por lo mismo le llaman al señor Carrasco un hombre causativo, y no como yo le llamo, efectivo. De donde resulta que lo mismo se le puede llamar de un modo que de otro. Y de igual manera, o sea, procediendo por análoga dialéctica psicológica, lo mismo da decir de don Silvestre Carrasco que es tradicionalista y optimista e individualista, que decir de él que es progresista y pesimista y socialista.
En rigor, don Silvestre está más acá de esas diferencias. Es la suya un alma indiferencial. Pero la tiene, como cada quisque, en su almario. Y cabe decir que la suya es más almario que alma. Los espíritus malignos dicen que es alma de cántaro o de cañón. Y es hombre nuestro don Silvestre que se vacía en unos cuantos aforismos. Es decir, se vacía no, sino que se llena. Su almario no puede vaciarse.
Cuando alguno de esos desgraciados que sufren al ver al prójimo en un error o una ignorancia, intenta discutir con don Silvestre... Es decir, intenta discutir con él, ¡no! sino que intenta sacarle de su error o de su ignorancia. Pero a esto llama el señor Carrasco discutir con él. Todo el que se empeña en enseñarle algo que no sabía es que quiere discutir con él, o mejor, es que trata de discutirle. Y cuando alguien trata de discutirle, don Silvestre le sale al paso diciéndole: «Usted, señor mío, tendrá sus ideas, pero yo tengo las mías». Lo cual no es verdad.
Primero, porque don Silvestre Carrasco no tiene sus ideas, sino que eso que llama sus ideas le tienen a él; segundo, porque no son suyas, sino, como expósitas que son, de todos y de ninguno; y últimamente, porque no son ideas. Son una especie de cuerpos extraños que le tienen ocupado el almario o el seso y que a las veces le producen extraños flemones intelectuales. Y cuando le supura el flemón don Silvestre da gritos que aúlla. Es el momento culminante de la discusión, al cabo del cual el señor Carrasco, dando en la mesa un puñetazo con la mano cerrada —que se llama puño-, grita: «¡Porque cuando me pongo, a mí a bruto no me gana nadie!». Y punto redondo, que dijo Blas, como pudo haberlo dicho Perogrullo.
Cuando don Silvestre Carrasco topa con alguien que en vez de discutirle se limita a interrogarle, pretendiendo ejercer con él de partero de ideas al modo de Sócrates, nuestro hombre efectivo —o causativo, según los autores— empieza por sonreírse y decir: «Hombre, hombre, usted quiere saber más que yo...». Porque para don Silvestre tratar de averiguar cómo piensa sobre algo es pretender saber más que él. Y, por fin; si se le aprieta, acaba diciendo con misterio: «Permítame usted que me reserve; yo me entiendo y bailo solo».
Otro de los aforismos de don Silvestre es éste: «Cuanto menos bulto más claridad». Lo que no han logrado poner en claro los psicólogos que hasta hoy han estudiado a este hombre representativo es qué es lo que a fin de cuentas quiere decir con eso el señor Carrasco. Y no falta quien opine que don Silvestre no quiere decir nada ni con ese ni con otro dicho cualquiera, don Silvestre no trata más que de defenderse.
Porque don Silvestre Carrasco es ante todo y sobre todo un hombre defensivo. Y al modo de aquel animalito llamado por los naturalistas moloch horridus, que siendo perfectamente inofensivo, cuando le atacan hincha la gola y toma un aspecto amenazador y feroz, remedando a otros dañinos, y con su miedo trata de amedrantar, así don Silvestre Carrasco, cuando le discuten, como él dice siempre que se trata de extraerle alguno de aquellos cuerpos extraños, hace como que está convencido y como que tiene ideas más en el fondo, bien sabedor de que no las tiene, y convencido, además, de que maldita la falta que le hacen para nada.
«¡Bueno, bueno, esos son embolismos... la cuestión es vivir!», repite don Silvestre. Respecto a qué quiera decir para nuestro hombre eso de embolismos aún no han podido ponerse de acuerdo los autores. Porque cuando se le ha preguntado qué es eso de embolismos ha dicho que... «Pues... pues... embolismos son, mire usted, algo así como andróminas». Y cuando se le ha interrogado por las andróminas ha dicho que son caracolitos en el aire. Y respecto a lo de que la cuestión es vivir no se sabe aún a ciencia cierta qué sea cuestión, ni qué sea vivir para don Silvestre.
Al cual nada le saca más de quicio que los humoristas. «Esos hombres —dice él— que nunca se sabe qué es lo que se proponen». Aunque el mismo don Silvestre, por su parte, jamás se propone cosa alguna, como no sea defenderse, lo que no es proponerse nada. Para el señor Carrasco el humor no es nada positivo. «¿Y eso adónde va?», suele preguntar. Porque no le cabe en la cabeza que haya gentes que no vayan a alguna parte y sólo se propongan andar y pasearse. Y no que don Silvestre crea que se debe ir a alguna parte, ¡no! Don Silvestre comprende muy bien y siente mejor —¡pues no ha de comprenderlo y sentirlo!-, que un hombre no tenga malditas las ganas de ir a parte alguna; pero en ese caso cree que debe estarse quieto y sin moverse. De no ir a un punto conocido y determinado ya de antemano, lo único positivo es no partir de donde se está. Y por esto insisto, en contra de los autores que opinan lo contrario, que don Silvestre es un hombre electivo y no causativo, práctico y no especulativo.
Don Silvestre se ha dado cuenta de que se le estudia y se ha puesto con ello, a la vez que por de fuera muy orondo, por de dentro muy desasosegado y quisquilloso. Porque empieza a temer que cuando hincha la gola y aúlla sus opiniones —las que él llama así-, le conozcan lo que le pasa por dentro. Aunque hay quien cree que a don Silvestre le tiene esto sin cuidado.
Hay, en efecto, autores hipercríticos que opinan que don Silvestre, como el moloch horridus, sabe perfectamente cuando trata de amedrentar con su miedo que su enemigo no se amedrenta y que si parece amedrentarse es que lo finge para cumplir, por su parte, con su papel. Es decir, que el señor Carrasco está en el secreto de la comedia, como lo estamos todos los demás, y cada cual recita su parte. Y luego, entre bastidores, nos sentimos todos compañeros de farándula y de infortunio. ¡Doctrina disolvente!
Pero soy de los que creen que don Silvestre ha llegado a tomar completamente en serio su papel, y no por otra cosa, sino por su incapacidad para ver que no es más que papel. Y la prueba de ello es el cómo le sacan de quicio los humoristas, y no comprende la trágica seriedad de éstos y la pasión con que viven su vida.
Así, don Silvestre, atento siempre a los efectos y no a las causas de lo que va pasando, carece de sentido histórico y no puede llegar a la conclusión consoladora de que en cualquier momento que la historia de la Humanidad se interrumpiera —sea ahora mismo-, viniendo el fin del mundo, se había realizado y completado la vida, que esto es un cuento de nunca acabar, pero que lo es por ser un cuento siempre acabado y sin que tenga argumento de desenlace. Porque si alguna vez se le ocurre a don Silvestre leer una novela, apenas ha entrado en lo que se llama el argumento, se va al final, a ver en qué para todo aquello y luego no lee más la novela. Y por tal arte ha llegado a creerse que la historia humana es también una novela de argumento y desenlace, y que todo gran suceso humano, todo gran acontecimiento histórico, tiene, como una charada, un acertijo, o un logo-grifo, su solución. Y de esta su situación intelectual, o más bien inintelectual, ante todo lo que ocurre, es de donde proceden sus demás modalidades. Siempre está esperando a lo que sucederá mañana, en vez de gozarse en lo que se ha hecho hoy.
Lo que ha contribuido más a trastornar y confundir el almario de nuestro hombre y a hacerle desconfiar de todo intelectual es que tropezó con uno que quiso meterle en la mollera eso del progreso indefinido y de que el contenido del espíritu jamás se agota ni se realiza nunca el ideal, en vez de enseñarle que siempre está terminada la obra y que el ideal se está realizando siempre y en cada momento se cierra la eternidad. Lo cual, claro está, le habría resultado a don Silvestre aun más embolístico que lo otro.
Don Silvestre Carrasco acostumbraba a ir todas las tardes a una tertulia de café donde se pasaba dos o tres horas discutiendo siempre los mismos temas con los mismos argumentos, y con los mismos contendientes: pero desde hace poco suele quedarse muchos días en casa si hace frío y por causa de un catarro crónico. ¿Y qué hace en casa? Los autores dicen que hace solitarios con la baraja. Ello es muy creíble, por ser esa una ocupación muy efectiva.
No es difícil que tengamos pronto ocasión de poder estudiar otras modalidades del almario de don Silvestre Carrasco.
(El Día, Madrid, 27-II-1917)