Dos Originales

Miguel de Unamuno


Cuento


A. nació en cueros, pero rico; así es que pronto se encontró entre algodones y con teta de alquiler. Le criaron y educaron para rico, y a los veintisiete años era uno de los más distinguidos de su pueblo, esto es, un imbécil macizo, atacado de anticursilerismo y fascinado por B.

B. era un portento de distinción, refinamiento y anticursilería, juerguista con sombra, según sus compañeros; «¡laátima de chico!», según los viejos amigos de su familia. Siempre decía estar enfermo o aburrido y no importarle de nada, nada.

La suprema indiferencia es la más alta elegancia del estúpido. Le reventaban los serios, los formales, ¡lerdos!, y, sobre todo, los laboriosos. Sentía una sorda irritación hacia los que trabajaban.

Todo el empeño de B. era no contaminarse de cursilería y ramplonismo, mantenerse como el armiño, libre del fango de la vida.

B. metió a A. en el casino de los originales, formado de copias de millonésima reproducción enteramente borrosas, porque la estampilla se había gastado desde antiguo. Allí todos se dedicaban a ejercicios de dislocación y a rendir culto a la anticursilería. Sus gustos tenían que ser refinados ú ordinarios e infantiles, y, como glotón que aspira a sibarita, por huir del vil puchero, se hartaban de podredumbre, de verdadera boñiga. Las sesiones acababan en la revelación de la mayor penuria de espíritu y de la más radical estupidez, en la borrachera. Otras veces se cultivaba lo grotesco, lo infantil, lo tabernario.

Como la descripción más exacta de la vida y hazañas de A. y B. es pasarlas por alto, las omito.

El caso fue que A. se jugó todo su patrimonio, con calma sin dar importancia al hecho, por hacer algo. Y como aún le quedaba en la masa una chispa de vergüenza, desapareció el pueblo y en años no volvió en éste a saberse de él.

Se fue a un país extranjero y lejano y allí se puso a trabajar con sus manos y sus espaldas primero. Y allí comió el pan con el sudor de su frente y se le cayeron las telarañas de os ojos y vio que nada hay cursi, y amó la vida y sintió la dignidad propia. Y cuando llegaba el domingo y se ponía el traje del día de fiesta y se iba a tomar el sol, al acordarse de sus amigos los originales, no sentía hacia ellos lástima, sino una punzada viva en el alma, de donde primero le salía este grito: «¡Imbéciles!», y luego, muy bajito, murmuraba para su adentros: «¡Ladrones!»

Pasó muchos años comiendo de su sudor, y cuando pudo reunir algunos ahorros, se volvió a su pueblo y se encontró con otro, al entrar en el cual se sintió avergonzado y confuso como el hijo prodigo al volver a la casa paterna. Y al sentir que un tiempo se hubiera avergonzado de aquella vergüenza, levantó la cabeza y se le ensanchó el alma.

Preguntó por B. ¡Pobrecillo!, hacía tiempo que le habían dado unos ataques de apoplejía y arrastraba sus piernas y su vejez prematura por las calles de su pueblo.

Un día le encontró, y se le revolvió el alma de una piedad inmensa, de una lástima vigorosa en que sufría con todos los alientos de que le había dotado el trabajo. B. le miró con ojos estúpidos y murmuró unas palabras ininteligibles; quiso A. darle el brazo y lo rechazó aquél.

—¿Adónde vas?—preguntó el regenerado al enfermo.

Y con gran trabajo pudo entenderle que a tomar el sol.

Era un día de invierno, frío pero de sol radiante, y al salir e la sombra vio A. que a su antiguo amigo se le animaba la cara estúpida y que parecía querer restregarse en los rayos del sol.

¡Hermoso día!—dijo el sano después de un rato.

—Bueno..., bueno..., bueno...

No habló más, pero desde el fondo de su imbecilidad vio A. que brotaba, radiante y puro, el carácter eterno de su antiguo maestro, el fondo verdadero de su ser, que era la esencia misma de la vulgaridad cursi, y sintió una piedad reconfortante al contemplar a aquel invalido que iba a tomar el sol al aire libre, lo más antiguo y lo más cursi de la creación.

En el antiguo local del Casino de los originales había una instalación de figuras de cera, y A. pasó un rato delicioso contemplando aquellos mamarrachos. Al salir se decía:

Éstos no pueden tomar el sol.


Bilbao, 9 de julio de 1894.


(El Nervión, Bilbao, 10-VIII-1894)


Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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