¿Qué es eso del amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es el tema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio. Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman amor los enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable aburrimiento? Porque, eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.
Arrastraba el pobre Anastasio una existencia lamentable, sin estímulo ni objetivo para el vivir, y cien veces se habría suicidado si no aguardase, con una oscura esperanza a prueba de un continuo desengaño, que también a él le llegase alguna vez a visitar el amor. Y viajaba, viajaba en su busca, por si cuando menos lo pensase le acometía de pronto en una encrucijada del camino.
No sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta, pero para él más que suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni en la acción pública. Y leía el Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del amor.
Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en otras partes huella alguna del amor.
Y no es que Anastasio no fuese hombre hecho y derecho, cabal y entero, y que no tuviese carne pecadora sobre los huesos. Sí, hombre era como los demás, pero no había sentido el amor. Porque no sabía que fuese amor la pasajera excitación de la carne que olvida la imagen provocadora. Hacer de aquello el terrible dios vengador, el consuelo de la vida, el dueño de las almas, parecíale un sacrilegio, tal como si se pretendiese endiosar al apetito de comer. Un poema sobre la digestión es una blasfemia.
No, el amor no existía en el mundo para el pobre Anastasio. Leyó y releyó la leyenda de Tristán e Iseo, y le hizo meditar aquella terrible novela del portugués Camilo Castello Branco: A mulher fatal. «¿Me sucederá así? —pensaba-. ¿Me arrastrará tras de sí, cuando menos lo espere, y crea, la mujer fatal?». Y viajaba, viajaba en busca de la fatalidad ésta.
«Llegará un día —se decía— en que acabe de perder esta vaga sombra de esperanza de encontrarlo, y cuando vaya a entrar en la vejez sin haber conocido mi mocedad ni edad viril, cuando me diga: ¡Ni he vivido ni puedo ya vivir!, ¿qué haré? Es un terrible sino que me persigue, o es que todos los demás se han conchabado para mentir». Y dio en pesimista.
Ni jamás mujer alguna le inspiró amor, ni creía haberlo él inspirado. Y encontraba mucho más pavoroso que no poder ser amado el no poder amar, si es que el amor era lo que los poetas cantan. ¿Pero sabía él, Anastasio, si no había provocado pasión escondida alguna en pecho de mujer? ¿No puede acaso encender amor una hermosa estatua? Porque él era, como estatua, realmente hermoso. Sus ojos negros, llenos de un fuego de misterio, parecían mirar desde el fondo tenebroso de un tedio henchido de ansias; su boca se entreabría como por una sed trágica; en todo él palpitaba un destino terrible.
Y viajaba, viajaba desesperado, huyendo de todas partes, dejando caer su mirada en las maravillas del arte y de la naturaleza, y diciéndose: «¿Para qué todo esto?».
Era una tarde serena del tranquilo otoño. Las hojas, amarillas ya, se desprendían de los árboles e iban envueltas en la brisa tibia a restregarse contra la hierba del campo. El sol se embozaba en un cendal de nubes que se desflecaban y deshacían en jirones. Anastasio miraba desde la ventanilla del vagón cómo iban desfilando las colinas. Bajó en la estación de Aliseda, donde daban a los viajeros tiempo para comer, y fuese al comedor de la fonda, lleno de maletas.
Sentose distraídamente y esperó le trajesen la sopa. Mas al levantar los ojos y recorrer con ellos distraídamente la fila de los comensales, tropezaron con los de una mujer. En aquel momento metía ella un pedazo de manzana en su boca, grande, fresca y húmeda. Claváronse uno a otro las miradas y palidecieron. Y al verse palidecer palidecieron más aún. Palpitábanles los pechos. La carne le pesaba a Anastasio; un cosquilleo frío le desasosegaba.
Ella apoyó la cara en la diestra y pareció que le daba un vahído. Anastasio entonces, sin ver en el recinto nada más que a ella, mientras el resto del comedor se le esfumaba, se levantó tembloroso, se le acercó, y con voz seca, sedienta, ahogada y temblona, le cuchicheó casi al oído:
—¿Qué le pasa? ¿Se pone mala?
—¡Oh, nada, nada; no es nada...; gracias!
—A ver... —añadió él, y con la mano temblona le cogió el puño para tomarle el pulso.
Fue entonces una corriente de fuego que pasó del uno al otro. Sentíanse mutuamente los calores; las mejillas se les encendieron.
—Está usted febril... —suspiró él balbuciente y con voz apenas perceptible.
—¡La fiebre es... tuya! —respondió ella, con voz que parecía venir del otro mundo, de más allá de la muerte.
Anastasio tuvo que sentarse; las rodillas se le doblaban al peso del corazón, que le tocaba a rebato.
—Es una imprudencia ponerse así en camino —dijo él, hablando como por máquina.
—Sí, me quedaré —contestó ella.
—Nos quedaremos —añadió él.
—Sí, nos quedaremos... ¡Y ya te contaré; te lo contaré todo! —agregó la mujer.
Recogieron sus maletas, tomaron un coche y emprendieron la marcha al pueblo de Aliseda, que dista cinco kilómetros de su estación. Y en el coche, sentados el uno frente al otro, tocándose las rodillas, mejiendo sus miradas, le cogió la mujer a Anastasio las manos con sus manos y fue contándole su historia. La historia misma de Anastasio, exactamente la misma. También ella viajaba en busca del amor; también ella sospechaba que no fuese todo ello sino un enorme embuste convencional para engañar al tedio de la vida.
Confesáronse uno a otro, y según se confesaban iban sus corazones aquietándose. A la trágica turbación de un principio sucedió en sus almas un reposo terrible, algo como un deshacimiento. Imaginábanse haberse conocido de siempre, desde antes de nacer; pero a la vez todo el pasado se borraba de sus memorias, y vivían como un presente eterno, fuera del tiempo.
—¡Oh, que no te hubiese conocido antes, Eleuteria! —le decía él.
—¿Y para qué, Anastasio? —respondió ella-. Es mejor así, que no nos hayamos visto antes.
—¿Y el tiempo perdido?
—¿Perdido le llamas a ese tiempo que empleamos en buscarnos, en anhelarnos, en desearnos el uno al otro?
—Yo había desesperado ya de encontrarte...
—No, pues si hubieses desesperado de ello, te habrías quitado la vida.
—Es verdad.
—Y yo habría hecho lo mismo.
—Pero ahora, Eleuteria, de hoy en adelante...
—¡No hables del porvenir, Anastasio; bástenos el presente!
Los dos callaron. Por debajo del arrobamiento que les embargaba sonaba extraño rumor de aguas de abismo sin fondo. No era alegría, no era gozo lo que sobrenadaba en la seriedad trágica que les envolvía.
—No pensemos en el porvenir —reanudó ella-; ni en el pasado tampoco. Olvidémonos de uno y de otro. Nos hemos encontrado, hemos encontrado el amor, y basta.
Y ahora Anastasio, ¿qué me dices de los poetas?
—Que mienten, Eleuteria, que mienten, sí; el amor no es lo que ellos cantan...
—Tienes razón, Anastasio; ahora siento que el amor no se canta.
Y siguió otro silencio, un silencio largo, en que, cogidos de las manos, estuvieron mirándose a los ojos y como buscándose en el fondo de ellos el secreto de sus destinos.
Y luego empezaron a temblar.
—¿Tiemblas, Anastasio?
—¿Y también tú, Eleuteria?
—Sí, temblamos los dos.
—¿De qué?
—De felicidad.
—Es cosa terrible esta felicidad; no sé si podré resistirla.
—Mejor, porque eso querrá decir que es más fuerte que nosotros.
Encerráronse en un sórdido cuarto de una vulgarísima fonda. Pasó todo el día siguiente y parte del otro sin que dieran señal alguna de vida, hasta que, alarmado el fondista y sin obtener respuesta a sus llamadas, forzó la puerta. Encontráronles en el lecho, juntos, desnudos y fríos y blancos como la nieve. El perito médico aseguró que no se trataba de suicidio, como así era en efecto, y que debían de haberse muerto del corazón.
—¿Pero los dos? —exclamó el fondista.
—¡Los dos! —contestó el médico.
—¡Entonces eso es contagioso!... —y se llevó la mano al lado izquierdo del pecho, donde suponía tener su corazón de fondista. Intentó ocultar el suceso, para no desacreditar su establecimiento, y acordó fumigar el cuarto, por si acaso.
No pudieron ser identificados los cadáveres. Desde allí los llevaron al cementerio y desnudos y juntos, como fueron hallados, echáronlos en una misma huesa y encima tierra. Sobre esta tierra ha crecido hierba y sobre la hierba llueve. Y es así el cielo, el que les llevó a la muerte, el único que sobre la tumba llora.
El fondista de Aliseda, reflexionando sobre aquel suceso increíble —nadie tiene más imaginación que la realidad, se decía-, llegó a una profunda conclusión de carácter médico legal, y es que se dijo: «¡Estas lunas de miel!... No se debía permitir que los cardíacos se casasen entre sí».
(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 16-IX-1912)