El Fin de unos Amores

Miguel de Unamuno


Cuento


Este es un cuento sin malicia alguna; lo certifico.


Por una vereda estrecha y festoneada por ambos lados de Zarzales y matas iban los novios, la pareja más aparejada de todo el pueblo. No tan lejos que los perdieran de vista ni tan cerca que pudieran oírlos, iban también, a modo de escolta, otros mozos y mozas, porque no esta bien que recorran las parejas solas los campos y vallados, y así, guardándose cada cual a sí mismo, parece que los unos se guardan a los otros.

—Mira, Juanete, que el tiempo pasa.

—¿Que pasa el tiempo?—contestó maquinalmente, como una persona que se admira de una extraña novedad.

No quería yo mezclarme en mí relato, pero no puedo resistir el cosquilleo de añadir a esto que es cosa bien natural que pase el tiempo, pero más natural que un enamorado lo olvide.

—¿Qué piensas hacer?

—Deja esas cosas, Rosa, déjalas.

—Mira, Juan, que en todo el pueblo se habla de nosotros, y no me parece bien... además, tu ganas lo bastante...

—¿Lo bastante? ¿,

—Sí, Juan, lo bastante. Me parece que yo no vestiré de gran señora.

—Pues mira, Rosa, por ahora no puede ser..., tengo mis tazones para ello, que alguna vez te las diré...

Púsose pálido y, después de un suspiro, añadió:

—Ya te lo diré.

—¿Todavía te dan esos vahídos?

—Sí, Rosita.

—Eso será la primavera...

—Así lo creo; la primavera o la emoción...

—Mira, Juan, ya llevas mucho tiempo aplazando nuestro casamiento, hoy para mañana, mañana para pasado... Yo ya sé que nos hemos de casar..., porque, de otro modo, no se comprende que andes tan formal..., que siempre...

—Sí, sí, ya en tiendo; pierde cuidado, Rosita...

—Y, además, desde hace un año te has vuelto triste y pensativo, cavilas demasiado, y a tu edad no es bueno cavilar.

—¿Qué quieres...?

—Tú tienes algo, a ti algo te pasa; ¡dímelo, Juan!

Se acercó más a su novio, miró sin querer hacia atrás y volviéndose a él, añadió:

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? Tú tienes algo...

Juan cogió un a hoja de zarza y empezó a morderla.

—¿Qué tienes? ¡Dímelo, Juan!

—Nada, querida, nada; aprensiones tuyas y nada más.

Todos ustedes, lectores míos, saben lo que son las conversaciones de enamorados; si no lo saben, tanto peor, y si solo lo saben por cuentos y novelas, peor que peor y hagan cuenta de que nada saben. Por estas razones y otras que me callo, no prosigo, pues basta un botón para muestra.

Cuando Juan volvía a casa del paseo vespertino, iba más triste que de costumbre; su rostro, pálido, hacía tiempo que estaba casi transparente, y llevaba la boca en treabierta para facilitar una respiración fatigosa. «Vamos, Juanete—le decían al pasar—; hoy ha sido un buen día.» Sonreía el chico dulcemente y, al reparar en su facha, añadían por lo bajo: «Algo le pasa a este mu chacho. ¡Qué triste y flaco está!»

Una vieja le llamó: «Ven acá, Juanete; tu eres un loco; ahora te has hecho místico o cosa así. ¿Qué demonios traes en la cabeza? Tú eres un chico formal, y es lástima que estés acongojando a la pobre Rosita, que vale mucho, sí, vale mucho. » «Sí, señora, si, vale mucho », contestó Juan por sacudir a la importuna, y se fue.

Todo el pueblo, por sus muchas bocas, hablaba de Juanete y de Rosita; todo el comentaba aquellos amoríos de tira y afloja, porque, de puro imbéciles, eran incapaces de ocuparse en otra cosa; todos extrañaban aquel dilatar Juan la hora feliz, a despecho de toda su familia, que quería verle casado pronto.

Una tarde de otoño, tan hermosa como suelen serlo las hermosas tardes de otoño de tibio ambiente y plácida calma, soñados en un ribazo a eso de la puesta de sol, hablaban Juanete Rosita, pero hablaban tan bajo, tan bajo, que yo, que oigo todo lo que los personajes de mis cuentos dicen y piensan, no pude oír sino estas últimas palabras de él a ella:

—Mira, Rosa, ahora quiero reponerme; como bastante bien, paseo lo suficiente y, cuando esté más fuerte y me vuelvan a la cara los colores de la rosa, nos casaremos..., ¡yo te lo juro...!

Y le dio el vahído.

Las hojas iban cayendo una a una; el sol se puso, volvió a salir para volver a ponerse y tornar a salir otra vez; volvió también al rodar del mundo la nueva primavera..., pero ¿volvieron a las mejillas del novio los colores de la rosa? Juana de mal en peor, más pálido cada vez y cada vez más triste. Rosa empezaba también a palidecer. ¿Qué tendrá su Juan?

Llamaron los padres de éste al médico, buen señor, y, llegado, éste paso a reconocer al mozo.

¡Ah!, bruto, bruto, loco, enamorado y todo está dicho, ¿por qué no me llamaste en cuanto te sentiste malo? Eres un niño...

El médico calló, miró al suelo y dijo al chico:

¡Vete afuera!

Quedaron solos el buen señor y los padres del muchacho. No asistí a la conferencia y no sé lo que en ella se trataría. No lo sé, pero desde aquel día la alegria se fue saltando de aquella casa las hojas de otoño habían caído ya y el viento las llevaba y las traía secas, formando con ellas remolinos. Aquel invierno fue crudísimo fue muy crudo, pero, a pesar de esto, una noche de las más frías llamaba Rosita a la puerta de Juan.

¡Entra, muchacha, entra, y le podrás ver! ¡Juan! Aquí la tienes.


Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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