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Estudió la lucha entre mestizos y puros, y se sabía de pe a pa las decisiones del Índice y los viajes de don Celestino. Se dedicó a leer los periódicos puros, y con fruición de espíritu anémico tragaba artículos inacabables, siempre sobre lo mismo, siempre en el mismo estilo y con los epítetos consagrados siempre. Aguzó su espíritu en las argucias imperceptibles, en los juegos malabares de distincionzuelas y en los pequeños logogrifos de conceptillos.
A todo esto llegó la encíclica Libertas y con ella las briosas predicaciones en contra de ese conjunto de todas las herejías y la campaña contra los liberales, imitadores de Lucifer, suyo es aquel grito: «¡No serviré!».
Muchas veces, al anochecer, en la iglesia, quedaba sentado en un banco, meditando. Poco a poco sus ideas perdían los contornos, hasta que se convertían en una nube, y entonces, al oír dar al reloj las nueve, salía de la quietud del templo al bullicio de la calle.
Empezó a sentir desazón en su alma. Una noche volvía del sermón a su casa y le zumbaba en la cabeza el famoso aforismo. No podía entrar con que él fuera más pecador que un adúltero o un asesino, y la cosa estaba bien clara, porque pecar contra la fe, directamente contra Dios, no dándole crédito, es peor que pecar por carambola; la soberbia es más satánica que la ira o la lujuria. Aquella noche no pudo pegar ojo; resudando dio mil vueltas en la cama, se levantó a beber agua del jarro de la jofaina, cerraba los ojos con violencia, proponiéndose contar hasta 150; ni por ésas; nada: siempre en el campo oscuro bailando la sentencia. Así hubiera pasado toda la noche si a eso de las cuatro, con la fatiga, que venció al insomnio, no hubiera iluminado su mente esta idea de paz: salvo los casos de ignorancia y de buena fe. Se durmió diciendo: Dios me perdona, porque no sé lo que me pienso.
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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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