Euritmia

Miguel de Unamuno


Cuento


Creyérase que llevaba sobre sí el peso de algún crimen cometido por su alma allá, en la eternidad, antes de cobrar existencia encarnando en el cuerpo; tal era su carácter extrañamente huraño y sombrío. Su mirada no se posaba serena en las cosas, sino que parecía asirlas con dolorosa percepción. De sus palabras podía decirse con toda verdad brotaban del silencio y no que eran la continuación en alta voz del pensamiento hasta entonces callado.

Lo sorprendente fue cómo se casó tal hombre y, para los que creían conocerle, cómo encontró mujer que le quisiese por marido, y cómo acabó su mujer por quererle con locura. Porque cuando, sentándose él frente a ella, en las veladas invernales la contemplaba silencioso con aquella su mirada de presa, sintiéndose la pobre subyugada, advertía que le llenaban el alma las profundas aguas de la piedad. ¿Cómo redimiría la docente culpa de aquel hombre?

De todas las singularidades de aquel desgraciado taciturno, la que más daba que cavilar a su mujer era su aversión a la música. La música le daba dentera espiritual, le ponía fuera sí, desasosegado. Y era, a la verdad, caso extraño el de que aquella alma fuese antimusical.

Pareció respirar otros aires cuando llegó a ser padre, profesando al niño un amor de presa también, con su mirada. Seguíale todas partes desasosegado e inquieto, fantaseando sin cesar imprevistos sucesos que acabaran con la tierna vida. La idea de que se le muriese el hijo apenas le dejaba descansar.

El niño gustaba recogerse en los brazos del padre taciturno, dejarse mecer por su silencio, dormirse en ellos mirándole a la mirada de presa, que parecía derretírsele entonces y difundirse con dulzura en la del hijo. ¡Qué coloquios entre las dos miradas! ¡Y cómo adivinaba el niño las sonrisas interiores de aquella alma recogida, las caricias enterradas en sus honduras!

Al hijo le encantaba la música, y por complacerle acompañábale el padre a sitios donde pudiera oírla. Y, sentado allí, sufría que las notas le atravesaran el alma, que la sinfonía le desgarrara las entrañas espirituales, que la armonía le trastornara todo el interior. Al principio luchó, encabritándose aquel último fondo en que sin duda se le refugiaba el crimen de la eternidad, más luego se sintió vencido, y, en desmayo y languidez íntimas, abandonábase a la invasión de la música. ¡Qué extrañas energías se le despertaron entonces! ¡Qué cantos brotaron del largo silencio de su alma!

Al encanto de la música sentía la ebullición de nuevas fuerzas, y una extraña impresión de frescura espiritual íntima, cual si, habiendo pasado por su alma hondo arado, le dejara surcos por los que el aire de la vida del mundo le vivificaba las entrañas, al descubierto ya. Y entonces apetecía siembra, y toda impresión que le entraba por los sentidos érale grano vivo, arranque de fecunda planta. Fuésele serenando la mirada, que se posaba ya en las cosas sin asirlas.

Cayó enfermo el pobre niño, y en los días que luchó con la muerte, cogiéndole en sus manos la manecita, le miraba el padre con mirada que se le salia del alma, queriendo darle valor para vencer el sueño inacabable. La pobre madre temblaba más por el padre que por el hijo, inquieta ante aquel silencio pertinaz, mucho más silencioso que el habitual en él.

Mas así que quedó vencido el niño, pareció serenarse el padre, y, al levantar este la vista de la cristalizada mirada del hijo, encontróle muy otro su mujer. Irradiaba su rostro una apacible serenidad. Y, arrodillada entonces la madre, elevó a Dios entre lágrimas una oración de gracias. Acercóse en seguida el hombre al cuerpo inerte del niño, cogiólo en brazos, le dio un beso en los ojos y empezó a cantar. La mujer se quedó arrobada y suspensa. Era un canto recogido y solemne que parecía venir del silencio eterno; era una continua monodia, cual para acunar a la muerte del niño; era música del alma en que se derretía la innata taciturnidad de aquel pobre espíritu; era un himno de liberación, entonado cual fúnebre endecha sobre el terrenal despojo de un inocente.


(La Campaña, Paris, 18-II-1898)


Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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