Gárcia —con acento en la primera a y bisílabo, y no García— era maestro de escuela y decidido partidario de la ortografía fonética. Para cada sonido, un solo signe, y para cada signo, un solo sonido. Suprimía la c y la qu, escribiendo ka, ke, ki, ko, ku y za, ze, zi, zo, zu. Así, kerer, kinto y zera, zinturón. Su grito de guerra—que él escribía gerra—era: «¡Muera la qu!»
García—no García—sostenía que las más hondas revoluciones vienen de lo que creemos más accesorio; que en cuanto se forme una generación que escriba su lengua con ortografía fonética, esto solo le cambiará todo el resto de la manera de pensar. Aunque Gárcia no había leído a Spengler, el último gran paradojista germánico, presentía que lo sustancial es el estilo, y que lo que llamamos forma es lo más fundamental. Y por eso no se conformaba con la ortografía académica u oficial.
Pero, además, él era Gárcia y no García, y defendía la prosodia de su apellido con una tozudez heroica. Era menester que no le devorasen los Garcías, los vulgares Garcías. Un García cualquiera podía conformarse con la ortografía oficial y transigir con la qu y con la hache; pero él, Gárcia, él era un rebelde que iba a revolucionar por la ortografía fonética el pensamiento todo de las generaciones futuras. Su mujer, de apellido Martín, era de un linaje que se había sometido, que había abdicado de su personalidad. Porque el bisabuelo de su mujer, un escocés, Mac Hartin, escribía su apellido, como es frecuente en estos que empiezan con un Mac, así: M’Hartin, y firmándolo de tal modo vino a establecerse a España; su hijo, el abuelo de esa mujer, firmaba MHartin, sin apóstrofo y con dos mayúsculas iniciales; su padre se quedó con el Mhartin, con hache minúscula, y ya los hijos de éste, y entre ellos la mujer de García, quitando la hache, se quedaron en Martines cualquiera, ¡un desastre!, y Gárcia decía a su mujer: «Yo restableceré para nuestros hijos la hache de tu apellido, el resto de la aspiración primitiva del Mac Hartin originario, y nuestros hijos firmarán Gárcia Mhartin, resucitando su doble personalidad.» Sin que le importase a Gárcia que eso de escribir Mhartin para leer lo mismo que Martín era poco fonético. «En los apellidos es otra cosa—decía—; en los apellidos hay que mantener la tradición, la originalidad, la personalidad, y yo soy Gárcia, con acento en la primera a,y mi mujer, Mhartin, con hache y con acento en la a también.»
Pero si al pobre Gárcia le costaba inculcar en sus convecinos el odio a la qu y a la hache, le costaba más que le llamasen Gárcia y no García. Sobre todo los Garcías, que eran abundantes en el pueblo en que ejercía su magisterio Gárcia, se burlaban de éste y de sus pretensiones, que ellos suponían nobiliarias. «Es un García como nosotros—decían—, ni más ni menos que un García, y, si aspira a distinguirse, que se distinga de otro modo, el muy botarate.»
Para defender su apellido, que era su personalidad, se le ocurrió que se deben acentuar todas las palabras, sean llanas, agudas o esdrújulas y terminen como terminaren, y así firmaba Gárcia, y a sus hijos les hacía firmar Gárcia Mhártin. No podía derogar. Él no despreciaba a los Garcías, no, y hasta les reconocía excelentes condiciones de hijos, hermanos, maridos, padres y ciudadanos, pero se conformaban con la qu y con la hache, eran Garcías de conformidad, y él, no; él, Gárcia el rebelde.
Pero el pueblo se alarmó, y creyó que aquel hombre heroico y abnegado estaba trastornando los entendimientos de los niños puestos a su cuidado, que a estos niños les convenía aprender la ortografía oficial y no otra, que si escribían azeren vez de hacer, zikateroen vez de cicatero y keso por queso,no harían carrera, y empezó una compaña contra el pobre maestro. «Él que escriba sus cartas como quiera—decían los vecinos—; pero a nuestros hijos que les enseñe a escribir como Dios manda.» Dios era la Real Academia Española de la Lengua. Y querían que les enseñase a escribir hasta septiembre y obscuro y subscriptor, como yo no escribo nunca (aunque aparezca así, por obra y gracia de los correctores y regentes de imprenta en mis escritos públicos). La mujer de Gárcia, la pobre Petra Mhártin, una mártir, emprendió doblegar a su marido. «Mira, Gárcia, que van a quitarte la escuela y no te van a querer admitir en ninguna otra parte y nos vamos a quedar sin tener qué comer. ¿Y qué harán tus hijos, Gárcias Mhártines, cuando tengan hambre? Vale más tener que comer llamándose García Martín que no morirse de ayuno siendo Gárcia Mhártin.» Era la voz de la sabiduría popular, pero la voz de la claudicación, de la mansedumbre. Al fin llegó el desenlace de la tragedia, la catástrofe. El pobre Gárcia sucumbió. Enseñaría a escribir como la Academia manda, enseñaría a escribir obscuro, con la b, y enseñaría la qu y la hache y la ce. Pero antes se haría García. O sea la muerte civil, el suicidio intelectual. Y desde que se convirtió en García y enseñaba ortografía académica, el pobre hombre fue como un cadáver ambulante. Y sobrevivió poco. La pena le mató.
(Caras y Caretas, Buenos Aires, 17-II-1923)