De la tiranías todas, la más odiosa me es, amigo Maeztu, la de las ideas; no hay cracia que aborrezca más que la ideocracia, que trae consigo, cual obligada secuela, la ideofobia, la persecución, en nombre de unas ideas, de otras tan ideas, es decir, tan respetables o tan irrespetables como aquéllas. Aborrezco toda etiqueta; pero si alguna me habría de ser más llevadera es la de ideoclasta, rompeideas. ¿Que cómo quiero romperlas? Como las botas, haciéndolas mías y usándolas.
El perseguir la emisión de esas ideas a que se llama subversivas o disolventes, prodúceme el mismo efecto que me produciría el que, en previsión del estallido de una caldera de vapor, se ordenase romper el manómetro en vez de abrir la válvula de escape. Al afirmar con profundo realismo Hegel que es todo idea, redujo a su verdadera proporción a las llamadas por antonomasia ideas, así como al comprender que es milagroso todo cuanto nos sucede, se nos muestran, a su más clara luz, los en especial llamados milagros.
Idea es forma, semejanza, species… ¿Pero forma de qué? He aquí el misterio: la realidad de que es forma, la materia de que es figura, su contenido vivo. Sobre este misterio giró todo el combate intelectual de la Edad Media; sobre él sigue girando hoy. La batalla entre individualistas y socialistas es, en el fondo lógico, la misma que entre nominalistas y realistas. Esto en el fondo lógico; pero ¿y en el vital? Porque es la forma especial de vida de cada uno lo que le lleva a la mente tales o cuales doctrinas.
¿Que las ideas rigen al mundo? Apenas creo en más idea propulsora del progreso que en la idea-hombre, porque también es idea, esto es, apariencia y forma cada hombre; pero idea viva, encarnada; apariencia que goza y vive y sufre, y que, por fin, se desvanece con la muerte.
Yo, en cuanto hombre, soy idea más profunda que cuantas en mi cerebro alojo, y si lograse darles mi tonalidad propia, eso saldrían ganando de su paso por mi espíritu. Es dinero que acuño y que, al acuñarlo, le presto mi crédito, poco o mucho, positivo o negativo. Las ideas, como el dinero, no son, en efecto, en última instancia, más que representación de riqueza e instrumento de cambio, hasta que, luego que nos hayan dado común denominador lógico, cambiemos directamente nuestros estados de conciencia.
Ni el cuerpo come dinero ni se nutre el alma de meras apariencias. Y cuando en vez de ideas en oro, de moneda real, de la que cuesta extraer de la mina y a este coste debe su firme valor representativo; cuando en vez de conocimientos de hechos concretos y vivos, circula papelidea –según la sagaz metáfora schopenhaueriana–, apariencia de apariencias, moneda nominal, conceptos abstractos y educidos, que suponen responder a hechos contantes y sonantes, entonces la firma adquiere una importancia enorme, porque el crédito de que tal firma en el mercado goce, es lo que garantiza el valor del papelidea, o de la idea de papel. Nos importa poco quién nos llamó la atención sobre un hecho, como no nos importa qué obrero sacó de la mina la onza de oro de que nos valemos; pero en cuanto al autor de un concepto abstracto es de entidad, como lo es la firma del Banco en los billetes, porque lo aceptamos según el crédito de que aquel goce de guardar en caja conocimientos concretos y de hecho con que responder a sus emisiones de conceptos.
Y van luego las pobres letras ideales, el papelidea, endosadas de unos en otros, poniendo cada sabio su firma al respaldo de ellas. Y aquí cabe preguntar: ¿da el sabio crédito a la letra o se lo da a él ésta?
Vivir todas las ideas para con ellas enriquecerme yo en cuanto idea, es a lo que aspiro. ¡Luego que les saco el jugo, arrojo de la boca la pulpa; las estrujo, y fuera con ellas! Quiero ser su dueño, no su esclavo. Porque esclavos les son esos hombres de arraigadas convicciones, sin sentido del matiz ni del nimbo que envuelve y auna a los contrarios; esclavos les son todos los sectarios, los ideócratas todos.
Necesario, o más bien inevitable, es tener ideas, sí, como ojos y manos, mas para conseguirlo, hay que no ser tenido de ellas. No es rico el poseído por el dinero, sino quien lo posee.
El que calienta las ideas en el foco de su corazón es quien de veras se las hace propias; allí, en ese sagrado fogón, las quema y consume, como combustible. Son vehículo, no más que vehículo de espíritu; son átomos que sólo por el movimiento y ritmo que trasmiten sirven, átomos impenetrables, como los hipotéticos de la materia que por su movimiento nos dan calor. Con los mismos componentes químicos se hace veneno y triaca. Y el veneno mismo, ¿está en el agente o en el paciente? Lo que a uno mata a otro vivifica. La maldad, ¿está en el juez o en el reo? Sólo la tolerancia puede apagar en amor la maldad humana, y la tolerancia sólo brota potente sobre el derrumbamiento de la ideocracia.
Entre todos los derechos íntimos que tenemos que conquistar, no tanto de las leyes cuanto de las costumbres, no es el menos precioso el inalienable derecho a contradecirme, a ser cada día nuevo, sin dejar por ello de ser el mismo siempre, a afirmar mis distintos aspectos trabajando para que mi vida los integre. Suelo encontrar más compactos, más iguales y más coherentes en su complejidad a los escritores paradójicos y contradictorios que a los que se pasan la vida haciendo de inconmovibles apóstoles de una sola doctrina, esclavos de una idea. Celébrase la consecuencia de éstos, como si no cupiese ser consecuente en la versatilidad, y no fuera ésta la manifestación de una fecundísima virtud del espíritu. Dejemos que los ideócratas rindan culto a esos estilitas, ¡pobrecitos! encaramados en su columna doctrinal. ¿Por qué he de ser pedrusco sujeto a tierra, y no nube que se bañe en aire y luz?
¡Libertad! ¡Libertad! Y donde la ideocracia impere, jamás habrá verdadera libertad, sino libertad ante la ley, que es la idea entronizada, la misma para todos, la facultad lógica de poder hacer o no hacer algo.
Habrá libertad jurídica, posibilidad de obrar sin trabas en ciertos lindes; pero no la otra, la que subsiste aun bajo la esclavitud aparente, la que hace que no le vuelvan a uno el corazón y aun las espaldas porque piense de este o del otro modo.
«¿Qué ideas profesas?» No, qué ideas profesas, no, sino: ¿cómo eres? ¿cómo vives? El modo como uno vive da verdad a sus ideas, y no éstas a su vida. ¡Desgraciado del que necesite ideas para fundamentar su vida!
No son nuestras doctrinas el origen y fuente de nuestra conducta, sino la explicación que de ésta nos damos a nosotros mismos y damos a los demás, porque nos persigue el ansia de explicarnos la realidad. No fueron las ideas que predicaba las que llevaron a Ravachol a su crimen, sino que fueron la forma en que lo justificó a su propia conciencia, como hubiera podido justificarlo con otras, de encontrarlas tan vivas. Hay quien en nombre de caridad cristiana mata, quien para salvar al prójimo le llevó al quemadero.
Cualquier idea sirve al fanático, y en nombre de todas se han cometido crímenes.
No es divinamente humano sacrificarse en aras de las ideas, sino que lo es sacrificarlas a nosotros, porque el que discurre vale más que lo discurrido, y soy yo, viva apariencia, superior a mis ideas, apariencias de apariencia, sombras de sombra.
Interésanme más las personas que sus doctrinas y éstas tan sólo en cuanto me revelan a aquéllas. Las ideas las tomo y aprovecho lo mismo que aprovecho tomándolo el dinero que a ganar me den; pero, si por desgracia o por fortuna me viese obligado a pordiosear, creo que besaría la mano que me diese limosna antes que el perro chico de la dádiva.
Hay una sutil pesadumbre que no pocos autores sufren ante ciertos elogios que se les dirige. Cuando un escritor, en efecto, de los que toman como deben las ideas e imágenes, cual de instrumentos con que verter su espíritu, ansiosos de darse y derramarse, contribuyendo así a la espiritualización del ámbito social, ve luego que le elogian aquellas obras de compromiso en que sólo puso su mente, aquellas en que ofició de mercader de ideas; suele su suspicacia, enfermiza acaso, hacerle leer al través de esos elogios una tácita y tal vez inconciente censura, a aquellos otros frutos de su espíritu, henchidos del más íntimo jugo que le vivifique. Entristece oír que nos celebren lo menos nuestro, tomándonos así de arca de conocimientos y no de espíritus vivos, como apena que delante de nuestros hijos naturales, de las flores de nuestro espíritu todo, nos alaben a los adoptivos, a las meras excreciones de la mente. Hay elogios que desalientan. Por mi parte, cuando amigos oficiosos me aconsejan que haga lingüística y concrete mi labor, es cuando con mayor ahínco me pongo a repasar mis pobres poesías, a verter en ellas mi preciosa libertad, la dulce inconcreción de mi espíritu, entonces es cuando con mayor deleite me baño en nubes de misterio.
El hombre –apena decirlo– rechaza al hombre; los espíritus se hacen impenetrables; páganse y se cobran los servicios mutuos, sin que se ponga amor en ellos. La lógica justicia, reina en el mundo de las ideas puras, ahoga a las obras de misericordia, que brotan del amor, soberano en el mundo de los puros espíritus. En vez de verter éstos y de fundirlos en un espíritu común, vida de nuestras vidas y realidad de realidades, tendemos a hacer con las ideas un cemento conjuntivo social en que como moluscos en un englomerado quedemos presos. Las ideas, externas a nosotros, son como atmósfera social porque se trasmiten calor y luz espirituales; en ellas se refleja la del Sol del espíritu, sin que por sí iluminen; hay que mantener aérea esa atmósfera, para poder en ella y de ella respirar, y que no cuaje en tupido ambiente que nos ahogue.
Espíritu es lo que nos hace falta, porque el espíritu, la realidad, hace ideas o apariencias, y éstas no hacen espíritu, como la tierra y el trabajo hacen dinero, y el dinero por sí no hace, dígase lo que se quiera, ni tierra ni trabajo. Y si da el dinero interés es porque hay quien sobre la tierra o sobre productos de ella trabaje, como si lo dan las ideas, es porque alguien sobre espíritu y de espíritu labra.
Utilísimos son, sin duda, los hombres canales, los mercaderes de ideas, que las ponen en circulación sin producirlas ni acrecentarlas; pero el valor íntimo e intrínseco de tales hombres estriba en el espíritu que en su comercio pongan. Lo que cada cual tenga de pensador y sentidor es lo que le hace fuerza social progresora; el ser meramente sabio o erudito es lo mismo que el ser usurero o prestamista, que redistribuye riqueza, pero no la crea.
Y los pobres esclavos de la tierra que saludan respetuosos al usurero que alguna vez les sacó por el momento de apuro cobrándose al 20 por 100, miran desdeñosos al que se arruinó en abrir un pozo artesiano.
¿Ideas verdaderas y falsas decís? Todo lo que eleva e intensifica la vida refléjase en ideas verdaderas, que lo son en cuanto lo reflejen, y en ideas falsas todo lo que la deprima y amengüe. Mientras corra una peseta y haga oficio, comprándose y vendiéndose con ella, verdadera es; mas desde que ya no pase, será falsa.
¿Verdad? ¿verdad decís? La verdad es algo más íntimo que la concordancia lógica de dos conceptos, algo más entrañable que la ecuación del intelecto con la cosa –adaequatio intellectus et rei–, es el íntimo consorcio de mi espíritu con el Espíritu universal. Todo lo demás es razón, y vivir verdad es más hondo que tener razón.
Idea que se realiza es verdadera, y sólo lo es en cuanto se realiza, la realización, que la hace vivir, le da verdad; la que fracasa en la realidad teórica o práctica es falsa, porque hay también una realidad teórica. Verdad es aquello que intimas y haces tuyo; sólo la idea que vives te es verdadera. ¿Sabes el teorema de Pitágoras y llega un caso en que depende tu vida de hallar un cuadrado de triple área que otro, y no sabes servirte de tal teorema?… No es verdadero para ti. A lo sumo con verdad lógica. Y la lógica es esgrima que desarrolla los músculos del pensamiento, sin duda, pero que en pleno campo de batalla apenas sirve. ¿Y para qué quieres fuertes músculos si no sabes combatir? De ideas consta la ciencia, sí, de conceptos; pero no son ellas, las ideas, más que medio, porque no es ciencia conocer las leyes por los hechos, sino los hechos por las leyes; en el hecho termina la ciencia, a él se dirige.
Quien pudiese ver el hecho todo, todo entero, por dentro y por fuera, en su desarrollo todo, ¿para qué querría más ciencia? Verdadera es la doctrina de la electricidad en cuanto nos da luz y trasmite a distancia nuestro pensamiento y obra otras maravillas.
Y también es verdadera en cuanto, como tal doctrina, nos eleve el espíritu a contemplación de vida y amor. Porque tiene la ciencia dos salidas: una que va a la acción práctica, material, a hacer la civilización que nos envuelve y facilita la vida, otra que sube a la acción teórica, espiritual, a hacernos la cultura que nos llena y fomenta la vida interior, a hacer la filosofía que, en alas de la inteligencia, nos eleve al corazón y ahonde el sentimiento y la seriedad de la vida. Para este hogar de contemplación vivificante son las ideas científicas combustible.
De la ciencia de su tiempo, falsa según nuestra nomenclatura, las tomaron Platón y Hegel, y con ellas tejieron los más grandes poemas, los más verdaderos, del más puro mundo del espíritu.
¿Buenas y malas ideas decís? Hablar de ideas buenas, ya se ha dicho, es como hablar de sonidos azules, de olores redondos o de triángulos amargos, o más bien es como hablar de pesetas benéficas o maléficas, de fusiles heroicos o criminales.
«¡Lástima de hombre! Es bueno, ¡pero profesa tan malas ideas!». ¿Hay, acaso, frase más absurda que ésta? Es el hombre quien hace buenas o malas a las ideas que acoge, según él sea, bueno o malo; es la realidad quien hace las apariencias. Suelen ser nuestras doctrinas, cuando no son postura de afectación para atraer la mirada pública, el justificante que, a posteriori, nos damos de nuestra conducta, y no su fundamento apriorístico.
Y solemos equivocarnos, porque es raro el que sabe por qué hace el bien o el mal que hace, ni aun de ordinario, si es bien o mal. Raciocinar la ética es matarla. Obedece al dictado de tu conciencia sin convertirlo en silogismo. No hay más malicia para las ideas que la mentira, y nunca como bajo el régimen de la mentira, el más ideocrático de todos, se las persigue. La sinceridad es tolerante y liberal.
¿Que Fulano cambia de ideas como de casaca, dices? Feliz él, porque eso arguye que tiene casacas que cambiar, y no es poco donde los más andan desnudos, o llevan, a lo sumo, el traje del difunto, hasta que se deshilache en andrajos. Ya que el traje no crece, ni se ensancha, ni se encoje, según crecemos, engordamos o adelgazamos nosotros, y ya que con el roce y el uso se desgasta, cambiémosle. Lo importante es pensar, sea como fuere, con estas o con aquellas ideas, lo mismo da: ¡pensar!, ¡pensar! y pensar con todo el cuerpo y sus sentidos, y sus entrañas, con su sangre, y su médula, y su fibra, y sus celdillas todas, y con el alma toda y sus potencias, y no sólo con el cerebro y la mente, pensar vital y no lógicamente. Porque el que piensa sujeta a las ideas, y sujetándolas se liberta de su degradante tiranía.
Es la inteligencia para la vida; de la vida y para ella nació, y no la vida de la inteligencia. Fue y es un arma, un arma templada por el uso. Lo que para vivir no nos sirve, nos es inconocible. ¿Crees que la visión, la visión misma, flor la más esplendente del conocer, hizo al ojo? No; al ojo le hizo la vida, y el ojo hizo la visión, y luego, por ministerio de la visión, perfeccionó la vida al ojo. Pero ¿el ojo, el ojo mismo, símbolo de la inteligencia, fue un órgano de visión ante todo?
Hay que dudarlo. Antes de llegar a ser un órgano o instrumento que nos diese especies visibles, imágenes de las cosas, gérmenes de ideas, ideas en larva ya, tuvo acaso un valor trófico, ejerció oficio en nuestra íntima nutrición y vida concreta. En sus formas ínfimas, donde mejor nos descubre su prístina e íntima esencia, refiérese a la nutrición del ser, a su empapamiento en vida, a la acción de la radiación. ¿Ven, acaso, las trasparentes medusas?
Y tienen su ojo, su lente con su mancha pigmentaria. La sensibilidad de él es química, reacciona como una placa fotográfica, y vivifica así al ser ciego, le regala don de luz por su ojo.
Crustáceos hay que se enrojecen si les ciegas; quieren beber luz y la beben con el cuerpo todo, si les arrancas la boca con que la bebían ansiosos; no quieren ver, sino beber luz; no apetecen especies visibles, sino obra del sol en las entrañas; no quieren larvas de ideas, sino pulsaciones de vida, espíritu después de todo.
Las plantas mismas, ¿no tienen a las veces ojos? ¿No los tiene ese «musgo que brilla» de los niños bretones –schistostega osmundacea?–.
Sí, el ojo es para algo más hondo que para ver; es para alegrar el alma; el ojo bebe luz, y la luz vivifica las entrañas del oculado, aunque no percibiese imágenes. Esto vino luego, como añadidura; nos lo trajo la vida, porque vio que le era bueno.
Y para algo más que para percibir ideas tenemos la mente, el ojo del espíritu; la tenemos para beber luz, luz espiritual, verdad, vida, reflejadas en esta o en la otra idea, que todas las reflejan, aun las más negras. Porque si no reflejase luz lo negro, ¿lo verías?
¡Ah! ¡Si sacudiéndonos todos de la letal tiranía de las ideas, viviésemos de fe, de verdadera fe, de fe viva! Yo creo que, así como el odio al pecado está en razón inversa del odio al pecador, y que cuanto más se aborrece el delito más piedad y amorosa compasión hacia el delincuente se experimenta, así también cuanto menos las sobreestimemos, más respeto rendiremos al hombre, estimándole en más.
Que no sea para nosotros el prójimo un arca de opiniones, un número social encasillable con la etiqueta de un ista cualquiera, como insecto que clavamos por el coselete en la caja entomológica, sino que sea un hermano, un hombre de carne y hueso como yo y tú, una idea, sí, una aparición; pero una aparición inefable y divina encarnada en un cuerpo que sufre y que goza, que ama y que aborrece, que vive y que al fin muere.
¿Y aquí en España? Aquí hemos padecido de antiguo un dogmatismo agudo; aquí ha regido siempre la inquisición inmanente, la íntima y social, de que la otra, la histórica y nacional, no fue más que pasajero fenómeno; aquí es donde la ideocracia ha producido mayor ideofobia, porque siempre engendra anarquía el régimen absoluto. A la idea, como al dinero, tómasela aquí de fuente de todo mal o de todo bien. Hacemos de los arados ídolos, en vez de convertir nuestros ídolos en arados.
Todo español es un maniqueo inconciente; cree en una Divinidad cuyas dos personas son Dios y el Demonio, la afirmación suma, la suma negación, el origen de las ideas buenas y verdaderas y el de las malas y falsas. Aquí lo arreglamos todo con afirmar o negar redondamente, sin pudor alguno, fundando banderías.
Aquí se cree aún en jesuitas y masones, en brujas y trasgos, en amuletos y fórmulas, en azares y exorcismos, en la hidra revolucionaria o en la ola negra de la reacción, en los milagros de la ignorancia o en los de la ciencia. O son molinos de viento o son gigantes; no hay término medio ni supremo; no comprendemos o, mejor aún, no sentimos que sean gigantes los molinos de viento y molinos los gigantes. Y el que no es Quijote ni Sancho quédase en socarrón bachiller Carrasco, lo que es peor aún.
Es el nuestro un pueblo que razona poco, porque le han forzado a raciocinar con exceso, o a tomar lo por otros raciocinado, a vivir de préstamo con pocas ideas, y ellas escuetas y perfiladas a buril, esquinosas, ideas hechas para la discusión, escolásticas, sombras de mediodía meridional.
Y las pocas y esquinosas ideas fomentan la ideocracia, que es oligárquica de suyo, y la ideofobia con ella, puesto que cuantas más las ideas y más ricas y más complejas y más proteicas menos autoritarias e impositivas son. ¿No conviven y se conciertan y se comunican los hechos todos, aun los más opuestos al parecer entre sí, los hechos que son el ideal de las ideas?
Hemos vivido aquí creyendo lo que nos enseñaban: que las cosas consisten en la consistidura, y edificando sobre tal base un castillo de naipes con apariencias de apariencias, con sombras de sombras. La vida interior, entre tanto, se asfixiaba en el vacío, bajo la campana pneumática de las escolásticas consistiduras. Apena ver a espíritus tan vigorosos y potentes, tan reales y tan llenos de verdad como los de nuestros místicos, agitarse bajo la campana buscando aire libre henchido de cielo. ¡Ah, su anhelo, su noble anhelo, el ansia de sus espíritus! ¡Ansia de beber con el ojo espiritual directamente la luz del Sol, de sentirse las entrañas bañadas en sus vivificantes rayos, de poder mirarlo cara a cara y vivir de su luz, aunque cegasen, y tener que recibirlo de reflejo, en las figuras de las cosas, en las formas visibles, larvas de ideas! Bebámosle en ellas.
La verdad puede más que la razón, dijo Sófocles, y la verdad es amor y vida en la realidad de los espíritus y no mera relación de congruencia lógica entre las ideas. Unción y no dialéctica es lo que nos vivificará.
Cuando reine el Espíritu se le someterá la Idea, y no ya por el conocimiento ideal, sino por el amor espiritual comunicarán entre sí las criaturas. He aquí por qué, amigo Maeztu, aborrezco la tiranía de las ideas.