J. W. y F.

Miguel de Unamuno


Cuento


Érase una vez en mi mollera un hombre joven, rico, muy rico, inmensamente rico y suficientemente loco para no parecerlo. Había mandado construir una alta aguja, por cuyo ancho ojo, bordado de arabescos y filigranas, hizo pasar toda una recua de camellos mientras decía: «Es cuestión de dinero, resolverse a gastar y poder dar en el precio.»

J. W. y F. era un joven rico y loco; tuvo amores y enflaqueció; los dejó y volvió a engordar, y nada sacó en limpio y si mucho en sucio; gozó y se aburrió. Viajó mucho, pero muy mucho; desde su patria imaginaría hizo sobre todo dos viajes, a Jerusalén uno y a Vitigudino el otro, y de vuelta recorrió toda la Europa, dejando de sus viajes estas notables


Memorias


«¡Cuántos hombres he visto, con qué diversos trajes, todos diferentes y todos ridículos! ¡Cuántos distintos lenguajes he oído, yo que apenas entiendo el mío! ¡Cuántas mujeres guapas y cuantas más feas! Como iba muy deprisa, no pude verlas despacio. ¡Cuántos pueblos, los unos viejos, los otros nuevos, aseados estos y cochinísimos aquéllos! ¡Cuántos puentes he pasado! ¡En cuántas fondas y cuán diversos platos he comido, sin sufrir jamás una indigestión! ¡Cuántos paisajes, con sus árboles y sus animales! Pero, sobre todo, ¡qué bien, que bien he dormido en las blandas camas de las fondas o en los sleeping cat después de un día agitado! Lo mejor de todos mis viajes han sido los sueños sin ensueño; lo más hermoso, la cama. ¡Europa, Europa! Toda te he visto y no te admiro.»


Solo, sin familia, ni sociedad, ni amigos, era su vida un nudo indescifrable. Todos le concedían un talento que el jamás se cuidaba en demostrar, y se decía que era caritativo y honrado a carta cabal. J. W. y F. desapareció de su patria imagiaria, sin que nadie supiese adonde había ido. Pero yo lo sé. Retiróse a una sierra, donde, en lugar ameno, había arroyos y cañadas, bosquecillos y colinas, resolviendo pasar el resto e su vida en una casucha oculta entre el follaje. Llevó consigo los criados para que cuidaran de su quinta y la administraran.

Se levantaba con el sol, daba un paseo silbando y llevando compás a los pájaros, se tendía bajo un árbol, sobre la yerba tierna, y allí, mirando desfilar las nubes, le llegaba la hora de comer hora en que volvía a casa para hacerlo frugal pero sólidamente. Después de comer echaba la siesta y volvía a salir de paseo, para volver a acostarse y repetir al día siguiente la misma canción. En el invierno y cuando llovía, se tendía en una hamaca junto al fuego, y allí, viendo el humo de su pipa, se pasaba el día entero. No tenía amigos ni trataba con sus criados, que cuidaban de la casa y hacían lo que les venía en gana; no leía ni escribía, ni cantaba ni tocaba; ignoraba la fecha en que vivía; no tomaba jamás en la mano instrumento alguno de trabajo; odiaba la caza y era enemigo de arrancar flores para adornarse con ellas. No hacía más que comer, beber, fumar y dormir.

Los años le fueron avejentando, pero, robusto y sano, según a llegan de al término de su vida, dormía más. A los cincuenta años dormía diez horas, cincuenta y cinco minutos y cinco segundos.

Murierónsele uno a un o los dos criados, y por primera vez desde su nueva estancia escribió a la ciudad para que le mandaran otros dos nuevos.


J. W. y F. era ya viejo y llevaba la misma vida. En el estío, con su ancho sombrero de paja y su traje de dril, daba sus diarios paseos saludando a todo el que encontraba en el camino, sin detenerse a hablar con nadie. No era por eso misántropo. Amaba al prójimo, pero no necesitaba de él.

J. W. y F. iba debilitándose al peso de la vida, aunque no era el aburrimiento sino la edad lo que le rendía.

Después de una larga enfermedad sin nombre, durante la cual no hacía otra cosa más que estarse en la cama a media dieta sin llamar a médico ni buscar remedio, una mañana hizo un esfuerzo y, apoyado en los hombros de sus servidores, salio al campo, tendióse sobre el césped bajo un árbol y espero la salida del sol a las once fueron sus criados a verle y le hallaron ojeroso y pélido; la vida se le escapaba.

—¿Quiere el señor algo?

Movió la cabeza de izquierda a derecha más tarde volvieron sus sirvientes y les dijo:

—No tengo hecho testamento; que hagan los hombres de mis riquezas lo que quieran; y estoy seguro que no las emplearan en obras de caridad, que es mi deseo que no las empleen

J. W. y F. se iba. A las doce, con voz apagada dijo: «¡Qué sueño tengo!» E, inclinando la cabeza, se durmió en el sueño eterno.

Ecce homo.


Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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