Alguna otra vez he hecho notar el hecho de que mientras los americanos todos se quejan, y con razón, de lo poco y lo mal que se les conoce en Europa y de las confusiones y prejuicios que respecto a ellos por aquí reinan, se da el caso de que no se conozcan mucho mejor los unos a los otros y abriguen entre sí no pocas confusiones y prejuicios.
Lo vasto de la América y la pobreza y dificultad de sus medios de comunicación contribuye a ello, ya que Méjico, v. gr., está más cerca de España o de Inglaterra o de Francia que de la Argentina.
Me refería hace poco un escritor argentino, Ricardo Rojas, que de los ejemplares que remitió de una de sus obras desde Buenos Aires a lugares de las «tierras calientes», apenas si llegó alguno a su destino.
Por otra parte, el sentimiento colectivo de la América como de una unidad de porvenir y frente al Viejo Mundo europeo, no es aún más que un sentimiento en cierta manera erudito y en vías de formación. Hubo, sí, un momento en la historia en que toda la América española, por lo menos toda Sudamérica, pareció conmoverse y vivir en comunidad de visión y de sentido, y fue cuando se dieron la mano Bolívar y San Martín en las vísperas de Ayacucho; pero pasado aquel momento épico, y una vez que cada nación sudamericana queda a merced de los caudillos, volvieron a un mutuo aislamiento, tal vez no menor que el de los tiempos de la Colonia.
En ciertos respectos sigue todavía siendo Europa el lazo de unión entre los pueblos americanos, y el panamericanismo, si es que en realidad existe, es un ideal concebido a la europea, como otros tantos ideales que pasan por americanos.
Todo esto se me ocurre a propósito de la reciente publicación, en un volumen, de las Poesías del bogotano José Asunción Silva, que acaba de editarse en Barcelona.
Apenas habrá lector de estas líneas, con tal de ser algo versado en literatura americana contemporánea, que no haya leído alguna vez alguna de las poesías de Silva que andaban desparramadas y perdidas por antologías y revistas. Hasta hay alguna, como el Nocturno, que ha llegado a hacerse famosa en ciertos círculos.
Si hablamos de eso que se ha llamado modernismo en literatura, y respecto a lo cual declaro que cada vez estoy más a oscuras acerca de lo que sea, preciso es confesar que de Silva, más que de ningún otro poeta, cabe aquí decir aquello de que fue quien nos trajo las gallinas. Se ha tomado de él, más acaso que de otro alguno, no tan sólo tonalidades, sino artificios, no siempre imitables.
Silva se suicidó en su ciudad natal, Bogotá, el 24 de mayo de 1896, a los treinta y cinco años y medio, sin que hayamos podido averiguar los móviles de tan funesta resolución. Aunque leyendo sus poesías se adivina la causa íntima, no ya los motivos del suicidio. Pues sabido es con cuánta frecuencia los motivos aparentes a que se cree obedece una determinación grave, y a los que la atribuyen los mismos que la toman, no son sino los pretextos de que se vale la voluntad para realizar su propósito. La voluntad, en efecto, busca motivos. Y hay voluntad suicida, voluntad reñida con la vida. O que tal vez huye de esta vida por amor a una más intensa.
Leyendo las obras de los escritores suicidas se descubre casi siempre en ellas la íntima razón del suicidio. Tal sucede entre nosotros con Larra, en Francia con Nerval y en Portugal con Antero. Y tal sucede con Silva.
A Silva, de quien no cabe decir que fuese un poeta metafísico, ni mucho menos, le acongojó el tormento de la que se ha llamado la congoja metafísica, y le atormentó como ha atormentado a todos los grandes poetas, cuyas dos fuentes caudales de inspiración han sido el amor y la muerte, de los que Leopardi dijo que
«Fratelli a un tempo stesso amore e morte
ingenero la sorte».
La obsesión del más allá de la tumba; el misterio detrás de la muerte, pesó sobre el alma de Silva, y pesó sobre ella con un cierto carácter infantil y primitivo. No fue, creo, ese peso resultado de una larga y paciente investigación; no fue consecuencia del desaliento filosófico, sino que fue algo primitivo y genial. La actitud de Silva me parece la de un niño cuando por fin descubre que nacemos para morir.
«Al dejar la prisión que las encierra,
¿qué encontrarán las almas?».
se preguntó el poeta, pero se lo preguntó como un niño.
Un ambiente de niñez, en efecto, se respira en las poesías de Silva, y las más inspiradas de ellas son a recuerdos de la infancia, o mejor dicho, es a la presencia de la infancia a lo que su inspiración deben. Basta leer las cuatro composiciones que en ésta, la primera edición de sus Poesías completas, figuran bajo el título común de «Infancia».
Tal vez se cortó Silva por propia mano el hilo de la vida por no poder seguir siendo niño en ella, porque el mundo le rompía con brutalidad el sueño poético de la infancia. Y aquí cabe recordar aquellas palabras de Leopardi en uno de sus cantos: ¿Qué vamos a hacer ahora en que se ha despojado a toda cosa de su verdura?
Cuando Silva, saliendo de la niñez fisiológica, pero siempre niño de alma, como lo es todo poeta verdadero, se encontró en el duro ámbito de un mundo de combate, presa debió de sentirse su alma delicadísima, como se encontraría un Adán al verse arrojado del Paraíso. Fuera del Paraíso y a la vez con la inocencia perdida.
Y esa angustia metafísica se expresa en los versos de Silva del modo más ingenuo, más sencillo, más infantil y hasta balbuciente, no con las frases aceradas con que se manifiesta en los esquinosos sonetos de Antero de Quental, llenos de fórmulas que acusan la lectura de obras filosóficas.
No digo que Silva careciera de cultura, antes más bien se ve claro en sus poesías que era un espíritu cultísimo; pero dudo mucho de que su inteligencia se hubiese amaestrado en una rígida disciplina mental. Sus estudios universitarios, nos dice Gómez Jaime que fueron breves, y luego parece se dio a leer por su cuenta, y sospecho que más que otra cosa literatura, y literatura francesa. No parece, sin embargo, que careciese de un cierto barniz de cultura filosófica, y tengo motivos para suponer que había leído a Taine, por lo menos, y algo a Schopenhauer, a quien cita en una de sus composiciones llamándole su maestro.
Y no digo que Schopenhauer le suicidase o contribuyera a hacerlo, porque estoy convencido de que no son los escritores pesimistas y desesperanzados los que entristecen y amargan las almas como la de Silva, sino que más bien son las almas desesperanzadas y tristes las que buscan alimento en tales escritores.
En la poesía titulada «El mal del siglo», es Silva mismo quien nos habla del desaliento de la vida que nacía y se arraigaba en lo íntimo de él, del mal del siglo; el mismo mal de Werther, de Rolla, de Manfredo, de Leopardi, "«un cansancio de todo, un absoluto desprecio por lo humano, un incesante renegar de lo vil de la existencia..., un malestar profundo que se aumenta con todas las torturas del análisis»". Y a esto le responde el médico:
«Eso es cuestión de régimen; camine de mañanita; duerma luego; báñese; beba bien; coma bien; cuídese mucho; lo que usted tiene es hambre!».
Y hambre era, en efecto; hambre de eternidad. Hambre de eternidad, de vida inacabable, de más vida, que es lo que a tantos los ha llevado a la desesperación y hasta el suicidio.
Porque es cosa curiosa el observar que es a los más enamorados de la vida, a los que la quieren inacabable, a los que se acusa de odiadores de la vida. Por amor a la vida, por desenfrenado amor a ella, puede un hombre retirarse al desierto a vivir vida pasajera de penitencia en vista de la consecución de la gloria eterna, de la verdadera vida perdurable, y por hastío de la vida, por odio a ella, se lanza más de uno a una existencia de placeres. Podrá estar equivocado el anacoreta, y o no existir para nosotros vida alguna después de la muerte corporal, o aun en caso de que exista, no ser el camino que él toma el mejor para conseguirla feliz; pero acusarle de odiador de la vida no es más que una simpleza.
El paganismo, el hoy tan decantado paganismo por los que hacen profesión de anticristianos, vino en sus postrimerías a dar en un hastío y desencanto de la vida, en un tétrico pesimismo. Y si la religión de Cristo prendió, arraigó y se extendió tan pronto, fue porque predicaba el amor a la vida, el verdadero amor a la verdadera vida y la esperanza de la resurrección final. Más agudo y perspicaz era Schopenhauer al combatir el cristianismo por optimista, que aquellos espíritus ligeros que le acusan de haber entenebrecido la vida. La esperanza de resurrección final fue el más poderoso resorte de acción humana, y Cristo el más grande creador de energías.
Ese amor a la vida, mamado por Silva en el apacible remanso de Bogotá, en aquella encantada Colombia, la de los días iguales y la perenne primavera, la de costumbres arraigadas; ese amor debió de padecer sobresaltos, merced al sosiego mismo y a las brisas heladas que desde Europa le llegaban.
Hay una circunstancia, además, que nos explica el que se exacerbara su tristeza ingénita, y es que un año antes de haberse despojado voluntariamente de la vida, en el naufragio de L'Amerique, ocurrido en las costas de Colombia en 1895, se perdieron los más de los escritos de Silva, tanto en verso como en prosa. Se puede, pues, decir que el libro ahora editado es el resto de un naufragio. Y es menester haber pasado años vertiendo al papel lo mejor de la propia alma para comprender lo que haya de afectarle a uno al verse de pronto sin ello.
Hay un fragmento en prosa de Silva, el titulado «De sobremesa», que nos hace sospechar si acaso no presintió a la locura y para huir de ella se quitó la vida. Concluye así:
«¿Loco?... ¿y por qué no? Así murió Baudelaire, el más grande para los verdaderos letrados de los poetas de los últimos cincuenta años; así murió Maupassant, sintiendo crecer alrededor de su espíritu la noche y reclamando sus ideas... ¿Por qué no has de morir así, pobre degenerado, que abusaste de todo, que soñaste con dominar el arte, con poseer la ciencia y con agotar todas las copas en que brinda la vida las embriagueces supremas?».
En este párrafo hay, entre otras cosas significativas, una que lo es mucho, cual es la de llamar a Baudelaire el más grande "«para los verdaderos letrados»" de los poetas de los últimos cincuenta años, cuando en esos años hubo en Francia otros poetas a quienes suele ponerse por encima de Baudelaire. Y digo en Francia, porque de los poetas de otros países, ingleses, italianos, alemanes, escandinavos, rusos, etc., no era cosa de pedir a Silva, dado el ambiente americano de su tiempo, un regular conocimiento. Es muy fácil que de Browning o de Walt Whitman, pongo por caso, no conociera ni el nombre —no andaban, ni anda aún más que en parte uno de ellos, traducido al francés— y de Carducci acaso poco más que el nombre.
Y fue lástima. Porque es seguro que de haberlos conocido, de haberse familiarizado algo con la maravillosa poesía lírica inglesa del pasado siglo —tan superior en conjunto a la lírica francesa, en el fondo lógica, sensual y fría— habría encontrado tonos. ¿Qué no le hubieran dicho a Silva Cowper, Burns, Wordsworth, Shelley, lord Byron — a éste lo conocía—, Tennyson, Swinburne, Longfellow, Browning, Isabel Barret Browning, Cristina Rossetti, Thomson (el del pasado siglo, no el otro), Keats, y, en general, todo el espléndido coro lírico de la poesía inglesa del siglo XIX? Es muy fácil que le hubieran levantado el ánimo tanto como Baudelaire se lo deprimió y abatió.
¡Pobre Silva!