Juan-María

Miguel de Unamuno


Cuento


Juan era un joven reflexivo y estudioso, dado a convertirlo todo en lógica y a buscar la explicación de todo en leyes mecánicas. Quería explicar el amor por leyes fisiológicas y aquello de que y = K log. B/b, y amaba, sin darse cuenta de como, a María.

María era una joven como lo son casi todas, devota por instinto, por instinto tímida y pudorosa e instintivamente amante. Era dulce y tierna como las fresas cuando el sol las ha acariciado después de la rociada. Se dejaba vivir y, sin creer que sonaba, sonaba que vivía. Como el cisne se deja arrastrar Por la corriente se dejaba ella por las corrientes nerviosas de la periferia al cerebro y del cerebro a la periferia.

Juan se pasaba las horas muertas discurriendo en como, de donde, por que y para que había nacido su amor; meditaba con terca tenacidad acerca de la dicha, que, según el, consistía en creerse dichoso, y se aburría porque le salía todo a medida de su deseo.

«¡Ah!—se decía—, yo quisiera tener hambre, encontrarme con un obstáculo en el camino de la vida, saltar, romperme las narices; así me calentaría y me harían vivir los excitantes.»

María, la dulce María, el animal femenino humano, como el la llamaba, oía silenciosamente estos monólogos de su amante y le decía: «¡Valiente tonto! ¿No es mejor vivir sin contrariedades ni disgustos?»


«Parece imposible como María me llena el pecho—se decía Juan—; si le hablo, calla, y solo contesta si o no o se sonríe; ni se le anima el semblante cuando me ve, ni llora cuando me voy, y como un animal que acecha se esta las horas mirándome sin mirar...,Me querrá? ¿No me querrá? Dudo si tiene conciencia, pero me obedece en todo.»

Iba en estas reflexiones cuando llego a donde ella estaba. María levanto la vista y le miro dulcemente, sin reir ni llorar, sin hablar ni callar; estaba cortando un vestido. Juan se estremeció involuntariamente al ver las tijeras en mano de su amada, y se dijo: «¡Lo inconsciente, oh, lo inconsciente!»

—Dame las tijeras.

Dejo María de cortar y se las dio maquinalmente, con calma; sentóse y empezó a coser. Juan inclino la cabeza y quedo pensativo: «¡Ea!—se dijo—, voy a probar una experiencia: me estaré callado aunque sea una hora; ella reventara a hablar.» Paso así un cuarto de hora. María callaba y cosía. Levanto ella la cabeza y dijo:

—¿No dices nada?

—¡Pshé! ¿Qué quieres que diga?

—Di algo.

—Algo—contestó Juan, y María sonrió.

Estaba el lógico observando el vaivén acompasado del pecho, producido por los movimientos del diafragma en la respiración. Mientras pensaba en esto le ardía en las venas la sangre.

Al cabo de diez minutos volvió María a alzar la cabeza:

—¿En qué piensas?

—¿Y tú?

—Las mujeres no pensamos.

El filósofo cría e impertinente despertó en el hombre y replico con viveza:

¡Es imposible!, ¡absolutamente imposible! La vida es la continuidad del pensamiento, vivir es pensar...

Por este tenor se despacho en su pedantesco discurso, que María apenas entendió, ni falta que le hacía.

Cuando acabó le contestó, calmosa, su amada:

—Pues mira, Juan, muchas veces se me va el tiempo sin pensar en nada.

—¡Oh!, no puede ser, no puede ser.

—No puede ser..., pero es.

Miró Juan al reló:

—¡Adiós!

Y se fue murmurando: «¡Extraño hechizo!»


Algún tiempo después del suceso recién narrado me escribió Juan una carta en que entre otras cosas me decía:

«Ella ante mi calla, se convierte en autómata. Una mañana salimos de paseo en dirección a B., y yo, como no conocía el camino, le dije: "¡Guía tú!” Echamos juntos a andar hablando de mil cosas indiferentes y más del prójimo que de nosotros mismos. Llegamos a un crucero y, señalando a la izquierda, le dije: "¿Por aquí?" "Sí”, me contestó maquinalmente, y seguimos andando. En otro crucero volví a preguntarle: "¿Por aquí?" Y me dio idéntica contestación. Ya habíamos andado más de una hora cuando le pregunté: "Di, María, ¿cuánto dijiste que había a B.? ¿Media hora? Pues ya hemos andado una."!Ah!, es verdad, hemos equivocado todo el camino y vamos al revés... (a todo esto se reía); lo mismo da; sigue, que ya llegaremos, y sobre todo la cuestión es andar; ¿qué importa adónde?"

»Aquella noche me retiré a casa con toda la cabeza llena de ideas que bailaban una mágica danza, acompañadas de alaridos y extraños cánticos, en torno de la hoguera de mi amor, que me abrasaba las venas y me iluminaba con el resplandor rojizo de su llama.»

Hasta aquí la carta.


Le dijo un día:

—¿Quieres casarte conmigo?

—Ya lo sabes.

Entonces, por vez primera, creyó Juan ver en el brillo de sus ojos el fondo de la vida.

—¿Cuándo?

—Cuando tu quieras.


Era el tiempo de los nidos cuando se casaron. No volví a verlos, pero supe de ellos por cartas de Juan. En una de ellas me decía:

«¿Por qué me gustaba tanto María?, ¿para qué? Era callada como una noche de otoño, casi vegetativa, y sabe Dios solo si soñaba. Ella sólo deseaba vivir, vivir mucho y nada más que vivir. ¡Qué extraño carácter el suyo! ¡Qué momento, amigo, que momento! Se animó el animal, el instinto se trasformó en fuego vivo, los nervios vibraron como vibran las olas en los días de tormenta, quemaban sus mejillas y en la oscuridad lucían sus ojos. Yo sentí un nudo apretadísimo en el cuello..., ya no me acuerdo. ¡Qué genio! ¿Era lógico o no lo era? Donde buscaba yo razonamiento, halle vida después de haber yo preparado las apretadas filas de mis inducciones, las falanges de mis silogismos, con sus besos las echaba a rodar como un soplo los castillos de naipes.

»He quedado como empecé, un pobre abogadillo con aficiones filosofescas; me ha hecho sentir lo dulce que es vegetar y la delicia que experimenta la sensitiva cuando el aire la besa. ¿En qué piensan las flores? a ella tampoco la creí yo capaz de pensar, me había dicho que se pasaba las horas largas sin pensar en nada, pero ella pensaba sin saberlo. Una mañana le pregunté: “¿Por que me quieres, María?” Y, abrazándome fuertemente, me contesto: “!No seas tonto!”»

Este trozo es de cuando Juan quedó viudo. Vuelvo un poco hacia atrás.


Al año de haberse casado María dio a luz un mocetón, coloradote, fresco y rubio, de naturaleza sanguíneo-nerviosa y aficionado a mamar.

Juan publicó una Psicogenia que llamó mucho la atención hacia el y puso entre los primeros su nombre. Es fama que María tuvo la paciencia de leer aquel libro erizado de fórmulas y terminachos, ganglios cerebrales, nervios, etc., y que al acabar cada capítulo tomaba a su hijo en brazos y, dándole un beso, le decía:

—¡Qué cosas hace tu padre!

También Juan, al terminar de escribir cada uno de sus estudios, dejaba aquel hervor de ideas, tomaba en brazos a su hijo y se ponía a cantarle para que se durmiera. «¡Me has hecho feliz—decía a su mujer—haciéndome animal y padre!»

Al niño pusieron por nombre Juan-María.

Aquí debía empezar el cuento, pero a mí me place que aquí concluya. Recomiendo al lector que sobre esta base se entretenga, cuando otra cosa no tenga que hacer, en construirlo o en soñarlo.

El mayor favor que puedes hacerme, amigo lector, es no olvidar a Juan-María.


Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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