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La oscuridad era espesísima y olía a tierra mojada; a tierra mojada en lágrimas y en sangre. El pobre caballero iba haciendo examen de conciencia. Y de lo que más se dolía era de aquellas pobres ovejas que alanceó tomándolas por ejército de bravos enemigos.
De pronto sintió que la sima en que iba cayendo, la sima de la muerte, empezaba a iluminarse pero con una luz que no hacía sombras. Era una luz difusa que parecía brotar de todas partes y como si su manantial estuviese en donde quiera y en redondo. Era como si todas las cosas se hiciesen luminosas y como si las entrañas mismas de la tierra se convirtiesen en luz. O era como si la luz viniese de un cielo cuajado de estrellas. Y era una luz humana a la vez que divina; era una luz de divina humanidad.
Hundió el caballero su mirada en aquella dulcísima lumbre derretida, que no hacía sombras, y descubrió una figura que le llenó de luminosa gravedad el corazón. Queríasele éste saltar del pecho, al que se llevó las dos enjutas manos. Era que veía a Jesús, el Cristo, el Redentor. Y le veía con manto de púrpura, corona de espinas y cetro de caña, como cuando Pilato, el gran burlón, le expuso a la turba diciendo: «¡He aquí el hombre!». Se le apareció Jesucristo, el Supremo Juez, como cuando fue ludibrio de las gentes. Y el caballero, que como buen cristiano viejo y a la española creía a pies juntillas que el Cristo es Dios y había oído aquello de que quien a Dios ve se muere, se dijo: «Pues que veo a mi Dios, verdaderamente me he muerto». Y al saberse ya muerto, del todo muerto perdió todo el temor y miró cara a cara, ojos a ojos, a Jesús. Y apenas vio sino una sonrisa melancólica, una sonrisa que era como la de un cielo cuajado de estrellas, y unos ojos celestes y una mirada como la del cielo. Y el caballero se sentía llevar, como volando a ras del cielo, hacia el Redentor.
2 págs. / 5 minutos.
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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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