Conocí al Dr. Montarco no bien hubo llegado a la ciudad; un secreto tiro me llevó a él. Atraían, desde luego, su facha y su cara, por lo abiertas y sencillas que eran. Era un hombre alto, rubio, fornido, de movimientos rápidos. A la hora de tratar a uno hacíale su amigo, porque si no habría de hacérselo no dejaba que el trato llegase a la hora. Era difícil de averiguar lo que en él había de ingénito y lo que había de estudiado: de tal manera había sabido confundir naturaleza y arte. De aquí mientras unos le tachaban de ser afectado y afectada su sencillez, creíamos otros que en él era todo espontáneo. Es lo que me dijo y me repitió muchas veces: «Hay cosas que, siendo en nosotros naturales y espontáneas, tanto nos las celebran, que acabamos por hacerlas de estudio y afectación; mientras hay otras que, empezando a adquirirlas con esfuerzo y contra nuestra naturaleza tal vez, acaban por sernos naturalísimas y muy propias».
Por esta sentencia se verá que no fue el doctor Montarco, mientras estuvo sano de la cabeza, el extravagante que mucha gente decía, ni mucho menos; sino más bien un hombre que en su conversación vertía juicios atinados y discretos. Sólo a las veces, y ello no más que con personas de toda su confianza, como llegué yo a serlo, rompía el freno de cierta contención y se desbordaba en vehementes invectivas contra las gentes que le rodeaban y de las que tenía que vivir. En eso denunciaba el abismo en que fue al cabo a caer su espíritu.
En su vida era uno de los hombres más regulares y más sencillos que he conocido; ni coleccionaba nada —ni siquiera libros— ni le conocí nunca monomanía alguna. Su clientela, su hogar y sus trabajos literarios: tales eran sus únicas ocupaciones. Tenía mujer y dos hijas, ocho y diez años, cuando llegó a la ciudad. Vino precedido de un muy buen crédito como médico; pero también se decía que eran sus rarezas lo que le obligó a dejar su ciudad natal y venir a aquélla en que le conocí. Su rareza mayor consistía, según los médicos sus colegas, en que siendo un excelente profesional, muy versado en las ciencias médicas y en biología, y escribiendo mucho, jamás le dio por escribir de medicina. A lo que él me decía una vez, con su especial estilo violento: «¿Por qué querrán esos imbéciles que escriba yo de cosas del oficio? He estudiado medicina para curar enfermos y ganarme la vida curándolos. ¿Los curo? ¿Sí? Pues entonces que me dejen en paz con sus majaderías y no se metan donde no los llaman. Yo me gano la vida con la mejor conciencia posible, y una vez ganada, hago con ella lo que se me antoja, y no lo que se les antoja a esos majagranzas. No puede usted figurarse bien qué insondable fondo de miseria moral hay en ese empeño que ponen no pocas gentes en enjaular a cada uno en su especialidad. Yo, por el contrario, hallo grandísimas ventajas en que se viva de una actividad y para otra. Usted recordará las justas invectivas de Schopenhauer contra los filósofos de oficio».
A poco de llegar a la ciudad, y cuando ya empezaba a hacerse una más que regular clientela y a adquirir renombre de médico serio, cuidadoso, solícito y afortunado, publicó en un semanario de la localidad su primer cuento, un cuento entre fantástico y humorístico, sin descripciones y sin moraleja. A los dos días le encontré muy contrariado, y al preguntarle lo que le pasaba estalló y me dijo:
—¿Pero cree usted que voy a poder resistir mucho tiempo la presión abrumadora de la tontería ambiente? ¡Lo mismo que en mi pueblo, lo mismito! Y lo mismo que allí, acabaré por cobrar fama de raro y loco, yo, que soy un portento de cordura, y me irán dejando mis clientes, y perderé la parroquia, y vendrán días de miseria, desesperación, asco y cólera, y tendré que emigrar de aquí como tuve que emigrar de mi propio pueblo.
—¿Pero qué le ha pasado? —le pregunté.
—¿Qué me ha pasado? Que son ya cinco las personas que se me han acercado a preguntarme qué es lo que me proponía al escribir el cuento ese, y qué quiero decir en él y cuál es su alcance. ¡Estúpidos, estúpidos y más que estúpidos! Son peores que los chiquillos que rompen los muñecos para ver qué tienen dentro. Este pueblo no tiene redención, amigo; está irremisiblemente condenado a seriedad y tontería, que son hermanas mellizas. Aquí todos tienen alma de dómine; no comprenden que se escriba sino para probar algo o defender o atacar alguna tesis, o con segunda intención. A uno de esos memos que me preguntó por el alcance de mi cuento le repliqué: «¿Le divirtió a usted?» y como me dijera: «Hombre, como divertirme, sí me divirtió; la cosa no deja de tener gracia; pero…» Al llegar al pero le dejé con él en la boca, dándole las espaldas. Para ese mamarracho no basta tener gracia. ¡Almas de dómines! ¡Almas de dómines!
—Pero… —me atreví a empezar.
—Hombre, no me venga usted también con peros —me atajó—; déjese de eso. La roña infecciosa de nuestra literatura española es el didactismo; por dondequiera el sermón, y el sermón malo; todo cristo se mete aquí a dar consejos y los da con cara de corcho. Una vez cogí la Epístola moral a Fabio y no pude pasar de los tres primeros versos: se me atragantó. Esta casta carece de imaginación, y por eso sus locuras todas acaban en tontería. Es una casta ostruna, no le dé usted vueltas, ostruna, ostras, ostras y nada más que ostras. Todo sabe aquí a tierra. Vivo entre tubérculos humanos; no salen de tierra.
No escarmentó, sin embargo, y volvió a publicar otro cuento más fantástico y más humorístico que el primero. Y recuerdo que me habló de él Fernández Gómez, cliente del doctor.
—Pues señor —me decía el bueno de Fernández Gómez—, ¿no sé qué hacer después de estos escritos de mi doctor?
—¿Y por qué?
—Porque me parece peligroso ponerme en manos de un hombre que escribe cosas semejantes.
—¿Pero a usted le cura bien?
—¡Oh, eso sí, no tengo la menor queja! Desde que me puse en sus manos, voy a su consulta y sigo sus prescripciones, me va mucho mejor y noto de día en día que voy mejorando; pero… esos escritos… ese hombre no debe andar bien de la cabeza… eso es una olla de grillos…
—No haga usted caso, don Servando; yo le trato mucho, como usted sabe, y nada he observado en él. Es un hombre muy razonable.
—El caso es que sí, cuando se le habla responde de acorde y todo lo que dice es muy sensato; pero…
—Mire usted, yo prefiero que me opere bien, con ojo y pulso seguros, un hombre que diga locuras (y éste no las dice), a no que un señor muy sesudo, soltando sensateces como puños de Pero Grullo, me descoyunte y destroce el cuerpo.
—Así será…, así será…, pero…
Al día siguiente le pregunté al doctor Montarco por Fernández Gómez, y me contestó:
—¡Tonto constitucional!
—¿Y qué es eso?
—Tonto por constitución fisiológica, a nativitate, irremediable.
—Yo le llamaría a eso tonto absoluto.
—Tal vez… porque aquí lo constitucional y lo absoluto se confunden; no es como en política…
—Dice que la cabeza de usted debe ser una olla de grillos…
—Y la suya y la de sus congéneres, ollas de cucarachas, que son grillos mudos. Al fin los míos cantan, o chirrían, o lo que sea.
Algún tiempo después publicó el doctor su tercer relato, éste ya agresivo y lleno de ironías, burlas e invectivas mal veladas.
—Yo no sé si le conviene a usted publicar esas cosas —le dije.
—¡Oh, sí!, necesito echarlas fuera; si no escribiera esas atrocidades acabaría por hacerlas. Yo sé lo que me hago.
—Hay quien dice que no sientan bien a un hombre de su edad, de su posición, de su profesión… —le dije por tentarle.
Y, en efecto, saltó y exclamó:
—Lo dicho, lo dicho, se lo tengo a usted dicho mil veces: tendré que irme, loco, a morirme de hambre. ¡Mi posición! ¿A qué llamarán posición esos porros? Créame: no saldremos en España de unos marroquíes empastados, y mal empastados, pues estaríamos mejor en rústica; no saldremos de eso mientras no entremos porque el Presidente del Consejo de Ministros escriba y publique un tomo de epigramas o de cuentos para los niños o un sainete mientras es Presidente. Arriesga con eso su prestigio, dicen. Y con lo otro arriesgamos nuestro progreso. ¡Qué estúpidamente graves somos!
Y así, arrastrado por un fatal instinto, se puso el doctor Montarco a luchar con el espíritu público de la ciudad en que vivía y trabajaba. Esforzábase cada vez más por ser concienzudo y exacto en el cumplimiento de sus deberes profesionales, cívicos y domésticos; ponía un exquisito cuidado en atender a sus clientes estudiándoles las dolencias; recibía afablemente a todo el mundo; con nadie era grosero; hablaba a cada cual de lo que podía interesarle, procurando darle gusto, y en su vida privada continuaba siendo el marido y el padre ejemplar. Pero cada vez eran sus cuentos, relatos y fantasías más extravagantes, según se decía, y más fuera de lo corriente y vulgar. Y la clientela se le iba retirando y haciendo el vacío en su derredor. Con esto su irritación mal contenida iba en aumento.
Y no fue esto lo peor, sino que empezó a tomar cuerpo e ir hinchándose y redundando un rumor maligno, y fue la acusación de soberbia. Sin motivo alguno que lo justificara empezó a susurrarse que el doctor Montarco era un espíritu soberbio, un hombre lleno de sí mismo, que se tenía por un genio y a los demás los tenía por pobres diablos incapaces de comprenderle por entero. Se lo dije, y en vez de estallar en una de aquellas sus acostumbradas diatribas, como yo esperaba, me contestó con calma:
—¿Soberbio yo? Sólo los tontos son de veras soberbios, y francamente, no me tengo por tonto; no llega mi tontería a tanto. ¿Soberbio? ¡Si pudiésemos asomarnos los unos al brocal de la conciencia de los otros y verles el fondo! Sí sé que me tienen por desdeñoso de los demás, pero se equivocan. Es que no los tengo por aquello en que se tienen ellos mismos. Y además, si entrara en descubrirle más por dentro mi corazón, ¿qué es eso de soberbia y empeño de prepotencia y otros estribillos así? ¡No, amigo mío, no!, el hombre que trata de sobreponerse a los demás es que busca salvarse; el que procura hundir en el olvido los nombres ajenos es que quiere se conserve el suyo en la memoria de las gentes, porque usted sabe que la posteridad tiene un cedazo muy cerrado. ¿Usted se ha fijado en un mosquero alguna vez?
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Una de esas botellas con agua dispuestas para cazar moscas. Las pobres tratan de salvarse, y como para ello no hay más remedio que encaramarse sobre otras y así navegar sobre un cadáver en aquellas estancadas aguas de muerte, es una lucha feroz a cuál se sobrepone a las demás. Lo que menos piensan es en hundir a la otra, sino en sobrenadar ellas. Y así es la lucha por la fama mil veces más terrible que la lucha por el pan.
—Y así es —añadí— la lucha por la vida. Darwin…
—¿Darwin? —me atajó—. ¿Conoce usted el libro Problemas biológicos, de Rolph?
—No.
—Pues léalo usted. Léalo y verá que no es el crecimiento y la multiplicación de los seres lo que les pide más alimento y les lleva, para conseguirlo, a lucha así sino que es una tendencia a más alimento cada vez, a excederse, a sobrepasar de lo necesario, lo que les hace crecer y multiplicarse. No es instinto de conservación lo que nos mueve a obrar, sino instinto de invasión; no tiramos a mantenernos, sino a ser más, a serlo todo. Es, sirviéndome de una fuerte expresión del Padre Alfonso Rodríguez, el gran clásico, «apetito de divinidad». Sí, apetito de divinidad. «¡Seréis como dioses!»; así tentó, dicen, el demonio a nuestros primeros padres. El que no sienta ansias de ser más, llegará a no ser nada. ¡O todo o nada! Hay un profundo sentido en esto. Díganos lo que nos dijere la razón, esa gran mentirosa que ha inventado, para consuelo de los fracasados, lo del justo medio, la áurea mediocritas, el «ni envidiado ni envidioso» y otras simplezas por el estilo; diga lo que dijere la razón, la gran alcahueta, nuestras entrañas espirituales, eso que llaman ahora el Inconsciente (con letra mayúscula) nos dice que para no llegar, más tarde o más temprano, a ser nada, el camino más derecho es esforzarse por serlo todo.
—La lucha por la vida, por la sobre—vida más bien, es ofensiva y no defensiva; en esto acierta Rolph. Yo, amigo, no me defiendo, no me defiendo jamás; ataco. No quiero escudo, que me embaraza y estorba; no quiero más que espada. Prefiero dar cincuenta golpes y recibir diez, a no dar más que diez y no recibir ninguno. Atacar, atacar, y nada de defenderse. Que digan de mí lo que quieran; no lo oiré, no me entero de ello, cierro los oídos, y si a éstos, a pesar de mis precauciones para no oírlo, me llega lo que dicen, no lo contesto. Si nos dieran siglos por delante, antes les convencería yo a ellos mismos de que son tontos, y vea si es esto difícil, que ellos a mí de que estoy loco o de que soy soberbio.
—Pues —me atajó—, tiene sus quiebras, y sobre todo un gran peligro, y es que el día en que me flaquee el brazo, o la espada me quede mellada, aquel día me pisotean, me arrastran y me hacen polvo. Pero antes se saldrán con la suya: me volverán loco.
Entercóse en proseguir con sus relatos, relatos tan fuera de lo que aquí, en España, es corriente, y a la vez en no salir del género tan razonable de vida que llevaba. La clientela se fue alejando; llegó la penuria a llamar a las puertas de su casa, y, para colmo de males, ni encontraba revistas o diarios que admitieran sus trabajos, ni su nombre ganaba terreno en la república de las letras. Y todo ello concluyó en que unos cuantos amigos suyos tuvimos que hacernos cargo de su mujer y sus hijas y llevarle a él a una casa de salud, porque su agresividad de palabra iba en aumento.
Recuerdo como si fuera ayer, la primera vez que le visité en la casa de salud en que fue recluido. El director, el doctor Atienza, había sido condiscípulo del doctor Montarco y le profesaba gran cariño.
—Ahí está —me dijo—, estos días más tranquilo y encalmado que al principio. Lee algo, muy poco, porque estimo contraproducente el privarle en absoluto de lectura. Lo que más lee es el Quijote, y si usted coge su ejemplar y lo abre al acaso, es casi seguro que se abrirá por el capítulo XXXII de la parte II, en el que se trata de la respuesta que dio Don Quijote a su reprensor, aquel grave eclesiástico que en la mesa de los Duques reprendió duramente al caballero andante. Vamos a verle, si usted quiere.
Y fuimos.
—Me alegro de que venga usted a verme —exclamó así que me hubo visto, y levantando la vista del Quijote—; me alegro. Estaba pensando si, a pesar de lo que nos dice Cristo, según el versillo veintidós del capítulo quinto de San Mateo, estamos o no autorizados a emplear el arma prohibida.
—¿Y cuál es el arma prohibida? —le pregunté.
—«Quien llamare tonto, a su hermano, es reo del fuego eterno». ¡Vean, vean qué sentencia tan terrible! No dice quien le llama asesino, o ladrón, o bandido, o estafador, o cobarde, o hijo de mala madre, o cabrón, o liberal, no; sino quien le llame «tonto». Esa, esa es el arma prohibida. Todo se puede poner en duda menos el ingenio, la agudeza o el buen juicio ajenos. ¿Y cuándo le da al hombre por presumir de algo? Papas ha habido que se tenían por latinistas y que se hubieran ofendido menos de que se les tuviera por herejes que de haberles acusado de incurrir en solecismos al escribir latín, y hay graves cardenales que más puntillo ponen en pasar por castizos que en ser tenidos por buenos cristianos, y para quienes la ortodoxia no es más que una mera consecuencia de la casticidad. ¡El arma prohibida! ¡El arma prohibida! Vean la comedia política; se acusan los actores de las cosas más feas, se inculpan embozadamente de graves faltas; pero cuidan de llamarse elocuentes, hábiles, intencionados, talentudos… «Quien llamare tonto a su hermano, es reo del fuego eterno». Y, sin embargo, ¿saben por qué no avanza el progreso?
—Porque tiene que llevar a cuestas la tradición —me aventuré a decirle.
—No, no, sino porque es imposible convencerles a los tontos de que lo son. El día en que los tontos, que son todos los hombres, se convenciesen de verdad de que lo son, el progreso tocaría a su término. El hombre nace tonto… Pero quien llame tonto a su hermano es reo del fuego eterno. Y reo de él se hizo aquel grave eclesiástico «destos que gobiernan las casas de los príncipes; destos que como no nacen príncipes no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza se mida con la estrechez de sus ánimos; destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables…»
—¿Lo ve usted? —me dijo por lo bajo el doctor Atienza—; se sabe de memoria los capítulos treinta y uno y treinta y dos de la parte segunda de nuestro libro.
—Reo del infierno se hizo, digo —continuó el pobre loco—, aquel grave religioso que con los Duques salió a recibir a Don Quijote y con él se sentó a la mesa, frontero a él, a hacer por la vida; y luego, lleno de saña, de envidia, de estupidez, de todas las bajas pasiones cubiertas con capa de sensatez y buen juicio, amenazó al Duque con que tenía que dar cuenta a nuestro Señor de lo que hacía aquel buen hombre… Llamó buen hombre a Don Quijote, el muy majadero y grave eclesiástico, y luego le llamó Don Tonto. ¡Don Tonto! ¡Don Tonto! ¡Don Tonto! ¡Don Tonto al más grande loco que vieron los siglos! ¡Reo del fuego eterno! Y en el infierno está.
—Acaso no sea más que en el purgatorio, porque la misericordia de Dios es infinita —me atreví a decir.
—Pero la falta del grave eclesiástico, que es España y nada más que España, es enorme, enormísima. Aquel grave señor, genuina encarnación de la parte de nuestro pueblo que se cree culta; aquel insoportable dómine, después de levantarse mohíno de la mesa y llamarle sandio a su señor, al que le daba de comer, creo que por no hacer nada de provecho, y de decir aquello de «mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras; quédese vuestra excelencia con ellos, que en tanto que estuvieren en casa me estaré yo en la mía y me excusaré de reprender lo que no puedo remediar»; después de decir esto, y «sin decir más ni comer, se fue». Se fue, pero no del todo, sino que anda por ahí dando y quitando patentes de sensatez y cordura… ¡Es terrible! ¡Es terrible! En público le llaman a Don Quijote «loco sublime» y otra porción de cosas así que han oído; pero en el retiro de su corazón, y a solas, le llaman Don Tonto. Ya ve usted: Don Quijote, que por irse tras un imperio, el imperio de la fama, dejó a Sancho Panza el gobierno de la ínsula. ¡Don Quijote! ¿Y qué fue ese pobre Don Tonto? ¡Ni siquiera ministro! Y después de todo, ¿para qué crio Dios el mundo? Para su gloria, dicen; para manifestar su gloria. ¿Y hemos de ser nosotros menos?… ¡Soberbia! ¡Soberbia! ¡Satánica soberbia!, claman los impotentes. Vengan, vengan acá, vengan todos esos graves señores infectados de sentido común…
—Vámonos —me dijo por lo bajo el doctor Atienza—, porque se exalta.
Con una excusa cortamos la entrevista y me despedí de mi pobre amigo.
—Le han vuelto loco —me dijo el doctor Atienza, así que nos vimos solos—; le han vuelto loco a uno de los hombres más cuerdos y cabales que he conocido.
—¿Cómo así? —le pregunté.
La mayor diferencia entre los locos y los cuerdos —me contestó— es que éstos, aunque piensan locuras, a no ser que sean tontos de remate, porque entonces no las piensan; aunque las piensan, digo, ni las dicen ni menos las hacen; mientras que aquéllos, los que llamamos locos, carecen del poder de inhibición, no son capaces de contenerse. ¿A quién, como no llegue su falta de imaginación a punto de imbecilidad, no se le ha ocurrido alguna vez una locura? Ha sabido contenerse. Y si no lo sabe, o da en loco o en genio, mayor o menor, según la locura sea. Es muy cómodo hablar de ilusiones; pero créame usted que una ilusión que resulte práctica, que nos lleve a un acto que tienda a conservar o acrecentar o intensificar la vida, es una impresión tan verdadera como la que pueda comprobar más escrupulosamente todos los aparatos científicos que se inventen. Ese necesario repuesto de locura, llamémosla así, indispensable para que haya progreso; ese desequilibrio sin el cual llegaría pronto el mundo espiritual a absoluto reposo, es decir, a muerte, eso hay que emplearlo de un modo o de otro. Este pobre doctor Montarco lo empleaba en sus fantásticos relatos, en sus cuentos y fantasías, y así se libraba de ello y podía llevar la vida tan ordenada y tan sensata que llevaba. Y realmente aquellos relatos…
—¡Ah! —le atajé—. Son profundamente sugestivos; están llenos de sorprendentes puntos de vista. Yo los leo y releo, porque nada aborrezco más que el que me vengan diciendo lo mismo que pienso. Leo de continuo aquellos cuentos sin descripciones ni moraleja. Me propongo escribir un estudio sobre ellos, y abrigo la esperanza de que una vez se le ponga al público sobre la pista, acabará por ver en ellos lo que hoy no ve. El público ni es tan torpe ni tan desdeñoso como creemos; lo que hay es que quiere que le den las cosas mascadas, ensalivadas y hechas bolo deglutible para no tener más que tragar; cada cual harto tiene con ganarse la vida, y no puede distraer tiempo en rumiar un pasto que le sabe áspero cuando se lo mete en la boca. Pero los comentaristas sacan a flote a escritores así, como el doctor Montarco, en quien sólo se leía la letra y no el espíritu.
—Pues usted sabe —reanudó el doctor— que caían en el vacío. Su extrañeza misma, que en otro país les hubiera atraído lectores, espantábalos aquí de ellos. A cada paso y ante la cosa en el fondo más sencilla, se decían estas gentes ahítas de bazofia didáctica: «y aquí, ¿qué quiere decir este hombre?» Usted sabe lo que ocurrió: la clientela le fue dejando, a pesar de que curara bien; las gentes dieron en llamarle loco, a pesar de la cordura de su vida; se le acusó de pasiones de que en el fondo, y a pesar de las apariencias, estaba libre; se rechazaron sus escritos; la miseria llamó a su puerta, y le obligaron a decir y hacer locuras que antes pensaba y vertía en sus escritos.
—¿Locuras? —le interrumpí.
—No, no eran locuras, tiene usted razón, no lo eran; pero han conseguido que acaben por serlo. Yo, que le leo ahora, desde que le tengo aquí, comprendo que el error estuvo en empeñarse en ver un escritor de ideal en uno que, como este desgraciado, no lo era. Sus ideas eran una excusa, una primera materia, y tanta importancia tienen en sus escritos como las tierras de que se valiera Velázquez para hacer las drogas con que pintaba o el género de piedra en que talló Miguel Ángel a Moisés. ¿Qué diríamos del que para juzgar de la Venus de Milo hiciese, microscopio y reactivos en mano, un detenido análisis del mármol en que está esculpida? Las ideas no son más que materia prima para obras de filosofía, de arte o de polémica.
—Siempre he creído lo mismo —le dije—, pero veo que es una de las doctrinas que más resistencia encuentra en nuestro pueblo. Una vez, viendo jugar a unos ajedrecistas, asistí al más intenso drama de que he sido espectador. Aquello era terrible. No hacían sino mover las figurillas, dentro de los cánones del juego y sin salirse del casillero, y, sin embargo, no puede usted figurarse ¡qué intensa pasión, qué tensión de espíritu, qué derroche de energía vital! Los que seguían sólo las peripecias del juego creían asistir a una vulgar partida, pues lo cierto es que jugaban los dos medianamente; pero yo atendía al modo de coger las piezas y ponerlas, al silencio solemne, al ceño de los jugadores. Hubo una jugada de las peores y más vulgares por cierto, un jaque que no remató en mate, que fue extraordinaria. Usted hubiera visto cómo empuñó, con la mano toda, su caballo y lo puso dando un golpe sobre el tablero, y cómo exclamó: ¡jaque! ¡Y aquellos dos hombres pasaban por dos jugadores vulgares! ¿Vulgares? De seguro que Morphi o Filidor no eran mucho más. ¡Pobre Montarco!
—Sí, ¡pobre Montarco! Y hoy no le ha oído sino cosas razonables… Rara, muy rara vez desbarra por completo, y cuando le da por desbarrar se finge un personaje grotesco, al que llama el consejero privado Herr Schmarotzender; se pone una peluca, se sube en una silla y declama unos discursos llenos de espíritu, unos discursos en que palpitan las ansias eternas de la humanidad, y al concluirlo y bajarse de la silla me dice: «¿No es cierto, amigo Atienza, que hay mucho de verdad en el fondo de estas locuras del pobre consejero privado Herr Schmarotzender?» Y la verdad es que muchas veces he pensado en lo que hay de justo en ese sentimiento de veneración y respeto con que se rodea a los locos en algunos países.
—Hombre, me parece que debe usted abandonar la dirección de esta casa.
—No tenga usted cuidado, amigo. No es que yo crea que a estos desgraciados se les rasgue el velo de un mundo superior que nos está velado; es que creo que dicen cosas que pensamos todos y por pudor y vergüenza no nos atrevemos a expresar. La razón, que es una potencia conservadora y que la hemos adquirido en la lucha por la vida, no ve sino lo que para conservar y afirmar esta vida nos sirve. Nosotros no conocemos sino lo que nos hace falta conocer para poder vivir. Pero ¿quién le dice a usted que esa inextinguible ansia de sobrevivir no es revelación de otro mundo que envuelve y sostiene al nuestro, y que, rotas las cadenas de la razón, no son estos delirios los desesperados saltos del espíritu por llegar a ese otro mundo?
—Me parece, y usted dispense lo rudo de lo que voy a decirle, me parece que en vez de estar usted asistiendo al doctor Montarco, es el doctor Montarco el que le asiste a usted. Le están haciendo mella los discursos del señor consejero privado.
—¡Qué sé yo! Lo único que le aseguro es que cada día me confino más en esta casa de salud, pues prefiero cuidar locos a tener que sufrir tontos. Aunque lo peor es que hay muchos locos que son a la vez tontos. Ahora me dedico muy en especial al doctor Montarco. ¡Pobre Montarco!
—¡Pobre España! —le dije, le di la mano, y nos separamos.
Duró poco en la casa de salud el doctor Montarco. Le invadió una tristeza enorme, un abrumador aplanamiento y acabó por sumirse en una tozuda mudez, de la cual no salía más que para suspirar: «o todo o nada… o todo o nada… o todo o nada…» Su mal agravándose y acabó en muerte.
Luego que hubo muerto, registraron el cajón de su mesa, hallando en él un voluminoso manuscrito que tenía escritas al frente estas palabras:
O TODO O NADA
(Ruego que, así que yo muera, se queme este manuscrito sin leerlo).
No sé si el doctor Atienza resistiría o no la tentación de leerlo, ni sé si, cumpliendo la última voluntad del loco, lo quemó.
¡Pobre doctor Montarco! ¡Descanse en paz, quien bien mereció paz y descanso!