La Promesa

Miguel de Unamuno


Cuento


Mateo de Zalbidea y Pérez era un hombre como los demás, y no es poco ser.

Digo que este Mateo se había enamorado a los quince años y dos meses cumplidos de Luz Sagastieta y Urquijo, una excelente muchacha con pocas, buena, bonita y barata. He sabido de buena tinta que la chica sintió en su pecho el cosquilleo correspondiente, mezclado de algún tantico de agradecimiento, a quien primero puso los ojos en perla escondida entre tantas y tan buenas como las hay.

No hay que decir lo mucho que se querían, baste saber que jamás andaban a la greña por quítame allá esas pajas, como suelen algunos presuntos enamorados. La verdad es que tal arte de quererse que no se puede pasar sin riñas, morros y rabietas es una ridícula comedia que arguye en ella tontería y mayor tontería.

Al cuento me vuelvo.

En éstas y las otras, pian pianito, llegaron a los veinte años. Una noche de luna llena, del mes de diciembre, el 19, a las ocho y dieciséis minutos, con un frío de chuparse los dedos, a dos bajo cero del termómetro centígrado, estaban mis dos tortolillos pelando la pava en un banco de piedra que ha y en las afueras del pueblo. En aquella noche memorable y a la luz de la luna, que los miraba sonriendo con sus grandes ojos, juró Mateo a Luz serle fiel mientras viviese y le dio promesa solemne y formal de casar con ella en cuanto pudiese hacerlo. Heme aquí llegado al tuétano del hueso de mi historia, que su miga tiene.

Separáronse, Mateo gozoso y resuelto firmemente a sostener su promesa contra viento y marea, y Luz esperanzada, conteniendo con su manecita los furiosos asaltos de su alborotado corazón.

No quiero detenerme en lo superfluo y paso sobre ello lo mismo que paso un año y otro tras él, de aquellos amores; Luz desesperada de esperar y Mateo en sus trece. Pero ¡tenía tanta fe y tan ciega en su amante!, ¡era éste tan constante amador!

Atados en el corazón de Luz, a estos tres primeros años vinieron otros tres de aquel largo esperar. Tras los seis primeros años corrieron mansa y sosegadamente otros seis sin que saliera a superficie la corriente, y a Luz resignad a a la eterna esperanza que sostiene la vid a y ni al borde de ella se cierra, y Mateo más que nunca resuelto a dar fin y cima a su promesa. Luz había desechado por su Mateo más de una buena Proporción que se le había ofrecido y el solo en ella ponía su afecto. Se le iba todo arreglando de manera que pronto arribarían a las costas del paraíso desde tan enfadoso purgatorio.

Había a esta sazón Luz alcanzado la edad de jamona y se bailaba como la luna llena, en la plenitud de su creciente, robusta y sólida. Pero sucede, como todos sabemos, que el fin del creciente es el principio del menguante a cortaré los hechos Y diré que así fu e pasando el tiempo, como pasa cuando no hace más que pasar.

Empezó doña Luz, que y a le cuadraba el doña, de pronto a adelgazar, perdió los frescos colores que la habían adornado y fue de día en día decayendo. Terminó fatal y último de esta decadencia fue su muerte. Y no se crea que murió de amor ni cansada de esperar; ¡quiá!, tenía más correa que todo eso y era su amor purísima esperanza sin mezcla de otro cualquier afecto desarreglado; murió de una afección al pecho que había tenido origen en un pasmo que pescó cierta noche en el balcón esperando ver pasar a su Mateo. Se satisfacía con verle pasar; cierto es que a buen hambre no ha y pan duro.

Mateo se encontró desconsolado y solo consolable por el Prudente tiempo que, porque calla sin cargarnos con palabras Vanas, nos consuela. Juró e hizo solemne promesa Mateo de vivir célibe, dedicando sus facultades todas, memoria, entendimiento y voluntad, a la que fue luz y esperanza de su vida. «Ahora que iba yo a cumplir en ella mi promesa se le ocurre morirse », solía decir, y le sobraba razón, que es peor que si le faltara.

Otras veces, acometido de mortal angustia, exclamaba, parodiando al Cristo: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»

Vivía nuestro buen Zabildea solo, disfrutando de una no menuda renta, con una muchachuela, su criada, vivaracha y lista, hermosa pieza de ojos garzos y labios bermejos que servía lo mismo para un fregado que para un barrido, y alegraba la vecindad con sus canciones. Que si quiero, que si no quiero, por fas o por nefas tuvieron amo y criad a sus trapicheos, y el pobre Mateo hizo tales diabluras que salió la chica mal librada, pues esto no se oponía, en la elástica conciencia de mi hombre, a su promesa de celibato. Llegó el remordimiento y la fama pública; Mateo no pudo resistir a uno y otra, cedió a su deber el sostenimiento de su palabra y, como buen caballero, sacrificó su promesa y, suspirando a la memoria de su Luz, casó con la criada. No hizo poco.

Pocos años llevaban de matrimonio cuando Mateo enfermó y, cada vez más delgaducho, acabó por dejar aquí su cuerpo para ir a unirse con su Luz en el cielo de las eternas esperanzas. No murió de pesar por haber tenido que ceder en su promesa, sino que murió de un padecimiento del hígado.

Tal es la historia de Mateo Zalbidea y Pérez, que dejó a su viuda un hijo, una buena renta y libertad para volver a casarse si le apetecía, y de Luz Sagastieta y Urquijo. Ésta es la verdad del cuento sin quitar le ni ponerle una tilde; avisó a quien corresponda..., y no digo más.


Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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