Capítulo I
En él se da principio con un monólogo
Tengo yo razón de ser?», se preguntaba el maestro mientras mascullaba maquinalmente un bocado de pan.
«Razón de ser..., razón de ser..., ón de ser..., de ser..., ser..., er...», repetía sin darse cuenta de ello.
«¿Si tendré razón de ser?», se volvió a preguntar, y deglutió el bolo alimenticio.
«¿Por qué como?—Y seguía comiendo—Porque tengo apetito. Y ¿por qué tengo apetito? Porque tengo necesidad. Y ¿por que tengo necesidad? Porque no he comido hace unas horas..., es decir, que como porque no he comido..., ¡comer por no haber comido!, ¡ah, caramba!, ¡pshé, pshé!», y se puso a silbar mirando al techo.
Cogió una tajadita de carne caliente y, mientras soplaba, volvió al tema: «¿Para qué como? Para vivir. Y ¿para qué vivo?, sí, ¿para que vivo?, ¿para qué vivo? ¡Ah, ah!, aquí esta el clavo...
Mi corazón a su pies
lo ves y no lo levantas,
¡zamba!, ¡que le da!,
¡que le da!, ¡que le da!, ¡que le da!
Ésta es música...,¿de qué zarzuela es?..., en fin, ¿para qué
vivo?..., para muchas cosas... ¡Oh, oh!, yo descubriré el problema...» Y
se acomodó mejor en la silla.
—¡Juanita! ¡Juanita!
—¡Señorito!
—Tráeme tintero con tinta, pluma de escribir y papel...rayado o sin rayar. Anda lista.
La criada, que era fea, se lo trajo. Tomó la pluma, mojóla en tinta y se quedó pensando.
«Vivo para muchas cosas: para andar y pasear, para comer y beber, para divertirme, para rabiar con esos malditos hijos del prójimo, para hacer el coco a mi novia, para enseñar.. ¡Oh!, ¡para enseñar!, ¡para dormir!; esto me lleva media vida; para..., conjunción..., ¡digo no!, preposición que rige dativo..., pero, en resumen, en resumen, ¿para qué vivo?; todo esto, ¿qué constituye? La vida..., es decir, que vivo para vivir.»
Escribió en el panel rayado: «Como para vivir y vivo para vivir también; círculo vicioso.»
«Mañana seguiré; ahora voy a dar un paseíto.»
Dobló cuidadosamente el papel, se lo guardó en el bolsillo y salió a la calle.
Capítulo II
Sigue con un diálogo
En la calle dio de narices con José Juan de Gámbara e Ibáñez,
hijo de don Antonio de Gámbara y Oteiza y de doña Josefa Ibáñez y
Borreguero.
—Hola, maestro. De paseo, ¿eh?
—Sí, de paseo.
—¿Cómo va eso, cómo va eso?
—¿Eso...? ¿Qué es eso?
—¡Pues, hombre..! ¿Qué cómo está usted?
—¡Ah, bien...! ¿Y usted?
—Bueno. ¿Se trabaja?
—¡Sí, ya se trabaja!
—Bien, bien.
—Un poquillo..., un po-qui-llo...
—¡Pero, hombre de Dios! ¿Y piensa usted estarse toda la vida sepultado en este rincón; usted, con sus facultades e ilustración...?
—¿Qué quiere usted, don José Juan?
—Usted necesita más mundo.
—Sí, pero el mundo no necesita más de mí.
—Ya es verdad, ya, que, como me decía un amigo, muy listo por cierto, a los maestros les falta mundo y al mundo le sobran maestros.
—¡Ay, ay, ay!
—¡Pero, hombre! Usted debe salir de aquí, usted aquí no tiene razón de ser...
—¿qué no tengo razón de ser?
El pobre maestro quedó aturullado.
—¡Usted debe salir, debe buscar campo, más campo!
—Eso pienso..., ir a Madrid, y allí en ratos libres dedicarme a escribir...; tengo varias obras en proyecto.
—¡Hola, hola! Y sobre qué?
—Una..., sobre el origen del lenguaje...
—¡Ajá!
—Otra..., sobre el fatalismo...; otra..., sobre los medios de mejorar la educación...; otra..., sobre economía doméstica, para las muchachas casaderas, y otras varias...
—¡Ah! Usted vale mucho, pero mucho.
—Sí, señor, sí..., pero me pagan poco.
—Eso es que cuesta usted menos de lo que vale...¿Qué quiere usted? La oferta excede a la demanda...; todavía no he olvidado la economía política.
—Bien se ve.,
Así siguieron conversando, de modo y manera que José Juan de Gámbara, Ibáñez, Oteiza y Borreguero le puso al pobre maestro en la cabeza que aquel reducido pueblecito no era suficiente campo para él. Estaba la cabeza del pobre maestro en mareas vivas.
Capítulo III
Angustias y amarguras
Acaso vaya fastidiando al lector el cuento. Si no le gusta, puede
dejarlo, pero, una vez empezado, le ruego que lo concluya de leer.
«¡Dios mío!—se decía el pobre maestro—, no me puedo casar..., no puedo... ¡Ay, Angela, Ángela mía..., no!, ¡mía no!, ¡es de sí misma... ¡Tengo que vivir célibe..., vivir para vivir y comer... Ser o no ser, que decía Hamlet... El solterón es el hombre que reduce la vida a comer... Yo quiero mujer, si, la quiero..., pero no puedo tenerla... Querer y no poder..., la voluntad y la potencia en lucha, y yo, cogido en medio, soy aplastado como entre dos penascos que chocan, un pobre sapo... “Y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo. Y el espíritu de Dios incubaba sobre las aguas”, que otros traducen ”y un viento fortísimo era llevado sobre las aguas”. ¡Cuántos sentidos encierra el Génesis...! ¡No!, no puedo casarme, no puedo mantenerla, no puedo tener hijos legítimos, de lex, legis, la ley...; no puedo hacer hombres animales, yo que hago hombres racionales a los hijos del prójimo... ¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿para qué no has hecho de modo que el hombre se propague por brotes o vivisección? ¡La generación sexual...!¡El eterno dualismo! Uno por uno, siempre es uno; uno más uno, dos. ¡Yo por mí, siempre yo! ¡El instinto y la razón que luchan! Ormuz y Arhiman. Un Dios uno se aburriría..., ¡es un absurdo! Dios padre, Dios hijo, Dios Espiritu Santo... El amor, el amante y el amado..., enredos..., ¡nada más que enredos! ¡Ángela, Ángela mía!»
De los ojos del pobre maestro corrió una lágrima a borrar una cifra de un papel que, lleno de columnas de números, tenía ante los ojos. Apretándose las sienes, se decía:
«¡Dios mío! Yo no puedo casarme y, sin embargo, puedo querer a una mujer..., y soy demasiado honrado para no querer perderla... Tú, Dios, Diablo, Naturaleza, casualidad, educación o lo que seas, ¿por qué habéis puesto este sentimiento en mí...?
—¡Juanita! ¡Juanaaaa!
Apareció la criada.
—¿Qué quiere, señorito?
—Tráeme la pluma, el papel y el tintero.
—¿Qué tiene usted, señorito? ¿qué le pasa?
—Nada.
La criada se fue tarareando:
Cuatro camaroncitos
me dieron de cenar,
una sardina arenque..., etc.
«¡No puedo casarme! No puedo. La dificultad no es tener mujer e
hijos, sino poder mantenerlos...; mujer... con jota, por venir del latín mulier, como ajeno de alienus...,
¡mujer! ¡Dios mío!, ¿por qué la pusiste ante mis ojos?, ¿por qué la
quiero?, ¿por qué vivo?, ¿por qué nací?, ¿tengo razón de ser?»
El maestro hundió en el pecho la cabeza y siguió en su mudo monólogo:
«Esto... esta figura de mujer que se me aparece en la imaginación... me quiere..., ¡me quiere! ¿Qué significa este “me quiere”? Que en ella, en su interior, como en el mío la suya, mi imagen es el centro de mil imágenes de ventura y dicha; que quiere tenerme junto a sí, identificarme con ella; que soy la sombra de la sombra de su sueño...¿Me conoce?, ¿puede conocerme? Tan sólo mi exterior, mis hechos, lo que de ahí Pasa, le esta cerrado; finge mis intenciones, no las conoce..Es algo más que una forma rica en color y en líneas, que se mueve y habla y engarza pensamientos? ¿Soy yo algo mas? Pero...¿qué es una forma? ¿Dios no es acaso la forma de las formas? Qué sé yo..., ¡ni me importa!»
Algo más tranquilo, se puso a escribir y escribió:
«¡Qué extraña impresión se siente al pensar en el hecho desnudo, en ella tal como se presenta a mis sentidos, libre que la he forjado! Su alma esta en mi idea; yo sólo la conozco por sus hechos, y, atribuyendo a estos mis intenciones, he forjado su alma...¿Qué es su alma sino una idea mía? Y ¿qué no es idea?
»Yo te quiero mucho... Es cosa de analizarlo: te quiero mucho..., querer, y que es querer? aquí tropiezan todos y se dan de hocicos contra el suelo. Querer, dice Schopenhauer, es el hecho primitivo, la sustancia universal, el fondo, Dios.--Querer es inclinarse a aquello que se juzga bueno..., ¡no!, es bueno aquello que se quiere. ¡Ah! ¡Cuánto se habla de amor y dicha y qué poco se reflexiona! Dirán que se siente y no se explica el amor...¿Qué cosa más dulce que analizarlo? Todo el que quiere, para algo quiere, hace del prójimo alimento de su vida. ¿Qué busca en la mujer el hombre y en el hombre mujer? Se buscan a sí mismos; la quiere el para sí, para sí ella. Si se dice la verdad, huye espantado el hombre culto y os cae encima la maldición del tonto y del hipócrita. Las aves se unen y construyen el nido... ¡El nido! Aquí concluye todo.»
El maestro levantó la pluma y murmuró: «No hay ave más infeliz que la que empolla huevos ajenos.» Y prosiguió escribiendo:
«Tras de todo esto queda el hartazgo del instinto, el desencanto del sueño, la forma se evapora. Y más tarde dejamos el nido vacío y vamos a transformarnos en berzas y luego acaso en la cola de un borrico.»
El pobre maestro dejó la pluma y quedo pensativo; tomo un libro y empezó a hojearlo, pero siempre zumbaban sobre su cabeza aquellos pensamientos incoherentes. Abrió el balcón; era de noche y estaba el cielo sereno... Mírole, a la tierra luego y, murmurando «¡bah, bah!», se retiró.
Capítulo IV
Cuentan del río Guadiana que en cierto lugar oculta su curso bajo la arena y solo a trechos se le ve aparecer mezclado a ella. Así la vida del maestro...¿Se casó? ¿No se casó? Como el lector guste; a mi me es indiferente. Así pasaron un año, y dos, y tres, y cuatro, y seis..., y hasta n-1 años.
Capítulo V
«Finis coronat opus»
Era un viejecito, arrugadito el pobre, encorvado y apoyandóse en
un bastón. A la caída de la tarde salió con el fresco y fue a sentarse
en un banco de madera colocado al pie de un árbol que se alzaba sobre
una eminencia que domina al pueblo.
—¡Je, je! aquí leeré estos papelotes mugrientos que he encontrado entre los restos del naufragio de mi juventud... ¡Qué hermosa tarde! ¡Qué doradito esta el cielo! Lo mismo, lo mismito morían las tardes cuando yo era un muchacho, pero entonces no hacia tanto frío; estos últimos inviernos han sido atroces... ¡Cuando yo era muchacho...!¡Yo hubiera podido ser algo..., hubiera podido! ¿Estaría acaso a estas horas tan tranquilo? A lo hecho, pecho... ¡Pobre don José de Gámbara! Pronto iré a visitarle... ¡Caracoles en salsa! Ya bajan por la alameda los hombres del día... ¿se acordarán de mí? Verdad es que yo no soy del día... ¡El maestro! «A, be, ce, de, etcetera...» «¿Cuántos dioses hay...?» Aquí viene Tomasín López...; éste sí que era travieso..., la mismísima piel del demonio. ¡Qué arte tenía para coger moscas y ponerles un rabito de papel! ¡Je, je!, ahora es todo un señor abogado... ¡Caramba, caramba! Allí viene aquel otro chisgarabís. ¡Qué palmetazos me tiene levados! Ése, siempre camorrista..., no sé lo que hace..., y aquél, y el otro..., y el otro..., ¡cuántos retoños que regó el maestro y el sol se ha encargado de madurar o de secar! Aquél... aquél es el hijo de Ángela...
Los ojos del maestro se mojaron en lágrimas.
—El pobre maestro no deja su sangre en este mundo.
El viejecito bajó la cabeza y vio una hormiga que arrastraba un pedacito de pan, se bajó, cogió una hoja, hízola subir y se la llevó con su pan a su agujero, ahorrándole camino.
—Voy a leer estas locuras.
De una cartera vieja, muy vieja, sacó un papel mugriento y, desdoblándolo, leyó: «¿Tengo yo razón de ser? ¿Para qué vivo? Vivo para vivir, horrible círculo vicioso. El apetito me hace devorar y el hartazgo me abre el apetito. ¡Vida, vida mía! Cómo corres y corres sin descanso... ¡Qué alegre es la salida del sol!, ¡qué melancólica la puesta!, ¡qué triste la noche! Las hojas caen en el otoño, se pudren en el invierno al pie del árbol y alimentan las nuevas hojas de primavera. Todo circula, todo corre, hasta el dinero..., pero no pasa por mi mano. ¡Alma mía! ¡Tú no sabes más que sonar! Mira, mira cuantas gentes, ricos y pobres, tontos y listos, honrados y viles..., ¡cuánta gente! Todos pasan y todos se atropellan. ¿Tengo razón de ser? ¡Cuántas cosas enseño! Los padres no pueden educar a sus hijos, ¡pobrecillos!; que los eduque el maestro. Tampoco las madres pueden criarlos, ¡ya se ve!, perderían tiempo...; ¡que los críe una cabra! ¿Y mis hijos?»
¡Je, je! Mis hijos..., por ahí andan recorriendo los espacios imaginarios, traviesillos y aéreos... ¡Qué romántico el maestro! ¡Pues no tenía novia! ¡Vaya un ejemplo! El maestro, novia... La verdad sea dicha, soy un genio agostado en flor... Ésos..., todos ésos..., ¡tontos! Jamás llegarán a su maestro. ¿Tengo o no razón de ser?
Se caló el viejo sombrero de in illo tempore, cogió el bastón y, aplastando de un pisotón siete ú ocho hormigas, se fue mormojeando para sus adentros: «¡Vaya si tengo razón de ser!»