La Flecha
I. El sentimiento de la naturaleza
A cosa de una legua larga de la ciudad de Salamanca, junto al viejo camino real de Madrid, y á orillas del claro Tormes, se encuentra el deleitoso paraje de la Flecha, cuyo sosiego cantó el maestro Fray Luis de León.
Los lugares cantados por excelsos poetas y en que éstos pusieron el escenario de sus perdurables ficciones son tan históricos como aquellos otros en que ocurrieron sucesos que hayan salvado los mares del olvido. Los famosos campos de Montiel no evocan más el fratricidio de Enrique de Trastamara que las hazañas de D. Quijote. Y ¿es que tiene acaso para nosotros el rey bastardo mayor realidad que el ingenioso hidalgo manchego? Las ruinas de Itálica no son sugestivas é históricas sino merced á aquel canto estupendo que las perpetuará en la memoria de las gentes mientras la lengua castellana dure.
Si en España hubiese entrañable cariño al tradicional consuelo de nuestra poesía, serían los lugares que inspiraron á nuestros poetas y los que éstos de cualquier modo consagraran, términos de visita como lo son en otros países los lugares allí poetizados. Ningún amante de nuestra lírica dejaría de visitar, una vez en Salamanca, el rincón apacible de la Flecha, como ningún amante de la lírica inglesa deja de visitar, así que se le ofrezca ocasión propicia, aquel río Duddon al que cantó el dulcísimo Wordsworth.
Debe, además, atraer á esa sosegada orilla del Tormes, á todo amante de las letras castellanas, una especialísima circunstancia, cual es la de haber sido cantada por un ingenio que parece como reconcentrar en sí y monopolizar uno de los sentimientos más raros en la castiza literatura castellana: el sentimiento de la naturaleza.
Ofrécesenos en general este pueblo como pueblo urbano y guerrero, sin clara conciencia de la hermosa soledad de la austera llanura que lo sustenta. Recogido en ciudades y poblados donde se defendía y amparaba de las incursiones del moro y de los contrapuestos rigores de la temperie, desarrolló en su espíritu sentimientos sociales de viril independencia y de anárquica altivez, mas no fué á bañarlo en la calma sedante de la reposada campiña que ante él se desplegaba serena y seria. Su campo fué campo de labor y de batalla, al que la lucha de ocho siglos no le dió bastante tregua para mirarlo con ojos de paz y de sosiego. Y así vemos que lo culminante en su literatura es el teatro, en cuyas tablas y al aire libre no pocas veces, juegan las pasiones sus conflictos y el hombre y sus actos lo absorven todo.
Cierto es que en ninguna de nuestras literaturas es muy antigua la acabada expresión del sentimiento de la naturaleza, hasta tal punto que haya podido decirse de él que es sentimiento moderno, pero tampoco cabe negar que aún dentro de la casi inconciencia con que en pasados tiempos se ofrecía, estaba en España más oculto por lo menos que en otros pueblos y como más ahogado y cohibido.
No es de creer, sin embargo, que el sentimiento de la naturaleza, sea de florecencia moderna. Lo moderno será, en todo caso, su expresión más adecuada y trasparente, su revelación tal vez, el que hayamos llegado á darnos cuenta de él despertándolo. En el labriego que mira con amor su terruño duerme ese sentimiento, sofocado en gran parte por los cuidados y ansiones que le inspira la fuente de su material sustento, pero no se muestra al mismo que lo abriga, como lo hace en el poeta, que libre de la pesadilla económica en tal respecto, contempla al campo como lo contempla un hijo y no un esclavo, bajo la apariencia de dueño, de la tierra. Hasta que el hombre no se emancipe de su madre material, la tierra, que le rechupa sudor y sangre, hasta que no se sacuda de las cadenas con que la historia le ha adscrito á la gleba; hasta que no movilice la propiedad territorial y haga dé la agricultura una libre industria, hasta tanto no llegará á ver por completo el campo con ojos de alma que bebe su reposo y en su sosiego se mete, no la llegará á ver como á madre, y no cual hoy, como
madre en el parto, en el querer madrasta.
Pero tampoco llegaría nunca á sentir la hermosura del campo si no
hubiese tenido antes que luchar con él para arrancarle el pan de que se
nutre regándole con el sudor de su frente.
La belleza es ahorro de utilidad y el deleite con que la campiña nos regala no es debido en la última inquisición, á otra cosa más que á la oscura reminiscencia subconciente del alivio que en sus necesidades le debieron nuestros remotos padres y los padres de ellos en rosario de innúmeras generaciones. El intenso gozo animal que esperimenta el pobre salvaje sediento al dar con una fuente y el sobresalto de alegría de la carne toda que al oir á lo lejos su murmullo se le produce, acaba por convertirse, con el rodar de los siglos, en purísima sensación estética, desligada ya en nuestra conciencia de su utilitario origen. El deleitoso esponjamiento espiritual con que nos regala el ver caer lentamente, cual si se derritiera el cielo sobre la tierra, el extenso manto de la lluvia, á cuyo recibimiento parece dilatarse la llanura, dando luego, como en expansión de gozo y en hacimiento de gracias más penetrantes sus aromas ¿es tal deleite nuestro otra cosa que el eco en nuestras conciencias del interesado y carnal placer con que el pastor se deja empapar en agua bendita del cielo, que le regala una brizna de rica yerba de pasto por cada hebra de lluvia de riego? Así es como el sentimiento estético de la naturaleza, nacido del agradecimiento á los favores que nos hace, sólo se perfecciona y acaba á medida que nos hacemos dueños de esos favores mismos de los que antes éramos esclavos.
La tierra ha hecho al hombre y haciéndole le ha ganado el corazón, más este amor interesado y terreno sólo se purga y se convierte en limpio amor á la belleza á proporción que el hombre, hecho por Dios de la tierra, hace á ésta con su arte obra de sus manos y de sus agotadoras caricias se desprende. Cuando sea la tierra por entero obra del hombre, hallará éste la utilidad de aquella reflejada en belleza y á belleza reducida.
Rindieron culto los antiguos á la Tierra Madre, á Demeter, y todas las mitologías la han ensalzado, hermoseándola con sus ficciones. Simbolizaron en héroes á los que desecaron pantanos, roturaron baldíos, plantaron huertos y enseñaron á labrar los campos. Los más de los hazañosos trabajos de Hércules fueron agrícolas. Poco á poco ha ido el hombre convirtiendo á la naturaleza en habitación suya, haciéndola más humana, humanizándola. Y á la par su trato con ella, el continuo roce, ha ido acercándole á ella más y más, enseñándole á mirarla con amor, naturalizándole en fin.
Así es como concurren á concuerdo el hombre humanizando con su labor á la naturaleza y ésta naturalizando de rechazo y como en pago al hombre, y así es como nos hacen vislumbrar el ideal de un hombre enteramente natural en comunión íntima con una naturaleza á la que podamos llamar ya humana Y ¿es acaso en el fondo este ensueño algo que no sea un trasunto del perfecto cristiano en quien la gracia se hace naturaleza y la naturaleza gracia? El sentimiento mismo de la naturaleza ¿no es acaso, en rigor, un sentimiento cristiano? Dormitaba en el alma pagana, como dormitaba el cristianismo en ella, pero no llegó á despertarse y empezar plena vida hasta que libertándose el hombre, por la gracia de Cristo, del pecado original, se desligó de los enervadores brazos con que la naturaleza le retenía y así desligado pudo mirarla frente á frente.
Muy rudamente tenían los castellanos que labrar sus llanuras y sacar de ellas con que sostenerse en la lucha por conservarlas, para que pudieran detenerse á dejarse empapar de su hermosura. Mas no por esto hemos de decir que no la sintieran.
En no pocas obras de la más genuina literatura castellana se siente el campo de Castilla aun cuando no esté en ellas expresado. Es como fondo oculto, cual profundo tono armónico que sostiene á la abierta melodía. Sólo dejando que nos embeba el espíritu el alma del vasto páramo castellano se revive á Segismundo y se recogen con fruto las encendidas aspiraciones místicas de Santa Teresa ó de San Juan de la Cruz.
Este sentimiento castellano de la naturaleza llega en Fray Luis de León á cobrar conciencia de sí y á revelarse expresándose en forma limpidísima y trasparente. No fue el ceñudo páramo el que le atrajo, no fué la llanada adusta, campo de combates, sino que fué un tranquilo rincón á orillas del Tormes, fué un refugio de verdura y de sosiego, un asiento de paz. Con el amor á la paz se aunó y casi se confundió en su espíritu al amor al campo. Su escondido huerto de la Flecha, al abrigo de unas escotaduras y al arrimo del sosegado río fué el retiro en que se apartó de los sinsabores de enconadas disputas en aquel siglo de más estruendo que justicia. Allí, tendido con sus compañeros en el soto de una isla á la que el Tormes abraza, cual los discípulos de Platón en los jardines de Academo, sostuvo aquellos diálogos de “Los nombres de Cristo„ y allí cantó á la armonía y á la paz.
¿Qué amante de nuestras letras dejará de visitar, si á Salamanca llega, el rincón de la Flecha?
II. El paraje
De ninguna parte en los alrededores de la ciudad de Salamanca se abarca paisaje más espléndido que desde el alto del Rollo. Tiéndese á la vista hacia el naciente y más allá del río, una extensa llanura de suaves y amplias ondulaciones, quebradas por tal cual teso, como el del Carpio y los famosos Arapiles, llanura que semeja vastísimo tapiz abigarrado de retazos, ya verdes, ya rojizos, ya azulados. Quiebra el horizonte la sierra de Gredos como si el llano al acabarse se alzara al cielo en gigantesca oleada de espuma petrificada.
De allí, del alto del Rollo, arranca el antiguo camino real de Madrid, hoy abandonado, paralelo al río. Siguiéndole gozan de gran plenitud de aire el pecho y la vista de una inmensa campiña abierta, cuya amplitud absorve. A un lado corre el Tormos limitando la llanura, y al otro se alzan á poco de perder de vista á la ciudad, los cortes y arribes en que se quiebra la meseta de la Armuña. Los escarpados que el talud de esta quebradura forma muestran, resquebrajadas de sed, gredosas capas, estratos que al asentarse dejó algún mar lento de las prístinas edades del planeta. En avanzando se llega á perder de vista la meseta, cuando el camino se hunde, cortando entonces el azul del cielo la arista limpia en que su talud termina. A la derecha del caminante fluye el Tormes con imperceptible curso, lamiendo la tierra y formando en la arenilla de su lecho alfaques de finos perfiles, alfaques que convertidos á las veces en islotes fingen pajizos témpanos varados en las aguas.
En el seno mismo del río y en uno de estos islotillos crece un árbol solitario y escuálido, que parece bañar sus pies en la tranquila corriente. Se alzan en las márgenes del río cortinas de espigados álamos, lánguidos y derechos, infundiendo al que los contempla la sensación de sencillez suprema que este humilde árbol produce. Porque es el pobre álamo de las orillas un árbol que parece encarnar en el paisaje el espíritu de aquellos primitivos que pintaron la gloria con los matices del alba; es un árbol que tiene algo de dulce rigidez litúrgica La grave encina, vestida siempre é inmóvil, se esparce por la llanura, mientras el álamo se recoge junto á los ríos, riberas y regatos, mirándose en las aguas como tiembla al aire.
A la hora y media de caminata se llega á la Flecha, donde el maestro León puso la escena de aquellos preñadísimos diálogos de “Los nombres de Cristo.„
“Era por el mes de Junio, á las vueltas de las fiestas de San Juan, á tiempo que en Salamanca comienzan á cesar los estudios, cuando Marcelo, el uno de los que digo, después de una carrera tan larga como es la de un año en la vida que allí se vive, se retiró, como á puerto sabroso, á la soledad de una granja, que como V. sabe, tiene mi monasterio en la ribera del Tormes, y fuéronse con él, á hacerle compañía y por el mismo respecto, los otros dos.
„Adonde habiendo estado algunos días aconteció una mañana, que era la del día dedicado al apóstol San Pedro, después de haber dado al culto divino lo que se le debía, todos tres juntos se salieron de la casa á la huerta que se hace delante de ella. Es la huerta grande y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden, mas eso mismo hacía deleite en la vista y sobre todo la hora y la sazón. Pues entrados en ella, primero y por un espacio pequeño se anduvieron paseando y gozando al frescor, y después se sentaron juntos á la sombra de unas parras, y junto á la corriente de una pequeña fuente en ciertos asientos. Nasce la fuente de la cuesta que tiene la casa á las espaldas que entraba á la huerta por aquella parte, y corriendo y estropezando parecía reirse. Tenían también delante de los ojos y cerca de ellos una alta y hermosa alameda. Y más adelante y no muy lejos se veía el río Tormes, que a un en aquel tiempo hinchiendo bien sus riberas iba torciendo el paso por aquella vega.
El día era sosegado y purísimo y la hora muy fresca. Ansí que sentándose y callando por un pequeño tiempo después de sentados Sabino (que ansí me place llamar al que de los tres era el más mozo) mirando hacia Marcelo y sonriéndose comenzó á decir ansí: Algunos hay á quien la vista del campo los enmudece y debe ser condición de entendimiento profundo, mas yo, como los pájaros, en viendo lo verde, deseo ó cantar ó hablar.„
Rompió allí el maestro León á cantar y allí más que en ninguna otra parte revivió el espíritu horaciano cantando la descansada vida del que huye del mundanal ruido, recogido de la tempestad del mundo en aquel secreto seguro y deleitoso.
Allí le despertaban las aves con su cantar sabroso, no aprendido; allí vivía consigo mismo, gozando del bien que debía al cielo.
Del monte en la ladera
Por mi mano plantado tengo un huerto
Que con la primavera
De bella flor cubierto
Ya muestra en esperanza el fruto cierto.
En la ladera del monte, del escarpado ó arribe más bien de la
meseta, quedan los restos de aquel huerto; allí sigue murmurando la
fontana pura, que se esconde hoy entre juncos. En una recogida veguilla
en un anfiteatro de escarpes. Una serena calma posa en la sencilla
pobreza de aquel paisaje. Aun se alza un sotillo de Alamos al abrigo de
las laderas y sobre todo ello se cierne la melancolía del abandono,
adivinándose por donde quiera que hubo un tiempo en que la mano humana
ejerció allí su más pacífico oficio.
La vía férrea corta la antigua granja de los agustinos. Cerca ya del río, en su orilla misma y convertida hoy en alquería de labor se levanta la casa en que aún queda la antigua capillita, destinada al presente á despensa de embutidos. De allí se abarca una vista de paz, un espectáculo de serenidad. Frente á la alquería y en el río mismo se levanta una pintoresca aceña que comunica con una isleta.
En esta isleta puso el maestro León el escenario de aquellos dulcísimos diálogos en que vertió más que en ninguna otra de sus obras la miel sabrosa de su doctrina. Cuando la fuerza del calor comenzaba á caer saliendo de la granja y llegados al río que cerca dellos corría, en un barco, conformándose con el parecer de Sabino, se pasaron al soto, que se hacía en medio de él, en una como isleta pequeña, que apegada á la presa de unas aceñas se descubría.
Era el soto aunque pequeño espeso y muy apacible y en aquella sazón estaba muy lleno de hoja y entre las ramas que la tierra de suyo criaba tenía también algunos Arboles puestos por industria, y dividíale como en dos partes un no pequeño arroyo que hacía el agua que por entre las piedras de la presa se hurtaba del río y corría cuasi toda junta. Pues entrados en él Marcelo y sus compañeros y metidos en lo más espeso del y más guardado de los rayos del sol junto á un álamo alto que estaba cuasi en el medio, teniéndole á las espaldas, y delante los ojos la otra parte del soto, en la sombra y sobre la yerba verde, y cuasi juntando los pies al agua, se sentaron.„
¡Qué recogida dulzura la de ir hoy al solo aquel á empaparse en la entrañable poesía de “Los nombres de Cristo„. reposando de vez en cuando el espíritu y como apacentándolo en la contemplación del paisaje que de allí se coge! ¡Qué retiro para mamar la dulcísima y nutritiva leche de doctrina de la más encumbrada obra filosófica escrita en lengua castellana!
Hacia el poniente y á través de los álamos que bordan las orillas de la isleta se distingue en lontananza a la ciudad, como un relieve de la lejanía. Domínala la silueta del vasto macizo de la Catedral nueva; á un lado el obtuso bulto de San Esteban, convento de dominicos, al otro la gran fábrica de la Clerecía, que semeja un inmenso murciélago con las alas plegadas,—tal fingen sus dos torres flanqueando la espadaña barroca de su fachada,—y más apartada la cúpula airosa de las Agustinas. Aquel lejano relieve que á modo de escrecencia del terreno se tendía entre la plata del agua y la del cielo la última vez que lo vi, al caer de una tarde serena, aumentaba de gusto la paz de sentirse fuera de la ciudad. Hacia el naciente cierran la vista secas vertientes que ostentan sus estratos, la pared rojiza de la meseta sobre que se asienta Cabrerizos.
Al norte se tiende arrancando de las arenas del río la llanura plácida que sube como el mar parece subir visto desde la orilla, coronada en el horizonte, en alta tierra, por la limpia sierra, cual costa de otro mundo.
Es un paisaje modesto, casi pobre, sencillísimo, lírico á la vez, sin exuberancias ni esplendideces deslumbradoras, con aire purísimo y extensión vasta, con ámbito trasparente. Parece la tierra un mero soporte del cielo, es el paisaje en que mejor se comprende que se fusionaran en el alma del maestro León el humanitarismo y la mística, Horacio y el Areopagita.
El río tranquilo, los álamos que le bordan y en él se miran espejados, la sierra que en el fondo se alza, rompen la monotonía ceñuda de la llanada. Sin ser un típico paisaje castellano es una revelación de la dulzura que el adusto páramo guarda aún en sus entrañas.
En aquel deleitoso rincón de la Flecha, junto al claro Tormes que marcha tan lento que parece gozar durmiéndose aprendió Fray Luis la alegre desnudez de la pobreza y el gozo de la resignación y allí fué donde mejor le aleccionó el cielo espléndido en la armonía de los mundos con la dulce sinfonía de las puras líneas de aquel paisaje de sencillez paradisiaca á que reviste de castísimos colores. Tendido el poeta en las márgenes del río, frente á la cortina de álamos de la orilla opuesta y viéndola cual á friso burilado en el cielo que en las puras aguas parece continuarse, acabaría por sentir á la tierra en que yacía cual á mero ropaje del espacio, penetrando así en lo más hondo de aquella enseñanza de que “la vida es sueño„. ¡Qué dulce soñar el de aquella vida! ¡qué dulce vida la de aquel soñar!
Allí contemplando el vasto cielo fué donde debió de haber soñado Fray Luís con más ahinco en el reino de la paz eterna, su constante anhelo, allí, contemplando lejos la ciudad donde el siglo le movió guerra y le trató con prisiones y sinsabores, fué donde meditó en la miseria de la ley de la guerra, y donde trazó aquel luminoso cuadro del gobierno pastoril y donde elevó aquel soberano himno á la paz, himno que hinche las más preñadas páginas de “Los nombres de Cristo.„
III. La paz del campo
Una íntima calma parece desprenderse de la campiña que en la Flecha rodea al Tormes á la par que desde el cielo purísimo desciende al alma fecundante lluvia de paz. El silencio mismo que allí impera canta paz y á la paz bendice la soledad del sitio. Allí el maestro León se hartaba de campo, escuela viva de paz y de paz gozaba allí como en ningún sitio.
Media una íntima relación entre el amor que Fray Luís profesó á la campiña y clamor ardiente con que amó á la paz, como hay íntimo enlace entre el soplo guerrero que movió durante siglos al espíritu castellano y la sequedad de éste frente á la hermosa sencillez de las vastas llanuras en que desplegaba sus hazañosas empresas.
Era para el maestro León la reposada campiña escuela de amor puro y verdadero, la tierra toda “morada de grandeza, templo de claridad y de hermosura.„
Sólo desde el campo cabe penetrar en toda la sublimidad de la vasta llanura de los cielos; sólo desde el paisaje adquieren su más acabada significación los simbólicos celajes; sólo el verde de los campos da su preñado sentido al rosa de las almas y al azul de los espacios.
Allí, en la Flecha, rompía como los pájaros á cantar en viendo lo verde y de la callada música de aquella amplia vestidura del espacio recogió la dulcísima melodía de sus cantos. Regalada música eran para su alma los perfiles puros de la lejana sierra, la argéntea capa que hasta el verano la reviste, el cristal de las aguas, la resignada sencillez de los filamos... música de líneas, de formas y de colores que hacía que á su divino son tornara el alma
.....á cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.
Allí iba á reponerse de las fatigas de su magisterio, labor
también de pacifico combate esta del magisterio, é iba á recobrar salud
que es un bien que consiste en proporción y en armonía de cosas
diferentes y es como música concertada que hacen entre sí los humores
del cuerpo.„
Para él fué Cristo ante todo Pastor. “La vida pastoril es vida sosegada y apartada de los ruidos de las ciudades y de los vicios y deleites dellas. Es inocente ansí por esto como por parte del trato y granjeria en que se emplea. Tienen sus deleites, y tanto mayores cuanto nascen de cosas más sencillas y más puras y más naturales: de la vista del ciclo libre, de la pureza del aire, de la figura del campo, del verdor de las yerbas y de la belleza de las rosas y de las flores... Puede ser que en las ciudades se sepa mejor hablar, pero la fineza del sentir es del campo y de la soledad. Y á la verdad los poetas antiguos tanto con mayor cuidado atendieron mucho á huir de lo lascivo y artificioso de que está lleno el amor que en las ciudades se cria, que tiene poco de verdad y mucho de arte y torpeza. Mas el Animo pastoril, como tienen los pastores los ánimos sencillos y no contaminados con vicios, es puro y ordenado á buen fin, y como gozan del sosiego y libertad de negocios que les ofrece la vida sola del campo no habiendo con él cosa que los divierta, es muy vivo y agudo. Y ayúdales á ello también la vista desembarazada que de continuo gozan, del cielo y de la tierra y de los demás elementos, que es ella en sí una imagen clara, ó por mejor decir una como escuela de amor puro y verdadero. Porque los demuestra á todos amistados entre sí y puestos en orden y abrazados, como si dijésemos, unos con otros, concertados con armonía grandísima, y respondiéndose á veces y comunicándose sus virtudes y pasándose unos en otros, y ayuntándose y mezclándose todos, y con su mezcla y ayuntamiento sacando de continuo á luz y produciendo los frutos que hermosean el aire y la tierra„.
Después de este estupendo cuadro de la armonía, alma de la paz y madre de sus frutos, explícanos el maestro como es el oficio pastoril la mejor escuela de gobierno: “Porque su gobierno no consiste en dar leyes ni en poner mandamientos, sino en apacentar y alimentar á los que gobierna„. El pastor administra por sí solo lo que á su grey le conviene él la apasta y la abreva y la baña y la trasquila y la cura y la castiga y la reposa y la recrea y la hace música y la ampara y defiende. “La vida del pastor es inocente y sosegada y deleitosa, y la condición de su estado es inclinada al amor, y su ejercicio es gobernar dando pasto y acomodando su gobierno á las condiciones particulares de cada uno y siendo él solo para los que gobierna todo lo que les es necesario y enderezando siempre su obra á esto, que es hacer rebaño y grey„.
Cantó el maestro León al campo y como á genuino hombre del campo, al pastor, al pastor errante que se enseñorea de la tierra, no al labrador, que esclavo del terruño, la ara.
La vieja historia nos la cuenta el Génesis (cap. IV. vers. 2 á 7): “Fue Abel pastor de ovejas y Caín fué labrador de la tierra. Y aconteció andando el tiempo que Caín trajo del (ruto de la tierra una ofrenda á Dios y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas y de su grosura. Y miró Dios con agrado ti Abel y á su ofrenda; mas no miró propicio á Caín y á la ofrenda suya. Y ensañóse Caín en gran manera y decayó su semblante. Entonces Dios dijo á Caín: ¿Por qué te has ensañado? ¿por qué se ha inmutado tu rostro? Si bien hicieres ¿no serás ensalzado? y si no hicieres bien, el pecado está en la puerta. Con todo esto á tí será su deseo y tú te enseñorearás de él... El pastor que guía sus rebaños por las extensas praderas lo espera todo del cielo: de la gracia de Dios; el labrador que suda sobre la tierra y la desgarra el seno estima el sol y la lluvia como debida recompensa á sus afanes. Tal vez por esto fué más grata á dios la ofrenda del que solo esperó en su gracia.
Y aconteció que estando el labrador y el pastor en el campo “Caín se levantó contra su hermano Abel y le mató„. Escusose luego diciendo al Señor„: ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?, Y Dios le dijo: “¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama á mí desde la tierra. Ahora, pues, maldito tú de la tierra que abrió su boca para recibir la sangre de tu hermano de tu mano„. Y le mandó errante y extranjero. Y fué Caín el labrador y el primer fraticida quien primero edificó una ciudad, la ciudad de Henoc, mientras discurrían los pastores por las vastas praderas asentando donde quiera sus movibles tiendas. Fué el labrador fratricida quien primeramente acotó la tierra para hacer morada estable y de ella ciudad.
Corrieron los siglos, vino el Cristo y pastores le adoraron al nacer mientras los ángeles cantaron gloria á Dios en las alturas y en la tierra paz, y en la ciudad, á cuyos hijos quiso tantas veces en vano reunir como reúne la gallina bajo sus alas á los polluelos, en la ciudad fué donde le dieron muerte afrentosa.
¡Pueblos pastores que pasan sobre la tierra! ¡pueblos labradores que se agrupan en torno á las ciudades! ¡Eterna dualidad de la historia humana! Seguid á un pueblo pastor, hecho á vivir sobre la tierra y no adscrito á ella y le vereis que cuando los demás pueblos le aprietan y confinan, cuando el campo de pasto se reduce y no le queda á donde trashumar, antes de encorvarse á guiar el arado, se vierte por sobre los demás pueblos haciéndose mercader é intermediario entre ellos, verdadero pastor de hombres. Son tal vez estos, los que no se han sujeto al arado, los que han de revelar la hermosura del campo.
“Vive en los campos Cristo—dice el maestro León—y goza del cielo libre, y ama la soledad y el sosiego, y en el silencio de todo aquello que pone en alboroto la vida tiene puesto él su deleite, porque ansí como lo que se comprende en el campo es lo más puro de lo visible y es lo sencillo y como el original de todo lo que de ella se le repone y se mezcla, ansí aquella región de vida adonde vive aqueste nuestro glorioso Bien, es la pura verdad y la sencillez de la luz de Dios y el original expreso de todo lo que tiene ser y las raíces firmes de donde nacen y adonde estriban todas las criaturas. Y si lo habernos de decir ansí, aquellos son los elementos puros y los campos de flor eterna vestidos y los mineros de las aguas vivas y los montes verdaderamente preñados de mil bienes altísimos y los sombríos y repuestos valles, y los bosques de la frescura, adonde exentos de toda injuria, gloriosamente florecen la haya y la oliva y el linaloe con todos los árboles del incienso, en que reposan ejércitos de aves en gloria y en música dulcísima que jamás ensordece„.
El campo es aquí abajo, según el maestro León, el más fiel, aunque debilísimo trasunto, del “alma región luciente, prado de bienandanza„.
¡Oh campos verdaderos!
¡Oh prados con verdad frescos y amenos!
¡riquísimos mineros!
¡Oh deleitosos senos,
Repuestos valles, de mil bienes llenos!
Allí, en medio de la paz del campo, elevó al limpio cielo aquel
himno soberano á la paz que irrumpió de los sosegados diálogos que con
sus hermanos sostenía en el soto de la isla de la Flecha.
Cuando tornaba á la ciudad, herencia de la obra del fratricida, eran sus almenadas murallas lo primero con que tropezaban sus ojos, con aquel ceñidor de piedra con que el genio de la guerra, de Caín, la apretaba. Y allí dentro, en el murado recinto, en el aire cargado de ajenos alientos y de vaho de concupiscencias, respiraba rencores de odios y enconadas disputas y querellas y sentía vibrar en el ambiente los ecos de las luchas de los bandos que ensangrentaran en un tiempo las calles de la ciudad. Ni en el refugio del convento gustó de paz en la ciudad, cuyas cárceles le habían tenido de huésped.
Parecen en perdurable lucha las ciudades y las campiñas. En aquellas residen por lo común los que poseen y explotan los acotados predios, desde sus urbanas guaridas se los disputan, negocian y reparten. Intereses ciudadanos llevan de tiempo en tiempo la agitación al campo y meten á sus hijos en guerras y en rencor.
¡Cuándo será el día en que el alma del campo libre se tienda por las ciudades reduciéndolas á islotes en el verde mar del campesino sosiego y el cielo que por igual los cubre los una en la santa paz! ¡Cuándo será el día en que rotas las cadenas que aún atan á la tierra al humano linaje, peregrine éste por ella como grey que sobre el prado pasa! ¡Cuándo será el día en que se realice el sueño de paz del maestro León y se unan los hombres bajo el campo del cielo y bajo el dulce cayado del divino Pastor!
Brianzuelo de la Sierra
(Notas de viaje)
Llegamos á Brianzuelo de noche ya, después de
habernos perdido en el vasto castañar que lo precede; llegamos rendidos.
No sé qué me daba el que las pisadas de nuestras muías resonasen en el
silencio del pueblecillo, turbando su quietud. Parecíame sagrado el
sueño de aquellos lugareños, porque es un sueño merecido y bien ganado.
Llamamos á la puerta de la posada, una enorme puerta de castaño con una enorme argolla, y al cabo de buen rato asomó soñoliento el posadero, se informó de nosotros, abriónos la puerta y nos dió camas. Al poco rato dormíamos como marmotas. Y aquel sueño, aquel sueño profundo y tranquilo, es el recuerdo más puro y más hondo que de Brianzuelo de la Sierra conservo.
Desperté temprano, pero con gran pereza de levantarme. Oía rebullicio de gente y de caballerías en la calleja. Y pensaba: “¿Qué gente será? ¿qué harán? ¿qué dirán? ¿cuántos serán? ¿en qué pasarán el tiempo en este lugarejo agazapado entre castañares, aquí, en este bravio repliegue de la sierra? ¿qué idea tendrán del mundo? ¿cómo será el lugar?„ Y me puse á imaginar como sería el lugar, sobre la pobre base de mi rapidísima inspección nocturna de la víspera todo menos levantarme é ir á verlo.
Vino mi compañero.
—¡Ea, perezoso, arriba! Vamos á ver el pueblo...
—¡A ver el pueblo!—le contesté—¿y para qué?
—¿Para qué? ¡Tú estás malo!.. ¿Pues á qué hemos venido?
—¡A soñarlo! Déjame que me le figure á mi antojo...
—Lo mismo podías habértele figurado en la ciudad...
—No, lo mismo no. Aquí estoy en él y la conciencia de estar en él vivifica mi imaginación; aquí respiro con su aire sus efluvios espirituales; aquí oigo el rumor de sus gentes... ¿Quieres que no salgamos de este cuarto y que esta noche, á oscuras, prosigamos nuestra excursión?
—Vamos, no seas loco, ten juicio, y levántate.
Y como la presencia de mi amigo y compañero de jira me infunde juicio siempre, me levanté, me vestí lo más pausadamente que pude, y desperezándome, salí al balcón. Era una calleja estrecha y oscura; las casas de armazón de madera mal recubierto con barro y adobes; casas negras con enormes balconajes de madera también y unos aleros que iban casi á tocarse con los de la casa de enfrente, lo cual hacía que el cielo de la calleja fuese una faja recortada en caprichosos zis-zas, como si un niño lo hubiese hecho á tijera. Algunas casas estaban sobre rocas que asomaban saliendo del suelo. Los vastos balcones —más bien galerías—estaban llenos de toda clase de enseres y cachivaches, trapos y colgajos; parecían un rastro.
—Esas casas me hacen el efecto de barcos anclados—dije á mi amigo.
En las puertas de las casas había unos hombres robustos, colorados, de mirada de esas que no se posan sobre los objetos sino que los asen, con los rollizos brazos remangados, sentados en el umbral, bajo la gran toza que hacía de dintel. Recordáronme á los obreros de la parábola que esperaban quien los alquilase.
—¿Qué hacen?—me preguntó mi amigo.
—¿Pues no lo ves?..
—No, no veo lo que hacen...
—Es que tienes ojos y no ves... Hacen lo que ves... estar y vivir.
—¡Qué vida!
—¿Qué vida? ¿Sabes que me gustaría quedarme aquí, y sentarme como ellos así, en el umbral de la casa, á ver pasar los perros, é ir un rato á la fuente á ver las mozas, y después de haberme dejado empapar de esta vida difusa, lenta, de pura costumbre, escribir una “Historia universal de Brianzuelo de la Sierra„?
—¿Universal... y de Brianzuelo de la Sierra? ¡Vaya un universo!
—Cada uno de esos hombres que están ahí sentados lo es.
—Vaya, vaya, vamos á ver el pueblo.
Desayunamos con la mayor, calma posible, haciendo tiempo, y paladeé con deleite un gran vaso de espumosa leche.
—Y pensar que de la leche también se hace alcohol...—dije á mi amigo.
Salimos, dirigiéndonos hacia el ejido del lugar. Descubríase desde él un vasto panorama, empapado en paz. El sol vestía al valle, todo florido entonces. El río parecía una inmensa serpiente que se estremeciera de escalofrío. No se oia más que á un cabrero que gritaba no sé qué. Cerca de nosotros un leñador trabajaba en un castaño derribado.
—Datos para tu historia universal—me dijo mi compañero.
—¿Datos? ¿Qué es eso de datos? ¿Te figuras que habría de ser una historia documentada?
No lejos de nosotros, á la puerta de una miserable casucha y al socaire, una vieja, teniendo en el halda á un gato al que acariciaba incesantemente, contemplaba el valle.
—¿Cómo se irá posando el valle en el espíritu de esa pobre vieja?—dije á mi amigo.
—¡Bah! ¡se lo sabrá ya de memoria!
—Sí, el valle será un pedazo de su alma, el escenario de ella acaso; si se lo quitaran moriría... de seguro.
—Verás; le preguntaremos algo.
Y acercándose á la anciana le preguntó:
—Diga, buena mujer ¿cómo se llama aquel pueblecillo que se ve allí á la derecha, sobre aquel altozano?
—¿El que tiene á su derecha, en lo más alto, la iglesia?
—El mismo.
—Aquel es Frajenuela. Pero... ustedes no son de aquí.
—No; somos forasteros.
—¿De la ciudad acaso?
—Sí; de la ciudad
—¿Son ustedes los que vienen á eso del camino real?
—No; venimos nada más que de paseo.
—¿De paseo?—y dejó de acariciar al gato.
—Si; de paseo.
—Entonces son ustedes unos señores... No les extrañe que no lo haya conocido antes porque como estoy ciega.
—¿Ciega?
—Ciega, sí, señores; llevo veinte años así. Salgo aquí y me paso el tiempo con este bribón de michino y viendo el valle...
—¿Viéndolo estando ciega?
—Como si lo viera, señor, como si lo viera... Pero de paseo... de paseo á Brianzuelo.. ¿qué pueden ver en Brianzuelo unos señores de la ciudad? Me acuerdo bien de la ciudad, muy bien... ¡qué iglesia tan grande! ¡qué catedral aquella! Allí dentro cabe todo este lugar. ¡Qué columnas! Pero á mí me daba miedo aquella catedral tan grande...
—Mas grande es el campo...
—Pero el cielo no se hunde, y aquello, aquello de piedra el mejor día se viene abajo; á mí que no me digan... ¡tanta piedra! ¡tanta piedra!
—Aquí nunca pasará nada, abuela—le dije.
—Sí, como pasar sí pasa; todos los días pasa algo nuevo... ya ve usted: ayer derribó Antero ese castaño que está cortando; anteayer dió á luz la mujer del tío Lucas... ¡Oh! Si, señor, sí, no hay dos días iguales; hace setenta años era yo una moza, ahora soy una vieja, ando muy cerca de los cuatro duros y medio; á la hija de mi nieta Martina no la he podido ver, pero es tan maja la chicuela... Pero pasar, lo que ustedes dicen pasar algo, no, no pasa mucha cosa... de esas que andan en los papeles... gracias á Dios no ha pasado nada desde que el tío Martín mató al tío Javier y á sus dos hijos ¿ya se acordarán ustedes? hace veintidós años... dos antes de perder yo la vista.
Y siguió la pobre vieja hablándonos de las mil menudencias del lugar. Y sin ver ni oir más, nos volvimos á comer á la posada.
Después de la comida nos fuimos al castañar, nos echamos al pie de un castaño, sobre el césped mullido, y allí nos estuvimos viendo á través del opulento follaje desfilar las nubes por el azul del cielo. Fingían monstruos enigmáticos, dragones, grifos, quimeras y centauros, rebaños de una fauna fantástica, islas remotas. Cambiaban insensiblemente, sin aparente solución de continuidad.
—Es lo mejor que tiene Brianzuelo—dijo mi compañero—las nubes vistas á través del castaño.
—Me parece que estoy leyendo una historia universal ó escuchando una epopeya de tras los mundos—le contesté.
—No tiene la historia más interés que esto, ni nos enseña más. Nubes, todo son nubes, nubes aquende y nubes allende la tumba. Lo que importa es si nos velan ó no el sol, si se resuelven ó no en lluvia...
—Mira ¿qué querrá decir aquella nubecilla alargada?
—El tío Martín mató al tío Javier y á los dos hijos de éste, formidable suceso histórico de que se hablará largo tiempo en el pueblo y que de seguro anda en coplas... Pero ¿no oyes? ¿no oyes los golpes de hacha de Antero el leñador? Parecen la música á cuya acompasada marcha desfilan las nubes...
—Nuboso estás...
—¡Hermoso pueblo éste de Brianzuelo!¡No tiene nada que ver y sí mucho que sentir! ¿No le sientes, no le sientes ya en las venas? ¿No oyes su silencio? Mira, mira esa vaca... ¿se le habrá ocurrido mirar alguna vez á las nubes y pensar qué sean?
—¡Oh, no! El espíritu de las vacas no tiene nada de nebuloso ni de soñador... supongo. Es como el de los campesinos, que jamás sueñan.
—¿Qué jamas sueñan? Yo creo que no hacen otra cosa. ¿O crees tú que mientras trabajan piensan, eso que llamamos pensar nosotros?. No, no, sueñan, no hacen más que soñar...
—¿Y qué sueñan?
—¿Qué? Lo que tienen delante de los ojos, la realidad concreta y presente, el campo, el buey que pasa, el pájaro que vuela...
—¿Será que lo ven?
—No, es que lo sueñan. Su alma es lo que tienen delante: el universo, una inmensa nube que cambia sin cesar... hasta que se les resuelve en lluvia.
—¿Y llueve?..
—Sí, llueve sobre su tumba, llueve el tiempo en gotas incesantes...
A la caida de la tarde nos volvimos á la posada á tomar un refrigerio y al poco rato nos enredamos en un tute con el posadero y un arriero que se hallaba allí de paso. Había que ver la pausa con qué barajaba éste los naipes y había que ver con qué solemnidad alzaba un tres mugriento para arrojarlo triunfante sobre la mesa. “¡En cuantas batallas no habrás entrado!... pensó mirando al caballo de espadas, y le vi como á un héroe antiguo, envuelto en su leyenda.
—Son un gran recurso las cartas—nos decía el posadero;—no comprendo como hay quien se aburra. Con ellas lo mismo da corte que cortijo; todo es igual. Yo en teniendo las cuarenta, tan ricamente. Los dos más grandes bienhechores de los hombres son el que inventó la cama y el que inventó la baraja, que á mí se me ha puesto en la cabeza, no sé por qué, que debió de ser uno mismo.
—Sí, en un pueblo como éste es un recurso—dijo mi amigo.
—Aquí y en todas partes. Les digo á ustedes que no echo de menos lo mejor del mundo. En teniendo conciencia... Porque hay quienes se irritan. Recordarán como hace unos veinte años mató aquí, en Brianzuelo, el tío Martín al tío Javier y sus dos hijos; pues todo ello empezó por una cuestión en el juego. Pero ¡qué demontre! alguna vez ha de pasar algo... y no todos son como el tío Martín...
A la mañana siguiente, muy temprano, montamos en nuestras mulas para proseguir nuestra excursión, dejando á Brianzuelo de la Sierra, donde no ha pasado nada digno de contarse en papeles desde que el tío Martín mató al tío Javier y á los dos hijos de éste. Al salir vimos á la pobre noventona que, acariciando á su gato, miraba al valle con sus ojos ciegos.
—¡Adiós, abuela!—le grité.
—Y qué ¿les ha gustado mucho á los señores Brianzuelo?
—¡Un paraíso, abuela, un paraíso!
—No tanto, no tanto... pero, para lo que uno ha de vivir... ¡He visto ya bastante!
—Ha visto ya bastante la ciega de Brianzuelo—dije á mi amigo.
—¿Viven aquí? ¿vive esta gente? repuso éste.
—Es verdad—le contesté—no se ve crecer al castaño... ni á la hierba siquiera...
Poco á poco fuimos perdiendo de vista los tejados del lugar, y cuando no divisábamos al volver la vista, allá sobre el cerro de la revuelta, más que el campanario de la iglesia, llegaban aun á nuestros oidos los ecos del hacha del leñador que seguía adobando el castaño.
Puesta de Sol
(Recuerdo del 16 de diciembre de 1897)
Volvíamos de Salamanca del habitual paseo
cotidiano cuatro amigos en una tarde de mediado Diciembre, cuando,
recién puesto el sol, nos arrancó de la tierra una celestial visión de
espléndida magnificencia.
Hacia el poniente de la aerea bóveda que coronaba á la llanura, de un remolino de áurea nube irradiaban, cual inmensos pétalos, otras nubes esplendorosas. Fingía una de ellas inmenso dorso de mitológica bestia, lanuda piel de vellones de abrasado oro, dominados por espesa y sedosa melena. Corríanse otras por el cielo de un lado y de otro vistiéndose de abrasado rosa, algunas con tornasoladas tintas de profundo violeta en el cuerpo y en los contornos de áscua de oro. Tocaban á la tierra cuajadas y compactas masas, que parecían abruptas sierras purificadas, cuyas cimas coronaba ardiente lava de oro, y más allá un verdoso mar celeste, sin orillas, de infinita hondura y de purísima trasparencia. Aquí y allá flotaban, como desprendidos copos, nubecillas cenicientas que aparentaban aves gigantescas que se bañasen en el esplendor del arrebol. A la izquierda, en la mar verdosa del último fondo, islas de apacible quietud en la región de los ensueños y á nuestras espaldas, en el oriente, rosados cendales de vaporosa tela envolvían á la pobre tierra con mantillas sahumadas en perfume de luz decantada por el cielo.
Mientras, absortos, sumergíamos nuestros espíritus en visión tal, iba, dentro del silencio augusto, cambiando la celeste escena con cambio casi inmóvil. Los vellones de la piel de la bestia zodiacal cuajaban poco á poco su oro en encendido rojor, y las formas todas de aquel panorama reducían sus contornos, contrayéndose. La calma que en invisible lluvia caía de los cielos y en insensible vapor subía de la tierra, era el ambiente íntimo del momento; calma hecha ámbito sustancial.
¡Ah! ¡Si pudiese repercutir aquella sublime sinfonía celestial de pocas y preñadas notas de purísimos colores de fuego y de cándidos perfiles! ¡Si pudiese pintarla para siempre y no tener que verter aquí el rastrojo que de aquellos feraces momentos ha quedado en la tumba de mi memoria! En el insondable seno de la divina Conciencia vive el eco de aquella celestial sinfonía y en el seno de mi conciencia dormirá su reflejo, que yace tan adentro, tan adentro de ella, que de sacarlo no hay arte alguno, como no le hay de desprender del lecho de las fluyentes aguas del río la imagen, allí dormida, de las nubes que se miraron un punto con amor en ellas.
Era todo aquello cual escultórica idealización de nuestra pobre tierra; estatuas de sierras y de campos inundadas en incendio de colores vivificantes. Frente á las superficies, meramente visuales para nosotros, de aquellas tallas de nubes, la áspera tierra se empequeñecía á punto de perder su grosera realidad tangible. La celeste visión era entonces lo real y fuerte, y el terrestre campo, nuestro sostén, mezquino remedo de ella, menguado poso del impalpable polvo desprendido de la luz de la celeste magnificencia para posarse en la penumbra del crepúsculo terrenal.
La intensidad y pureza de la visión, penetrándonos por completo y esponjándonos en ella, reducía nuestras almas á contemplación pura, á sentimiento sin liga de idea. Un mar que nos empapaba como á esponjas que tiritan en los abismos del océano, y nuestras vidas la quieta vida del cielo entonces.
¡Hermoso!—me decía á mí mismo—¡inmensamente hermoso! ¡de sobrehumana hermosura! ¡hermoso! Y así era, hermoso y no bonito ni bello; hermoso, formosus, forma pura, purísima, en puro color, sin intento ni sentido alguno ni burdo contenido formulable, ni núcleo alguno de concepto. ¡Celeste revelación de las entrañas de la belleza misma, del divino esplendor de la pura forma iluminada que informando toscas tinieblas crea mundos!
Aquel rayo de la gloria de las edades siderales, arrebatándome á las congojas de mi carrera cotidiana y al mezquino compás de la realidad de cada día, resucitó bajo los abismos de mi conciencia y sobre la roca viva de su sedimento, los remotos espíritus de los abuelos de mis abuelos, la cándida niñez del linaje humano, cuando el sueño y la vigilia se compenetraban sin fronterizas marcas, cuando bajo el silencioso salmo de las esferas estelares tomaban igual cuerpo para el humano espíritu las vaporosas campiñas de las nubes y las petrificadas nubes de los campos, cuando poblaban cielos y tierra encantados monstruos de cambiantes cataduras y cuando en el teatro en fin, de maravillas tales, empreñando en apretado abrazo la naturaleza virgen á la virgen fantasía, la hizo madre de la pobre razón, que colgada á sus ubérrimos pechos y amamantándose en la dulce leche de ellos, empezó d balbucir torpe al abrírsele los labios á los calientes besos de su amorosa madre. Y hoy, la hija ingrata, la razón, desdeñosa de su sangre, regaña á la pobre viejecilla, á la cansada fantasía, sus caprichos inocentes!
Como al reventar el maduro fruto dorado al sol, se vierte la dulce pulpa que guarda la semilla, así al reventar la imaginación madura, rebasó de ella el sentimiento, su jugosa pulpa, y del sentimiento el grano de la idea, que vuelto á la fecunda tierra, volvería á dar sazonados frutos.
Un día el hombre henchido de la grandeza en que se anegaba al contemplar visiones tales, cayó de hinojos y cual chorro de rebosante manantial brotó de las entrañas de su espíritu pura oración sin palabras, música del alma, oración que cristalizó en la idea de un Dios que tiende la esplendidez de su manto sobre la desnudez de la tierra.
Fuera de sí mismo, borrado á las tristezas y pesares del contacto con su propio ser y hasta olvidado de mercedes que se le hagan, rompe entre tales visiones el hombre, desde su corazón, en un fervoroso: gradas agimus tibi, propter magnam gloriam tuam. "Te damos gracias,Señor, por tu inmensa gloria; te damos gracias, no por beneficios con que regales á la pobre carne sufriente de nuestra alma, no; gracias, Rey celeste, por el esplendor de tu gloria, con la contemplación de cuyo reflejo nos arrancas al tiempo devorador y preñado de inquietudes; gracias, Padre omnipotente, por la Belleza con que nos abrevas, por la Belleza, radiante forma que irrumpe al abrazo de la inasequible Bondad eterna con la Verdad infinita.„
Sugirióme después aquel espectáculo á los genesiacos tiempos en que en el infinito océano del luminoso espacio cuajaban en augusto silencio los mundos que ruedan pollas incorpóreas esferas. Aquellas nubes, arremolinadas y encendidas en el arrebol, retrataban á los candentes torbellinos cósmicos de donde fueran desprendiéndose gigantescos anillos para precipitarse en mundos. ¡Solemne remembranza de los inmensos celajes nebulares, pretelúricos, de los paisajes formados por la candente colada de batir los mundos hoy engurruñidos y fríos; de cuando aún no se habían desgajado de su fecunda unidad lo inerte y lo vivo ni crecían bosques nutridos de savia junto á rocas muertas! ¡Divinos espectáculos aquellos que se sucedieron en el insondable silencio de los dilatados tiempos siderales, sin ojos que los contemplaran, en perfecta y pura soledad, con desinterés divino! Bajo su esplendor no gemían corazones humanos, ni ojos se apartaban de ellos para regar de lágrimas el polvo de la tierra. ¡Oh! si los mundos se hubiesen desenvuelto en la inacabable procesión de siglos de siglos mudos, sin espíritu encarnado que los reflejara en su dolor, sin limitada conciencia que atase el pasado al futuro con eslabón de ansia, en presente eterno, en eternidad presente, solitaria y muda, en el regazo de Dios, que moviéndose en la inmóvil procesión de su reposo vivía engendrando eternamente la divina belleza del increado Verbo con la generadora contemplación de su propio insondable Ser, y brotando de esta íntima comunión mutua el Amor eterno del puro espíritu! ¡Sublimes símbolos!
Bañándose en visiones como la de aquella tarde se toma regalado gusto á lo que pudo haber sido el reino de la forma pura, y anegada la conciencia, saborea en su desmayo cierta muerte de la vida y el santo desinterés de la adoración á la Belleza.
Los tonos de aquella celestial sinfonía de colores fueron poco á poco esfumándose hasta apagarse en la invasión de la sombra de la tierra y cuando llegamos á los primeros hogares de la ciudad, quedaban reducidas á apelotonados nubarrones oscuros las cenizas de aquellas brasas de absorvente resplandor Bajo las cenizas del celaje pasamos del recogido silencio del campo á los derramados rumores de la ciudad, rumores que nos trajeron al alma cuidados de nuestros hogares, sumiéndonos de nuevo en el tiempo, padre de inquietudes Y como en el cielo la ceniza de aquella grandeza tan pasajera, así en el fondo de mi alma quedan las pavesas de su visión, pavesas de cuyo rescoldo se alza, como balsámico incienso, el canto litúrgico de gloria: Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam, Domine Deus, Rex celestis, Pater omnipotens.
Fantasía crepuscular
Fué en uno de esos días ardorosos en que la reposada campiña aguanta intensa incubación solar, cuando en la vibración del ambiente, caldeado al toque con la enardecida tierra parecen tiritar los campos.
Al caer la tarde volvíame al pueblecillo, un lugarejo castellano que cual excrecencia ó relieve del suelo, como esculpido en éste y de su mismo tono de tierra seca, recortaba en el limpio horizonte su quebrado perfil. Me paré un momento á ver como se acostaba en la llanura el sol, que al tocarla se ensanchó como abrazándola y dejó tras de sí el dorado encendimiento del celaje, sobre el cual, allá, en la pura línea del fondo, resaltaban unas encinas recogidas y graves.
Me quedó en la vega á esperar la noche, lleno de melancólico pesar por aquel día más que con el sol se iba y de dulce anhelo por la recogida noche que se me venía tan queda. Y era en mí todo uno y lo mismo la tristeza del pasado y la esperanza del porvenir, como la luz del sol muerto y la sombra de la naciente noche se hacían uno y lo mismo en la indecisa franja violácea del crepúsculo.
Reducidos los colores á matices al fundirse en el gradual derretimiento de la luz diurna, volvían á entrar las formas todas en la comunión del conjunto; abandonadas del sol, abrazábanse en el campo, con dulce armonía, bajo la difusa claridad del cielo, por el que iba infiltrándose desde el ocaso la oscuridad nocturna. No se hacían ya sombras unas cosas á otras. Y era á la vez como si perdiendo todo su materialidad tangible se hubiese convertido en mera vestidura del espacio, en forma gloriosa de la creación invisible. Las horas mismas amortiguaban su marcha.
Heraldo de la noche, salió la brisa á impedirme con su frescura el que cayese en completa enajenación ó en ensimismamiento absorvente; la brisa terral que iba á recoger de las praderas y sembrados la fatiga del caluroso día y á llevarles la buena nueva del descanso y la frescura de la noche, de la noche que se despediría luego de los campos con lágrimas de rocío. Resonó el ave-maría del campanario del lugarejo y fué como voz que brotando de la llanura misma se elevase al cielo limpio para desde allí arriba descender purificada sobre los campos, en ecos que se apagaban derritiéndose poco á poco, con la luz, en el silencio solemne.
Soltándoseme la fantasía, empezó á disolverse en imágenes crepusculares, mientras que por debajo de ellas, como su tierra sustentadora y asiento de atracción, descansaba en mí el sentimiento del flujo de las horas en el irresistible curso del tiempo.
"Cuando entres en el crepúsculo de tu vida—me decía—irás sintiendo cada vez mejor tu comunión de solidaridad con todo; perderás poco á poco el relieve que hoy te presta la gracia de la juventud, relieve que crees propio, siendo en realidad debido más á la sombra que se proyecta que no á la luz que se refleja; pero entonces, bajo el dulce y puro y difuso resplandor del cielo que nos cobija por igual á todos, te sentirás más uno con ellos y sentirás á la par no ser tu color propio más que mero matiz del armonioso conjunto. ¡Luz propia! ¡Vanidad de luciérnaga que de noche brilla en un rincón, entre matas, de pobre luciérnaga que debe al sol, con su vida, su luz misma!
Los que te parecen más oscuros—seguía diciéndome la fantasía—tal vez lo sean porque recogen y guardan en sí, en sus íntimas negruras, mayor porción de la luz recibida de gracia, son acaso los más luminosos por dentro; y, por el contrario, los que más brillan serán quizás los que con menos luz para sí se queden, los que la rechazan y despiden como bruñidos espejos de rehacio reverso. Estos campesinos que sumidos en cristiana sencillez, viviendo oran, y que vuelven cada día á vivir la misma vida, suelen llegar á ser en las noches de los pueblos los que prestan la dulce lumbre de la tradición íntima que mantenían en las aparentes sombras de su conciencia. Es su luz la luz que resplandece en las tinieblas. Su oración no es algo que se destaque ni se desgaje de sus demás actos, ni con ella hacen sombra ni necesitan recogerse para elevarla, porque su vida misma, cuando es pura y alumbrada por la luz que resplandece en sus tinieblas, es oración de trabajo, de paciencia, de paz, de amor, de esperanza y de fé„.
Presentóme luego mi fantasía la absurda imaginación de que me pusiese á vivir hacia atrás, revertiendo el curso del tiempo para recorrer en sentido inverso al trascurrido la senda de mi vida, hasta desnacerme tras nueva infancia, y esta imagen del desnacer me llevó á la imagen de la muerte, de la noche.
La noche, entretanto, se me había venido encima, una noche negra y hermosa como la novia del Cantar de los Cantares, una noche de que descendía apacible calma. La tierra, cual espesada sombra, parecía, bajo la suave negrura del estrellado cielo, sedimento de éste. Al volver mi atención al paisaje nocturno, sugirióme éste algo del momento genesiaco aquel en que pasaban sobre la tierra desnuda y vacía las tinieblas é incubaba el Espíritu de Dios sobre el haz de las aguas, para que luego, al ¡sea la luz! la luz fuese.
Y recordé al punto aquellas preñadas palabras del principio del cuarto Evangelio, que dicen: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres, luz que resplandece en las tinieblas y luz que éstas no comprendieron...
El frío me hizo precipitar la marcha, y cuando entré en casa de mi huésped, chisporroteaba en el fogón de la cocina, bajo la ancha campana ahumada, una buena hoguera. Empezaban á rezar en familia el santo Rosario, cuyas ave-marías henchían dulcemente el recinto alumbrado por las llamas del hogar, y resonaban á la vez en el hogar de mi alma cual trasunto de la oración de los campos, cual eco prolongado de aquella hora recogida en que á los cielos que narraban la gloria del Señor, respondía la tierra con la salutación angélica á María, la madre.
Y siguiendo, lleno de imágenes crepusculares, aquel oficio tan doméstico cuanto religioso, meditaba en qué consiste la vida de los pueblos, y en la luz que resplandece en las tinieblas mismas, que sin comprenderla, la rechazan con brillantez externa.
Humilde heroísmo
Allí está cavando, junto al río, frente á las montañas, tan inmutable aquel como éstas, con su fluir de continuo el uno y con su firme asiento las otras. Ante tal espectáculo se echaron los cimientos de su espíritu; ha visto á las montañas á todas luces, horas y estaciones, ya veladas por neblina, ya embozadas en nube, ya buriladas en ciclo como de metal, ya á la puesta del sol cual altar de hostia de oro candente, y ensabanadas de nieve.
Ha aprendido así, sin darse de ello cuenta, la infinita variedad de los eternos espectáculos. Se ha dormido muchas veces al rumor del río.
Montañas y ríos forman también su sencillo espíritu, tan asentado ó inmóvil como aquéllas, tan lento y continuo como éste Vive por hábito, porque nació, y puede decirse que naciendo, aunque quepa también decir que vive muriendo, porque su vida es una muerte lenta, un sacrificio involuntario. Su alma se vela unas veces en neblina, se emboza en nubes otras, se burila en el cielo del reposo algunas, sirve de altar no pocas, de ordinario duerme bajo nieve. Y cuando reza dice: “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo„, y lo dice por hábito, sin saber lo que dice. Más hondamente expresa el mismo ruego con su vida toda, que es una oración.
Es uno de los héroes, de los héroes humildes—humiles—de la tierra—humus,—es uno de los héroes del heroísmo vulgar, cotidiano y difuso; de todos los momentos. Es su ideal la realidad misma. Viene de la piedra, por camino de siglos y siglos, que se pierde en el pasado; va al ángel que alboreará en un porvenir inasequible.
A aquella abrupta sierra levantóle un terremoto, allá, en edades de monstruos y de diarias tormentas, pero ha sido el agua la que minuto á minuto y gota á gota, con secular paciencia, con activa y obstinada resignación, la ha esculpido, revistiendo, á la vez, sus laderas. Si el fuego soterraño desgajó el bloque de nuestra terrenal morada, el agua nos le talló y pulió haciéndole habitable. Socavó el río buscando salida por hoces y encartadas, trituró, alisó, majó peñascos é hizo tierra de labor, cubrió en sus avenidas las vegas con rica tierra, regaló al hombre el tesoro de su sustento. El agua pacienzuda y lenta ha hecho aprovechable la labor del impetuoso fuego.
Terremotos sociales han levantado con fogosa fe montañas enteras, dislocando á los pueblos, pero es él, el que cava junto al río y frente á la sierra, quien ha esculpido minuto á minuto y gota á gota, á golpes de azadón, las montañas de la fe, y quien ha dejado en sus avenidas silenciosas el mantillo de que todo ideal se nutre. Siglos de formidable historia humana para que aprendiese á deletrear. Es una gota de agua; de ellas se compone el río lento y obstinado que abre hoces y hace polvo los peñascos.
Sitios hay en que el héroe encontrándose en un escarpado y buscando el nivel de su vida, para ganársela y escapar al hambre, se derrumba; allí forma cascadas que aprovechan los señores para establecer industrias. Es donde el labriego se hace hombre industrial. Y donde no haya tales rompientes, levantan los señores presas.
Hoy se habla aquí mucho de pantanos y de canales de riego. Y á ellos, á los que cavan junto á los ríos y frente á las montañas ¿quién los desempantana y canaliza?
El movimiento societario (socialista y anarquista) nació en talleres de ciudades; para penetrar en los campos tiene que modificarse profundamente, y sólo cuando en ellos penetre y sea en ellos trasformado alcanzará su última eficacia. Una guerra de aldeanos acompañó al parto de la Reforma, que sólo llegando hasta ellos se asentó; los aldeanos hicieron eterna la obra de la Revolución francesa. Sólo echó raíces el cristianismo cuando prendió en el paganismo rural, que del aldeano, paganas, el de los pagos, recibía nombre. Desde entonces lo eterno de la historia ha sido la sustitución de éste por aquél; el que en vez de temblar ante la Naturaleza el aldeano, ofreciéndola sacrificios, se resigne ante el Espíritu, ofreciéndole amor. Lo eterno de la historia es de aquí en adelante que aprenda á deletrear y reciba un rayo de ciencia y el Espíritu se le haga Verbo. Sólo prendiendo en el cristianismo rural echará raíces la ciencia y la obra de emancipación humanitaria. El hombre lento de la tierra hace religión de cuanto en el seno de su alma recibe. En religión ha convertido la flor de la filosofía helénica fecundada por el profetismo judaico. En religión es menester que convierta la flor de la ciencia de nuestros laboratorios fecundada por la humanitaria fraternidad. Día llegará en que sean principios religiosos los hoy principios científicos de la conservación de la energía, de la unidad de las fuerzas físicas, de la evolución de las formas orgánicas “El futuro mesías ha de salir de un laboratorio... me decía en cierta ocasión Guerra Junqueiro. A él, al hondo poeta de Os simples, debo no poco de la inspiración de estas líneas, al profético cantar del héroe humilde.
Vedle; apoya su azadón en tierra, levanta de ésta su mirada alzando la cabeza, enjúgase el sudor de la bronceada frente con el dorso de la mano encallecida, y mira á las montañas que le miran en silencio, á las montañas de donde baja el agua del río que á su lado corre. Con su espíritu lento esculpió las montañas de la fe, levantadas por el impetuoso fuego. Hace religión de cuanto en su seno recibe.