¡Vanidad de vanidades y todo vanidad!
Eclesiastés, 1, 2.
Cuando en el cuerpo debilitado por alguna dolencia se bambolea falto de asiento el espíritu, o a raíz de algún fracaso o desengaño se hinche en torno nuestro el Espíritu de la Disolución, acerca su boca a nuestro oído íntimo y nos habla de esta suerte.
«¿Para qué desasosegarse en buscar un nombre y un prestigio, si no has de vivir sino cuatro días sobre la tierra, y la tierra misma no ha de vivir sino cuatro días del curso universal? Día vendrá en que yacerán en igual olvido el nombre de Shakespeare y el del más oscuro aldeano. Ese afán de renombre y ese afán de prepotencia, ¿a qué dicha sustancial conducen?...».
Es inútil continuar, porque la cantinela es de sobra conocida; y como el chirriar del grillo en las noches de estío o el mugido de las olas junto al mar, suena de continuo y sin interrupción a través de la Historia. Aunque a las veces lo ahoguen voces más vigorosas y altas, ese canturreo del Espíritu de Disolución es continuo, como el mugir de las ondas del mar junto a las rocas.
Cuando le oigáis a alguno expresarse así, no lo dudéis, soñó alguna vez o acaso sigue soñando con la fama, esa sombra de la inmortalidad. Los hombres enteramente sencillos y de primera intención jamás expresan tales lamentaciones. Las quejas de Job se lanzaron para ser escritas, y fue un escritor el que las lanzó. Han sido siempre poetas, hombres enamorados de la gloria, los que han cantado la vanidad de ella.
Y todo ese cantar fue reducido, siglos hace, a una fuerte sentencia, que, como agorero estribillo, se hace resonar de vez en cuando sobre nuestras cabezas soñadoras, y la sentencia es ésta: Vanitas vanitatum et omnia vanitas!, ¡vanidad de vanidades y todo vanidad!
Cuando esta tentación nos venga, opongámosla un conjuro, el conjuro del Espíritu de Creación; y el conjuro es: Plenitudo plenitudinis et omnia plenitudo!, ¡plenitud de plenitudes y todo plenitud!
Sí; buscad vuestra alma con los brazos del alma misma y abrazadla y restregaos a su contacto, y sentidla sustancial y caliente, y calentados a su calor, exclamad, llenos de fe en la vida que no acaba: ¡plenitud de plenitudes y todo plenitud!
Es cosa apenadera, pero muy cierta, sin embargo, y por desgracia, que no todos sienten su propio espíritu, que no todos sienten ser y existir como núcleo de su universo.
Hay lo que llaman los modernos psicólogos la cenestesia o sensibilidad común, y no es otra cosa que la sensación general del cuerpo en cuanto distinta de las sensaciones especiales de los sentidos. Es el sentirse uno vivir, respirar, circular la sangre, funcionar los órganos, oscura y vaga sensación resultante de las funciones vitales del organismo, y que algunos suponen la recibe el sistema ganglionar. Hay, en fin, el sentir uno su propio cuerpo y la vida de él. La pérdida o el trastorno de esta cenestesia es efecto y, a la vez, causa de graves dolencias, y hay que buscar ese trastorno en los curiosos casos de doble personalidad y otros análogos.
Y de igual manera, eso que se llama conciencia tiene cierto aspecto que en lo espiritual corresponde a lo que es en lo fisiológico, y aun en lo psíquico, la cenestesia.
No sé cómo expresarme al entrar en estos escondrijos y rinconadas de la vida del espíritu, y preveo que han de faltarme palabras adecuadas. Porque no sé cómo decir que al oír cómo se expresan y cómo se conducen muchas gentes, he llegado a sospechar que carecen de conciencia refleja, que son a modo de autómatas que nos producen la ilusión de seres vivos, que no sienten, en fin, el peso del propio espíritu ni el contacto de él. Mala cosa es que, al posar uno una mano sobre la pierna, ni ésta sienta a aquélla ni aquélla a ésta pero peor es que, al fijar tu atención sobre ti mismo no te sientas espiritualmente. Mala cosa es que, al recostarte en tierra, no sientas a lo largo de tu cuerpo el toque de la tierra, y que ésta es firme y sólida; pero peor es que, al recibir en tu espíritu el mundo, no sientas el toque del mundo y que es firme y sólido y pleno, con plenitud de plenitudes y todo plenitud.
Si buscando mi plenitud camino a la prepotencia o a la conquista del renombre, y me viene entonces un prójimo con el estribillo de vanidad de vanidades y todo vanidad, me hago cuenta que oigo el mugir de una onda en el Océano, de una onda pasajera que no es sino forma del palpitar de la corteza de éste. Ese prójimo no se toca al alma con el alma misma, no tiene plena posesión de sí mismo, carece de la intuición de su propia sustancialidad.
Esta es la palabra más exacta, aunque sobrado abstracta: la intuición de la propia sustancialidad. Para quien llega a ella, de nada sirven los argumentos de los intelectuales, de nada sirven las doctas investigaciones de la psicología.
A quien os hable de su experiencia de la Divinidad, y de que siente y toca y se comunica sustancialmente con Dios, podréis tratarle de loco —que esto siempre nos es permitido como fácil recurso— o de mixtificador, pero no podéis irle con el almirez lógico a reducir a polvo las supuestas pruebas de la existencia de Dios. No hace falta probar la existencia de aquello de que se tiene experiencia inmediata, ni es fácil demostrar a un sordo de nacimiento la existencia del sonido.
Si fuera posible un hombre desprovisto desde nacimiento de todo sentido de tacto, ¿cabría demostrarle la corporeidad de las cosas? Todo sería para él como sueño fugitivo. Pero tal hombre es imposible, porque no cabe vivir sin sentido alguno de tacto durante la vida toda. Hay ciegos, sordos, faltos de olfato o de gusto desde nacimiento, y viven; pero no sé de ninguno que falto de todo tacto haya podido vivir.
Y, sin embargo, parece que hay gentes faltas de tacto espiritual, que no sienten la propia sustancia de la conciencia, que se creen sueño de un día, que no comprende que el más vigoroso tacto espiritual es la necesidad de persistencia, en una forma o en otra, el anhelo de extenderse en tiempo y en espacio.
No se tocan ni se sienten a sí mismos, ni sienten el toque íntimo de su sustancia con la sustancia de las cosas, la sustancialidad de éstas. El mundo es para ellos aparencial o fenoménico. No han logrado que al llegar a ellos las visiones, los sonidos o los toques de las cosas, se les rompa la corteza visual, sonora o táctil, y rompiendo luego la sustancia de esas cosas la corteza del alma, sus sentidos, penetre sustancia a sustancia y baje el mundo a asentarse en las entrañas de sus espíritus. Y este mundo que así baja es el que llamamos el otro mundo, y no es sino la sustancia del que vemos, oímos y tocamos.
Es un mundo misterioso y sagrado, donde nada pasa, sino todo queda; es un mundo en que no hay pasajeras formas de materia y fuerza persistentes, sino que todo lo que ha sido sigue siendo tal como fue, y es como será todo lo que ha de ser. Y ese mundo es el verdadero mundo sustancial.
Lo que llamamos espíritu me parece mucho más material que lo que llamamos materia; a mi alma la siento más de bulto y más sensible que a mi cuerpo. Tu cuerpo puede llegar a parecerte una función de tu alma.
Uno de esos hombres que han perdido el sentimiento de contacto de su propio espíritu, me preguntó una vez: «¿Y en qué va a fundarse la creencia en la propia persistencia inacabable?». Y hube de contestarle: «En que lo quiero, en que quiero persistir». Como buscaba razones, se me quedó mirando extrañado.
Mi voluntad no le parecía suficiente base para una creencia con valor objetivo. Era un hombre de ciencia, eso que llamamos un hombre de ciencia o un hombre científico, y su filosofía, como la de todos los de su especie, culminaba en el ¡vanidad de vanidades y todo vanidad! Por algo el autor mismo de esta sentencia famosa dijo aquello otro de que no es bueno ser sabio en exceso.
¡Plenitud de plenitudes y todo plenitud! A este grito de júbilo y de liberación y de persistencia sólo puede llegarse abrazándose la propia alma con los propios brazos de ella, y sintiéndola espiritualmente material, a través de las burlas de unos, de los rencores de otros, de los desprecios de éstos, de las envidias de aquéllos y de la indiferencia de los más.
"«Ama a tu prójimo como a ti mismo»", se nos dijo, y no «ámate a ti mismo», suponiendo que esto no es menester decírselo a nadie, sino que todos nos amamos a nosotros mismos, y no es, sin embargo, siempre así. Para muchos la buena nueva es ésta: «¡ámate a ti mismo!».
¿Y cuál es la razón de que amemos tan poco al prójimo? Lo que voy a decir parecerá a muchos el colmo de la paradoja, el ya no más del conceptismo, y, no obstante, arrostrando falsas interpretaciones, he de decirlo: no amamos más a nuestros prójimos porque no creemos más en su existencia sustancial. Si supiéramos ahondar en las propias entrañas espirituales, llegaríamos a comprender que apenas creemos en la verdadera existencia de nuestros prójimos, en que tengan un interior espiritual. Cuando se oye llorar a un niño, el lloriqueo nos molesta; pero apenas lo distinguimos del que produciría un muñeco perfectamente insensible, al que se le diese cuerda para que llorara por máquina. «De las muestras de dolor que dé uno —me decía una vez un amigo— no vayas a deducir que le duela tanto como cuando tú das iguales muestras; no todos están hechos lo mismo». Y un médico me ha asegurado que los gritos desgarradores que lanzan algunos niños en ciertas graves inflamaciones de las envolturas de los sesos, son gritos de esos que llaman reflejos y no van acompañados de dolor. El de los padres es grandísimo; pero es que la sustancia del hijo es de la sustancia del padre y se comunican alma a alma.
Es evidente que una ligera molestia propia, un leve dolor de muelas, nos duele más que el espectáculo de un terrible dolor ajeno, como nos incita más el propio apetito de una golosina que no el pensar en el hambre del prójimo. Y esta falta de imaginación, que es la facultad más sustancial, la que mete a la sustancia de nuestro espíritu en la sustancia del espíritu de las cosas y de los prójimos, esta falta de imaginación es la fuente de la falta de caridad y de amor.
Pero hay algo más hondo aún, y que parecerá más absurdo a muchos, y es que no creemos en la existencia de nuestros prójimos porque no creemos en nuestra propia existencia, en la existencia sustancial quiero decir. Hasta muchos de los que más aseguran creer en ella, porque es dogma del credo que se les impuso y acatan, hasta los más de éstos no creen, en realidad, en ello. O si creen, piensan, hablan y obran en lo demás como si no lo creyesen.
¿Cómo un hombre que crea de veras en su propia existencia va a no intentar sellarla en todo, y ligarla a todo y a todo comunicarla? ¿Cómo un hombre que crea de veras en su propia existencia va a creer en su propia muerte, en su muerte existencial? Porque en la apariencial nos fuerza a creer el mundo aparencial que nos rodea.
Pero el Espíritu de Disolución, blandiendo su empresa de «vanidad de vanidades y todo vanidad», vuelve a la carga y nos dice: «Pues si no has de morirte del todo y has de persistir sustancialmente, puesto que tal es tu fe y no te rindes a la razón, ¿para qué quieres dejar nombre? Si te vas con tu sustancia, ¿para qué quieres dejar su sombra?». No le hagas caso y sigue tu tiro. Ese anhelo de dejar rastro de ti es natural floración de la fe en la propia existencia y la mantiene. Nada natural debe podarse del espíritu. Todo el que de veras cree en su propia existencia, anhela sellar con ella las existencias de los demás. Y además, ¿quién sabe si no la recogeremos y redondearemos un día con los frutos de sus rastros? Pudiera muy bien suceder que se reconstruya nuestra personalidad con las memorias que de ella queden.
Hubo un Shakespeare existencial, o quienquiera que fuese el autor de los dramas que llevan su nombre, y se derramó en ellos y en ellos perdura. Cada uno de los que los leen en el curso de los siglos y en la amplitud toda de la tierra recibe en sí el alma de Shakespeare, siquiera en embrión u oscura simiente; y si todos los hombres que la han recibido y todos los que hoy la reciben se fundieran en uno y de las almas de todos se hiciese un alma sola, el alma de la Humanidad, resurgiría en ella, completado y trasfigurado, el Shakespeare que fue. Y este nuevo Shakespeare, este Shakespeare que ha vivido por sus obras en las mentes y en los corazones de cadenas de hombres en los más varios países, iría a animar y llenar la sustancia del Shakespeare que fue y es. Vive cada uno en su descendencia, en todos y en cada uno de los que derivan de él según la carne, y vive también en todos y en cada uno de los que reciben los efluvios de su espíritu. Te trasmites todo y entero en todas y en cada una de tus obras y de tus acciones; en un gesto tuyo va tu espíritu completo. Y por eso puedes repetir del más pequeño de tus actos, de la más ligera de tus palabras, que es plenitud de plenitudes y todo plenitud.
Hay algo más. Un famoso escritor alemán emprendió cuando frisaba en los ochenta años una obra de largo aliento, anunciándola. Juzgaron muchos por el anuncio que la tal obra le pediría lo menos una docena de años de trabajo, y hubo quien le llamó la atención sobre ello. Y vino a decir: «Qué, ¿les sorprende que a mi edad inicie una obra que ha de durar hasta que llegue a los noventa? Bah, ¡yo les digo que he de vivir hasta acabarla!». Y vivió. Y comentándolo, unos decían que la vigorosa tensión que ponía en su trabajo le mantuvo en vida hasta pasar de esa tan cumplida edad, y no se murió antes porque quiso no morirse, sino vivir para una obra; y otros decían que fue el sentirse vivaz la oscura conciencia de un copioso repuesto de vida lo que le movió a emprender a tan avanzada edad obra de tanto aliento. Sentíase joven por dentro. Y del mismo modo, la robusta fe en la propia existencia sustancial es la que nos mueve a irla sellando en todas partes y a todas horas y a dejar nombre y memoria de nosotros en donde quiera y cuando quiera.
El perfecto equilibrio entre el espíritu y el mundo es imposible; siempre sobra mundo para nuestro espíritu, o nos sobra espíritu para el mundo; siempre sobrepuja nuestra vitalidad espiritual a la necesaria para mantenernos o queda por debajo de ella. Y así, o la tenemos para verterla o vamos languideciendo; o tiramos al todo, o tiramos a la nada. Cuando alguien desea pasar sin ruido y sin ser notado, y no predominar en nada, y hasta le es gravoso el ocupar el hueco espiritual que ocupa y quisiera acaso disolverse, es que su vitalidad espiritual es menguante, es que la desasimilación de su espíritu excede a la nutrición del mismo, es que declina, es que tiende a la nada. Tiende a la nada y se enamora de su propia dolencia, como aquellos enfermos crónicos que acaban por encariñarse de la propia enfermedad y gustar la voluptuosidad de la disolución.
¿Y qué mal hay en ello? —se me dirá—. ¿Qué mal hay en que se deleite uno en el propio derretimiento? Yo sólo sé que me aterra semejante deleite, y no discurro más.
Concibo que pueda vivir y hasta obrar obras de valer un hombre que crea en su propio derretimiento, que no crea en su propia existencia sustancial; pero no concibo un pueblo entero en que semejante ánimo sea el dominante. Un pueblo así, un pueblo de esclavos.
Y el Espíritu de Disolución vuelve y dice: «¡Un pueblo de esclavos!, ¿y qué más da?, ¿qué más da, si es tan feliz como un pueblo de libres y más que un pueblo de tiranos?». ¡Qué más da!, ¡qué más da! He aquí una frase mucho más terrible que el vanidad de vanidades y todo vanidad. El «¿qué más da?» es la agorera enseña de los que buscan la razón de la razón y la razón de esta segunda razón, y así, en inacabable rosario de razones, sin llegar nunca, ¡claro está!, a la primera. Y es natural que no lleguen a ella, porque no hay ni puede haber razón alguna primera y suprema de las cosas; es imposible en sí un primer porqué.
Y si no, decidme: ¿por qué ha de haber mundo, y no que, más bien, no hubiera ni mundo ni nada? La existencia no tiene razón de ser, porque está sobre todas las razones. Los que fundan la razón de la existencia en un Ser Supremo absoluto, infinito y eterno, se mueven en una petición de principio, en un enorme círculo vicioso. Porque dicen que el mundo existe porque lo está creando un Dios, e infieren que existe un Dios —sea cual fuere el concepto que de éste se formen— para explicarse la existencia del mundo, y así existe mundo porque existe Dios, y existe Dios porque existe un mundo. Y siempre cabe preguntarles: «¿Y qué necesidad había de que existan ni mundo ni Dios ni nada?». Y por este camino se llega siempre al vértigo y al absurdo. Y al vértigo y al absurdo se llega por el «¿qué más da?». Y no se llega a ellos afirmando con la voluntad que el mundo existe para que exista yo, y yo existo para que exista el mundo, y que yo debo recibir su sello y darle el mío, y perpetuarse él en mí y yo en él.
Y sólo sintiendo así se siente uno vivir en una creación continua, y en vez de repetir con el de ¡vanidad de vanidades y todo vanidad! que no hay nada nuevo bajo el sol —nihil novum sub sole—, sacaremos del ¡plenitud de plenitudes y todo plenitud! que todo es nuevo bajo el sol —omnia nova sub sole— y cada momento de una visión una visión nueva.
Y aquí vuelven los razonadores, instigados por el Espíritu de Disolución, y dicen: «Las posiciones absolutas se confunden todas; lo mismo es decir que todo es libre como decir que no lo es nada; lo mismo da afirmar que todo es Dios como que no le hay; lo mismo da decir que todo es bueno como que todo es malo; que todo es objetivo como que todo es subjetivo, y todo por el estilo. Al que asegure que este mundo es el peor de todos los posibles y al que sostenga que es el mejor de ellos, puede decírseles igualmente que, siendo el único posible, por ser el único que hay, es a la vez el peor y el mejor de todos los posibles. Todo es espíritu equivale a decir que todo es materia. No hay más sutil manera de negar el milagro y el misterio que afirmar que todo cuanto sucede es milagroso, y es misterioso todo cuanto existe. Son juegos de palabras, y nada más, como si preguntáramos qué sucedería del Universo si se volviese todo él de arriba abajo. Si nos imaginamos no más que dos puntos en el espacio y se acercan, no tiene sentido alguno el querer averiguar si uno de ellos está quieto y otro se mueve hacia él, y cuál es inmóvil y cuál el móvil, o si los dos se mueven el uno hacia el otro; en el fondo es inconcebible lo de los dos solos puntos. Y así con todo lo absoluto. Lo mismo da, pues, decir que es vanidad de vanidades y todo vanidad, y que nada hay nuevo bajo el sol, como decir plenitud de plenitudes y todo plenitud, y que es todo nuevo bajo el sol.
Así, sería, en efecto, si las palabras no expresaran más que razones y si fuese verdad que la proposición verbal no es más que la manifestación oral de un juicio. Pero aunque intelectualmente veamos lo mismo el mundo los que dicen que nada hay en él de nuevo y los que decimos que todo es nuevo en él, lo sentimos de muy distinta manera. Si me pongo a disertar acerca de los conceptos de sustancia y de accidente, y de número y fenómeno y de existencia y apariencia con uno de los de vanidad de vanidades, llegaremos a ponernos racionalmente de acuerdo; y, sin embargo, yo sentiré la sustancialidad de mi existencia y él la accidentalidad de su apariencia. Llegaremos a hablar el mismo lenguaje, porque éste no es suyo ni mío; nos entenderemos, pero no comulgaremos en un mismo sentimiento. Puedes darme el tono y la intensidad con que en ti vibra el mundo, la nota que en tu corazón resuena pero no puedes darme el timbre con que los recibes, que es tu propio timbre. Y si me lo trasmites, es por emoción estética, es por obra de arte.
Si un hombre estuviese constantemente rodeado por un fanal rojo y otro por un fanal azul, y pudiesen comunicarse, es claro que se pondrían de acuerdo respecto a los colores de las cosas, y los dos llamarían a cada color con el mismo nombre, pues todos se les trasformarían en coordinación, y acaso creyeran que veían el mundo lo mismo. Sus respectivas posiciones respecto a la visión de los colores, por ser ambas absolutas, borraban toda diferencia. Pero los colores no son sólo elementos de la visión, sino que la luz de cada uno de ellos influye químicamente, y de distinto modo cada una, en el organismo, siendo el rojo el color más dinamogénico o que excita el organismo, y deprimiéndolo el azul. Y así, aunque los dos hombres del supuesto coincidieran en su modo de explicarse el mundo, su energía vital resultaría modificada de muy distinto modo. La sentencia del «vanidad de vanidades y todo vanidad» es sentencia azul, y la de «plenitud de plenitudes y todo plenitud» lo es roja.
El poeta es el que nos da todo un mundo personalizado, el mundo entero hecho hombre, el verbo hecho mundo; el filósofo sólo nos da algo de esto en cuanto tenga de poeta, pues fuera de ello no discurre él, sino que discurren en él sus razones o, mejor, sus palabras. Un sistema filosófico, si se le quita lo que tiene de poema, no es más que un desarrollo puramente verbal; lo más de la metafísica no es sino metalógica, tomando lógica en el sentido que se deriva de logos, palabra. Suele ser un concierto de etimologías. Y hasta tal punto es esto así, que cabe sostener que hay tantas filosofías como idiomas y tantas variantes de éstas como dialectos, incluso lo que podemos llamar el dialecto individual. Si hay una filosofía alemana, no es más que la filosofía del idioma alemán, y así con las demás. La lengua francesa es la que explica a Descartes.
Y es ello natural. Cada pueblo ha ido asentando en su lenguaje su concepción abstracta del mundo y de la vida, y en la extensión y comprensión que da a cada vocablo va implícita su filosofía. En la etimología de concipere y de comprehendere y de intendere y de intelligere, y luego en la de substantia y accidens y existere, y en la de mil otros vocablos, va la filosofía escolástica toda. El filósofo no hace sino sacar del lenguaje lo que el pueblo todo había metido en él durante siglos. Y por ello, a poco afinar se llega a convertir en tautologías los axiomas filosóficos.
Pero el filósofo no da el grito con que se pronunciaron las palabras, ni el gesto que las acompañó; el filósofo no puede dar la sustancia de la palabra ¡tierra! cual la rindieron desde lo hondo del pecho los compañeros de Colón al columbrar el Nuevo Mundo. Ni puede el filósofo expresar lo que hay en mí cuando al abrazar con los brazos de mi espíritu a mi propio espíritu siento en silencio, más que lo expreso con palabras, algo que puede traducirse vagamente exclamando: «¡Alma mía!». Ni puede el filósofo decir lo que es de mí y lo que yo soy cuando después de haberme puesto de acuerdo racionalmente con el heraldo de vanidad de vanidades y todo vanidad, se recoge mi alma y reza: «¡Plenitud de plenitudes y todo plenitud!». Porque esto es una jaculatoria, y no una proposición lógica; es un estrumpido de mi espíritu, y no una expresión de mi inteligencia.
Pero viene el poeta, es decir, el vidente y no el coplero, y en prosa o verso exhala en palabras su espíritu, y dice, como Calderón, que la vida es sueño, o, como Shakespeare, que estamos hechos de la madera de los sueños y rodeada nuestra pequeña vida por la muerte, y en estas palabras tenemos revelaciones sustanciales. Las palabras de Shakespeare son la forma suprema de la revelación terrible del Espíritu Disolvente. Son más terribles aún que las de Calderón, pues éste sólo proclama sueño a nuestra vida, y no a nosotros, que la soñamos o vivimos, mientras aquél nos dice que estamos nosotros mismos hechos de sustancia de sueños. O que, ¿no será la madera de que los sueños están hechos de madera sustancial o persistente? ¿No podremos decir que los sueños están hechos de la misma madera que tocamos y sentimos en nuestras entrañas espirituales?
Esa concepción, o mejor dicho, ese sentimiento hipnótico del mundo y de la vida, nos lleva a adoptar frente al mundo una posición estética, a tomarlo como espectáculo. Fue la posición dominante en la intelectualidad griega desde los tiempos de los poemas homéricos hasta los comienzos de la cristiandad, y aun después. En la Odisea se dice que los dioses traman y cumplen la destrucción de los mortales para que los venideros tengan algo que cantar, y más de diez siglos después dice el libro de los Hechos de los Apóstoles, en el versillo 21 de su capítulo XVII, que los atenienses y sus huéspedes extranjeros no pasaban el tiempo sino en decir y oír novedades. Y siglos más tarde, nuestro viejo Cantar de myo Cid, versos 343 y 344, hablando de la vida del Cristo, le dice al mismo:
Por tierra andidiste XXXII años, Señor spirital,
Mostrando los miraclos, por en auemos que fablar.
Es decir, que los milagros del Cristo sirvieron para que hablasen de ellos e hiciesen con ellos cantares los cantores y juglares de nuestra pintoresca Edad Media. Y ya en nuestros días viene el gran pontífice del intelectualismo esteticista, Ernesto Renán, y nos dice que este universo es un espectáculo que Dios se da a sí mismo, recomendándonos que sirvamos las intenciones del gran corega, contribuyendo a hacer el espectáculo lo más brillante y lo más variado que sea posible. Filosofía de sonámbulos que no sienten su propio peso espiritual.
Frente a ella se alza el temple verdaderamente religioso, que por boca de Pablo de Tarso nos dice: "«Si no hay resurrección de muertos, Cristo tampoco resucitó, y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana es también nuestra fe»" (I Cor., XV, 13 y 14). Y al oír esto de vencer a la muerte y resucitar los muertos, los estetas todos, los intelectuales que creen que los dioses traman las calamidades humanas para que tengan algo que contar los venideros, hacen lo que dice el libro de los Hechos de los Apóstoles (XVII, 32) hicieron los atenienses, charladores de novedades, cuando Pablo llegó a hablarles de resurrección de muertos, y es que unos se burlaban y otros decían: "«Te oiremos acerca de esto otra vez»".
La fe en la resurrección, es decir, en la inmortalidad del Cristo, que es el núcleo, como fue la semilla, del cristianismo, ha sido para los cristianos, háyanlo sabido o no éstos, el sostén de la fe en su propia inmortalidad, manantial de la vida íntima del espíritu. Y así pudo decir Atanasio que Cristo había deificado a los hombres (qeopoiei==n), que los había hecho dioses. Perdida esa fe, toda religión, y en especial toda religión cristiana, se derrumba, quedando en su lugar una filosofía o una estética de la religión, cuando no una institución de enervadora pedagogía social. No puede matarse, sin matar las raíces de la verdadera vida con ella, el vivificante manantial de las supremas inquietudes del espíritu, la sed del más allá.
Si la religión no se funda en el íntimo sentimiento de la propia sustancialidad y de la perpetuación de la propia sustancia, entonces no es tal religión. Será una filosofía de una religión, pero religión, no. La fe en Dios arranca de la fe en nuestra propia existencia sustancial; para explicar las apariencias basta un Dios aparencial, quiero decir que sobra todo Dios. Lo que no se explica sin Él, tampoco con Él se explica, pues tomándolo como Razón Suprema necesita a su vez ser explicado. Nada más vano que el Dios que se cierne sobre el vanidad de vanidades y todo vanidad; nada más caduco que el Dios de un universo bajo cuyo sol no haya nada nuevo. Si existe un Dios, es la plenitud de plenitudes de que todos participamos y en que comulgamos todos; si existe un Dios, es el Querer, que hace que sea todo nuevo en cada momento de su existencia. Si existe un Dios, es el Querer, que quiere perpetuarse en el universo y manifestarse en él. Y nuestra vida, ¿en qué ha de estribar?
"«Ni del sabio ni del necio habrá memoria para siempre, pues en los días venideros todo será olvidado, y morirá el sabio como el necio. Aborrecí, por tanto, la vida, porque la obra que se hace debajo del sol me hastía, por cuanto todo es vanidad y aflicción de espíritu»" (Eclesiastés, I, 16 y 17). ¡Cállate, Predicador hastiado y hastioso, hijo de David, rey de Jerusalén! ¡Cállate! Habrá memoria del sabio y del necio, porque nada pasa sin dejar rastro de sí, sino que todo reposa, en una o en otra forma, en las entrañas del Universo; y cuando éste reciba la suprema sacudida, resonará toda nota que duerme hace siglos de siglos en sus cuerdas más íntimas y entrañadas; en los días venideros, después del después y en el mañana del mañana, será todo recordado y vivirá el necio como el sabio, aunque vida de necio y no de sabio. Y por esto debemos amar la vida, Predicador hastiado y hastioso, hijo de David, rey de Jerusalén, y nos debe henchir de alegría y de esperanza la obra que se hace debajo del sol, porque todo es plenitud y gozo de espíritu.
La voz del Predicador, hijo de David, rey de Jerusalén, ha hallado muchos ecos en la historia y muchos han cantado de acorde con ella. Entre tantos hay uno, un poeta filósofo, cuyos cantos resuenan lúgubres en la dulce lengua portuguesa. Es Antero de Quental, cuya fama fue tablado de la tragedia humana. Oídle cantar la redención en su Redempção:
Vozes do mar, das arvores, do vento!
Quando as vezes n’um sonho doloroso,
Me embala o vosso canto poderoso,
Eu julgo igual ao meu vosso tormento...
Verbo crepuscular e intimo alento
Das cousas mudas, psalmo mysterioso,
Não serás tu, queixume vaporoso,
O suspiro do mundo e o seu lamento?
Um espiritu habita a immensidade:
Oma ancia cruel de liberdade
Agita e abala as formas fugitivas,
E eu comprehendo a vossa lingua extranha,
Vozes do mar, da selva, da montanha...
Almas irmans da minha, almas captivas!
Não choreis, ventos, arvores e mares
Côro antigo de voces rumorosas,
Das vozes primitivas, dolorosas
Como um pranto de larvas tumulares...
Da sombra das visões crepusculares...
Rompendo, un dia, surgireis radiosas,
D’esse sonho a essas ancias affrontosas,
Que exprimen vossas queixas singulares...
Almas no limbo ainda da existencia,
Accordareis un dia na Consciencia,
E pairando, ja puro pensamento,
Vereis as Formas, filhas da Illusão
Cahir desfeitas, como un sonho vão...
E acabará por fim vosso tormento.
El poeta partió del vanidad de vanidades y todo vanidad del Predicador, hijo de David, rey de Jerusalén, y luego de llegar, por tal camino, a sentir la redención del Universo todo, y que todo despertará un día en la Conciencia, descansa, al cabo de una trágica vida, su corazón,
Na mão de Deus, na sua mao direita,
y puede decirle:
Dorme o teu somno, coração liberto,
Dorme na mão de Deus eternamente!
Eternamente, no, poeta, sino hasta que despierte en la redención del Universo. Por algo tú, Antero, que sufriste como han sufrido pocos la vanidad de todo lo aparencial, llegaste, por el camino de la amargura, a contemplar desde tu crucifixión suprema el despertar en la Conciencia de todo lo que fue, llegaste a la plenitud de plenitudes y todo plenitud cuando tu corazón durmió su sueño eterno en la mano de Dios, en su derecha mano.
Agosto de 1904.