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Juanita (y a apareció aquello...), que era una muchacha vivarachita y francota, tenía decidido empeño en cantar siempre los números: ¡el ocho!, ¡la edad de Cristo!, ¡los anteojos de Quevedo!, ¡el pollito!...
—¡Terno!—decía Serafín.
—Bueno. Dí los números.
—Ocho...
—Habla más alto, hombre; siempre hablas para el cuello de tu camisa.
«Esta chica—se decía Serafín—es un manojo de nervios..., pero tiene un fondo excelente, es muy buena...» Y luego, meditando más, añadía para sí: «¿Y a mi qué? Mira, Serafín, no haya en esto complacencias mundanas..., algo de afecto desarreglado... San Luis ni siquiera miraba a las mujeres...» Y colocaba la alubia.
—Ahroa canta tú, Serafín, y hazlo más claro que otras veces.
Una noche, mientras jugaba, diole a Serafín el éxtasis, como si dijéramos el hipo, y se desmayó. Acudieron a él todos, acudió también solícita Juanita y, cuando el muchacho volvió en sí, la joven le humedecía los ardientes labios con agua fresca.
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Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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