El pobre Serafín tenía maceradas las rodillas de tantas horas como se pasaba sobre ellas. Pensaba entrar jesuita cuando tuviera edad para ello, y sus modelos eran Luis Gonzaga, Estanislao de Kostka y el beato Berchmans, todos tres S. J. ¡Qué sueños de ventura sus ensueños! viviría en un mundo aéreo, espiritual, donde la carne fuese tan sólo sutilísima vestidura terrena de la criatura divina Indiferente al gozo y al dolor, dejaría a Dios posesionarse del yo satánico y, conforme con la voluntad de Él, fuente viva del vivísimo amor, desfilaría a sus ojos el panorama del mundo como desfilan por el cielo azul las nubes de formas caprichosas, y dentro de su alma, en el más recóndito y callado riconcillo, a solas, se solazaría en dulcísimos coloquios con el corazón ardiente de Jesús. Allí le contaría sus cuitas, desahogaría en lágrimas dulcísimas el dolor de tener que vivir en la cárcel oscura y triste de este cuerpo mortal, allí sentiría el exquisito goce de sufrir por Él este martirio
¡Cúando llegaría la hora en que se desciñera de este vestido impuro y, libre de él, volara a apagar la abrasadora sed de su amor al infinito Amor! ¡Oh! De amar, amar a un amante que nos de amor infinito, amar al Amor que nunca acaba y se renueva siempre... E, inclinando el pobre sobre el pecho su Cabeza, quedaba en extásis para acabar por dormirse.
Hacíanle ir a las noches a casa de unos amigos a jugar a la lotería un rato, y, aunque desligado de estas mundanas ocupaciones, iba solo por obedecer a su madre, que se lo mandaba para curar sus ocultas tristezas allí, callado, melancólico y con la vista baja, colocaba con gravedad mística las alubias sobre los números del cartón.
Juanita (y a apareció aquello...), que era una muchacha vivarachita y francota, tenía decidido empeño en cantar siempre los números: ¡el ocho!, ¡la edad de Cristo!, ¡los anteojos de Quevedo!, ¡el pollito!...
—¡Terno!—decía Serafín.
—Bueno. Dí los números.
—Ocho...
—Habla más alto, hombre; siempre hablas para el cuello de tu camisa.
«Esta chica—se decía Serafín—es un manojo de nervios..., pero tiene un fondo excelente, es muy buena...» Y luego, meditando más, añadía para sí: «¿Y a mi qué? Mira, Serafín, no haya en esto complacencias mundanas..., algo de afecto desarreglado... San Luis ni siquiera miraba a las mujeres...» Y colocaba la alubia.
—Ahroa canta tú, Serafín, y hazlo más claro que otras veces.
Una noche, mientras jugaba, diole a Serafín el éxtasis, como si dijéramos el hipo, y se desmayó. Acudieron a él todos, acudió también solícita Juanita y, cuando el muchacho volvió en sí, la joven le humedecía los ardientes labios con agua fresca.
—¿Qué tal? ¿Qué tal te sientes?
Y con inefable sonrisa contestaba el santito mirando al techo:
—Bien, Juana; he recibido grande alivio...
—¡Qué Juana ni que ocho cuartos! ¡Juanita!
—Como gustes, Juanita.
El lector supone el resto del cuento, pero no basta.
Juanita andaba todavía de corto, y como ser a fin usaba la vista baja por no querer ver las caras, veía las pantorrillas. A fe que tales pantorrillas le costaban pellizcos y maceraciones.
Había que oír, al acercarse ella, como el se ponía a recitar oracioncillas y a decir muy bajito: «¡Madre de misericordia, ayudadme!», y en tanto, sin querer, seguía mirando lo que no quería. Por las pantorrillas le agarró el demonio.
Retirado en un rinconcillo del templo, se daba a pensar en todo aquello de la mística unión con Dios, y es el caso que así Pasaba las horas. Habia visto los grabados con que Gustavo ore ilustro la Divina comedia, y le parecía este mundo aquel infierno con sus hombres sombras, su nublado cielo y aquellas portadas asperezas y revueltos vericuetos. Cerraba los ojos, inclinaba la cabeza sobre el pecho y allí era el meditar en el tristísimo paso de la muerte y ver después como un mundo negro, muy negro, sin cielo ni suelo, sin calor frío, sin aire nagua, y allí se veía a si mismo, solo, perdido en la inmensa y solitaria oscuridad. Pasaban mil ensueños agujereando su frente y veia con embeleso aquellos corredores del convento, tan limpios y tan oreados, tan solitarios y pacíficos, dormidos en la luz del crepúsculo, alumbrados a trechos por la luz tenue que se filtraba al través de las ventanas de cristales pintarajeados. Luego veía abiertos los cielos de luz cuajada, y se despepitaba en imaginar la visión beatífica. ¿Quién sabe los remolinos que formarían en su espíritu aquellas anticipación es de a esencia y los atributos y las personas de Dios? Y revuelto con todo ello pasaba de vez en cuando la vivaracha chicuela de los hermosos y cuerpo bien torneado. El pobrecillo entonces es pellizcaba y hacía mil esfuerzos de espasmódica contracción. Pasaba con las rodillas pegadas a tierra el tiempo hasta que salía. Salía a la calle y aspiraba con delicia bocanadas de aire fresco.
A lo lejos, muy lejos, venía Juanita, su tentación, y Serafín se formó el propósito de pasar por su lado sin mirarla. Desvió la vista cuando ella pasó, riéndose de él a carcajada limpia. El pobrete se pellizcó y con tal turbación marchaba, que hubo de tropezar con lo que quería..
—¡Tú habías de ser! ¡Mira donde pisas, hombre!—dijo Juanita.
Sin querer alzó serafín la vista, y sus ojos se encontraron. ¡Aquí te quiero ver, escopeta! ¡Oh, aquélla no era sombra del Dante seguramente!
—Perdona—contestó Serafín, y siguió su camino.
En él le siguió la sombra de aquella realidad.
«La verdad es—se decía Serafín—que a Dios se puede servir de mil modos y que hay placeres lícitos.» Volvió entonces no en sí, sino en el otro, y se pellizcó.
Tenía por las noches en las cama antes de plegar sus párpados al sueño terribles asaltos de tentadoras imaginaciones. Recreábase, sin querer, en mil fantasías enervantes, y sólo interrumpía el curso de tales pensamientos para dolerse amargamente de lo que él juzgaba su desenfrenada concupiscencia, y se aquietaba luego diciéndose: Es voluntario, es involuntario; yo peleo, pero soy vencido. ¡Señor! ¡Señor!, el espíritu está pronto, pero la carne es flaca. Dábase unos pellizcos, poníase a pensar en cualquier paso divino y, volviéndose al otro lado, se aquietaba.
Como moscas en tropel que, espantadas, huyen de la colmena, pero vuelven pronto, así volvían a su cabeza aquellas imágenes demoníacas vestidas de carne y exhalando fuego. ¡Cuánto sufría el pobre Serafín!
Mas he aquí que dio Serafín en un remedio singular y eficacísimo. Había observado que cuando pensaba en la Juanita no era para deleites sucios, sino que siempre se imaginaba escenas de encanto idílico y de inocentísima aventura. Lo más, lo más..., ¡pshé!, eso... ¿qué importa? «No es pecado—se decía Serafín—imaginarse escenas en circunstancias lícitas.» Este escape casusístico vale un mundo y sirve para aliviar de escrúpulos las conciencias más meticulosas.
Juanita fue el antídoto a su concupiscencia, el ángel de su guarda. ¡Con que ansia esperaba que la noche viniese, para acurrucarse bien y, cuando tenía calentitos los pies, echarse a imaginar escenas en circunstancias lícitas!
Hízose la reflexión de que Dios le llamaba por otro camino, que hay en el cielo lugar para todos, y lo que sigue se lo figura cualquiera. Años más tarde, Serafín y Juana se casaron. En un principio vivieron felicísimos y nada altero la calma tranquila del en cantado hogar. Pero luego el cielo se nublo, los relámpagos lo cruzaron y, tras los relámpagos, los truenos nuncios de tempestad. La pobre Juana se ha tornad o triste, preocupada Y melancólica, come poco, cavila demasiado y se pasa largas horas en la iglesia pidiendo a Dios por el masonazo de su marido, que es un hereje de los mayores y incrédulo de tomo y lomo. Cuándo mucho, cuándo nada. Ab inimico malo, libera nos, Domine!