Querer Vivir

Miguel de Unamuno


Cuento


Il solo principio motore dell'uomo è il dolore.

Verri


Yo quiero vivir, no quiero más que vivir; ¡por Dios!, señor..., déme aunque sólo sean unos días más de vida...

—¿Y para qué?—respondió brutalmente el médico.—¡Señor, por Dios!, yo quiero vivir... Si usted viera qué alegre me pongo cuando llega hasta la cama el rayo de sol de a mañana... y en él andan jugando una porción de bichillos...

—Eso es polvo, sólo polvo...

Lo que usted quiera, señor, ¡pero yo quiero vivir...!

—¿Para sufrir?

—Sí, para sufrir aunque sea.

El médico dio media vuelta y se fue murmurando: «¡Pobre chica!»


Al siguiente día, el médico, después de visitar a las demás enfermas, fue a la que quería vivir. Estaba dormitando.

¡Ya viene, ya viene!—decía entre dientes.

—¿Quién viene?

La enferma despertó sobresaltada.

¿Es usted, señor?

Sí, yo soy. A ver el pulso.

—Tómelo, señor.

La enferma sacó un brazo gastado por la fiebre, que parecía de marfil torneado.

¿Qué tal?—preguntó el médico.

—Me siento algo más aliviada...¿Moriré, señor?

—Indudablemente, más tarde o más temprano...

—Yo no quiero morir...¿Y usted?

El médico la miró sorprendido.

—¿Yo? No lo sé.

—¡Por Dios, señor! No me abandone..., no quiero morir. ¡Soy tan joven! Aún no he visto el mundo ...

—¡Oh!, tiene mucho que ver...

—Para ustedes..., los señoritos cansados de vivir..., ustedes, los ricos, tienen cuanto se les antoja...

—Más de lo que se nos antoja..., ¡los ricos!

—¿Me moriré, señor?

—Por Dios, joven, yo no lo sé...

El médico se fue malhumorado después de haberla vuelto a pulsar.

«Es brusco, pero buen señor; no me dejará morir », murmuró la enferma, arrebujándose en las sábanas.


A eso de las once llegó sor Ana con la taza de caldo. Se decía que era sor Ana la virtud encarnada, toda caridad y dulzura. Era una monja colorada y fresca.

—¿Qué tal, hija mía?

(A todos llamaba hijos.)

—Mal, madre, mal en este momento..., siento agudísimos dolores...¿Me moriré?

—¡Ca, hija mía! No piense en eso. Estos dolores son solo pruebas que Dios le envía para ejercitar su paciencia; recíbalos con resignación, súfralos, que ellos le llevaran a la Gloria...

(Género cursi.)

—¡Ay, madre!, tengo unas ganas de ver el cielo...

—Confíe en Dios; Él es bueno...

—No, no digo ese cielo, digo el cielo azul que es el techo de la Tierra... ¡Tantos días en la cama!

—Ese cielo no es más que reflejo y suelo del otro.

—Mire, madre, ¿sabe lo que decía un día don Sebastian? Pues decía que el cielo es azul mirado desde aquí, pero que cuanto más se sube es menos azul, que al fin de él se ve todo negro como si fuera de noche, y las estrellas y el Sol brillando en lo negro...

—¡Cosas de don Sebastián!

—¡Dicen que es judío...!

—No, hija mía, no; es un señor excelente—dijo sor Ana—; él te curará...

—Está siempre tan triste..., de tan mal humor...

—Es que está enfermo.


Don Sebastián anunció un día a la pobre enferma que al siguiente podría levantarse e ir hasta el jardín a ver e cielo.

—¿Cuándo?

—Mañana, cuando yo venga...

—¿Cuándo usted venga?

¡Sí!


Al siguiente día vino don Sebastián, como de costumbre.

—¿Se ha levantado esa muchacha?—preguntó a sor Ana.

—No, señor; ahora la levantaremos, y será menester que vaya apoyada en mi brazo; la pobrecilla no podrá sostenerse...

—No, yo la llevaré; quiero ver la impresión que en ella nace la luz... Es una curiosidad.

—Como usted quiera—y sor Ana le miró con indagadora airada.

—Aquí espero.

El médico esperó a que saliera la enferma, que se arrastraba trabajosamente apoyada en el brazo de sor Ana.

—¡Ah!, ¿usted por aquí, don Sebastián?

—Sí, yo; déme el brazo.

La muchacha le miró sorprendida.

—¡Señor... ¡

—¡Vaya, vaya, vamos a ver el cielo!

La chica acabo por reirse..., ¡era tan gracioso que el hurón de don Sebastian le diera el brazo!

Llevóla a la ventana. El día estaba limpio; una tarde clara y tibia de primavera. La enferma respiraba con todos sus pulmones, y tal fue la impresión que el gozo, la luz y el aire le produjeron, que se desmayo en brazos de don Sebastian. Cuando volvió en sí vio a este que la miraba atentamente.

—¡Qué hermoso esta el día...! ¡Nunca lo ha estado tanto! Mientras he estado enferma, el cielo se ha puesto más azul.

—Efectivamente—contesto, pensativo, el médico.

—Sí, parece que se puede tocar el cielo con las manos...

—Y el suelo con los pies.

—Mire, señor, lo que son las cosas. Ahora no me importaría tanto morir...; tengo un sueño...

—Y yo.

—¿Usted? Pues váyase, señor, vaya a descansar...; ya se ve, habrá usted estado toda la noche auxiliando a algún enfermo... ¡Qué bueno es usted! Por mí no lo deje...¿Conque tiene usted sueño?

—Sí, de no despertar.

—¡Qué cosas dice usted, don Sebastian...!

—¿Cuántos años tienes?

La muchacha le miró sorprendida, de la pregunta y del tuteo.—

¿Yo, señor? Diecinueve.

—¡Diecinueve años...! si te curas del todo, y curarás, aún te quedan muchos años de vida. Yo soy viejo.

—¿Viejo? ¿Usted viejo? No diga despropósitos, señor. Si usted aparenta...

—Los años y la apariencia importan poco.

—¡Qué cosas tiene usted, don Sebastián!

—Vaya, siéntate, muchacha, y dentro de un rato—añadió volviéndose a sor Ana, que pasaba—a la cama; por hoy basta; necesita reposo.

El médico se fue.


La enferma sanó, porque toda dolencia acaba en salud o en muerte, y en poco tiempo se repuso, volviéndole el calor a la sangre a las mejillas y el calor de la vida al alma con algunos ahorrillos compró una hermosa gallina de bien su cuentas mantecas y, atándole las patitas con una cintilla azul, fuese a casa de don Sebastian para dársela de regalo.

Pasaron a la muchacha a una sala adornada de extraños cuadros donde vio con asombro hombres descuartizados y otros inconcebibles horrores. «¡Qué cosas tiene don Sebastian!»

Una puerta abierta dejaba ver un gabinete, en el que, con la cabeza sobre los brazos, dormía o parecía dormir don Sebastian apoyado en una mesa, aunque al anuncio de la visita respondió con un sordo «¡Allá voy!»

La cándida mozuela se aventuro a penetrar en el gabinete y se quedo contemplando al médico con la gallina en una mano. Apenas se oía más que la respiración fatigosa del doctor. Sobre la mesa había un vaso con algún potingue de botica y Un libro abierto. Por instintiva curiosidad giró la chica su vista por el aposento. Al tropezar su vista con un esqueleto, serio, grave y clavado en un rincón, se le escapó un grito. El médico alzó la vista, frotóse los ojos soñolientos, pusóse pálido y luego rojo como la grana.

—¡Ah!, eres tú...

Sí, señor.

La chica no quitaba ojo del esqueleto.

—¿Te asusta ese señor?

Y el médico le cubrió con una cortina.

Venía, señor...

—¡Al fin! Me lo esperaba.

Venía a traer a usted este regalillo...

—¿Vienes a traerme un regalo?

Don Sebastian bajó la vista y se nublaron sus ojos. Entonces, vientos y corrientes encontradas chocaban, alzando remolinos bajo las huesosas paredes de aquel cráneo recubierto de carne. La joven lo conoció con mujeril instinto, y con la gallina en la mano miraba sin comprender.

Cuando el médico alzó sus ojos, los tenía húmedos. Tomó el vaso, arrojó su contenido a la escupidera y, volviendo a la muchacha, le pidió, distraído, el pulso.

—¿Quieres vivir todavía?

—¡Oh, sí!, sí, señor.

—¿Tienes novio?

La pobre chica sintió toda la sangre que se le subía a la cara y que el alma se le recogía en el pecho.

—¿Lo tienes...?

—Hasta ahora no...

El médico dio una vuelta por el gabinete con la vista baja, encaróse con la muchacha y le espetó a boca de jarro esta descomunal pregunta:

—¿Quieres casarte conmigo...?

La chica vio ante sus ojos unas rayitas blancas que bailaban y sintió que una bola de sangre fría le corría por el cuerpo.

—Señor...—murmuró.

El médico volvió a cogerle el pulso.

—Yo también quiero vivir—le dijo—; pero di, ¿nos casaremos?

—Señor, dicen que es usted judío...

—¡Judío yo!—exclamó don Sebastian. Y luego añadió, más tranquilo—: No lo creas; soy español.

—¿Oye usted misa?

El médico vacilo.

—La oiré—contestó como forzado a contestar.

—¿Cree usted en Dios?

—¿En Dios? ¡Ah!, sí..., creo en Dios... ¡Pues no he de creer... si Dios es la vida... ¡

—¿Es usted cristiano?

—¿Cristiano... yo? Sí, por la gracia de Dios—contestó con jovialidad.

—Entonces...

La muchacha se puso de mil colores y siguió:

—Yo...

—¡Sí, tú!

—¡Qué cosas tiene usted, don Sebastian!

—¡Ea! Mariquilla, ¿nos casamos? Sí o no.

—¡Vaya! Tome usted la gallina y déjese de bromas.

Bien sabía la chica que don Sebastian siempre hablaba en serio.—

Te hablo formal: ¿quieres casarte conmigo? Tú me gustas; no es deber tuyo el aceptar; haz lo que quieras...

—Si usted se empeña, don Sebastian, por mí... Usted me ha salvado la vida.

La chica se echó a llorar.

—Tú sí que me has salvado la vida contesto el médico. Paseándose y sin mirarla.

—Yo no soy bastante para usted...—murmuró la chica entre sollozos y limpiándose las lágrimas.

—Bastante no, demasiado.

—¡No se burle usted de mí, don Sebastian!

—Yo no me burlo de nadie.

Dejando el tono un tanto displicente que gastaba, volvió a tomarle el pulso y le dijo nuevamente:

—En definitiva....,¿sí o no?

—Sí.,

Don Sebastian no dio las muestras de contento que eran de esperar y son de rigor en tales casos; ¡era tan raro!

—Vaya, hasta mañana. Ésta es tu casa... Si te asusta, quitaré el esqueleto... Desde mañana procuraré arreglarlo todo, y cuanto antes sea posible nos casaremos. Iré a ver a tu tía..., todo se hará. Ahora necesito hacer.

Mariquilla iba a salir.

—¿Y la gallina, señor?

—¡Ah!, es verdad. Tráela. La guardaré para el día de la boda...

Cuando la chica salió a la calle brillaba el cielo más azul que nunca. Y ella se fue calle abajo rezando un Avemaría y diciéndose entre tanto: «¡Qué bueno es don Sebastian!»

El médico salió poco después y, viendo por el Noroeste una nube que salía, murmuro: «¡Bah, a que llueve también mañana!».


Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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