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Este texto forma parte del libro «Cuentos de Mí Mismo».
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Su mujer, Rufina de Bengoecheabarri y Goicoechezarra, era también de por ahí, pero aclimatada en Artecalle, una ardilla, una cotorra y lista como un demonio. Domesticó a su marido, a quien quería por lo bueno. ¡Era tan infeliz Solitaña! Un bendito de Dios, un ángel, manso como un cordero, perseverante como un perro, paciente como un borrico.
El agua que fecunda a un terreno, esteriliza a otro, y el viento húmedo que se filtraba por la calle oscura, hizo fermentar y vigorizarse al espíritu de doña Rufina, mientras aplanó y enmoheció al de don Roque.
La casa en la que estaba plantado don Roque era viejísima y con balcones de madera, tenía la cara más cómicamente trágica que puede darse, sonreía con la alegre puerta y lloraba con sus ventanas tristes. Era tan húmeda que salía moho en las paredes.
Solitaña subía todos los días la escalera estrecha y oscura, de ennegrecidas barandillas, envuelta en efluvios de humedad picante, y la subía a oscuras sin tropezarse ni equivocar un tramo donde otro se hubiera roto la crisma, y mientras la subía lento e impasible, temblaba de amor la escalera bajo sus pies, y la abrazaba entre sus sombras.
8 págs. / 14 minutos.
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Publicado el 5 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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