¡Adentro!
In interiore hominis habitat veritas.
La verdad, habríame descorazonado tu carta, haciéndome temer por tu
porvenir, que es todo tu tesoro, si no creyese firmemente que esos
arrechuchos de desaliento suelen ser pasaderos, y no más que síntoma de
la conciencia que de la propia nada radical se tiene, conciencia de que
se cobra nuevas fuerzas para aspirar a serlo todo. No llegará muy lejos,
de seguro, quien nunca sienta cansancio.
De esa conciencia de tu poquedad recogerás arrestos para tender a serlo todo. Arranca como de principio de tu vida interior del reconocimiento, con pureza de intención, de tu pobreza cardinal de espíritu, de tu miseria, y aspira a lo absoluto si en el relativo quieres progresar.
No temo por ti. Sé que te volverán los generosos arranques y las altas ambiciones, y de ello me felicito y te felicito.
Me felicito y te felicito por ello, sí, porque una de las cosas que a peor traer nos traen —en España sobre todo— es la sobra de codicia unida a la falta de ambición. ¡Si pusiéramos en subir más alto el ahínco que en no caer ponemos, y en adquirir más tanto mayor cuidado que en conservar el peculio que heredamos! Por cavar en tierra y esconder en ella el solo talento que se nos dio, temerosos del Señor que donde no sembró siega y donde no esparció recoge, se nos quitará ese único nuestro talento, para dárselo al que recibió más y supo acrecentarlos, porque "«al que tuviere le será dado y tendrá aún más, y al que no tuviere, hasta lo que tiene le será quitado»" (Mat., XXV). No seas avaro, no dejes que la codicia ahogue a la ambición en ti; vale más que en tu ansia por perseguir a cien pájaros que vuelan te broten alas, que no el que estés en tierra con tu único pájaro en mano.
Pon en tu orden, muy alta tu mira, lo más alta que puedas, más alta aún, donde tu vista no alcance, donde nuestras vidas paralelas van a encontrarse: apunta a lo inasequible. Piensa cuando escribas, ya que escribir es tu acción, en el público universal, no en el español tan sólo, y menos en el español de hoy. Si en aquél pensasen nuestros escritores, otros serían sus ímpetus, y por lo menos habrían de poner, hasta en cuanto al estilo, en lo íntimo de éste, en sus entrañas y redaños, en el ritmo del pensar, en lo traducible a cualquier humano lenguaje, el trabajo que hoy los más ponen en su cáscara y vestimenta, en lo que sólo al oído español halaga. Son escritores de cotarro, de los que aspiran a cabezas de ratón; la codicia de gloria ahoga en ellos a la ambición de ella; cavan en la tierra patria y en ella esconden su único talento. Pon tu mira muy alta, más alta aún, y sal de ahí, de esa Corte, cuanto antes. Si te dijesen que es ese tu centro, contéstales: ¡Mi centro está en mí!
Ahí te consumes y disipas sin el debido provecho, ni para ti ni para los otros, aguantando alfilerazos que enervan a la larga. Tienes ahí que indignarte cada día por cosas que no lo merecen. ¿Crees que puede un león defenderse de una invasión de hormigas leones? ¿Vas a matar a zarpazos pulgas?
Sal pronto de ahí y aíslate por primera providencia; vete al campo, y en la soledad conversa con el universo si quieres, habla a la congregación de las cosas todas. ¿Que se pierde tu voz? Más te vale que se pierdan tus palabras en el cielo inmenso a no que resuenen entre las cuatro paredes de un corral de vecindad, sobre la cháchara de las comadres. Vale más ser ola pasajera en el Océano, que charco muerto en la hondonada.
Hay en tu carta una cosa que no me gusta, y es ese empeño que muestras ahora por fijarte un camino y trazarte un plan de vida. ¡Nada de plan previo, que no eres edificio! No hace el plan a la vida, sino que ésta lo traza viviendo. No te empeñes en regular tu acción por tu pensamiento; deja más bien que aquélla te forme, informe, deforme y trasforme éste. Vas saliendo de ti mismo, revelándote a ti propio; tu acabada personalidad está al fin y no al principio de tu vida; sólo con la muerte se te completa y corona. El hombre de hoy no es el de ayer ni el de mañana, y así como cambias, deja que cambie el ideal que de ti propio te forjes. Tu vida es ante tu propia conciencia la revelación continua, en el tiempo, de tu eternidad, el desarrollo de tu símbolo; vas descubriéndote conforme obras. Avanza, pues, en las honduras de tu espíritu, y descubrirás cada día nuevos horizontes, tierras vírgenes, ríos de inmaculada pureza, cielos antes no vistos, estrellas nuevas y nuevas constelaciones. Cuando la vida es honda, es poema de ritmo continuo y ondulante. No encadenes tu fondo eterno, que en el tiempo se desenvuelve, a fugitivos reflejos de él. Vive al día, en las olas del tiempo, pero asentado sobre tu roca viva, dentro del mar de la eternidad; al día en la eternidad, es como debes vivir.
Te repito, que no hace el plan a la vida, sino que ésta se lo traza a sí misma, viviendo. ¿Fijarte un camino? El espacio que recorras será tu camino; no te hagas, como planeta en su órbita, siervo de una trayectoria. Querer fijarse de antemano la vía redúcese en rigor a hacerse esclavo de la que nos señalen los demás, porque eso de ser hombre de meta y propósito fijos no es más que ser como los demás nos imaginan, sujetar nuestra realidad a su apariencia en las ajenas mentes. No sigas, pues, los senderos que a cordel trazaron ellos; ve haciéndote el tuyo a campo traviesa, con tus propios pies, pisando sus sementeras si es preciso. Así es como mejor les sirves, aunque otra cosa crean ellos. Tales caminos, hechos así a la ventura, son los hilos cuya trama forma la vida social; si cada cual se hace el suyo, formarán con sus cruces y trenzados rica tela, y no calabrote.
¿Orientación segura te exigen? Cualquier punto de la rosa de los vientos que de meta te sirva te excluye a los demás. Y ¿sabes acaso lo que hay más allá del horizonte? Explóralo todo, en todos sentidos, sin orientación fija, que si llegas a conocer tu horizonte todo, puedes recogerte bien seguro en tu nido.
Que nunca tu pasado sea tirano de tu porvenir: no son esperanzas ajenas las que tienes que colmar. ¿Contaban contigo? ¡Que aprendan a no contar sino consigo mismos! ¿Que así no vas a ninguna parte, te dicen? Adondequiera que vayas a dar será tu todo, y no la parte que ellos te señalen. ¿Que no te entienden? Pues que te estudien o que te dejen; no has de rebajar tu alma a sus entendederas. Y, sobre todo, en amarnos, entendámonos o no, y no en entendernos sin amarnos, estriba la verdadera vida. Si alguna vez les apaga la sed el agua que de tu espíritu mana, ¿a qué ese empeño de tragarse el manantial? Si la fórmula de tu individualidad es complicada, no vayas a simplificarla para que entre en su álgebra; más te vale ser cantidad irracional que guarismo de su cuenta.
Tendrás que soportar mucho porque nada irrita al jacobino tanto como el que alguien se le escape de sus casillas; acaba por cobrar odio al que no se pliega a sus clasificaciones, diputándole de loco o de hipócrita. ¿Que te dicen que te contradices? Sé sincero siempre, ten en paz tu corazón, y no hagas caso, que si fueses sincero y de corazón apaciguado, es que la contradicción está en sus cabezas y no en ti.
¿Que te hinchas? Pues que se hinchen, que si nos hinchamos todos, crecerá el mundo. ¡Ambición, ambición, y no codicia!
Te repito que te prepares a soportar mucho, porque los cargos tácitos que con nuestra conducta hacemos al prójimo son los que más en lo vivo le duelen. Te atacan por lo que piensas; pero les hieres por lo que haces. Hiéreles, hiéreles por amor. Prepárate a todo, y para ello toma al tiempo de aliado. Morir como Ícaro vale más que vivir sin haber intentado volar nunca, aunque fuese con alas de cera. Sube, sube, pues, para que te broten alas, que deseando volar te brotarán. Sube, pero no quieras una vez arriba arrojarte desde lo más alto del templo para asombrar a los hombres, confiado en que los ángeles te lleven en sus manos, que no debe tentarse a Dios. Sube sin miedo y sin temeridad. ¡Ambición y nada de codicia!
Y entre tanto, resignación, resignación activa, que no consiste en sufrir sin luchar, sino en no apesadumbrarse por lo pasado ni acongojarse por lo irremediable en mirar al porvenir siempre. Porque ten en cuenta que sólo el porvenir es reino de libertad; pues así que algo se vierte al tiempo, a su ceñidor queda sujeto. Ni lo pasado puede ser más que como fue, ni cabe que lo presente sea más que como es; el puede ser es siempre futuro. No sea tu pesar por lo que hiciste más que propósito de futuro mejoramiento; todo otro arrepentimiento es muerte, y nada más que muerte. Puede creerse en el pasado; fe sólo en el porvenir se tiene, sólo en la libertad. Y la libertad es ideal y nada más que ideal, y en serlo está precisamente su fuerza toda. Es ideal e interior, es la esencia misma de nuestro posesionamiento del mundo, al interiorizarlo. Deja a los que creen en apocalipsis y milenarios que aguarden que el ideal les baje de las nubes y tome cuerpo a sus ojos y puedan palparlo. Tú, créelo verdadero ideal, siempre futuro y utópico siempre, utópico, esto es: de ningún lugar, y espera. Espera, que sólo el que espera vive; pero teme al día en que se te conviertan en recuerdos las esperanzas al dejar el futuro, y para evitarlo, haz de tus recuerdos esperanzas, pues porque has vivido vivirás.
No te metas entre los que en la arena del combate luchan disparándose a guisa de proyectiles afirmaciones redondas de lo parcial. Frente a su dogmatismo exclusivista, afírmalo todo, aunque te digan que es una manera de todo negarlo, porque, aunque así fuera, sería la única negación fecunda, la que destruyendo crea y creando destruye. Déjalos con lo que llaman sus ideas cuando en realidad son ellos de las ideas que llaman suyas. Tú mismo eres idea viva; no te sacrifiques a las muertas, a las que se aprenden en papeles. Y muertas son todas las enterradas en el sarcófago de las fórmulas. Las que tengas, tenlas como los huesos, dentro, y cubiertas y veladas con tu carne espiritual, sirviendo de palanca a los músculos de tu pensamiento, y no fuera y al descubierto y aprisionándote como las tienen las almas-cangrejos de los dogmáticos, abroqueladas contra la realidad que no cabe en dogmas. Tenlas dentro sin permitir que lleguen a ellas los jacobinos que, educados en la paleontología, nos toman de fósiles a todos, empeñándose en desollarnos y descuartizarnos para lograr sus clasificaciones conforme al esqueleto.
No te creas más, ni menos ni igual que otro cualquiera, que no somos los hombres cantidades. Cada cual es único e insustituible; en serlo a conciencia, pon tu principal empeño.
Asoma en tu carta una queja que me parece mezquina. ¿Crees que no haces obra porque no la señalen tus cooperarios? Si das el oro de tu alma, correrá aunque se le borre el cuño. Mira bien si no es que llegas al alma e influyes en lo íntimo de aquellos ingenios que evitan más cuidadosamente tu nombre. El silencio que en son de queja me dices que te rodea, es un silencio solemne; sobre él resonarán más limpias tus palabras. Déjales que jueguen entre sí al eco y se devuelvan los saludos. Da, da, y nunca pidas, que cuanto más des más rico serás en dádivas.
No te importe el número de los que te rodeen, que todo verdadero beneficio que hagas a un solo hombre, a todos se lo haces; se lo haces al Hombre. Ganará tu eficacia en intensidad lo que en extensión pierda. Las buenas obras jamás descansan; pasan de unos espíritus a otros, reposando un momento en cada uno de ellos, para restaurarse y recobrar sus fuerzas. Haz cada día por merecer el sueño, y que sea el descanso de tu cerebro preparación para cuando tu corazón descanse; haz por merecer la muerte.
Busca sociedad; pero ten en cuenta que sólo lo que de la sociedad recibas será la sociedad en ti y para ti, así como sólo lo que a ella des serás tú en la sociedad y para ella. Aspira a recibir de la sociedad todo, sin encadenarte a ella, y a darte a ella por entero. Pero ahora, por el pronto al menos, te lo repito, sal de ese cotarro y busca a la Naturaleza, que también es sociedad, tanto como es la sociedad Naturaleza. Tú mismo, en ti mismo, eres sociedad, como que, de serlo cada uno, brota la que así llamamos y que camina a personalizarse, porque nadie da lo que no tiene. Hasta carnalmente no provenimos de un solo ascendiente, sino de legión, y a legión vamos; somos un nodo en la trama de las generaciones.
Todos tus amigos son a aconsejarte: «Ven por aquí», «Ve por allí», «No te desparrames», «Concentra tu acción», «Oriéntate», «No te pierdas en la inconcreción». No les hagas caso, y da de ti lo que más les moleste, que es lo que más les conviene. Ya te lo tengo dicho: no te aceptarán de grado lo tuyo; querrán tus ideas, que no son en realidad tuyas.
No quieras influir en eso que llaman la marcha de la cultura, ni en el ambiente social, ni en tu pueblo, ni en tu época, ni mucho menos en el progreso de las ideas, que andan solas. No en el progreso de las ideas, no, sino en el crecimiento de las almas, en cada alma, en una sola alma y basta. Lo uno es para vivir en la Historia; para vivir en la eternidad lo otro. Busca antes las bendiciones silenciosas de pobres almas esparcidas acá y allá, que veinte líneas en las historias de los siglos. O más bien, busca aquello y se te dará esto de añadidura. No quieras influir sobre el ambiente ni eso que llaman señalar rumbos a la sociedad. Las necesidades de cada uno son las más universales, porque son las de todos. Coge a cada uno, si puedes, por separado y a solas en su camarín, e inquiétalo por dentro, porque quien no conoció la inquietud jamás conocerá el descanso. Sé confesor más que predicador. Comunícate con el alma de cada uno y no con la colectividad.
¡Qué alegría, qué entrañable alegría te merecerá el espíritu cuando vayas solo, solo entre todos, solo en tu compañía, contra el consejo de tus amigos, que quieren que hagas economía política o psicología fisiológica o crítica literaria! La cosa es que no des tu espíritu, que lo ahogues, porque les molestas con él. Has de darles tu inteligencia tan sólo, lo que no es tuyo, has de darles el escarchado del ambiente social sobre ti, sin ir a hurgarles el rinconcito de la inquietud eterna; no has de comulgar con tres o cuatro de tus hermanos, sino traspasar ideas coherentes y lógicas a trescientos o cuatrocientos, o a treinta mil o cuarenta mil que no pueden, o no quieren o no saben afrontar el único problema. Esos consejos te señalan tu camino. Apártate de ellos. ¡Nada de influir en la colectividad! Busca tu mayor grandeza, la más honda, la más duradera, la menos ligada a tu país y a tu tiempo, la universal y secular, y será como mejor servirás a tus compatriotas coetáneos.
Busca sociedad, sí, pero ahora, por de pronto, chapúzate en Naturaleza, que hace serio al hombre. Sé serio. Lleva seriedad, solemne seriedad a tu vida, aunque te digan los paganos que eso es ensombrecerla, que la haces sombría y deprimente. En el seno de eso que como lúgubres depresiones se aparecen al pagano, es donde se encuentran las más regaladas dulzuras. Toma la vida en serio sin dejarte emborrachar por ella; sé su dueño y no su esclavo, porque tu vida pasa y tú quedarás. Y no hagas caso a los paganos que te digan que tú pasas y la vida queda... ¿La vida? ¿Qué es la vida? ¿Qué es una vida que no es mía, ni tuya, ni de otro cualquiera? ¡La vida! ¡Un ídolo pagano, al que quieren que sacrifiquemos cada uno nuestra vida! Chapúzate en el dolor para curarte de su maleficio; sé serio. Alegre también; pero seriamente alegre. La seriedad es la dicha de vivir tu vida asentada sobre la pena de vivirla y con esta pena casada. Ante la seriedad que las funde y al fundirlas las fecunda, pierden tristeza y alegría su sentido.
Otra vez más: ahora corre al campo, y vuelve luego a sociedad para vivir en ella; pero de ella despegado, desmundanizado. El que huye del mundo sigue del mundo esclavo, porque lo lleva en sí; sé dueño de él, único modo de comulgar con tus hermanos en humanidad. Vive con los demás, sin singularizarte, porque toda singularización exterior en vez de preservarla, ahoga a la interna. Vive como todos, siente como tú mismo, y así comulgarás con todos y ellos contigo. Haz lo que todos hagan, poniendo al hacerlo todo tu espíritu en ello, y será cuanto hagas original, por muy común que sea.
Sólo en la sociedad te encontrarás a ti mismo; si te aíslas de ella, no darás más que con un fantasma de tu verdadero sujeto propio. Sólo en la sociedad adquieres tu sentido todo, pero despegado de ella.
Me dices en tu carta que, si hasta ahora ha sido tu divisa, ¡adelante!, de hoy en más será, ¡arriba! Deja eso de adelante y atrás, arriba y abajo, a progresistas y retrógrados, ascendentes y descendentes, que se mueven en el espacio exterior tan sólo, y busca el otro, tu ámbito interior, el ideal, el de tu alma. Forcejea por meter en ella al universo entero, que es la mejor manera de derramarte en él. Considera que no hay dentro de Dios más que tú y el mundo, y que si formas parte de éste porque te mantiene, forma también él parte de ti, porque en ti lo conoces. En vez de decir, pues, ¡adelante!, o ¡arriba!, di: ¡adentro! Reconcéntrate para irradiar; deja llenarte para que rebases luego, conservando el manantial. Recógete en ti mismo para mejor darte a los demás todo entero e indiviso. «Doy cuanto tengo», dice el generoso; «Doy cuanto valgo», dice el abnegado; «Doy cuanto soy», dice el héroe; «Me doy a mí mismo», dice el santo; y di tú con él, y al darte: «Doy conmigo el universo entero». Para ello tienes que hacerte universo, buscándolo dentro de ti. ¡Adentro!
La ideocracia
De la tiranías todas, la más odiosa me es, amigo Maeztu, la de las ideas; no hay cracia que aborrezca más que la ideocracia, que trae consigo, cual obligada secuela, la ideofobia, la persecución, en nombre de unas ideas, de otras tan ideas, es decir, tan respetables o tan irrespetables como aquéllas. Aborrezco toda etiqueta; pero si alguna me habría de ser más llevadera es la de ideoclasta, rompeideas. ¿Que cómo quiero romperlas? Como las botas, haciéndolas mías y usándolas.
El perseguir la emisión de esas ideas a que se llama subversivas o disolventes, prodúceme el mismo efecto que me produciría el que, en previsión del estallido de una caldera de vapor, se ordenase romper el manómetro en vez de abrir la válvula de escape. Al afirmar con profundo realismo Hegel que es todo idea, redujo a su verdadera proporción a las llamadas por antonomasia ideas, así como al comprender que es milagroso todo cuanto nos sucede, se nos muestran, a su más clara luz, los en especial llamados milagros.
Idea es forma, semejanza, species… ¿Pero forma de qué? He aquí el misterio: la realidad de que es forma, la materia de que es figura, su contenido vivo. Sobre este misterio giró todo el combate intelectual de la Edad Media; sobre él sigue girando hoy. La batalla entre individualistas y socialistas es, en el fondo lógico, la misma que entre nominalistas y realistas. Esto en el fondo lógico; pero ¿y en el vital? Porque es la forma especial de vida de cada uno lo que le lleva a la mente tales o cuales doctrinas.
¿Que las ideas rigen al mundo? Apenas creo en más idea propulsora del progreso que en la idea-hombre, porque también es idea, esto es, apariencia y forma cada hombre; pero idea viva, encarnada; apariencia que goza y vive y sufre, y que, por fin, se desvanece con la muerte.
Yo, en cuanto hombre, soy idea más profunda que cuantas en mi cerebro alojo, y si lograse darles mi tonalidad propia, eso saldrían ganando de su paso por mi espíritu. Es dinero que acuño y que, al acuñarlo, le presto mi crédito, poco o mucho, positivo o negativo. Las ideas, como el dinero, no son, en efecto, en última instancia, más que representación de riqueza e instrumento de cambio, hasta que, luego que nos hayan dado común denominador lógico, cambiemos directamente nuestros estados de conciencia.
Ni el cuerpo come dinero ni se nutre el alma de meras apariencias. Y cuando en vez de ideas en oro, de moneda real, de la que cuesta extraer de la mina y a este coste debe su firme valor representativo; cuando en vez de conocimientos de hechos concretos y vivos, circula papelidea –según la sagaz metáfora schopenhaueriana–, apariencia de apariencias, moneda nominal, conceptos abstractos y educidos, que suponen responder a hechos contantes y sonantes, entonces la firma adquiere una importancia enorme, porque el crédito de que tal firma en el mercado goce, es lo que garantiza el valor del papelidea, o de la idea de papel. Nos importa poco quién nos llamó la atención sobre un hecho, como no nos importa qué obrero sacó de la mina la onza de oro de que nos valemos; pero en cuanto al autor de un concepto abstracto es de entidad, como lo es la firma del Banco en los billetes, porque lo aceptamos según el crédito de que aquel goce de guardar en caja conocimientos concretos y de hecho con que responder a sus emisiones de conceptos.
Y van luego las pobres letras ideales, el papelidea, endosadas de unos en otros, poniendo cada sabio su firma al respaldo de ellas. Y aquí cabe preguntar: ¿da el sabio crédito a la letra o se lo da a él ésta?
Vivir todas las ideas para con ellas enriquecerme yo en cuanto idea, es a lo que aspiro. ¡Luego que les saco el jugo, arrojo de la boca la pulpa; las estrujo, y fuera con ellas! Quiero ser su dueño, no su esclavo. Porque esclavos les son esos hombres de arraigadas convicciones, sin sentido del matiz ni del nimbo que envuelve y auna a los contrarios; esclavos les son todos los sectarios, los ideócratas todos.
Necesario, o más bien inevitable, es tener ideas, sí, como ojos y manos, mas para conseguirlo, hay que no ser tenido de ellas. No es rico el poseído por el dinero, sino quien lo posee.
El que calienta las ideas en el foco de su corazón es quien de veras se las hace propias; allí, en ese sagrado fogón, las quema y consume, como combustible. Son vehículo, no más que vehículo de espíritu; son átomos que sólo por el movimiento y ritmo que trasmiten sirven, átomos impenetrables, como los hipotéticos de la materia que por su movimiento nos dan calor. Con los mismos componentes químicos se hace veneno y triaca. Y el veneno mismo, ¿está en el agente o en el paciente? Lo que a uno mata a otro vivifica. La maldad, ¿está en el juez o en el reo? Sólo la tolerancia puede apagar en amor la maldad humana, y la tolerancia sólo brota potente sobre el derrumbamiento de la ideocracia.
Entre todos los derechos íntimos que tenemos que conquistar, no tanto de las leyes cuanto de las costumbres, no es el menos precioso el inalienable derecho a contradecirme, a ser cada día nuevo, sin dejar por ello de ser el mismo siempre, a afirmar mis distintos aspectos trabajando para que mi vida los integre. Suelo encontrar más compactos, más iguales y más coherentes en su complejidad a los escritores paradójicos y contradictorios que a los que se pasan la vida haciendo de inconmovibles apóstoles de una sola doctrina, esclavos de una idea. Celébrase la consecuencia de éstos, como si no cupiese ser consecuente en la versatilidad, y no fuera ésta la manifestación de una fecundísima virtud del espíritu. Dejemos que los ideócratas rindan culto a esos estilitas, ¡pobrecitos! encaramados en su columna doctrinal. ¿Por qué he de ser pedrusco sujeto a tierra, y no nube que se bañe en aire y luz?
¡Libertad! ¡Libertad! Y donde la ideocracia impere, jamás habrá verdadera libertad, sino libertad ante la ley, que es la idea entronizada, la misma para todos, la facultad lógica de poder hacer o no hacer algo.
Habrá libertad jurídica, posibilidad de obrar sin trabas en ciertos lindes; pero no la otra, la que subsiste aun bajo la esclavitud aparente, la que hace que no le vuelvan a uno el corazón y aun las espaldas porque piense de este o del otro modo.
«¿Qué ideas profesas?» No, qué ideas profesas, no, sino: ¿cómo eres? ¿cómo vives? El modo como uno vive da verdad a sus ideas, y no éstas a su vida. ¡Desgraciado del que necesite ideas para fundamentar su vida!
No son nuestras doctrinas el origen y fuente de nuestra conducta, sino la explicación que de ésta nos damos a nosotros mismos y damos a los demás, porque nos persigue el ansia de explicarnos la realidad. No fueron las ideas que predicaba las que llevaron a Ravachol a su crimen, sino que fueron la forma en que lo justificó a su propia conciencia, como hubiera podido justificarlo con otras, de encontrarlas tan vivas. Hay quien en nombre de caridad cristiana mata, quien para salvar al prójimo le llevó al quemadero.
Cualquier idea sirve al fanático, y en nombre de todas se han cometido crímenes.
No es divinamente humano sacrificarse en aras de las ideas, sino que lo es sacrificarlas a nosotros, porque el que discurre vale más que lo discurrido, y soy yo, viva apariencia, superior a mis ideas, apariencias de apariencia, sombras de sombra.
Interésanme más las personas que sus doctrinas y éstas tan sólo en cuanto me revelan a aquéllas. Las ideas las tomo y aprovecho lo mismo que aprovecho tomándolo el dinero que a ganar me den; pero, si por desgracia o por fortuna me viese obligado a pordiosear, creo que besaría la mano que me diese limosna antes que el perro chico de la dádiva.
Hay una sutil pesadumbre que no pocos autores sufren ante ciertos elogios que se les dirige. Cuando un escritor, en efecto, de los que toman como deben las ideas e imágenes, cual de instrumentos con que verter su espíritu, ansiosos de darse y derramarse, contribuyendo así a la espiritualización del ámbito social, ve luego que le elogian aquellas obras de compromiso en que sólo puso su mente, aquellas en que ofició de mercader de ideas; suele su suspicacia, enfermiza acaso, hacerle leer al través de esos elogios una tácita y tal vez inconciente censura, a aquellos otros frutos de su espíritu, henchidos del más íntimo jugo que le vivifique. Entristece oír que nos celebren lo menos nuestro, tomándonos así de arca de conocimientos y no de espíritus vivos, como apena que delante de nuestros hijos naturales, de las flores de nuestro espíritu todo, nos alaben a los adoptivos, a las meras excreciones de la mente. Hay elogios que desalientan. Por mi parte, cuando amigos oficiosos me aconsejan que haga lingüística y concrete mi labor, es cuando con mayor ahínco me pongo a repasar mis pobres poesías, a verter en ellas mi preciosa libertad, la dulce inconcreción de mi espíritu, entonces es cuando con mayor deleite me baño en nubes de misterio.
El hombre –apena decirlo– rechaza al hombre; los espíritus se hacen impenetrables; páganse y se cobran los servicios mutuos, sin que se ponga amor en ellos. La lógica justicia, reina en el mundo de las ideas puras, ahoga a las obras de misericordia, que brotan del amor, soberano en el mundo de los puros espíritus. En vez de verter éstos y de fundirlos en un espíritu común, vida de nuestras vidas y realidad de realidades, tendemos a hacer con las ideas un cemento conjuntivo social en que como moluscos en un englomerado quedemos presos. Las ideas, externas a nosotros, son como atmósfera social porque se trasmiten calor y luz espirituales; en ellas se refleja la del Sol del espíritu, sin que por sí iluminen; hay que mantener aérea esa atmósfera, para poder en ella y de ella respirar, y que no cuaje en tupido ambiente que nos ahogue.
Espíritu es lo que nos hace falta, porque el espíritu, la realidad, hace ideas o apariencias, y éstas no hacen espíritu, como la tierra y el trabajo hacen dinero, y el dinero por sí no hace, dígase lo que se quiera, ni tierra ni trabajo. Y si da el dinero interés es porque hay quien sobre la tierra o sobre productos de ella trabaje, como si lo dan las ideas, es porque alguien sobre espíritu y de espíritu labra.
Utilísimos son, sin duda, los hombres canales, los mercaderes de ideas, que las ponen en circulación sin producirlas ni acrecentarlas; pero el valor íntimo e intrínseco de tales hombres estriba en el espíritu que en su comercio pongan. Lo que cada cual tenga de pensador y sentidor es lo que le hace fuerza social progresora; el ser meramente sabio o erudito es lo mismo que el ser usurero o prestamista, que redistribuye riqueza, pero no la crea.
Y los pobres esclavos de la tierra que saludan respetuosos al usurero que alguna vez les sacó por el momento de apuro cobrándose al 20 por 100, miran desdeñosos al que se arruinó en abrir un pozo artesiano.
¿Ideas verdaderas y falsas decís? Todo lo que eleva e intensifica la vida refléjase en ideas verdaderas, que lo son en cuanto lo reflejen, y en ideas falsas todo lo que la deprima y amengüe. Mientras corra una peseta y haga oficio, comprándose y vendiéndose con ella, verdadera es; mas desde que ya no pase, será falsa.
¿Verdad? ¿verdad decís? La verdad es algo más íntimo que la concordancia lógica de dos conceptos, algo más entrañable que la ecuación del intelecto con la cosa –adaequatio intellectus et rei–, es el íntimo consorcio de mi espíritu con el Espíritu universal. Todo lo demás es razón, y vivir verdad es más hondo que tener razón.
Idea que se realiza es verdadera, y sólo lo es en cuanto se realiza, la realización, que la hace vivir, le da verdad; la que fracasa en la realidad teórica o práctica es falsa, porque hay también una realidad teórica. Verdad es aquello que intimas y haces tuyo; sólo la idea que vives te es verdadera. ¿Sabes el teorema de Pitágoras y llega un caso en que depende tu vida de hallar un cuadrado de triple área que otro, y no sabes servirte de tal teorema?… No es verdadero para ti. A lo sumo con verdad lógica. Y la lógica es esgrima que desarrolla los músculos del pensamiento, sin duda, pero que en pleno campo de batalla apenas sirve. ¿Y para qué quieres fuertes músculos si no sabes combatir? De ideas consta la ciencia, sí, de conceptos; pero no son ellas, las ideas, más que medio, porque no es ciencia conocer las leyes por los hechos, sino los hechos por las leyes; en el hecho termina la ciencia, a él se dirige.
Quien pudiese ver el hecho todo, todo entero, por dentro y por fuera, en su desarrollo todo, ¿para qué querría más ciencia? Verdadera es la doctrina de la electricidad en cuanto nos da luz y trasmite a distancia nuestro pensamiento y obra otras maravillas.
Y también es verdadera en cuanto, como tal doctrina, nos eleve el espíritu a contemplación de vida y amor. Porque tiene la ciencia dos salidas: una que va a la acción práctica, material, a hacer la civilización que nos envuelve y facilita la vida, otra que sube a la acción teórica, espiritual, a hacernos la cultura que nos llena y fomenta la vida interior, a hacer la filosofía que, en alas de la inteligencia, nos eleve al corazón y ahonde el sentimiento y la seriedad de la vida. Para este hogar de contemplación vivificante son las ideas científicas combustible.
De la ciencia de su tiempo, falsa según nuestra nomenclatura, las tomaron Platón y Hegel, y con ellas tejieron los más grandes poemas, los más verdaderos, del más puro mundo del espíritu.
¿Buenas y malas ideas decís? Hablar de ideas buenas, ya se ha dicho, es como hablar de sonidos azules, de olores redondos o de triángulos amargos, o más bien es como hablar de pesetas benéficas o maléficas, de fusiles heroicos o criminales.
«¡Lástima de hombre! Es bueno, ¡pero profesa tan malas ideas!». ¿Hay, acaso, frase más absurda que ésta? Es el hombre quien hace buenas o malas a las ideas que acoge, según él sea, bueno o malo; es la realidad quien hace las apariencias. Suelen ser nuestras doctrinas, cuando no son postura de afectación para atraer la mirada pública, el justificante que, a posteriori, nos damos de nuestra conducta, y no su fundamento apriorístico.
Y solemos equivocarnos, porque es raro el que sabe por qué hace el bien o el mal que hace, ni aun de ordinario, si es bien o mal. Raciocinar la ética es matarla. Obedece al dictado de tu conciencia sin convertirlo en silogismo. No hay más malicia para las ideas que la mentira, y nunca como bajo el régimen de la mentira, el más ideocrático de todos, se las persigue. La sinceridad es tolerante y liberal.
¿Que Fulano cambia de ideas como de casaca, dices? Feliz él, porque eso arguye que tiene casacas que cambiar, y no es poco donde los más andan desnudos, o llevan, a lo sumo, el traje del difunto, hasta que se deshilache en andrajos. Ya que el traje no crece, ni se ensancha, ni se encoje, según crecemos, engordamos o adelgazamos nosotros, y ya que con el roce y el uso se desgasta, cambiémosle. Lo importante es pensar, sea como fuere, con estas o con aquellas ideas, lo mismo da: ¡pensar!, ¡pensar! y pensar con todo el cuerpo y sus sentidos, y sus entrañas, con su sangre, y su médula, y su fibra, y sus celdillas todas, y con el alma toda y sus potencias, y no sólo con el cerebro y la mente, pensar vital y no lógicamente. Porque el que piensa sujeta a las ideas, y sujetándolas se liberta de su degradante tiranía.
Es la inteligencia para la vida; de la vida y para ella nació, y no la vida de la inteligencia. Fue y es un arma, un arma templada por el uso. Lo que para vivir no nos sirve, nos es inconocible. ¿Crees que la visión, la visión misma, flor la más esplendente del conocer, hizo al ojo? No; al ojo le hizo la vida, y el ojo hizo la visión, y luego, por ministerio de la visión, perfeccionó la vida al ojo. Pero ¿el ojo, el ojo mismo, símbolo de la inteligencia, fue un órgano de visión ante todo?
Hay que dudarlo. Antes de llegar a ser un órgano o instrumento que nos diese especies visibles, imágenes de las cosas, gérmenes de ideas, ideas en larva ya, tuvo acaso un valor trófico, ejerció oficio en nuestra íntima nutrición y vida concreta. En sus formas ínfimas, donde mejor nos descubre su prístina e íntima esencia, refiérese a la nutrición del ser, a su empapamiento en vida, a la acción de la radiación. ¿Ven, acaso, las trasparentes medusas?
Y tienen su ojo, su lente con su mancha pigmentaria. La sensibilidad de él es química, reacciona como una placa fotográfica, y vivifica así al ser ciego, le regala don de luz por su ojo.
Crustáceos hay que se enrojecen si les ciegas; quieren beber luz y la beben con el cuerpo todo, si les arrancas la boca con que la bebían ansiosos; no quieren ver, sino beber luz; no apetecen especies visibles, sino obra del sol en las entrañas; no quieren larvas de ideas, sino pulsaciones de vida, espíritu después de todo.
Las plantas mismas, ¿no tienen a las veces ojos? ¿No los tiene ese «musgo que brilla» de los niños bretones –schistostega osmundacea?–.
Sí, el ojo es para algo más hondo que para ver; es para alegrar el alma; el ojo bebe luz, y la luz vivifica las entrañas del oculado, aunque no percibiese imágenes. Esto vino luego, como añadidura; nos lo trajo la vida, porque vio que le era bueno.
Y para algo más que para percibir ideas tenemos la mente, el ojo del espíritu; la tenemos para beber luz, luz espiritual, verdad, vida, reflejadas en esta o en la otra idea, que todas las reflejan, aun las más negras. Porque si no reflejase luz lo negro, ¿lo verías?
¡Ah! ¡Si sacudiéndonos todos de la letal tiranía de las ideas, viviésemos de fe, de verdadera fe, de fe viva! Yo creo que, así como el odio al pecado está en razón inversa del odio al pecador, y que cuanto más se aborrece el delito más piedad y amorosa compasión hacia el delincuente se experimenta, así también cuanto menos las sobreestimemos, más respeto rendiremos al hombre, estimándole en más.
Que no sea para nosotros el prójimo un arca de opiniones, un número social encasillable con la etiqueta de un ista cualquiera, como insecto que clavamos por el coselete en la caja entomológica, sino que sea un hermano, un hombre de carne y hueso como yo y tú, una idea, sí, una aparición; pero una aparición inefable y divina encarnada en un cuerpo que sufre y que goza, que ama y que aborrece, que vive y que al fin muere.
¿Y aquí en España? Aquí hemos padecido de antiguo un dogmatismo agudo; aquí ha regido siempre la inquisición inmanente, la íntima y social, de que la otra, la histórica y nacional, no fue más que pasajero fenómeno; aquí es donde la ideocracia ha producido mayor ideofobia, porque siempre engendra anarquía el régimen absoluto. A la idea, como al dinero, tómasela aquí de fuente de todo mal o de todo bien. Hacemos de los arados ídolos, en vez de convertir nuestros ídolos en arados.
Todo español es un maniqueo inconciente; cree en una Divinidad cuyas dos personas son Dios y el Demonio, la afirmación suma, la suma negación, el origen de las ideas buenas y verdaderas y el de las malas y falsas. Aquí lo arreglamos todo con afirmar o negar redondamente, sin pudor alguno, fundando banderías.
Aquí se cree aún en jesuitas y masones, en brujas y trasgos, en amuletos y fórmulas, en azares y exorcismos, en la hidra revolucionaria o en la ola negra de la reacción, en los milagros de la ignorancia o en los de la ciencia. O son molinos de viento o son gigantes; no hay término medio ni supremo; no comprendemos o, mejor aún, no sentimos que sean gigantes los molinos de viento y molinos los gigantes. Y el que no es Quijote ni Sancho quédase en socarrón bachiller Carrasco, lo que es peor aún.
Es el nuestro un pueblo que razona poco, porque le han forzado a raciocinar con exceso, o a tomar lo por otros raciocinado, a vivir de préstamo con pocas ideas, y ellas escuetas y perfiladas a buril, esquinosas, ideas hechas para la discusión, escolásticas, sombras de mediodía meridional.
Y las pocas y esquinosas ideas fomentan la ideocracia, que es oligárquica de suyo, y la ideofobia con ella, puesto que cuantas más las ideas y más ricas y más complejas y más proteicas menos autoritarias e impositivas son. ¿No conviven y se conciertan y se comunican los hechos todos, aun los más opuestos al parecer entre sí, los hechos que son el ideal de las ideas?
Hemos vivido aquí creyendo lo que nos enseñaban: que las cosas consisten en la consistidura, y edificando sobre tal base un castillo de naipes con apariencias de apariencias, con sombras de sombras. La vida interior, entre tanto, se asfixiaba en el vacío, bajo la campana pneumática de las escolásticas consistiduras. Apena ver a espíritus tan vigorosos y potentes, tan reales y tan llenos de verdad como los de nuestros místicos, agitarse bajo la campana buscando aire libre henchido de cielo. ¡Ah, su anhelo, su noble anhelo, el ansia de sus espíritus! ¡Ansia de beber con el ojo espiritual directamente la luz del Sol, de sentirse las entrañas bañadas en sus vivificantes rayos, de poder mirarlo cara a cara y vivir de su luz, aunque cegasen, y tener que recibirlo de reflejo, en las figuras de las cosas, en las formas visibles, larvas de ideas! Bebámosle en ellas.
La verdad puede más que la razón, dijo Sófocles, y la verdad es amor y vida en la realidad de los espíritus y no mera relación de congruencia lógica entre las ideas. Unción y no dialéctica es lo que nos vivificará.
Cuando reine el Espíritu se le someterá la Idea, y no ya por el conocimiento ideal, sino por el amor espiritual comunicarán entre sí las criaturas. He aquí por qué, amigo Maeztu, aborrezco la tiranía de las ideas.
La fe
P. –¿Qué cosa es fe?
R. –Creer lo que no vimos.
¿Creer lo que no vimos? ¡Creer lo que no vimos, no!, sino crear
lo que no vemos. Crear lo que no vemos, sí, crearlo, y vivirlo, y
consumirlo, y volverlo a crear y consumirlo de nuevo viviéndolo otra
vez, para otra vez crearlo… y así; en incesante tormento vital. Esto es
fe viva, porque la vida es continua creación y consunción continua, y,
por lo tanto, muerte incesante. ¿Crees acaso que vivirías si a cada
momento no murieses?
La fe es la conciencia de la vida en nuestro espíritu, porque pocos vivos la tienen de que viven, si es que puede llamarse vida a esa suya.
La fe es confianza ante todo y sobre todo; fe en sí mismo tiene quien en sí mismo confía, en sí y no en sus ideas; quien siente que su vida le desborda y le empuja y le guía; que su vida le da ideas y se las quita.
No tiene fe el que quiere, sino el que puede; aquel a quien su vida se la da, porque es la fe don vital y gracia divina si queréis. Porque si tienes fe inquebrantable en que has de llevar algo a cabo, fe que trasporta montañas, no es en rigor la fe esa la que te da potencia para cumplir ese trasporte, sino que es la potencia que en ti latía la que se te revela como fe. No espolees, pues, a la fe, que así no te brotará nunca. No la hurgues. Deséala con todo tu corazón y todo tu ahínco, y espera, que la esperanza es ya fe. ¿Eres débil? Confía en tu debilidad, confía en ella, y ocúltate, bórrate, resígnate; que la resignación es también fe.
No busques, pues, derecha e inmediatamente, fe; busca tu vida, que si te empapas en tu vida, con ella te entrará la fe. Pon tu hombre exterior al unísono del interior, y espera. Espera, porque la fe consiste en esperar y querer.
La fe se alimenta del ideal y sólo del ideal, pero de un ideal real, concreto, viviente, encarnado, y a la vez inasequible; la fe busca lo imposible, lo absoluto, lo infinito y lo eterno: la vida plena. Fe es comulgar con el universo todo, trabajando en el tiempo para la eternidad, sin correr tras el miserable efecto inmediato exterior; trabajar, no para la Historia, sino para la eternidad. Fe es si predicas de noche, en medio del desierto, mirar al parpadeo de las estrellas y confiar en que te escuchan y hablarles al alma, como San Antonio de Padua predicaba a los peces.
El intelectualismo es quien nos ha traído eso de que la fe sea creer lo que no vimos, prestar adhesión del intelecto a un principio abstracto y lógico, y no confianza y abandono a la vida, a la vida que irradia de los espíritus, de las personas, y no de las ideas, a tu propia vida. A tu propia vida, sí, a tu vida concreta, y no a eso que llaman la Vida, abstracción también, ídolo.
Ved en el orden religioso, y en el único orden religioso que en nuestras almas elaboradas por el cristianismo cabe, en el orden religioso cristiano; ved en él que fe es confianza del pecador arrepentido en el Padre de Cristo, única revelación para nosotros del Dios vivo. Es la única fe que salva, y lo único que salva. De ella brotan las obras, como del manantial el agua.
Escudriñad la lengua, porque la lengua lleva, a presión de atmósferas seculares, el sedimento de los siglos, el más rico aluvión del espíritu colectivo; escudriñad la lengua. ¿Qué os dice?
Fe, nuestro vocablo fe, lo heredamos, con la idea que expresa, de los latinos, que decían fides, de donde salió fidelis, fiel, fídelitas, fidelidad, confidere, confiar, etc. Su raíz fid– es la misma raíz griega πιθ– (labial por labial, y dental por dental) del verbo πειθειν, persuadir, en la voz activa, y πειθεσθαι, obedecer, en la voz media; y obedecer es obra de confianza y de amor.
Y de la raíz πιθ– salió πιστις, fe, cosa muy distinta de la γνωσις o conocimiento. Id al alemán y tenéis Glaube, fe, del antiguo alto alemán gilouban, gótico galaubjan, de la raíz liub–, lub–, que indica idea de amor. Mas es en griego, donde en la diferencia entre pistis y gnosis se percibe el matiz propio del concepto de fe.
Acababa de pasar Jesús por el mundo, donde quedaba aún el perfume de su huella y el eco vivo de sus palabras de consuelo; aún alumbraba a sus discípulos su memoria vivificante, como dulce crepúsculo de sol que ha muerto besando, entre nubes de sangre, a la cansada tierra. Jóvenes las comunidades cristianas, esperaban la próxima venida del reino del Hijo de Dios e Hijo del Hombre; la persona y la vida del Divino Maestro eran el norte de sus anhelos y sentires. Sin su persona no se sentían sus enseñanzas; sin su vida no se penetraba en sus obras, inseparables de él mismo. Sentíanse henchidas de verdadera fe, de la que con la esperanza y el amor se confunde, de lo que se llamó pistis (morí πισ−τις), fe o confianza, fe religiosa más que teologal, fe pura, y libre todavía de dogmas. Vivían vida de fe; vivían por la esperanza en el porvenir; esperando el reino de la vida eterna; vivíanla. Daba cada cual a su esperanza la forma imaginativa o intelectiva que mejor le cuadrara, si bien dentro todos del tono común de sus comunes esperanzas –tono, y no doctrina–, variando así los conceptos que de Jesús y de su obra se formaran. No es raro encontrar en los llamados padres apostólicos distintas concepciones, poco definidas de ordinario, de un mismo objeto de la fe de esperanza; hasta gozaban, no pocas veces, de la santa libertad de contradecirse. En aquella masa de anhelos y de aspiraciones, hirviente de entusiasmo, dibujábanse, aunque embrionarias todavía, las tendencias todas que constituyeron más tarde la larga procesión de las herejías; allí apenas había nacido la distinción entre ortodoxos y herejes, o más bien ortodoxa la herejía, por caber en el recto creer –reducido a un vivo esperar entonces– la doctrina que, para darle forma, escogía cada cual. Y de aquí, de este escojer, herejía, haeresis, αιρεσις; que «elección» significa. La pistis, la fe viva, daba tono de unidad profunda a aquella riquísima variedad palpitante de futuras creencias diversas, como hoy sigue cerniéndose una pistis sobre las distintas cristianas confesiones en lucha.
A medida que el calor de la fe iba menguando y mundanizándose la religión, iba la candente masa enfriándose en su superficie y recubriéndose de costra, que le separaba más y más del ambiente, dificultando su más completa aireación. Así se cumplía la fatal separación entre la vida religiosa y la vida común, cuando ésta no debería ser más que una forma de aquélla. Aparecieron puntos de solidificación y cristalización aquí y allí. La juvenil pistis fue siendo sustituida por la gnosis (γνωσις), el conocimiento, la creencia, y no propiamente la fe; la doctrina y no la esperanza. Empezose a enseñar que en el conocimiento consiste la vida; convirtiéronse los fines prácticos religiosos en principios teóricos filosóficos, y la religión en una metafísica que se supuso revelada.
Nacieron sectas, escuelas, disidencias, dogmas por fin. Poco a poco fue surgiendo el credo, y el día en que se alzó neto y preciso el llamado símbolo de la fe, fue que el espíritu de la gnosis había vencido, fue el triunfo del gnosticismo ortodoxo, el nacido de lenta adaptación, no de los comúnmente llamados gnosticismos, de las prematuras y rápidas helenizaciones del Evangelio. En adelante, la fe fue para muchos creer lo que no vieron, adherirse a fórmulas: gnosis, y no confiar en el reino de la vida eterna: pistis, es decir, crear lo que no veían. Así pasa una juventud.
Hoy se reproducen aquí y allí movimientos análogos a los que anudaron aquellas primitivas comunidades cristianas; hoy se unen jóvenes de espíritu en la común esperanza del advenimiento del reino del hombre; hoy brota verdadera fe; pistis santa confianza en el ideal, refugiado en el porvenir siempre, fe en la utopía.
Créese por muchos y se confía en un nuevo milenio, en una redención próxima, en una futura vida de libertad fraternal y equitativa. Este ideal no se cumplirá, será eternamente futuro, para mejor conservar su idealidad preciosa que es la que nos vivifica, como no se cumplió la venida próxima de Cristo, cuyo reino no es de este mundo; pero así como Cristo vino, y viene al alma de cada uno de los que en él con verdadera fe creen, así reinará el hombre futuro en el alma de cada uno de sus fieles; viviremos así en el porvenir, y de tanta labor íntima quedará fecunda huella en la vida cotidiana.
¿Por qué ese hombre futuro, ese sobrehombre de que habláis, es otra cosa que el perfecto cristiano que, como mariposa futura, duerme en las cristianas larvas o crisálidas de hoy? ¿Será otra cosa que el perfecto cristiano ese sobrehombre cuando rompa el capullo gnóstico en que está encerrado y salga de las tinieblas místicas en que aborrece al mundo, al mundo de Dios, y en que acaso reniega de la vida, de la vida común?
Entonces será la Naturaleza gracia. Entonces se romperán esas sombrías concepciones medioevales en que se ha ahogado al sencillo, luminoso y humano Evangelio, concepciones de siervos o de señores de siervos. Entonces el anacoreta se retirará a su propio espíritu, para poder desde este su recogimiento derramarse en la vida común y vivir con la vida de todos, porque sólo de obras de amor con el prójimo se nutre el amor a Dios.
Porque, después de todo, ¿fe cristiana qué es? O es la confianza en Cristo o no es nada; en la persona histórica y en la histórica revelación de su vida, téngala cada cual como la tuviere. Tiénenla muchos que de él dicen renegar; descubriríanla a poco que se ahondasen. Fe en Cristo, en la divinidad de Cristo, en la divinidad del hombre por Cristo revelada, en que somos, nos movemos y vivimos en Dios; fe que no estriba en sus ideas, sino en él; no en una doctrina que representara, sino en la persona histórica, en el espíritu que vivía y vivificaba y amaba. Las ideas no viven ni vivifican ni aman. Fe cristiana consiste en que en el Cristo del Evangelio, y no en el de la teología, se no presente y nos lleve a sí el Dios vivo, cordial, irracional, o si queréis, sobrerracional o intrarracional, el Dios del imperativo religioso, no el Sumo Concepto abstracto construido por los teólogos; no el primer motor inmóvil del Estagirita con su cortejo de argumentos físico, cosmológico, teológico, ético, etcétera, etc.
Dios, en nuestros espíritus, es Espíritu y no Idea, amor y no dogma, vida y no lógica.
Todo lo que no sea entrega del corazón a esa confianza de vida, no es fe, aunque sea creencia. Y toda creencia termina, al cabo, en un credo quia absurdum, en el suicidio, por desesperación, del intelectualismo, o en la terrible fe del carbonero.
¡Terrible fe la del carbonero! Porque, ¿a qué viene a reducirse la fe del carbonero?
–¿Qué crees?
–Lo que cree y enseña nuestra Santa Madre la Iglesia.
–¿Y qué cree y enseña nuestra Santa Madre la Iglesia?
–Lo que yo creo (bis).
¡Y así sigue el círculo vicioso… y tan vicioso! Le presentan cerrado y sellado el libro de los siete sellos, diciéndole: «¡Cree lo que aquí se contiene!»; y contesta: «Créolo».
¿Pero cree lo que el libro dice? ¿Lo conoce acaso? Hay algo de aquello de «basta que usted lo diga» y firmar en barbecho. Se ahorra de tener que pensar; he aquí todo.
Semejante fe no es más que un acto de sumisión a una potencia terrena, y nada más que terrena, una mundanización de la fe; no es confianza en Dios por Cristo, sino sumisión a un instituto jerárquico y jurídico.
Una fe sólo se mantiene en una Iglesia, es cierto. En una Iglesia; pero Iglesia, ¿qué es? La congregación de los fieles, de todos cuantos creen y confían. La más amplia Iglesia es la humanidad.
¿Pero aquí qué ha pasado? Que se ha querido casar las dos cosas más incompatibles: el Evangelio y el derecho romano; la nueva de amor y de libertad y el ita ius esto; el espíritu y el dogma. Y así se han cortado las alas al profetismo hebraico, que pedía amor y no inmolaciones, con el lastre de los edictos justinianeos y los sacra paganos; han apagado con agua lustral el fuego de la fe. Y encima han alzado al Estagirita con su molino lógico, sus silogismos, su entelequia, sus entendimientos agente y pasivo, y sus categorías y categoremas todos, echados a perder por una legión de pobres ideófagos, que redujeron a polvo analítico el corazón. A la sombra del mortífero derecho canónico brotó la decadente teología, hija más que madre de aquél, brillante fantasía helénica sobre motivos evangélicos, sometida luego a las cinchas leguleyescas del espíritu romano, espíritu de soldados y de pretores, de disciplina y de código, que se formó en el adversus hostem aeterna auctoritas y en el ita ius esto. Y acabó por ser la auctoritas el único ius ejercido adversus hostes, contra los fieles todos, convertidos en hostes, en enemigos. Porque sí, el hombre es el enemigo, el hombre es el malo; contra el hombre hay que esgrimir la ley, porque el hombre es, por naturaleza, rebelde y soberbio. ¡Pobre hombre!
¡Y todo se vuelve chiboletes!
–¿Qué es eso de chiboletes? –dirás.
Acude al capítulo XII del libro de los Jueces, y hallarás su explicación. Hela aquí:
Los de Efraim movieron guerra a los de Galaad, y juntando Jefté a éstos, peleó contra Efraim. «Y los galaaditas tomaron los vados del Jordán a Efraim, y sucedía que cuando alguno de los de Efraim, que había huido, decía: “¿Pasaré?”, los de Galaad le preguntaban: “¿Eres tú efraimita?” Si respondía que no, le decían: “Pues di schibolet”. Y él decía sibolet, porque no podía pronunciar de aquella suerte. Y entonces le echaban mano y lo degollaban junto a los vados del Jordán. Y murieron entonces de los de Efraim cuarenta y dos mil».
He aquí lo que nos cuenta el libro de los Jueces en los versillos 5 y 6 de su capítulo XII. Que es como si moviendo guerra los de Castilla la Vieja a los de la Nueva, cuando alguno de éstos intentase pasar el Guadarrama le dijeran: ¿eres madrileño? y si respondiese que no: pues di pollo, y él diría poyo, porque no pueden pronunciar de aquella suerte. Y entonces le echaran mano para degollarle en los puertos del Guadarrama.
Y ha quedado la palabra schibolet, sobre todo en inglés (shibboleth) –lenguaje que, como pueblo que lo habla, se ha formado en gran parte bajo el influjo de tradiciones bíblicas– en el sentido de santo y seña de un partido cualquiera o de una secta.
Nosotros no hemos adoptado el vocablo, ¿pero la cosa? Estamos llenos de schibolets, o chiboletes, si preferís esta forma, ya adaptada a nuestro idioma, de santos y señas; chiboletes por todas partes. «¡Jesuita!» –y cree haber dicho algo; «¡krausista!»– y se queda tan descansado nuestro hombre. Chiboletes, chiboletes por todas partes, chibolete de la falta de fe.
«Di ¡pollo!», y contesta el pobre diciendo: ¡poyo!, y; «¿poyo, poyo dices?… pues te degüello, que tú eres efraimita!».
Entre luchas cruentas e incruentas, con infinito trabajo, con ansias íntimas, con angustias y anhelos, con desesperaciones y júbilos, brotó del alma de una comunidad un dogma, flor de una planta rebosante de vida, de una planta con raíces y tallo y hojas y savia. Y la comunidad trasmitió a sus más jóvenes retoños esa flor preciada, que habría de dar fruto, o mejor aún, en la cual habría de dar fruto la planta. Y lo dio; pero al darlo murió la flor, como es forzoso. Y guardaron los fieles sus ajados pétalos en un relicario, y bajo fanal los tienen y rinden culto a esos ajados pétalos de la flor muerta. Y entre tanto se seca la planta y no da ya fruto. Mas los ajados pétalos, como esas flores que se guardan prensadas entre las hojas de un devocionario, recuerdo ¡ay! de amores que pasaron, hanse convertido en chibolete.
Y cuando llega algún efraimita y se acerca al fanal del relicario hácele oler el galaadita la flor ajada, a través de la vitrina, la flor prensada del herbario litúrgico, y le dice: ¿a qué huele? Y si el efraimita es sincero y contesta, según sea de fino su olfato, o bien: «¡no me huele a nada!» o ya: «¡huele a muerto!» ¡a degollarle!
¡A degollarle! ¡A degollarle moralmente! ¡A marcarle con el hierro! ¡Sobre él la Inquisición inmanente y difusa! ¡No huele la flor!, ¡no huele la flor!, ¡no tiene olfato! ¡desgraciado!… ¡no tiene olfato! ¡desgraciado!… Desgraciado, sí, digno de conmiseración y lástima, pero un peligro para los demás, porque esas infernales corizas son infecciosas, y va a cundir la enfermedad, va a estropearnos la pituitaria, van a perder el olfato los fieles galaaditas, y si lo pierden, ¿qué será, Dios mío, de la tribu de Galaad? Sin olfato habrá de envenenarse, porque es el olfato el centinela de la boca, y sin él el paladar no sirve.
¡La espada, la espada de Jefté, pronto, a degollarlo! ¡A degollarlo antes de que nos contagie su infernal coriza y perdamos el olfato y no olamos la flor misteriosa y se nos amargue la vida!
Sí, hay que evitar a toda costa el perder el olfato, eso que llaman perder el olfato espiritual, y que no es nada menos que ganarlo o recobrarlo. Es menester impedir que la flor seca del herbario nos huela a muerto o a seco, y que vayamos al campo libre a buscar las flores que crecen al sol y que dan fruto y mueren. Porque sólo fructifica la flor cuando muere, como sólo muriendo da nueva planta el grano. ¿Muriendo? Muriendo no, renaciendo. Y lo que no es incesante renacimiento, ¿qué es?
Hello se extasiaba ante eso de que el Credo se cante. Se canta, sí, ¿pero no se reduce a letra, letra de música, tralalá de melopea? ¡Qui ex Patre Filioque procedit...!
Este Filioque costó mares de tinta, y supremos esfuerzos de ingenio, y legiones de silogismos y enormidad de invectivas. Y bien, ¿en qué vivifica la vida del que lo repite hoy? ¿Por qué lo han suprimido del Credo popular, del vulgar, del que se enseña en las escuelas, del Credo ad usum serví pecoris, mientras persiste en el otro, en el litúrgico, en el cantable? ¿En qué le hace más divino, mejor, al que lo canta u oye cantar? ¿En qué se levanta el corazón? ¿Qué luz le da ese Filioque para ascender al Amor?
Pero no condenéis ninguna fe cuando sea espontánea y sencilla, aunque se viese forzada a verterse en formas que la deformen. Toda fe es sagrada. Lo es la fe del fetichismo, que anima, consuela, da fuerzas, infunde ánimo, hace milagros.
Ved la imagen prodigiosa, el tosco leño milagrero, tallado a hachazos, por un aperador tal vez, el leño a cuyos pies han ido a dejar generaciones de aldeanos, sus pesares, sus ansias, sus angustias, a avivar sus vislumbres. Todo allí lleno de exvotos: muletas mugrientas, trenzas de pelo, camisitas amarillas con el polvo del tiempo, cintas ajadas, pinturas toscas, miembros de cera, quebradiza ya… Y luego, entrad en Nuestra Señora de las Victorias, de París, pongo por caso. Aquello es el cementerio del fetichismo, donde éste hiede en su seca osamenta. Hanse convertido los espontáneos exvotos en reguladas inscripciones, grabadas con letra roja en marmolillos blancos. Parece el templo un periódico, con sus gacetillas y anuncios; recuerdan las inscripciones aquellas las listas de adhesiones de los periódicos de partido o los nichos de un cementerio. Hiede a osario. Está ya el fetichismo reglamentado, sometido a partida doble, con su libro mayor, su copiador de cartas y su libro de caja, ¡sobre todo el libro de caja! Pero luego se ha perfeccionado el sistema, y tenemos ya, en otra parte, el laboratorio de ensayo de los milagros.
A los pocos días de haber visitado Nuestra Señora de las Victorias, con sus vastos muros anunciadores, entré en cierta vulgarísima iglesiuca de una aldea de mi tierra vasca, allá entre las montañas que se embozan en llovizna. A la entrada, a la derecha, el rústico bautisterio, la gran pila de piedra donde reciben el agua los hijos de aquellos aldeanos, acaso mientras los helechos, brezos y argomas se empapan en la que de los frondosos castaños les cae. La parte delantera de la nave, de suelo de madera, es cementerio en que descansan los restos de aquellos que trabajaron y murieron en paz. En el suelo, paños negros llenos de lagrimones de cera; en otros sitios papelones, planas con los palotes, del nieto acaso de quien debajo reposa, pedazos de periódico, uno con anuncios de Singer, papeles pintados, y sobre estos paños y papeles, en trozos de madera vieja y negra de distintas formas, una arrollada cerilla amarilla, que fue jugo de flores no hace mucho, cerilla que se consume en luz triste sobre los muertos. Allí, cubierta la cabeza con la mantilla negra, cuya borlita les cuelga sobre la frente, y cubriéndose con el moquero la cara, llorarán en silencio, mascullando oraciones, las pobres caseras, mientras lagrimea la cerilla. ¿Qué piensa del filioque esa casera? Alguna vez se habrá fijado acaso en la cara de cera de aquella Dolorosa envuelta en su manto negro, del altar de la izquierda; tal vez en el San Antonio de aquel cuadro de sombras viejas y cielo de oro sucio del de la derecha, o en el San Juan en el desierto; acaso en las inevitables estampas de los lados del altar mayor; o en la Virgen española, morena, tosca, de vivos ojos y severo rostro, manto bordado y largo pelo tendido, con su niño vivaracho de traje bordado también, y coronados ambos, del flanco del evangelio; o en la Virgen francesa, de ceñido traje blanco con cintas azules, manos juntas y cara de lirio de pintura dirigida al cielo, del flanco de la epístola; habrá detenido su mirada en aquella Santa Isabel en el lecho, que tiene a su lado a San José y a la Virgen que mira cada cual a un lado, o la habrá reposado en aquel Cristo de encima, iluminado por la desfallecida luz que a través de las rojas cortinas se filtra; pero a la casera de Alzola, ¿qué le dice el filioque?
Por fuera el pórtico encachado, con sus bancos de piedra donde el sol se rompe y sus puntales de tronco que sostienen el tejadillo; allí el muro que hace de frontón de pelota, con su cinta de hierro para marcar el escás. Y luego se tiende la plazoleta con sus nogales, su largo banco de piedra en semicírculo y su mesa de dos grandes piedras para el reparto del botín del entierro. Desde la plazuela vese el río que enseña las piedras de su lecho, mientras otras surgen a blanquearse al sol; en sitios quiébrase en ellas y murmurando se riza y arruga el arroyo. Paséanse los patos junto a las piedras lavanderas, vese al puente y a las casas reflejadas en horizontales capas en el agua tranquila, reflejo esmaltado por peñas que asoman en el cristal de su cabeza. El verde de las montañas, oscuro en los castaños y en los maizales tierno, viste al vasto templo, al templo inmenso, al templo libre en que a guisa de incienso corre la brisa susurrando en los chopos, los castaños y nogales. Y a la pobre casera de Alzola, que sale de su iglesiuca, de la iglesiuca en que aprendió a rezar, al templo inmenso de las montañas, ¿qué le dice el filioque? ¿Tiene fe?
Sí, tiene fe, confía. Es sincera; vive sencillamente; nos utiliza; ignora el dogma; tiene su fe, la suya.
Lo que mata es la mentira, y no el error, y hay mentiras que tiemblan de reconocerse tales, mentiras que temen encontrarse a solas consigo mismas. Hay gentes que vislumbrando vagamente que viven de mentiras, rehúyen examinarlas, y repiten: ¡no quiero pensar en eso! ¿No quieres pensar en eso?, ¡pues estás perdido!
Eso en que no crees es mentira, porque ¿puede serte verdad aquello en que no crees? Quien enseñare una de esas que llaman verdades sin creer en ella, miente.
¡Verdad! Y «¿qué es verdad?» –preguntó Pilatos a Cristo, volviéndole las espaldas sin esperar respuesta, volviendo las espaldas a la verdad–. Porque Cristo dijo de sí: «yo soy la verdad», díjolo de sí, y no de su doctrina. ¿Que no lo dijo? Pues nos lo dice a todas horas.
La fe es, ante todo, sinceridad, tolerancia y misericordia.
¡Sinceridad! ¡Santo anhelo de desnudarse el alma, de decir la verdad siempre y en todo lugar, y mejor cuando más intempestiva e indiscreta la crean los prudentes según la ley! ¡Santo anhelo de poner al descubierto y a la frescura del mundo nuestro espíritu para que se airee y vivifique!
¡Tolerancia! ¡Viva comprensión de la relatividad de todo conocimiento y de toda gnosis y creencia, y de que sólo desarrollándose cada cual en su propio mundo de ideas y sentimientos es como hemos de armonizarnos bajo unidad de fe en rica variedad de creencias! ¡Tolerancia! ¡Hija de la profunda convicción de que no hay ideas buenas ni malas, de que son las intenciones, la fe, y no las doctrinas, no el dogma, lo que justifica los actos!
¡Misericordia! La caridad no es cosa distinta de la fe, es una forma de ésta, una expansión de la confianza en el hombre. ¡Fuera de todo fiel, el demoníaco regocijo con que las gentes honradas, los justos, según la ley, los hombres de orden, piensan que se va a dar garrote o cuatro tiros al delincuente, dando así, por instrumento del verdugo, desahogo a sus criminales instintos, a lo que de común tienen con el pobre ajusticiado!
Sinceridad para descubrir el ideal siempre y oponerlo a la realidad; tolerancia hacia las diversas creencias que dentro de la común confianza caben; misericordia hacia las víctimas del pasado y del presente incoercibles. Esta es fe.
Ten, pues, fe y ten sobre todo fe en la fe misma. Porque si los amadores cobraron tanta fuerza del amor al amor mismo, no menos la cobran los fieles de la fe en la fe misma, de la confianza en el poder todopoderoso de la confianza misma.