Un Cuentecillo Sin Argumento

Miguel de Unamuno


Cuento


Escribir un cuento con argumento no es cosa difícil, lo hace cualquiera, un jarro sin asa, según dicen; la cuestión es escribirlo sin argumento. La vida humana tampoco tiene argumento, ¿quién sabe lo que será mañana? Las cosas vienen sin que sepamos cómo y se van del mismo modo.


—¿Qué quieres?—preguntó la mujer a su marido.

—¿Que qué quiero? ¿Lo sé yo acaso...?

La mujer hizo un gesto de resignación y dejó escapar una lágrima. Indudablemente, no estaba en su sano juicio el hombre que así hablaba y sí lo estaba la mujer que así lloraba.

—Pero, hijo, la cosa no es para ponerse así.

Llamaba hijo a su marido, y esto no era una pura metáfora; hay de todo en la viña del Señor. Era la mujer que así hablaba una mujer joven y hermosa, de carne y hueso, no de alabastro, coral, marfil y todos esos materiales de que suelen ser las mujeres de los libros (de los libros cursis). Su marido era más de hueso que de carne.

—Josefa, yo me voy a volver loco si esto sigue así.

—No digas esas cosas, hombre; confía en Dios.

—En Dios, que no abandona a los pajarillos aunque estos se mueran de frio cuando hay helada...

—No digas esas cosas, que Dios puede castigarnos.

—Por ti ha apartado hasta hoy la diestra de sobre nuestras cabezas; por ti, que le quieres tanto y a quien El tanto quiere, se ha limitado hasta hoy con dejarnos en la miseria.

—¡Calla, calla! Yo confío en Él.

Así se paso un día, y detrás de este paso otro, en los cuales días no vino el cuervo de Eliseo a visitar al matrimonio de mi cuento en su tribulación.

—¡Pan, papá, pan!

Érase un chiquillo enteco, flacucho, negro, los ojos en aureola de azul y amarillo, brillante y sudorosa la nariz, entreabierta la boca, engendrado en el seno de la miseria con vislumbres de vicio y oliendo a estercolero en putrefacción.

—Pan, papá, pan, ¡yo quiero pan!

—Y yo también.

No le dio una piedra, pero tampoco le dio pan. Nadie da lo que no tiene. La pobre madre, en cambio, más tierna y más madre que el papá, se abalanzó al colchón, inclino sobre la fea cabecita de su hijo la suya ajada y le dio un beso.

—¡Pan, mamá, pan!

La madre le cubrió de besos y de lágrimas. Es indudable que los besos animan, pero no nutren.

—¡Pan, mamita, pan!

—Ahora, hijo mío, ahora; han ido a buscarlo.

—¿Quién?

—Un ángel.

—¿Adónde?

—Al cielo.

—¡Que venga, que me traiga pan! ¡Tengo hambre!

El padre se dejo caer en una silla desvencijada y empezó a desbarrar. Se han visto muchos casos de hombres que en situaron análoga se han vuelto locos.

El angelito que había ido por pan al cielo no bajó

El hombre miró de extraño modo a su mujer y pareció recrearse en aquella hermosura ajada. Se adelantó, la tomó de un brazo y miróla fijamente.

—¡Tú! ¡No, no puede ser..., no debe ser...!

Se levantó, cogió un raído sombrero y se preparo a salir.

—¡Ah!, no, no vayas. ¿Adónde vas?

—A buscar que comer.

La pobre mujer rompió en llanto. ¿Qué iba a hacer?

—No olvides a tu hijo—le gritó mientras salía.

Así pasaron los largos minutos de dos horas, lentos y monótonos, llenos de sombra y de frío.

El hombre volvió trayendo dos tortas.

—Ésta para mí y esta para vosotros, que, como más débiles, necesitáis menos.

¡Oh!, la lógica, ¡para cuanto sirve la lógica!

—No—exclamó la mujer—, ésta para ti y esta otra para mi hijo..., tu hijo... Yo no tengo apetito; por hoy pasare sin nada.

¡Oh!, el amor, ¡para cuánto sirve el amor! ¡Tú haces que en los días de hambre pierda el apetito quien se alimenta de tu sagrado fuego! Basta de lirismo.

El padre devoró su torta y el hijo la suya. Los pequeños dientecitos se clavaban en aquella miserable torta que ya con los ojos había devorado antes. Estaba riquísima, muy rica.

—¿Dudarás ahora de la Providencia?—preguntó la mujer.

—Ni de mi maña tampoco.

—Dios no abandona a quien confía en Él.

El hombre se reía con la risa estúpida del hambre satisfecha.

El niño empezó a llorar y retorcerse; se quejaba de horribles dolores de tripas, la boca le espumeaba y la sangre se le retiraba.

—¡Pobre hijo mío! Eso no es nada..., la falta de costumbre..., el atracón.

El padre se llevó las manos a la barriga; eran atroces sus dolores.

—Yo me muero, me muero...

Y acurrucado en un rincón, con los ojos inyectados en sangre, se oprimía el vientre contra las piernas. El niño se retorcía en ansias locas, y la madre, serena, tranquila, helada como un carámbano, miraba impasible aquella escena de dolor.

Las contorsiones del niño fueron cesando, cerro los ojos, recogió sus delgadas piernecitas, entreabrió la boca, lanzo un suspiro gutural y se quedo dormido en la noche eterna. El pobre padre se fue acurrucando, recogió su cabeza entre las piernas como el polluelo entre las alas cuando la noche llega y cayó redondo al suelo. Es natural que un hombre al morir pierda con la vida el equilibrio. La madre medio comprendió, miro al cielo nublado por una claraboya, se fundieron en estrecho abrazo el hambre y la angustia y estrujaron en medio al corazón de la pobre, que, dando media vuelta, cayó al suelo como cae un fardo después solo se oía un a lenta y fatigosa respiración; ni esta respiración len ta se oyó luego.

Más tarde entro una señora, de las conferencias de San Vicente de Paul, representante allí de la caridad humana.

El médico reconoció los cadáveres; dos de ellos habían muerto envenenados.

Para que no resulte más horrible el cuadro, diré que las tortas robadas fueron preparadas para matar animales dañinos.


Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
Leído 7 veces.