Una Tragedia

Miguel de Unamuno


Cuento


Recordáis, los que hayáis leído las Memorias de Goethe, aquel profesor Plessing de que nos habla el autor del Werther? Fue un joven misántropo y preocupado que quiso ponerse en relaciones con él; que le dirigió, como a un director laico de conciencia, unas largas cartas, a que él no respondió; que se quejaba de esto y que al fin se puso al habla con él, sin lograr interesarle en sus fantásticas cuitas. Pues vamos a contaros una historia algo parecida a la de Plessing, pero que acaba en tragedia.

Era un escritor, llamémosle Ibarrondo, que ejercía grande influencia sobre su pueblo con sus escritos y a quien oían con atención, y algunos con recogimiento, muchos de los jóvenes de su país y aun de otros países. Y eran no pocos los que se imaginaban que Ibarrondo estaba para atender privadamente a lo que ellos le preguntaran y a que les dijese—por carta y a su nombre—lo que estaba diciendo arreo al público todo. Hasta hubo quien le preguntó qué es lo que debía leer, sin más que este indicio: «Soy un joven de dieciocho años hambriento de cultura.» Y lo que más le atosigaba a Ibarrondo era la gran porción de locos, chiflados, ensimismados y hasta mentecatos que le iban con sus locuras, chifladuras, ensimismaduras y mentecatadas.

Era un joven, llamémosle Pérez, de esos que creen ingenuamente que se les ha ocurrido lo que habían leído y que toman por ideas originales las reminiscencias de lecturas y que se imaginan que van a romper moldes viejos cuando se disponen a hacerlo con otros más viejos todavía.

Pérez, que leía a Ibarrondo, le escribió unas largas cartas inflamadas y entusiastas llenas de todos los lugares comunes—¡y tan comunes!—que de ordinario suelen escribirse a los dieciocho años; Ibarrondo, que no podía distribuir su tiempo entre tantos jóvenes entusiastas como a él se dirigían, descuidó contestarle, pero Pérez insistió, y fue tal su insistencia, que, al cabo, Ibarrondo, creyendo así quitárselo de encima, le contestó en una carta defensiva. Pérez arreció en su persecución, mas al cabo desistió de ella.

Pasaron unos cinco o seis años, cuando he aquí que Ibarrondo se encuentra con el original manuscrito de una obra de Pérez y con la pretensión de que éste le ponga un prólogo. Ibarrondo, después de hojearla y leer acá y allá algunos pasajes, se la devolvió diciéndole que sus ocupaciones no le permitían escribir el pedido prólogo. Y he aquí que a los pocos días de esto se le presenta el propio Pérez en persona, con su manuscrito en la mano, a saber por qué se le rehusaba el prólogo.

—No importa—dijo Pérez—que usted, señor Ibarrondo, rebata mis doctrinas...

—¿Qué doctrinas, señor Pérez?

—Las de mi libro. Me es igual. Aprobativo o vituperativo, su prólogo hará correr mi obra, el público la juzgará y usted habrá hecho un servicio al público y no a mí.

—Pero es el caso, señor Pérez, que yo no puedo ni aprobar ni desaprobar sus doctrinas, y no puedo hacerlo porque no las conozco. O mejor, porque sé que esas que usted llama sus doctrinas ni son de usted ni apenas son doctrinas. He hojeado su libro, he leído acá y allá pasajes de él y he visto que no hace usted sino repetir lo que todo el mundo dice, y, lo que es peor, como lo dice todo el mundo. Ni una expresión, ni un grito, ni una metáfora, ni un acento personal. Y cuando cree usted ir contra la corriente general es cuando más ramplonerías escribe, pues se hace usted eco de la contracorriente también general. La heterodoxia de usted es tan vulgar como la ortodoxia a que combate. Porque usted reconocerá conmigo que hay un ateísmo y un anarquismo tan vulgares y ramplones, tan poco originales, tan rebañegos, como el teísmo y el arquismo oficiales.

El pobre Pérez quiso defenderse y aun atacar, pero entonces creyó Ibarrondo que con unas fuertes duchas podría curar a aquel desgraciado y reducirle a que se dedicase a cualquier otra actividad que no fuese la de escribir para el público, y emprendió la tarea de convencerle de que todo lo que contenía aquel manuscrito no era más que el eco de sobadísimos lugares comunes de contracorriente.

—Si aun hubiera aquí disparates, amigo Pérez; disparates graciosos... ¡Pero ni eso!

Sorprendióle a Ibarrondo la facilidad con que parecía dejarse convencer Pérez y le alarmó la actitud de abatimiento que tomó. Parecía que dentro de él se agitaba una terrible conmoción. Estaba pálido; no hablaba.

—Vamos, amigo Pérez—le dijo—, no se amilane así. En este mundo hay muy otros oficios que el de escritor público, y tan honrados, si es que no más, que él. Déjese de escribir y dedíquese a otra cosa.

—¿Ya qué, señor Ibarrondo? En otra cosa será igual. Si usted me hubiera escrito el prólogo, yo habría lanzado el libro y me habría importado poco que me dijeran de él lo que usted me ha dicho. No lo habría creído. Habríalo atribuido a la envidia; habría luchado. Pero usted, convenciéndome, me ha matado. ¡Sí, me ha matado!

—¿Convenciéndole de qué?

—De que soy un pobre mentecato.

Y Pérez se echó a llorar. Quiso Ibarrondo consolarle y no pudo. Hasta le prometió el prólogo. Fue en vano.

Días después, Pérez se pegaba un tiro, después de escribir a Ibarrondo una carta en que le decía que le había puesto ante los ojos un espejo en que vio su inutilidad. Ibarrondo se aquietó pensando que los suicidas lo son de nacimiento.


(Caras y Caretas, Buenos Aires, 21-VII-1923)


Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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