Uno de los que leyeron aquella mi correspondencia aquí publicada, a la que titulé Mi religión, me escribe rogándome aclare o amplíe aquella fórmula que allí empleé de que debe buscarse la verdad en la vida y la vida en la verdad. Voy a complacerle procediendo por partes.
Primero la verdad en la vida.
Ha sido mi convicción de siempre, más arraigada y más corroborada en mí cuanto más tiempo pasa, la de que la suprema virtud de un hombre debe ser la sinceridad. El vicio más feo es la mentira, y sus derivaciones y disfraces, la hipocresía y la exageración. Preferiría el cínico al hipócrita, si es que aquél no fuese algo de éste.
Abrigo la profunda creencia de que si todos dijésemos siempre y en cada caso la verdad, la desnuda verdad, al principio amenazaría hacerse inhabitable la Tierra, pero acabaríamos pronto por entendernos como hoy no nos entendemos. Si todos, pudiendo asomarnos al brocal de las conciencias ajenas, nos viéramos desnudas las almas, nuestras rencillas y reconcomios todos fundiríanse en una inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras del que tenemos por santo, pero también las blancuras de aquel a quien estimamos un malvado.
Y no basta no mentir, como el octavo mandamiento de la ley de Dios nos ordena, sino que es preciso, además, decir la verdad, lo cual no es del todo lo mismo. Pues el progreso de la vida espiritual consiste en pasar de los preceptos negativos a los positivos. El que no mata, ni fornica, ni hurta, ni miente, posee una honradez puramente negativa y no por ello va camino de santo. No basta no matar, es preciso acrecentar y mejorar las vidas ajenas; no basta no fornicar, sino que hay que irradiar pureza de sentimiento; ni basta no hurtar, debiéndose acrecentar y mejorar el bienestar y la fortuna pública y las de los demás; ni tampoco basta no mentir, sino decir la verdad.
Hay ahora otra cosa que observar—y con esto a la vez contesto a maliciosas insinuaciones de algún otro espontáneo y para mí desconocido corresponsal de esos pagos—, y es que como hay muchas, muchísimas más verdades por decir que tiempo y ocasiones para decirlas, no podemos entregarnos a decir aquellas que tales o cuales sujetos quisieran dijésemos, sino aquellas otras que nosotros juzgamos de más momento o de mejor ocasión. Y es que siempre que alguien nos arguye diciéndonos por qué no proclamamos tales o cuales verdades, podemos contestarle que si así como él quiere hiciéramos, no podríamos proclamar tales otras que proclamamos. Y no pocas veces ocurre también que lo que ellos tienen por verdad y suponen que nosotros por tal la tenemos también, no es así.
Y he de decir aquí, por vía de paréntesis, a ese malicioso corresponsal, que si bien no estimo poeta al escritor a quien él quiere que fustigue nombrándole, tampoco tengo por tal al otro que él admira y supone, equivocándose, que yo debo admirar. Porque si el uno no hace sino revestir con una forma abigarrada y un traje lleno de perendengues y flecos y alamares un maniquí sin vida, el otro dice, sí, algunas veces cosas sustanciosas y de brío —entre muchas patochadas— pero cosas poco o nada poéticas, y, sobre todo, las dice de un modo deplorable, en parte por el empeño de sujetarlas a rima, que se le resiste. Y de esto le hablaré más por extenso en una correspondencia que titularé: Ni lo uno ni lo otro.
Y volviendo a mi tema presente, como creo haber dicho lo bastante sobre lo de buscar la verdad en la vida, paso a lo otro, de buscar la vida en la verdad.
Y es que hay verdades muertas y verdades vivas, o mejor dicho: puesto que la verdad no puede morir ni estar muerta, hay quienes reciben ciertas verdades como cosa muerta, puramente teórica y que en nada les vivifica el espíritu.
Kierkegaard dividía las verdades en esenciales y accidentales, y los pragmatistas modernos, a cuya cabeza va Guillermo James, juzgan de una verdad o principio científico según sus consecuencias prácticas. Y así, a uno que dice creer haya habitantes en Saturno, le preguntan cuál de las cosas que ahora hace no haría o cuál de las que no hace haría en caso de no creer que haya habitantes en tal planeta, o en qué se modificaría su conducta si cambiase de opinión a tal respecto. Y si contesta que en nada, le replican que ni eso es creer cosa alguna ni nada que se le parezca.
Pero este criterio así tomado —y debo confesar que no lo toman así, tan toscamente, los sumos de la escuela— es de una estrechez inaceptable. El culto a la verdad por la verdad misma es uno de los ejercicios que más eleva el espíritu y lo fortifica.
En la mayoría de los eruditos, que suele ser gente mezquina y envidiosa, la rebusca de pequeñas verdades, el esfuerzo por rectificar una fecha o un nombre, no pasa de ser o un deporte o una monomanía o un puntillo de pequeña vanidad; pero en un hombre de alma elevada y serena, y en los eruditos de erudición que podría llamarse religiosa, tales rebuscas implican un culto a la verdad. Pues le que no se acostumbra a respetarla en lo pequeño, jamás llegará a respetarla en lo grande. Aparte de que no siempre sabemos qué es lo grande y qué lo pequeño, ni el alcance de las consecuencias que pueden derivarse de algo que estimemos, no ya pequeño, sino mínimo. Todos hemos oído hablar de la religión de la ciencia, que no es —¡Dios nos libre!— un conjunto de principios y dogmas filosóficos derivados de las conclusiones científicas y que vayan a sustituir a la religión, fantasía que acarician esos pobres cientificistas de que otras veces os he hablado, sino que es el culto religioso a la verdad científica, la sumisión del espíritu ante la verdad objetivamente demostrada, la humildad de corazón para rendirnos a lo que la razón nos demuestre ser verdad, en cualquier orden que fuere y aunque no nos agrade.
Este sentimiento religioso de respeto a la verdad, ni es muy antiguo en el mundo ni lo poseen más los que hacen más alarde de religiosidad. Durante los primeros siglos del cristianismo y en la Edad Media, el fraude piadoso —así se le llama: pia fraus— fue corriente. Bastaba que una cosa se creyese edificante para que se pretendiera hacerla pasar por verdadera. Cabiendo, como cabe, en una cuartilla del tamaño de un papelillo de fumar cuanto los Evangelios dicen de José, el esposo de María, hay quien ha escrito una Vida de San José, patriarca, que ocupa 600 páginas de compacta lectura ¿Qué puede ser su contenido sino declamaciones o piadosos fraudes?
De cuando en cuando recibo escritos, ya de católicos, ya de protestantes —más de éstos, que tienen más espíritu de proselitismo, que de aquéllos— en que se trata de demostrarnos tal o cual cosa conforme a su credo, y en ellos suele resplandecer muy poco el amor a la verdad. Retuercen y violentan textos evangélicos, los interpretan sofísticamente y acumulan argucias nada más que para hacerles decir, no lo que dicen, sino lo que ellos quieren que digan. Y así resulta que esos exegetas tachados de racionalismo —no me refiero, claro está, a los sistemáticos detractores del cristianismo, como Nietzsche, o a los espíritus ligeros que escriben disertaciones tratando de probar que el Cristo no existió, que fue discípulo de Buda, u otra fantasmagoría por el estilo—, esos exegetas han demostrado en su religioso culto a la verdad una religiosidad mucho mayor que sus sistemáticos refutadores y detractores.
Y este amor y respeto a la verdad y este buscar en ella vida, puede ejercerse investigando las verdades que nos parezcan menos pragmáticas.
Ya Platón hacía decir a Sócrates en el Parménides, que quien de joven no se ejercitó en analizar esos principios metafísicos, que el vulgo estima ocupación ociosa y de ociosos, jamás llegará a conseguir verdad alguna que valga. Es decir, traduciendo al lenguaje de hoy ahí, en esa tierra, que los cazadores de pesos que desprecian las macanas jamás sabrán nada que haga la vida más noble, y aunque se redondeen de fortuna tendrán pobrísima el alma, siendo toda su vida unos beocios; y siglos más tarde que Platón, otro espíritu excelso, aunque de un temple distinto al de aquél, el canciller Bacon, escribió que "no se han de estimar inútiles aquellas ciencias que no tienen uso, siempre que agucen y disciplinen el ingenio".
Éste es un sermón que hay que estarlo predicando a diario —y por mí no quedará— en aquellos países, entre aquellas gentes donde florece la sobreestimación a la ingeniería con desdén de otras actividades.
En el vulgo es esto inevitable, pues no juzga sino por los efectos materiales, por lo que le entra por los ojos. Y así, es muy natural que ante el teléfono, el fonógrafo y otros aparatos que le dicen ser invención de Edison —aunque en rigor sólo en parte lo sean de este diestro empresario de invenciones técnicas— se imaginen que el tal Edison es el más sabio y más genial de los físicos hoy existentes e ignoren hasta los nombres de tantos otros que le superan en ciencia. Ellos, los del vulgo, no han visto ningún aparato inventado por Maxwell, verbigracia, y se quedan con su Edison, lo mismo que se quedan creyendo que el fantástico vulgarizador Flammarión es un estupendo astrónomo.
Mal éste que, con el del cientificismo, tiene que ser mayor que en otros en países como ése, formados en gran parte de emigrantes de todos los rincones del mundo que van en busca de fortuna, y cuando la hacen, procuran instruirse de prisa y corriendo, y en países además donde los fuertes y nobles estudios filosóficos no gozan de estimación pública y donde la ciencia pura se supedita a la ingeniería, que es la que ayuda a ganar pesos. Al menos, por lo pronto. Y digo por lo pronto, porque donde la cultura es compleja, han comprendido todos el valor práctico de la pura especulación y saben cuánta parte cabe a un Kant o un Hégel en los triunfos militares e industriales de la Alemania moderna. Y saben que si cuando Staudt inició la geometría pura o de posición esta rama de la ciencia no pasaba de ser una gimnástica mental, hoy se funda en ella mucha parte del cálculo gráfico que puede ser útil hasta para el tendido de cables.
Pero aparte esta utilidad mediata o a largo plazo que pueden llegar a cobrar los principios científicos que nos aparezcan más abstractos, hay la utilidad inmediata de que su investigación y estudio educa y fortifica la mente mucho mejor que el estudio de las aplicaciones científicas. Cuando nosotros empezamos a renegar de la ciencia pura, que nunca hemos cultivado de veras —y por eso renegamos de ella— y todo se nos vuelve hablar de estudios prácticos, sin entender bien lo que esto significa, están los pueblos en que más han progresado las aplicaciones científicas escarmentándose del politecnicismo y desconfiando de los practicones. Un mero ingeniero —es decir, un ingeniero sin verdadero espíritu científico, porque los hay que le tienen— puede ser tan útil para trazar una vía férrea como un buen abogado para defender un pleito; pero ni aquél hará avanzar a la ciencia un paso, ni a éste le confiaría yo la reforma de la constitución de un pueblo.
Buscar la vida en la verdad es, pues, buscar en el culto de ésta ennoblecer y elevar nuestra vida espiritual y no convertir a la verdad, que es, y debe ser siempre viva, en un dogma, que suele ser una cosa muerta.
Durante un largo siglo pelearon los hombres, apasionándose, por si el Espíritu Santo procede del Padre solo o procede del Padre y del Hijo a la vez, y fue esa lucha la que dio origen a que en el credo católico se añadiera lo de Filioque, donde dice qui ex Patre Filioque procedit; pero hoy ¿a qué católico le apasiona eso? Preguntadle al católico más piadoso y de mejor buena fe, y buscadlo entre los sacerdotes, por qué el Espíritu Santo ha de proceder del Padre y del Hijo y no sólo del primero, o qué diferencia implica en nuestra conducta moral y religiosa el que creamos una cosa o la otra, dejando a un lado lo de la sumisión a la Iglesia, que así ordena se crea, y veréis lo que os dice. Y es que eso, que fue en un tiempo expresión de un vivo sentimiento religioso a la que en cierto respecto se puede llamar verdad de fe —sin que con esto quiera yo afirmar su verdad objetiva— no es hoy más que un dogma muerto.
Y la condena del actual Papa contra las doctrinas del llamado modernismo, no es más sino porque los modernistas —Loisy, Le Roy, el padre Tyrrell, Murri, etc.— tratan de devolver vida de verdades a dogmas muertos, y el Papa, o mejor dicho sus consejeros —el pobrecito no es capaz de meterse en tales honduras—, prevén, con muy aguda sagacidad, que en cuanto se trate de vivificar los tales dogmas, acaban éstos por morirse del todo. Saben que hay cadáveres que al tratar de insuflarles nueva vida se desharían en polvo.
Y ésta es la principal razón por qué se debe buscar la vida de las verdades todas, y es para que aquellas que parecen serlo y no lo son se nos muestren como en realidad son, como no verdades o verdades aparentes tan sólo. Y lo más opuesto a buscar la vida en la verdad es proscribir el examen y declarar que hay principios intangibles. No hay nada que no deba examinarse. ¡Desgraciada la patria donde no se permite analizar el patriotismo!
Y he aquí cómo se enlazan la verdad en la vida y la vida en la verdad, y es que aquellos que no se atreven a buscar la vida de las que dicen profesar como verdades, jamás viven con verdad en la vida. El creyente que se resiste a examinar los fundamentos de su creencia es un hombre que vive en insinceridad y en mentira. El hombre que no quiere pensar en ciertos problemas eternos, es un embustero y nada más que un embustero. Y así suele ir tanto en los individuos como en los pueblos la superficialidad unida a la insinceridad. Pueblo irreligioso, es decir, pueblo en que los problemas religiosos no interesan a casi nadie —sea cual fuere la solución que se les dé—, es pueblo de embusteros y exhibicionistas, donde lo que importa no es ser, sino parecer ser. He aquí cómo entiendo lo de la verdad en la vida y la vida en la verdad.
Salamanca, febrero de 1908.