Martín Alonso Pinzón
Deshauciado Colón en la Corte, pasó—en compañía de su hijo Diego, al dirigirse a Huelva, donde vivía un cuñado suyo—, por el Convento de la Rábida, y llamando a sus puertas en solicitud de socorro, encontró en fray Pérez no sólo quien les diera hospitalidad y sustentación, sino quien escuchara y patrocinara los proyectos del descorazonado marino.
A fray Juan le interesaron con viveza, porque, como religioso, no pensaba tanto en lo que habían de engrandecer los territorios de la corona de España como en los abundantísimos y excelentes frutos que habían de rendirle al catolicismo al extenderse su luz entre los moradores de los países que se descubrieran.
Y comunicó la noticia de la llegada de Colón al convento a personas principales de Palos, para que acudiesen a enterarse de los planes del extranjero, y con el ánimo y la esperanza de buscarle admiradores.
Aunque es en las postrimerías de su vida cuando se le ve a Colón subyugado por el misticismo, ya en el tiempo de sus primeras entrevistas con fray Juan aducía en apoyo de la viabilidad de sus ideas, juntamente con razonamientos científicos, y sobre ellos, razonamientos teológicos y textos y citas de libros sagrados; con lo que llegaban a la mayor intensidad los optimismos del ilustre fraile.
En el Convento de la Rábida se congregaron Martín Alonso Pinzón, piloto acreditadísimo, y Garci-Fernández, médico del pueblo y versado en Cosmografía.
En aquellas reuniones, Colón y Garci-Fernández representaban la ciencia; Martín Alonso, la práctica; y fray Juan Pérez, la fe, que siempre ha sido capaz de levantar montañas.
En una celda de un monasterio de franciscanos, la fe, la ciencia y la experiencia se pusieron de acuerdo para trabajar por que no se malograra la realización de un pensamiento que contenía uno de los hechos más fecundos de la historia humana.
Allí no tropezó Colón, como había tropezado en la Corte, con hombres hueros y envidiosos que le tuvieran por loco, le hicieran burla y le volaran la palabra.
El físico Garci-Fernández, en su declaración en el litigio entre el almirante mozo y el fiscal de Su Majestad, manifiesta que fray Juan Pérez, ex confesor de Doña Isabel, la escribió una carta, de la que fué portador Sebastián Rodríguez, piloto de Lepe, en la que la recomendaba las aspiraciones de don Cristóbal, y que se decidió que éste permaneciera en el monasterio hasta que se tuviera respuesta. Se recibió a los catorce días, y en ella encargaba Doña Isabel que el fraile se presentase en la Corte. Así lo hizo con prontitud fray Juan, cabalgando en un mulo.
Por consecuencia de esta visita, la reina «envió veinte mil maravedís en florines, los cuales trujo Diego Prieto», vecino de Palos, «e los dió con una carta» a Garci-Fernández, que se los entregaría a Colón «para que se vistiese honestamente y mercase una bestezuela e pareciese ante S. A., e quel dicho Cristóbal Colón recibió los dichos veinte mil maravedís e partió ante S. A...»
También Martín Alonso les escribió a los reyes en favor de Colón y de sus proyectos.
Lo que no está comprobado es que le diera dinero para ir a la Corte, aunque el piloto tenía bien lo que había menester en su casa. El fiscal interrogó sobre este asunto a varias personas, y a excepción de Martín Núñez, que lo había oído, de Antonio Hernández Colmenero, sobrino de los Pinzones, que lo sabía igualmente de referencias, y de Arias Pérez, hijo de Martín Alonso, que contestó saberlo «por que se halló a todo», los demás afirmaron que ignoraban el contenido de la pregunta.
* * *
Las condiciones exigidas por Colón a los Reyes Católicos respecto
a las mercedes, honores y privilegios que habían de concederle en el
caso de que encontrara lo que prometía, no fueron aceptadas, y el futuro
almirante abandonó el real sitio de Santa Fe.
Luis de Santángel y el cardenal Mendoza le manifestaron a la reina cuán sensible les parecía que no se hubiera llegado con él a una inteligencia, porque si los descubrimientos no se realizaran, nada habría que darle, y, en el caso contrario, todas sus reclamaciones serían de muy poco valor en comparación con las ventajas y las honras que alcanzarían España, sus monarcas y el catolicismo.
Doña Isabel se dió por convencida, y de orden suya se partió en busca de don Cristóbal, para que regresara a Santa Fe, donde las capitulaciones serían, desde luego, suscritas en los términos que tenía demandados.
Y lo fueron el 17 de abril de 1492. Se le hace a Colón almirante de las islas que por su mano e industria se descubrieren y ganaren, pudiendo transmitir el cargo a sus herederos y sucesores, de uno en otro, perpetuamente, con las preeminencias y prerrogativas a él anejas; se le nombra virrey y gobernador de dichas islas y tierras, para cuyo buen regimiento será elegida una persona, de tres que proponga por cada oficio; le corresponderá la décima parte de las perlas y piedras preciosas, oro, plata, especias y cuanto se hallase, comprase, trocase o conquistase dentro de los límites de su almirantazgo; conocerá como juez en los pleitos que pudieran surgir sobre tales objetos; y en las empresas que se acometieran para su trato y negociación tendrá derecho a la octava parte de los beneficios, contribuyendo con la octava de los gastos de las armadas.
El título de almirante, virrey y gobernador a favor de Colón fué expedido en Granada, en 30 de abril del mismo año.
De idéntica fecha es una provisión para que los vecinos de Palos le suministren dos carabelas y la gente necesaria para las tripulaciones. Por faltas que habían cometido estaban obligados a facilitarlas, durante dos meses, cuando se les ordenara.
* * *
El 23 de mayo, Colón, acompañado por fray Juan, se presentó con
esta cédula a los alcaldes y regidores de aquel pueblo. El 20 de junio,
los reyes, viéndola incumplida, dictaron sobrecartas para que el contino
Juan de Peñalosa obligase a la entrega de las carabelas, que habían de
ser escogidas por don Cristóbal. A fin de asegurar la observancia de
estos preceptos, le escribieron al conde de Cifuentes que pusiera a
disposición de Juan de Cepeda, trinchante de la casa real, la fortaleza
de Palos.
No encontraba el gran marino quien quisiera acompañarle en su viaje, y tuvo necesidad de suplicarles a los reyes que concedieran libertad a los presidiarios que se embarcasen con él. Y así fué acordado. «Diz que es necesario dar seguro a las personas que con él fuesen..., e por su parte nos fué suplicado que se lo mandásemos dar..., e Nos tuvímoslo por bien. E por la presente damos seguro a todas e cualesquier personas que fueren en las dichas carabelas con el dicho Cristóbal Colón..., para que no les sea fecho mal ni daño, ni desaguisado alguno en sus personas ni bienes, ni en cosa alguna de lo suyo por razón de ningún delito que hayan fecho ni cometido fasta el día de la fecha desta nuestra Carta e durante el tiempo que fueren o estuvieren allá con la venida a sus casas e dos meses después.» A pesar de esta cédula, los presidiarios se negaron a embarcarse.
Los reyes no le habían dado a Colón, con destino a los gastos de la Armada, mas que un cuento de maravedís que les prestó Luis de Santángel. Martín Alonso le proporcionó medio cuento, o se lo facilitaron entre él y sus hermanos Vicente y Francisco.
Los Pinzones sustituyeron por otras aceptables las naves embargadas. Y como se aprestaran a acompañar a don Cristóbal en su viaje, y lo hicieron público en Palos y en los pueblos limítrofes, se concluyeron las imposibilidades para el reclutamiento de tripulaciones, y apenas hubo quien se negara a formar parte de ellas; antes por el contrario, lo deseaban todos o casi todos.
Oigamos, acerca de estos hechos, a personas que los presenciaron y a historiadores contemporáneos de ellos.
En los pleitos habidos entre don Diego Colón y la Corona, varios testigos declaran que «Martín Alonso traía tanta diligencia en allegar la gente e animalla como si para él e para sus hijos hobiera de ser lo que se descubriese. A unos decía que saldrían de miseria; a otros, que hallarían casas con tejas de oro; a quién, brindaba con buena ventura; teniendo para cada cual halago y dinero, e con esto e con llevar confianza en él, se fué mucha gente de las villas».
Fray Bartolomé de las Casas, en su Historia apologética de las Indias, refiere que Colón, una vez firmadas las capitulaciones con los reyes, marchó de Santa Fe a Palos, por haber allí «buenos y cursados hombres de la mar» y que en aquel puerto se entendió con los hermanos Pinzones, y especialmente con Martín Alonso, «que era el principal y más rico y honrado, a los cuales casi todos los de la villa se acostaban e acogían, por ser más ricos y más emparentados». Añade las Casas que, según sus noticias, Martín Alonso le había prestado a Colón medio cuento de maravedís.
Noventa hombres deseaba don Cristóbal para lanzarse a la mar, y Martín le hizo con más de ciento veinte, la mayoría de Palos, algunos de Moguer, Huelva, Niebla y Ayamonte, y unos pocos, los menos, de otras regiones.
Entre los individuos que acompañaron a Colón en su primer viaje figuraron, además de los tres Pinzones, Juan de la Cosa, los hermanos Niño, Cristóbal Guerra, Alonso de Ojeda y Diego de Lepe.
En cuanto a las naves, Martín Alonso deshizo las que, de orden de los reyes, habían sido embargadas, y aprovechó sus mejores materiales para las que habían de sustituírlas. Una de éstas, la Niña, había sido construída por Francisco Martín, el menor de los Pinzones, y era de su propiedad. A otra, llamada la Gallega, le cambió el nombre por el de Santa María, y la destinó para capitana. La Pinta, unos afirman que era de las embargadas, y otros, que pertenecía a Martín Alonso. Hay quienes tienen por dueño de una de estas tres embarcaciones a Juan de la Cosa.
Una prueba del fundamental apoyo concedido a don Cristóbal por Martín y por sus hermanos es el silencio en que don Fernando Colón, al escribir la historia de su padre, incurre acerca de este asunto interesantísimo. Era imposible que ignorara lo que todo el mundo sabía; antes bien, tan enterado debía estar de lo sucedido, que, por lo mismo, resolvería callar, temiendo que, si hablaba, se rebajaría la gloria de su progenitor; con lo cual demostró que, en vez de hacer historia, escribía panegíricos y que, a pesar de su clara inteligencia y de su erudición, no comprendió que, confesando hasta con prolijidad todo lo relativo al auxilio de los Pinzones, quedarían por encima de las de éstos la figura y la reputación de don Cristóbal. Al decir de don Fernando, «el Almirante, concluída su capitulación, salió de Granada, fué a Palos, donde le entregaron dos carabelas y otro navío, que armó con la mayor solicitud y diligencia, y provistas las tres naves de todo lo necesario, se hizo a la vela el 3 de agosto».
* * *
Martín Alonso gozaba de una fama muy merecida de marino
inteligente y experto. En su tiempo, nadie le aventajaba ni le igualaba
en su tierra ni en toda la costa andaluza como hombre de mar. Había
navegado hasta el golfo de Guinea y, por el mare nostrum, hasta
el reino de Nápoles. Sentía inclinación por los estudios cosmográficos,
deseando añadir a sus experiencias conocimientos teóricos.
Fernández Duro, en su libro Pinzón, y Castelar, en su Historia del descubrimiento de América, dan por averiguado que, hallándose en Roma, acrecentó su cultura examinando escritos, copiando mapas y tomando apuntes en la biblioteca vaticana, para lo que le aprovechó la amistad que le unía al archivero de Inocencio VIII.
En los autos del pleito entre don Diego Colón y el fiscal de Su Majestad, varios testigos hacen manifestaciones sobre la estancia de Martín en la capital del orbe católico y sobre sus estudios en la biblioteca del papa.
Arias Pérez, hijo de Martín Alonso, declara que él estuvo en aquella ciudad con mercaderías de su padre, que éste se encontraba a la sazón allí, que tenía conocimiento con un familiar del pontífice, «grande cosmógrafo» y poseedor de «muchas y largas escrituras», que le enseñó a Martín y a su hijo un mapamundi, y que en él fueron informados de la existencia de las tierras cuyo descubrimiento trataba de adjudicarse a Colón.
Estas y otras declaraciones análogas fueron producto de la parcialidad y debieron ser promovidas por el fiscal, que estaba interesado para ver de contrarrestar las pretensiones de don Diego en rebajar los méritos de su padre.
Es natural que les halagaran a los herederos, parientes, deudos y amigos de Martín Alonso, y que las contestasen afirmativamente preguntas como ésta: «Si saben que cuando el Almirante fué a descubrir aquellas partes, Martín Alonso Pinzón, vecino de Palos, estaba para ir a las descubrir a su costa, con dos navíos suyos, e tenía noticia cierta y escrituras de la tierra, las cuales había habido en Roma, en la librería del Papa Inocencio VIII, en aquel año que había venido de Roma, e había puesto en plática de las ir a descubrir e lo aliñaba».
Es de creer que Martín Alonso aumentara y ensanchara en la biblioteca ponticia sus ideas y sus horizontes como cosmógrafo. A Inocencio VIII le gustaban esos estudios, y no es extraño que tuviera en su librería abundancia de cartas y papeles marítimos.
Lo inadmisible es que allí viese, en un mapamundi, las tierras americanas antes de ofrecerles Colón a los Reyes Católicos su hallazgo; que hubiera estado a punto de proponerles su descubrimiento con anterioridad al gran Almirante y que éste debiera a sus conferencias con el mayor de los Pinzones: la seguridad que tenía de encontrar, navegando al oeste, países desconocidos hasta entonces.
De ser cierto que Martín Alonso creyera que existían y que no era imposible llegar a ellos, lo que invirtió en favorecer a Colón debió emplearlo en favorecerse a sí mismo. Siendo español, afamado piloto, rico e influyente, no le hubieran surgido tantas dificultades como a Colón, extranjero y pobre.
Lo del fantástico mapa de la biblioteca del pontífice demuestra, si bien se considera, que, sin la ayuda del mayor de los Pinzones, nada hubiera podido descubrirse. Don Martín Fernández de Navarrete opina que fué un ardid de fray Juan Pérez y de Cristóbal Colón, y que lo pusieron en conocimiento de Martín Alonso para que lo utilizase en convencer con más facilidad a los reacios a ir en la armada. Don Cristóbal se había reconocido incapaz de atraérselos, y estando el asunto en manos de Martín, entre aquél y fray Juan buscaban argumentos que ofrecerle al piloto como refuerzo de los que a él se le ocurrieran. Ya que era público que había estado en Roma, debía decirles que allí se había convencido, en la librería del Vicario de Jesucristo, de la existencia de las tierras, a cuya busca se les invitaba. Si añadía al influjo de su posición y renombre consideraciones de cierto barniz religioso, como la propuesta, difícilmente habría quien se negara a sus instancias.
Colón era hombre erudito, por lo menos en las materias que pudieran aclarar sus proyectos y afirmarle en el propósito de realizarlos. Además de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres, había leído trabajos de Aristóteles, Estrabón, Julio César, Séneca, Plinio, Tolomeo, Solino, San Isidoro, Alfonso X el Sabio, Averroes, Escoto, el cardenal Pedro de Heliaco, Juan Charlier de Gerson, el Pontífice Pío II, Regiomontano, Pablo Toscanelli, Nicolás de Conti, y otros, como Marco Polo, cuyo libro de viajes era tan estimado por don Cristóbal, que lo llevaba a bordo.
* * *
Para aumentar la gloria de Colón, que no necesita de aumentos,
pues tiene bastante con su propio tamaño, se ha querido pintar a los
marineros de Palos como a hombres que se amedrentaban y encogían ante
ciertos fenómenos.
A don Fernando Colón le corresponde una parte no escasa en la forja de esa leyenda. Asegura que las tripulaciones de su padre se espantaron viendo, al pasar de noche por las inmediaciones de Tenerife, las llamas del volcán de la isla.
Desde principios del siglo XII, los castellanos, los gallegos, los vizcaínos y los aragoneses venían saliendo de los puertos andaluces para ir a las islas Afortunadas y avanzar en el descubrimiento de la costa africana.
En cuanto a los marineros de Palos, fueron de los que llevaron a cabo expediciones más dilatadas y peligrosas en aquellas centurias.
Si, pues, estaban hechos desde antiguo a pasar por las Canarias, ya habrían visto las llamas del volcán y, al volver a verlas, les admirarían sin espantarles.
Nada dice Colón de tal pavor en su Diario: «Jueves 9 de agosto. Hasta el domingo en la noche no pudo el almirante tomar la Gomera, y Martín Alonso quedóse en aquella costa de Gran Canaria..., y al cabo vinieron a la Gomera. Vieron salir gran fuego de la sierra de la isla de Tenerife, que es muy alta».
* * *
Todavía está muy generalizada la creencia de que en la nave de
Colón estalló un tremendo motín contra el Almirante para obligarle a que
se volviera a España, y que ese motín fué promovido y atizado por los
hermanos Pinzones.
Es una de las mil fantasías puestas en circulación por los obstinados en presentar al eximio descubridor como un mártir, a cuya cabeza le brotaban por doquiera las espinas de las persecuciones.
Tan irreflexivos panegiristas, más impulsados quizá por la pasión política que por el sentimiento religioso, han pretendido la canonización de don Cristóbal, y en su deseo de conseguirla han falseado la historia atribuyéndole perfecciones imaginarias—aunque tuviera otras reales—y rodeándole de circunstancias y vicisitudes de que no precisaba para su grandeza.
De creer a los propagadores de estas fábulas, el motín a bordo fué verdaderamente monumental, extrordinariamente espeluznante, y sirvió, no para hacer desistir a Colón de sus propósitos, sino para revelar las formidables condiciones de energía de que estaba dotado.
De haber ocurrido tan graves acontecimientos, el almirante lo hubiera consignado en su Diario. Sin embargo, he aquí sus palabras: «Sábado 22 de septiembre. Mucho me fué necesario este viento contrario porque mi gente andaban muy estimulados, que pensaban que no ventaban estos mares vientos para volver a España». «Aquí—dice el padre las Casas—comienza a murmurar la gente del largo viaje». «Domingo 23 de septiembre. Como la mar estuviese mansa y llana, murmuraba la gente diciendo: que pues por allí no había mar grande, que nunca ventaría para volver a España». «Miércoles 10 de octubre. Aquí la gente ya no lo podía sufrir; quejábase del largo viaje; pero el Almirante los esforzó lo mejor que pudo dándoles buena esperanza de los provechos que podrían haber. Y añadía que por demás era quejarse, pues que él había venido a las Indias y que así lo había de proseguir hasta hallarlas con la ayuda de nuestro Señor».
Wáshington Irving, Alfonso de Lamartine y Roselly de Lorgues extremaron la nota hasta donde no se atrevió a llegar don Fernando Colón, quien asegura que «no faltaron algunos que decían que para quitar contiendas lo echasen (al almirante) en el mar, si no desistía de su intento, publicando después que él se había caído estando mirando las estrellas y las señales»; pero no se refiere a motines, sino a murmuraciones conocidas, sofocadas y extinguidas por don Cristóbal.
No hubo motín, hubo habladurías, y Martín Alonso fué ajeno a ellas. Cuantas veces llegaron a su noticia, lejos de fomentarlas, le aconsejó a Colón, con energía, que las castigara, y le animó a seguir ADELANTE.
* * *
El jueves 11 de octubre de 1492, «a las dos horas y media después
de media noche», se vió tierra desde la carabela de Martín Alonso. En
esto fué más afortunado que Colón el piloto de Palos. De la Pinta, no de la Santa María,
salió la alborozadora exclamación, que, por fin, convertía en realidad
tantísimos sueños y tantísimas esperanzas. «Y porque la carabela Pinta iba delante del almirante—dice don Cristóbal en su Diario—,
halló tierra e hizo las señas que el almirante había mandado. Esta
tierra vido primero un marinero que se decía Rodrigo de Triana».
Le cuesta trabajo a Colón reconocer que no fué él quien se adelantó a los demás en ver la isla de Guanahaní. Aun incurriendo en contradicciones, no quiere desprenderse por completo de tal honra. El almirante, «a las diez de la noche (del jueves 11 de octubre), estando en el castillo de popa, vido lumbre, aunque fué cosa tan cerrada que no quiso afirmar que fuese tierra... Pero... tuvo por cierto estar junto a tierra».
Es muy extraño que tuviera por cierto estar junto a tierra y no lo quisiera afirmar, lo que demuestra que lo tuvo por muy dudoso. De no haber sido así, se hubiera apresurado a mandar hacer las correspondientes señales. Cuando lo tuvo por cierto fué cuando salió de la Pinta el anhelado grito.
Y quien lo lanzó no fué Rodrigo de Triana, sino Juan Rodríguez Bermejo, a no ser que Colón entendiese Rodrigo por un Rodríguez a quien hubiera conocido en Triana, en cuyo caso, a pesar de la dualidad de denominaciones, se trataría del mismo sujeto.
En 1.º de octubre de 1515, Francisco García Vallejo, vecino de Moguer, que había sido marinero de la carabela Pinta e iba en ella al descubrirse el Nuevo Mundo, contesta a la pregunta décimoquinta del interrogatorio del fiscal de la Corte en el pleito entre ésta y el primogénito de don Cristóbal: «... aquel jueves en la noche aclaró la luna, e un marinero del dicho navío de Martín Alonso Pinzón, que se decía Juan Rodríguez Bermejo, vecino de Molinos, de tierra de Sevilla, como la luna aclaró, vido una cabeza blanca, de arena, e alzó los ojos e vido la tierra, e luego arremetió con una lombarda e dió un trueno tierra, tierra, e retuvieron a los navíos fasta que vino el día, viernes 12 de octubre».
Escribe Colón que «al que le dijese primero que veía tierra le daría luego un jubón de seda, sin las otras mercedes que los reyes habían prometido, que eran diez mil maravedís de juro».
Según Gonzalo Fernández de Oviedo, al volver a España el marinero de la Pinta que descubrió la isla de Guanahaní, no se le concedieron las albricias que por ello le eran debidas, y despechado se marchó a Africa y renegó de la fe católica.
En cambio Don Fernando y Doña Isabel, por albalá fechado en Barcelona a 23 de mayo de 1493, le hacen la merced al almirante don Cristóbal Colón de diez mil maravedís anuales durante su vida, «porque el dicho almirante... ha descubierto primero que otro alguno la tierra de las dichas Islas, y somos ciertos y certificados que él fué el primero que vió e descubrió las dichas islas».
Del jubón de seda nada dice este documento. Debió quedarse con él don Cristóbal, que le llevaba en la Santa María. Los reyes estaban ciertos y certificados de que el primero que vió tierra fué el Almirante. Sería Colón quien les diera e infundiera tan peregrinas certificaciones y certidumbres.
Ya que no se recompensara a Juan Rodríguez Bermejo, debieron concedérseles los diez mil maravedís anuales y vitalicios a los herederos de Martín Alonso.
Don Cristóbal no era tan justo como han sostenido sus defensores y aclamadores a todo trance. Y la iniquidad no deja de informar algunas veces los actos de los soberanos más ensalzados por sus virtudes.
Martín Alonso, con su pericia y con su buen sentido, cualidades que, en ciertos casos, pueden valer y valen más que las teorías y las elucubraciones empingorotadas, fué la causa de que el descubrimiento de América se anticipase.
Sin los consejos del célebre piloto en cuanto a la ruta que debía seguirse, el hallazgo del Nuevo Mundo se hubiera retrasado, no se hubiera dado con él por las islas Lucayas, sino por otra parte más remota, luego de esfuerzos y contratiempos sobre los ya sufridos, o lo que es más seguro, hubiera fracasado la empresa.
Relativamente a este extremo fueron interrogados algunos testigos en el pleito entre don Diego Colón y la Corona, «si sabían que el dicho almirante le preguntó que si le parecía que fuesen aquel camino, e que el dicho Martín Alonso le dijo que no, que muchas veces se lo había dicho que no iban bien, que tornasen la cuarta de sudueste e que darían en tierra más aína; e quel dicho almirante le respondió: pues hagámoslo así; e luego mudó la vía por industria y parecer del dicho Martín Alonso Pinzón, el cual era en aquel tiempo hombre muy sabido en las cosas de la mar».
Las contestaciones de los testigos fueron afirmativas. Todos, menos uno, hablan por referencias: pero la declaración de Francisco García Vallejo, que había estado en la armada y presenciado lo sucedido, es incontrovertible: «Sabe e vido que dijo Martín Alonso Pinzón el dicho viaje: señor; mi parecer es y el corazón me da que si descargamos sobre el sudueste, que hallaremos más aína tierra, y que entonces le respondió el dicho Almirante don Cristóbal Colón: pues sea así, Martín Alonso, hagámoslo así, e que luego, por lo que dijo Martín Alonso, porque era hombre muy sabido en las cosas de la mar, se tomó el dicho acuerdo, e que lo sabe porque se halló presente».
Ninguna prueba superior para el esclarecimiento de este asunto, a las confesiones de Colón en su Diario: El sábado 6 de octubre, le indicó Martín a don Cristóbal «que sería bien navegar a la cuarta del oueste, a la parte del sudueste, y al Almirante pareció que no decía esto Martín Alonso por la isla de Cipango, y el Almirante veía que, si la erraban, que no pudieran tan pronto tomar tierra, y que era mejor una vez ir a la tierra firme y después a las islas».
Desatendió Colón las indicaciones del capitán de la Pinta, y siguió navegando al oeste; mas el domingo 7 de octubre «acordó dejar el camino del oueste y poner la proa hacia ouesudueste, con determinación de andar dos días por aquella vía».
No dos días anduvo por ella, sino hasta descubrir tierra hasta arriba, en la madrugada del 12 de dicho mes, en la isla de Guanahaní, o sea al poco tiempo de haber puesto en práctica las recomendaciones de Martín Alonso, sobre la variación de itinerario.
* * *
En el regreso a España, Martín Alonso hizo gala de una pericia naútica y una prudencia superiores a las de Colón.
La Santa María había naufragado en los bajos de Maití, por negligencia, por confianza o por sueño del Almirante y de la gente de la nave, estando muy tranquila la mar, y emprendieron el viaje de vuelta la Niña, mandada por don Cristóbal, y la Pinta, a las órdenes de Martín Alonso.
Esta última se hallaba en deplorable estado. Así lo reconoce don Cristóbal: «Esperaban muchas veces a la carabela Pinta, porque andaba mal de la bolina, porque se ayudaba poco de la mezana, por el mástil no ser bueno».
En el Diario no se consignan las imperfecciones de la carabela de Martín Alonso para elogiarle, sino para combatirle. «Si el capitán della... tuviera tanto cuidado de proveerse de un buen mástil en las Indias, donde tantos y tales había, como fué cudicioso de se apartar dél pensando de hinchir el navío de oro, él se lo pusiera bueno».
De aquí resultaría que a Pinzón no se le ocurrió sustituír el mástil que tenía roto su barco, y que el almirante sí se le ocurrió y pudo haberlo sustituído por otro de buenísima calidad; pero no quiso hacerlo por vengarse de la cudicia de oro de Martín Alonso. De modo que si muchas veces había que esperar a éste, era, en gran parte, a causa de las venganzas de don Cristóbal.
Del 11 al 12 de febrero de 1493, sorprende a los navíos una horrísona tempestad. Además, hacían agua por todas partes—carcomida su tablazón por los microbios del Trópico—y tampoco llevaban lastre. El 14 por la noche arreciaron los vientos, que arrancaron y alejaron a la Pinta de la Niña, habiendo aquélla desaparecido por completo de la vista de la capitana en la madrugada del 15.
Desde entonces, cada carabela hace la navegación para el retorno con independencia de la otra.
El 18 arriba la Niña a la isla Santa María, del grupo de las Azores. Había allí, a orillas del mar, una pequeña casa a manera de ermita, y dispuso Colón, en cumplimiento de votos hechos con motivo del temporal, que bajase a ella, en camisa, la mitad de su gente. Cuando estaban en sus rezos, los isleños, unos a caballo y otros a pie, y mandados por el capitán Juan de Castañeda, cayeron sobre los romeros y los apresaron.
Castelar escribe que le fueron devueltos al almirante; mas esto debió soñarlo el preclarísimo tribuno, en cuyos trabajos históricos se mezclan las investigaciones serias, las intuiciones maravillosas, las grandilocuencias de estilo y las invenciones injustificadas.
Lo que consta en el Diario es que Colón estuvo a punto de caer también en poder de los portugueses.
El 4 de marzo llegó la Niña a la roca de Cintra. El rey de Portugal se hallaba en Belem, y Colón le escribió pidiéndole permiso para ir a Lisboa. El monarca le mandó a llamar a su residencia, por medio de don Martín de Moroña, y le agasajó mucho, sentándole a su mesa y haciendo que le guardasen las mayores consideraciones los principales nobles; pero a Don Juan II le molestaron, aunque aparentase que le cautivaban, los descubrimientos y las relaciones de Colón, y ni siquiera lo supo aparentar cabalmente, porque le dijo que aquellas conquistas, en virtud de capitulaciones con Castilla y de pontificios decretos, le pertenecían a él.
Don Cristóbal le refirió con tal afectación sus hallazgos, que don Juan llegó a pensar si aquella manera de referir no sería más bien una especie de venganza por no haber aceptado sus proyectos cuando le brindara con ellos. Y habiendo oído a los del Consejo real, unos dictaminaron que el almirante debía ser condenado a muerte por haber engañado a los soberanos españoles, induciéndoles a invadir ajenos dominios, y otros, que lo más cortés y lo más hábil era ser hospitalario con los súbditos extranjeros y apoderarse de los descubrimientos de Colón calladamente y por la fuerza.
Martín Alonso, a pesar del mal estado de su nave, hizo el regreso sin tocar en territorios portugueses y encaminándose y arribando a España.
* * *
Wáshington Irving y Roselly de Lorgues pusieron en circulación
que Martín Alonso, desde el puerto de Bayona, en Galicia, les escribió a
los reyes dándoles cuenta del descubrimiento de América y apropiándose
la gloria de haberlo realizado.
Nadie ha podido dar con la carta en archivos públicos ni particulares. Es muy probable que la escribiese, y aun pudiera añadirse, aumentando los grados de la probabilidad, que era deber de Pinzón no dejar de escribirla. En cuanto a que intentara atribuírse todos los honores del hallazgo del Nuevo Mundo, hay testimonios que demuestran que no tuvo inconveniente en pregonar los merecimientos de don Cristóbal. Juan de Aragón, vecino de Moguer, que halló en el mar a la Pinta, cerca de Palos, declaró en el pleito entre don Diego Colón y el fiscal regio: «Un Martín Alonso Pinzón dijo a este testigo y a los demás que don Cristóbal Colón y Juan Niño y sus hermanos y parientes habían descubierto Indias». Pedro Enríquez, vecino de Palos, visitó la Pinta en Bayona, «e este testigo vido los indios que traían de la isla de Guanahaní, e le dijeron que el almirante había descubierto las Indias..., e este testigo hobo al presente cuatro pesos de oro, que le dió el contramaestre».
Si hubiera dicho en la carta que Colón había perecido, nada de particular tendría que así lo creyera, careciendo de noticias suyas desde hacía mucho tiempo.
En lo que más empeño ponen ciertos escritores, para agigantar hasta lo inconmensurable la figura de don Cristóbal, es en hacer constar que Pinzón les pedía a don Fernando y a doña Isabel que le recibieran, y que se negaron a ello. La parcialidad de don Fernando Colón asegura que le contestaron que no compareciese a su presencia sino en compañía del almirante, y que esta respuesta le produjo tanto pesar que «cayó enfermo y se dirigió a Palos».
Pinzón no hubiera tenido necesidad de especial permiso para presentarse ante la Corte, porque no desempeñaba ningún cargo de real nombramiento. Y si en la epístola del ilustre piloto se hubieran ocultado los servicios y méritos de don Cristóbal como descubridor, los historiadores y cronistas de la época, en los que nada se encuentra sobre tales negativas, las hubieran tratado y comentado con viveza, porque no hubieran podido menos de causar hondísima sensación.
Ni se negó la Corte a recibirle, ni enfermó, ni murió de amargura por la repulsa. Pedro Arias, Alonso Vélez y otros testigos afirman que estando Martín Alonso para ir a hacer relación a Sus Altezas, murió del mal que traía. Y Diego Rodríguez Colmenero vió «que la reina doña Isabel mandó un mensajero que fuese Martín Alonso ante ella para informarla, y cuando el mensajero vino era fallecido». «Murió del mal que traía», del que le habían producido los rudísimos trabajos del viaje al Nuevo Mundo, y especialmente los del regreso a España.
Se le dió sepultura en el Convento de la Rábida.
Por su valor, porque sin su colaboración no se hubiera hecho entonces el descubrimiento de América, y por sus excepcionales dotes de marino, puestas de relieve en diversidad de ocasiones, y sobre todo en la inmortal empresa, bien merecía que las musas le hubieran ensalzado y llorado, que los ingenios de aquellos días heroicos hubieran prorrumpido en profundas lamentaciones y ceñídole a su memoria las coronas de laureles eternos que la posteridad le ha hecho ya la justicia de consagrarle.
* * *
Martín Alonso dejó cuatro hijos y una hija. Dos de aquéllos,
Arias Pérez, que era el mayor, y Diego Fernández, fueron muy arriesgados
y hábiles marineros y acompañaron a su tío Vicente Yáñez Pinzón en el
famoso viaje en que descubrió el Brasil.
La hija estaba demente. En 1503, Arias Pérez se dirigió al rey dándole cuenta de que la muchacha padecía de gota coral y de que la tenía en su casa desde hacía cinco años, y solicitando que, pues no podía sufrir más las impertinencias y los disgustos debidos a su enfermedad, se obligara a cada uno de los otros hermanos a que la soportaran tanto tiempo como él lo había hecho, y que, si se negaban a ello, se entendiese que renunciaban a la parte que al fallecimiento de la pobre loca pudiera corresponderle de los bienes que había heredado de su padre. «E Nos—contestaba Fernando V a estas reclamaciones—tuvímoslo por bien».
El primogénito de Martín Alonso estaba cansado de su hermana; los demás no querían aguantarla, y por eso las demandas de Arias a la majestad real.
Si los de su sangre la rechazaban, los extraños no la iban a recoger. Los obligados a protegerla no tenían que castigar sus patrimonios para los gastos de su sustentación y cuidado. Ella contaba con hacienda propia. Y ni aun así la aceptaban. Tenía, la infeliz, destemplada la armonía del entendimiento. Y tenían sus hermanos destemplada la armonía del corazón.
Son verdaderamente tristes la infelicidad de la hija y el egoísmo de los hijos de Martín Alonso.
* * *
Don Cristóbal, sin la ayuda que en dinero, hombres y buques le
proporcionaron Martín Alonso y sus hermanos, no hubiera podido emprender
su viaje, ni descubrir el Nuevo Mundo.
La contribución de los Pinzones a la empresa, ¿sería completamente desinteresada?
Las pretensiones de Colón para en el caso de encontrar los territorios con que soñaba motivaron el que no pudiera entenderse con el rey de Portugal y estuvieron a punto de darle idéntico negativo resultado con los Reyes Católicos.
Casábase en su espíritu la idealidad con los cálculos y los apetitos.
Y los Pinzones, ¿serían tan altruístas que tomasen parte en la expedición sin ninguna mira material, románticamente, nada más que por hacerse famosos?
Martín Alonso, a juzgar por el testimonio de sus contemporáneos, «era hombre de gran corazón, que trabajaba de hacer lo que otro no pudiese, porque de ello hobiese memoria»; pero, por grandes que fueran sus ansias de renombre, nadie se mueve sino por su interés y utilidad, como apunta el padre las Casas, refiriéndose a esta cuestión, en su Historia apologética de las Indias.
No existen documentos en los que se consignen tratos entre Colón y Martín Alonso; lo que no obsta para que sea muy humano y muy verosímil que los hubiera y que los otorgasen verbalmente. Tampoco es imposible, ni improbable, que los consignaran por escrito y que éste se perdiera.
Las Casas indica que era general la creencia de que Colón le había ofrecido al piloto la mitad de las honras y de los provechos que consiguiese, y aunque opina el insigne historiador que hubo promesas, no se explica que siendo Martín hombre avisado no le hubiera pedido al almirante aseguranza formal de ellas, y le extraña que, habiendo conocido y tratado al capitán de la Niña, nunca le hubiera oído nada de esos convenios, y que los herederos de su hermano mayor no hubieran reclamado judicialmente su cumplimiento.
Es chocante el silencio de Vicente Yáñez. Respecto al pleito, fué interpuesto después. En cuanto a la escritura, hubiera sido ineficaz en lo relativo a los honores, sin el consentimiento y la aprobación de los reyes. Ahora bien; pudieron otorgarla, por lo tocante a las utilidades, y ajustar lo demás de palabra, para legalizarlo, con la regia venia, en ocasión oportuna.
De los testigos del pleito, Francisco Medel oyó que Colón le había prometido a Martín Alonso cuanto pidiese y quisiere, si le acompañaba; Alonso Gallego oyó también que partiría con él como hermano todo lo que ganase, y Diego Fernández Colmenero afirma que le prometía la mitad de todo el interés de la honra y del provecho.
* * *
Colón no les ofreció a los Reyes Católicos descubrir un nuevo
mundo, sino encontrar un camino más corto que el seguido hasta entonces
para ir a las Indias y llegar al oriente de éstas navegando al
occidente.
Apoyándose en las que él llamaba «razones de cosmografía», pensaba que era corta la distancia entre las costas occidentales de Europa y Asia y las de Catay y Cipango. Se proponía buscar el levante por el poniente y pasar al nacimiento de las especias. «Vuestras Altezas ordenaron—dice en el prólogo del Diario de su primer viaje—que no fuese por tierra al Oriente, por donde se acostumbraba de andar, salvo por el camino de occidente, por donde hasta hoy no sabemos por cierta fe que haya pasado nadie».
Estas ideas cosmográficas eran las de Pablo Toscanelli, que, escribiéndole a Fernando Martínez, canónigo de Lisboa, y enviándole a la vez una carta geográfica para el rey de Portugal, le invita a reparar en que en ella «está pintado en derechura por poniente el principio de las Indias».
Cuando don Cristóbal se dispuso, el 23 de octubre de 1492, a partir para la isla de Cuba, creyó que era la de Cipango, y el 14 de noviembre «maravillóse en gran manera—cerca de Puerto del Príncipe—de ver tantas islas y tan altas, y se figuró que son aquellas innumerables que en los mapamundos en fin de oriente se ponen».
Al regreso, en 1496, de su segundo viaje, visitó a su íntimo amigo Bernáldez, el famoso párroco de la villa de los Palacios, y le refirió cómo se le había ocurrido la idea de buscar las tierras del gran kant, soberano del Asia oriental, navegando al occidente.
En la carta denominada Lettera rarisima, que don Cristóbal dirigió, desde Jamaica, en 7 de julio de 1503, «a los cristianísimos y muy poderosos rey y reina de España», notificándoles lo ocurrido en el cuarto viaje, hay pruebas de que persistía en su error en aquella fecha al final de sus expediciones y trabajos. «También dicen que la mar boxa a Cyguare y de allí a diez jornadas está el río de Gangues». Se imaginaba estar cerca del Ganges, en el continente asiático. «Llegué a trece de mayo en la provincia de Mago, que parte con aquella de Catayo». ¿No recuerdan estas palabras el capítulo LXV de los Viajes de Marco Polo? ¿No se inspiraría en él el almirante para escribirlas? Obsérvese, de paso, que constituyen una irrebatible demostración de que Alejandro de Humboldt no estaba en lo cierto al sostener, en sus magníficos estudios sobre el descubrimiento de América, que le era desconocido a don Cristóbal el libro del afamadísimo viajero veneciano.
Como ha dicho el laborioso historiador don Cesáreo Fernández Duro, «de hallar Colón lo que no buscaba y del convencimiento en que murió de haber llegado al Asia, se infiere que para el descubridor del Nuevo Mundo el Nuevo Mundo no existió.
Martín Alonso regresó a España con la seguridad de que acababa de romperse el misterio de tierras desconocidas.
El primer viaje alrededor del mundo: Magallanes y Elcano
I
Hernando de Magallanes había prestado a Portugal excelentes servicios, y no habiendo recibido del rey Don Manuel todas las distinciones y recompensas que por ellos le eran debidas, renunció a su nacionalidad y se ofreció al emperador Carlos V. También se le ofrecieron, incomodados por análogas postergaciones, Ruy Falero, notable astrónomo lusitano, y Cristóbal de Haro, opulento comerciante, natural de Amberes, que residía, desde hacía varios años, en Lisboa, donde se dedicaba a comerciar en grande escala, por medio de agentes, con los territorios descubiertos por los portugueses en la India oriental.
A Magallanes, muy experto marino y entendido cosmógrafo, le preocupaba el afán de encontrar un estrecho en el mar del sur para pasar al oriente, a las islas tan renombradas de la Especería, por otro camino que el del cabo de Buena Esperanza. Y tenía por indudable que aquellas islas no correspondían a Portugal, sino a España, según la línea de demarcación trazada, decretada y rectificada por el pontífice Alejandro VI para prevenir diferencias y conflictos entre ambas naciones.
Ofreció a la majestad de Carlos V la busca de dicho estrecho y el dominio del país de las especias y solicitó, si no se le quisieran o no se le pudieran proporcionar recursos materiales para la empresa, autorización para acometerla, siendo de su cuenta y de la de sus compañeros los gastos que originara.
Desde que Cristóbal Colón descubrió el Nuevo Mundo venía siendo objeto de los desvelos y las investigaciones de los navegantes, así como de los cuidados del Gobierno español, la busca de un paso para las tierras del gran Cant, y hallado el mar austral por Vasco Núñez de Balboa, se inquirió con diligencia infatigable si aquel mar tendría comunicación natural con el Atlántico, habiendo resultado negativas las exploraciones hechas y derivádose más adelante de su infructuosidad numerosos planes para la confluencia de los dos Océanos o para trasladar del uno al otro las mercancías a través del Istmo.
No podrían menos de interesar a la Corte y al Consejo de Indias tales ofrecimientos, por responder a dos anhelos tan acentuados en aquella época como el de hallar el paso al Oriente y el de traer a España los riquísimos productos de sus regiones.
La indignación del país vecino a consecuencia de estas ofertas y de la benévola acogida que se las había dispensado, llegó al extremo de que don Alvaro de Costa, embajador de Portugal en Madrid, hizo los mayores esfuerzos para desacreditar a Magallanes. «Ahora—le escribía a su soberano—hablé muy serio al rey, presentándole muchos inconvenientes; «cuan feo era recebir hum Rei os vasalos de outro Rei seu amigo a sua vountade, que era cousa que entre caballeiros se nam acostumaba; que no era tiempo de disgustar a V. A., y más en cosa de tan poca importancia y tan incierta, que vasallos tenía para descubrimientos, sin echar mano de los que venían descontentos de V. A., y de quien V. A. no podía menos de tener sospechas». Con tanto desenfado le habló don Alvaro al Emperador, que al enterar aquél al rey don Manuel de los términos y los tonos de la entrevista, emplea estas palabras: «Quedó espantado con lo que le dije». De quien el monarca lusitano no debía preocuparse era de Ruy Falero. «Del bachiller no se haga caso; duerme poco y anda casi fuera de seso».
En cuanto a Magallanes, Faria y Sousa asegura, en su Europa portuguesa, que el obispo de Lamego, don Fernando de Vasconcelos, votó que el rey o le hiciese merced o le hiciese matar, porque era peligrosísimo para el reino lo que intentaba. Según Herrera, andaban entrambos—Magallanes y Falero—«a sombra de tejado, y cuando los tomaba la noche en casa del obispo de Burgos enviaba sus criados que les acompañasen».
La protección de don Juan Rodríguez de Fonseca, y en especial la del emperador, a quien, desde los primeros momentos, le inspiraron simpatía los planes de Hernando y sus colegas, dieron al traste con las maquinaciones fraguadas y las artes invertidas para imposibilitarlos.
¿Traicionó Magallanes a Portugal poniéndose a nuestro servicio? Hay que decidirse, sin vacilaciones, por la negativa. Los desleales a su nación serán los gobernantes que no recompensen debidamente a quienes se desvivan por ella; mas no los ciudadanos que la abandonen por semejantes ingratitudes. Ni Magallanes cometió ninguna injusticia contra su país, porque pertenecían al nuestro las islas Molucas, desde donde los portugueses llevaban las especias a Calicut.
Aniquilados cuantos obstáculos se oponían a la expedición, el César dispuso que a su costa—porque lo que se arriesgaría sería poco, si resultara estéril, e inmensas las honras y ganancias que se obtendrían si se alcanzase el éxito apetecido—, se equipare una flota.
En cumplimiento del imperial mandato, se aprestó una de cinco naves: la Trinidad, de ciento diez toneles; la San Antonio, de ciento veinte; la Concepción, de noventa; la Victoria, de ochenta y cinco, y la Santiago, de sesenta y cinco.
Don Martín Fernández de Navarrete, en su famosa Colección de los viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV, establece la diferencia entre la capacidad de los toneles y la de las toneladas. Por aquéllos se daban a entender antiguamente los vizcaínos, y por éstas los sevillanos de la carrera de Indias. Las medidas de unos y otras «estaban en la razón de cinco a seis; de modo que diez toneles hacían doce toneladas».
Las naves las adquirió en Cádiz, por orden de Su Majestad, el factor Juan Aranda, e incluídos los bateles y los aparejos de ellas, costaron: la primera, doscientos setenta mil maravedís; la segunda, tres cientos treinta mil; la tercera, doscientos veintiocho mil setecientos cincuenta; la cuarta, trescientos mil, y la quinta, ciento ochenta y siete mil quinientos.
La Trinidad sería la capitana, y su gobierno y el supremo de las demás se adjudicaría a Hernando de Magallanes; la capitanía de la San Antonio, a Juan de Cartagena, veedor de la expedición; la de la Concepción, a Gaspar de Quesada; la de la Victoria, a Luis de Mendoza, y la de la Santiago, a Juan Serrano. Juan Sebastián Elcano iría en la Concepción en calidad de maestre.
En la iglesia de Santa María de la Victoria de Triana, en Sevilla, recibió Magallanes el estandarte real, de manos de Sancho Martínez de Leiva, a quien, como representante del emperador, hizo juramento y pleito homenaje de que en la empresa que se le encomendaba se conduciría como buen vasallo; e idénticos votos le prestaron a Magallanes los capitanes y oficiales de las otras naves.
Ruy Falero, por habérsele quebrantado la salud, se quedaría en España de orden de Su Majestad Imperial. De la enfermedad del renombrado astrónomo se ocupan, con ingenuidad pintoresca, nuestros historiadores de Indias. Gonzalo Fernández de Oviedo dice que «aquel mesmo año el Ruy Falero, como era subtil y muy dado a sus estudios, por ellos o porque Dios así lo permitiese, perdió el seso y estuvo muy loco y falto de raçón y de salud, y Çesar lo mandó curar y tratar bien». Francisco López de Gómara se expresa de este modo: «Era Ruy Falero buen cosmógrafo y humanista... Y enloquesció de pensamiento de no poder cumplir con lo prometido, o como dicen otros, de puro descontento por enojar y deservir a su rey». ¿No perdería la razón obsesionado con la idea de que el embajador de Portugal, en Madrid, don Alvaro de Costa, le hubiera dicho al rey Don Manuel que estaba a punto de perderla y que no hiciera de él aprecio alguno?
El 10 de agosto de 1519 salió la flota de Sevilla, y el 20 de septiembre partió de Sanlúcar de Barrameda, dirigiéndose a las islas Canarias o Afortunadas. Estuvo allí proveyéndose de carne, agua y leña, y el 2 de octubre salió del puerto de Montaña Roja, de la isla de Tenerife, con rumbo al sudoeste; pero el 3 del mismo mes, hallándose en 27° de latitud norte, cambió de itinerario. Juan de Cartagena manifestó su disconformidad con aquella variación de ruta.
Quince días después llegó la armada al paralelo de Sierra Leona. Una noche, hallándose en la costa de Guinea, Cartagena, desde su nave, saludó a Magallanes diciéndole: «Dios os salve, señor capitán e maestre, e buena compañía.» Magallanes le respondió que era llamándole capitán general como tenía que saludarle.
Estando la mar calmosa, el general hizo venir a su navío a los capitanes y pilotos de los demás, y habiéndose promovido muy viva discusión sobre la manera de hacer los saludos, requirió a Cartagena a que se le diera preso; el requerido solicitó, inútilmente, la ayuda de ciertos jefes, que tenía por incondicionales amigos suyos, para prender a Magallanes, y este amarró por los pies, en un cepo, a Cartagena, y si consintió en confiárselo a Luis de Mendoza, fué a condición de que se lo había de entregar cuando se lo reclamara. El cargo que el apresado marino había venido desempeñando se le otorgó al contador Antonio de Coca.
Prosiguiendo el viaje, el 13 de diciembre arribaron a un puerto que fué llamado de Santa Lucía, donde traficaron con los naturales del país. En el Diario o derrotero del viaje de Magallanes, desde el cabo de San Agustín, en el Brasil, hasta el regreso a España de la nao Victoria, escrito por Francisco Albo, se consignan noticias de aquellos indígenas, de las producciones allí más copiosas y de los cambalaches que hicieron los expedicionarios: «Hay buena gente y mucha, y van desnudos, y tratan con anzuelos y espejos y cascabeles por cosas de comer, y hay mucho brasil.»
Magallanes relevó de la jefatura de la San Antonio al contador Coca, la encomendó a Alvaro de Mezquita, sobresaliente de la Trinidad, y el 27 de diciembre reanudó la exploración de la costa.
Hacia mediados de enero de 1520, principiaron a reconocer con minuciosidad el interior del río de la Plata, durando el reconocimiento hasta el 7 de febrero. En el cabo de San Agustín se vió conturbada la flota por un violentísimo temporal. Allí se le acercaron en canoas muchos indígenas. Uno de ellos, vestido con una piel de cabra, entró con asombrosa desenvoltura en la nave de Magallanes. Este le regaló una camisa de lienzo y una camiseta de paño encarnado. El 13 de febrero se encontraron cerca de unos «bajos donde la Victoria dió muchas tocadas», y el 27 en una bahía en la que faltaba toda clase de provisiones. En una isleta próxima a ella cogieron ocho lobos marinos y varios patos.
Magallanes reclamó a Luis de Mendoza la entrega de Juan de Cartagena, y encargó su custodia a Gaspar de Quesada.
El 31 de marzo llegaron al puerto de San Julián.
Al día siguiente, domingo de Ramos, el capitán general llamó a los jefes y pilotos de los otros navíos para que fueran al suyo a oír misa y a comer, y todos acudieron al llamamiento, menos Juan de Cartagena, por hallarse preso, y Gaspar de Quesada, por estarle ordenada su guarda.
El país era muy frío y estéril; los mantenimientos iban escaseando, y Magallanes prescribió la economía en las raciones para que fuesen más duraderas. Por todas estas causas, los expedicionarios, muy descontentos, le pidieron que regresara a España, pero se apresuró a contestarles que él había de cumplir la misión que le había confiado el emperador, y que, en todo caso, preferiría la muerte a un retorno que tenía por ignominioso.
Maximiliano Transilvano, secretario de Carlos V, en su magnífica Relación, dirigida al cardenal Salpurgense, obispo de Cartagena, de cómo, por quién y en qué tiempo fueron descubiertas y halladas las islas Molucas, donde es el propio nascimiento de la especería, las cuales caen en la conquista y marcación de la corona de España, refiere algunas de las razones dadas por Magallanes a los alborotados tripulantes en contra de la vuelta de la armada a nuestra patria: «El capitán Magallanes... les respondió contradiciendo a sus ruegos e diciendo que él llevaba en escripto, por mandamiento del Emperador, el curso y viaje que habían de hacer, y que en manera del mundo él no podía exceder de aquello» «e que considerasen qué alabanza ni gloria les podría ser dada a ellos, pues que allí donde estaban no había distancia de más de 24 a 25° de aquella parte del trópico de Capicornio, que era 4 ó 5° más metidos al austro que los portuguese», «que tuviesen por cierto que tanto mayor gloria y mayores galardones, premios y mercedes recibirían cuanto con mayores trabajos descubriesen y hallasen para el Emperador, que los había enviado a aquel nuevo y incógnito mundo, lleno de riquezas, de especería y de oro».
En la noche del mismo domingo de Ramos, 1.° de abril de 1520, Gaspar de Quesada y Juan de Cartagena pasaron, con treinta hombres armados, desde la Concepción a la San Antonio pidiendo que se les entregase Alvaro de Mezquita, y se les ayudara contra Magallanes, para obligarle a cambiar de conducta y de propósitos, y diciendo que ya se habían hecho dueños de la Trinidad y de la Victoria. Juan de Elorriaga, maestre de la San Antonio, habló en defensa de Mezquita, y Quesada llamó loco al maestre y le dió cuatro puñaladas en un brazo. Preso Mezquita, se trasladó Cartagena a la Concepción. Quesada permaneció en la San Antonio, y así quedaron los revolucionados por amos de estas naves.
Cartagena y Quesada pusieron en conocimiento de Magallanes lo que habían hecho, y le requirieron para que se aviniese a cumplir la que ellos estimaban que era la voluntad del emperador, asegurándole que, de acatarla, le aumentarían las consideraciones, respetos y reverencias que le habían guardado hasta entonces. Instóles el capitán general a que pasasen a su nave, donde les escucharía y verían de resolver lo que procediera; pero eludieron la invitación de Magallanes, quien, por medio del alguacil Gonzalo Gómez de Espinosa, envió una carta a Luis de Mendoza excitándole a que fuese a la Trinidad, y como al leerla se sonriera maliciosamente, Espinosa le dió una puñalada en la garganta, y un marinero acabó de quitarle la vida de una cuchillada en la cabeza. Poco después entraron en la Victoria quince hombres armados, a las órdenes de Duarte Barbosa, cuñado de Magallanes, sin que nadie se les resistiese. Al otro día, 2 de abril, arremetió la Trinidad contra la San Antonio, disparándola varios tiros, y cayeron en poder del almirante Gaspar de Quesada y Antonio de Coca. También hizo prender en la Concepción a Juan de Cartagena.
El día 3 mandó descuartizar el cadáver de Mendoza, y el día 7 fué muerto y descuartizado Quesada, cuyo criado Luis de Molino tuvo que hacerle pedazos, para él librarse de sucumbir en la horca. A Juan de Cartagena y a un clérigo llamado Pedro Sánchez de la Reina, que había contribuído a la rebelión, los quedó desterrados por allí, dejándoles, para que se alimentaran unos cuantos días, taleguillas de bizcocho y botellas de vino. A cuarenta individuos más hubiera ordenado ajusticiar, de no haber tenido en cuenta que, haciéndolo así, no le quedaba la gente indispensable para los menesteres de la flota.
Entre los que se libraron de morir, figura Juan Sebastián Elcano, que fué uno de los requeridos por Cartagena y por Mendoza para compeler a Magallanes, de paz o a la fuerza, a la observancia de los que ellos decían que eran los mandatos reales. Elcano nos informa de su participación en estas lastimosísimas y memorables tragedias. Intervino personalmente en la detención de Alvaro de Mezquita, y en el envío a Magallanes de un escribano y un alguacil para pedirle que tomara consejo con sus oficiales en todo lo que hubiera de hacerse. Según Elcano, el almirante mandó prender a Luis de Mendoza por estimar que era el que aconsejaba estos requerimientos y alborotos, y asegura que Magallanes le dió doce ducados al alguacil Espinosa por haber apuñalado al capitán de la Victoria. Acerca de los orígenes de tan fieros antagonismos, Juan Sebastián los atribuye al desprecio que el almirante hacía de los poderes de Juan de Cartagena, a quien no trataba como a persona conjunta suya, contraviniendo las disposiciones del emperador, porque Cartagena iba en la armada en sustitución de Ruy Falero, y con las preeminencias de que éste hubiera gozado de no haber tenido que quedarse aquí para curarse de su vesania. Ante los señores de la casa de la Contratación, en Sevilla, había expresado Magallanes, en 1519, antes de salir de España, su conformidad con lo resuelto por Su Majestad respecto a las atribuciones de Cartagena: «En cuanto a lo que su Alteza manda... quel dicho comendador Ruy Falero se haya de quedar, quél, por servir a su Alteza, ha por bien y le place quel dicho comendador Ruy Falero se quede, e vaya en su lugar el señor Juan de Cartagena como su conjunta persona, así como su Alteza lo mandó».
Las discrepancias entre ambos capitanes por la igualdad o desigualdad de sus poderes habían surgido, yendo la flota por la costa de Guinea, con ocasión de haber castigado Cartagena, sin contar con Magallanes, a un maestro, por sodomita. Los descubridores y conquistadores españoles de América fueron siempre rigurosos e inflexibles con los invertidos y acostumbraban a echárselos a los perros.
Al decir de Elcano, influyeron en las diferencias entre Cartagena y Magallanes y en sus cruentas derivaciones los deseos de éste de complacer a su cuñado Duarte Barbosa y a su sobrino Alvaro de Mezquita, que aspiraban a suplantar a Cartagena, a Quesada y a Mendoza en las capitanías de sus buques.
En el puerto de San Julián, el almirante encargó a Juan Serrano que reconociera, hasta cierta distancia, la costa, por si hallaba estrecho, y que se volviera si, recorridas las leguas que le determinó, no lo encontrase. No se logró dar con el anhelado paso. En cambio, la Santiago naufragó a tres leguas del río de Santa Cruz, si bien se salvó la tripulación, excepto un negro, esclavo del capitán de la nave.
Magallanes hizo a Serrano jefe de la Concepción, y continuó en dicho puerto. A los dos meses de estar allí se presentaron seis naturales del país, a quienes el general dió de comer abundantísimamente en la Trinidad, dejándolos marchar luego que se hartaron. Nuestros primitivos historiadores de Indias refieren interesantes noticias de aquellos individuos gigantescos: «Hablan de papo, comen conforme al cuerpo y temple de tierra, visten mal para vivir en tanto frío, atan para adentro lo suyo, tíñense los cabellos de blanco, por mejor color, si ya no fuesen canas, alcohólanse los ojos, píntanse de amarillo la cara, señalando un corazón en cada mejilla; van, finalmente, tales que no parecen hombres.»
Magallanes nombró capitán de la San Antonio a Alvaro de Mezquita, y de la Victoria a Duarte Barbosa, y el 24 de agosto salió del puerto de San Julián. El 21 de octubre descubrió una bahía muy ancha y dispuso que la reconocieran, por si era estrecho, la Concepción y la San Antonio. El las aguardaría, a la entrada, con la Victoria y la Trinidad. Tres días navegaron Serrano y Mezquita sin poder hallarle el fin. Nuevamente la reconoció la San Antonio; pero tampoco se lo pudo hallar. Sin embargo, era el estrecho que se buscaba.
El general, examinados los víveres—que los había para tres meses—, resolvió continuar las exploraciones. Trató de oponerse Esteban Gómez, portugués, piloto de la San Antonio, diciendo que, «pues se había hallado el estrecho para pasar a los Malucos, se volviesen a Castilla para llevar otra armada, porque habría gran golfo que pasar, y si les tomasen algunos días de calmas o tormentas, perecerían todos»; a lo que respondió Magallanes «que, aunque supiese comer los cueros de las vacas con que las entenas iban forradas, había de pasar adelante y descubrir lo que había prometido al Emperador».
Llevaba andadas la flota cincuenta leguas de estrecho, y el almirante ordenó que la San Antonio reconociera cierto brazo de mar que había entre unas sierras, y que a los tres días volviese. Mas no volvió. Esteban Gómez y el escribano Jerónimo Guerra, aprovechando la ocasión, decidieron regresar a España. Quiso evitarlo Alvaro de Mezquita, y le dió una estocada al piloto; pero éste le dió otra al capitán y consiguió apresarlo. Mandada por el escribano, retornó la San Antonio a España y llegó a Sevilla, al puerto de las Muelas, el 6 de mayo de 1522. Al salir de Sanlúcar la flota, Magallanes y Gómez iban en íntima relación, y aquél llevaba a éste de piloto de la Trinidad. Las disparidades y antipatías que luego hubo entre ambos provinieron del fracaso de Gómez en sus aspiraciones a la capitanía de la San Antonio, concedida a Mezquita.
El general, convencido, al esperar en vano a esta nave, de que se habría ido a pique, o se habría vuelto a España, siguió explorando el estrecho con la Trinidad, la Victoria y la Concepción, habiéndolo atravesado del todo el 27 de noviembre de 1520. Tenía de boca a boca unas cien leguas, navegaron por él veinte días, y a su salida se hallaron con un mar en el que no les sobrevino ninguna tempestad; por lo que Magallanes lo denominó Pacífico.
Por el tranquilo Océano pasó la armada el 18 de diciembre, entre la isla de Juan Fernández y la costa de Chile. «La navegación—dice Antonio de Herrera—, ya era muy penosa por falta de víveres: comían por onzas, bebían agua hedionda y guisaban el arroz con agua salada». El 24 de enero hallaron la isla de San Pablo, y el 1.° de febrero, otra, que recibió el nombre de la isla de los Tiburones, por los muchos que había en ella. También denominaron Desventuradas a las dos, por no haber encontrado mantenimiento alguno con que atenuar las angustias del hambre.
El 1.° de marzo llegó la flota a las Marianas, que fueron llamadas islas de las velas latinas e islas de los ladrones. El 16 fondearon en la de Celuán, del archipiélago filipino. El cacique de Mazaguá, con quien se entendieron por medio de un esclavo de Magallanes, natural de Malaca, les regaló cuatro puercos, tres cabras y arroz, y les comunicó que a veinte leguas de allí había un gran rey, pariente suyo, que les daría cuanto quisieran. El señor de Mazaguá y algunos indios les acompañaron hasta la isla de Cebú y la villa del mismo nombre, donde residía tan poderoso monarca, que hizo inmediatamente proposiciones de paz a Magallanes, de tanto mejor gana aceptadas, cuanto que no tardaron en seguirlas inmensas cantidades de víveres, con los que los expedicionarios reformaron notablemente, en pocos días, sus quebrantadísimos organismos. ¡Puercos, cabras, arroz, cocos, mijos, diversidad de frutas! Les parecía mentira a los famélicos navegantes tanta abundancia, y dispararon la artillería en demostración de contento.
Los alborozados nautas construyeron, con las velas de los buques y con ramas de árboles, un altar, donde se dijo misa, a la que asistieron el rey de Cebú y muchísimos súbditos suyos. A continuación de la misa, a Magallanes y a otras personas de la flota se les obsequió con una comida, en la que abundaron las aves asadas, el pan frito, que los indios llamaban sagú, y el vino de palmas.
El capitán general había regalado al rey de Cebú una gorra de grana, un traje de seda morada y amarilla y algunos objetos de vidrio, y a un sobrino suyo, que era el heredero de la corona, una taza de vidrio, un paño de Holanda y una gorra; pero lo que más afirmó la amistad entre aquellos soberanos y Magallanes fué el haber curado éste a un nieto del rey que se encontraba enfermo, sin poderse mover hacía más de dos años. Con este motivo recibieron el bautismo la real familia y más de ochocientos indios, habiéndose puesto al monarca, cuyo nombre era Hamabar, el de Carlos; a la reina, el de Juana; al príncipe heredero, el de Fernando, y a una princesa, el de Catalina.
Hamabar envió mensajeros a los reyes de varias islas próximas para que vinieran a reconocerse vasallos del emperador Carlos V. Algunos vinieron, al efecto, a Cebú, pero Cilapulapo, señor de la isla de Maután, respondió altivamente que no podía ni quería obedecer a quien le era desconocido, y que no estaba dispuesto a recibir órdenes de Hamabar; mas que, para que no se le tuviera por inhumano, se complacía en enviarles a los extranjeros unas cabras y unos puercos que habían mandado a pedirle.
Magallanes se dispuso a hacerle la guerra a Cilapulapo para obligarle a aceptar por las armas lo que rechazaba por diplomáticas negociaciones. Hamabar procuró disuadirle de lo temerario de la determinación, diciéndole que el señor de Maután era poderosísimo. Tampoco aprobó Juan Serrano los belicosos proyectos del almirante. Insistiendo éste en ellos, el rey de Cebú le ofreció su ayuda, pero le respondió que con sus castellanos tenía de sobra para vencer y castigar a Cilapulapo, y que a lo sumo le aceptaba mil indios para que le sirvieran de guías y para que presenciaran el escarmiento que había de infligirle.
Con sesenta hombres, en tres bateles, y mil cebutines, en treinta barcas, se dirigió a Maután. Cilapulapo salió a recibirles con tres mil combatientes. El general mandó disparar la artillería creyendo que con ello bastaba para amedrentar, derrotar y poner en fuga a los contrarios. Pronto comprendió que serían inútiles sus esfuerzos contra aquellos indios, que oyeron los disparos con serenidad maravillosa. Y se hubiera vuelto atrás si tales pensamientos cupieran en ánimos tan heroicos como el del insigne portugués.
Los mautanenses acabaron con unos cuantos cebutines y con ocho españoles e hirieron a más de veinte, a casi todos ellos con flechas envenenadas. A Magallanes le dieron un cañazo en el rostro, varios golpes con lanzas y piedras y un saetazo venenoso, y estando ya en el suelo, una lanzada que lo atravesó de parte a parte.
Los nuestros procuraron recobrar su cadáver, pero los mautanenses se negaron a dárselo y aun a vendérselo, queriendo conservarlo como recuerdo de la victoria que habían alcanzado y para advertencia de quienes se propasaran a molestarles.
Así murió el gran Hernando de Magallanes, el 27 de abril de 1521, a los cuarenta y dos años de edad, habiendo tenido la satisfacción de encontrar el estrecho que le había prometido a Carlos V, mas no la de haber llegado a las islas de las especias.
* * *
Magallanes, al ofrecerse al emperador, era ya un experimentado
marino y un cosmógrafo inteligentísimo. En la concepción de sus ideas
relativas al estrecho, en la claridad de ellas y en la seguridad que
tuvo siempre de que había de encontrarlo, parece ser que influyó Martín
Behaim, discípulo de Regiomontano y miembro que fué de una junta que Don
Juan II de Portugal mandó formar para construír un astrolabio, calcular
las tablas de la declinación solar y enseñar a los marinos, como dice
el historiador lusitano Barros, una maneira de navegar per altura de sol.
En Venecia, en Amberes y en Viena se dedicó Behaim al comercio de pañería; luego vivió veinte años en Lisboa y en la isla de Fayal, habiendo viajado con Diego Cam por las costas del Africa y traído a Europa la malagueta, especia muy buscada que competía con la pimienta. Fué caballero de la Orden de Cristo. En 1492 terminó, hallándose accidentalmente en Nuremberg, en casa de su primo el senador Miguel Behaim, un globo, que deseaba dedicar «a su cara patria antes de partir para el lugar donde tiene su casa, a 700 millas de Alemania», o sea a la isla de Fayal, donde vivía con su mujer Juana de Macedo y con su suegro el caballero Hürter.
En este globo, concluído por Martín Behaim en Nuremberg, fué donde Magallanes debió ver pintado el estrecho cuyo descubrimiento prometió a Carlos V.
Antonio Pigafeta Vicentino, lombardo, que fué en la armada, compuso un Diario de ella y se contó entre los poquísimos que regresaron a España, escribe a este respeto: «El 21 de octubre de 1520 encontramos un estrecho, al cual dimos el nombre de las once mil vírgenes. Sin el saber de nuestro capitán, no se hubiera podido desembocar este estrecho, porque todos creímos que estaba cerrado; pero nuestro capitán se había informado de que debía pasar por un estrecho singularmente oculto, habiéndolo visto en una carta conservada en los archivos del rey de Portugal, y dibujada por un cosmógrafo excelente, Martín de Bohemia».
González Fernández de Oviedo pone en duda, y mejor pudiera decirse que niega, las afirmaciones de Pigafeta, «pues nunca se vido ni oyó scripta ni pintada tal auctoridad, ni hombre chripstiano supo que avía tal estrecho... Pero, o que Magallanes por su buen espíritu, o por aviso de Martín de Bohemia, se atreviesse y determinarse a tal empresa, yo le tengo por hombre de mucho loor».
Entre las aseveraciones de Pigafeta y las dudas o negaciones de Oviedo, será por las de aquél por las que habrá que resolverse, no sólo por haber ido en la expedición, sino por su amistad con Magallanes. El Diario lo entregó al emperador y se ha perdido. Envió copias al pontífice Clemente VII y al gran maestre de Rodas Felipe Villiers de Lisle Adam. El conocido es un extracto de estas copias, existente en la biblioteca ambrosiana de Milán y se publicó en París en 1800.
Antonio de Herrera, que fué el historiador que tuvo a su disposición más documentos acerca de éste y de otros múltiples asuntos, reconoce la influencia de Martín Behaim en el descubrimiento magallánico. El célebre autor de la Historia de las Indias Occidentales asegura que, al presentarse Magallanes por primera vez en Valladolid al obispo de Burgos Juan Rodríguez de Fonseca, le enseñó un globo, en el que estaba indicado el itinerario que proyectaba seguir, pero dejando en blanco el lugar correspondiente al estrecho, por temor a que pudiera encomendársele a otra persona el encargo de descubrirlo, y añade Hererra que, cuando el cardenal Jiménez de Cisneros y monseñor de Xebres apretaban con objeciones al ilustre navegante, les contestó que estaba seguro de encontrarlo por haberlo visto «en una carta marina de Martín de Bohemia..., cosmógrafo de gran reputación».
Fuera o no fuera así, hay que tener a Magallanes por hombre de mucho loor.
II
Muerto Magallanes, fueron elegidos, para general de la flota, Duarte Barbosa, y para capitán de la Victoria, otro portugués, Luis Alfonso.
Habiendo el rey de Cebú, después del triunfo de Cilapulapo, invitado a los expedicionarios a un banquete en que los agasajaría lo mejor que pudiera y les entregaría una joya para la Majestad cesárea, Duarte Barbosa se apresuró a responder que acudirían muy placenteros al convite. Juan Serrano no fué del mismo parecer, considerando que estaba fresca la derrota que les había causado el señor de Maután; que era peligroso, en tales circunstancias, abandonar la nave por irse a divertir; que, si tanto interés tenía el rey de Cebú en darles un regalo para el emperador, no debía tener inconveniente en subir a bordo a entregarlo. Insistió Barbosa en su resolución, puso en duda el valor de Serrano y éste, para demostrarle que nada le asustaba, fué el primero en dirigirse al banquete.
A la sombra de unas palmeras iba sirviéndoseles la comida. La satisfacción no les dejaba margen para pensar que pudieran ser traicionados. De súbito, cayó sobre ellos un crecido número de cebutines, que a todos les quitaron la vida, menos a Juan Serrano, a quien, por el momento, se la conservaron, por si les servía, como ellos intentaban, de pretexto para quitársela a los que se habían quedado a la mira de las embarcaciones.
Los indios arrojaron al mar los cadáveres de sus víctimas, y a Serrano le llevaron arrastrando, desnudo y maniatado, hasta la playa, obligándole a suplicar a voces a la gente de las naves que le rescataran y a decirles que el rescate consistiría en que dieran por su libertad dos cañones.
Los afligidos nautas, aunque enfermos y débiles casi todos, estuvieron a punto de desembarcar, no para entregarles a tan falsos amigos las piezas de artillería que deseaban, sino para combatirles, vengar el asesinato de los compañeros y libertar por la fuerza a Serrano; pero se dieron cuenta de su situación y de la imposibilidad de vencer a tantísimos adversarios; comprendieron que lo que éstos se proponían con la estratagema del rescate era prenderlos y matarlos como a los demás, y, dominados por la prudencia, levantaron anclas y se marcharon de aquella tierra, dejando al capitán de la Concepción en poder de los indios.
¿Sería Hamabar amigo de nuestros navegantes por creerlos invencibles, y brotarían en él sentimientos de deslealtad al ver que Cilapulapo los había derrotado? Quizá influyeran estas pérfidas consideraciones en el ánimo del rey de Cebú. Lo más verosímil es que le decidiera a pasar de la amistad al engaño y al crimen el esclavo de Magallanes. Herido dicho esclavo en una pierna en la batalla en que pereció su señor, se acostó durante largo rato fingiendo que la herida era grave. Barbosa le mandó que se levantara, le llamó perro y le dijo que no se hiciese la ilusión de que la muerte de su amo había de significar para él la libertad, a cuyas reprensiones ninguna objeción opuso y se levantó; mas, queriendo cobrarse de ellas y a la vez quedar libre, le habló a Hamabar en contra de los expedicionarios, asegurándole que eran unos codiciosos y unos crueles; que la palabra de amigos que le habían dado era insincera, y que lo que buscaban era someter y maltratar, con su ayuda, a los mautanenses para hacer otro tanto con los cebutines y con los de las islas próximas. Hamabar creyó cuanto quiso contarle, y concibió y se propuso llevar inmediatamente a la práctica, puesto de acuerdo con los reyes circunvecinos, la idea del sanguinario convite.
Los historiadores disienten en cuanto a que el esclavo de Magallanes fuera el causante de la matanza. Lo afirman Pigafeta, Maximiliano Transilvano, Oviedo y Gomara. Para Herrera, el crimen se cometió «a instancia de los otros cuatro reyes, que le habían amenazado (al de Cebú) que si no mataba a los castellanos y le tomaba las naves destruirían su tierra y le matarían». Barros, en sus Décadas, lo atribuye a que «los reyes enemigos convinieron en hacer paz entre sí con tal que el rey de Cebú trabajase por matar» a los de las naves. Ahora bien; Juan Sebastián Elcano declara que huyeron de aquella isla porque les mataron veintitrés hombres por una traición que hizo un esclavo de Magallanes... «e que la causa porque el esclavo hizo la traición fué porque Duarte Barbosa le llamó perro».
Entre las víctimas se contaron Duarte Barbosa, Juan Serrano y Luis Alfonso. A Serrano lo asesinaron cuando se volvieron a la ciudad los indios que le habían llevado a la playa para hacer con él la comedia de que ofrecían su rescate a los que se habían quedado en los buques.
El 1.° de mayo partieron de Cebú la Trinidad, la Concepción y la Victoria, y habiendo navegado diez leguas llegaron a la isla de Bohol, donde, por ser el personal que les quedaba muy escaso para los servicios de toda la flota, resolvieron quemar la Concepción, que era la más vieja de las tres naves.
Nombraron general a Juan Caraballo y capitán de la Victoria a Gonzalo Gómez de Espinosa, y desde Bohol se dirigieron a Quepindo, isla de la costa de Mindanao. Por no encontrar allí arroz, que era lo que más necesitaban, fueron a la de Paraguá, y en el pueblo de Saocao, habitado por moros, y en otro habitado por cafres, se hicieron con arroz, gallinas, puercos y cabras, a cambio de tijeras, cuchillos, lienzos, cuentas de vidrio y otros artículos por el estilo.
Desde Paraguá se encaminó la expedición a Borneo.
El 9 de junio se les acercaron tres fustas, cuyas proas eran doradas y de figura de cabezas de sierpes. En una de las fustas venía, con acompañamiento de estruendosas músicas, un anciano, secretario de Siripada, rey de la isla. El importante personaje y algunos mozos entraron en la capitana, abrazaron a Caraballo y le preguntaron quiénes eran, de dónde venían y qué buscaban. El les contestó que eran súbditos del emperador Carlos V y que el objeto de sus viajes era trocar sus mercancías por las de aquellos países. Y les dió, para el soberano de Borneo, una camisa de terciopelo carmesí y una silla guarnecida de terciopelo azul.
Siripada le mandó a decir al general que le estimaría le enviase dos hombres, pues tenía mucho interés en conocerlos, y Caraballo le envió ocho, uno de ellos Gonzalo Gómez de Espinosa.
Salieron a recibirles 3.000 guerreros vestidos con trajes de seda, armados de arcos, flechas, cerbatanas y alfanjes y provistos de corazas de conchas de tortuga.
Los ocho de la flota llevaban para el rey una ropa de terciopelo verde, una gorra de grana, cinco varas de paño colorado, una copa de vidrio, una escribanía y cinco manos de papel, y para la reina, una copa de vidrio llena de agujas, tres varas de paño amarillo, y otros obsequios. Al día siguiente estuvieron en Palacio, cuya riqueza les admiró y avergonzó. A Siripada, que los vió desde una reja, le dijeron que querían paz, pan y contratación. El monarca se mostró maravillado de la larga navegación que habían hecho y ordenó que fueran atendidos y servidos cumplidamente.
Los visitantes, que habían pasado hambres muy dolorosas, comieron y bebieron hasta no querer más. Les dieron al mediodía doce platos, y para postre, variedad de frutas, y por la noche, treinta platos lo menos y otros tantos vasitos de vino de arroz. Hubo en estos banquetes carne asada, capones y otras aves, muy buena pesca y pasteles.
Lo que sobre todo les agradó a los convidados fueron las noticias que allí les suministraron de la situación y la distancia de las Molucas.
Transcurridos algunos días, cinco individuos de la flota fueron a la ciudad a comprar brea, y contra lo que pudiera esperarse a continuación de tantos festines, no se los dejó volver, por lo que el resto de nuestra gente combatió y apresó una canoa, en la que iba un hijo del rey de Luzón con cinco mujeres, un niño de dos meses y cinco hombres. El general los puso en libertad mediante rehenes para que el príncipe luzonés procurase hasta lograrla la devolución de los castellanos.
No fueron reintegrados mas que dos, y como habían huído de la Victoria otros dos, fueron cinco las bajas sufridas en Borneo por los expedicionarios.
Estos salen de allí el 5 de agosto, y el 15 cae en su poder una canoa, en la que había 30.000 cocos. Luego están treinta y siete días reparando los buques.
Antes de hacerse a la mar destituyen al capitán mayor, y, por unanimidad, eligen para substituírle a Gonzalo Gómez de Espinosa, y por capitán de la Victoria, a Juan Sebastián Elcano. La remoción de Caraballo obedeció a las antipatías que se había conquistado, pues no se sujetaba a las cédulas reales ni atendía los consejos de nadie, reconociendo como única ley su capricho.
Tras una navegación muy rica en incidentes y trabajos, llegó la pequeña armada el 8 de noviembre a una de las islas Molucas, a la de Tidor, cuyo rey fué el día 9 a darles la bienvenida a nuestros compatriotas. «Ahora se cumplen—les dijo—dos años que yo conocí por el curso de las estrellas que vosotros érades enviados de un gran rey a buscar esta nuestra tierra, por la cual cosa vuestra venida me ha seydo más cara e graçiosa, pues que por las estrellas tanto tiempo antes me fué anunçiada. E çabiendo que no acaesçe jamás alguna cosa destas sin que primero no sea de la voluntad de los dioses o de las estrellas ordenado, no seré tal con vosotros que quiera contrastar la voluntad de los cielos, sino, con buen ánimo y voluntad, de aquí adelante, dexando aparte el nombre real, pensaré que soy como un gobernador de aquesta isla en nombre de vuestro rey.»
Almanzor, que así se llamaba aquel monarca, iba descalzo, y su indumentaria consistía en una camisa labrada de oro, un pañuelo blanco ceñido hasta el suelo y un velo de seda en forma de mitra. Al entrar en la capitanía se tapó las narices para evitar, como musulmán que era, el olor del tocino. Los castellanos le regalaron una silla de terciopelo carmesí, una ropa de terciopelo amarillo, un sayón de tela falsa de oro, cuatro varas de escarlata, un pedazo de damasco, otro de lienzo, un paño de manos labrado de seda y oro, dos copas y seis sartales de vidrio, tres espejos, doce cuchillos, seis tijeras y seis peines.
Almanzor les autorizó para matar a quienes les molestasen, y hombre de curiosidad voracísima, examinó el estandarte imperial, un retrato de Carlos V, la moneda y un peso.
Muy pronto se cambiaron entre él y Gonzalo Gómez de Espinosa juramentos de paz y contratación. Aquel sería amigo de España y le facilitaría especias por paños, lienzos y sedas.
En diciembre reconocieron la soberanía del emperador, Corala, señor de Terrenate, Luzuf, rey de Gilolo, y los de Maquián y Bachián. Eran muy afamados por su lujuria y por su prole. Corala tenía cuatrocientas mujeres «gentiles en ley y en persona» y cien jorobadas para que las sirvieran de pajes. De Luzuf se cuenta que era padre de seiscientos hijos. Veintiséis tenía Almanzor, y doscientas mujeres. «En cenando—dice Gomara—mandaba ir a la cama a la que quería... Era celosísimo, o lo hacía por mor de los españoles, que luego miran y sospiran, y hacen del enamorado.»
El rey de Tidor les encareció a los castellanos que le suplicasen de su parte a Carlos V el envío de muchas fuerzas, para vengarse del cacique de Burú, que había muerto a su padre y arrojado su cadáver al mar, y para que enseñasen a los tidoreses nuestra religión y nuestras costumbres, y les dió para el emperador papagayos rojos y blancos, miel y varios indios.
Tidor, Terrenate, Maquián, Bachían y otras islas abundaban en clavo, nuez moscada, canela y jengibre. El cinamomo o árbol de la canela se parece al granado; el del clavo, al laurel por la hoja, y al olivo por la corteza; el de las nueces moscadas al nogal español, y la hierba del jengibre a la del azafrán.
Había en las Molucas unas aves llamadas manucodiatas. Francisco López de Gomara, en la primera parte de su Hispania Victrix, las describe así: «Son de mucho menor carne que cuerpo muestran; tienen las piernas largas un palmo; la cabeza chica; más luengo el pico; la pluma de color lindísimo; no tienen alas. Jamás tocan en tierra, sino muertas, y nunca se corrompen ni pudren. No saben dónde crían, ni qué comen, y algunos piensan que anidan en paraíso. Los españoles las traen por plumajes, y los malucos, contra heridas y asechanzas». Análoga descripción de estas aves hace Antonio de Herrera; pero todas no debían ser lo mismo. Don Martín Fernández de Navarrete vió, en 1831, dos manucodiatas traídas de Manila y originarias de Terrenate, que tenían alas.
Habiéndose despedido los nuestros de Almanzor y disponiéndose para la vuelta a España, observaron que la Trinidad hacía agua de tal modo que les sería imposible navegar con aquel buque sin antes someterlo a importantísimas reparaciones. Ocho días estuvieron trabajando en arreglarlo, y como no lo podían conseguir lo menos en tres meses, acordaron que la Victoria regresara por el cabo de Buena Esperanza, y que la Trinidad, una vez carenada, marchase a Panamá y descargase las mercancías, que serían transportadas desde el Pacífico al Atlántico.
El 21 de diciembre de 1521, la Victoria, mandada por Juan Sebastián Elcano, salió de Tidor con sesenta hombres, entre ellos trece indios, y fué a Mare, donde se proveyó de leña, y después a Latalata, Lumutola y otras islas. A mediados de enero de 1522 llegaron a la de Mahía, abundante en pimienta larga y redonda. Desde Mahía arribaron a la de Timor, pobladísima y rica en oro, jengibre y sándalo. Allí riñeron algunos de los nuestros, y se escaparon Martín de Ayamonte, grumete, y Bartolomé de Saldaña, paje que había sido de Luis de Mendoza. Los demás, luego de haberse provisto de sándalo blanco y canela, emprendieron la marcha con dirección al cabo de Buena Esperanza.
El 18 de marzo divisaron una isla muy alta, que parecía no tener habitantes ni arbolado. Desde ella—la de Amsterdan—, continúan hacia dicho cabo, a cincuenta y siete leguas del cual creen hallarse el 7 de mayo. El 9 se aproximan a la costa, y el 10 buscan, en vano, un punto donde poder adquirir subsistencias. Iban enfermos casi todos los navegantes. Hubo quienes opinaron que debían irse a Mozambique, respondiendo otros que preferían morir a retrasar la vuelta a España. El 16 sufrió el buque considerables desperfectos, y el 18, a pocas leguas del cabo de Buena Esperanza, le obligaron a retroceder la furia del viento y de las corrientes.
Del 7 al 8 de junio cortan la equinoccial.
El 1.° de junio se hallan a doce leguas de Cabo Verde, y el 9 llegan a la isla de Santiago. «Surgimos—dice Albo en su Diario—en el puerto de Río Grande, y nos recibieron muy bien, y nos dieron mantenimientos cuantos quisimos, y este día fué miércoles, y este día tienen ellos por jueves, y así creo que nosotros íbamos errados en un día».
Pedro Mártir de Angleria habla irónicamente del día perdido, que tuvo inquietos por mucho tiempo a los compañeros de Elcano, al darse cuenta, con espanto, según Herrera, de que en el viaje alrededor del mundo habían celebrado las Pascuas en lunes y comido carne en viernes. Pigafeta, en su Primo viaggio intorno al globo, nos informa de su sorpresa ante la pérdida de dicho día, porque ni uno sólo había dejado de apuntar durante la navegación. «Posteriormente advertimos—añade el cosmógrafo lombardo—, que no había ningún error y que viajando siempre a occidente y siguiendo el camino del sol, al volver al mismo sitio debíamos haber ganado veinticuatro horas». A juicio de Gomara «trascordáronse o no contaron el bisiesto».
En Río Grande, como la Victoria hacía mucha agua y eran muy pocos los marineros que quedaban, los navegantes acuerdan comprar negros para darle a la bomba y pagarlos con clavo, puesto que carecían de moneda. Así lo hacen, sin dificultades, el día 13. Para adquirir arroz, el 14 envían un batel, que vuelve a las pocas horas. Nuevamente lo envían por más arroz, y no vuelve, aunque lo esperan hasta el día 15. Los del buque se aproximan al puerto, para enterarse de lo ocurrido. Una barca les insta a que se rindan. Nuestra gente reclama el batel y los individuos que en él han ido. Los de la barca replican que se lo comunicarán a los señores de la isla. Mientras van a comunicárselo, la Victoria levanta anclas y deja abandonados en la isla de Santiago el batel y doce hombres, para librarse el resto, ya escasísimo, de los expedicionarios, de que también los prenda el gobernador de Cabo Verde. Los portugueses tenían prohibido, bajo duras penas, a los extranjeros comerciar con especiaría.
Los doce apresados fueron Martín Méndez, contador de la nave, Pedro Tolosa, despensero; Ricarte de Normandía, carpintero; Roldán de Argote, lombardero; Juan Martín y Simón de Burgos, sobresalientes; Felipe de Rodas, Gómez Hernández y Socacio Alonso, marineros; Pedro Chindurza, grumete; Vasquito Gallego, paje, y maestre Pedro, que había ido como lombardero en la Concepción con Gaspar de Mendoza. Desde Cabo Verde se los llevó a la carcel de Lisboa, de donde los mandó sacar al poco tiempo el rey Don Juan II.
El 15 de agosto pasó Elcano entre las islas del Fayal y de Flores; el 4 de septiembre divisó el cabo de San Vicente, y el 6 llegó a Sanlúcar de Barrameda, a los tres años menos catorce días de haber salido de aquel puerto y al año y cuatro meses desde que partieron de Tidor. Por la cuenta de Juan Sebastián, habían navegado catorce mil leguas, y por la de Pigafeta, catorce mil cuatrocientas sesenta.
«Fué el camino que esta nao hizo la mayor y más nueva cosa que, desde que Dios crió el primer hombre y compuso el mundo hasta nuestro tiempo, se ha visto, y no se ha oydo ni escripto cosa más de notar».
El 10 de septiembre se procedió a la descarga de la Victoria, que traía trescientos ochenta y un costales de clavo, cuyo peso ascendió a quinientos veinticuatro quintales y veintiuna libras y media. En cajas, sacos y costalillos vinieron muestras de otras especias, como canela y nuez moscada. Varias partidas de clavo, pertenecientes a los oficiales y marineros, pesaron veintiocho quintales, una arroba y diez libras. La canela pesó tres libras y media, y veintiocho un palo de sándalo. Por cédula expedida en Valladolid el 10 de octubre, se mandó a los oficiales de Sevilla que guardasen las muestras de droguerías y especierías traídas por Elcano. Y a los siete días se dió una nueva cédula para que fueran entregados a Cristóbal de Haro, factor de la Casa de la Contratación, cuantos artículos y objetos correspondientes a la Corona hubieran venido en el buque.
De los doscientos treinta y siete individuos que fueron en 1519 en la Armada, he aquí los nombres de los diez y ocho que regresaron a España en 1522: Juan Sebastián Elcano, capitán; Francisco Albo, piloto; Miguel Rodas, maestre; Juan de Acurio, contramaestre; Martín de Indícibus, marino; Hernando de Bustamante, barbero; Aires, condestable; Antón Hernández Colmenero, Diego Gallego, Nicolás de Nápoles, Miguel Sánchez de Rodas, Francisco Rodríguez de Huelva, marineros; Juan de Arratia, Juan de Santander y Vasco Gómez Gallego, grumetes; Juan de Zubileta, paje, y Antonio Lombardo, sobresaliente.
De «hombre intrépido, cuyo nombre no debe ser olvidado, y a quien ni la antigüedad ni la Edad Media pueden oponer rival alguno», califica Antonio de Herrera a Juan Sebastián Elcano. A parecida calificación son acreedores los diez y siete que con él volvieron en la Victoria.
De los trece indios que habían sacado de las Molucas para enseñárselos al emperador, tan sólo uno desembarcó aquí vivo. Los demás fallecieron en la travesía.
Los viejos historiadores de estos extraordinarios sucesos tuvieron plena conciencia de la grandeza y la importancia de la expedición. No puede haber quién no las reconozca; mas la lectura de estas hazañas nunca podrá causar entusiasmos tan hondos y vivos como los experimentados por quienes tuvieron la suerte de oír relatarlas a los hombres que las realizaron.
Maximiliano Transilvano, secretario de Carlos V, habló, apenas regresada la Victoria, a España, con su ínclito capitán y con su gente, y a base de estas conversaciones escribió la narración que dirigiera al obispo de Cartagena. «Procuré, con mucha diligencia, de saber y me informar de la verdad de todo ello, ansí del capitán de la nao que ahora volvió como de los otros compañeros que en su compañía vinieron».
Gonzalo Fernández de Oviedo trató al jefe de la gloriosísima nave, y así lo hace constar en el libro XX, capítulo III, de su Historia Natural y General de las Indias: «Juan Sebastián del Cano... volvió con la nao Victoria a España, al cual yo hablé y comuniqué mucho, en la corte de César, el año mill e quinientos y veynte y cuatro».
Los panegíricos de Oviedo, Gomara y Herrera y los de los historiadores modernos a la nave de Juan Sebastián y a sus heroicos navegantes repiten o amplifican este bellísimo elogio que Transilvano hizo de ellos: «Son, por cierto, estos diez y ocho marineros, que con esta nao aportaron a Sevilla, más dignos de ser puestos en inmortal memoria que aquellos argonautas que con Jasón navegaron y fueron a Colchides, de quien los antiguos poetas hacen tanta celebridad. E mucha más digna cosa es, por cierto, que esta nuestra nao sea colocada y ensalzada entre las estrellas que la en que navegó aquel griego, pues que aquella navegó desde Grecia solamente por el mar del Ponto, y ésta partiendo de Sevilla contra el mediodía y dando allí vuelta contra el occidente y pasando por deyuso deste nuestro hemisferio, penetró hasta las partes orientales, desde las cuales, tomando contra el occidente, dando la vuelta con diversas reflexiones a todo el globo e orbe de la tierra e agua, volvió a Sevilla, de donde primero había partido».
* * *
La Trinidad, ya recompuesta, salió de Tidor el 6 de abril
de 1522, con cincuenta individuos y nuevecientos quintales de clavo, y
llegó, tras una navegación de cuarenta leguas, a la isla de Morotay, donde los expedicionarios fueron muy bien recibidos e hicieron transacciones.
Yendo hacia el norte, arriban a una de las islas Marianas, en la que la nave sufre grandes destrozos y se mueren varios tripulantes de mal de lombrices.
A últimos de agosto surgen en la isla de Mao, próxima a la parte septentrional de las de los Ladrones, y distantes trescientas leguas de las Molucas.
Encontrándose en la costa de Zamafo, supieron, por la gente de un barco, que a los quince días de haber salido de Tidor la Trinidad, habían llegado a Terrenate portugueses, mandados por Antonio de Brito, y habían construído una fortaleza.
Gonzalo Gómez de Espinosa envió en aquel barco al escribano Bartolomé Sánchez, con una carta para Brito, comunicándole que la Trinidad estaba a punto de perderse, y muchos de la dotación iban enfermos, y suplicándole auxilios con los que poder retornar a Tidor. El escribano no volvió. Como se temió en un principio, y se confirmó más adelante, le habían detenido.
En el puerto de Benacorora, Simón Abreo, Duarte Raga y los capitanes Gaspar Gallo y García Manrique se presentaron a Gómez de Espinosa y le entregaron la respuesta de Brito, en la que le decía que le facilitaba el personal y los auxilios que le había pedido. Sin embargo, no tardaron en apoderarse de los mapas, astrolabios, cuadrantes y derroteros de la nave, y en mandar en ella hasta el puerto de Talangomí, situado entre Terrenate y Tidor.
Espinosa protestó contra las violencias de que él y los suyos eran objeto por parte de los lusitanos, en un país que correspondía a Carlos V; a lo que le contestaron que obraban de conformidad con las instrucciones de su rey. Y despreciando las protestas, pidieron el estandarte imperial y procedieron a la descarga del buque. Al exigir Espinosa testimonio de lo que contenía, se le amenazó con que, de insistir en reclamarlo, se lo habían de dar colgándole de una antena.
Cuando la Trinidad salió de Tidor, habían quedado allí, con la hacienda del César, Juan Campos, Alonso Genovés y Diego Arias, y ahora Espinosa los encontró en Terrenate, con hierros, en la fortaleza de los lusitanos, que les habían quitado las mercancías que destinaban para las contrataciones.
Ventiuno eran los hombres de este navio al volver a Terrenate. Todos fueron presos. A los cuatro meses, Brito les consintió pasar a la India, exceptuando, por serle necesarios, al carpintero maestre Antonio y al calafateador Antonio Besanabal.
A los demás los envió a Banda, isla abundantísima en nuez moscada. De Banda fueron conducidos a Java y a la ciudad de Agrazué, habitada por treinta mil moros y muy comercial. Desde aquella animadísima urbe los llevaron a Malaca, punto de confluencia de los buques de los territorios cercanos al estrecho de Meca y los de los reinos del Peguí, Chazamán, Cambaya y Bengala.
En Malaca murieron cuatro españoles, y se quedó el grumete de la Trinidad, Antonio Moreno, esclavo de una hermana de Jorge de Alburquerque, capitán de la isla.
El resto de nuestros compatriotas llegó, al cabo de una marcha de cuatrocientas leguas, a Ceilán y a Coohín, donde permanecieron diez meses sin lograr autorización para volver a España; por lo que el marinero León Pancaldo y el maestre Bautista Poncero se escaparon en una nave, que los llevó a Mozambique. Habiendo sido presos, Poncero murió, y Pancaldo se escapó otra vez y pudo arribar a Lisboa. Allí la encerraron en el limonero, como llamaban a la cárcel.
Vasco de Gama, nombrado por entonces virrey de la India, tampoco dió licencia a nuestra gente para embarcarse, y si don Enrique de Meneses, gobernador de Goa y sucesor de Gama, llegó a concedérsela a Espinosa, al lombardero maestre Hans y al marinero Ginés de Mafra, fué al enterarse de que el Rey de Portugal se había casado con una hermana de Carlos V.
En Lisboa, maestre Hans murió en el limonero, y Gonzalo Gómez y Ginés de Mafra estuvieron en la prisión cerca de siete meses.
De los cincuenta individuos que en la Trinidad habían partido de Tidor para Panamá, solamente cuatro volvieron a España.
* * *
En 1525 se envió a las Molucas otra expedición, al mando
de fray García de Loaysa, natural de Ciudad Real, guerrero sabio y
experimentado y comendador de la Orden militar de Rodas.
Componíase la flota de seis naves y un galeón. La Santa María de la Victoria la gobernaría Loaysa; la Sancti Spíritus, Juan Sebastián Elcano; la Anunciada, Pedro de Vera; la San Gabriel, Rodrigo de Acuña; la Santa María del Parral, Jorge Manrique; la San Lesmes, Francisco de Hoces, y el galeón, llamado Santiago, el capitán Santiago de Guevara.
Salieron de La Coruña el 24 de julio.
A la entrada del estrecho de Magallanes, en el cabo de las Once mil vírgenes, naufragó la Sancti Spíritus, ahogándose nueve hombres y salvándose los demás a costa de grandes esfuerzos.
El 30 de julio de 1526, en las inmediaciones del cabo Pescado, falleció Loaysa, con «mucha tristesa y dolor en los que en aquella nave capitana iban». «Así como fué muerto y con sendos Paternósters y Avemarías por su ánima, que cada uno de los presentes dixo, echado su cuerpo en la mar», abrieron una real orden, en la que se determinaba la sucesión y elección en el mando del general, capitanes y oficiales designados primeramente.
En ese documento, expedido en Toledo a 3 de mayo de 1525, se prescribía: «Y porque podría ser, lo que Dios no quiera, que el dicho capitán general e capitanes e oficiales nuestros, que van en la dicha armada, fallecieren así a la ida como allá y en la vuelta, mando que, en... muriendo o quedando el dicho comendador Loysa en la dicha tierra..., venga por capitán general de la dicha armada Juan Sebastián del Cano, capitán de la segunda nave...»
Así se hizo; pero Juan Sebastián estaba muy enfermo, y el 4 de agosto de 1526 «le llevó Dios, y le hiçieron las mismas obsequias y le dieron la misma sepoltura que se le dió al comendador y le echaron en essa mar.»
* * *
De la extensión y brillantez del imperio de Carlos V, labradas en
grandísima parte por nuestros descubridores y conquistadores en América
y Oceanía, se han descrito magníficos cuadros en aquella época y en la
moderna.
Célebre es por su majestuosidad el de Macaulay en las primeras páginas de su ensayo sobre la Guerra de Sucesión, y muy estimable el de Martín H. Hume, en su Historia del pueblo español; pero es a Gonzalo Fernández de Oviedo a quien se le deben las expresiones más entusiásticas acerca de la obra realizada por aquellos hombres que ensancharon los dominios de España, los del mundo conocido entonces y los de la civilización universal.
Aunque graves autores han ensalzado desde tiempos antiguos a nuestra nación por sus ingenios, su valor y su esfuerzo, nada tan merecedor de loa como las hazañas de los españoles en las Indias, ya en el ejercicio de las armas en tierra, ya en el Océano, con excesivos e innumerables trabajos, sin temor al cansancio ni a los peligros, con no pocas hambres y enfermedades y muy frecuentemente con absoluto desinterés. Ellos encontraron otro hemisferio no menos amplio que Europa, Asia y Africa. Alejandro Magno y sus soldados no dejaron de ver el polo ártico ni cuando más se alejaron de su país. En el antártico ondeó la bandera de Castilla en más reinos y estados que cuantos tuvieron debajo de su cetro cada uno de todos los príncipes habidos desde el principio del mundo hasta Carlos V. Los asirios, los sicionios, los macedonios, los persas, los corintios, los atenienses, los tebanos, los partos, los egipcios, los cartagineses, los romanos y otros señoríos estaban comprendidos en el polo ártico. Los del emperador se extendían por ambos hemisferios, no pudiendo equipararse con tantas proezas y adquisiciones las fabulosas novelas de Jasón y Medea con su vellocino de oro.
Tales son, en resumen, las alabanzas tributadas al Imperio de Carlos V y a quienes maravillosamente lo dilataron, por Fernández de Oviedo, que las corona con estas palabras: «Callen los pregoneros de Theseo aquel laberinto y su Minotauro, pues que, sabida la verdad, essas metháporas, reduçidas a historia çierta, son unas burlas y niñerías si se cotejan y traen a comparación de lo que en estas nuestras Indias se ha visto y se ve cada día en nuestro tiempo, y lo han visto mis ojos y otros muchos a quien en esta edad ni en las venideras no podrán en verdad contradeçir envidiosos, enemigos de tan valerosa y experimentada naçión y tan jubilada en virtudes».
Miguel López de Legazpi
Entre las expediciones hechas en el siglo XVI para el descubrimiento y la conquista de las islas del Poniente, figuran la de Hernando de Magallanes, la de frey García de Loaysa, la de Alvaro de Saavedra Cerón y la de Ruy López de Villalobos.
El objeto determinado de ésta fueron las Filipinas. El de las demás, las Molucas.
La expedición de Villalobos es como el prólogo de la de Legazpi.
* * *
En 1538 y 1539, el emperador Carlos V facultó a don Pedro de
Alvarado, adelantado de Guatemala, para el apresto de una flota de cinco
navíos, con destino al descubrimiento y la conquista de las islas del
Poniente.
Sin embargo, don Antonio de Mendoza, virrey de la Nueva España, envió a Francisco Vázquez con una armada a dichas islas.
Con este motivo surgieron escandalosas diferencias entre Alvarado y el virrey.
Por fin, se concertaron respecto a todo lo que se descubriese, tanto por mar como por tierra, dentro de los límites contenidos en las capitulaciones ajustadas entre ambos a 29 de noviembre de 1540, conviniendo en enviar dos flotas, una a las islas, para ver lo que en ellas había, y otra a la costa de Tierra Firme, hasta dar con el fin y el secreto de ellas, la primera compuesta de tres naves y una galera, con 300 hombres, al mando del caballero Ruy López de Villalobos..., «muy experto y plático en las cosas de la mar», y la segunda, de cinco navíos y una fusta, con 300 hombres, a las órdenes del caballero Juan de Alvarado.
Este convenio mereció la aprobación del monarca en 26 de julio de 1541. Poco después murió don Pedro, y se encargó completamente de la empresa don Antonio de Mendoza, que el 18 de septiembre de 1542 le dió a Villalobos intrucciones para el descubrimiento que se le había conferido.
Formóse la flota con las naves Santiago, San Jorge, San Juan de Letrán y San Antonio, la galeota San Cristóbal y la fusta San Martín. Iban por maestre de campo, Francisco Merino; por capitanes, Bernardo de la Torre, don Alonso Enrique, Matías de Alvarado, Pedro Ortiz de Pineda y Cristóbal Pareja; por oficiales del rey, García de Escalante Alvarado, como factor; Jorge Nieto, como contador; Onofre de Arévalo, como veedor, y Juan de Estrada, como tesorero; por pilotos, Gaspar Rico, de la Santiago; Alvaro Fernández Tarifeño, de la San Jorge; Ginés de Mafra, de la San Juan, y Francisco Ruiz, de la San Antonio. Los oficiales del virrey eran Martín de Islares, factor; Guido de Lavezaris, contador, y Gonzalo Dávalos, tesorero. La tripulación constaba, según unas relaciones, de 370 hombres, y, según otras, de 400. Embarcáronse cuatro religiosos agustinianos: fray Jerónimo de Sanctisteban, prior, que años adelante escribió un relato del viaje; fray Nicolás de Perea, fray Alonso de Alvarado y fray Sebastián de Reina, y cuatro clérigos: el comendador Laso y los padres Martín, Cosme de Torres y Juan Delgado. Acompañaban a Ruy López de Villalobos los caballeros e hidalgos Iñigo Ortiz de Retes, Bernardino de Vargas, Antonio de Bustos y Francisco Alvarado.
La armada salió del puerto de la Navidad el 1.° de noviembre de 1542. El 6 de enero de 1543 encontraron las islas de los Jardines. Cien leguas al oeste de ellas se perdió la galeota San Cristóbal. El 20 avistaron una isla pequeña, a la que se llamó Matalotes. El 2 de febrero arribaron a la de Mindanao, que, por su gran extensión, fué denominada Cesarea Karoli. «La majestad del nombre—dice Escalante de Alvarado—le cuadraba». Costeando hacia el sur la isla de Mazaguá y apartándose de ella, dieron en la de Sarangani. Los indígenas no les llevaban bastimentos. Y se sembró maíz, pero no nació. Los soldados se disgustaban, y hubieran preferido la muerte en la pelea a tener que morir de hambre. La que allí pasaron llegó a los mayores extremos. Desde Cochin, «de la India del rey de Portugal», le decía fray Jerónimo de Santisteban a don Antonio de Mendoza, virrey de la Nueva España, en carta de 22 de enero de 1547: «El hambre no sufría espera...; en fin, comimos cuantos perros y gatos y ratas se pudieron haber, y otras malas savandijas y yerbas no conocidas, que todo fué causa de la muerte a muchos y de grandes enfermedades; en especial, comieron muchos de unas lagartijas grandes; son pardas y relucen mucho; muy pocos son vivos de los que las comieron; comiéronse cangrejos de tierra, que algunos estaban locos un día de los que comían, en especial si comían las tripas».
La San Cristóbal llegó a Sarangani al cabo de cinco meses. Sus navegantes fueron recibidos con inmensa alegría, pues se les creía perdidos. Esta alegría aumentó al oírseles decir que en aquel tiempo habían estado en unas islas ricas en víveres y cuyos moradores rescataban con facilidad.
De tal júbilo provino el que se diera a aquellas islas el nombre de Filipinas, como homenaje al príncipe don Felipe.
«En la isla de Ambón—escribe Santisteban—, viniendo de camino, sacó Dios a Rui-López de Villalobos de ruin mundo... Murió de calenturas y muy cano, después de muy seco de pensar y congojar; murió muy pobre y recebidos todos los Sacramentos: de 370 españoles que salimos de esa Nueva España, llegamos a Malaca 117; quedaron en Maluco 30 o pocos más, y presos entre infieles, 12.»
* * *
Muchos años mediaron entre la expedición de Villalobos y la de
Legazpi, por los fracasos de algunas flotas enviadas al estrecho de
Magallanes, por los grandes gastos que ocasionaban y por el empeño que
hubo en comunicar el Atlántico con el Pacífico por el istmo de Panamá,
aprovechando el curso del río Chagres.
En 1558, el rey Don Felipe II le manda a don Luis de Velasco, virrey de Méjico, hacer en la mar del sur navíos para el descubrimiento de las islas del Poniente.
En 9 de febrero de 1561 el virrey le da cuenta al monarca de ocuparse en el apresto de la Armada y le recomienda para dirigirla a Miguel López de Legazpi, natural de Zumárraga, provincia de Guipúzcoa, que llevaba veintinueve años en la Nueva España, donde había sido, con general estimación, alcalde ordinario y escribano mayor de Cabildo. «Estaban sus bríos prontos para cualquier empresa, por haber sido hombre de gran valor y esfuerzo, y aun vivían en la blanca nieve de sus venerables canas las centellas de su ardiente juventud, acompañadas de la prudencia y madurez de sus años.»
Don Luis de Velasco fué facultado para ordenar la expedición como mejor le pareciese.
Se retrasó el apresto de las naves hasta el extremo de mediar una carta apremiante del rey, fechada a 13 de febrero de 1563, a la que contestó Velasco el 25 de febrero de 1564, presentando sus excusas y anunciando la salida de la flota para el mes de mayo. No pudo cumplir la oferta, y volvió a disculparse en 15 de junio.
Muerto Velasco a fines de julio, la Audiencia, que en tales casos asumía la autoridad y el Gobierno, ultimó los preparativos del viaje, y en pliego cerrado le entregó a Legazpi una extensa y muy detallada instrucción.
El 20 de noviembre de 1564 los expedicionarios salieron del puerto de la Navidad con dos galeones grandes y dos pataches pequeños.
La nave capitana se llamaba San Pedro, de quinientas toneladas. En ella iban: como maestre, Martín de Ibarra, natural de Bilbao, «con los más lucidos soldados y más expertos marineros», y como pilotos, Esteban Rodríguez, natural de Huelva, y el francés Pierres Plin; por factor, Andrés de Mirandola; por alguacil mayor, Andrés de Ribera; por escribano mayor, Hernando Riquelme, de Sevilla; por capitán de artillería, Juan Maldonado del Berrocal, de Burgos; por alférez mayor, Andrés de Herrera, mejicano; por sargento mayor, Luis de la Haya, de Valladolid, y por capitán de infantería, Martín de Goiti, de Bilbao, con su compañía y la de Legazpi. También se embarcaron en la San Pedro, Felipe de Salcedo, nieto del general e hijo de doña Teresa de Legazpi y de don Pedro Salcedo, y los religiosos agustinos fray Andrés de Urdaneta, fray Martín de Rada y fray Andrés de Aguirre.
En la almiranta, denominada San Pablo, de cuatrocientas toneladas, fueron: como jefe, el maestre de campo Mateo del Sanz, de Ciudad Real; por piloto mayor, Juan Martínez Fortín; por acompañado, Diego Martín, de Triana; por maestre, Juan María, genovés; por tesorero, Guido de Lavezaris, y por contador, Andrés de Cauchela. En esta nave iban dos padres de la Orden de San Agustín, fray Diego de Herrera y fray Pedro de Gamboa.
En el patache San Juan, de cien toneladas, fué por capitán Juan de la Isla; por piloto, su hermano Rodrigo de Espinosa, y por maestre, Julián Felipe, de Triana.
El San Lucas, de cuarenta toneladas, lo mandaba el capitán don Alonso de Arellano, yendo por piloto Lope Martín, mulato, natural de Ayamonte, y por maestre, Nicolao, habilísimo marinero, de nacionalidad griega.
Intérprete de la Armada era un indio llamado Jorge, que sabía muy bien la lengua malaya. Este indio fué convertido al catolicismo, en Tidor, por los religiosos de la flota de Ruy López de Villalobos, y pasó a la Nueva España con el soldado Pedro Pacheco, natural de Ciudad Rodrigo, que había formado parte de aquella expedición desdichadísima.
Durante cinco días corrió la de Legazpi al suroeste, y el 25 de noviembre el general mandó reunir en su nave a los religiosos, capitanes y oficiales, al alférez, al sargento, al alguacil mayor y a los pilotos, y le presentó, por ante el escribano Hernández Riquelme, instrucción que traía, cerrada y sellada, de la Nueva España, y que se le había ordenado no abrir hasta haber navegado cien leguas, en la que se disponía que el viaje se hiciese con rumbo a las islas Filipinas y a las inmediatas a ellas.
En cuanto a la derrota, había habido disconformidad de pareceres entre fray Andrés de Urdaneta y el capitán Juan Pablo de Carrión, que, enemistado con el padre, no quiso ir en la Armada.
Urdaneta había ido, en 1525, en la de García de Loaysa, a las Molucas, donde sirvió durante ocho años, como soldado, como capitán y en oficios de la real Hacienda. En 1536 le dió cuenta a Carlos V de los sucesos de aquella expedición. Después, hasta 1552, desempeñó en Nueva España, por nombramiento y encargo del virrey don Antonio de Mendoza, importantes comisiones relativas a asuntos de guerra y de paz. En 1553 ingresó en la Orden de San Agustín. El virrey don Luis de Velasco se valió de él para negocios interesantísimos. Felipe II, por cédula expedida en Valladolid a 24 de septiembre de 1559, dispuso que Urdaneta fuera, con dos religiosos más, a las islas del Poniente, en la flota de Legazpi; y fray Andrés le contestó al monarca, en carta fechada en Méjico a 23 de mayo de 1560, que, aunque estaba falto de salud, había padecido muchos trabajos desde su mocedad y necesitaba reposo en lo que le quedara de vida, se disponía, por veneración a la majestad real y a la fe católica, a las molestias de la nueva jornada.
El soberano quería que la flota fuese en busca de las islas Filipinas, sin entrar en las Molucas, para no infringir las capitulaciones hechas con el rey de Portugal, y Urdaneta opinaba que estas islas no solamente caían dentro de los términos de lo del empeño, sino que la extremidad de ellas por la parte de Levante estaba comprendida en el meridiano de las Molucas; por lo cual debía enviarse dos galeones y un patache a descubrir por aguas del Poniente de Méjico, «arando la mar», hasta los límites de lo correspondiente a los portugueses. No hallaba reparo en que se llegase a las Filipinas para rescatar a los españoles que allí hubiera cautivos, de los que en 1525 fueron en la armada de Loaysa; de la enviada en 1527, por el marqués del Valle; de un navío, también de Hernan Cortés, que, yendo del Perú a la Nueva España, fué a dar, combatido por vientos contrarios, en aquel archipiélago, y de la expedida en 1542 por don Antonio de Mendoza. Pero no se debía hacer otras contrataciones que la compra de algunas cosas merecedoras de verse como muestras y la de los bastimentos precisos para el viaje.
El septiembre de 1564 el capitán Juan Pablo de Carrión, nombrado almirante de la flota de Legazpi, le escribe al rey que las Filipinas las ha descubierto, antes que nadie, en 1521, Magallanes, y que «son Islas que los Portugueses nunca han visto y están muy a trasmano de su navegación, ni an tenido noticias dellas, sino aya sido por alguna figura o carta de marear nuestra». Y arremetiendo contra Urdaneta y contra Legazpi añade: «... el padre fray Andrés ha dicho resueltamente que no se embarcará si el Armada va adonde yo digo; y como el que va por general, ques Miguel López de Legaspe, es de su nación y tierra y íntimo amigo, quiérele complacer en todo, y como el dicho general no tiene nenguna esperencia en estas cosas, ni entiende nenguna cosa de navegación, por no lo aver usado, no sabe destenguir lo uno de lo otro, y en todo se abraza a la voluntad del padre.»
En la controversia entre Urdaneta y Carrión sobre si la armada debía ir o no a las Filipinas, aparentemente venció fray Andrés, porque, al salir los buques del Puerto de la Navidad, se dijo que irían a las Molucas; pero, en realidad, el victorioso fué el capitán, con arreglo a cuyos dictámenes redactó la Audiencia de Méjico y le entregó a Legazpi la orden secreta, según la cual pondría las proas hacia el archipiélago filipino, cuando los navíos llevaran recorridas cien leguas desde la Nueva España: «Haréis vuestra navegación en demanda y descubrimiento de las Islas del Poniente hacia los Malucos, sin que por vía ni manera alguna entréis en las Islas de los dichos Malucos, porque no se contravenga el asiento que Su Magestad tiene tomado con el Serenísimo Rey de Portugal, sino en otras islas que están comarcanas a ellas, como las Filipinas y otras que están fuera del dicho asiento y dentro de la demarcación de S. M...»
Se resolvió el pugilato armonizando el que se cumpliera la voluntad del Monarca y el no prescindir del utilísimo concurso de fray Andrés, quien, de haberse aclarado desde el primer momento el camino que había de seguirse, se hubiera quedado en tierra.
Los religiosos se lamentaron del contenido de la instrucción y de que habían sido engañados; pero, en virtud de los preceptos superiores y de las reflexiones de Legazpi, se conformaron con la novedad, y habiéndose discutido sobre cuál sería la mejor ruta para las islas Filipinas, se decidió navegar al oeste, cuarta del sudoeste, y al llegar a una altura de 9° dirigirse al oeste en busca de las islas de los Reyes y las de los Corales; de éstas irían a las de los Arrecifes y Matalotes, y desde allí, al archipiélago de San Lázaro.
El 30 de noviembre, el patache San Lucas, que iba delante de la capitana, desapareció, sin que en mucho tiempo se volviera a saber de él. Esta embarcación, buscando o con la excusa de que buscaba a la flota en la isla de Mindanao, en las de Magallanes y en otras, regresó a Nueva España y llegó al puerto de Navidad el 9 de agosto de 1565.
Siguieron navegando días y días sin que los pilotos pudieran ponerse de acuerdo respecto a las leguas que llevasen recorridas. En la madrugada del 18 de enero de 1565 creyeron estar cerca de tierra, por haberlo dado a entender el buque almirante con un disparo de artillería; mas, habiéndose convencido de que se trataba de una ilusión, continuaron la marcha. Cuando efectivamente vieron tierra fué el día 9. Era una isla pequeña, abundante en palmas de coco y en árboles. Bajaron a examinarla fray Andrés de Urdaneta, Felipe de Salcedo, Mateo del Sanz y el capitán del San Juan. Al volver a las naves, refirieron que se habían encontrado con un indio y una india viejos, que debían ser marido y mujer; una india joven, que debía ser hija del matrimonio, y una pequeñuela, que sería hija de la india moza; que no entendieron el idioma de aquellos naturales; que les obsequiaron con cuentas de vidrio y otras bagatelas, y que ellos se mostraron muy pesarosos al retornar los visitantes a la playa. Otras noticias les dieron a los demás expedicionarios: había allí muchas frutas, pescados, gallinas, patatas y millo. En cuanto a los habitantes, el indio era de buena conformación y las mujeres eran guapas. Todos llevaban el cabello suelto y largo. Tenían canoas muy lindas, anzuelos de cordeles y de hueso; carecían de utensilios de barro y no usaban armas de ninguna clase.
Tan pintoresco territorio recibió el nombre de isla de los Barbudos.
Poniendo las proas al noroeste, llegó la flota el 22 de enero a unas islas que, según los pilotos, formaban parte del archipiélago filipino, y, según el padre Urdaneta, eran las de los Ladrones. Numerosos isleños, en cincuenta canoas, que llamaban paraos y estaban hechas de palma, rodearon a la armada y prorrumpieron en grandes voces, con las que parecían invitar a los nuestros a que fueran a sus poblaciones, donde les darían de comer hasta que se hartasen. La costa estaba cuajada de palmares de coco, y entre los palmares había viviendas. Al anochecer encendieron los indios infinidad de hogueras. Antes de que los castellanos desembarcaran, Legazpi, dando pruebas de ser un habilísimo diplomático, ordenó que nadie se atreviese a hacerles daño a los indígenas, ni a quitarles nada, ni a tocar en sus sementeras y labranzas, ni a cortar palmas ni otros árboles, y que los rescates pudieran hacerlos únicamente los oficiales del rey. Esta orden malhumoró a los soldados. El día 23 los isleños trajeron cocos secos y verdes, cañas dulces, plátanos, arroz, batatas y otros artículos, trocándolos por naipes, cascabeles, cuentas de vidrio y trozos de orillo; pero, desconfiadísimos, se negaron a entrar en las naves. En las sucesivas contrataciones exigieron, para el pago de sus mercancías, primero hierro y, después, clavos, por haber comprendido cuán útiles habían de serles para sus canoas. Tenía razón el padre Urdaneta: aquéllas eran las islas de los Ladrones. Se pedía, sobre todo, arroz a cambio de clavos grandes, y los indios, con una sagacidad y una desaprensión indescriptibles, llevaban fardos, en cuya parte superior había una capa de arroz como de dos dedos, siendo arena todo lo demás, y otras veces metían en los fardos piedras y hierbas para aumentarles el peso y hacer los cambalaches más ventajosamente. Se les compró gran cantidad de barriles de aceite de coco, y se vió que la mayor parte contenían agua con uno o dos dedos de aceite. Con frecuencia cometían otros engaños, como el de acercarse algo a uno de los buques, esperar a que se les echasen los clavos, y luego, sin entregar las mercancías, salir huyendo hacia los otros buques para repetir idénticas operaciones.
Al patache San Juan le desclavaron un pedazo de un hierro del timón, procuraron arrancar los clavos del costado de las naves y a todas les quitaron las boyas. Un indio le arrebató a un soldado un arcabuz que llevaba al hombro. Otro indio le pegó a otro soldado con una vara en el pecho, y aunque no se lo lastimó, porque llevaba cota, le produjo en una mano una herida, de la que murió inmediatamente. «Todo lo cual hacían sin vergüenza ninguna, porque de cosa no la tienen».
Legazpi salió a tierra y, en nombre de Su Majestad, tomó, con gran aparato, posesión de esta isla, que era la de Goam, nombrada Guan en el derrotero del piloto mayor Esteban Rodríguez, y Boan en el de Pierres Plin. Aunque se había propuesto conducirse con aquellos isleños de la manera más afable, se vió obligado a disponer que los castigaran. Parte de nuestra gente bajó a tierra a cargar de agua dulce, y los indios fingieron recibirles de paz. Cuando llegó el momento de recogerse a los navíos, se quedó rezagado, durmiendo entre unos palmares, un muchacho, que era grumete, sin que los españoles le echasen al pronto de menos. Al darse cuenta de que faltaba, fueron a buscarle, mas le encontraron hecho pedazos. Los isleños le habían atado de pies y manos, le habían producido más de treinta heridas, traspasándole el cuerpo con lanzas, le habían desollado la cara, le habían metido por la boca un palo, que le salía por el colodrillo, y le habían apedreado.
El maestre de campo Mateo del Sanz les quemó algunas canoas y casas, hirió a varios indios, mató a otros y prendió a cuatro. A tres se les ahorcó en el mismo sitio en que había perecido el grumete. A uno que había quedado ileso, el maestre le trajo a la nave «a ruego de los religiosos» «diciendo que sería más servicio de Dios nuestro Señor y de su Majestad llevarle a la Nueva España que no ahorcarle, e ansí se llevó a la Capitana.»
Legazpi, los religiosos, los capitanes y los oficiales conferenciaron sobre si convendría poblar en Goam y despachar un navío a la Nueva España. Así lo propuso el padre prior, respondió el general que era necesario dar cumplimiento a las órdenes que tenía de seguir hasta las islas Filipinas y las colindantes, y, sin más discusión, el 3 de febrero emprendieron la marcha.
El 13 arribó la armada a una bahía muy amplia, rodeada de islas pequeñas y de una grande. Se encargó al maestre de campo, al padre prior y al capitán Martín de Goiti que vieran si había población, río o puerto, y si encontraban indios. Unos cuantos vieron, que se negaron a esperarles.
El 20 comparecieron algunos naturales, significaron que la isla grande se llamaba «Zubú», y dijeron nombres de pueblos y caciques del territorio. El general les dió cuentas de vidrio, bonetes de grana, cuchillos, etc., y les pidió que de su parte les suplicaran a los principales que fueran a verle, porque les quería hablar y hacerse amigos suyos.
Vinieron, en efecto, en canoas, unos caciques, que en prueba de amistad querían sangrarse con el general, y entraron en la capitana, donde fueron muy bien recibidos.
Allí era incomprensible otro lenguaje que el de las señas. Legazpi se las hizo de que deseaba contratar con ellos y obtener su amistad en nombre del rey de Castilla. De lo que mostraron gran satisfacción. Y venían con frecuencia a los navios y convidaban a los expedicionarios con vino de palmas. Se les propuso que vendieran en grandes cantidades puercos y gallinas, y se los pagarían muy bien, y quedaron en hacerlo así, pero no llevaron mas que un gallo, un huevo y un cochino. Pronto se vió que no querían venderle nada a nuestra gente, sino entretenerla, y, sobre todo, aprovecharse de las baratijas—para ellos de mucho valor—que se les daban gratuitamente siempre que iban a los buques.
Se encargó a Juan de la Isla y a dos religiosos que reconocieran si había puerto, y hallaron dos bahías. En una salieron indios a la ribera dándole señas al capitán de que querían sangrarse con él para entablar amistades. Francisco Gómez, gentil hombre de Legazpi, sin consentimiento del capitán Isla y contra el parecer de los religiosos, saltó a tierra para sangrarse con uno de los caciques. Cuando estaban en la ceremonia surgió del monte un indio, y acercándose a Gómez por entre los que se hallaban con él, le dió tan terrible lanzada que murió al poco rato.
El 21 arribaron, en la costa de la isla grande, a una bahía que denominaron San Pedro, y el 22 vino a la nave del maestre un isleño, que dijo ser principal y llamarse Urrao. Se sangró con Mateo del Sanz, y le enteró de que Tandaya, gran cacique, de quien era sobrino, residía a no mucha distancia de allí. A Urrao y a otros dos principales, uno de ellos llamado Balaniga, les obsequió el general y les pidió una canoa para enviarle a decir a Tandaya que Su Majestad «le quería por amigo, y le quería mucho». Un indio que sabía algunos términos castellanos se ofreció a llevarle a Tandaya la carta, y quedó en volver al día siguiente para que se la dieran. A Urrao y a los otros dos caciques les rogó el maestre que le vendiesen arroz, gallinas y puercos, y quedaron en llevarlos; pero no volvieron. Tampoco volvió el que se había ofrecido a entregarle el mensaje de Legazpi al gran cacique.
El 22 dispuso el general que Martín de Goiti buscase el río de Tandaya, por si tenía buen puerto, y que procurase ver al poderoso señor y darle cuenta de las intenciones de los españoles.
Mientrastanto, Legazpi procedió a tomar posesión de la isla, y, terminado el acto, se aproximó, en compañía de los religiosos y del maestre de campo, al pueblo de Caniungo, donde les esperaron multitud de indios en disposición amenazadora. Dos disparos de arcabuz fueron bastantes para amedrentarles y hacerles huír.
A los diez días volvió Martín de Goiti, refiriendo que lo más notable que había encontrado en sus exploraciones había sido la ciudad de Cabalián, cuyos habitantes usaban joyas de oro y tenían muchos puercos y gallinas.
El 5 de marzo salió la armada para aquella población, cuyo cacique, Maletec, tenía un hijo, llamado Camutrián, que se sangró con el alférez mayor, no habiendo ido Maletec en persona a sangrarse con Legazpi por ser muy viejo y estar ciego.
Quisieron los expedicionarios comprar víveres, y los indios prometieron traérselos, pero faltaron reiteradamente a su palabra, y el general, los capitanes, los oficiales y otras personas de cuenta resolvieron, haciendo de la necesidad ley, adquirirlos por la fuerza, aunque evitando causarles daño a los indígenas y pagándoles lo que les tomasen.
Los naturales del país huyeron al ver en tierra a los españoles, y con la precipitación de la huída dejaron abandonados algunos puercos y cierta cantidad de batatas. También se les tomaron unas cuantas gallinas. Muchísimas otras escaparon volando como perdices.
Se hizo inventario de estas adquisiciones, se apartó la cantidad de margaritas, cuentas de vidrio, bonetes de grana, cuchillos, etc., que se consideró necesaria para abonar su valor, y se le entregó a Camutrián, que estaba en una de nuestras naves, para que él hiciera llegar aquellos objetos a los dueños de los bastimentos, de tal modo, que cada cual cobrase en proporción a los que hubiera perdido.
Por Camutrián se averiguó que no lejos de allí estaba Mazaguá, y habiéndole suplicado el general que le enseñase el camino, el hijo de Maletec se ofreció a ir con él a dicha isla acompañado de tres indios.
El 9 de marzo salió la flota de Cabalián para Mazaguá, y el 10 fueron comisionados el prior y el maestre de campo para que hicieran por ver al cacique y le regalaran, a fin de atraérselo, una chamarra de terciopelo y un capote de grana; mas, no habiendo encontrado, en la parte donde pensaban que estaría la residencia del señor, casas ni indios, acordó el general trasladarse a la isla de Caninguinín, que estaba próxima.
Antes se les dió suelta a Camutrián y a los otros tres indios, y a fin de que se marcharan contentos, les quedase agradable recuerdo de los españoles y recibieran y trataran bien a otros que pudieran pasar por su tierra, se les vistió a dos de ellos de bonete, chamarra y zaragüelles de paño verde, y a los otros dos, de iguales prendas, de lienzo, y se les dió para el regreso carne de cerdo y pan para tres días y una botija de agua.
El 11 de marzo arribó la armada a Caninguinín, no habiendo encontrado en ella nada que les interesase. Canela es lo que más deseaban haber hallado y adquirido en aquella isla.
Sus naturales se negaban a escuchar a los españoles. Legazpi consultó con los religiosos, los capitanes, los oficiales y las demás personas de la armada sobre qué partido tomar, y, de común acuerdo, resolvieron pasar a Butuán, por ser país de mucho comercio y porque encontrarían quien entendiese la lengua malaya.
Reconociendo Martín de Goiti, en un batel, la costa de la isla de Bohol, halló un parao de grandes dimensiones, cargado de arroz y de otros bastimentos. En cuanto los indios vieron el batel, se arrojaron al mar, dejando abandonada la canoa. Los españoles se apoderaron de ella, y el general mandó hacer inventario de su contenido, para pagar su valor a quien resultara ser su dueño. En el mismo día, el maestre de campo prendió a siete u ocho indios de los que se escaparon del parao, por uno de los cuales se averiguó que aquella embarcación y sus mercancías eran procedentes de Cebú.
La contrariedad de los vientos impedía que la armada arribase a Butuán, y se acordó que fuese allí el patache, y que en tanto se hiciesen en la capitana algunos reparos que le eran necesarios, para enviarla a descubrir la vuelta a la Nueva España. Procurarían comprar la mayor cantidad que pudiesen de oro, canela, cera, especias y drogas, y hacer amistad con el cacique de la isla, a quien le comunicarían, de parte de los expedicionarios, que, si se lo consintiera, tendrían mucho gusto en ir a su tierra, para establecer en ella factorías y contrataciones en nombre del rey de España. Como intérprete de la lengua malaya iba con la gente del patache un tal Jerónimo Pacheco. Si en Butuán no encontraban canela, recorrerían hacia el mediodía la costa de Mindanao, hasta llegar a la provincia de Cavite.
Cuando el general se ocupaba en el despacho del San Juan, vino a la nave capitana el maestre de campo y dijo que la almiranta, distante media legua, había visto en la mar un junco grande y enviado un batel en su reconocimiento. Los tripulantes del junco acometieron a los españoles trabándose entre unos y otros encarnizada pelea. En ella nos hirieron veinte hombres; pero la canoa tuvo que rendirse ante los argumentos de los arcabuces. Esta embarcación tenía árbol mayor, trinquete y mesana, y era casi tan grande como el San Lucas. Los que en ella venían eran moros.
Un testigo presencial del combate elogia el valor de los adversarios, diciendo que determinaron morir, que pelearon como desesperados, hasta que les mataron el capitán, y que hicieron enorme gasto de municiones de hierro.
En el parao apresado venían seis o siete hombres, uno de ellos factor del rey de Borneo, quien manifestó que las mercancías que llevaban eran de su señor, y que el junco pertenecía a un portugués, llamado Antón Maletis. Legazpi le preguntó cómo no habían acudido al llamamiento de los españoles. La contestación que aquellos seis o siete hombres le dieron fué verdaderamente notable: «... respondieron que, como no los conoscían ni entendían, y vieron que eran extrangeros, les pareció que estaban obligados a la defensa de sus personas y haciendas, y que en defensa desto, por cualquiera cosa que hubiesen hecho, no tenían culpa ninguna; que, si los conoscieran, que justo fuera y ellos vinieran, pero que, no los conosciendo, ni sabiendo quién eran, ni qué los querían, habían procurado defenderse».
Se les puso en libertad y se les devolvió el parao con cuanto en él había venido. Asombrados de tanta liberalidad, pidieron una carta para el rey de Borneo, a quien irían a darle cuenta de proceder tan humanitario.
De estos moros se informó el general acerca de las mercaderías en que traficaban, de dónde las traían, de su calidad, de sus precios de compra y de venta, y de la religión, costumbres, producciones y otras particularidades de aquellas islas.
En Borneo adquirían hierro y estaño, mantas pintadas de la India, porcelanas, campanas de cobre, sartenes, cazuelas de hierro templado, hierros para lanzas, cuchillos, cera, mantas blancas, etc. Todos estos artículos los vendían por oro, por clavos y por unos caracoles que en Siam se cotizaban como dinero.
De los moros aprehendidos, el piloto del parao era el más inteligente y experimentado y el que tenía más y mejores noticias de las Filipinas, de las Molucas, de Borneo, de Malaca, de Java, de la India y de la China. Por él se supo que los rescates que llevaba la armada eran de difícil salida en las Filipinas, y en cambio la tendrían muy buena en Borneo; que en Butuán había mucha contratación; que allí estaban dos juncos de Luzón adquiriendo oro, canela y esclavos; que Luzón estaba al norte de Borneo; que los de Borneo no entraban en Butuán por haber habido entre unos y otros sangrientas colisiones, y que los de Bohol no querían contratar con los de las naves, porque hacía dos años, muchos castellanos de los residentes en las Molucas les habían hecho, so capa de amistad y seguridad, muertes y robos a todo pasto y les habían cogido muchísimos prisioneros, que vendieron como esclavos, y que desde entonces les tenían miedo a los de Castilla.
Legazpi les hizo saber que los autores de semejantes desafueros no eran españoles, sino portugueses, gente de otra tierra y súbditos de otro monarca que los nuestros; a lo que los moros repusieron que ellos sabían que era así, pero que los indios no los diferenciaban y creían que todos eran unos.
El general quedó maravillado de la astucia empleada por los lusitanos, no tanto para hacerles daño a los isleños como para hacérselo a los españoles cuando allí llegaron, porque habían de encontrarse con el odio de los naturales del país.
Para contrarrestar estos inconvenientes, mandó a llamar a varios caciques, y vino a la capitana uno, llamado Cicatuna, que fué recibido muy amistosamente. Este cacique se sangró con Legazpi, sacándose ambos, de los pechos, dos gotas de sangre, revolviéndolas con vino en una taza de plata y bebiéndose cada cual la mitad de la peregrina mezcla. Después de la sangría se convidó a Cicatuna con conservas y vino de Castilla, que le resultó agradable. Los postres consistieron en un discurso del capitán generel, enterando al cacique de que el rey de España era el mayor y más poderoso príncipe de la Cristiandad, de que en su nombre iban los de la armada a contratar, a cuyo efecto llevaban valiosos rescates, y de que él, el gobernador, trataría a Cicatuna como a un hermano; por todo lo cual le suplicaba que influyera para que los isleños viniesen a contratar con los de la flota y les vendiesen arroz, puercos, gallinas y cabras, que les serían pagados a buen precio.
La respuesta del cacique fué satisfactoria, en cuanto a que los indios perderían el temor, una vez que él y el general se habían sangrado y hecho amigos; pero que, por lo que respectaba a mantenimientos, en muy poco le podrían servir, porque aquel año era mucha el hambre que se padecía en la isla a causa de la falta de lluvias.
Otro día vino la nave capitana con varios moros de Borneo, un principal indio, llamado Cigala, de más categoría que Cicatuna. Quería sangrarse con el gobernador; le regaló un lechón y le dió por excusa de no haber venido a verle antes el haber estado forastero. Legazpi accedió a la sangría y obsequió a Cigala con un pedazo de mantel, un espejo, una bacinica, tijeras, cuchillos, margaritas y cuentas, y porque tenía cuatro hijas, le entregó una docena de sartas de vidrio y otra docena de cascabeles para cada una.
A los quince días de haber partido el San Juan para Butuán, regresó adonde se encontraba el resto de la flota. Los del patache habían visto al rey de la isla y a un hermano suyo, los cuales no habían querido entrar en el San Juan por tenerles miedo a los moros.
Legazpi promovió consulta sobre si se debía poblar en alguna de aquellas islas, y se convino en hacer población en Cabalián, por abundar allí el arroz, los puercos y las batatas, y porque sería fácil el abastecimiento de los que se volvieran a la Nueva España; pero la resolución definitiva fué poblar en Cebú, por ser la tierra más fértil y rica de cuantas hasta entonces habían visto en aquellos países.
Los españoles fueron a Cebú, y Legazpi envió emisarios a Tupa, rey de la isla, para que viniese a verle. Este requerimiento fué contestado con promesas que no se cumplían; antes, por el contrario, los indios les amenazaron a los de la flota, y hubo que hacerles la guerra.
Reconociendo las casas de los fugitivos, se encontró, en una de las más pobres, un Niño Jesús flamenco, con su camisita de volante y su sombrero de velludo. El general experimentó tal alegría y tal emoción con este hallazgo, que, tomando al Cristo en las manos, le besó los pies, y alzando los ojos al cielo dijo: «Señor, Poderoso eres para castigar las ofensas en esta isla cometidas contra tu Majestad, y para fundar en ella tu casa e Iglesia Santa, donde tu Gloriosísimo nombre sea alabado y ensalzado; suplícote me alumbres y encamines de manera que todo lo que acá hiciéremos sea a honra y gloria tuya, y ensalzamiento de tu Santa Fe católica».
El 8 de mayo se trazó y midió el terreno sobre que había de construírse un fuerte en el puerto de Cebú, y el necesario para una villa, a la que se puso el nombre de San Miguel.
* * *
El 1.° de junio de 1565, la nave San Pedro, al mando de
Felipe de Salcedo, emprendió el regreso a la Nueva España, trayendo por
pilotos a Esteban Rodríguez y Rodrigo de Espinosa, y arribó al Puerto de
la Navidad el 1.° de octubre del mismo año.
El 18 de septiembre, Salcedo había requerido a Rodríguez, a Espinosa y al contramaestre Francisco de Astigarribia, que también echaba punto y carteaba, a que tanteasen el camino que habían andado desde el puerto de Cebú hasta la tierra que vieron aquel día. La distancia recorrida había sido, según Rodríguez, de 1740 leguas, y, según Espinosa, de 1650. Este último resultado dieron los cálculos y apuntaciones de Astigarribia.
De todo lo cual levantó acta el escribano de la San Pedro, Asensio de Aguirre.
Le interesaban a Salcedo la comisión y la consignación notarial de los pareceres de los pilotos, acerca de lo navegado, para que «se entendiese el dicho camino más verificadamente», y «para que mejor relación se pudiese hacer a Su Majestad».
Este viaje fué muy penoso. No pocos tripulantes enfermaron durante él, y algunos murieron. El piloto Espinosa falleció el 27 de septiembre. Fray Andrés de Urdaneta apenas pudo dormir, por tener que gobernar la nave, y padeció muchísimo.
Inmensa alegría produjo en Méjico el retorno de los supervivientes. Al volver allí el capitán del San Lucas aseguró que se había ido a pique el resto de la armada de Legazpi.
Cuando, al poco tiempo, fray Andrés vino a Castilla por encargo de la Audiencia, se encontró a la Corte, que estaba a la sazón en Valladolid, a Alonso de Avellano, que tenía muy adelantadas y con grandes probabilidades de buen éxito sus gestiones para que le premiaran por haber sido el primero en descubrir las islas Filipinas, y en haber hecho el viaje de vuelta al punto de partida; pero fué preso por haberle dado cuenta Urdaneta al rey de su deslealtad y codicia. Luego se le envió a la Nueva España para que se le trasladara a Manila y se le pusiera a la disposición de Legazpi. Por influencias interpuestas en su favor permaneció en Méjico hasta la muerte del general, pasando después a Manila con cartas de recomendación, que le fueron ineficaces para ser menos escarnecido por su conducta.
* * *
Tupas y todos los naturales de Cebú reconocieron el señorío del rey de Castilla.
Los españoles les ayudarían a los cebutines a defenderse de sus enemigos, y lo mismo harían los de Cebú con nuestros compatriotas cuando lo necesitaran. Al indio que cometiese alguna falta contra algún español, los caciques le traerían preso ante Legazpi para que le mandara castigar. El español que le hiciese daño o agravio a algún indio sería castigado por el gobernador. Cuando los españoles les compraran a los indios bastimentos, se los habían de pagar a como valieran, y les darían a precios moderados los rescates y géneros de España. Los indios no podrían ir a contratar al real ni a la población de los españoles con armas ofensivas ni defensivas.
En demostración de obediencia, Tupas, su hijo Pisunán, Catipán, Batumán, Maquiong y otros señores se arrodillaron ante Legazpi y le besaron la mano.
El general les obsequió con ropas, rescates y cuentas. A Tupas le dió, además, dos camisas, un espejo dorado y dos sartas de margaritas. «Quedaron ellos muy contentos viéndose tan bien vestidos de aquellos que entendían auían venido a desnudarles.»
Un acontecimiento extraordinario fué el haberse convertido al catolicismo Tupas, persona la de más autoridad e influencia, no únicamente en Cebú, sino sobre los señores de las otras islas. Ninguno le igualaba en capacidad intelectual ni en habilidad política. Siempre había rechazado la conversión, por creer que la permanencia de los españoles en sus dominios era muy problemática, por no tener con ellos a sus mujeres. Le bautizó fray Diego de Herrera, fué su padrino Miguel López de Legazpi y se le puso por nombre Felipe. Se celebró la ceremonia el 31 de mayo de 1568. Poco después fué bautizado su hijo, mozo de veinticinco años, habiendo sido su padrino Juan de Salcedo. Se le llamó Carlos, en recuerdo del príncipe don Carlos, hijo de Felipe II. Aquel día se bautizaron otros notables de la isla de Cebú y de las inmediatas.
* * *
Una de las acciones de Legazpi que mejor ponen de relieve su talento y su valor es su victoria sobre los portugueses de las Molucas. El virrey de la India había encomendado al capitán Gonzalo Pereira el apresto de una armada para echar de Cebú
y del archipiélago filipino a los españoles. El general se apercibió a
la defensa. Habiendo trascurrido bastante tiempo sin que la flota
lusitana apareciera por ninguna parte, se imaginó que el virrey habría
cambiado de propósito; pero cuando Legazpi se encontraba más falto de
víveres, y con sus gentes repartidas por las provincias circunvecinas
haciendo sus ordinarias contrataciones, surgió en el puerto de Cebú, el 17 de septiembre de 1568, una vela que, por ser latina, reconoció inmediatamente que pertenecía a los portugueses.
El maestre de campo salió a reconocerla y se encontró con que era una galeota de Portugal, procedente de las Molucas, en la que venía Antonio Rombo de Acosta, acompañado de Gonzalo Pereira y de cuatro gentiles hombres. Según le dijo Rombo al maestre, deseaba ver al general, para tratar con él de asuntos muy importantes al servicio de la religión y al de los reyes de Portugal y Castilla.
Toda la armada, que pronto arribó al puerto, constaba de diez navíos, con setecientos hombres de armas, sin contar una chusma infinita de molucanos y malabares.
Legazpi y Gonzalo Pereira celebraron una conferencia, en la que el portugués se lamentó de que los españoles hubiesen ido a tierras que estaban incluídas en la demarcación del rey de Portugal. El gobernador le contestó que siempre había tenido por indudable hallarse en tierras correspondientes a la demarcación de Castilla.
Los conferenciantes no se avinieron y hubo necesidad de que apelasen a las armas. Después de numerosas refriegas, en que los lusitanos llevaron la peor parte, Gonzalo Pereira, en vista de la Pascua de Navidad, resolvió volverse a las Molucas, y antes le envió a Legazpi, como aguinaldo, dos ricas alfombras de Persia, una colcha, una rodela hermosísima, y algunas porcelanas de la China. El general, por no ser menos, le obsequió con diez varas de carmesí, diez de damasco, cuatro cojines de terciopelo carmesí con guarniciones de oro, y un albornoz muy rico, con rapacejos, botones y alamares de oro.
* * *
Legazpi resolvió intervenir personalmente en la conquista de la
isla de Luzón y se dirigió a ella con 280 hombres. Los habitantes de
Cavite le recibieron de paz. Un moro principal, llamado Dumandul, vino a
la armada a visitar al generalísimo. Este le interrogó sobre el estado
de los ánimos en Manila, respondiéndole Dumandul que Raxa, el viejo,
anhelaba la paz, pero que su sobrino Raxa Solimán, el mozo, no debía ser de la misma opinión desde su alianza con Lacandola, reyezuelo de Tondo, con quien los de Manila habían estado siempre en relaciones hostiles.
Al ver los moros a Legazpi en el río de aquella población, la prendieron fuego y se encaminaron a Tondo. El general encargó al maestre de campo les dijese a los moros que apagaran el fuego, y que no se alborotaran, porque los españoles no les iban a hacer ningún daño.
Vinieron Raxa el viejo y Lacandola, en dos canoas, a saludar a Legazpi, y humildemente se le postraron, asegurándole que querían paz y amistad con él. El gobernador les contestó que, para que los tuviese por amigos, era indispensable que se reconocieran y declararan vasallos del rey de Castilla, que le había enviado allí para enseñarles la religión verdadera.
El viejo Raxa fué el primero que en Manila recibió el bautismo.
Raxa Solimán visitó a Legazpi manifestándole que quería la paz con los castellanos, rendirle obediencia a su rey y ser adoctrinado en el catolicismo. En esta visita le acompañaron a Solimán su tío y el reyezuelo de Tondo, y los tres le besaron la mano al general, quien les pidió que mandasen hacer una casa para él, otra y una iglesia para los agustinos, y ciento cincuenta casas más para el resto de los españoles que había en la isla y concluír un fuerte que estaba en construcción, porque pensaba fundar la capital de las Filipinas, la residencia y corte de su gobierno espiritual y temporal. Aunque prometieron hacerlo, no lo cumplieron del todo, teniendo nuestros compatriotas que dar fin a las obras de fortificación.
Hechas las paces con Raxa el viejo, Raxa Solimán y Lacandola, con frecuencia venían a Manila indios de los territorios circunvecinos. Unos les ofrecían su amistad a los castellanos; pero otros, viendo que estos eran muy pocos, se burlaban de los que se les habían sometido y no dejaban de vociferar que, si aquellos fueran a sus localidades, les quedarían escarmentados. Tales burlas, desplantes y excitaciones influyeron en los de Manila, hasta el punto de decidirles a dar por nulos los compromisos adquiridos y a empuñar las armas contra nuestra gente.
Los menos dos mil guerreros de Macabebe, de Agenoy y de otros pueblos se reunieron en Tondo, capitaneados por un moro de gran valentía, y convinieron con Lacandola la manera de principiar la lucha contra los españoles.
Al enterarse Legazpi de que estaban allí, supuso que desearían la paz y que habrían ido a solicitar la mediación de aquel reyezuelo. Habiéndoles llamado, y transcurridos varios días sin que acudieran al llamamiento, el general envió a Tondo tres comisarios, uno como intérprete, para garantizarles que, sin temor, podrían ir a Manila, y para que Lacandola contribuyera a desvanecer los recelos que pudieran impedírselo.
El cacique, muy ladino, les manifestó a los de Macabebe que si querían, correspondiendo a la invitación, ir a ver al gobernador, él tendría mucho placer en acompañarles.
Entonces el capitán moro contestó, indignadísimo, que ni él ni su gente querían presentarse ante el Basar (así le llamaban a Legazpi), «ni tener su amistad ni sus Castillas». «El sol me parta por medio el cuerpo—añadió—y caiga yo en desgracia de mis mujeres, para que me aborrezcan, si fuere en algún tiempo amigo de los Castillas».
Hechos estos votos se arrojó a la calle desde la ventana de la habitación en que se encontraba, y, marchando hacia su caracoa, les dijo a los emisarios que pusieran en conocimiento del general que le esperaba para combatirle.
El maestre de campo salió en busca del arrogante musulmán, que no tardó en morir de un arcabuzazo que le dió uno de nuestros soldados. Los contrarios se desbandaron. El maestre les tomó diez caracoas con la gente que iba en ellas. Más de trescientos moros murieron en el combate. Entre los prisioneros había un hijo y dos sobrinos de Lacandola, y aunque era, por tanto, indudable, que éste había estado en inteligencias con los de Macabebe, Legazpi los puso en libertad, por si, mostrándose piadoso, lograba traerles definitivamente a pacíficos términos.
Teniendo en cuenta la magnitud de la isla de Luzón, sus provincias, sus poblaciones y sus comodidades, el general resolvió levantar una ciudad en el sitio en que radicaba Manila. El 24 de junio de 1571 principió la fundación de la metrópoli política y espiritual de las islas Filipinas y de las que se rindieran a la corona de España.
Determinados los límites de la nueva urbe, nombró dos alcaldes ordinarios, dos regidores, un alguacil mayor, un escribano mayor de Cabildo y dos escribanos de número.
Señaló el sitio para plaza pública, repartió los solares para conventos de San Agustín y para iglesia, encomendó al consejo la designación de los que habían de repartirse entre los vecinos, y ordenó que Manila fuese denominada capital de la provincia de la Nueva Castilla.
Este nombre fué confirmado por Felipe II en Cédula de 21 de junio de 1574, en la que otorgó a Manila los títulos de insigne y siempre leal. Por otra Cédula le concedió escudo de armas, consistente en castillo de plata en campo rojo, y un medio delfín y león, con una espada en la mano.
* * *
El 20 de agosto de 1572 Legazpi tuvo una grandísima desazón por
haber cometido una falta muy grave uno de sus soldados. Este disgusto se
le aumentó con tener que negar a una de las personas principales de su
campo un favor, a cuya concesión se había opuesto en varias ocasiones.
Aquel día, y a consecuencia de varios incidentes, sintió un intenso dolor en el corazón. Algo se le alivió con remedios que le aplicaron. A la hora de cenar bebió un poco de agua y se le agudizó el dolor. Entonces le recetaron una purga, y habiéndose levantado de la cama cuando iba a hacerle los primeros efectos, falleció repentinamente. Hubo quienes le echaron la culpa de la inesperada desgracia al médico que le había asistido.
El factor, el maestre, los capitanes y los oficiales del rey, sabedores de tan triste noticia, se personaron a las dos de la madrugada con los demás españoles que había en Manila en el domicilio del difunto gobernador. En un escritorio le encontraron dos provisiones de la Audiencia de Méjico, en las que se determinaba quién había de sucederle en su cargo cuando muriera. Para ese caso se llamaba por capitán general, en primer término, a Mateo del Sanz, y en segundo término, al vizcaíno Guido de Lavezaris, tesorero de la Hacienda Real; y como el maestre había pasado a mejor vida, se confirió la investidura a Lavezaris, hombre viejo, discreto y de buenas intenciones.
El nuevo gobernador ordenó al factor que, sin pérdida de tiempo, buscase a Raxa Solimán, a Lacandola y a los demás caciques para agasajarlos y porque recelaba intentasen alguna alteración.
Al día siguiente, 21 de agosto, se le enterró a Legazpi, con militar y magnífica solemnidad, en el convento de San Agustín, en una capilla del presbiterio, habiéndose colocado sobre su sepulcro un estandarte y una bandera.
En las honras fúnebres que se le tributaron predicó el padre fray Martín de Rada, quien, como dice fray Gaspar de San Agustín, en su Conquista de Filipinas, «trató de las virtudes y excelencias de este famoso capitán, digno de ser alabado y puesto con los mayores que ha conocido el mundo por su valor, piedad y prudencia».
Su hijo, Melchor López de Legazpi, le hizo en Méjico muy suntuosos funerales, en los que predicó fray Melchor de los Reyes, de la Orden agustiniana.